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Vestigios para una especulación la excavación arqueológica en el templo de San Ignacio

a las personas menos favorecidas acceder a un alimento cuyas propiedades ella conocía muy bien.

Cerca del año 1880, Juana murió cuando tenía aproximadamente 35 años y fue inhumada en los columbarios de la iglesia de San Ignacio, un privilegio que jamás habría imaginado. Algunos de los restos de aquellos que en su niñez crecieron con ella en los pueblos aledaños a Santafé eran entonces enterrados en Cementerio Central, fundado en 1836. Pero ella, esa niña de ojos miel cuyos sentidos experimentaron la pobreza al nacer, y a pesar de que existiera la prohibición de enterrar cuerpos en las iglesias, tuvo el lujo de ser inhumada dentro de uno de esos limitados espacios sagrados que pocos podían alcanzar. Así, a largo plazo, Juana descansó junto a esos vecinos barones, intelectuales, libertadores, y criollos célebres y prestigiosos que vivían en las casonas contiguas a la de su cónyuge. Más allá de ser una dama con el dinero necesario para costear un buen lugar o dotada con la belleza caucásica que se quería fomentar, los miembros de su propia clase identificaron en ella a un agente trasformador de la estructura social. Alguien que representaba los valores de la nación a través de una coherencia a veces imposible incluso para los más elegantes.

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A través de la pulcritud, asepsia, elegancia, educación e inteligencia que con tanta naturalidad ostentaba, esta mujer pudo reflejar entonces los capitales que en los Estados Unidos de Colombia darían a luz a una, aún incipiente, modernidad.

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VESTIGIOS PARA UNA ESPECULACIÓN, LA EXCAVACIÓN ARQUEOLÓGICA EN EL TEMPLO DE SAN IGNACIO1

1 Nota de edición: los padres de la primera expedición de la Compañía de Jesús al Nuevo Reino comenzaron la construcción de esta iglesia el 1.º de noviembre de 1610 (año de la beatificación del fundador de la Compañía, Ignacio de Loyola) y fue concluida en 1643. Su diseño estuvo a cargo del padre Juan Bautista Coluccini. La iglesia está compuesta por una amplia nave central y dos laterales, un crucero, una cúpula, y un balcón corrido a la altura de los ventanales y la capilla anexa de San José. Dado que los jesuitas fueron expulsados dos veces del país, en 1767 y en 1850, pasó a conocerse también como iglesia de San Carlos, hasta cuando les fue devuelta en 1891 y retomó su antiguo nombre. La iglesia se ubica en la actual calle 10.ª entre carreras 6.ª y 7.ª, en una manzana que casi en su totalidad fue propiedad de los jesuitas. La valiosa pinacoteca de la iglesia está conformada por óleos y murales de artistas como Gregorio Vásquez de Arce, Antonio Acero de la Cruz, Baltasar de Vargas Figueroa, Feliciana Vásquez, Epifanio Garay, Ricardo Acevedo Bernal y Santiago Páramo. Uno de los espacios más bellos de la iglesia es la capilla de San José, ubicada en la parte posterior de la iglesia y que hasta el siglo XVIII fue la sacristía. Entre 1896 y 1900 el padre jesuita Santiago Páramo la decoró con una serie de pinturas al temple que la convirtieron en una de las obras de arte más imponentes de la ciudad y llegó a conocerse como la “Sixtina bogotana”.

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En Colombia existe la expresión “de dientes para afuera” para referirse a la manera en que se habla de forma conveniente ante los demás de sí mismo. Lo que querría decir que aquello que ocurre “de dientes para adentro” hace parte de la vida privada que no se muestra ante los otros. Este juego de palabras puede llegar a describir el oficio de los arqueólogos, puesto que con su trabajo se aproximan tanto a esos archivos donde los individuos del pasado pudieron haber declarado aquello que querían que supieran los demás sobre sí mismos (lo que había de dientes para afuera) como a los vestigios de aquello que hizo parte de las prácticas privadas que tuvieron esas vidas humanas ya expiradas (de dientes para adentro).

