Edición 219 Periódico Estudiantil Nexos

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EDICIÓN 219


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Asociación Cultural Periódico Estudiantil Nexos JUNIO 2020

ÍNDICE

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En la mirada Juan J. Mesa

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El Silbido Santiago Arboleda Arias

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Rutas veredales Diego Velásquez V.

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Yo no soy la tía Nancy María Giraldo Vargas

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Siempre Blue Tony Jerónimo Beltrán Gómez

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Recomendados: cine

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La Promesa Pablo Patiño

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Polvo suspendido en el aire Juan Camilo Botín Sanabria

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Piel de Conejo o ¿Qué hace a un cuento un cuento? Pablo Patiño

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Paz Santiago González

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Discontinuidad Eliana Tabares Sánchez

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Conectando ideas Presidente Tomás Quintero Meza tquinterom@eafit.edu.co

Editor Pablo Patiño ppatino2@eafit.edu.co

Jefe de Finanzas: Marialejandra Domínguez Aceros mdoming5@eafit.edu.co

Equipo editorial Andrés Carvajal Dayana Agudelo Meneses Eliana Tabares Sánchez María Camila Gómez Mariana Hoyos Mateo Orrego Silvia Natalia Rojas

Portada Ilustración de @otralopezmas1991

Valeria Echavarría Mariana Arango Trujillo Juan José Mesa Santiago González Carlos Andrés Henao Natalia Torres Jaramillo Tony Jerónimo Beltrán

Diseño y montaje Pablo Agudelo @pabloagart Preprensa e impresión Casa La Patria

Jefa de Desarrollo Humano Jefa de Desarrollo Web y redes sociales Maria Camila Betancur Hurtado María Fernanda González Molinares mcbetancuh@eafit.edu.co mfgonzalem@eafit.edu.co

Jefa de Mercadeo Laura Arango Ángel larangoa1@eafit.edu.co

Equipo de Desarrollo Humano Valentina Muriel Carolina Escobar Juan David Londoño Andrea Herrera Andrés Osorio Gabriel Herazo Camila Méndez Anderson Amaya María Alejandra Amaya

Equipo de Mercadeo Andrea Romero Christopher Ojeda Juan Londoño Laura Osorio Vásquez Nelly P. Hernández Santiago Ángel Sara Gálvez Mejía

Equipo Web Alejandro Sierra Andrés Zapata Diana Holguín Estefanía Roncancio Gabriela Pupo

Isabella Franco María Clara Molina Manuel Gutiérrez Paula Díaz Roberto Saldarriaga Verónica Hoyos

Sebastián Arango Valentina Jaramillo Isaac Plaza Zapata Sofía Bedoya Sarmiento Samuel Correa Z Andrés Vélez Cardona

Fundado el 13 de agosto de 1987 por Jorge Restrepo, Jaime Cadavid, Claudia Patricia Mesa y Gustavo Escobar. Carrera 49 No. 7sur-50 / Bloque 29 oficina 517 EAFIT edicionnexos@gmail.com / Teléfono: 261 93 02 (574) 2619500 extensión 9302 Los artículos firmados son responsabilidad de los autores y no representan expresamente el pensamiento editorial del periódico.

Este periódico se imprime en papel Alta Blancura, el cual es fabricado a través de cultivos renovables y es blanqueado con productos naturales, éste no tiene componentes químicos que afecten el medio ambiente.

ISSN: 2322-74GX - Año 33 - Edición 219 - 8000 ejemplares - Medellín, Junio 2020-www.eafit.edu.co/nexos


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LA ESENCIAL. AYER, HOY Y MañANA Tomás Quintero Meza - Presidente NEXOS | tquinterom@eafit.edu.co |

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a rata ha sido considerada, en la cultura occidental, como un animal sucio, de mal gusto, un ser despreciable, no solo de cuatra patas, sino también de dos. Es el animal que sobra, que no importa, cuya existencia trae muchos problemas. No obstante, es el animal que se esconde hasta que todo vuelve a estar en calma, es aquel que sobrevive las crisis. Es curioso que este año sea la rata quien acompaña a los chinos en su horóscopo, a pesar, incluso, que ellos la ven como símbolo de prosperidad y protección. Como Periódico Estudiantil, también decidimos que nos acompañe en esta nueva edición 219, la primera que se ve en la tarea de continuar aún cuando los planes cambiaron. Para esta teníamos planeado una serie de reportajes en la ciudad de Medellín: una entrevista a una partera en Santa Elena, una crónica sobre personas musulmanas en pueblos del oriente antioqueño, las diferencias y semejanzas de la improvisación entre trovadores y raperos. Y en medio de nuestra emoción por crear, el mundo dio un vuelco como no lo hacía hace años. Nosotros no fuimos ajenos al cambio. Nos preguntábamos una y otra vez ¿Cómo continuar con nuestra labor? ¿Cómo un conjunto de estudiantes de diversas carreras y con distintos intereses debían afrontar los retos de la creatividad y la cultura en este nuevo escenario? La respuesta fue una sorpresa: volver a la ficción con una edición completa de cuentos y poemas. Con esta nueva entrega mantemos nuestro deber de construir cultura. Y es con la continuación del deber de construir cultura a través de individuos que escriben, publicitan, distri-

buyen, gestionan el dinero y junto a otros muchos más que consumen, entre esos está usted, querido lector, no podemos dejar de insistir en afirmar el valor que debe tener esta en nuestra sociedad, aun cuando las prioridades en este momento sean la salud pública y la economía, la cultura es proyecto de construcción actual y a largo plazo. Sin embargo, la cultura o el arte ha sido descrita por muchos con las mismas palabras que se le atribuyen a ese roedor del horóscopo: desde “problemática” hasta “generadora de conflictos”, “sucia y vulgar”, “inaportante” o la han tachado de “sobrante”, le han dado un lugar similar al de las ratas. Y por el otro lado, La cultura se ha entendido, además de rebelde, como algo de una élite intelectual, o ha sido demarcada en ideales que la restringen, mientras que esta debería ser el encuentro de múltiples voces que narran y contruyen la realidad. En tiempos de cuarentena y en tiempos “normales”, es la cultura quien siempre nos acompaña y acompañará: desde un buen libro, una película taquillera o una joya escondida, o hasta la canción de moda, ahí está la cultura. Nos invita a pensar, nos despierta la curiosidad, es aquella que potencia el deseo de crearnos o encontrarnos, así como de expresar nuestras ideas y sentimientos. También son las actividades que disfrutabamos juntos, ir a cine, al teatro, visitar con un amigo una librería para escoger el libro perfecto para la ocasión, asistir a un concierto, comentar un libro en un club de lectura, ahí, cuando estabamos juntos (tal vez demasiado) también estaba ella, sutil y desapercibida por tantos.

tomasqm1 La cultura que nos ha acompañado de forma incondicional no puede ser ajena a los planes que buscan volver a la normalidad. Ella también necesita reactivarse y promoverse. Las editoriales y librerías necesitan antiguos y nuevos lectores, así como los teatros y museos deberán volver a tener sus salas llenas para su debido mantenimiento. Sí, la reactivación económica está encaminada a priorizar el trabajo, la salud y que el dinero circule, pero no por ello la cultura puede seguir estando en un último plano, aquella que satisface al ser y es ahí, donde el hombre encuentra y construye su propio sentido de existencia. Darle a la cultura el lugar que se merece implica convertirnos en colaboradores de la obra, quizás artistas: apoyar los eventos artísticos, el cine local, las obras de teatro, los conciertos, las editoriales. También, como ahora lo hacemos, vestirnos de naranja, para hacer un llamado a que todos los sectores protejan sus instituciones culturales, no solo ante esta crisis, sino para siempre. Hoy muchas instituciones culturales de la ciudad se visten de naranja para llamar la atención (la que siempre han merecido), porque varias de estas están al borde de desaparecer, esta es una forma de reclamar el lugar que se merece, recordándole a las personas que esta es clave para construir nuevas sociedad, hoy, un objetivo totalmente vigente.


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¿En la mirada? Juan J. Mesa

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grafiasdeunsofiante.com

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abíamos entrado por la parte de atrás de la cochera. Judit todavía lloraba en silencio, todo el camino estuvo dando golpes a su pecho, con su puño apretaba el reloj marrón Casio que usaba su esposo, fue lo único que pudo conservar, lo único que no quemamos. Cuando notamos las manchas verdes en su piel y el aroma putrefacto, sabíamos que no le restaban sino un par de días. Así fue con la hija de Carmen, esa niña hermosa de cabellos rojos, talones inclinados y senos pequeños desarrolló increíbles moretones en las palmas de las manos, con las horas, las manchas escalaron por sus extremidades y con cada centímetro de piel que cubrían perdía el color y el movimiento, pero no el dolor; cuando la peste alcanzó su ojo derecho decidimos dispararle en la cien para detener los gritos, luego prendimos su cuerpo, como hacíamos con todos. A decir verdad, ninguno de nosotros sabía con certeza si incinerar los muertos servía para detener los contagios. Nadie comprendía de qué se trataba, la aparición de este fenómeno fue espontánea; antes que la televisión y la radio dieran noticia alguna de los avances científicos del Departamento de Salud, las ciudades se habían quedado sin energía y todo estaba saqueado; esa forma de matar, como una gangrena interna causada por un parásito que se alimenta del interior de la víctima, fue lo que causó la anarquía en tan pocas semanas. Cuando pudimos llegar a las cabañas de El Retiro y apartarnos del caos estábamos deshechos. El problema no era conseguir agua o refugio, tampoco comida, el tormento estaba en que desconocíamos la causa de la infección, dónde podía sobrevivir o qué fuente la transmitía. Eso hizo que todos padeciéramos de insomnio. Decíamos: está en la carne de las vacas. No, lo contagian las arañas de pata azul. No, vive en el agua sucia. No, entonces se desprende de la pintura en las paredes o quizá en la seda de las almohadas. De repente, la vida se tornó por completo hostil,

perderían su interés en contagiarme, por ver la luna llena que iluminaba mi camino hasta la despensa. Fui desnudo por miedo a que mi ropa se infectara y debiera arroparme con manuscritos de derecho procesal. Cuando por fin alcancé otra lata de pistachos sentí en mi pierna derecha un cosquilleo, mi cara se tornó ligeramente más roja y sudaban mis manos. Me quedé inmóvil y deslicé sin prisa la órbita de mis ojos hasta la punta de mi pie, todo parecía igual salvo por una tenue mancha malaquita que se asomaba en la punta de mi dedo meñique, al costado de la uña. Miré por la ventana y vi la luna una vez más, todas las habitaciones de la casa tenían ventana, pero la biblioteca tenía la suya cubierta por centenares de ejemplares de la constitución política de 1886. Antes de cerrar mis ojos y derrumbarme en el suelo pensé: el cielo siempre había estado sobre nosotros desde que empezó la catástrofe.

