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La ciudad humanista

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gada religiosidad. En primer lugar, las casas de beneficiencia. El hospital más antiguo en Lima, casi desde los primeros años de su fundación, y luego bajo el patrocinio de San Andrés, acogió a los españoles, y le siguieron, en 1553, el de Santa Ana, fundado por el arzobispo Loaysa para la atención de indios enfermos; en 1559 el de la Caridad, para mujeres, sostenido por los hacendados; en 1563 el de San Lázaro, para socorrer a los tocados de lepra; en 1573 el del Espíritu Santo, para la gente de mar; en 1594 el de San Juan de Dios, para convalecientes; en 1596 el hospicio de Nuestra Señora de Atocha para albergar huérfanos, y en 1659 al de San Bartolomé, para dispensar atención a los esclavos abandonados. N o menos importante fue la acción de la jerarquía y de las órdenes religiosas en el campo de la educación, en el cual se desplegó uno de los quehaceres más nobles, toda vez que la enseñanza que se impartía en los planteles regidos por la Iglesia no se agotaba en la preparación sólida y profunda de sus ministros y operarios, sino que a través de esos agentes difundía el mensaje evangélico por los más apartados rincones y penetraba en todos los estratos sociales y todas las mentalidades. En 1591 se abrió el seminario conciliar —el primero de su género en la América del Sur—, instituto tenazmente auspiciado por el arzobispo Toribio Alfonso de Mogrovejo. Por su parte, las congregaciones religiosas, en reñida competencia por formar elementos que significasen lucidos representantes de cada familia tanto en el campo catequístico como en la docencia universitaria, el púlpito o el confesionario, también se apresuraron a establecer planteles educativos: los jesuitas el primero —el Colegio Máximo de

San Pablo— en 1568, seguido del de San Martín (1582) —este último abierto para el estudiantado común—; como centros formativos de sus novicios los agustinos lo hicieron en 1608 con el Colegio de San Ildefonso, los franciscanos tres años más tarde con el de San Buenaventura o de Nuestra Señora de Guadalupe, los dominicos con el de Santo Tomás en 1643 (con su originalísimo claustro singular, imitación del existente en el palacio de Carlos V en Granada), y por último, en 1664 los mercedarios, con el de San Pedro Nolasco.

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Contribuía a realzar el brillo de la capital del Virreinato el respeto que inspiraba la Audiencia, integrada por magistrados de distinguida trayectoria forense, algunos de los cuales cabalmente la coronaban en el tribunal limeño, después de ejercer funciones en otros considerados de ascenso. La nómina de los ministros que ocuparon un curul en Lima registra —sin apurar el elenco— togados de amplios vuelos conceptuales, entre los que cabe mencionar a los de la talla intelectual y doctrinaria de Bravo de Sarabia (1548-1565), autor de un tratado sobre «Antigüedades del Perú»; de Santillán (1548-1563), que preparó un reglamento para el trabajo indígena en Chile y un luminoso informe sobre el sistema tributario del imperio de los Incas; de González de Cuenca (1554-1575), redactor de ordenanzas concernientes al tratamiento de los naturales; de Salazar de Villasante (1559-1563), que elaboró un nomenclátor de las poblaciones españolas en Perú; de López de Zúñiga (1575-1586), dueño de una biblioteca de tres mil volúmenes y consejero del cronista padre Miguel Cabello de Balboa; de Maído- nado de Torres (1585-1602), que compuso un prontuario legislativo para Charcas; de Alfaro (1613-1628), cuyas ordenanzas en Paraguay gozaron de merecida reputación; de Gómez de Sanabria (1628-1647), amigo de Lope de Vega y traductor de Marcial; de Barreda Cevallos (1640-1664), redactor de una disquisición sobre el indiscreto celo de algunos predicadores de reprender a las autoridades mencionándolas nominalmente; de Berjón de Cabiedes (1656-1683), glosador del derecho romano; de Diego de León Pinelo (1664-1671), que al encarecer las excelencias de la Universidad de San Marcos salió al paso de unas injustas reticencias del humanista flamenco Joo st Lipsius; de Rocha (1678-1687), autor de un peregrino Tratado único y singular del origen de los indios... (1681); de Frasso (1680-1691), que publicó un eruditísimo estudio sobre el real patronato; de Lagúnez (1689-1700), que examinó el problema de la licitud de las utilidades lucrativas; de Bravo del Ribero (1733-1786), cuya biblioteca pasaba de cuatro mil volúmenes; de

Bravo de Lagunas y Castilla (1735-1757), que abordó en su Voto Consultivo un punto de economía política —el intercambio comercial entre

Perú y Chile— y que, como testimonio adicional de la exquisitez de su espíritu, era coleccionista de pintura; de Orrantia (1750-1774), socio honorario de la Real Academia de la Historia; de Rezabal y Ugarte

