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APÉNDICE. Suerte de los vencedores y vencidos seis años después de Ayacucho
APÉNDICE
SUERTE DE LOS VENCEDORES Y VENCIDOS DESPUÉS
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DE AYACUCHO
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La noche del 9 de diciembre de 1824 los exultantes patriotas vencedores de la batalla hubieran jurado que les esperaba una vida promisoria y feliz. Sabían que la repercusión de la derrota definitiva del colonialismo español en Sudamérica grabaría sus nombres en lo más alto de la gloria. Creían que estaban destinados a tener una vida feliz y vivir finalmente en paz el resto de sus días. Seis años más tarde Sucre, Córdova y La Mar corrían la misma suerte que el Libertador: morían víctimas de traiciones y luchas internas. Al otro lado de las fogatas vencedoras, los derrotados españoles rumiaban sus pesares y vergüenza, España no les perdonaría el fracaso, no importaba que los hubiera abandonado a su suerte desde hacía varios años. El presagio se cumplió: al regresar a la península Fernando VII no quiso verlos y, como si fueran leprosos, les prohibió que se acercaran a menos de 40 kilómetros de la corte. Mal momento para perder: a la derrota bélica se añadía la reputación de ser liberales, defensores de las Cortes de Cádiz y acaso ser masones. Si no se les fusiló fue posiblemente por no acrecentar la vergüenza de España ante las potencias europeas. Era preferible voltear rápidamente la página. Aun así los derrotados en Ayacucho no escaparon a las críticas de los políticos absolutistas, se les acusó de “haber regresado con más dinero que honor”. Este epíteto tenía varias lecturas, al no entender cómo se podría perder una batalla teniendo 50% más de soldados que el enemigo, una envidiable posición en el campo de batalla y 14 piezas de artillería frente a un cañón patriota, la sospecha de haberse vendido no escapaba a las malas lenguas. También se sospechaba del buen trato que recibieron de los patriotas después de
la derrota, y las consideraciones y dinero que les dieron para su viaje de retorno. Para lapidarlos se les llamó los ayacuchos, un mote terrible, mezcla de cobardes, vende patrias e inescrupulosos. Este insulto se extendió a todos los militares españoles que estuvieron en el Perú durante las guerras de la independencia, hubiesen participado o no en la batalla de Ayacucho. Forzados a escabullirse de la opinión pública, los ayacuchos tuvieron que soportar insultos y los modestos puestos que el ejército les asignó. El ex virrey José de la Serna e Hinojosa regresó enfermo y convaleciente de las seis heridas que había recibido en la batalla. Estaba muy mayor, tener 55 años en esa época equivalía a 70 o más de ahora, sin embargo tenía una fortaleza única, un carácter firme y su conciencia limpia. La Serna, retirado de la actividad militar, decidió aposentarse en Cádiz, a dos pasos de Jerez de la Frontera su ciudad natal. Todavía vivió varios años más. Rodeado de amigos y familiares murió en 1832 a los 63 años.