Mesa Ilustración: Daniela Ospina | todo, incluyendo lo más corriente como usar bufanda y lavar el suelo era peligroso. Comer una manzana era jugar a la ruleta rusa. Así, decidimos encerrarnos cada uno, por nuestra cuenta, en distintos cuartos de la casa. En la habitación de Judit habíamos dejado nada más la cristalería, alguien sugirió que en la refracción de la luz sobre el vidrio podría estar la causa del germen, nos pareció razonable; su alimento era pasta fría. Mientras tanto, Carmen estaba recluida con la mayoría de los muebles de madera: sillas, repisas, mesas, también los cucharones de palo; esa fue mi idea, no sé, la humedad en la madera o las termitas, ellas debían engendrar el virus. Hugo se aisló con las cobijas y las sábanas, además le dejamos todas las latas de atún.

@la.mosaica

Tony Jerónimo Beltrán Gómez @revistacacofonias

Entretanto, me quedé apartado en la biblioteca con solo libros y hojas sueltas, comiendo pistachos. Escribo estas páginas con un lápiz que escabullí en mi pelo, no se lo comenté a ninguno, pero ya pude descartarlo como engendro de la plaga, dos semanas debe ser suficiente, ¿no? Desde ayer no escucho gritos en la casa, quiero salir, debo contarles que no tenemos por qué incinerar los libros, pero ¿y si la peste está en el cristal y Judit está muerta? ¿o en las sillas de madera seca con correas rígidas? o ¿si encuentro a Hugo estrangulado entre las sábanas con adornos florales?

No hay otros pies con los que choque bajo la mesa, ningunos dientes que me muerdan o pelos que me rocen.

Eventualmente tuve que salir de mi prisión para hacerme con más frutos secos, aproveché la noche porque imaginé que las bacterias

Puedo comer con la boca abierta [mientras hablo, pero ya no lo hago, ya no hay a quien dirigir mis sentidos.

Podría Agarrar un tenedor con la derecha y el cuchillo que sean mis dientes. Raspar el último untado de sopa de [un plato cuadrado. Ver mensajes antiguos mientras me [sigo escurriendo en la silla. La comida se enfría. Puedo subir los codos y comer de [la olla. Puedo no terminar o empezar [sin rezar.


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YO N O S OY L A

T Í A N A N CY María Giraldo Vargas | miagiraldov@gmail.com |

@miagiraldo

Cuento originalmente publicado en nuestra edición n°200

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reo que mi tío Alberto está loco. Hoy, cuando mi mamá me dejó en su casa para visitarlo, me confundió con la tía Nancy. ¿Cómo me confundió si ella es grande y yo no? La tía Nancy tiene el pelo mono y el mío es negro, y, además, ella siempre está trabajando cuando yo voy a comer bocadillo con leche a su casa que queda al lado de la mía. En todo caso, creo que se volvió loco porque pensó que yo era ella.

niña grande y las niñas grandes saben guardar secretos. Mejor no le digas a tu mamá que te tuve que revisar para que nada malo pase. ¡Feliz cumpleaños otra vez y espero que te haya gustado tu falda!”

Cuando toqué el timbre me abrió sonriente como siempre y me dijo “¡Hola mi amor! ¿Cómo estás? ¡Qué felicidad que vuelvas por acá! Hoy te tengo una sorpresa porque como cumpliste 8 la semana pasada, tenía que darte un regalito de niña grande”. El tío siempre me saluda así, contento, pero esta vez me abrazó por más tiempo que de costumbre. Supongo que era para felicitarme por lo de mi cumpleaños.

¿Cómo es posible que me haya confundido con su esposa Nancy?

Cuándo cerró la puerta me puse a llorar. Tenía miedo y también pesar de que mi tío favorito, el tío Albert, se hubiera enloquecido.

Andariego María Camila Gómez Ortiz @camg.fotografia El andariego carece todo le falta, nada posee excepto camino. Sus suelas raídas cuentan los pasos que lo rebasan. Su caminar no fue en vano ni su cansancio inútil, subió una cuesta no de tierra ni arena sino de incertidumbre.

Me senté en la sala y me llevó el bocadillo de siempre al sofá, mientras yo veía Bob Esponja. Al lado del plato había una bolsa de regalo que decía “de Tío Albert para Sofi. Feliz cumpleaños”. Me puse súper feliz porque amo los regalos y, además, estaba empacado en un papel de mariposas, mi animal favorito. Lo abrí y era una falda de blue jean con flores rosadas. Le di las gracias y me dijo que por qué no la estrenaba de una vez, entonces me la puse y me encantó. Albert se sentó a ver Bob Esponja conmigo mientras me comía el bocadillo y me dijo que se me veía muy bonita la falda, que nunca me había visto tan linda. Yo lo miré y le dije que gracias, pero en ese momento noté que el tío estaba un poco extraño, parecía como si se hubiera cansado mucho cuando fue a la cocina a traer el algo porque respiraba rápido y duro y estaba sudando un poco aunque no estuviera haciendo mucho calor. Me dijo: “Voy a cerrar un poco las cortinas para que veas la pantalla mejor. A ti te encanta Bob, ¿cierto? Siempre te ríes viéndolo”. Le dije que sí y él se volvió a sentar a ver el programa conmigo, pero yo creo que no le gustó casi ese capítulo porque no estaba mirando la pantalla sino que miraba más mi falda. Me repitió que me veía muy bonita con ella puesta, pero el tío le dice solo a la tía Nancy que está linda, entonces creo que ahí fue cuando pensó que yo era ella, porque además me empezó a hacer cosquillitas en mis brazos y en mis piernas. Yo una vez vi en una de esas telenovelas que veo con Rosa, mi empleada, que solo los esposos y los novios se hacen cariñitos como esos. Yo no le dije nada al tío. Pobrecito, ¿por qué estaría pensando que yo soy la tía? Seguimos viendo el programa

El andariego añora un acto de justica poseer al fin un lugar. Reposar los pies del camino inconcluso, sentarse y nunca retomar su perpetuo transitar. Sus pasos regresivos lo abandonan, siempre, en el mismo punto.

Ilustración: Sara Blandón | y cuando terminé mi bocadillo, Albert me corrió las tiritas de mi camisa y me empezó a hacer cosquillitas en los hombros. No sé por qué mi cuerpo se quedó congelado, yo no era capaz de moverme. Pensé que lo mejor era no ponerle cuidado y seguir viendo el programa, pues igual ya casi se iba a terminar y yo tendría que volver a mi casa. Ahí le iba a decir a mi mamá que llevaran al tío a un médico porque estaba loco de remate. Seguí entonces viendo la televisión pero todavía me sentía extraña y no era capaz de moverme. El tío me dijo que tenía que revisar algo debajo de mi camisa pero la verdad ya no me acuerdo bien qué más dijo. En ese momento estaba tan asustada, que me concentré en la televisión y pensé que ojalá el capítulo se acabara rápido. No sé por qué

@a_gujero ya no me acuerdo bien de lo que quería revisar en mí, ni siquiera estoy segura si sí me dijo, sólo sé que después de hacerme cosquillitas por las piernas y los brazos me levantó la falda. Ahí ya no recuerdo bien lo que pasó después. Sólo sé que pensé en pararme pero las piernas no me respondían. Bueno, demás que estaba muy concentrada en el programa de Bob Esponja. Cuando por fin se acabó el capítulo, le dije al tío que ya tenía que irme porque mi mamá me iba a regañar si me quedaba mucho. Él me dijo: “Claro mi amor, vete para que la mamá no te vaya a regañar”. Y me dio un beso en los labios como esa gente de las novelas que ve Rosa. Me llevó a la puerta y me dijo: “Sofi, mi amor, acuérdate que ya eres una

El andariego se aferra. sin poder irse, completamente, avanzando en círculos huyendo de algo quizá de alguien. Olvidando que, lo que se lleva dentro lo acompaña en el camino, lo carga en las pantorrillas, lo ancla sin suerte al para siempre. El andariego extraviado no es de nadie ni de él mismo. No hay linaje que lo proteja No tiene apellidos ni nación. El sendero es su hogar su única certeza es continuar e ir dejando atrás los apegos. El andariego abandona la mirada fija al horizonte. Olvidando viejos caminos, buscando a alguien con quien permanecer y ser por fin, residente. Finalizando los anhelos, quemando los zapatos que lo hicieron andariego.


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LA PROMESA Pablo Patiño |

@pat_patinson

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amilo se despertó con el mismo sentimiento de todas sus mañanas durante el último año y medio: la renovada seguridad de estar casado con el amor de su vida. Cuando él abría los ojos antes que ella, la observaba desnuda a su lado, pegados a pesar de la amplitud de la cama, cada uno con un brazo en una posición extraña, que en los primeros días de matrimonio les había causado a ambos una molestia muscular de la que se sentían orgullosos. Cuando ella abría los ojos antes que él, lo observaba bajo las sábanas, sin descobijarlo, jugaba un poco con los pocos vellos de su pecho y le sostenía el miembro, sin presionar mucho, como atándose a él para que el sopor de la mañana no se la llevara flotando al abandonar la habitación. Ese día, luego de su rutina de admiración, Camilo se movió sobre ella y se bajó de la cama, desnudo fue a la cocina y comenzó a cocinar el desayuno para ambos, absteniéndose de la música para no despertarla. A las nueve ella entró a la cocina, desnuda también y saludó al marido con un «hola» que hubiera parecido signo de seriedad si no le hubiera seguido un beso de ventosa sin lengua. Desayunaron, y aunque ella hubiera deseado hacerlo sola, decidió consentir a su marido y se bañó con él. No es que la bañera no fuera espaciosa, sino que ella había descubierto pronto en la convivencia, que la incomodidad del baño juntos era preponderante al erotismo de la compañía. Se bañaron aunque ella pensaba volverlo a hacer, sola, en cuanto él saliera a comprar el mercado para la casa, porque sabía que no quedaría realmente limpia de aquella lluvia con el esposo. Luego, mientras ella continuaba retozando en la cama, aún mojada, él se vistió despacio, anotando todo lo que necesitaban. Las órdenes estatales del encierro a raíz del brote de coronavirus, le permitían a él salir los viernes y a ella los lunes. Tomó las llaves, y antes de irse, agarró un papel arrugado que tenía en su mesa de noche y le leyó el poema inédito que había creado la noche anterior antes de dormir, el número doce de los cuarenta que tenía planeados escribirle:

Y ella, a pesar de continuar creyendo poco práctico el ducharse con él y de haberle escuchado recitar poemas parecidos, mejores o más mimosos desde que lo conocía, sintió cómo el amor de esa mañana se le despertó tarde, y lo besó, se le pegó al cuerpo, sintió la levadura de su esposo crecer abajo del ombligo y le pidió que le repitiera la promesa. —Nunca te voy a dejar, lo prometo—, dijo él, mientras colocaba la llave en la puerta, pero antes de que sonara el mecanismo, volvió la cabeza hacia ella que se empezaba a perder por el pasillo y le gritó. — ¡Evaluna! ¿Y si esperamos otros días? Aún tenemos mucha comida, tú podrías ir el lunes… quiero estar contigo. Ella, aún saboreando los labios de su esposo y las palabras del poema, le respondió con una sonrisa de sorpresa y aceptación. Él dejó las llaves pegadas a la puerta y se abalanzó sobre su esposa.

