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«Un brazo contra un continente»
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También los ministros del altar se distinguieron por sus simpatías hacia los movimientos rebeldes. En 1810, la celda del oratoriano padre Segundo Antonio Carrión se había convertido en punto de reunión de sus hermanos de religión, padres Tomás Méndez (colaborador del Mercurio Peruano años atrás) y Bernabé Tagle, de Riva-Agüero, del conde de la Vega del Ren, del abogado Manuel Pérez de Tudela y de otros personajes cuyo pensamiento se correspondía con el de los mencionados. Una vez más se puso a prueba la astucia del virrey Abascal para desbaratar estos cónclaves: mandó apostar en la puerta del convento (actual de San Pedro) a un oficial de policía, el cual, a medida que iban saliendo los concurrentes a la reunión, les daba las buenas noches en nombre del mandatario, al tiempo de enfocarles a la cara una linterna que con tal fin llevaba bajo el capote. En septiembre comenzaron del mismo año llegaron a Lima las noticias de la irrupción en el Alto Perú de los insurgentes rioplatenses. Com o las muestras de adhesión de algunos porteños fuesen demasiado ostensibles, se redujo a prisión a los más descomedidos y los cabecillas fueron desterrados fuera de la capital. En abril de 1814 comenzaron a conspirar Francisco de Paula Qui- rós, abogado cuya audacia rayaba en temeridad, y el coronel Juan Pardo de Cela, recluido en las casamatas de la fortaleza del Real Felipe por sus anteriores actividades subversivas. Ambos lograron seducir a varios militares de graduación, y desde luego contaban con la adhesión de unos 600 prisioneros retenidos en el mismo recinto, así como de algunos oficiales del batallón provincial de infantería de Lima, «El número», compuesto en su mayor parte de peruanos y cuyo capitán por cierto era el tantas veces mencionado conde de la Vega del Ren. Vacilaciones, dudas y sucesivos aplazamientos fueron dilatando la ejecución del esquema inicial. De todas formas, en el caso de que triunfara la maquinación, se había planeado alzar al conde de la Vega del Ren como cabecilla del movimiento. Asimismo, se aprovecharía la circunstancia de encontrarse la capital a merced de una sorpresa, pues las tropas de la guarnición se hallaban destacadas en el Alto Perú combatiendo a los rioplatenses: los comprometidos, con la ayuda de otros presos y contando con la complicidad de sus custodios, atacarían de improviso Palacio y, tras dominar la escolta de alabarderos, aprehenderían al virrey. Triunfante el golpe, la plebe se pronunciaría contra el régimen español. En el entretanto, en vísperas del día convenido, arribó a C a
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llao un navio, a bordo del cual llegaba el batallón «Talayera», aguerrido cuerpo militar, cuya sola presencia bastó para acoquinar a los ilusos cómplices, que por otra parte habían perdido el apoyo de «El número», pues Abascal, a cuyos oídos habían llegado soplos de la infidencia, ordenó licenciar a sus efectivos y pasar a la disponibilidad la plana mayor. En ese mismo año de 1814, en octubre, se gesta en Lima una connivencias de alcances muy ambiciosos, encabezada por José Gómez, participante desde 1811 en toda clase de intrigas con la inevitable colaboración del conde de la Vega del Ren, incuestionablemente para aprovechar de la apurada situación que encaraba el virrey Abascal, de suyo harto agobiado por el alzamiento que había estallado en el C uzco dos meses antes, acaudillado por el brigadier Mateo García Puma- cahua, dócil instrumento de los hermanos Angulo. Aunque no hay pruebas documentales de la conexión del intento de la capital del Virreinato con los insurrectos del sur del país, es incuestionable que se trató de una maniobra coordinada. Según el plan de acción, el golpe debía verificarse el 28 de octubre, día en que Gómez al frente de un piquete de conjurados asaltaría el cuartel de artillería de Santa Catalina, operación para la cual contaba con la prometida ayuda de varios oficiales y soldados. Acto seguido, se ocuparía por sorpresa la sala de armas del palacio virreinal; se asesinaría a Abascal y a continuación se entregaría la ciudad al saqueo general. Los confabulados para reconocerse, llevarían una camisa sobre la ropa, un pañuelo blanco de brazal y como santo y seña tenían que decir: «Quién vive. —La patria». Denunciados los tratos y desbaratada la intentona, los reos principales consiguieron fugarse antes de su captura. El virrey tuvo que conformarse con imponerles condenas en rebeldía. En cuanto al conde de la Vega del Ren, dada su significación y ascendiente, el virrey ordenó encarcelarle la misma noche del 28, guardándosele las consideraciones debidas a su dignidad, aunque como tampoco a él se le pudo probar nada, aparte de indicios y sospechas, al cabo de tres meses se le dejó en libertad. El mismo Gómez volvía a las andadas en julio de 1818. Acaudillando un puñado de resueltos cómplices, proyectó, organizó y hasta inició la atrevida empresa de apoderarse del castillo del Real Felipe, desde el cual se reclamaría la presencia del virrey, ya por entonces Pe- zuela, y se le capturaría. La trama fracasó por una delación, y fueron
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condenados a la horca el corifeo, el joven médico doctor Nicolás Alcázar y José Casimiro Espejo, así como tres mujeres igualmente comprometidas. Posteriormente, un grupo de unos 25 argentinos y chilenos, denominados «Los deanes» (por reunirse a conspirar en la huerta llamada del Deán), tramaron irrumpir violentamente en el teatro, en plena función del 14 de octubre de dicho año, y secuestrar al virrey Pezuela, que se encontraría en su palco. Inmediatamente se promovería una revuelta por los infiltrados en las filas del ejército acantonadas en la ciudad. También este intento se frustró. Finalmente, en 1819 se produce un último conato: en él aparecieron involucradas ocho personas, que acudían con asiduidad a la mansión del conde de la Vega del Ren, entre ellas dos mujeres.
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El más poderoso valladar de la acción secesionista, ya fuesen expediciones foráneas o conspiraciones locales, ya campañas subversivas en la prensa o intentonas de quebrantar los vínculos con la metrópoli, fue un gobernante del fuste del 39° virrey, José Fernando de Abascal y Sousa (1806-1816), al que le cupo la tarea, desde su puesto de mando en Lima, de organizar la resistencia a la insurrección general que cundía por doquier en todo el ámbito de su jurisdicción y mantener consiguientemente el dominio español en Sudamérica. Reveló en tan difíciles circunstancias talento, sagacidad y decisión, dotes que se pusieron reiteradamente de manifiesto cuando el ejemplo de las revoluciones americana'y francesa, a que se añadieron los conflictos en la propia metrópoli, forzosamente pusieron en agitación a todos los estamentos de Perú. Un editorialista de la Gazeta, al celebrar que Abascal hubiese logrado preservar las provincias bajo su autoridad del «activo veneno de la sedición», lo proclama como «el virrey más grande que ha tenido el Perú», juicio valorativo al que con toda justicia se hizo acreedor un mandatario que tuvo que obrar por cuenta propia a partir de 1808, en que los trastornos que ocurrían en España produjeron el vacío de po
2 G. Leguía y Martínez, H istoria de la Em ancipación del Perú, Lima, 1972, I, p. 408.