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El negro y sus luchas

vergonzosa, a quienes se humilla y reduce a la condición de brutos.” (Autores varios, 1981: 24)

Luego reclama acción de los gobernantes para evitar el desborde de los andinos. Leamos: “De esta manera se conseguirá poner un dique al desborde a que se encaminan los pueblos, se evitará la ignorancia que es uno de los peores males que han afligido y afligen a las sociedades...” (Autores varios, 1981: 28)

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Posteriormente se lamenta de la incomprensión de tan grande problema en estos términos: “¡Ay, en fin, de los gobernantes que no escuchan las quejas de los súbditos, y los mantienen bajo tutela de los blancos, sometidos al yugo de los tiranos y a merced de los ladrones.” (Autores varios, 1981: 29)

Por último, en actitud futurista, teñida de pesimismo para con el orden, dirá: “Cuando los indios, cansados de sufrir, levanten su abatida frente, cuando al grito de guerra tiemble la Costa del Perú, y los muros de su Capital se estremezcan, los lugares de recreo se bañen con sangre; sólo entonces se reconocerá el poder de los pueblos, la robustez de la mano indígena...” (Autores varios, 1981: 29)

Lo avizorado por Bustamante, de tiempo en tiempo se ha repetido a lo largo y ancho de los Andes; pero recién, 113 años después, según algunos estudiosos, se ha dejado escuchar -cada día con más furor- ese “grito de guerra” que está haciendo temblar a la “Costa del Perú y los muros de su Capital”.

En los años de guerra del salitre, encontramos nuevamente al indio, un indio escéptico y renuente en algunos casos, en otros expectante y en otros más activamente participante. Esto último se dio principalmente en la Campaña de la Breña. Luego en la sublevación de 1885 en Ancash, donde destaca el socavonero Ushcu Pedro. Posteriormente tenemos los movimientos del surcentro de la década del 90. En 1915 se da inicio en Puno a una gran sublevación donde destaca Rumi Maqui; y según algunos tratadistas, en la orientación de este movimiento hubo marcada influencia anarquista.

Por último, estos levantamientos parecen terminar momentáneamente para reiniciarse en los años 21, 22 y 23; cada uno con sus particularidades, pero en lo alto de todos ellos ha flameado la vieja e insatisfecha bandera de “Tierra para quien la trabaja”, todos estos movimientos han sido pasos dados en el camino democrático seguido por el campesinado indio en busca de su liberación.

EL NEGRO Y SUS LUCHAS

Los negros, al llegar a esta parte del mundo, vienen en calidad de esclavos, y confundidos con los animales -a decir del historiador Jorge Basadre-, llegan

para reemplazar al indio en las faenas y serán ubicados sobre todo en la región costeña y en algunas grandes ciudades.

Santiago Vallejo nos describe el trabajo de los negros de la siguiente manera: “El trabajo en los campos duraba casi todas las horas de luz o sea que desde las 6 de la mañana hasta las 6 ó 7 de la tarde, y cuando había que regar, aún en las noches, el peón tenía que prestar sus servicios (...). En el servicio doméstico tampoco se conocía el descanso si no era para dormir, para ir a la iglesia o desempeñar comisiones fuera de la localidad por mandato del patrón. También descansaba, pero de un modo muy singular el negro, cada vez que ‘cimarroneaba’ y cuando era enviado a la barra, lugar de detención que tomaba su nombre del aparato de tortura que se le aplicaba al sujeto que delinquía o cometía alguna falta seria. El cepo allí era común al castigo de los negros, como después de los chinos y de los peones nacionales.” (Vallejo, 1954: 8 y 9)

La situación del negro era por demás humillante, no podían caminar solos ni montar a caballo o mula, tampoco podían vestirse con sedas ni lucir alhajas. Por su carácter y su conducta, se distinguían dos tipos de negros. Los negros “cimarrones”, quienes no sólo se habían revelado ante sus amos, sino que fueron mucho más allá y a fines de la colonia levantaron todo un proyecto para construir la sociedad según este punto de vista, con la adhesión de los negros arribistas o “pinganillos”.

