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Vida intelectual del virreinato del Perú, Felipe Barreda Laos
Así, la dominación colonial no ofreció posibilidades políticas ni económicas al desarrollo nacional. Económicas, por las relaciones sociales de naturaleza colonial entre los estamentos sociales, y políticas por la fragmentación corporativa en que se encontraban dichos estamentos, así como por las múltiples facciones oligárquicas resultantes de dicha fragmentación. Por otro lado, la precaria administración de la Metrópoli, resultado de las tensiones entre la administración española y la colonial, asociada a la preservación de los derechos corporativos, devino en una falta de universalización del Estado, impidiendo el desarrollo de valores y símbolos comunes a su población.
La ausencia de la aristocracia en la dirección políticomilitar de la Independencia por su permanente ambivalencia y errático comportamiento frente a los españoles, determinó que fuera desplazada por los jefes militares y que como grupo dirigente no figurara en la nueva escena republicana.
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Además, la destrucción de haciendas, obrajes, minas y el reclutamiento forzado de la mano de obra servil y esclava en forma indistinta por “patriotas” y “realistas” se sumó a ese desplazamiento político de la aristocracia, determinando la quiebra de sus bases económicas de poder. Asimismo, la guerra de la Independencia provocó el exilio en masa de los comerciantes peninsulares, de muchas familias aristócratas, de los funcionarios coloniales y de muchos signatarios eclesiásticos.
La aristocracia limeña, como afirmara Riva-Agüero:
“... se deshizo lentamente en la larga anarquía que siguió y desapareció como clase social. Su indolencia, su peruana blandura, no le permitieron conservar importancia y poder, constituyendo una oligarquía republicana conservadora como en el antiguo Chile. Mereció su caída, pues se arruinó por carencia de prestigio, energía y habilidad” (1965: 436).
En resumen, al romperse los lazos con la metrópoli, la aristocracia criolla no pudo, como algunos lo hubiesen querido, servir de equipo de reemplazo y de estabilidad. Destruida la cabeza patrimonial metropolitana y la aristocracia colonial, que daban orden y concierto a la organización de la sociedad y la política, el “cuerpo” social se fragmentó, descoyuntándose en parcelas gobernadas por grupos señoriales que ostentaban una importante autonomía como para decidir la suerte de sus respectivas jurisdicciones. La permanente tensión patrimonial entre la metrópoli y los grupos oligárquicos, al romperse el pacto colonial, se resolvió con la “feudalización política”.
Apartir de entonces la dirección política del país cayó en manos de los jefes militares de la campaña de la Independencia. Pero éstos, al no tener el suficiente poder económico para constituirse en un nuevo centro hegemónico de poder, tuvieron que valerse de alianzas transitorias con diferentes oligarquías regionales y con distintos políticos, capaces de expresar ideológicamente los intereses de estas alianzas.
Es así como a partir de la Independencia, el Perú sufrió una fragmentación política que originó una profunda inestabilidad que, con diferentes interludios, duró hasta fines del siglo XIX. Con la eliminación del estrato colonial dominante y la desarticulación de las masas populares se produjo un vacío de poder, que ni los jefes militares ni las facciones oligárquicas pudieron llenar, por su incapacidad de integrarse políticamente y, en consecuencia, tampoco pudo integrar a la población dominada, restando así posibilidades para la constitución real de un Estado y una Nación.
Aestos indicadores de la inestabilidad política y de la ausencia de hegemonía de una clase, cabe agregar los numerosos brotes insurreccionales y guerras civiles que durante el siglo XIX afectaron todos los gobiernos, para así tener una idea de las dificultades de la sociedad peruana para integrarse social y políticamente. De ahí que los problemas de orden y unidad nacional merezcan especial consideración en el desarrollo histórico del país.
