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La identificación con el agresor
Capítulo 12 La identificación con el agresor
Este mecanismo de defensa, según Laplanche fue descrito por Ana Freud en el año 1936. El sujeto enfrenta un peligro exterior. Es amenazado, agredido, y sin embargo, curiosamente termina por identificarse con su agresor, ya sea reasumiendo por su cuenta la agresión en la misma forma, ya sea imitando a física o moralmente a la persona del agresor, ya sea adoptando ciertos símbolos de poder que lo designan. La agresión se dirige hacia el exterior no volviéndose contra el sujeto en forma de autocrítica.
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Laplanche. Diccionario de Psicoanálisis
El resultado del miedo hacia el agresor se manifiesta en conductas de sometimiento de la voluntad, en vínculos de dependencia. Puede acontecer que se invierta la secuencia, y que el agredido pase a ser agresor. Este mecanismo psicológico también tiene una función en el comportamiento nacional, y en los vínculos de dependencia geopolíticos. Recordemos que las naciones del mismo modo que los sujetos, están dotadas de ciertas cualidades específicas, rasgos de carácter manifestados como naciones introvertidas, extrovertidas, con un mayor o menor interés religioso, materialistas, espiritualistas, sometidas a un poder determinado, o naciones críticas ante ese mismo poder, colonizadoras o pacíficas. Las naciones como las personas, operan bajo estos mismos vínculos y mecanismos defensivos construyendo a menudo vínculos patológicos de sumisión ante el agresor mediante relaciones nacionales de dependencia. Estos vínculos nacionales agresor-agredido, los llamaremos vínculos nacionales de dependencia.
El agresor, portador de la idea de omnipotencia, soberbia, manifestando animosidad, un profundo odio hacia sus oprimidos, un intenso desprecio hacia las naciones que somete, a las cuales considera prescindibles, y miserables, en realidad las necesita imperiosamente, porque si estas naciones “inferio-
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res” no existieran o se rebelaran, el agresor no tendría a nadie a quien explotar y oprimir. Este vínculo de dependencia nacional es mutuo, y está imbuido en la impotencia, desesperanza y resignación a la lucha por la libertad, aún por las mismas potencias opresoras, “democráticas y libres”. Vivir continuamente con miedo al agresor se torna un hecho insoportable, por lo tanto el miedo es reprimido, negado, proyectado, racionalizado y el agredido impotente abandona la confrontación con su agresor, o se resiste a llevarla a cabo, oponiéndose temerosamente a cualquier forma o intento de oposición para alcanzar su libertad del tirano.
Una vez que el miedo es reprimido, el agredido llega a convencerse que en realidad su propio agresor es en realidad su “aliado”, un “buen vecino”, incluso un “amigo” al cual no es necesario temerle, negando las deletéreas intenciones de su opresor, convenciéndose que su “amigo” comercial en realidad desea beneficiar a todas las naciones. Es decir, el oprimido llega a similares racionalizaciones que su opresor, el cual llega a considerarse un protector justiciero.
Sin embargo, el miedo ya reprimido y negado de las naciones agredidas puede emerger en ciertos momentos históricos, para luego volver a sumergirse en el inconsciente nacional. De esta manera ya no es posible todo intento de cuestionamiento en relación a dichos vínculos de dependencia, ya que las mismas resistencias impiden poder ver a la otra nación como agresora.
Sin embargo, podemos afirmar que los procesos inconscientes que llevan al miedo, y la impotencia son mutuas a pesar que la nación colonizadora se muestre arrogante, todopoderosa e infalible, oprime a las más débiles porque en realidad las “necesita” si se tratara de una nación “libre” como realmente cree que es, no tendrá porqué explotar y expoliar a las demás naciones. Por lo tanto la descolonización psíquica no sólo abarca un proceso que deberá producirse en las naciones colonizadas, sino también en las naciones colonizadoras. Es necesario subrayar que el colonizador, imperialista y arrogante, hace alarde de su independencia, omnipotencia, democracia, de su libertad, de su genuino interés nacional en busca de la protección de las naciones más débiles, y que a pesar de su poder económico, bélico, y político, es tan dependiente como la nación a la cual somete y oprime, porque necesita subyugarla para poder sobrevivir, y mantener su estilo de vida. En la medida que subyugamos al otro, nosotros mismos perdemos la libertad, ya que nos fundimos con el otro en un vínculo de dependencia mutuos.
Lo que se denominó como “Latinoamérica”, o sea la extensión continental desde el río Bravo en México hasta los confines de la Patagonia en Argentina, en otras palabras, es considerada el “patio trasero” del imperio estadounidense. Es necesario que trabajemos en busca de nuestra unidad para alcanzar en for-
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ma paulatina las aspiraciones de “Patria Grande” tan deseada en los comienzos del siglo XX por Manuel Ugarte, no solamente por causa de una urgencia proteccionista, sino por el valor mismo que tiene la unidad y la libertad. Debemos aprender a construir un sentido de identidad continental, lograr una nueva independencia: la independencia psíquica, la liberad del pensamiento, la liberación de los lazos inconscientes que nos maniatan subrepticiamente, y que al mismo tiempo nos engañan, haciéndonos ver como sujetos independientes, cuando en realidad somos una pieza más de una gran maquinaria geopolítica.
Cambiamos nuestros propios intereses económicos por la libertad nacional, y por la libertad individual. No sólo debemos librarnos del tirano externo y de sus ramificaciones, sino de los vínculos inconscientes de sumisión que nos hace dependientes de ese tirano. Asimismo debemos librarnos del tirano interno, que habita en nosotros mismos y que nos impone todo lo que tenemos que hacer.