El plan de los negros “cimarrones” se sintetiza, según Pablo Macera, en lo siguiente: “Otros de esos proyectos frustrados fue el ‘Proyecto del Palenque’. O sea el de aquellos esclavos que no se resignaban a serlo y que huían de las haciendas. Formaron grupos de bandolerismo social y vivían en las aldeas fortificadas (palenque) donde, además del ejército militar, había espacio para las actividades artesanales. Los criollos temieron siempre a estos negros ‘cimarrones’. Éstos no eran los esclavos ‘arribistas’, ‘pinganillos’ o ‘palanganas’, que trataban de imitar a sus amos, sino esclavos que pretendían destruir la sociedad criolla-española-colonial.” (Autores varios, 1983: 187 y 188)

En los años 1821-1824, la mayor concentración de negros esclavos estaba en la Costa Centro y en los valles costeños de la Libertad y Lambayeque. Flores Galindo confirma en parte lo que venimos sosteniendo cuando dice: “Al llegar 1821, la población esclava en el Perú ascendía a más de 40 mil habitantes: entre Casma y Nazca residía la mayor parte. Desde fines del Siglo XVIII, estos valles habían sido persistentemente amenazados por cimarrones, que hasta incursionaban en las propias haciendas.” (Autores varios, 1980: 115)

Durante esta coyuntura de la Independencia, los negros se batieron

bravamente a favor de ella, secundando y algunas veces dirigiendo a las montoneras y a las guerrillas indias. Incluso, como ya se ha dicho, el temor a esto motiva a los colonialistas y criollos a invitar -como sostiene Roel- a San Martín a entrar a Lima. El mismo Macera, en otras palabras, nos confirma lo dicho: “Fue por miedo a esos esclavos que la aristocracia limeña proclamó su lealtad a San Martín del modo como días antes lo habían hecho al Virrey José de la Serna. No importa quién (españoles o argentinos) controlase la Plaza de Lima. Lo que interesaba era una tropa que garantizase la seguridad pública o lo que era definido como tal.” (Autores varios, 1983: 188)

En el fondo, la independencia no significó nada o casi nada para los negros esclavos. Santiago Vallejo resume lo que los hechos nos obligan a pensar: “Se juró a la patria el 28 de julio de 1821, pero los negros siguieron en su condición de esclavos en los trapiches y fundos, en las ciudades y pueblos y fueron como antes rematados en pública subasta cuando el amo quería venderlos al mejor postor. Muchos que conocieron la vida de cuartel se sumaron con el tiempo a las montoneras, a las bandas de guerrilleros que seguían a los caudillos, según como mejor acomodara a sus conveniencias.” (Vallejo, 1954: 14)

Los negros que se dedicaron al bandolerismo y al “cimarronaje” formando grandes pandillas y montoneras, se convirtieron por consiguiente en el “cuco” de las ciudades. Entre ellos destacan en Lima León Escobar y Pedro León, habitantes posiblemente del barrio San Lázaro, e incluso basta bien entrados los años 70, los negros montoneros generaron un sinnúmero de cierrapuertas en la “ciudad jardín”.

Jorge Basadre describe este ambiente de la siguiente manera: “Si venía un negrito galopando en su rústica cabalgadura, por los callejones cercanos no faltaba algún pregonero que daba la alarma: ‘¡El negro Escobar y los montoneros!’, se oía un ruido confuso de portones, cadenas y trancas en las casas y las calles quedaban abandonadas como en una ciudad muerta.” (Basadre, 1980: 173)

En 1836, en plena guerra civil entre el general Felipe Santiago Salaverry y el general José de Santa Cruz, cuando la guarnición de Lima se retiró al Callao, la Capital quedó resguardada solamente por los marinos ingleses, franceses y estadounidenses. Por esos azares de la historia, tuvimos por primera y única vez -hasta hoy- un Presidente negro durante un día, León Escobar. Él, acompañado de sus montoneras, entró a Palacio y se sentó en la Silla de Pizarro.

Esta información es ratificada por el historiador anteriormente citado cuando dice: “León Escobar, el negro montonero que según es tradición llegó entonces a sentarse por un día en el sillón presidencial, a consecuencia de esa

situación equívoca, hasta que aparecieron las tropas Santacrucinas del General Vidal, fue por fin cogido y ejecutado en la plaza, bajo los balcones del arzobispado: debajo de ellos, el día anterior habla paseado caracoleando en un hermoso caballo negro sacado de las cuadras del arzobispado.” (Basadre, 1980: 173 y 174).