La Serna tuvo tiempo para ver que sus compañeros de armas del Perú, gracias a su talento y experiencia, fueron ganando insospechadas promociones dentro del ejército español conforme declinaba el poder absolutista de Fernando VII y se vislumbraba un posible regreso del movimiento liberal. Si La Serna hubiera vivido solamente un año más, hubiera visto cómo sus camaradas del Perú, los ayacuchos, empezaron a ser piezas claves en la historia de España. Su importancia llegó a tal punto que no se puede entender la historia contemporánea de este país sin hablar de ellos. En las siguientes décadas los ayacuchos alcanzaron posiciones y honores inimaginables, murieron viejos y llenos de halagos. Es una fascinante historia. Resulta que Fernando VII dio pasos adelante y atrás con relación a la Ley Sálica que impedía reinar a las mujeres. El pretendiente de la corona, Don Carlos, rechazó la Pragmática Sanción firmada por su hermano poco antes de morir; en ella el fallecido rey derogaba la Ley Sálica permitiendo así que su pequeña hija Isabel fuese coronada reina de España. Lo que estaba en juego era mucho más que el simple deseo de dos personas por coronarse. Carlos de Borbón era absolutista, conservador de viejo cuño y protec-
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tor del peor catolicismo. Frente a él tenía a la viuda de Fernando VII, María Cristina de Borbón, hija del rey de Nápoles, mujer de temple, energía y de ideas progresistas. Ella buscó apoyo en los liberales para hacer valer los derechos de su hija Isabel II que tenía tres años a la muerte de su padre. La rivalidad entre el pretendiente Carlos y la regenta María Cristina acabó en cruentas guerras que la historia bautizó como guerras carlistas. Pues bien, los ayacuchos se pusieron rápidamente al servicio de la regenta que los acogió con simpatía y agradecimiento. El valedor más importante que tuvo María Cristina fue el general Baldomero Espartero, un ayacucho que años atrás había estado a punto de ser fusilado por Bolívar. Las historias de Espartero y Bolívar se unieron en 1825 cuando el entonces brigadier español regresó al Perú después de una infructuosa gestión ante las autoridades peninsulares. La Serna lo había enviado a conseguir armas y hombres para la campaña en el Perú, pero la corona no concedió la ayuda. A pesar de ello, el astuto Espartero consiguió, no se sabe exactamente cómo, 300 carabinas inglesas y un buen aprovisionamiento de municiones. Con este equipo Espartero desembarcó en el puerto Quilca sin saber que las tropas españolas se habían rendido en Ayacucho y que toda rebelión realista había sido declarada delito de alta traición. Luego de un intento de fuga, el confuso brigadier no pudo escapar al cerco patriota, fue hecho preso y condenado al paredón. Sólo le podía salvar un milagro y este se realizó en forma de mujer. Durante una fiesta dada al Libertador en Arequipa, una preciosa dama conocedora de la reputación galante de Bolívar atrajo la atención de éste y después de aceptar sus insinuaciones le pidió que le concediese un favor. Dicen que Bolívar le dijo “lo que usted desee será una orden para mí”; sin mayores preámbulos la arequipeña le solicitó el indulto del brigadier español. A pesar de su sorpresa Bolívar cumplió el deseo de la dama y Espartero viajó de regreso a su país a los pocos días.
Al fallecimiento del rey y luego de muchos contratiempos, Espartero tomó el partido que defendía los derechos de Isabel II y luchó en el País Vasco contra las
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fuerzas carlistas acumulando triunfo sobre triunfo y recibiendo promociones hasta llegar a ser Capitán General de las Vascongadas. Las continuas derrotas del ejército carlista no fueron suficientes para pacificar el país, la lucha se hacía cada vez más cruenta y encarnizada. Fue entonces cuando el ayacucho Espartero empleó una habilidad política que le daría mayores triunfos el resto de su vida.
En el lado carlista se encontraba otro ayacucho. Rafael Maroto había pasado muchos años en Chile, donde luchó contra las fuerzas de San Martín en la batalla de Chacabuco y, luego de la derrota, se incorporó al ejército de La Serna siendo enviado al Alto Perú. La derrota de Ayacucho tomó por sorpresa a Maroto en Cus-
co.