Ilustraciónes: Fabián Acero |

@fabian.acero.beltran

Estar sin ti no sería quedarme solo Es quedarme sin vida. Cualquiera vive sin pareja, Pero no cualquiera vive sin vos. Conocerte es la verificación de que no se puede vivir sin amor.

Se conocían desde los doce años, la vida les había dado el regalo de conocer el amor desde la infancia. Crecieron con errores paralelos, mandándose con sus padres regalos con chocolatinas de conejos y cartas escritas en hojas cuadriculadas de cuaderno. Él aprendió a tocar el violín para convertir las canciones de moda a versiones clásicas y ella lo colocó en todas sus fotos de los quince años como si fueran las de la boda. En una madrugada, Camilo llegó a la casa de su novia cándida y desplegó en la calle una sábana doble con el mensaje bochornoso escrito en letras de vinilo rojo que decía: «Te amo Evaluna, hasta el Sol, hasta la Luna». El cual le pareció, en el momento, el mejor juego de palabras y el regalo de un romántico precoz. Salieron de colegios distintos pero se decidieron por la misma universidad, eligiendo carreras que sabían largas e interminables. Y a mitad de estas decidieron, con una propuesta estrambótica y quisquillosa, casarse a los veintidós años. Él dejó la universidad y pidió un puesto simbólico en la empresa olvidable de su padre y ella empezó con un deseo de incursionar en el mundo


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Asociación Cultural Periódico Estudiantil Nexos JUNIO 2020 de la moda, impulsado por un desconocimiento inocente del mundo de los negocios. Viajaron de Bogotá a Ciudad Juárez, compraron un apartamento amplio que quedaba frente a una casa habitada algunos años por el cineasta Luis Buñuel y que nunca era visitada por turistas. Allí iniciaron una vida de amores despreocupados, paradigmáticos, cocinaban poco, trabajaban poco, pasaban los días disfrutándose y dando muestras a cualquiera que los conociera, de un hogar que se regía sin economía bajo el aire del amor juvenil. La pandemia los encerró como a tantos amantes. Él había decidido aprovechar el tiempo muerto para enriquecer sus tácticas de conquista. Sacó el violín que no usaba desde las serenatas de prepúber y buscó una libreta limpia para iniciar con la cuarentena de los poemas. Cronometraba las idas al baño de su esposa o sus largas siestas de las tardes para ensayar las canciones o recomponer sus versos, y ella, aunque nunca lo encontró en medio de los ensayos, no era insensible a las mejoras de su esposo. Antes del matrimonio, sus cuerpos habían tenido momentos de animales, pero siempre habían estado vestidos, respetando otra de sus tantas promesas, la de entrar en el mundo de la intimidad corporal juntos. Y supieron esperar, tenían la paciencia de creer ser el destino del otro. Pero en el año y medio que llevaban de casados no habían pasado un solo día sin tocarse, sin descubrir otra vez el cuerpo desnudo del compañero, sin apretar una coordenada sensible o besar un sexo. El día que Camilo decidió no ir a mercar, se desnudaron como en la noche de bodas y se dedicaron a hacer y deshacer el amor, a punta de martillazos de pelvis y gemidos que se atornillaban a la piel. Y cuándo él se quedaba sin recursos, se colocaban en los extremos de la cama y se observaban mientras sus cuerpos recuperaban fuerzas y tomaban agua del ambiente. Él le miraba ese cuerpo pequeño, con sus tetas puntiagudas, el sexo abultado y moreno y el cabello sobre los hombros, sucio por el sudor que se alienaba con los pezones. Ella encontraba desde su esquina a un hombre con una musculatura enorme y natural —no le había visto nunca hacer ejercicio— una barba pueril como una plantación sin futuro y le cosquilleaba el paladar al ver palpitar la sangre cruda en la morcilla dormida entre los muslos. Así pasaron sus horas desde el vier-

nes hasta el lunes, el día de salida de Evaluna. Se bañaron juntos, luego, mientras él retozaba mojado en la cama y ella se vestía despacio, llegó a la puerta y esta vez fue ella quién sorprendió al marido. —Tampoco quiero dejarte solo, podemos aguantar otros días. Él reaccionó lanzándola sobre el colchón y desenvolviéndola de la ropa, comiéndose los frutos que ella le ofrecía en sustitución de los que no había salido a comprar. Los días exprimieron la rutina. Una mañana corta y de pasos largos, un almuerzo de ensayo y error, unas tardes de canciones escondidas y faenas sexuales hasta que am-

bos sentían hambre en la noche, donde se bastaban con cualquier plato frío que les redujera al máximo el tiempo fuera de la habitación. Llegó el siguiente día de permiso y Camilo realizó el mismo procedimiento: el baño, la mujer mojada, la vestimenta pronta —aunque aquel día no se puso zapatos— y la duda momentánea en la puerta. Tocó la llave, le saboreó el cobre con los dedos y la dejó ahí, sin moverla un ápice, la esposa seguía en la cama, él regresó a ella, la miró con los ojos per-

didos en sus gotas, se comenzó a quitar la ropa sin el espectáculo de los días anteriores y le dijo las últimas palabras que se iban a decir en aquella casa: «me quedo». Las comidas comenzaron a hacerse cada vez más menudas. Los desayunos fueron los primeros días, un huevo para cada uno con una arepa y una taza de café. Luego fueron un huevo para ambos y media arepa y un café más cristalino. Se levantaban muy tarde para no almorzar y en las comidas empezaron a partir horizontalmente las tajadas de pan para sacar otro pan de cada pan. Los dientes comenzaron a usarse más para sonreír en códigos de luces blancas que llamaban a la cama que para comer. Y allí seguían haciendo el amor

como si cada uno comiera en sus sueños guacales de gallinas criollas con todos los huevos puestos en sus vidas y costales de carnes sazonadas con pimentones del tamaño de corazones de vaca. Pero la comida de los sueños no era suficiente para subsistir. Comenzaron a tener discusiones tácitas sobre quién debía comer más y se tardaban horas en las

comidas porque él cortaba pedazos de rompecabezas para dejarle más a ella. Y ella masticaba sus pedazos treinta veces por un lado y treinta veces por el otro para retar su paciencia y obligarlo a meter el tenedor en el plato. Empezaron a sentarse a la mesa con disgusto, sin mirarse a los ojos, cada uno trinchando un pedazo y forzándolo en la boca del otro. Él dejó de ensayar violín a escondidas porque sentía que le faltaba la fuerza suficiente para que el arco le cortara tajadas sonoras al instrumento y ella sentía ganas de vomitar, aunque fuera aire, con cada estocada que él le propinaba en la cama, ignorando su anatomía y preocupada de que alguno de esos espadazos pudiera perforarle el estómago que comenzaba a tersarse. Detuvieron las duchas compartidas porque sentían el agua caer con demasiada presión sobre sus cuerpos. Todos los días pretendían salir, pero cada vez que intentaban darle vuelta a la llave que había quedado pegada en la puerta, algo se los impedía, como si supieran que al otro lado de la puerta solo estaba el amante desnudo esperando el recibo o el depósito. Seguían haciendo el amor para sentirse alimentados de algo, rellenos de alguna carne y saboreando un labio dulce o una axila salada. Cada uno llegó a un quiebre en momentos distintos, para ella fue cuando lo vio comiendo uno de sus poemas detrás de una puerta, para él fue cuando despertó con las marcas medialunadas de unos dientes en su nalga derecha. Ambos tuvieron la misma idea. Sin decir palabra, sin rebuscar sobras, sin recalentar la olla del tinto hasta desprenderle la lata del asiento. Se miraron a los ojos, se tomaron de la mano y se dirigieron al baño. Colocaron el agua en el punto más caliente posible, el chorro los lanzaba contra el fondo de la bañera pero se sostenían de las manos, las cuatro piernas temblando, y cuando se sintió el olor a cuero cocinado, se soltaron las manos, dejándose caer, rompiéndose el cuello de clavo de canela, dejando el cuerpo en la sopa de cuerpo que se calentaba en la bañera, el sobreviviente corriendo, con las carnes desprendiéndose hacía la puerta, girando la llave con sus últimas fuerzas y saliendo del apartamento para morir afuera, solo.


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Asociación Cultural Periódico Estudiantil Nexos

PA Z Santiago González

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JUNIO 2020

valentain12020@outlook.com

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e despertó presa de las pesadillas, otra vez, se irguió separando su cuerpo del húmedo suelo y la mohosa chaqueta. Tomó la brújula que no sabía si aún funcionaba, el mapa mojado y el compás oxidado con la mínima esperanza de que le desvelaran sus secretos y pudiera llegar a tierra firme. Ese era el quinto día a la deriva, o eso creía. Estudió los implementos de navegación un buen rato, pero como antes, no pudo descifrar nada. Cuando el sol ya estaba totalmente sobre él, se acercó a la única caja que había en el bote, estaba llena de comida enlatada. Podía ser carne, frutas o pollo, no lo sabía ya que a esas alturas no le sabía a nada ningún bocado. Tomó una lata y comenzó a comer. Cuando la dejó vacía procedió a realizar su actividad favorita, la descubrió el primer día y la repetía siempre después de comer. Se sentó en una de las tablas que hacían de asientos en el bote y clavó sus ojos en el horizonte. El azul del mar se encontraba en armonía con el azul del cielo, las blancas nubes se entonaban con los bancos de peces que se aventuraban en la superficie, procurando alejarse de las tenues ondas que provenían del bote. De un momento a otro empezó a llorar. No por la desesperación de no ser encontrado, no por el recuerdo de los gritos de los demás tripulantes al ser consumidos por las llamas, no por aquellas pesadillas que atormentaban al polizonte del “Queen Mary”, el único sobreviviente, hasta donde sabía. Era porque estaba viendo aquello que los sacerdotes y los locos del manicomio del que había escapado clamaban buscar: paz. La calma del mar que no se inmutaba por su presencia. Se sentía como los exploradores de los que había oído hablar en las clases del manicomio; navegando aguas nuevas, respirando aires vírgenes y viendo atardeceres que solo se exponían frente a él. Lloraba, pero no emitía ningún ruido para que el imponente silencio no desapareciera. Segundos, minutos u horas, pero esperó pacientemente…

Ilustración: Mateo Lora y Elízabeth Fernández | Esperó… Esperó… Esperó… Y logró ver el ocaso. El mar se convirtió en un espejo que reflejaba cómo el apacible azul se tornaba en un furioso rojo.