El Perú atravesó a partir de entonces, y hasta fines de siglo, un proceso aparentemente paradójico: el establecimiento de una “situación” oligárquica, sin conformar una fracción hegemónica. De lo contrario: ¿Cómo explicar la permanente inestabilidad política que a partir de la Independencia persistiera a lo largo de todo el siglo? Si en vez de esta hipótesis se planteara que la situación oligárquica estuvo dirigida por una facción hegemónica, ¿en qué consistía el carácter políticamente dominante de dicha facción, que no podía mantenerse en el poder y debía dejar su sitio a un nuevo caudillo y su corte de allegados, cada nueve meses como promedio? Asimismo, ¿cómo explicar que en ese período se promulgaran ocho constituciones diferentes? Si, por el contrario, se cuestionara la existencia misma de un régimen oligárquico neo-colonial, el carácter censitario del voto, la concentración de la propiedad, el mantenimiento de la esclavitud hasta mediados de siglo y el tributo indígena y su condición colonial bastarían para eliminar cualquier duda al respecto.
“Virrey, corte y asedio criollo”, En Hacia la tercera mitad: Perú XVI-XX. Ensayos de relectura herética. Lima: Fondo Editorial Sidea, 1996.Extractos seleccionados págs.178-181.
Virrey, corte y asedio criollo
Hugo Neira
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Historiador, periodista y ensayista limeño, discípulo de Raúl Porras Barrenechea. Ligado a la actividad académica francesa.
Cuán grande fue el poder de los virreyes?
Ciertamente, ser Virrey era un oficio, y en muchas ocasiones fue ejercido por militares. Aprimera vista, era lo más alto en los reinos de Indias, gobernador militar y “alter ego” del Monarca. Jurídicas y hacendarias, sus atribuciones eran inmensas, pudiendo distribuir los cargos públicos, inclusive los religiosos, pues era vicepatrón del clero. Sin embargo, al examinar esas dilatadas funciones, se observa yuxtaposición de roles e inclusive una cierta confusión. Fueron frecuentes sus conflictos con la Audiencia, entidad netamente jurídica, y en última instancia, el verdadero y permanente poder colonial: hubo años sin Virrey pero no sin Audiencia. En suma, el Virrey encarnaba una forma de poder y también su limitación. En cuanto a lo primero, hay que decir que la maquinaria estatal fue, de toda evidencia, eficaz en la recolección de información y su envío a España, aunque menos a la aplicación de las órdenes que se recibían. El historiador Peter Bakewell observa que el aparato de Estado hace su aparición en la América española antes que en Brasil y que precede, por lo menos un siglo, al de las colonias británicas de Norteamérica. Alos Virreyes que fueron los únicos nobles en la administración les secundan audiencias, corregidores y alcaldes mayores. Estos últimos gobernaban directamente a los indígenas en sus propias comunidades. La red del poder central disponía de diversos agentes, incluyendo los curas de parroquias, y eran muchos los canales por el que se subía el flujo de información hasta las instancias superiores. La mención de la Audiencia en orden de prelación es errónea: por momentos fue más que el Virrey, y más que tribunales de justicia fueron verdaderos consejos administrativos. El centralismo español tuvo efectos diferenciados entre criollos e indios. Aestos últimos, legalmente considerados como menores de edad, se les extendió una protección legal, concibiendo su existencia dentro de una república propia, la “República de indios”. Cabe suponer que el procedimiento, por otra parte fiel a una concepción medieval de sociedad organizada en torno a estamentos y corporaciones, los protegió y a la vez fragilizó: los indios recomienzan a padecer cuando desaparece la supervivencia en el XIX.