A su regreso a España pasó las de Caín, pero como otros ayacuchos fue ascendiendo en el ejército hasta llegar a ser Capitán General en el País Vasco. Iniciado el conflicto, Maroto cambió de bando y tomó la causa de Don Carlos. En 1839 tenía el comando general de los 25,000 hombres que enfrentaba a Espartero. Los dos ayacuchos se encontraron nuevamente, ahora como enemigos. Decidido a acabar con las inútiles guerras, Espartero entró en negociaciones secretas con su ex camarada Maroto y lo convenció de lo evidente: la causa carlista estaba perdida, lo mejor para todos era evitar más derramamiento de sangre. La antigua amistad iniciada en los Andes dio resultados. Fue así como en el campo de Vergara, lugar donde estaban los dos ejércitos rivales listos para matarse, Espartero y Maroto salieron a caballo de sus respectivas formaciones y se dieron un abrazo. Las desconcertadas tropas dudaron del gesto de sus jefes hasta que Espartero les dijo: “Ahí tenéis a vuestros hermanos que os aguardan. Corred a abrazarlos como yo abrazo a vuestro general”. Dejando las armas los dos ejércitos se confundieron en inmenso y entrañable abrazo que acabó con varios años de luchas fratricidas. Esa primera guerra carlista terminó la mañana del 31 de agosto de 1839. “El abrazo de Vergara”, que ha sido pintado por reputados artistas, representa el clamor español hacia la unidad y la paz. Después a Espartero le tocó la mejor parte, regresó a Madrid que lo llenó de honores. Entró en política y fue dos veces regente de España actuando durante varias
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décadas como árbitro indiscutible de los acontecimientos más importantes del país. En 1868 durante la decadencia del reinado de Isabel II, Prim ofreció la corona de España a este ayacucho que la rechazó, entre otras razones, debido a su avanzada edad.
Pocos, si alguno, ha recibido más títulos en España que este ayacucho. Además de todas las mayores condecoraciones, fue nombrado Príncipe de Vergara, nombre que llevan muchas calles y avenidas en España, como en la que está situada la embajada del Perú en Madrid. Venerado por todos, el ayacucho Espartero murió a la respetable edad de 86 años. Al ayacucho Maroto no le fueron muy bien las cosas después de su abrazo con Espartero: los carlistas consideraron que fue una traición, y los liberales tampoco le perdonaron que en un momento hubiese cambiado de bando. Para evitar mayores polémicas Rafael Maroto prefirió regresar a la tierra de su esposa, Chile, y allí vivió feliz hasta 1847 cuando falleció a los 64 años. Por su don de gentes y amor a su país adoptivo, los chilenos se encariñaron con este general español y sin tomar en cuenta que había luchado contra su independencia en Chacabuco, lo enterraron en el Panteón de los Héroes. España quiso perpetuar la decisiva participación de Maroto en la pacificación del país, varias plazas y calles llevan su nombre. Otro ayacucho fue el carismático y casi invencible general Jerónimo Valdés, durante 14 años triunfador contra los patriotas, como en las campañas de Intermedios y Torata, en las que diezmó a las tropas nacionales. Valdés no fue culpable de la derrota española en Ayacucho, se batió con fuerza y éxito en el terreno que le asignó su estado mayor. Recuperado poco a poco su prestigio en España, tomó la bandera de Isabel II y durante las guerras carlistas luchó con éxito como virrey de Navarra, también foco de la insurrección de Don Carlos. Hecha la paz, este ayacucho llegó a ser ministro de guerra, y más adelante ocupó importante cargos como Gobernador y Capitán General de Cuba. Posteriormente fue elegido diputado y más tarde senador. Por sus múltiples servicios a España recibió innumerables condecoraciones y títulos, como vizconde de Torata, conde de Villarín. Murió en su tierra, Asturias, a la edad de 71 años.
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El ayacucho Valentín Ferraz, que fue el jefe de la caballería española en la batalla de Ayacucho, llegó a ser Inspector General de Caballería de los ejércitos de Isabel II durante las guerras carlistas. Más tarde fue nombrado ministro de guerra en tres ocasiones, fue elegido diputado y llegó a ser un eficiente y querido alcalde de Madrid. Una principal arteria de esta capital lleva su nombre. Murió a los 73 años lleno de honores y reconocimientos, entre ellos el de benemérito de la patria. José Ramón Rodil no fue propiamente un ayacucho. Haber defendido tenazmente los castillos y fortalezas del Callao le abrió el camino a la gloria en España. Fernando VII elogió a Rodil por no haber reconocido el tratado de Ayacucho y haber resistido el asedio de los patriotas desde octubre de 1824 a enero de 1826. Al final sobrevivieron 2, 300 personas, de las cerca de 10,000 que se refugiaron en las fortalezas. De los soldados sobrevivieron 400 de los 2,200 que iniciaron la defen-
sa.