Así, más allá de recuperar artefactos del pasado, el trabajo de los arqueólogos históricos trata de leer entre líneas, interpretar aquello que no está dicho y, en algunas ocasiones, usar la imaginación sobre los datos recolectados de excavaciones y lecturas de fuentes primarias y secundarias, con el objetivo de reconstruir las identidades privadas y públicas de seres humanos del pasado reciente; es decir, especular sobre algo que jamás será conocido a través de la experiencia empírica o etnográfica.

La historia de Juana Simona es entonces una especulación sobre lo que una mujer de la antigua Bogotá hizo “de dientes

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para adentro”, un relato que nace de una investigación bioarqueológica que tuvo lugar en el año 2017, justo después de que la compañía de Jesús llevara a cabo un proceso de restauración dentro del templo y de que, como producto de las normativas acerca de arqueología de rescate, los investigadores Felipe Gaitán Ammann, Julie Wesp, Jimena Lobo Arenas y Elena Uprimny Herman descubrieran que bajo el subsuelo del templo de San Ignacio había enterramientos humanos, restos arqueobotánicos y zooarqueológicos, y artefactos textiles, cerámicos, vítreos y metálicos asociados a la Colonia y a la República.

Entre estos materiales había un grupo de restos humanos que constituían un relleno óseo en forma de L, que había sido localizado alrededor de la escalera por la cual se bajaba a la cripta de la iglesia y que, gracias a una botella de medicina fabricada en Cuba durante la década de 1880, se asoció al periodo republicano. Para ese entonces Juana Simona era una frágil mandíbula que, en su momento, se perdía entre los restos óseos mezclados de 37 individuos adultos y 17 individuos subadultos, o niños, que estaban desarticulados, que yacían sin nombre, sin rostro o sin cuerpo.

No obstante, en la búsqueda por conocer parte de la identidad de estas personas que habitaron la antigua Bogotá, el equipo de arqueólogos que hicimos parte del proyecto de San Ignacio

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aplicamos dos metodologías particulares. En primer lugar, realizamos una exhaustiva búsqueda de archivos de fuentes primarias y encontramos que se trataba de un grupo de personas que posiblemente interactuó activamente con la clase alta de la ciudad puesto que, para tener el derecho de ser inhumados en este espacio sagrado y exclusivo, quienes fueron enterrados bajo esos elegantes pisos tuvieron que haber realizado importantes donaciones a la iglesia. A pesar de esto, para el año 1893, cuando ocurrió la devolución de la iglesia de San Ignacio a los jesuitas, los restos de estos hombres y mujeres de la alta clase social fueron removidos de sus pequeños cajones para posiblemente ser dispersados en la fosa común de donde finalmente fueron rescatados siglos después.

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En segundo lugar, con la ayuda de Julie Wesp se realizó la identificación bioarqueológica de los restos óseos con el objetivo de conocer la edad, el patrón racial, el sexo y las patologías que algunos de estos individuos tuvieron. Esto permitió reconocer el sorprendente potencial de esta muestra arqueológica para responder a nuevas preguntas acerca de las vidas cotidianas y los hábitos de una clase social criolla que, según se leía en los archivos del siglo XIX, buscó incorporar nuevos hábitos y prácticas de alimentación e higiene.

Así, con la intención de conocer la dieta de aquellos que yacían en este relleno óseo de la cripta, con la ayuda de Angélica Triana empecé a estudiar los residuos que permanecieron en los cálculos dentales de nueve individuos masculinos y dos individuos femeninos entre los cuales estuvo una grácil mandíbula de un adulto joven cuyo código era el número 8. Las causas de muerte formales aún no las podemos conocer, pero luego de revisar archivos sobre defunciones y al reconocer algunas de las algas que estaban en sus dientes, podría sugerirse que quizá se intoxicaron o deshidrataron a causa de la ingesta de aguas estancadas de las fuentes que abastecían del líquido las amplias casas de la ciudad. Después de realizar la estadística de la muestra, pude notar cómo las características de ese maxilar inferior del individuo 8 se alejaban no solo de todo lo que tenían en común los demás

