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Lima, foco de espiritualidad

E l apogeo virreinal

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con un repostero también de terciopelo negro con flecos y borlones.

Delante del mandatario marchaban dos reyes de armas, con cotas carmesíes en las que se había bordado el escudo real, y llevaban al hombro mazas de plata dorada. Detrás iba un paje con un guión, insignia de capitán general. Los balcones y ventanas de la carrera oficial se hallaban ricamente adornados con tapices, colgaduras de damasco y colchas, y por todas partes, hasta desde los terrados, la multitud vitoreaba al gobernante. Noticias complementarias asombran por la teatralidad de la función. Así, para la entrada del príncipe de Esquilache (1615), se confió la decoración del arco al escultor Martín Alonso de Mesa, ya nombrado también. Para demostrar su arte, pintó nueve bastidores de blanco, > asemejando mármol; las cabezas y las manos de las esculturas, por la premura del tiempo, hubo que adaptarlas de otras estatuas. Para el recibimiento del conde de Chinchón (1628), la hechura del arco se contrató con Mateo de Tovar, «maestro de arquitectura», y con los carpinteros Gabriel Ordóñez y Marcelo de los Reyes. El m onumento (ejemplar de lo que se ha llamado «arquitectura efímera»), constaba de un armazón de madera, recubierto de lienzo jaspeado imitando al mármol, adornado por ocho columnas embebidas de imitación de alabastro. En los intercolumnios se colocaron siete bustos. En el trasdós del arco lucían dos escudos de gran tamaño con las armas reales y otros cuatro de menores dimensiones, en dos de los cuales figuraban el blasón del mandatario entrante y en los otros dos el emblema de Lima. Con el objeto de ahorrar en tales dispendios, para las puertas del arco se aprovecharon unas cuadradas existentes en el salón de sesiones del Cabildo. Delante, bajo un toldo, se hallaba la tarima alfombrada para el juramento de estilo. En esa oportunidad los aperos de la cabalgadura no eran ninguna fruslería: el recamador Juan de Morales tomó a su cargo ejecutar la bordadura de oro de la silla del virrey con sus guarniciones, copiando la empleada para el marqués de Guadalcázar; el platero Juan de Escobar labró de plata blanca el sillón en que se sentaría la virreina, con chapas repujadas. El sillero y guarnicionero Lucas de Morales asumió la responsabilidad de confeccionar las gualdrapas para las sillas del virrey y su esposa; esas piezas consistían en unas cubiertas recamadas (como se puede apreciar en los retratos ecuestres de la reina Isabel de Borbón, de Velázquez, en el Museo del Prado de Madrid). Ese telliz,

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que caía hasta debajo de los estribos, sólo podía ser usado por los virreyes, por ser insignia de grandeza. Mas todo lo dicho es nada comparado con el despliegue de las recepciones del conde de Salvatierra (1648) y del conde de Castellar (1674). Para el primero, el arco erigido en la calle de los mercaderes se levantaba sobre el suelo cubierto por unas 300 barras de plata. Para el segundo, el piso se recubrió con 400 barras de plata, sobre las cuales trotaron las cabalgaduras del mandatario y de su séquito, parte del cual iba en carrozas; cerraban el cortejo 24 acémilas cargando el menaje y enseres del conde, luciendo cada muía tres planchas grandes de plata con el escudo del virrey. El despliegue máximo se hizo con el conde de Lemos (1667), en que el arco erigido en la bocacalle de los mercaderes estaba recubierto arriba abajo de fuertes, palanganas y bandejas de plata blanca o dorada, y el paso empedrado con más de 550 barras de plata, cada una de las cuales pesaba unos 46 kilogramos. El acto final se desarrollaba en la catedral. Salía al encuentro del virrey el arzobispo, con cruz alzada y seguido del Cabildo eclesiástico y las dignidades. Seguidamente la comitiva avanzaba hasta el altar mayor, donde se arrodillaba el virrey, mientras el coro entonaba el tedeum. Terminada esta serie de actos y recogido ya el mandatario en el palacio, al anochecer se encendían luminarias y resonaba la música. Finalmente, se encendían fogatas en la plaza y se quemaban vistosos fuegos artificiales, con gran estruendo de bombardas y ruedas. No puede cerrarse esta enumeración del ceremonial con carácter regio sin mencionar a las Compañías de Gentileshombres Lanzas y Arcabuces, unidad militar de veras singular, que en opinión de los cronistas coetáneos sublimaba la omnipotencia del virrey de Perú hasta equipararlo nada menos que con el propio Soberano. Efectivo es que las autoridades, por respeto o por seguridad, se rodeaban de un cuerpo de custodios palatinos, por el estilo de los Monteros de Espinosa de la casa real española, los guardias de corps borbónicos o la guardia suiza pontificia, pero ciertamente ningún agente de los monarcas acreditado en el Nuevo Mundo tuvo bajo su mando, además de los 40 alabarderos que de ordinario escoltaban al virrey en Lima, una fuerza en número de cien lanceros y cincuenta arcabuceros. La hueste fundada por el marqués de Cañete en 1557 constituía un núcleo escogido por su jerarquía social y capacidad profesional, del cual se extraían los oficiales superiores militares y navales, autoridades políticas, funcionarios de

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