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La vida conventual

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Para encauzar debidamente la marcha de la Iglesia, sobre todo en el período inmediato al Concilio de Trento, se realizaron asambleas episcopales, de las cuales ya se ha recordado la primera, celebrada en 1551-1552, en la que se sentaron las bases de la acción doctrinal y disciplinar acomodada a las circunstancias peculiares de Perú. El segundo concilio, ya en plena vigencia de las normas tridentinas, deliberó desde marzo de 1567 hasta enero de 1568, pero el más importante de los seis que se reunieron en Lima fue el tercero, algunas de cuyas disposiciones permanecieron en vigor hasta las postrimerías del siglo pasado. Sus sesiones comenzaron en agosto de 1582 y concluyeron en octubre del año siguiente, y entre los frutos más sazonados de este encuentro merecen recordarse la redacción de un catecismo calificado como «verdadero monumento de la catequética universal» (Egaña), con versiones al quechua y al aymara, así como confesionarios y sermonarios en esas mismas lenguas, apropiados a la mentalidad indígena. Complemento de esos instrumentos de evangelización fue el manual del jesuita padre José de Acosta, De procuranda indorum salute (Salamanca, 1588) 5. Los mitrados no desmerecieron de la sede cuyo primer ocupante fue fray Jerónimo de Loaysa: su sucesor, Toribio Alfonso de Mogro- vejo (arzobispo desde 1581 hasta 1606), mereció ser elevado a los altares en 1726; el séptimo, el trinitario fray Juan de Almoguera (1674- 1676) fue autor de un polémico tratado {Instrucción de sacerdotes con aplicación... a curas y eclesiásticos de las Indias..., Madrid, 1671); Liñán y

Cisneros (1676-1708) ocupó interinamente el solio virreinal desde 1678 hasta 1681, y en igual condición lo desempeñó desde 1720 hasta 1724

Morcillo y Rubio de Auñón (1722-1730). Interpretando el sentir de los limeños, su Cabildo solicitó en 1611 y en 1816 que el Sumo Pontífice dispensara el capelo cardenalicio para el primado de la Iglesia peruana, gracia que sólo recayó en 1946 en el arzobispo Juan Gualberto Guevara (1945-1954). Los efluvios de este ambiente se acusaron bien pronto. Pocas ciudades, desde luego en el continente ninguna, pueden ostentar tan señalado florón de misticismo como Lima, que tuvo el singular privilegio de que en el tracto de media centuria asombraran con su santi

5 S. I. Rubén Vargas Ugarte, H istoria de la Iglesia en el Perú, Lima, 1953, t. I, 1511- 1568, y t. II, 1570-1640.

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