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La tapada

E l apogeo virreinal

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Vista Florida, marqués de Villar de Fuente, etc.). Al manejar el comercio interior y el de importación, asumieron a la par el poder económico, inclusive hasta hacer variar los cultivos en la costa central, que se pasan la caña de azúcar y la alfalfa. Com o consecuencia de la roya que arruinó los cultivos de trigo de la costa y obligó a recurrir al similar chileno, la oligarquía de los navieros y comerciantes se adueñó del mercado. La nobleza retuvo ciertamente buena proporción de sus propiedades rústicas, pero al lado de las rentas de ellas, se enriqueció con el arrendamiento de fincas urbanas: alrededor del 35 % de los inmuebles dentro del casco urbano pertenecía a la nobleza. En 1700 el marqués de Villafuerte, don José Félix de Urdanegui, disponía en su residencia de un tren de 19 esclavos y 40 esclavas; a principios del siglo xix, el marqués de Casa Boza tenía a su servicio 14 esclavos y 9 esclavas. Procede, por último, echar un vistazo sobre la mentalidad de este sector privilegiado, calificado como una oligarquía esclusivista y adicta al régimen vigente en la coyuntura separatista. También se ha exagerado su frustración como minoría dirigente del proceso revolucionario, y ha dicho que su papel en esa hora decisiva fue puramente decorativo. En realidad, la nobleza local ejercía ya directa ya indirectamente —a través de limeñas casadas con personajes de figuración— una activa participación en el quehacer político, judicial, administrativo y militar del Virreinato. Tampoco es justo dejar en silencio que algunos de sus miembros adoptaron una posición contestataria del sistema imperante: baste recordar el comportamiento de Baquíjano y Carrillo (de la casa de los condes de Vista Florida), del marqués de Torre Tagle, del marqués de la Vega del Ren, de Riva-Agüero (de la casa de los marqueses de Montealegre de Aulestia) y de los marqueses de Guisla, entre los más conspicuos. N o pueden darse por terminados estos párrafos sin dejar de señalar que el señorío limeño tuvo presencia significativa en las corporaciones nobiliarias: en la Orden de Santiago vistieron el hábito 176 oriundos de la ciudad, entre ellos Olavide; en la de Calatrava 68, entre ellos don Juan de la Pezuela, conde de Cheste, director de la Real Academia

Española de la Lengua, y 23 en la de Alcántara. La clase media estaba compuesta por pequeños comerciantes, artesanos y asalariados. Com o ya se ha expuesto en otro lugar, los artesanos estaban encuadrados en gremios.

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L im a

El proletariado indígena disfrutaba en Lima de una situación muy holgada, sobre todo el avecindado en el Cercado, incluyéndose a los menestrales, y no sólo a los descendientes de la nobleza prehispánica. Consta documentalmente que muchos poseían esclavos negros, de que se servían para labores domésticas. Para certificar los actos jurídicos de los indios, existían exclusivos para ellos, ante los que se registraban transacciones, testamentos y demás operaciones. No siempre el quehacer de la masa indígena era industrioso. En 1666 se descubrió una conspiración urdida por naturales, que tramaban inundar parte de la ciudad desviando el brazo del río llamado Huatica que entraba por el molino de Santa Clara (donde funcionaban cinco molinos de pan) y simultáneamente pegar fuego por distintos puntos; en la confusión pasarían a cuchillo a los españoles. En 1675 otra conjura llegó a conocimiento de las autoridades; esta vez se trataría de aprovechar una invasión inglesa por el estrecho de Magallanes. En 1760 los indios de las ollerías de los arrabales intentaron repetir el plan terrorista de anegar el casco urbano. La pléyade de esclavos, por su número superior en conjunto al del resto de la población, siempre fue motivo de cuidado para las autoridades, sobre todo porque los cimarrones cometían fechorías y asaltos en despoblado: en 1596 fue decapitado el cabecilla de una partida, cuyo apodo muy expresivo era «Tiembla la tierra». Con frecuencia, estos siervos alcanzaban su libertad, ya por decisión filantrópica de sus amos, ya adquiriéndola redimiéndose mediante el pago de su valor como esclavo, granjeado con el esfuerzo de su trabajo personal, y se dedicaban a variadas actividades, principalmente en el ramo de la construcción, como maestros de obras, albañiles, carpinteros y pintores, acumulando algunos de ellos caudales que les permitían a su vez adquirir servidores de su misma raza. Por último, no puede olvidarse la presencia de extranjeros, a pesar de la estricta legislación que prohibía el acceso de ellos al Nuevo Mundo, por temor de que en él difundieran creencias religiosas incompatibles con la ortodoxia. Desde los años iniciales de la urbe se sabe de la existencia de dos ingleses, David Buston y Thomas Farrell. A los flamencos, como era de esperar, durante el reinado de Carlos I, se les descubre en número muy elevado, y todavía a finales de la centuria se registraron más de doscientos. Posteriormente fue muy considerable el contingente de levantinos —genoveses, venecianos, napolitanos, grie-

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