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El arte del pan, la higiene, la moral y la etiqueta

Para Juana, esos signos y figuras que eran las letras contenidas entre las páginas de los libros de etiqueta eran extraños; solo podía mirarlos de reojo y con desesperación. Llegó a pensar que aquel oficio excedía sus habilidades. Conmovido por su empeño, el propietario del café se ofreció a enseñarle el exclusivo privilegio de leer. Pasados algunos meses, empezó un misterioso proceso de transformación. Además de convertirse en una de las pocas mujeres de la ciudad que no era analfabeta, Juana había erguido como estandarte de su cotidianidad el Manual de Carreño. Este libro, a pesar de parecerle insípido, la había obligado a aprender a leer, por lo cual la había introducido a nuevos textos y conocimientos que le revelaban la existencia de mundos diversos que rebasaban las fronteras de su recién formada nación.

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Aun cuando empezaba a sentirse como una mujer diferente, Juana consideraba que, al haber nacido pobre, cada vestido, expresión o artículo refinado lucirían extraños en ella. Ante estas injustas aseveraciones, Josefa insistía en recordarle que, a pesar de que en su caminar, hablar y comer delatara que no era una mujer

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de clase, tenía en su sangre las predisposiciones naturales benignas que Francisco Augusto de Orbe había sembrado en su vientre. Este español había dejado en Juana una marca imborrable que, como una espiga de trigo, la hacían lucir esbelta, delgada y alta.

Para Josefa era claro que estas características físicas de su hija podían jugar a su favor en el momento de pensar en un matrimonio que garantizara un mejor futuro para sus siguientes generaciones. Especialmente porque, a pesar de las proclamas de independencia, la sociedad seguía mirando hacia Europa con tal admiración que las raíces y la fisonomía fruto de esta tierra eran vistas con desprecio e indiferencia. En un medio en el que era difícil vislumbrar otras opciones, Juana entendía lo que su madre le decía. A excepción de aquellas que entraban a la vida monástica apelando estar enamoradas de Dios, conseguir un buen marido era una prioridad vital para el futuro de muchas mujeres de su edad. Cerca de la edad de veinte años, hacia 1865, la joven se sintió entonces preocupada al no poder identificar entre sus contiguos a un buen esposo y al no sentir la entonces valorada vocación de vivir bajo el cálido brazo de una congregación religiosa. Además de percibir la crisis que enfrentaban las comunidades eclesiásticas producto de los proyectos de desamortización que ocurrieron bajo el gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera, lo único que apreciaba de la vida católica era la oportunidad de educarse. Mas en sus lecturas favoritas no se encontraban los textos religiosos.

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Entre los libros que ocupaban un lugar en sus preferencias se encontraban los ya explorados manuales de etiqueta. En ellos aprendía protocolos de limpieza que eran la forma particular mediante la cual la gente mostraba a los otros su salud, cuidado y clase. Sin ser realmente consciente de ello, Juana poco a poco empezó a lavar sus dientes cada vez que fuera pertinente y a asearse antes de entrar en la cama cada noche, tal y como lo formulaba el Manual de Carreño.

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