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Estampas urbanas

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denominó de Mármol de Carbajal. El hito fue repuesto en 1617 por el virrey príncipe de Esquilache y en 1645 por otro mandatario, el marqués de Mancera. En septiembre de 1548 se verificó la recepción triunfal del pacificador Pedro La Gasea, acogido con cálidas muestras de alborozo popular. Realizó su entrada montando una muía, cuyas riendas asían los alcaldes, y bajo palio, cuyas varas portaban los concejales, trajeados con coloridas vestiduras de seda brillante, flanqueados a su vez por una escolta también uniformada de seda. Uno de los números más espectaculares del programa fue una comparsa, en la que participaron tantos danzantes como ciudades principales había en Perú, cada uno de los cuales voceaba una canción en la que se ponderaban los méritos contraídos por su representada en servicio de la Corona para combatir a los facciosos pizarristas. El bailarín que personificó a Lima entonaba esta quintilla, en verdad bien prosaica:

Yo soy la ciudad de Lima que siempre tuve más ley, pues fue causa de dar cima a cosa de tanta estima y continúo por el rey.

No había corrido un lustro, cuando la tranquilidad se vio nuevamente alterada con el alzamiento en el Cuzco de Francisco Hernández Girón, que a la cabeza del llamado «Ejército de la libertad» se aproximó a Lima, acantonando sus tropas en Pachacámac. Se organizó la defensa de la capital bajo el extraño mando conjunto del oidor Hernando de Santillán y el arzobispo Loaysa. El primero no mostraba muchos arrestos por abrir la campaña, mayormente en la época estival, y dormía prolongadas siestas; por su parte, el prelado tampoco interrumpía sus reñidas partidas de ajedrez, por lo que entre el populacho corría esta trágala:

El uno jugar, y el otro dormir, ¡Oh, qué gentil! N o comer y apercibir, ¡Oh, qué gentil! El uno duerme y el otro juega, ¡Así va la guerra!

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Por fortuna, los rebeldes levantaron su campamento al poco tiempo y se replegaron a la sierra, con lo que desapareció tan seria amenaza. Mas no todo habían de ser congojas y tribulaciones. El domingo 25 de julio de 1557, gobernando el virrey Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, se realizó el reconocimiento del príncipe Felipe como soberano y sucesor de Carlos I. A primera hora de la mañana, en la plaza principal, se formó el cortejo oficial, encabezado por el marqués de Cañete e integrado por el arzobispo, los oidores, el corregidor Chirinos de Loaysa, los capitulares y la clerecía, así como las congregaciones religiosas. Las autoridades lucían atuendos de raso y damasco rojo hasta los pies, y se cubrían con gorras de terciopelo del mismo color. Tras el resonar de trompetas y chirimías, el redoble de tambores y salvas de artillería de grueso calibre, se dio lectura a los documentos de renuncia del Emperador y de aceptación de su hijo, acogidos con griterío de júbilo. A continuación se adelantó el virrey, que montaba un caballo palomilla, y tremolando el pendón real, de damasco amarillo, que en el anverso ostentaba la imagen de la Virgen, y en el reverso la del apóstol Santiago, exclamó en altas voces: «¡Castilla, Castilla, Perú, Perú, por el rey Don Felipe nuestro Señor!», coreadas por el gentío que se arremolinaba en torno del mandatario. Seguidamente, el virrey y el arzobispo tomaron de una fuente de oro puñados de monedas, mandadas acuñar especialmente para el acto, y las arrojaron a la muchedumbre. Por último, todo el concurso se puso en movimiento y la ceremonia se repitió en otros lugares públicos. Para poner fin a las funciones, se celebró misa solemne en la catedral. El complemento de este día de gala fue la recepción del sello real, con las armas del nuevo monarca, el 26 de abril de 1558, también con gran pompa. El sello, colocado en un cofre de plata, hizo su entrada a lomos de un caballo y bajo palio. El domingo 12 de noviembre de 1559, la ciudad, acongojada, tributaba su homenaje postumo al Emperador, fallecido en Yuste en septiembre del año precedente. La fecha es digna de recordarse en los anales limeños, no solamente por la solemnidad de las honras fúnebres como espectáculo, sino porque en ocasión de ellas salieron a relucir testimonios de la incipiente cultura de los vecinos, mostrándose su fa