Este hecho se intentó repetir de alguna manera años después con Pedro León, pero antes de lograr su cometido fue muerto. El historiador Alberto Flores Galindo, al respecto, escribe: “En 1842 ocurrió otro acontecimiento singular: el cadáver del bandido Pedro León, que había sido muerto a traición, fue exhibido durante tres días delante de la Catedral.” (Autores varios, 1980: 115)

Ricardo Palma fue testigo casi directo de la acción de León Escobar y su relato tiene por lo tanto un valor extraordinario. En una de sus tradiciones titulada Un Negro en el Sillón Presidencial, escribe: “El pánico cundió en la ciudad, y todas las puertas se cerraron con llave y cerrojo. Tres de los edites, que accidentalmente se encontraban en la Casa Municipal, tuvieron el valor cívico de encaminarse a Palacio para solicitar del jefe de la montonera el que no consintiese que ésta cometiera extorsiones. El negro Escobar arrellanado en el sillón presidencial, les brindó asiento en la que fue sala de ceremonias en tiempo de virreyes y los trató con toda cortesía, prometiéndoles que no autorizaría el menor desmán.” (Palma 1983: 64)

A renglón seguido, el tradicionalista agrega: “Conocí y traté, allá en mi mocedad, a uno de los edites, quien me aseguraba que el retinto negro, en sillón presidencial, se había comportado con igual o mayor cultura que los Presidentes de piel blanca.” (Palma, 1983: 64 y 65)

De ser totalmente cierto lo dicho por el edite a don Ricardo, muchos no dejaríamos de pensar que mejor nos hubiese convenido 20 Escobares como Presidentes antes que 20 Pardos, Prados, Leguías, Odrías, Velascos, Belaúndes o los que vendrán.

El domingo 22 de marzo de 1874, en la hacienda La Molina, ubicada en las cercanías de Lima, los esclavos Manuel García “Colorado”, Juan Crisóstomo “Chiquito”, Martín y un tal Apolinario, dieron muerte al malvado caporal de la hacienda llamado Manuel Benito; todo lleva a pensar que al hacer eso con el caporal, creyeron estar vengándose de las maldades cometidas por el hacendado Justo Lostaunau; lo cual motiva al historiador Wilfredo Kapsoli a plantear la siguiente interrogante: “¿Aquella conducta del caporal era personal u obedecía más bien a otras circunstancias? Las evidencias nos hacen pensar que era la voluntad del patrón la que se reflejaba en la conducta de Manuel Benito. Precisamente el hacendado Justo Lostaunau se había caracterizado por su

crueldad en su trato a los esclavos de las haciendas que tenía a su cargo.” (Autores varios, 1984: 156)

Durante estos años hubo otros movimientos de negros esclavos, tanto en el norte como en el sur de Lima; en 1848, los negros del Valle de Chicama decidieron tomar la capital del departamento de La Libertad.

En la hacienda Nepén, el 15 de agosto del mismo año, lanzaron el siguiente manifiesto a los esclavos del Valle de Chicama: “Compatriotas y hermanos: nuestros hermanos de Lambayeque y Chiclayo, acaban de armarse con sus propias cadenas de esclavos y han proclamado definitivamente su libertad; el va1or los ha salvado de la miseria y la ignominia. Nuestros hermanos de Chancay, Pisco y Lima son libres también; a estas horas se han levantado juntos contra sus injustos opresores; el valor los ha salvado de la servidumbre. Las leyes de la naturaleza y las del Estado protegen nuestra causa; nuestra personalidad es igual a la de todos, nuestros derechos también lo son; la esclavitud de unos es la afrenta de la libertad de los otros. Deberíamos ser ya libres, como ellos, si no nos hubiera detenido la cobardía de la degradación; pero no importa, aún es tiempo si hay alguno que quiera seguirnos para liberar a todos. Que esos pocos se levanten hoy en todo el Valle de Chicama; proclamaremos hoy mismo la libertad de todos los esclavos en la Plaza de Trujillo.” (Vallejo, 1954: 17)

