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Ojeada demográfica

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Por fin, en octubre de 1883 caducaba esa pesadilla y la ciudad se vio nuevamente libre. El 23 de ese mes hacían su entrada fuerzas nacionales; en el Palacio de Gobierno se colocó otra vez el escudo peruano, y al izarse el pabellón bicolor la multitud se hincó de rodillas en la plaza y en muchos ojos afloraron lágrimas. Ante sí todos contemplaban sólo desolación, angustia económica y ruinas, pero el sentido cívico se impuso y se encaró resueltamente la tarea de reanudar la vida independiente.

La restau ració n

Lima fue en aquellos días una ciudad triste y presentaba un lamentable estado. En las calles polvorientas se podía contar con los dedos de la mano las personas que se permitían el lujo de desplazarse en coche. Al reiniciarse las actividades habituales, todavía durante muchos años la trágica sombra de la miseria pública y privada gravitó sobre los hogares y muchas familias ocultaban decorosamente su estrechez. Era excepcional ver a transeúntes con trajes a la moda, y se consideraba que debían de ser extranjeros. Muchos tuvieron que recurrir a los prestamistas, que facilitaban el dinero indispensable para las necesidades primarias a un interés del 1,50 y aun 2 % mensual. Todavía en 1889 los coches particulares no pasaban de cinco, y los de alquiler sumaban 90. Si se recuerda el parque de carruajes que circulaban en Lima en 1858, el cotejo no puede ser más desconsolador. Las reuniones familiares transcurrían en un ambiente de frugalidad y de evocación de los desaparecidos. La mortalidad alcanzó la cota del 43 por mil. De este abatimiento sólo cabe rescatar algunos acontecimientos menos amargos. En 1884 se despejó el frente del Palacio de Gobierno de los vulgares «cajones de la ribera», en los que solían expenderse toda suerte de baratijas, sin excluir comestibles. Al año siguiente, el francés Blanchard se elevó en un globo lleno de gas de alumbrado. En noviembre de 1886 la famosa trágica francesa Sarah Bernhardt ofreció una temporada de diez funciones, entre ellas la representación de L a dama de las camelias, de Dumas. Fue tal el éxito de la actriz, que los sombreros de paja (canotier) lucidos por ella se conocieron desde entonces en Perú con el nombre de «sarita». En mayo de 1886 quedó inaugurado

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el alumbrado eléctrico de la plaza de Armas y de las calles adyacentes, en las que se instalaron 62 puntos de luz; el fluido era generado por una planta a vapor de 375.000 kilovatios. Las residencias particulares tardarían todavía algunos años en conectar con la red, pues corrió la voz de que la luz eléctrica era perjudicial a la salud. Por economía, en las noches de luna se apagaba el alumbrado público, con lo que la ciudad adquiría un toque romántico. En 1888 comenzó el servicio telefónico con Callao. En 1890 había tendidas tres líneas de tranvías urbanos, con 40 unidades, capaces cada una para treinta pasajeros. La instrucción pública experimentó un gran avance con la fundación de nuevos planteles masculinos: el de la Inmaculada, regentado por los jesuitas, que comenzara a funcionar en 1878 y por grotescas razones ideológicas clausurado ocho años más tarde, reabrió sus puertas en 1888; en 1892 los dominicos acogieron en sus claustros el colegio de Santo Tomás, y al año siguiente los padres franceses de la C on gregación de los Sagrados Corazones establecieron el de la Recoleta. En 1889 comenzaron a ofrecerse funciones teatrales económicas por «tandas», en las que subieron a escena zarzuelas aclamadas en España. Una de ellas fue L a Gran Vía, que alcanzó a representarse hasta 150 noches seguidas, con tal afluencia de espectadores que la empresa se vio en la necesidad de colocar en la entrada al teatro una reja de hierro, pues los porteros eran arrollados por la concurrencia, que pugnaba por presenciar la pieza. En 1892, con motivo del cuarto centenario del descubrimiento de América, se llevó a cabo una nueva exposición nacional, en la que como en tales certámenes se exhibieron muestras de los tres reinos de la Naturaleza, productos manufacturados, obras de artesanía y piezas arqueológicas. El epílogo de la vida local posterior a la dolorosa rehabilitación de los estragos de la guerra con Chile lo constituye la entrada a viva fuerza de las tropas de la llamada Coalición, encabezada por Nicolás de Piérola, caudillo de popularidad inquebrantable, que expulsaron en marzo de 1895 a los «intrusos de la casa verde» (por el color en ese entonces de la pintura exterior del palacio gubernativo), como se calificaba al régimen del presidente Cáceres. El éxito de la operación coronó una prolongada guerra civil, cuyos primeros chispazos se produjeron en noviembre del año anterior y que trajo consigo un agravamiento de la miseria de la que lentamente se había logrado recuperar

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Lima. Incomunicada la ciudad con el resto del país en armas, agobiada por exacciones e impuestos creados para sostener al gobierno (carente por su parte de otros recursos fiscales por la clausura de puertos, descenso de las operaciones mercantiles y escasez de circulante), y abocada a un futuro incierto, las perspectivas sólo apuntaban zozobras, sacrificios y más pobreza. La toma de la ciudad por las fuerzas de la Coalición se logró tras 48 horas de combates callejeros, que dejaron como saldo más de un millar de bajas. La intervención del cuerpo diplomático logró inicialmente un armisticio, tregua que se aprovechó para inhumar los cadáveres insepultos por todas partes y asistir a los heridos, quehacer en el que la Sociedad Peruana de la Cruz Roja desempeñó papel relevante. Prorrogada la avenencia, se alcanzó tras delicadas negociaciones una transacción, constituyéndose una Junta de Gobierno que permitió la salida constitucional para entablar un nuevo régimen.

O jea d a d em og ráfica

En 1836, Lima registraba un contingente de 54.628 habitantes: 24.121 de diversas castas; 19.593 blancos y laicos; 5.292 indígenas; 4.797 negros esclavos, y 825 individuos del estado eclesiástico. Al sobrevenir el auge del guano, se produce una afluencia de inmigrantes del resto del país, con lo que el impulso demográfico responderá no solamente al incremento vegetativo, sino a las oleadas de advenedizos que acuden a la ciudad, incluyendo un número apreciable de extranjeros. Así, en 1850 se estima que la población capitalina es del orden de 80.000 personas. El recuento de 1857 empadrona a 94.195 residentes, entre los que la epidemia de fiebre amarilla de 1859 ocasiona 7.400 bajas. La inmigración asiática es perceptible en el censo nacional de 1876, que dio para Lima por primera vez una cantidad superior a los cien millares. De esos 100.156 habitantes, 42.694 eran blancos; 23.120 mestizos; 19.630 indios; 9.088 negros, y 5.624 asiáticos. Finalmente, en 1891 la población local se descomponía en la siguiente forma: sobre un total de 103.956 moradores, 47.645 eran blancos; 25.481 mestizos; 18.660 indios; 7.494 negros, y 4.676 asiáticos.

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