Lentamente el fuego del cielo pasó a ser cenizas brillantes. Recordó lo que los curas profesaban hace ya tanto tiempo: “Mientras más oscura la noche, más brillan las estrellas”, esas palabras retumbaban en su cabeza, no podía estar más de acuerdo. Se sentía un viajero, pero no del mar, sino del cielo, con estrellas sobre su cabeza y bajo sus pies. Siguió llorando frente a esa paz que antes nunca logró tener, lloró sin escrúpulos, lloró por todo aquello por lo que no lloró antes…

El sol bajaba de su pedestal celeste dejándole a la luna llena el protagonismo. Cuando el sol llegó a su mitad, el mar lo completó liberando un esplendor verde. Sabía que muchos jamás lo verían, unos … y allí… pocos como él lo habían visto y otros desgraciados vivían pensan… Solo y en Paz… do que vieron “algo”. … Murió

@peenlaip

Mujer Juan J. Mesa grafiasdeunsofiante.com Donde empieza tu idilio acaba mi juicio en tus portales de tiempo y los presagios que haces en tus ojos Iluminan la luz de mis verdades que han nombrado a los misterios y alzan los pilares Fuiste Eva en mis jardines el hecho primigenio, de lo bello [y el pecado así es tu femenino: infierno [y bondades. No eras la manzana sino el octavo día


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Asociación Cultural Periódico Estudiantil Nexos JUNIO 2020

EL SILBIDO Santiago Arboleda Arias | santiago.arbol.14@gmail.com

Ilustración: Jonathan CR |

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arcos era un apuesto joven campesino que despertó la pasión amorosa del viejo Saulón Marín, el primer hombre que cortejó a un varoncito por estas montañas. El Capitán, que también amaba a Marcos, oyó jactarse al viejo de que vendería sus minas a un míster, con tal de no volver a pagar un centavo a los guerrilleros. El Capitán les mandó razón de esto y al martes siguiente Saulón Marín fue encontrado en el camino a Horizontes, privado de la vista, la voz y la memoria para tocar su tiple. En diciembre del 55, el Capitán le dio de aguinaldo a Marcos una escopeta para que cazara tigrillos en el páramo. El día en que le estaba enseñando a disparar, el militar se paró frente al muchacho, cambió el arma de mano y reposó su mano derecha sobre su cintura y lo besó; a los segundos escucharon un silbido, asustado el Capitán, levantó la escopeta con ligereza y se le disparó en el pecho de Marcos. El cuerpo del joven se desgajó entre los brazos de su homicida amante. Fue perfumado por las lágrimas del Capitán y sólo hasta la noche, sepultado a la sombra nocturna de un roble. Cuentan los caminantes del páramo que al pasar por aquel campo, aún se escucha el canto de la mirla, el azulejo y el carriquí. Silbidos estridentes y vigilantes que parecen entonar la historia de un torpe asesinato pasional.

@jonathancriaza

Órbitas Pablo Patiño |

Líneas y fe @pat_patinson

Estar sin ti es mi peor error Buscarle un horizonte al universo Recorrer una órbita De una extensión absurda Tan absurda como la idea De recorrerla sin que tus huellas hundan [el vacío a mi lado Orbité dos años y el tiempo se negaba a consumirse Caminé buscándote en las cornisas de los muros [que se forman Con polvos y metales Sin ti me enloquezco como Júpiter Contando sus lunas Y los días de su rotación sobre su colosal eje Sin ti soy como Marte Con sus cielos bañados en sangre Con sus ríos de lágrimas congeladas Dispuesto a iniciar mil guerras en tu nombre Sin ti soy como Mercurio sin sus talones alados Un Urano sin magia Un Neptuno sin letra en su coro Un Plutón sin música Pero contigo siento que Venus ya no porta la belleza Ni Saturno la vejez Estar sin ti es la traslación más eterna al Sol.

Se me vio feliz por las calles Alabando a un nuevo creador Negándolo por tu ave de corral Temiendo que mi adoración te espantara Idiotizado por tus profecías Amorosas, adelantadas Gozando de orar Orar para ti, por ti, en ti. Altares para las almas magnéticas Ritos para las descendencias que tendrán [nombres arrugados Besos para tus pies, haciendo brotar la sangre [blanca del hombre Olores de los lechos testigos del sacrilegio Lunas enteras dedicadas a adorarte El arte de amarte Dios mío, Santo mío Amante mío Aires de café y sudor Religión de mi futuro Ícono de mis catedrales Arrepentimiento de mis plegarias Santo de mis milagros


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Siempre

Blue Tony Jerónimo Beltrán Gómez |

@tonyakus - @revistacacofonias

A Nube, quien pagó con amor cada daño que hacía, con quien vivir era un acto más tranquilo.

H

oy mi sueño fue un recuerdo. Abrí la puerta de mi casa y entró un señor alto, altísimo. Te entregó en brazos y te recibí. Odié ese momento porque ya me había lavado las manos para almorzar. Me las volví a lavar y, al ir a la mesa, volviste a mí. Te me tiraste encima para lamerme todo. No te quise ese día. No me quería levantar pero la alarma ya había hecho su tercer llamado. Entré a la ducha y sentí que el tiempo no pasaba, pero cuando salí, me di cuenta que ya no alcanzaba ni a desayunar. Corrí a la estación San Antonio para llegar antes que unos pocos a la fila kilométrica. A empujones logré entrar y seguí esperando entre el tumulto. Miré el reloj. Subí y junté mis cejas, así como las juntabas cuando querías ir al parque o era la hora de tu comida. Con ganas de llorar por no saber cuánto más debía esperar. El metro venía mugiendo por las vías calientes y eléctricas. Escupí y sonó: tsss. Ascendieron dos humos distintos, uno se dispersó y otro siguió. El Metro deslizó el gargajo de principio a fin por las vías de la estación. Abrió sus puertas, los que estaban adentro salieron, contracorriente, empujando a los que estaban afuera. Gritaban no sé por qué, reían no sé por qué, alegaban no sé por qué. Me empujaron y no tuve que ejercer ninguna fuerza, solo miré ese espacio entre mis ojos y la cosa: la nada, y al sentirme así recordé: Estaba a la mitad del lago, chapaleando, gritando, pidiendo no morirme de esa manera tan desesperada. Tú te tiraste de la canoa y me cogiste de la camiseta para llevarme a la orilla. En realidad no me ahogaba, solo quería que me llevaras a la orilla como siempre y sentir la corriente del agua. Una voz computarizada me trajo a la realidad: “Aguacatala, estación cercana a la universidad EAFIT...” Ahora era yo el que empujaba y pe-

día permiso. Me esforcé en salir y cuando lo logré, salí disparado. Llegué al trabajo sudando. Quince minutos tarde. Me llamó el sub jefe, un personaje hasta más joven que yo. Empezó una cantaleta que duró media hora. Creo que voy a llegar tarde más seguido. Así como me regalé, porque pensé que había nacido para ayudar a la gente: “Ay Federico, si hablas tan bien inglés, por qué no trabajas en un call-center que ayuda a gente que necesita oxígeno al otro lado del mundo de domingo a domingo”, también te dije para que entendieras esa difícil decisión: “Tienes un talento que estoy desperdiciando. Estarías mejor con los bomberos o la marina, no sé. Naciste para salvar vidas y no para atender mis caprichos en el agua”. Esa tarde decidí regalarte. Llevo un mes trabajando y es la primera vez que llego tarde. Al final del día se me disipó la idea de querer volver a llegar tarde. Tuve que quedarme dos horas más por mi retraso. Las ansias por fumar se habían multiplicado. Me gusta fumar cuando ya está oscuro para ver con claridad cómo sube el humo, ya que lo que me quita la ansiedad es en realidad contemplar esta escena. Ese día salí y fume dos. El primero fue perdiendo el sentido y el segundo no lo tuvo. Me paré en la línea amarilla a esperar el Metro. Sentí nauseas, mi cuerpo se tambaleaba. Empecé a sentir frío. Las vías henchidas de calor se me mostraban como una cama por las que quería alcanzar a esparramarme, aunque el vagón se viera lejos. De pronto alcanzaba. Pensé mucho y llegó, no hubo espacio para titubear,

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el Metro se deslizaba muy rápido, no sé si por lo caliente, la electricidad, los gargajos o si en realidad las vías eran barras de mantequilla. Así atravesaba la ciudad como una flecha atraviesa un corazón feliz, enamorado. Pero en esta ciudad no veo a nadie cogido de la mano, ni nadie que se mire directo a los ojos y quiera irse a lo incierto. Debe ser porque el Metro que transporta esta ciudad es una maquina sin alma al volante. Y en esta ciudad, aunque le digan la eterna primavera y esté llena de flores, no hay lluvia que hidrate las plantas, no llueve, no hay besos bajo la lluvia, no hay días encerrados en casa viendo películas, no hay sueños que los acompañe la lluvia. El agua se posa en piscinas y no en el cielo, es la ciudad sin nubes, siempre blue. Entiendo por qué me mostraste los dientes y me mordiste. Nunca hablamos de esto con palabras, cada uno aprendió la lección y siguió todo como si nunca te hubieras ido por un mes. Tampoco te pregunté cómo hiciste para aguantar tanto tiempo y tampoco sé por qué los de la marina esperaron tanto para avisarme: “El labrador, ¿se acuerda?, el que trajo hace un mes. Eso apenas llegó, se enmontó por allá y por aquí no volvió. Debería venir por él, aunque no sé si lo encuentre”. Ni siquiera sabían tu género. No habías nacido para eso o más bien no quisiste y ya. Pensé idiotamente que nacíamos porque lo habíamos pedido o para cumplir una tarea grande en el mundo, creía en el destino. Nadie, ni el destino, pidió nacer. Después de eso, aunque no pareciera, entendí. Aunque tampoco nacemos para ser felices, ya que estamos acá… que estábamos acá… debería serlo. Por trece años, desde que tenía diez, no supe si era feliz, tampoco triste, solo que ahora la nostalgia me hace saber que sí, lo era. Trece años sentado o acostado, leyendo o escribiendo, caminando o corriendo, tú te detenías o andabas siempre junto a mí. Ahora “ya estando acá” no puedo serlo. Con veinticuatro años encima te resumo lo que no presenciaste estos últimos meses. Antes de que tomara la decisión de venir a otra ciudad, de nunca más volver al lago, de no volver a escribir ni leer nada grandioso, me encontraba leyendo, en el sillón donde dormiste el último mes, los últimos capítulos de La insoportable levedad del ser. Los protagonistas encarnaban el duelo que vivía por ti. Fui masoquista y no me detuve al leer. Sabía lo que seguía y seguí.