Firman este llamamiento Manuel Olaya, Norberto Cedeño, Valentín Vaca, José María Lizarsaburo y José Honores. Los levantados en armas coordinaron con sus similares esclavos de Trujillo. Así ingresaron triunfantes a la capital del Departamento de La Libertad, llegando a controlarla durante diez días. El autor antes citado nos relata esta acción de la siguiente manera: “Los esclavos armados de machetes, de garrotes, de armas cortantes y algunos trabucos marcharon sobre la ciudad a través de la Pampa de la cumbre que se vencía a pie en menos de tres horas, mientras el jefe de la tropa enviada por la autoridad de Trujillo había salido a su encuentro por el camino real, es decir, tomando la playa a fin de rodear a los revoltosos sorprendiéndolos a la altura del Cerro Campana. Pero como los esclavos de la ciudad estaban en convivencia, naturalmente, con los del Valle, les facilitaron el ingreso por la Portada de Miraflores y a los negros se sumó gente del pueblo haciendo causa común con ellos. Lo que quiere decir que los elementos que fueron a contener a los revoltosos no los alcanzaron donde pensaban y, por lo tanto, éstos encontraron franco el paso para llegar a Trujillo.” (Vallejo, 1957: 17)

Luego continúa: “Los negros dominaron la situación en la ciudad por varios días. Posesionados de la Prefectura, mandaron a su antojo hasta que en vista de

las depredaciones que comenzaban a cometer, el vecindario reaccionó enérgicamente y redujo a los alzados que se habían propuesto, ya bajo la acción del alcohol, el saqueo del comercio, mientras empezaban a tener lugar las barbaridades derivadas de la falta de control y de la anarquía en un pueblo.” (Vallejo, 1954: 17)

Este movimiento fue derrotado por falta de orientación correcta, el mismo que estuvo condicionado por el momento histórico en el cual se dio. En la zona, la memoria de la población recuerda por sus andanzas y sus fechorías a los negros “cimarrones” Chacalasa y Rosa Arce, entre otros. Esto sería a grandes rasgos algunas de las actitudes de los negros, posteriormente volveremos a analizar los movimientos ya no desde el punto de vista étnico-racial, sino más bien entendiéndolos fundamentalmente como pueblo, es decir, desde el punto de vista económico-social.

Algunos años después, un Presidente supuestamente humanitario decretó la manumisión de los negros esclavos (1854), hecho politiquero y demagógico que es desenmascarado por Virgilio Roel de la siguiente manera: “Como durante la guerra civil de 1854, los indios apoyaron los alzamientos contra Echenique, éste pretendió ganarse a los esclavos decretando la manumisión de todos los que se enrolaran en las filas del Gobierno. Reaccionando ante la disposición gubernamental, CastiIla decretó, en diciembre de 1854, la manumisión de todos los esclavos y siervos libertos con la excepción de los negros que hubieran tomado las armas a favor del Gobierno de Echenique; el mismo dispositivo legal reconoce el derecho de los esclavistas y manda que se les pague el justo precio que se debe a los amos de los esclavos y a los patrones de siervos libertos...” (Roel, 1977: 15 y 16)

Nuevamente el pueblo, esta vez los negros, fue burlado y engañado. Como para demostrar que la propagandizada manumisión de los negros no pasó del papel y de los labios de uno que otro demagogo, constatamos en 1879 una sublevación de campesinos negros esclavos en la zona de Chincha Baja.

En abril se había iniciado la Guerra del Salitre y a fines del año, el 23 de diciembre, como anunciando la Pascua de los pobres, los esclavos negros tomaron las tres haciendas del valle: San José, Hoja Redonda y Larán; los esclavos lo hicieron al grito: “¡Viva Piérola! ¡Mueran los hacendados!” Luego de ajusticiar a algunos hacendados y a sus principales colaboradores, atacaron y tomaron Chincha Alta por unas horas. En vista de las respuestas de los notables, se retiraron a la zona donde la sublevación tenía mayor influencia.

Junto a los negros, que eran la mayoría, también había presencia de campesinos indios. Este hecho lleva al historiador chileno José Vicuña

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