Rodil, a pesar de los honores recibidos del gobierno absolutista, tomó, al fallecimiento del rey, el bando de la regenta, es decir, el partido que apoyaban los ayacuchos. En 1834 fue enviado a Portugal al mando de 15,000 hombres para ayudar a Don Pedro a destronar al enemigo de España, Don Miguel, tarea que logró con acierto y rapidez. Después, se le envío a luchar contra los carlistas en el norte. Acabada la guerra civil, el regente del reino, el ayacucho Espartero, lo nombró presidente del Consejo de Gobierno en 1840. Más tarde fue virrey de Navarra y capitán general en varias regiones españolas. Murió también lleno de honores a los 64 años.
Todo no podía ser éxito para los ayacuchos. El ayacucho José de Canterac, jefe de estado mayor en la batalla, tuvo un brillante pero corto triunfo en España. Después de compartir las penurias de sus camaradas fue nombrado por la regenta Capitán General de Madrid, puesto de máxima confianza y responsabilidad durante un periodo de inestabilidad social y política. Este puesto requería total entrega y Canterac hizo todo lo que estaba a su alcance para mantener el orden en la capital y la seguridad de la familia real frente a las amenazas del pretendiente Don Carlos.
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En una ocasión se sublevó en Madrid un grupo de agitadores al mando de un tal Cardero. Vehemente como era, Canterac tomó presto su caballo en la Capitanía General y llegó a la Puerta del Sol a fin de enfrentarse personalmente a los rebeldes. La confusión era grande, y el acalorado Canterac para calmar a los alborotadores lanzó un potente grito, pero en vez de exclamar ¡Viva la reina! creyendo que así se calmarían, soltó equivocadamente ¡Viva el rey! Un atolondrado tomó el grito de Canterac como una traición a Isabel II e impulsivamente le disparó un balazo matando en el acto al pobre ayacucho. El general murió a los 49 años en enero de 1835, fue enterrado con honores. A su viuda se le dio el título de condesa Casa Canterac.
La suerte de los derrotados españoles, ya la hubieran querido tener los vencedores patriotas. El gallardo general colombiano José María Córdova, principal responsable de la victoria de Ayacucho, ejemplo de arrojo, temeridad y valentía, cuya arenga “Soldados: armas a discreción, paso de vencedores” resuena todavía en la pampa de la Quinua, fue asesinado alevosamente por órdenes de Bolívar cinco años después de la batalla. Nuestro héroe había cumplido los 30 años pocos días antes.
A su regreso del Perú, Córdova prestó importantes servicios a Bolívar. Para mantenerse en el poder el Libertador tenía que hacer uso de la fuerza a fin de detener los innumerables ataques y rebeliones de la oposición. Córdova derrotó en duras batallas a Obando y López, enemigos de Bolívar. A pesar de sus esfuerzos, Colombia se desmoronaba en 1829 y el caos estaba cercano. Para calmar al país el Libertador huyó hacia delante y se habló seriamente de la instalación de la monarquía, proyecto que siempre tentó a Bolívar. Córdova era muy leal a Bolívar, pero más lo era a sus ideas republicanas, por tanto rechazó abiertamente la posibilidad de una monarquía o el disfraz de ella, como podría ser la presidencia vitalicia. Debido a esto las relaciones con el Libertador se enfriaron inmediatamente. Bolívar desconfió del joven general y lo retiró de su lado nombrándolo inmerecidamente comandante del Cauca. Eso fue realmente
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degradante. Dolido por su castigo y más por la suerte de la república, Córdova no aceptó el cargo, dejó Bogotá y se fue a Antioquia, su tierra. A pesar del destierro voluntario, la bella Fanny, su novia, lo mantuvo al tanto de los planes monárquicos de Bolívar y su camarilla. Ella tenía información de primera mano, era hija del cónsul británico Henderson. Respondiendo a algunos alarmantes informes del cónsul, el probable yerno le escribió lo siguiente: “¡Qué porción de disparates! ¿Somos acaso los esclavos del general Bolívar para que él disponga a su antojo de nuestros derechos y soberanía?” .