Ilustración: Diego Cárdenas @undibujolibre

Los labradores en las novelas y en la vida se enferman de lo mismo. Por más que se lleven al veterinario siempre es muy tarde, avisan

muy tarde, tienen un umbral del dolor altísimo. Cuando se siente el final, realmente la historia no ha empezado ni siquiera. Después de eso hicimos un último viaje al lago, tú lugar favorito, lleno de árboles de mango y de un clima que disfrutabas. Encontramos un lugar cerca a la casa, medio escondido para que ningún otro perro hiciera de forense o arqueólogo. Me vi con Gregorio, no mi amigo del conjunto al que siempre le mordías los pantalones cuando corrían y jugaban, sino con mi hermano, tu hermano, con la pala en mano y en ese calor, deseando que algo tapara el sol. Gregorio me dijo: “Mire, si quiere yo abro el hueco, pero no soy capaz de sacarla de la bolsa y dejarla ahí”. Yo cavé y cuando llegamos a poco más de un metro, Gregorio se volteó, caminó hacía el lago, se sentó y gritó: “Me avisa cuando ya no la pueda ver”. Esta vez la corriente no fue la que me llevó, sino un tirón de la ropa que me introdujo en el Metro. Buscaba en los recipientes de mis recuerdos uno en el que aún te pudiera ver. Uno que no estuviera vacío por hoy. El Metro arrancó. Sentí su velocidad al sacar la mirada. Miré por la ventana y el Metro que pasaba en sentido contrario me hizo sentir que mi cara se desgarraba: arrastró mis ojos y, cuando terminó de pasar, dejó todo el paisaje borroso. Timbraron. Era mi estación. Abrí la puerta. Mientras salía, un señor iba entrando. Me detuve. Me entregó a un cachorro y yo hice una fuerza sobrehumana para poder cargarlo. Miré al cachorro y eras tú. Aproveché para mirarte a los ojos, seguían siendo miel, las pestañas de oro, la nariz chocolate, húmeda, la sonrisa enorme y tus dientes semitransparentes. El Metro arrancó pero el siguiente no demoraba, ya en tres minutos llegaría a mi hogar. Volví mi mirada al lugar donde había terminado. Tus dientes eran grandes, amarillos, algunos ya no estaban, la nariz se te escarapeló, los ojos se te fueron cayendo, tu mirada se volvió triste. Cada vez pesabas más. No nos dejamos de ver. Tu sonrisa se desfiguró por el dolor. Yo empecé a caminar. Entré en un bosque. No le avisé a nadie que no volvería. Delante de unos arbustos había una fosa. Entré contigo, te acomodé como solías dormir, quería asegurarme de que ibas a quedar en una buena posición, pues sería para siempre. Junto a ti sembré una pepa de mango, tu fruta preferida. Eché tierra para rellenar. Nube, ahora Nube árbol, en algún momento Nube nube. Me acosté al lado del árbol que empezaba a crecer. Las vías empezaron a vibrar porque el metro se acercaba. Las raíces me abrazaron. Y ahora, después de tanto, hay algo que cubre el sol. Un nubarrón claro. La gente corre, se espanta, miran al cielo, me miran a mí, miran el Metro que aún no llega, no llevaron sombrilla y no van a llegar a sus casas invictos de presenciar una tormenta. –Nube, llueve en esta tierra árida porque sentiré calor.


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POLVO SUSPEN Juan Camilo Botín Sanabria | juca.botin@gmail.com |

E

l señor Villanueva recibió en su casa de Lima la noticia que Germán Santamaría había muerto en Montevideo. La intuición lo había despertado en la madrugada y sentado en la sala esperó el alba. Margot llamó primero, y como si las palabras fueran cuchillos que se arrancaba de la carne le contó de los temblores que tuvo su esposo antes de morirse. Esa mañana lo llamó una revista española ofreciéndole quinientos euros por un obituario, y después un periódico estadounidense le quiso comprar los derechos del primer perfil que había escrito sobre el bailarín de ballet argentino. Rechazó ambas propuestas, pues dijo que no tenía nada que escribir. El resto del día el teléfono repicó en la casa del señor Villanueva sin que nadie lo descolgara. La gente a la que queremos siempre se va a deshoras. En los noticieros ya se anunciaba la tragedia. Frente al televisor de la sala, escuchó a periodistas, expertos y amigos dar declaraciones del mejor bailarín de todos los tiempos. Le pareció curiosa la elección de los momentos destacados de la vida del astro argentino. Su trayectoria ciertamente era impresionante, pero aquellos recuerdos no dejaban de parecerle obvios. Se llenaban la boca con el centenar de teatros que pisó y con la lista de grandes bailarinas con quiénes compartió escenario por lo largo y ancho del planeta. Tenían horas de video y fotografías que cubrían desde sus primeros años hasta los últimos, cuando ya sólo era prisionero de un cuerpo disminuido. Y sin sorprenderse de no figurar

en aquel popurrí de recuerdos, pensó en las llamadas de la revista española y del periódico estadounidense. Si tuviera necesidad de los quinientos euros, el señor Villanueva se preguntó qué escribiría sobre el muerto. Escarbando en los resquicios de su memoria visitaba los momentos que compartieron. Hizo una larga lista de sucesos erosionados cuya veracidad ya no iba a poder comprobar. La búsqueda terminó muchos años atrás en el aeropuerto de Caracas. Desembarcó un joven alto, de hombros anchos, de largos cabellos negros que ensombrecían un rostro aindiado donde habitaban dos ojos rasgados que devoraban el mundo con avidez. Un diario limeño le había encargado un reportaje sobre el estilo de vida pródigo de los venezolanos más ricos. Armado de una cámara, una libreta en el bolsillo trasero del pantalón y una grabadora colgándole del cuello, Julio Villanueva se paseó por las calles de Caracas como si estuviera en un safari. Al final de la semana, engalanado en un esmoquin alquilado, el joven periodista subió las escalinatas del Teatro Municipal de Caracas para ver en vivo al bailarín argentino cuyo mito apenas se forjaba. Todavía recuerda cómo aquella noche, cuando apretado en la butaca, con las nalgas semejándose a una aspirina y con la promesa viva de encontrarse con una mulata, abandonó el teatro, antes de que bajara el telón, rumbo a una bodeguita del centro. Julio salió por la puerta y fue cegado por los flashes de los fotógrafos de sociales que claramente

@johncleats

esperaban a alguien más. Descendió la escalinata en cuya base se parqueaban los lujosos autos de los ricos que aún no salían. Atravesó grupos de choferes que fumaban olorosos tabacos y cruzó la calle sin haber decidido si dejarse el corbatín o perderlo. Paró un taxi con la mano y cuando ya estaba sentado dio la dirección de su destino. No habían avanzado más que unas cuantas calles cuando a lo lejos vieron un auto varado en la orilla. Era un Cadillac negro y estaba rodeado por un grupo de figuras sombrías que parecían discutir apresuradas. El olfato de periodista hizo que bajara la ventanilla y que le pidiera al conductor que disminuyera la marcha. Las luces del taxi se colaron por la ventana trasera del Cadillac justo en el momento en el que Germán Santamaría se cubría el rostro con la mano. Se detuvieron al lado del auto varado y el bailarín no pudo hacer más que sonreírle al peruano que ya estaba a su lado. Apoyándose con el brazo en el capó del auto le preguntó qué si todo estaba en orden. Inmediatamente lo rodearon las figuras de negro, y el que parecía el líder de ellas le ordenó sin mirarlo que necesitaba que cediera su taxi, pues, el señor, refiriéndose a su patrón, precisaba llegar

a su hotel inmediatamente. Germán Santamaría se abrió paso entre las figuras y con la delicadeza de un ángel se dirigió al desconocido. —El auto no anda— dijo tranquilizando a sus hombres y luego añadió tras señalar con el pulgar el teatro a sus espaldas— Vengo escapando ¿Me puede ayudar? Tenso como un gato Julio Villanueva echó una ojeada a su reloj de pulsera, se acomodó el pelo engominado y se alisó el esmoquin. Con una sonrisa


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D I D O EN E L AIR E de modelo de revista les dijo que él iba tarde para una cita pero que podía llevarlo, siempre y cuando lo dejaran primero a él en la bodeguita del centro. Desgraciadamente no podía cederles el auto. Con notable desespero, y luego de haber confirmado con la mirada con su patrón, el líder de las figuras aceptó y abrió la puerta para que Germán entrara al auto, pero cuando él se disponía a hacerlo, Julio se aclaró la garganta. —Verá, debo recoger a mi enamorada —dijo quitándole delicadamente la puerta—. Con gusto puedo compartir el auto con usted, señor Santamaría, sería un honor— agregó sonriendo y luego volteando a ver a la figura ofuscada— pero me temo que no cabremos todos si viene usted también. Antes de que la figura hablara, el bailarín lo hizo callar con un ademán de la mano y le habló con voz lapidaria. — Debo irme ya. No se preocupe, nos veremos más tarde en el hotel. Confió en usted para arreglar el auto. Yo me iré con el señor… —Villanueva, Julio Villanueva a sus órdenes— dijo el periodista extendiéndole la mano. —Germán, Germán Santamaría —respondió el Príncipe Albrecht estrechándola. Recordó el señor Villanueva el aplomo del hombre sentado a su lado. No parecía latinoamericano, sino salido de algún cuadro griego. Julio intentó sacarle palabras exagerando lo mucho que le gustó su interpretación, adulando el brío de sus giros en el aire, pero no consiguió sacarle ningún entrecomillado que pudiera servirle para su reportaje. Germán interrumpió sus halagos cuando se dio cuenta de que se habían desviado hacia un barrio residencial de Caracas y no hacia el centro. El señor Villanueva argüía que le había dicho desde un inicio que debían recoger a su acompañante, a lo que Germán Santamaría respondía negando con la cabeza, pues sostenía que ese no había sido el trato y que fue llevado a ese barrio

Ilustraciones: Camila Niño @in_fausta

de casitas pintorescas “engañado”. Lo cierto fue que Julio se dio cuenta de que por las venas de su acompañante corría sangre caliente cuando vieron acercarse al taxi a dos voluptuosas caraqueñas que se acomodaron con ellos en el asiento de atrás. La mujer que Julio había invitado era la gobernanta en el hotel donde se hospedaba y vino acompañada de una prima aquella noche, detalle que el señor Villanueva dijo que desconocía hasta que las vio venir. Pero Germán Santamaría no creía que fuera el caso y argumentaba que se le veía muy cómodo, “sospechosamente cómodo”, con la “invitada de última hora”, que de no haberse varado él, “hubiera arruinado los planes del casanova”. Según el señor Villanueva era Germán el que la había pasado de “mil maravillas, y se le veía muy cómodo con la prima sentada en sus piernas” y que por tanto debía estarle agradecido. Fueron ellas las que le sacaron las primeras señales de vida al argentino, que les contó que era bailarín, que debía

regresar al hotel para ensayar temprano la mañana siguiente y que no había probado el ron. Divertidas las mujeres, de tener a ese espécimen de hombre impoluto y de inocencia casi virginal ignoraron toda las advertencias sobre el tamaño de su imagen y la importancia de cumplir con sus horas de descanso, y decidieron llamarlo: Principito. El de la noche era un recuerdo que visitaba con frecuencia, en especial cuando se encontraba con Germán Santamaría en los años que le siguieron. Aquello que de tanto contar convirtieron en su lugar común, tras la muerte del último, perdió su parte fundamental: el ejercicio colectivo de hacer memoria. Desde el sillón de su sala y sumido en la neblina de la edad, no lograba distinguir entre su versión de los hechos y aquella del bailarín. Y los recuerdos que antes visitaba para recargarse de energía vital ahora le parecían un paseo por un jardín marchito. Cuando llegaron a la bodeguita las dos mujeres se bajaron como una tromba del carro, y no se movieron de la mitad de la calle, y con un alboroto de risas, provocaciones y promesas,

lograron que Germán Santamaría las acompañara aquella noche, jurándole que lo regresarían en una pieza al hotel. Julio lo llevó del hombro y en la entrada pidió una mesa a orillas de la pista, donde ordenó una botella de ron, mucho hielo y mucho limón. Las mesas eran de madera pesada, las paredes estaban llenas de afiches de conciertos de salsa y cantantes de boleros, y en un lado un grafiti de Castro fumando un puro, del otro el de una orquesta de hombres vestidos de ropa brillante. El aire era atravesado por el sonido cristalino de unas trompetas, el retumbar de los tambores sincronizaba el latido de sus corazones y la sangre fluía hipnotizada por los arreglos de una guitarra. Nada se parecía a los salones que solía concurrir el Principito y cuando quiso hacérselo notar, Julio vio con preocupación como la pieza clave de su operación se había puesto pálida y con los labios morados. Aprovechando que las mujeres fueron al baño, le confesó al periodista limeño que no sabía bailar.


