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Lima, mercado consumidor

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de San Agustín, tallada por el mismo Noguera, ni tampoco la cajonería de la sacristía de la catedral, de Martínez de Arrona. La fuente de la plaza Mayor, ejecutada en bronce por el fundidor Antonio de Rivas, con un costo de 16.000 pesos, desde el viernes 8 de septiembre de 1651 deja caer ininterrumpidamente agua de sus surtidores. Estaba coronada por una estatua de la Fama, que llevaba en una mano una trompeta y en la otra el escudo de España. Para la decoración de los claustros conventuales se importaron azulejos de los alfares sevillanos: el conjunto de San Francisco procede del taller de Hernando de Valladares, según documentación fehaciente. En el arte musical, aparte de la presencia de un hermano del célebre organista y compositor Tomás Luis de Vitoria, desde la catedral de Sevilla llegó a tañer el órgano de la de Lima el maestro Estacio de la Serna, y la partitura de la ópera L a púrpura de la rosa, instrumentada por Tomás Torrejón y Velasco (1701), la primera de su género en el Nuevo Mundo, con libreto de Calderón de la Barca, conservada hasta hoy, nos permite apreciar los adelantos melódicos que deleitaron los oídos de los limeños de entonces. En proporción muy considerable el acervo artístico capitalino, cuya calidad y belleza ponderaron unánimemente los cronistas, pereció con los dos terremotos más violentos que ha sufrido la ciudad, el de 1687 y el de 1746, de los cuales ni la iglesia, ni los vecinos ni los predios urbanos pudieron recuperarse, pues entre tanto la opulencia había cedido el paso a una situación económica menos holgada. Lo que salió incólume de tales embates sufrió el definitivo aniquilamiento con la furia renovadora desplegada por el arquitecto Presbítero Matías Maestro (1770-1835) y su mecenas, el arzobispo González de la Reguera (1780-1805), que se propusieron extirpar de templos y conventos locales todo rezago del estilo barroco y de su sucesor, el churrigueresco. El neoclasicismo arrasó los majestuosos retablos mayores de la catedral, de San Agustín, de Santo Domingo y de San Francisco, reemplazándolos por otros de factura fría e incolora, pero muy del gusto de los inconoclastas. Sólo aquellas iglesias y recolecciones muy pobres, que no pudieron darse el lujo de transformar sus venerables decoraciones, se libraron del vendaval.

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La hegemonía de Lima como centro comercial, financiero y mercantil del Virreinato, con dominio sobre todas las plazas del interior y con manejo exclusivo de las importaciones ultramarinas, como fuente de los recursos fiscales y como lugar de contacto de intereses procedentes de los más alejados puntos del mapa, aparece nítida ya desde mediados del siglo xvi, en que comerciantes como los Sánchez Dalvo y los Illescas entablan vínculos con Sevilla. Hasta la segunda mitad del siglo xvm sería a su vez plataforma de distribución desde la cual, a través de rutas terrestres y marítimas, se surtía de la enorme masa de artículos importados de Europa y de la Nueva España (que incluía efectos originarios de Oriente) el inmenso mercado que formaba el área que se extendía desde Quito hasta Buenos Aires y Chile. Por El C allao, único puerto de comunicación con el exterior hasta la extinción del régimen de las flotas se cargaban los navios con los tesoros excedentes de la Corona y las remesas de plata de los particulares, con los que se saldaban las aludidas importaciones. En la ciudad, de suyo la aglomeración urbana más nutrida del Virreinato (exceptuando Potosí), radicaban las mayores fortunas (salvo unos cuantos magnates avecindados en la Villa Imperial); su jerarquía de corte virreinal, junto con una Iglesia dotada de pingües rentas, la convertía en centro de consumo de artículos suntuarios en gran escala; su Tribunal del Consulado, desde 1613 el único foro el gremio (hasta que en 1794 se creó su homólogo bonaerense y al año siguiente el de Santiago de Chile) irradiaba su esfera de acción tanto sobre el ámbito marítimo de Panamá hasta Concepción como sobre las redes de distribución en el interior; los bancos de depósito abiertos en ella servían para habilitar con préstamos no sólo a los particulares, sino a la Corona misma, nunca muy sobrada de recursos, que los entregaba en custodia a estos establecimientos; desde Lima, mediante los «situados» se inyectaba numerario a

Panamá, Guayaquil, Valdivia, Buenos Aires y otras plazas necesitadas de subvenciones, y por último, desde 1785 el Real Tribunal de Minería articuló desde ella ese colectivo de industriales. No puede quedar fuera de este cuadro el hecho de que desde Lima se manejaban también complejos económicos como el de los jesuitas (la calle de la Cascarilla lo recuerda) y en menor cuantía el de otras congregaciones religiosas, así como la circunstancia de que los conventos prósperos, tanto del

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clero regular como de monjas, concentraban capitales provenientes de sus propiedades rústicas diseminadas por Perú y otras regiones, dinero que ingresaba al mercado local en forma de habilitaciones hipotecarias (censos, enfiteusis, etc.). En el ramo fiscal, la Junta Superior de Real Hacienda, cuerpo asesor del mandatario, dictaminaba sobre el fomento y beneficio del erario, así como acerca del manejo y aplicación de los fondos públicos, y en la Caja Real de la ciudad se centralizaban los caudales del resto del Virreinato, recaudados en las subsidiarias, así como el producto de los estancos, de los cuales los más pingües eran el del tabaco, el del papel sellado, el de la brea y el de los naipes. En fin, Lima fue asiento de ceca desde 1565 hasta 1572 y definitivamente desde 1683, constituyéndose en fuente proveedora de circulante para el Virreinato entero. Esta envidiable categoría económica se desintegró escalonadamente en el siglo xvm de resueltas del desmantelamiento de la estructura comercial monopolizadora como consecuencia a su vez de la crisis del régimen de flotas —la última, tras un hiato de veinte años, zarpó de España—; la irrupción del comercio intérlope francés; la creación del Virreinato del Río de la Plata (1776), con la inversión del flujo comercial y de metales preciosos al transferirse Potosí al distrito de la flamante circunscripción política; la implantación del comercio libre (1778) y otros factores endógenos, de los cuales el más considerable fue la rebelión de Túpac Amaru, que al acentuar la postración de Perú, arrastraron correlativamente la de su capital.

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Contrayéndonos al espacio económico capitalino, la magnitud de la brecha entre el volumen del consumo de la población urbana y la reducida productividad del área de labranza obligó a colmarla surtiendo el mercado local con géneros acarreados desde los otros valles de la costa y de los andinos más accesibles. En el siglo xvn, y comenzando por los granos, Lima consumía un promedio anual de 240.000 fanegas

10 B. de Salinas y Córdoba, M em orial de las H istorias del N uevo M undo: P irú, Lima, 1957, Discurso II, pp. 93-268.

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