Otro es el vínculo entre el poder virreinal y la criollidad. Sin parlamentos ni cortes como los que
había en la Península ni cámaras representativas como en las colonias británicas, los criollos supieron abrirse paso. El centralismo regalicio tuvo como adversarios en España a la vieja nobleza y en Indias a los criollos enriquecidos. Un Virrey no podía hacer otra cosa que encuadrar y negociar ante turbulenta y cada vez más poderosa capa social de ricos y nobles locales. Siendo la legitimidad, sus prerrogativas eran las de un funcionario altamente situado, en un cargo codiciadísimo –se dice en un “aviso” que circulaba en Madrid que en el nombramiento del Conde de Lemos hubo más de treinta grandes de España en disputa por el palio–, pero las de un funcionario, al fin al cabo, depositario del mando, pero no el mando mismo. Si el Virrey ejerce el poder no es por derecho propio, apenas lo detenta, agente o administrador de una vasta entidad llamada Monarquía Universal. En ese sentido, tuvo menos imperio personal que los Césares republicanos que vinieron después. Ya lo dijo Víctor Andrés Belaunde, “el Presidente de la República es un Virrey sin juicio de residencia”. Débil y fuerte a la vez. Ese tipo de autoridad recuerda lo dicho por Max Weber sobre el poder burocrático. Con el Virrey estamos también ante una jurisdicción delimitada: antes de partir a Indias recibía una carta con instrucciones muy precisas del soberano. Sin embargo las características de su poder, que la distancia volvía despótico, alejan la figura de la autoridad virreinal de una burocracia política completamente moderna: sus atribuciones no deslindan el ámbito privado y el oficial. Algo poseía, pues de regalicio, es decir de caprichoso, y por ello, más que patrimonial, su poder era arbitrario o arbitrista, como lo señala el mexicano Ignacio Rubio para la Nueva España, explicación que retoma Octavio Paz en su ensayo sobre Sor Juana Inés de la Cruz. En definitiva, la figura del Virrey no encarna un tipo puro de déspota, sino un género híbrido. Tiene de Príncipe y de constreñido administrador colonial.
La facultad de distribuir prebendas, o sea, el arbitrarismo virreinal, será decisiva al abrir paso a las intrigas de Corte. El hábito de los trapicheos y tejemanejes nos viene, pues, de lejos. De todos sus roles, más allá de la representación de la legitimidad y el ejercicio dispar de funciones –Ordenador del pago del erario, Superintendente de la Real Hacienda, Presidente de la Audiencia–, el más decisivo, el que dejará honda huella en nuestros hábitos, será el de la praxis cortesana. Colonia, trama y maña. La vida criolla atrajo tanto que el Estado de India tomó medidas para proteger a sus virreyes y oidores. La criollidad invadió, sin embargo, el espacio de “Palacio”, que sin llegar a ser el del Estambul descrito por G. Goodfwin, con su estricto protocolo, en medio de jardines paradisiacos y patios interminables, contó en la vida peruana. La Visita y el Juicio de Residencia no alcanzaron sino a morigerar el infatigable complot del encanto local.
“Palacio” no es en este caso una metáfora del poder sino una realidad física y sensual, aunque el espacio arquitectónicamente no fuera muy grande, pues en el caso de Lima apenas ocupaba el emplazamiento inmediato a la Plaza Mayor, rodeado de establecimientos comerciales o “cajones”, siendo el núcleo de un poder cercado por el talento endógeno de quienes siempre supieron rodear al poderoso, para mejor comprometerlo y perderlo (como en los tiempos actuales, a la emergencia de algún Dictador o Presidente). Una de las funciones virreinales, acaso la más profunda y perdurable, fue transformar Lima en Corte, hasta que los últimos virreyes, militares por necesidad, la transformaron en fuerte. El espacio de la cortesanía no se limitaba sólo a la residencia oficial, sino al ancho de la ciudad por entero: lujo de saraos íntimos y tertulias familiares. No puede descuidarse, en materia de herencias coloniales, la injerencia del placer en el poder, la trampa de los afectos, y para decirlo todo, la poca distancia entre lecho y mesa, trono y alcoba. En nuestros días, Norbert Elias se ha preguntado cuando se civilizan los hombres, en qué momento inventan el sistema palaciego. En el caso limeño, acaso estaríamos en las antípodas de Versalles. No fue el Estado, es decir los virreyes, los que pacificaron a los nobles criollos sino lo contrario. La obra de civilización, es decir de domesticación, amansamiento y adelgazamiento del poder público por las pasiones, como lo entiende Norbert Elias, fue emprendida por la sociedad colonial que sedujo y corrompió a sus autoridades.
¿Exageración? Los acaudalados criollos vencieron a los virreyes, y mucho antes que en Junín. Los intereses locales se inmiscuyeron (se metieron, se entremetieron) en la maquinaria imperial haciéndola girar, paradójicamente, en beneficio propio, o sea, de las élites provinciales. Tal finalidad no es censurable, sí lo es en cambio el que aspirantes y emprendedores criollos se condenaran a estrategias