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individuos del relleno óseo, sino de todo lo que parecían estar realizando los miembros de esa clase social de dientes para adentro. Las patologías y prácticas sanitarias de ese exclusivo individuo 8 eran, en términos generales, muy particulares. Tenía calzas dentales, había sufrido una malformación dental debido a que su madre pudo padecer infecciones durante la etapa de embarazo; tenía falta de nutrientes en el útero, evidente por la ausencia de los dientes 46 y 36, y estuvo mal alimentada entre los diez y doce años de vida, pues tenía hipoplasia de esmalte en uno de sus dientes frontales.

No siendo esto suficientemente extraño, los resultados obtenidos de este trabajo evidenciaron que el individuo 8 era realmente especial puesto que, a diferencia de lo que se encontró para el caso de los demás restos humanos, fue quien menos variedad de clases vegetales consumió y se caracterizó por ser una activa consumidora de seda, algodón mercerizado, carbón y plantas gramíneas (entre las cuales se encuentran el trigo y la cebada).

A la luz de un análisis documental posterior de fuentes primarias y secundarias enfocado en recolectar información sobre la comida, la dieta y la alimentación en la Bogotá republicana, se pudo reconocer que las prácticas que esta mujer llevó a cabo fueron muy probablemente bien vistas por la sociedad intelectual, ya que se trataba de insumos

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higienizadores mencionados por autores aburguesados como José María Vergara y Vergara, Manuel Antonio Carreño o Timoteo González (quién, por ejemplo, invitaba a sus lectores a limpiarse los dientes con polvos dentífricos que contenían carbón y a curarse las heridas bucales con copos de algodón bañados en medicamentos). Asimismo, los discuros modernizadores como el del criollo Francisco José de Caldas o el del español José Celestino Mutis, parecieron calar en lo que el individuo 8 ingirió en los últimos días de su vida, de modo que evitó consumir la gran variedad de frutos o vegetales que los viajeros reportaron de la plaza Mayor para limitarse a consumir alimentos importados de Europa o cultivados en la fría sabana donde hoy se localiza Bogotá.

El descubrimiento de que el individuo 8 fue quien mejor reveló la apropiación de los hábitos de consumo cotidiano, de acuerdo con los efectos del discurso moderno establecido durante la época, resulta interesante bajo la perspectiva analítica que propone Pierre Bourdieu, según la cual las clases sociales se caracterizan por estar formadas por personas con disposiciones y prácticas similares. En el caso del individuo 8, es posible que haya existido un esfuerzo arduo por incorporar los valores generados por la clase alta de la época y una sorprendente voluntad de no ingerir los alimentos de la plaza que, para los campesinos, peones, verduleras o ella misma, podían resultar deliciosos. Lo anterior, especialmente porque

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en términos estadísticos puede señalarse una carencia de recursos en la niñez (evidente en variables como la hipoplasia de esmalte). Ninguno de los demás individuos padeció tales patologías, que permitían asociarla a un caso exitoso de enclasamiento o de ascenso social relacionado con la capacidad para acceder posteriormente a los recursos alimenticios y sanitarios.

Esto es de destacar, pues, siguiendo con los aportes de Bourdieu que se reflejaban en este contexto particular, los gustos por los alimentos se asocian a lo inherente al ser humano, a lo natural y esencial, por lo que resultan casi imposibles de modificar ya que son primordiales, cotidianos y habituales de prácticas de la infancia, que en este contexto se vinculan con la a veces romántica y con frecuencia fangosa ciudad de Bogotá en el siglo XIX.

Esta era una ciudad diversa, con ansias de refinamiento, que bajo la mirada de viajeros como Élisée Reclús, Auguste Le Moyne, John Steuart, Rosa Carnegie-Williams, Gaspard Théodore Mollien, Isaac Farewell Holton y Ernst Röthlisberger se cubría de una nube ambigua en cuyos rincones domésticos se experimentaba el constante hedor de los residuos sin rumbo y en cuyos espacios públicos, como las escalinatas de la

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