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El boom de la riqueza del trigo
from Historia tras una mandíbula sin nombre. Especulaciones sobre la vida de una mujer de clase en la jov
El temor y la inseguridad que enfrentaba Josefa ante esta situación la condujeron a escuchar muy atentamente lo que la fuerza pública establecía, para así poder apegarse a la ley. Por ello, aunque no supiera leer, entendía que los estudios científicos y botánicos de los grandes ilustrados no solo habían desprestigiado las propiedades de muchos alimentos tropicales, sino que también habían clasificado como buenos los alimentos que se cultivaban en la “pequeña Europa” de la República de la Nueva Granada: la sabana que rodeaba la ciudad de Santafé.
Aunque muchas familias se resistieron a dejar sus negocios y a ocultar sus gustos por la comida “malsana” y “sucia”, Josefa contactó en la plaza Mayor a los amigos y conocidos que le pudiesen ayudar a trabajar con los productos que estaban bien vistos por la élite de la antigua Bogotá.
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Uno de los grandes obstáculos que Josefa y otros campesinos y peones de los poblados de La Calera y Usaquén enfrentaron inicialmente fue la confusión con respecto a las opiniones que los criollos de clase tenían sobre los alimentos. Por ejemplo, dentro de los descubrimientos que se hicieron en esta joven nación independiente y libre se encontraba la controversial quina. Por una parte, para aquellos que clasificaban la naturaleza del país a la luz de la Expedición Botánica, este árbol amazónico podía ser nocivo para la salud pues provenía de un clima cálido y húmedo propio de las zonas tropicales o exóticas de la república. Por otra parte, estudios médicos señalaban que esta planta era un febrífugo, tónico
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y antiséptico eficiente para tratar diversos males del cuerpo.
Para fortuna de Juana y Josefa, este tipo de debates pasaron a segundo plano, pues la desesperada madre encontraría el producto que podría vender en la plaza. En las tierras frías se había empezado a cosechar y consumir trigo como en Europa. Aunque este alimento, como otros miles de frutos, animales y semillas de origen asiático y europeo, se había introducido en América desde el descubrimiento del “nuevo mundo”, los recientes estudios ambientales habían estipulado que las condiciones de la región eran aptas para cultivar este “destacado y distinguido” alimento.
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Debido a la apertura y amplia distribución del trigo, el delgado pasto empezó a ser cultivado por muchos campesinos aledaños a La Calera y Usaquén. Así, Josefa y Juana tuvieron la oportunidad y la suerte de llegar a trabajar en un puestecillo de la plaza Mayor donde vendían aquel cereal que ya se cultivaba en la sabana.
El ritual de la venta de un día de mercado comprendía armar la tienda y colgar sus productos, para que avanzada la mañana varias damas de la alta clase social, en compañía de una criada o de un indio, realizaran las compras de las provisiones de alimento para toda la semana.
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20 Este tipo de comensales hicieron que las ventas de trigo alcanzaran gran estabilidad. Fue tan próspero el negocio que Josefa y su hija, relegadas durante muchos años a la deshonra y el abandono, llegaron contadas veces a cubrir el placer y el costoso lujo de tomar chocolate, comer carne y pan de trigo, alimentos a los que podía acceder la clase alta bogotana.
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Cuando Juana cumplió doce años, el negocio de su madre había crecido lo suficiente como para surtir a establecimientos de la ciudad cuyos productos importados eran populares entre grupos selectos de la sociedad santafereña. Desde hacía ya algunos meses la joven había estado llevando sacos de trigo a El Café del Comercio, famoso lugar situado en cercanías de la plaza Mayor y en donde en 1857 se ofrecían bebidas calientes y
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se vendían diversos bizcochos y artículos de pastelería francesa fabricados con harina de trigo.
Después de algunos meses, Juana había empezado a interactuar de forma tan activa con el dueño y los ayudantes del sitio que comprendía por qué el pan que consumían los ricos era considerado un alimento particularmente exquisito.
A pesar de que ella no dejara de sentir aquel deseo incontrolable de comer arepa o mazorca, alimentos que solía consumir desde niña, Juana estaba experimentando un choque entre sus costumbres y las nuevas formas de vida que estaba empezando a contemplar en su cotidianidad, pues lo exquisito que había en el pan era algo inigualable. El gusto y el refinamiento de aquellos que iban a comprar aquel manjar la hacían preguntarse acerca de la vida que
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llevaban, pero también acerca del arte que había en la preparación de aquella masa que, tras entrar en el horno, adquiría toda clase de formas y tamaños. El aroma, el color y el sabor de este alimento generaban en Juana un placer que pocos podían experimentar.
Había diferentes tipos de comensales que asistían a esa clase de negocios. Entre ellos se encontraban las congregaciones religiosas que encargaban el pan que se ofrecía en los funerales y rituales de mayor importancia. Otros eran los miembros de familias ilustres e intelectuales que con frecuencia se reunían en fiestas, conversaciones y comidas refinadas, que serían bien retratadas por el escritor, periodista e historiador José María Vergara y Vergara en su libro Las tres tazas.
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Se trataba de escenarios a los que Juana no podía evitar desear acceder. De modo que, al cumplir quince años, le pidió al dueño de El Café del Comercio que le permitiera trabajar en la panadería, quizás con el objetivo de aproximarse a esas historias elegantes que se susurraban al oído los burgueses que hasta el momento nunca se había atrevido a conocer.
El dueño del café decidió darle la oportunidad de aprender su oficio, pues viendo que, aun siendo pobre y desaseada, la joven, además de tener una actitud inocente y trabajadora, parecía una blanca muñeca de porcelana con un porte estilizado, huella que ese ausente padre había dejado en su humilde identidad. Esto le concedía el aterrador privilegio de ser bien vista dentro de un grupo de
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comensales criollos con claros estándares de blancura. Al saber la noticia, como madre, Josefa sintió una calurosa emoción. Empezó a buscar entre todos sus amigos y conocidos los vestidos y accesorios que las mujeres de la clase alta usaban. Así, Juana no pudo evitar la vergonzosa obligación de usar toda clase de trajes baratos que trataban de imitar las tendencias de la moda a las que no podía acceder, y lucir los cortes de las vestiduras francesas, inglesas y norteamericanas hechas con telas burdas de la ciudad.
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Al llegar el primer día de su inducción, la joven sintió la fuerza de su inseguridad empujarla al interior de su casa. Su pomposo vestido amarillo con flecos blancos la hacían ser percibida por los pobres como vanidosa o petulante, y ser juzgada por los ricos como graciosa y pintoresca.
Para evitar que esta clase de sucesos continuaran ocurriendo, el dueño de El Café del Comercio se propuso introducir a Juana en algunos aspectos básicos sobre el manejo de los alimentos; puso a su disposición las lecturas acerca de las actitudes en la mesa que le impedirían espantar a los hombres y mujeres respetables que visitaban la tienda. Tales principios estaban consignados en libros escritos entre 1851 y 1854 por personajes como Antonio del Rosario Carreño Muñoz y Pío Castillo.
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