Lejos estaba Córdova de complotar a escondidas contra su venerado jefe, como valiente que era dio la cara de frente, y envió una inequívoca carta al Libertador:
Vuestra Excelencia, abandonando sus primeras ideas, piensa en do-
minar la patria. Recibí la noticia de que los restos del ejército del sur y la mayor parte de los representantes de aquellas provincias, estaban abiertamente resueltos a que V. E. se ciña la corona como único medio de conciliar el buen orden y la libertad de la república. Yo he creído, señor excelentísimo, que en estas circunstancias, no podía permanecer más tiempo espectador tranquilo del oprobio de mi patria, sin traicionar mis juramentos y faltar vergonzosamente a mi dever, todos hemos jurado sostener la libertad de la república bajo un gobierno representativo, alternativo y sin
renunciar al honor no podíamos prestar aquiescencia a la continuación de un gobierno absoluto ni al establecimiento de una monarquía
sea cual fuera el nombre del monarca.
En la misma carta le anunció que había proclamado en Antioquia la derogación de la constitución bolivariana reemplazándola por la Constitución de Cúcuta. La rebelión de Córdova no fue como las revoluciones de caudillos que buscaban egoístamente el poder. El idealista general deseaba el fin de la dictadura de Bolívar en Colombia y la instalación de la democracia. Sólo un joven convencido de sus ideas políticas como Córdova pudo atreverse a enfrentar a Bolívar con el puñado de soldados mal armados y sin experiencia que
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pudo reclutar. Pero no estaba loco, esperaba que muchos hombres libres de Colombia se le unirían. No fue así, se quedó solo, aislado. Bolívar y sus secuaces, entre ellos Urdaneta, recurrieron a Sucre para acabar con Córdova, pero el Gran Mariscal de Ayacucho se negó rotundamente a cumplir el papel de verdugo de su querido y antiguo compañero de los triunfos de Pichincha, Junín y Ayacucho. Ante la negativa de Sucre, el gobierno no envió a militares colombianos por temor a que se unieran al joven héroe en vez de aniquilarlo. Por lo tanto confiaron esa execrable misión a una fuerza de más de 1,000 mercenarios con apellidos como O´Carr, Murray, Crofton, Lützow, Hand. El mando de esta gentuza se le otorgó al hombre de confianza de Bolívar, el irlandés Florencio O´Leary, quien dio la orden de “destruir al niño malcriado”. .
Estos alcoholizados y bárbaros extranjeros llegaron a Antioquia y acosaron a las escasas fuerzas de Córdova. El joven y a la vez veterano general supo que no tenía posibilidades de triunfo: “si es imposible vencer, no es imposible morir”, declaró. Y, consciente de su inminente sacrificio, reunió a su minúsculo ejército y los arengó con estas palabras: “Antes morir que ser esclavos. Reine el tirano sobre nuestras cenizas, pero no sobre nuestras almas”. La desigual lucha se llevó a cabo cerca del pueblo de Estuario en Antioquia. No obstante la amplia ventaja de los bolivaristas, Córdova los mantuvo a raya durante dos horas hasta que fue herido gravemente. Un balazo destrozó su hombro izquierdo, otro le atravesó un muslo. En estas precarias condiciones se retiró a una pequeña casa de campo donde sobre el granero encontró echado a un camarada suyo, Giraldo, que también estaba lesionado y a quien le dijo: “Estoy herido, la gente está peleando muy bien, y si no se aperciben de mi herida, la victoria es segura. Córrase un poco y hágame campo porque ya no puedo tenerme en pie, estoy desfalleciente”. Desgraciadamente la lucha había terminado, los mercenarios aniquilaron a sus opositores, cesó el fuego, la casita fue cercada. Pasaron los minutos mientras que Córdova se desangraba. O´Leary no deseó tomarlo prisionero y curarlo como hubiera sido lo lógico y humano, en vez de ello ordenó al más bestia de los mer-
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cenarios acabar con el héroe de Ayacucho. Fue así como el irlandés apellidado Hand entró sable en mano a la cabaña y preguntó: “¿Quién es Córdova aquí?” Creyendo que le traían el opio que pidió para soportar el dolor de sus heridas, el héroe respondió “Soy yo” a tiempo que levantaba su mano derecha. Sin piedad, Hand le destrozó el brazo de un sablazo. Córdova rodó por el suelo, lo que aprovechó el alcoholizado irlandés para rematar al indefenso general. “Patria... Gloria... Ayacucho” musitó el héroe antes de expirar. Fue el 18 de octubre de 1829. El sacrificio de Córdova* no fue del todo inútil, un mes más tarde Bolívar suspendió todos los planes para la implantación de la monarquía en Colombia. Ocho meses después del asesinato de Córdova, el mariscal de Ayacucho, Antonio José Sucre, también fue asesinado a traición y también murió joven, tenía apenas 35 años.