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—Pero ¿cómo no vas a saber bailar? ¿De qué me hablas, huevón? —Julio sorprendido no daba crédito a lo que escuchaba— Eres bailarín, ¿no? Salsa, merengue, tango, ¿qué? ¿No sabes bailar tango? Pero eres argentino, ¿no? —. Él hombre cada vez más pálido no respondía. Cuando las mujeres regresaron la suerte ya estaba echada. Después de unos tragos largos de las copas de ron saltaron al territorio plagado de parejas que se movían con la coordinación de un enjambre y esquivando mesas rebosantes de vasos y botellas se defendieron como mejor pudieron. Lo que ocurrió después fue más grande que cualquier otra presentación en cualquier otro escenario del mundo. Ni los reyes más ricos y poderosos ni los hombres más cultos y conocedores fueron testigos de la hazaña. La lucha desde un inicio perdida por la defensa de su honor, que comenzó con los pisotones que propinaba con sus pasos de elfo torpe, seguida por la petición humilde del hombre estrella para que el peruanito le enseñara a bailar era sin duda la historia que hubiera contado el señor Villanueva si tuviera algo que decir de Germán Santamaría. Decidido a evitar las extravagancias de la vida pública, Julio Villanueva hizo su vida sin buscar protagonismo, viviendo al margen sin llamar demasiado la atención. Por otro lado, Germán Santamaría era demasiado brillante para pasar desapercibido: su alta figura, su corpulencia magra y musculosa, su piel de porcelana, el rostro afilado de un vampiro seductor, su trato exquisito y su gusto impecable, hacían de él el centro de todas las miradas. Coincidieron en muchos eventos a lo largo de los años y se abrazaban con cariño siempre que se encontraban en algún evento. En determinado momento ellos se hacían una señal con la cabeza y buscaban una barra donde fuera que estuvieran y pedían dos tragos de ron que se empinaban en su antiguo ritual. “Como en los viejos tiempos”, se decían. Muerto el Principito, de qué servía contar algo que nadie más entendería. Alguien más se encargaría de escribir la semblanza biográfica y dedicar unas palabras lo suficientemente cálidas para confundirse con cariño. Caminó al armario donde guardaba sus licores y cristalería, del fondo sacó la petaca que Germán Santamaría le había regalado el día de su boda con Margot. Quién iba a saber qué estaba pasando cuando Germán gritó: “¡Sos un hijo de puta, Villanueva!” cuando escuchó que la orquesta en su noche de bodas tocó Sonido Bestial. Los invitados confundidos siguieron con la mirada al hombre de rostro aindiado que llevó a Margot hacia la pista, donde la hizo dar vuelta tras vuelta y la zarandeaba de un lado al otro mientras invitaba con el índice al novio que los veía tieso, incrédulo y divertido desde la orilla. —¡Sacála vos, pelotudo! —le gritaba el periodista con fingido acento argentino. Destapó el recipiente y aspiró las notas del ron venezolano que guardaba ahí para ocasiones especiales. Como un ejercicio de la memoria, el señor Villanueva se puso a pensar en las horas posteriores a su eventual muerte. A quién llamarían para que le escribiera un obituario, quién daría a conocer la noticia, qué fotos y videos saldrían en la televisión, qué personas hablarían de él en los tabloides y la radio. Y mientras respondía metódicamente a estas preguntas en su cabeza se encontró con que lo que había comenzado como un divertimiento se había convertido en una auténtica pesadilla. Solo, en medio de la sala de su apartamento en Lima el señor Santamaría se preguntó: ¿Cuál era su mejor momento? ¿Con cuál debería ser recordado? Y mientras lo buscaba inútilmente, entre los tantos otros que había vivido y que ahora estaban frente a él como polvo suspendido en el aire, se le ocurrió llamar a Montevideo y pedirle ayuda a Germán Santamaría.


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Discontinuidad Eliana Tabares Sánchez | etabares@eafit.edu.co |

@elianatabares

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i primer cadáver lo enterré a los dieciséis años. Nunca voy a olvidar ese doce de agosto cuando, con lágrimas en mis ojos, le tiraba tierra al cuerpo inerte de mi primer amor. No lo había matado yo, él había decidido terminar con todo, asesinó ese cariño que creíamos eterno, así que no podía permitir que siguiera rondando por ahí como si no me hubiese hecho nada, tenía que deshacerme de su cuerpo, de esos hoyuelos que se le hacían en los cachetes cuando me sonreía, de sus ojos achinados que se perdían al ver mi rostro.

tarle. A pesar de esto, había algo que me volvía a cautivar, no sabía qué era pero me tenía ahí, detenida, estancada en él. ¿Cómo es que seguía atrayéndome?, ya no era la misma niña de quince años que se enamoró por primera vez, ¿qué le pasaba a mi yo de veintitrés que volvía a caer en su juego? Nos cuidamos de no querernos, era peligroso este encuentro y queríamos salir ilesos. Así que tratamos de esconder nuestro cariño acompañando nuestra soledad, preocupándonos por las necesidades del otro, celebrando los logros de cada uno, pero nunca queriéndonos.

Con el tiempo enterré su olor, el tono de su voz y el sonido de su risa. Pero su fantasma me perseguía, de vez en cuando lo veía salir por la puerta de su casa o lo escuchaba cantar mientras se bañaba; yo volvía a su tumba a asegurarme de que siguiera sepultado, y siempre me encontraba con el hoyo que había cavado para enterrarlo, lleno, suponía que su cuerpo putrefacto estaba debajo de toda esa tierra, pero trataba de tirarle más para que no saliera de allí y no volvérmelo a cruzar.

A veces tratamos de alejarnos, de acostarnos en la fosa y echarnos tierra para volver a morir el uno para el otro, pero, siempre pasaba algo que nos hacía revivir. Era como si estuviésemos sujetados por un resorte, cuanto más lejos estábamos, algo nos halaba y nos unía más que nunca. Y para ser sincera, amaba que esto pasara, me había acostumbrado, otra vez, a mi vida con él.

Sentía tristeza por su partida, pero sabía que así, los dos estábamos mucho mejor. Decidí seguir con mi vida, no volví a su sepultura, no quería llevarle flores ni cerciorarme de que estuviese enterrado, simplemente quería olvidarlo y cerrar el vacío que había dejado.

«¿En qué piensas cuando me miras con esa sonrisa que tanto me encanta?» Me preguntó un día mientras me abrazaba. Moría por decirle que amaba encontrar al René que en algún momento quise en mi futuro, pero no podía romper la regla de no hablar de lo que sentíamos.

En algún momento conocí a otro hombre, no sé si lo que sentí por él fue amor, pero ciertamente sí me era útil para olvidar. O eso creía yo, hasta que un día su fantasma volvió, no sé si alguien desenterró su cadáver o qué pasó; llegó a mi casa una tarde de jueves, se sentó en el sillón de mi habitación, tenía puesta la camiseta azul oscura que le había regalado en su último cumpleaños.

Traté de salir con otras personas, la intermitencia de René me hacía dudar, nunca entendí por qué se alejaba, si era mi culpa o simplemente esa era su forma de ser. En uno de sus regresos, finalmente se aventuró a explorar mi cuerpo de nuevo, después de casi siete años sin siquiera estar cerca, volví a probar sus besos, pude recorrer con mis dedos la silueta de los tatuajes en su espalda y sentir cómo mis labios encajaban a la perfección con los suyos. No recordaba la tranquilidad que me daba estar entre sus brazos, también había olvidado lo tierno que podía ser. Por instantes pensé que mi corazón frío e insensible no merecía tanto cariño.

- ¿Eres feliz con él? - me preguntó. - ¿A qué volviste? - ¿Eres feliz con él? - insistió. -… - Sé que no, o al menos no te da la felicidad que yo te di. Salí de la habitación, pensaba que solo era una mala jugada de mi mente, pero sabía que por dentro suplicaba su regreso. Quería volver a sentarme en las escaleras afuera de mi casa mientras él me abrazaba y me contaba cómo le había ido en el colegio; ansiaba que sus manos recorrieran nuevamente mi cuerpo, quería sentirlo cerca de mí hasta que me hiciera estremecer, revivir nuestra primera vez, simplemente volver a amarlo. Me fui a vivir a otra ciudad para escapar su presencia, a recorrer calles en las que no hubiese caminado de su mano. Comencé una nueva vida, una en la que ya no lo veía, no re-

Ilustración: Laura Calle Puerta | lauracallepuerta30@gmail.com | cordaba lo mucho que disfrutaba nuestras conversaciones, olvidé cuál era su plato preferido y en qué labio tenía ese lunar que se colaba entre nuestros besos. Años después, salí a la puerta de mi casa, y un hombre moreno, con cejas pobladas me sonrió, al instante se le achinaron los ojos y en sus cachetes se dibujaron unos hoyuelos. Extendió su mano y me dijo: «hola, ¿qué tal?, me llamo René, no sé si me recuerdes». De inmediato mi cuerpo se entumeció, no podía creer lo que veía,

@_lacallep

era imposible que estuviera ahí parado, yo lo había enterrado y vuelto a enterrar, ¿cómo había logrado salir? Traté de actuar de la manera más normal que pude, pero con facilidad me perdí entre sus chistes y sonrisas picaronas, como siempre, me envolvió hasta hacerme perder la noción del tiempo. Los meses pasaron y seguíamos re-conociéndonos, quería saber por qué había vuelto y cómo había logrado salir aquel hoyo en el que lo había dejado, pero no me atrevía a pregun-

Los días pasaron, nuestros encuentros avanzaron y él no se alejó. Para mí, sentirlo de cerca, volver a probarlo era el fin de una mala racha con los hombres. Pero no sabía que al final él sería parte de esa desafortunada lista de hombres que no pude querer. Perdóname mi querido René pero no puedo dejarte vivir, no después de lo que has hecho, tu lugar es en esta fosa y no conmigo, espero que no puedas salir de ella porque sé que volvería a creerte pero ya sabes que mi corazón no tiene la capacidad de amarte, es más, ni lo mereces. Así que aquí me tienes de nuevo tirando tierra sobre tu cuerpo, te dejo estas flores, son mis favoritas.