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miliaridad con las lenguas clásicas y su sensibilidad por las expresiones literarias 6. Esta vez el cortejo, precedido del guión imperial, se formó en la iglesia de la Merced para encaminarse a la catedral. Lo componían unos 250 personajes, entre magistrados, vecinos de pro y dignidades, todos de luto y con vestiduras talares y capuchas. Seis munícipes portaban las insignias imperiales (la corona, el globo terráqueo, el estoque, el cetro, el yelmo y el hacha). En el corto trayecto que media entre ambos lugares se invirtieron tres horas en recorrerlo, pues se hicieron otras tantas posas. En la catedral se levantaba un majestuoso túmulo de dos cuerpos, de 20 metros de altura, flanqueado por blandones. Delante se instaló el estandarte de la ciudad. A los lados del primer cuerpo se alineaban los escudos de todos los dominios del Emperador, y en las esquinas cuatro esqueletos añadían un aire macabro. El segundo cuerpo, todo él cubierto con un gran paño negro, consistía en una pirámide sobre cuatro columnas; en la cúspide se colocaron las mencionadas insignias imperiales y en las cuatro esquinas sendos estandartes negros. En total alumbraban el túmulo unos 150 hachones. Lo más relevante del m onumento es que aparecía decorado por versículos alusivos tomados de las Sagradas Escrituras y un conjunto de tarjas en las que los ingenios limeños dejaron testimonio de su habilidad poética en composiciones en latín y sonetos de inspiración virgiliana.

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Al hilo de las actas de las sesiones edilicias pueden espigarse curiosos detalles de la vida colectiva de este periodo inicial en que la ciudad remontaba penosamente años de inquietud y desgobierno. En 1548 se acuerda inaugurar un matadero público, en donde se expendería carne los martes y sábados; estaba situado en un cascajal a la orilla del río, a fin de verter en el torrente los despojos. Al año siguiente se ordena clausurar las tabernas frecuentadas por los naturales

6 «Exequias de Carlos V en la Ciudad de los Reyes», en R evista del A rchivo N acion al del Perú, Lima, 1935, VIII, pp. 139-154.

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y los negros, en las que la ingestión de chicha embriagaba a muchos parroquianos, que solían llegar a las manos, algunas veces con daños personales; posteriormente se fijó en veinte el número de esos establecimientos, y en 1551 se reducen todavía más, a catorce, con prohibición de expendio de bebidas alcohólicas en general a indios y esclavos. Otro aspecto al cual atienden los concejales es el del mundo laboral. Los artesanos debían obligatoriamente agremiarse; a la cabeza de cada corporación se instituían unos alcaldes y unos veedores, ante los cuales rendían examen sobre su competencia los aspirantes al ejercicio de algún oficio. Había gremios de carreteros, de espaderos y armeros, de cereros, de herradores, de sastres, de calceteros, etcétera. En punto a la salubridad, los regidores exigían que el amasijo de la harina para la elaboración de pan y pasteles debía realizarse a la vista de los consumidores. Para regular la vida de la colectividad el Cabildo, con aportación pecuniaria de algunos vecinos, adquirió un reloj «grande y bueno» que se instaló en una espadería, cuya construcción se ofreció a costear el arzobispo. A partir de entonces se impuso el toque de queda entre las nueve y las diez de la noche; desde esta última los alguaciles se incautarían de las armas que llevasen consigo los viandantes, mas como la campana del reloj que nos ocupa era muy pequeña y su son no alcanzaba a escucharse por todo el ámbito urbano, se acordó que el toque se tañería en la campana de la iglesia de la Merced. Con la finalidad de que las decisiones adoptadas por la corporación edilicia llegasen a conocimiento del vecindario, se contrató a un pregonero encargado de vocearlas. Solía ser un indio o un negro; adicionalmente prestaría servicios como verdugo y era responsable de la limpieza de las vías públicas. En 1551 el hospital recibió un importante donativo de la Corona, que facilitó igualmente una suma apreciable de dinero para habilitar un local en donde se doctrinase a los indígenas asentados en Lima. En 1552 Juan de Astudillo Montenegro solició la concesión de un área de 20 solares para sembrar un moreral destinado a criar gusanos de seda. Ese mismo año se encaró por primera vez en el seno de la corporación municipal el problema del abastecimiento de agua potable para el consumo del vecindario. En los primeros tiempos el líquido elemento se extraía directamente del río, a donde se acercaban a surtirse los esclavos y servidores domésticos, sustituidos bien pronto por los

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