El jefe del ejército patriota en Ayacucho, había regresado a Colombia después de ser derrocado como Presidente de Bolivia. Su aventura como político en ese país había comenzado mal y acabado peor. Se precipitó a separar el Alto del Bajo Perú y lo pagó muy caro, sembró vientos y cosechó tempestades. En los dos años que estuvo como presidente de Bolivia, “El general Sucre intentó la desmembración de los departamentos del Sur [del Perú], sugiriendo a los jefes que los mandaban, formasen de ellos una República que se federase con Bolivia”, dice la carta de queja que envió el gobierno del Perú a Bolívar en 1827. La reacción de Gamarra en el Perú fue lo opuesto a lo que Sucre pretendía. El general peruano era consciente del peligro colombiano: por el Norte Bolívar preparaba la invasión del Perú para apoderarse de Tumbes, Jaén y Maynas; por el Sur Sucre podía amenazar y distraer el esfuerzo bélico del Perú. Gamarra llevó a sus tropas a la frontera de Bolivia e instigó desde allí a que se rebelaran los bolivianos, lo que logró con cierta facilidad. La separación del Bajo Perú trajo una crisis económica que causó gran malestar entre los ahora llamados bolivianos. Falto de recursos y con las tropas colombia-
* La fuente principal sobre Córdova la hemos tomado del libro CÓRDOVA, EJEMPLO DE UNA MILICIA REPUBLICANA, de Julio César Turbay Ayala, Banco de la República, 1980, Colombia. 363
nas queriendo cobrar lo que se les debía, el Gran Mariscal de Ayacucho no pudo controlar el descontento y no tenía medios para enfrentar a sus opositores. Como resultado de un motín en el que participaron dos sargentos peruanos y un argentino, Sucre fue gravemente herido y tomado preso en Chuquisaca. Las tropas colombianas no hicieron el esfuerzo de mantener a su jefe en el poder, ellos querían regresar a casa. La revuelta dio lugar a una reunión popular en Chuquisaca en la que se pidió la intervención del general Gamarra para estabilizar el país y se dio por terminada la presidencia de Sucre. El discurso de despedida de Sucre ante el congreso boliviano el 3 de agosto de 1828 no pudo ser más antiperuano. Basadre lo resume así: “El Perú, he ahí el enemigo”. Meses antes Sucre había escrito a Bolívar: “Si el Perú conquista Bolivia y la conserva, el Sur de Colombia corre mil y mil riesgos”. De regreso a Colombia Sucre tuvo que hacer escala en el Callao. No podía haber escogido peor momento: Colombia y el Perú ya estaban en guerra, la situación en la frontera del Norte era candente y el gobierno peruano se aprestaba a defenderla. Su obligada presencia en Lima creó gran desconcierto, ya no era el héroe de Ayacucho ahora era el amigo de Bolívar. Para intentar apaciguar las voces que pedían al gobierno que se le tomara preso, Sucre se ofreció a mediar en el conflicto con el Libertador a lo que el gobierno del Perú respondió diciendo: “que no puede negarse a aceptar la oficiosa intervención de V.E. para con el general Bolívar, a pesar de que conoce con certeza que no puede ser fructuosa” debido a una larga lista de hechos que mencionaba a continuación.