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(1781-1795), que elaboró un útilísimo repertorio de los títulos nobiliarios en Perú, y de Cordán de Landa (1784-1794), a quien se debe el reglamento de aguas del valle de Lima y que ejerció la presidencia de la Sociedad Amantes del País, editora del Mercurio Peruano. Párrafo aparte merece Alvaro de Ibarra (1669-1675), limeño de nacimiento, a quien le corresponde la honra de haber sido el primer peruano que ocupara, siquiera interinamente, el mando supremo de su patria, en calidad de oidor decano (1672-1674). Finalmente, cabe recordar que Lima se halla ligada de modo muy principal a la germinación del magno monumento legislativo que constituyó la Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias, impresa en Madrid en cuatro volúmenes en 1681. Los primeros materiales para ese código se recogieron en la capital del Virreinato simultáneamente por Antonio de León Pinelo durante su estancia en ella como estudiante y abogado novel entre 1612 y 1620 y por el insigne jurisconsulto Juan de Solórzano Pereira, magistrado desde 1609 hasta 1627. Los comentarios a dicho cuerpo legal del letrado Tomás de Salazar ratificaron ese privilegio que no puede exhibir otra ciudad del continente.

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Aunque la importancia de Lima como núcleo cultural cae de suyo en función de sede de un templo del saber universitario, es imprescindible completar esa imagen con un recuento, siquiera somero, de las pruebas de sensibilidad y talento de sus hijos. El florecimiento de la vida intelectual limeña, sobre todo durante los siglos xvi y xvn, constituye reflejo fiel de la existencia de un impulso creador que le infundió savia y a la par de un ambiente propicio que favoreció su auge en magnitud insospechada. No lo desperdiciaron literatos artistas y escritores de la más diversas disciplinas, que dejaron larga estela. Pero la ciudad supo ser también generosa con el resto del Virreinato, derramando a través de los egresados del centro de estudios sanmarquino y de los institutos superiores de enseñanza, de los discípulos de sus escuelas artísticas, de los tonsurados formados en las aulas de los noviciados y final

7 F. Barreda y Laos, L a vid a intelectual del V irreinato del Perú, Buenos Aires, 1934.

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mente con el producto de sus imprentas, un caudal de cultura que despertaría en otros lugares inquietudes intelectuales y estéticas. Esa curiosidad por las expresiones culturales, aun cuando se acusase más ostensible en los estratos sociales superiores, así como en los círculos universitarios y eclesiásticos, no dejó de ser compartida también por el vulgo, pues como era habitual en la época barroca, la ciudad entera vivía plenamente las fiestas públicas y las justas literarias, como lo demuestra que hasta las corporaciones de los menestrales contribuyesen a las mismas con expresiones de intrincado simbolismo iconográfico y rasgos de la mitología clásica. Algo se ha insinuado al aludir a la decoración de los arcos triunfales bajo los cuales hacían su entrada los virreyes, ejemplos muy expresivos de lo que se ha denominado «arquitectura efímera», pero esa comprensión por la masa popular de refinamientos humanistas puede rastrearse en otras ocasiones en que la participación de los espectadores era más activa. Así, en 1617, con ocasión de las fiestas a la Inmaculada Concepción, desfiló una comparsa representativa de la ascendencia de Jesucristo (Mt., I, 2-17, y Le., III, 23-38), en que cada personaje marchaba revestido de atributos e insignias nada fáciles de desentrañar aún para el más perito en historia sagrada. N o menos complicado debía de ser caer en la cuenta del significado implicado en los jeroglíficos y en las leyendas del conceptismo más enrevesado, no sólo en castellano, sino en latín, italiano y otros idiomas, que cuajaban los túmulos que se erigían en la catedral con motivo de las exequias de soberanos y virreyes. Com o ejemplo que vale por toda una minuciosa enumeración, es congruente traer a colación los bulliciosos festejos con que se celebró en 1630 el nacimiento del príncipe Baltasar Carlos. El gremio de los mercaderes aportó su contribución enjardinando en la plaza Mayor un bosque, el de la Cól- quida, adonde fueron los argonautas a conquistar el vellocino de oro; los mulatos echaron el resto escenificando el rapto de Helena, con reproducción de la ciudad de Troya y la actuación de los personajes de la Ilíada, y por su parte la universidad organizó un desfile de nueve carros alegóricos ocupados por Minerva, Saturno, Plutón, Eolo, Nep- tuno, Marte (rodeado de los doce Pares de Francia, de Amadís de Gau- la, de Don Quijote y de Sancho Panza), Apolo, Juno y cerrando el cortejo, Júpiter. Para corroborar esta capacidad de entender y penetrar hasta la remontada poesía de contenido teológico de los autos sacramentales,

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