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RUTAS

VEREDALES Diego Velásquez V. |

@dieg0vv

Ganador del concurso nacional de cuento universitario de NEXOS 2020

Ilustración: Isabel Cristina Castaño Preciado behance.net/saibel

T

engo una vida más monótona de la que me gustaría tener, la disfruto a pesar de que 23 de las 24 horas del día estén dedicadas para todos excepto a mí. Tengo un trabajo de oficina que, como casi todos los trabajos de oficina, consiste en ver hojas de Excel y contestar llamadas durante un poco más de 8 horas. Era cierre de mes, así que el trabajo pendiente era el triple del normal, mientras más se aproximaba el final de mi turno, lo único que quería era llegar a casa, cumplir con el resto de los informes, y finalmente ir a cama. Con esto en mente, cuando mi tiempo en el edificio por fin había terminado, corrí a la estación de tren, y en cuestión de minutos me encontraba en mi vereda. Tenía exactamente tres horas para enviar los últimos reportes, sin embargo, cuando vi el horizonte, me convencí de que si no presenciaba ese inusual atardecer estaría cometiendo un crimen, así que no lo dudé más y tomé asiento en una pequeña banca de roble. Mientras reflexionaba un poco, un hombre se acercó desde la dirección en que se ponía el sol, ¿Dónde está el final? -preguntó –¿Qué final? ¿El fin del mundo? Contesté en un tono burlón. Sí, precisamente – respondió. Me pareció divertido enviarlo a cualquier lugar para que se extraviara, así que apunté en una dirección aleatoria, después de todo, solo quería deshacerme de la compañía no deseada. El hombre se fue y seguí viendo la puesta de sol. Pero entonces, lo vi de nuevo en la distancia.

—Me temo que no pude encontrarlo, ¿Podría hacerme un favor y guiarme hasta él? —No puedo, no tengo tiempo. Inténtalo de nuevo, tal vez tomaste la curva equivocada en algún lugar del camino. —Lo haré, gracias. Sin embargo, el hombre giró en la misma dirección que antes, mi cuello empezó a moverse, mi cabeza empezó a girar, la curiosidad me hizo cuidar del hombre sin rumbo, que ahora, se dirigía en una nueva e interesante dirección, un paisaje bastante lindo, pero que no tenía rastro del atardecer. Miré ese mundo sin atardeceres durante unos minutos, hasta que de nuevo empecé a ver su silueta por debajo de los pinos de la vereda. Se acercó a mí desde la dirección opuesta del sol, y mientras protegía sus ojos de la luz, y habló de nuevo:

mencionó. La curiosidad volvió a apoderarse de mí, así que intenté dirigir la mirada para avistar esa figura que se iba, pero no fui capaz, mi cuello no estaba preparado para girar en esa dirección. Volví a mirar la puesta de sol, pero ya no era tan majestuosa e impresionante como antes, de repente, algo me faltaba, pero no era capaz de identificar qué era. Estaba demasiado ocupado pensando en el fin del mundo y en cómo llegar allí, así que decidí olvidarme de todo lo que había sucedido, y cegado por el sol, me levanté de la banca. De nuevo estaba en camino a mi hogar, a regresar a la vida de siempre, y de la nada, justo cuando empezaba a entristecerme por no volver a verle y por no enviarlo en aventuras a nuevas direcciones escuché un grito. —¡Lo encontré y memoricé el camino! ¡Puedo llevarte allí si quieres! —

— Fui hasta el final y volví, todavía no lo encuentro, así que me temo que necesito su ayuda, ¿Sería tan amable de acompañarme?

Esta vez me alegré de que fuera él, por alguna razón no se veía muy feliz, así que le sonreí, le di un abrazo, y ni siquiera me importó comprobar la hora.

Comprobé la hora, y aunque me quedaba algo de tiempo, no estaba seguro si quería alejarme del sol.

Claro que sí, me tomaré el día libre.

—¿No será que estás buscando un fin del mundo diferente? El que conozco está en esa dirección, estoy seguro de ello —Ese podría ser el caso, gracias por la ayuda de todas formas, probaré mi suerte y me iré por aquí ahora. Eres un buen hombre, me aseguraré de hacerte saber en dónde terminaré. Tomó un camino que jamás en mi vida había notado hasta que él lo

Caminamos en silencio por mucho tiempo, ya la luz del sol había desaparecido por completo. ¿Falta mucho? No, ya hemos llegado. Dos siluetas conocidas empezaron a aproximarse a lo lejos. ¿Papá? ¿mamá? Mi acompañante me miró desconsolado, era incapaz de descifrar porque no me alegraba de verlos.

¿Qué te pasa? — preguntó el hombre. Mis padres están muertos. Dígame que ha sucedido. — le dije desconcertado. El hombre dejó caer un cuchillo, y acto seguido, emprendió su retorno por el camino que habíamos recorrido.

Gemido rojo Mariana Arango Trujillo @mariangot_ Soy el mar, acopio de lágrimas del náufrago, terreno de los huesos sumergidos, llamado a zambullirse en el latir, el redentor del cielo que cae. Soy el nacimiento, el despertar de la pureza, agonía de ser uno más y al instante uno menos gemido rojo. Soy la noche, el último grito del ocaso, hija de la luna, antítesis de la luz. En mí, el búho se pavonea y ulula con devoción. Soy la muerte, el asalto contra el último aliento, atentado contra el parpadeo, sueño que reduce lo mortal, flor marchita, polvo al viento. Soy el olvido, sótano de perdón y venganza, bucle de negación, homicida del recuerdo, ruinas de lo que fue, tierra negra.


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SIGNIFICADO Mateo Orrego López | morrego7@eafit.edu.co |

@mateo.orrego

U

nay nunca había entendido muy bien lo que significaba esa palabra: Dios. Los hombres blancos se la habían enseñado. Parecía que era el sol y la tierra en un solo ente, una nueva divinidad a la cual alabar, un algo extraño, que podía hacer todo lo que se imaginara.

Dos pasos le faltaban al guardia para el fin. Un paso menos y Unay se echó para atrás, hasta el fondo del pequeño galpón, con todo su cuerpo tenso, como intentado ocultarse de la vista de aquel guardia. Cuando finalmente estuvieron de frente, separados por una pared de guadua con pequeñas rendijas, la luz de la antorcha siguió derecho, alejándose a la misma velocidad que se había aproximado, y Unay se dejó caer, como quien descansa, como quien relaja su cuerpo después de una larga jornada, y cayó sobre una de sus compañeras de escondite, una gallina gorda, blanca, inmaculada, que sacada de su placido sueño emitió un graznido que se escuchó en toda la villa.

La gente de la villa se reunía todas las mañanas, a la misma hora a la que antes salían a recoger la cosecha, y entonces los que se hacían llamar padres les mostraban muchas imágenes, dibujos de un hombre con barba y con un vestido que le cubría desde los hombros hasta los pies, y en su cabeza unos rayos de luz, y decían que ese era Dios y decían también que él los podía salvar, que solo tenían que pedirle con fe; Unay tampoco entendía muy bien qué era la fe, y mucho menos de qué cosa podía ser salvado. Aun así, no le molestaba ir a las reuniones, pues le daban buena comida y no tenía que subir a recoger papas.

La luz que se alejaba se detuvo y la calle que daba al Galpón poco a poco se empezó a iluminar. Unay entendió, finalmente y sin darse cuenta, lo que significaba aquella palabra y dijo para sí: -Dios, sálvame por favor.

Una noche, uno de los padres mandó a llamar a Unay. Era tarde cuando dos hombres armados tocaron a su puerta, cuando abrió, sin decirle nada lo agarraron por los brazos y lo llevaron a la pequeña casa que quedaba al lado de la iglesia. Al entrar, el padre lo estaba esperando, le señaló la silla, y él se sentó sin entender qué estaba pasando. Unay estaba aprendiendo español, pero aún no comprendía muchas cosas, sin embargo, entre todo lo que el padre comenzó a decirle distinguió perfectamente cuando le dijo “ladrón”. Ya los padres le habían advertido las consecuencias de esta palabra, pero no tenía ni la más mínima idea de por qué se estaba refiriendo a él. Después de un rato de negar con la cabeza y de mirar extrañado a su acusador, el padre comenzó a alzar la voz, y Unay notó cómo la rabia crecía en su tono. Una cachetada por parte del padre y tres golpes certeros por parte de Unay, que dejaron al padre en el suelo, fue lo que dio por finalizada la discusión. Pero Unay sabía que no había sido una victoria, que no se podía quedar en aquella casa, que, como si hubiera sido derrotado, debía huir tan rápido como pudiera. Entonces salió corriendo, con la esperanza de que los guardias no estuvieran cerca, y como si fuera

No se salve quien pueda Ilustración: Daniela Ospina |

un milagro, no lo estaban. Lo primero que vio fue un galpón al final de la calle, y corrió lo más rápido que pudo hacia allá, sin voltear, sin revisar si alguien lo seguía o no, cuando por fin llegó se detuvo, tomó una única respiración, la más profunda que pudo y abrió la puerta, lento, sin hacer el más mínimo ruido, sin parpadear y, así mismo, cerró la puerta, se detuvo a revisar que todas las gallinas estuvieran dormidas, tranquilas, y entonces se sintió seguro y volvió a respirar. En la seguridad que le daba aquella pequeña casita y el sueño tranquilo de las gallinas pensó que si lograba llegar a la selva estaría a salvo. Sabía que los hombres blancos no lo seguirían allí, les tenían miedo a los árboles, a las criaturas ponzoñosas de la noche, a perderse y nunca más volver. Él sí conocía la

@la.mosaica

selva, ellos no, por lo que sabía que preferirían dejarlo escapar. No era difícil, entre las rendijas del galpón alcanzaba a ver la empalizada, no estaba lejos, tampoco era muy alta, la podía saltar sin problema. El problema era que parecía que todos los guardias lo habían salido a buscar, con sus espadas y sus antorchas, por el ruido que hacían suponía que en cada calle había por lo menos un hombre. De repente sintió cómo se le iluminaba la parte izquierda del rostro, cómo una fina línea de luz le pasaba recta entre la pupila y el labio, el corazón se le aceleró y giró bruscamente la cabeza buscando la fuente, entonces vio a un hombre que se aproximaba al galpón corriendo y pensó que lo habían descubierto, que no quedaba mucho para morir atravesado por el acero.