En todo caso eso fue suficiente para que se le autorizara a que pudiese continuar su viaje a Colombia, mientras arreciaban acerbas críticas contra el gobierno por dejarlo ir. Su encarcelamiento, según el diario LA PRENSA PERUANA era “un derecho incuestionable que a toda nación asiste para hacer prisionero a un general enemigo que, abierta la guerra, llega a su territorio”. Sucre, el fino y culto general que se destacó en el campo militar, y que fracasó en sus aventuras políticas, iba a pasar unos terribles meses. El Gran Mariscal de
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Ayacucho tenía muchos planes, todos basados en dejar las armas. Lo primero que deseaba era disfrutar de una vida familiar con su esposa, la guapa Mariana Carcelén, marquesa de Solanda, con quien se había casado por poder mientras él estaba en Bolivia; luego pensaba ir con ella a Europa unos años y aumentar sus conocimientos en ciencias y artes. Todo lo que deseaba este joven general era vivir en
paz. Si quieres hacer reír a Dios cuéntale tus planes, dice un dicho mexicano. Luego de una breve luna de miel, Sucre fue recibido por Bolívar como aguas de mayo, lo necesitaba para que dirigiese la guerra contra el Perú y se apoderase de los territorios en disputa. El mariscal no se podía negar, además de la lealtad y admiración a su jefe, había desarrollado un fuerte resentimiento hacia el Perú. Durante los primeros meses de conflicto, Colombia, en vez de apoderarse de territorios peruanos, había perdido Guayaquil, y estaba a punto de perder Cuenca y Loja. Sucre rectificó el desastre y logró en Portete de Tarqui un discutido triunfo sobre el ejército peruano comandado por su antiguo compañero el general La Mar, otro héroe de la batalla de Ayacucho. La pretendida victoria colombiana no permitió modificaciones en la frontera y las hostilidades acabaron esa vez. Luego del Convenio de Girón, Sucre regresó a Bogotá pero tampoco pudo cumplir su ansiado deseo de retirarse a la vida privada, Bolívar seguía necesitandolo a su lado. El prestigio del Mariscal de Ayacucho no había sufrido ninguna merma en su tierra, Venezuela, ni en Colombia. Propuesto al último Congreso de la Gran Colombia fue elegido presidente de esa asamblea en enero de 1830. Poco después Bolívar le encargó ir a Venezuela y convencer a Páez y otros generales a deponer su actitud de rebeldía, encargo que por primera vez Sucre no pudo cumplir: la oposición a Bolívar cundía por todas partes. La experiencia política que Sucre había adquirido en pocos años lo inducía a pensar que la única solución posible en esos tiempos era que todos los generales, incluyendo el Libertador, fuesen al exilio hasta que se fortalecieran las instituciones democráticas. Esa propuesta fue rechazada por los generales venezolanos, lo que significaba una rebelión abierta que sólo podía ser debelada con sangre. Pero el
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venezolano Sucre, que se negó a abatir a Córdova, tampoco estaba dispuesto a pelear contra sus compatriotas. Triste y frustrado, regresó a la convulsionada Bogotá hasta la clausura del congreso. En medio del caos y las conspiraciones, el 8 de mayo de 1830 Bolívar dejó Bogotá y, casi a escondidas, tomó el rumbo de la costa con la intención de abandonar el país. Sucre le envió una carta en la que dice: ¡Cuando he ido a casa de usted para acompañarlo, ya se había marchado! Acaso es esto un bien, pues me he evitado el dolor de la más penosa despedida. Ahora mismo, comprimido mi corazón, no sé qué decir a usted... Adiós mi general; reciba usted por gaje de mi amistad las lágrimas que en este momento me hace verter la ausencia de usted. Sea usted feliz en todas
partes y en todas partes encuentre con los servicios y con la gratitud de su más fiel y apasionado amigo.
