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Agradecimientos

suntuosa catedral, se contemplaban los aromas de las frutas más extrañas que se hubiesen descrito hasta ese día.

Esto último permitió pensar en las habilidades sociales y de entendimiento de clase que esta mujer pudo tener. Por ello, aún sin saber su nombre, quién era su madre, qué enfermedad pudo ella padecer, si vivió con su padre, si vendió mazorca o trigo, si era realmente blanca, cuál fue su fecha real de nacimiento o muerte, si le gustaron o no los vestidos que usó, si sabía cocinar, si se casó, si participó activamente en el Motín del Pan, si conoció a Timoteo González o a José María Vergara y Vergara, si había vendido pan en El Café del Comercio para funerales o fiestas refinadas, si sabía sobre medicamentos, si investigó sobre el trigo y sus efectos o dónde estaba el resto de su cabeza, los datos que arrojó su mandíbula dieron la inspiración suficiente para recrear la historia de Juana, una mujer de esas tantas cuyo nombre jamás sabremos, cuyo rostro nadie recordará, pero cuyos vestigios estudiados a la luz del pasado de nuestra ciudad nos permiten interpretar la historia, contextualizar los elementos hallados y recrear las formas de vida de otro tiempo. Todo a partir de una mandíbula sin nombre, hallada en las excavaciones de la iglesia de San Ignacio en Bogotá.

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Cuando era estudiante, solía escuchar a Felipe Gaitán Ammann decir que aquellos que nos dedicamos a la arqueología no encontramos los objetos que tienen lugar en las excavaciones, puesto que son los objetos los que nos escogen, los que llegan a nosotros. Una perspectiva mágica que solo se comparte con las guacas, en cuanto a la virtud de ser elegido por un tesoro que si es buscado no se encuentra.

Mientras anduve en las aulas de clase, nutriéndome por la serie de teorías y metodologías científicas de la antropología, no tuve la oportunidad de entender con precisión lo que esto significaba. Pero, tras iniciar mis primeras interacciones con la cultura material, pude comprender ese extraño y cálido sentimiento de haber sido reunida con un pasado que, como obra del destino, me esperaba.

Dicho aspecto me hacía sentir día a día identificada con las increíbles historias de los encuentros fortuitos de los investigadores, arqueólogos y paleontólogos que conocieron por primera vez Troya (escenario de una guerra que inicialmente se pensó era únicamente mítica), a Lucy (la primera Australopithecus afarensis) o a Naya (quién cayó en un hoyo de la actual península de Yucatán hace unos 12.000 años).

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