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2. Las incongruencias del “tratado” de Ayacucho

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EPÍLOGO

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no, José Larrea y Loredo, declaró que cuando despidió a Bolívar, él regresó a casa “arrasado en lágrimas y casi enajenado en todos mis sentidos”. Una característica de los dictadores es rodearse de aduladores y eliminar a los que se oponen a sus deseos. Bolívar mantuvo esta norma durante toda su estancia en el Perú. Sus colaboradores no se atrevieron a oponerse a sus órdenes, prefirieron callar a pesar de que algunas veces sabían que sus decisiones eran equivocadas. Los opositores, como es de suponer, sufrieron la mordaza, el destierro, y hasta la muerte. Se inició así una maligna tradición militarista que emponzoñó la democracia del Perú de tal forma que impidió su desarrollo y establecimiento como un derecho permanente y natural. Hasta nuestros días no ha habido una sola generación en el Perú que no haya sufrido en algún momento el rigor del autoritarismo militar, ya sea éste bajo el disfraz civil, como en el caso de Fujimori o Leguía, o abiertamente militarista como los regímenes de Velasco, Odría y tantos otros.

2. LAS INCONGRUENCIAS DEL “TRATADO” DE AYACUCHO.

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Sucre, vencedor de la última batalla por la independencia, no estuvo preparado para la victoria. Se diría que no la hubiese esperado porque en lugar de hacer firmar a los derrotados una rendición incondicional, fue el general español Canterac quien tomó la iniciativa5 y redactó un “Tratado”, llamado también “Convenio”6, pero no una “Capitulación” ni una “Rendición” como muchos benévolos historiadores la han llamado. Por este tratado los es-

pañoles impusieron sus condiciones, entre ellas, que el Estado del Perú respetase sus “propiedades”*, incluyendo las que tenían en el Perú los españoles que viviesen en el extranjero. Por lo tanto se autorizó a continuar la explotación de las minas y las haciendas en detrimento de los genuinos propietarios, las comunidades indígenas. Otro artículo inaceptable para un ejército victorioso decía: “El Estado del Perú reconocerá la deuda contraída

* Este acápite no se cumplió siempre, muchas propiedades fueron expropiadas a los españoles, pero

hasta hoy por la Hacienda del Gobierno español en el territorio.” Este artículo equivaldría a que Elizabeth de Inglaterra hubiese tenido que pagar a Felipe II el fracaso de su Armada Invencible o, en tiempos más recientes, como si los norteamericanos hubiesen compensado a los japoneses los gastos de su derrota en la Segunda Guerra Mundial. Ese artículo no fue el peor. Lo más increíble del Tratado de Ayacucho es la última condición que impone Canterac: “Toda duda que se ofreciere sobre alguno de los artículos del presente Tratado se interpretará a favor de los individuos españoles.” No fue suficiente el anodino reparo que consiguió Sucre a esta condición: Concedido; esta estipulación reposará sobre la buena fe de los contratantes. El Perú, por su parte, nunca reclamó a España compensaciones monetarias ni de ninguna otra índole por las atrocidades que cometió en el Perú. Sin embargo, es preciso anotar como referencia desgraciadamente anecdótica, un gesto quijotesco del Colegio Nacional de Economistas del Perú. Este organismo se dirigió en 1991 al Rey de España requiriendo, con el más profundo respeto, el pago por compensaciones, no por los innumerables crímenes contra la humanidad que realizaron sus súbditos en el Perú, que son difíciles de calcular en términos monetarios, sino por deudas económicas específicas fácilmente contrastables. Así, el Colegio de Economistas requirió —junto al pedido que el rey pida perdón por los atropellos de sus súbditos en el Perú— el pago de US $ 647,074.599,848.94 (seiscientos cuarenta y siete mil setenta y cuatro millones quinientos noventa y nueve mil ochocientos cuarenta y ocho 94/100 de dólares). El 92% de este reclamo es por el rescate que se pagó por Atahualpa y que los conquistadores no cumplieron al ejecutar al Inca en vez de liberarlo como fue convenido. Veremos en la nota al final de este capítulo7, el fundamento de esta cantidad es inobjetable. Si fuéramos el estado de Israel lo hubiéramos conseguido tal como

ellas revertieron al gobierno y no a sus antiguos propietarios, las comunidades indígenas.

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