Juliana Londoño Noreña Juliana.londono9@gmail.com Hoy, 26 balanceándose en un limbo vieja para ser astronauta joven para lamentar lo no sido Miro la llama, pienso: ¿Cuántas velas he apagado con el [mismo deseo? Dolió caer al vacío. ¿Y si no se cumplen los anteriores! ¿Y si la niña no me abraza orgullosa [de lo que me he convertido! Me recojo y deseo de nuevo ¿no es eso lo que hacemos? anhelar y anhelar hasta dar con [uno eterno Para qué un ideal, frágil y sobrestimado. Lo eterno desear, lo revolucionario desear seguir deseando. No vaya a ser que llegue el día, apague la vela tranquila y me “salve” respirando sin estar viva.


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MONDO CANE ANGST (1962)

(1983)

La antropología extrema

Sin dorar la píldora

Serrana me das candela

E

n la actualidad es normal encontrar en internet un catálogo amplio de videos de todo el mundo, impresionantes, asombrosos y en muchos casos, perturbadores. El triple matrimonio entre de la globalización, las nuevas tecnologías y un planeta repleto de prácticas que definen por todos los polos posibles la palabra tabú. Ahora, imaginen la ola de sorpresa y asombro que causó en la década de los 60 la película Mondo Cane dirigida por la terna de italianos compuesta por Gualtiero Jacopetti, Paolo Cavara, Franco Prosperi y fundadores del movimiento cinéfilo Mondo, el cual es descrito por el canal de YouTube La filmoteca maldita como el mejor ejemplo de antropología extrema. La película, es en realidad un semidocumental compuesto por videos de distintas culturas del mundo, presentadas con una artesanía en edición y narración espléndida. En un momento estamos en Tabark, la mayor de las Islas de Bismark en donde se encierra a las mujeres más bellas de la tribu en jaulas de madera y se las alimenta con yuca y papa por tres meses para que logren el peso deseado del jefe de la tribu y al siguiente observamos un gimnasio estadounidense exclusivo para mujeres de avanzada de edad que buscan recuperar o conocer un nuevo amor, envueltas en maquinaria que les mueve las carnes para saltar a un sauna japonés y su especial (pero de lejos único) culto al cuerpo. La película es un salto constante entre países, culturas y tradiciones que, al ser observadas bajo esta edición y las reflexiones del narrador, se entienden como caras de un mismo dado, como tabúes que cuentan con más en común de lo que desearían aceptar. ¿Por qué verla? Estamos frente a un viaje a los inicios de lo que luego se convertiría viciosamente en el shockumentarie, o videos destinados a servir de muro de choque para el público, su buen gusto y buenas prácticas. Sin embargo, Mondo Cane es, en muchos sentidos, una obra del arte de la edición, de la banda sonora y de la narración. La música usa la forma del tema y variaciones para unificarse con una narración reflexiva, inteligente y mordaz para contarnos una historia sin trama: las culturas del mundo.

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entro del conjunto de apócrifos subgéneros del cine se encuentra el destinado a presentar en pantalla las vidas y andanzas de asesinos en serie, ya sea fictos o los a veces más imaginativos de la vida real. Todo esto ha creado una suerte de idealización de la imagen del asesino, desde el carismático Ted Bundy interpretado por Zac Efron, hasta el más reciente personaje de Lars Von Trier, Jack, el artista de la carne. Algunos dirían que el dilema moral circunda al subgénero desde el simple hecho de intentar justificar a los asesinos poniéndonos en sus zapatos y volviéndolos casanovas del cuchillo. Pero, ¿qué opinarían aquellas personas que dudan del subgénero si se les presentara una película que nos pone en los zapatos del asesino, pero no para comprenderlo, sino para sentir lástima de su asquerosidad e inhumanidad? Es este el caso de Angst, dirigida por Gerald Kargl y basada en la vida y el caso de un asesino serial alemán que burló el sistema de reinserción social y mató a tres personas el mismo día que se le otorgó la libertad condicional. Su título, Angst (angustia en español) es el epítome de la sensación constante que la película ofrece y entrega de manera efectiva. La angustia de ver cómo algo no sale como se planeó y cómo cada decisión es más errónea que la anterior en esas situaciones donde nos damos cuenta que todo empeora más y más. Ahora imaginen esa sensación tan conocida por todos, aplicada al plan de un triple asesinato y tendrán la experiencia visual y sensorial de Ansgt. ¿Por qué verla? La película, no solo ofrece un vuelco a las convencionalidades del cine de asesinos en serie y de suspenso en general, sino que también, es un viaje corto pero energizante a las posibilidades técnicas de una filmación que se sumerge en un sentimiento tan fundamental como lo es la angustia. Tanto la actuación retadora del actor principal —y de nadie más— como la música techno ambientadora y el movimiento constante y vivaz de la cámara, ofrecen una experiencia que puede llegar a trastornar al final, a enojar, a asquear, pero no a dejar indiferente. No es gratuito que Gaspar Noé la haya denominado como una de sus películas inspiradoras.

Juan J. Mesa grafiasdeunsofiante.com Acá has de estar aunque tu recuerdo haga palidecer la rosa pues mi juicio errante sería si no fuera en el poema tus ojos verdes de platería verdes como el trigo verde ​En tu trazo liviano cuenta el canto coral danzas en el pasto de una tierra fecunda y el fruto son tus ojos verdes verdes como la albahaca verde Quiero el resplandor dando forma a mi portal de tu piel de luna tras la celosía, porque solo llego a ti en el sueño de tus ojos verdes verdes como la uva verde Si el jitón cubre como éter tus pezones que imagino no hay pena en el idilio, hago con la tibieza que aviva tu cabello una estrofa que te aclama y a tus ojos verdes verdes como el futuro verde


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Piel deoConejo ¿Qué hace a un cuento un cuento? Pablo Patiño |

@pat_patinson apelando a la tranquilidad, a la serenidad y transparencia del lenguaje, a la falta de recursos tal vez postizos como los giros de trama, a la falta de un subtexto velado y propicio a las luchas de interpretaciones o del misterio de la trama escrita con mano de deidad, logra construir otra clase de cuento, aquel que es honesto con su forma y su sustancia. Para el autor el cuento es por lo tanto un relato corto, con una historia clara, lineal y disfrutable. Son cuentos del día a día para leerse en la tranquilidad que no desea ser perturbada de ese mismo día a día.

148 páginas / precio : $40.000

E

l libro Piel de Conejo de David Eufrasio Guzmán, publicado en el 2019 por la Editorial EAFIT es en primera instancia un libro de cuentos locales, recursivos de la memoria inocente colectiva, incrustados bajo una temática y una atmósfera masomenos identificable, finalmente, literaria. Pero más que esto, es un ensayo involuntario —y solo para el que lo quiera leer de esa manera— de ejemplos que ayudan, sino es a dar respuesta, al menos a alimentar más la discusión perpetua de qué es un

cuento. Uno puede pensar en los juegos mentales, referenciales y bibliotéticos de Borges, en las narraciones mundanamente fantásticas de Poe, en los no dichos de Rulfo y Onetti y en las torceduras de Etgar Keret y encuentra en todos una definición a la vez válida y errónea de lo qué es un cuento, definición que será defendida y atacada, siempre sin posibilidad de resolver el conflicto. Y en esta larga lista de intentos de definición se cuela Guzmán con su Piel de conejo y otros cuentos, el cual,

La comicidad de algunos de los relatos, la pubertad palpable de otros, el temor vacilante, hasta la identificación de problemáticas sociales y de un daño nacional y de ciudad, dotan al libro de un aire de lectura rápida y sosegada que algunas personas piden a gritos al verse frente a gran parte de la literatura. Queja que puede escucharse bastante en aquellos que apenas inician, con interés genuino y envidiable luego de que se pierde, a adentrarse en la lectura. O mejor dicho, en la buena lectura. Es más, podría decirse que son cuentos destinados —de nuevo, tal vez involuntariamente— a un público joven, que a pesar de la brecha generacional de los relatos, encontraría en estos la cualidad y necesidad que muchos le imputan a un libro: el entretenimiento.

Hacer videos en un mundo de película Ver películas o series sobre mundos distópicos es tener la posibilidad de imaginar un terreno donde el comportamiento humano está alejado del que conocemos, hacen falta recursos y la tecnología está cada vez más presente. Imaginarlos son un vago intento de aproximarnos al entendimiento de cómo seríamos si todo saliera mal. Mad Max, Blade Runner, Black Mirror y hasta Wall-E han narrado de diversas maneras esos escenarios que hicieron de lo cotidiano una pelota de papel arrugada, haciendo referencia a lo que podríamos llegar a ser si continuábamos con nuestros modelos de vida derrochadores, consumistas, inconscientes y perezosos. Es la insinuación de la misma idea de siempre: la realidad supera la ficción, o la va a superar. Tal vez aún falten varios años para dividirnos en sectas que recorren el desierto en autos, mientras un enmascarado encadenado toca guitarra, todo producto de una lucha constante por agua y gasolina; pero sí estamos cerca a ser una película de zombies: no se puede salir, hay un virus peligroso y solo salimos para buscar los insumos básicos. Aunque si en algún momento hay escasez de comida, nos acercaremos más a la posibilidad de empezar a comernos unos a otros. No se suele pensar, pero en esos mundos que nos muestra el cine nunca se nos hizo caer en cuenta que en esos mundos no se podía hacer cine. De forma súbita todas las productoras del mundo tuvieron que pausar los rodajes de películas, series, cortometrajes y animaciones que nos permitirían disfrutar de nuevas visiones del estado de las cosas. Sin embargo, sucedió algo muy interesante: al querer salvarnos de la monotonía o decir lo que pensábamos, muchos realizadores audiovisuales buscamos otras excusas para volver a narrar. Producciones TVU es un grupo estudiantil de la Universidad EAFIT que hace videos. Los hace entretenidos, serios, informativos, reflexivos. A veces son malos, a veces son buenos. En algunas ocasiones nos arriesgamos un poco más, en otras nos quedamos en lo tradicional. Al final lo único que está definido en el grupo es que todos, sin excepción, tienen que pasarla bueno. Las 47 personas que hoy hacemos parte de la que nos gusta creer es una mini casa productora quisimos seguir haciendo lo que más nos gusta hacer a pesar de las circunstancias. Son los videos que seguimos haciendo los que nos sacan del círculo de la cuarentena, con la esperanza de que también saquen de ahí a quienes nos ven. Ahora los actores (que son todos) se graban desde casa, enseñándole a sus familiares qué es un plano contrapicado, para que los graben bien. Los grupos de whatsapp son espacios de coordinación, las videollamadas de ideación. Los editores en búsqueda de inspiración, conocimiento u aprobación ya son expertos sacando pantallazos y grabando sus pantallas para resolver lo que sea. Pero sobre todo resalta la necesidad imperiosa de no alejarnos entre nosotros usando como excusa una pasión común: contar historias a través del lente de una cámara.



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