Cinco días después el mismo Sucre deja todo cargo público y se va de Bogotá rumbo a Quito para encontrarse con su esposa y su hija Teresita de pocos meses. Llevaba una pequeña escolta de seis hombres. Liberado de sus obligaciones con Bolívar, este joven general de 35 años reflexionaría apesadumbrado sobre los acontecimientos pasados y, descartadas las armas y la política, estaría pensando si ya era hora de que pudiera vivir en paz. No llegó a su destino. Temerosos del mejor amigo de Bolívar, el general Obando y sus compinches ordenaron que se emboscara y asesinara al Gran Mariscal de Ayacucho a su paso por los desfiladeros de Berruecos, cerca de Loja, encargo que, dada la poca escolta que llevaba, los criminales cumplieron el 4 de junio de 1830 sin sobresaltos.
Cuatro meses más tarde, el 12 de octubre de 1830, moriría el otro héroe de Ayacucho, que había sido jefe del ejército peruano en la batalla. El general José de La Mar igual que Córdova y Sucre murió traicionado. En el caso de La Mar* fueron los militares peruanos encabezados por Gamarra quienes ávidos de poder lo toma-
* No nos extendemos más sobre La Mar debido a que el siguiente volumen de este ensayo lo tratará ampliamente 366
ron preso en Piura cuando se encontraba reorganizando sus tropas para proseguir la campaña contra Colombia. Sin conseguir que dimitiera como presidente del Perú y a pesar de que su estado de salud pasaba por un mal momento, lo enviaron a Paita para embarcarlo en pésimas condiciones rumbo a Costa Rica. El trayecto por tierra a Paita fue terrible, en una carta a Luna Pizarro el general le cuenta:
Me obligaron a montar inmediatamente y a marchar a Paita enfermo, andando toda el día hasta ponerse el sol, sin haber probado alimento y no permitiéndoseme montar la bestia mía sino otra ajena que me derribó al suelo y gracias a ser arenal, que de lo contrario sabe Dios lo que me habría sucedido, siendo visto que el objeto era desembarazarse de mí. Al embarcarlo en la goleta La Mercedes, no le dieron “más víveres que unos camotes, un poco de arroz y galleta y ni siquiera en qué cocinar”. La Asamblea y el gobierno de Costa Rica, sabedores de los valores democráticos que defendía este caso excepcional de militar no militarista, lo recibieron como héroe, pero ya era tarde para La Mar. Enfermo, triste y desengañado, el máximo héroe peruano de Ayacucho murió el 12 de octubre de 1830 a los 52 años. Pocos días después moría, también enfermo, triste y desengañado, el Libertador Simón Bolívar. La suerte final de Bolívar es bastante conocida por lo que evitaremos la redundancia. A los 47 años, este hombre que había visto la gloria vivió unos últimos días de infierno, falleció con una camisa prestada en Santa Marta, Colombia, el 17 de diciembre del fatídico año 1830.
La desigual suerte que tuvieron los vencedores y los vencidos después de la batalla se fue emparejando con el tiempo. La historia y la leyenda compensó lo que la mezquina realidad no quiso dar. Los felices y exitosos últimos años de vida de los españoles se han ido borrando paulatinamente de la memoria colectiva. En la época en que la historia no puede competir con los afanes por Internet y la globalización, sus nombres sólo significan placas en monumentos y nombres en calles y plazas de España.
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Más pertinaces han sido los recuerdos de los héroes sudamericanos. La gloria de Bolívar parece tomar nuevos aires, su imagen goza de inmejorable salud. De Sucre quedan principalmente los bolivianos para recordarlo con cariño en sus festividades nacionales. El joven Córdova ha envejecido mal, y es una lástima. Por razones que desconocemos sus compatriotas no lo han revindicado lo suficiente. Para los peruanos representa, felizmente todavía, el arrojado general que fue pieza clave en la victoria por la independencia. El caso de La Mar es el más desgraciado, injustamente ha pasado a ser uno de esos nombres que los estudiantes tienen que memorizar. Quizá la historia logró lo que La Mar en su humildad y sabiduría siempre quiso: cumplir bien su deber sin esperar agradecimientos de nadie.
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