El agresor se jacta de la su propia libertad, sin embargo no la conoce, porque si la conociera no le sería necesario construir vínculos de dependencia. Un pueblo libre, soberano, que ama la libertad y la democracia, no debe tener la necesidad de subyugar a las demás naciones inermes y pacíficas. La fortaleza del tirano sólo radica en su capacidad militar y bélica, porque en el fondo siente la amenaza de la pérdida de su hegemonía, amenaza que le persigue constantemente No conoce otro medio que la opresión y el saqueo para mantener su “estilo de vida”. Se autoproclama el campeón de la libertad, pero es epígono de la corrupción. Está sediento de sangre, lleno de odio, y de engaño. Siente un profundo desprecio por la vida. Trama conspiraciones, construye enemigos, guerras y dictaduras, no descansa en la prosecución de sus pérfidos objetivos.
Desde los aspectos inconscientes, las naciones de nuestro continente se han identificado mediante un lento proceso histórico con el agresor colonial. Hemos asumido el rol del “colonizado dependiente”, lo hemos aceptado, internalizado, nos comportarnos como naciones dóciles y obedientes, identificándonos con el agresor, esperando sus órdenes, deseando ser como él agresor, imitándolo, compartiendo su “gloria”, asumiendo su poder con la finalidad de subyugar a nuestras propias naciones. Ese agresor se identifica con el hombre blanco, protestante, próspero económicamente, heterosexual.
Hemos logrado nuestra primera independencia de las colonias europeas, pero aún debemos liberarnos de nuestras colonias internas, de un psiquismo colonial que palpita internamente. Esta asunción inconsciente del rol de colonizado, no nos permite liberarnos de la condición de colonos en la que estábamos sumidos antes de la independencia de nuestras naciones. La autonomía de las naciones no pasa únicamente por una declaración de independencia, sino
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por la autonomía psíquica nacional, evitando de esa manera la continuidad dependiente ligada a determinados vínculos con el agresor.
El miedo al poderoso agresor es generalmente reprimido, negado y difícil de asumir. Se procura asfixiar ese miedo mediante el sometimiento a ese mismo agresor al cual se le teme. Si permito ser protegido por él, si no me rebelo, si me someto a sus órdenes, entonces no seré tan subyugado por ese agresor. El sometimiento sofoca momentáneamente la ansiedad producida por el temor al daño. Este sometimiento generalmente inconsciente, nos hace perder la conciencia que en realidad se trata de un agresor. Al procurar la protección del agresor, dejamos de ser nosotros mismos perdiendo nuestra propia libertad, espontaneidad y dignidad, procurando el sometimiento y la alianza, disolviéndose momentáneamente el miedo, y generando un sentido de seguridad endeble.
Contemplamos absortos la prosperidad económica del agresor colonial, [construida en gran parte mediante la explotación, el uso de la fuerza bélica, la esclavitud y la opresión del más débil]. Mientras que, al mismo tiempo, nos vemos a nosotros mismos como naciones necesitadas económicamente, dispuestas a ir en búsqueda de ese mismo agresor para que nos ampare bajo su tutela.
Llegamos a creer que si nuestras naciones hubiesen sido conquistadas por el agresor, nuestra premura económica no hubiese tenido lugar. Por lo tanto, queremos imitarle. Se nos hace difícil visualizar una salida satisfactoria erigida por nosotros mismos donde la tutela agresora colonial esté ausente. Nuestras numerosas frustraciones económicas, sociales, y políticas, muchas de ellas construidas por ese mismo y “próspero” agresor, son una espesa bruma que no nos permite ver un futuro mejor. No significa que nosotros excluyamos a las naciones colonizadoras, sino que su propio colonialismo y su odio profundo e intervencionismo constante, son lo que las excluyen del resto de las naciones no coloniales. Vivimos en un “mundo libre” pero terminamos aceptando las imposiciones externas del agresor, y al mismo tiempo nos gloriamos de ser libres, de tener pensamientos propios, cuando en realidad estos pensamientos son el resultado de un proceso de internalización, y reproducción de discursos estereotipados.
En primer lugar existe una fuerza colonial opresora externa que se impone desde afuera por medio de la fuerza directa, o por medios subrepticios. En segundo lugar, una fuerza nacional interna aliada de la primera, conformada por gobernantes corruptos, por los enclasamientos más privilegiados y por muchos ciudadanos que, en cierta medida están influenciados por los medios de comunicación hegemónicos y por la supuesta “opinión pública”. En tercer lugar, existe una fuerza que nos comprende a todos, y representa esos rasgos
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coloniales, europeocéntricos, ya impresos, internalizados desde los aspectos inconscientes. La vida cotidiana es acrítica, se vive como si lo que sucede siempre fue así, y seguirá siendo así. No se considera la posibilidad de otra forma diferente de abordar la realidad que la que estamos viviendo. Se supone que las cosas son así, deben de ser así, y siempre seguirán siendo así.
El cambio deberá comenzar por nosotros mismos, nuestra educación deberá procurar superar los miedos y avanzar en el proceso de libertad nacional. Si la educación no nos conduce a la libertad, entonces no estamos siendo educados, sino adoctrinados y sometidos a poderes foráneos. La educación y la libertad, están intrínsecamente relacionadas. Según Max Neef, es fundamental la satisfacción de nuestras necesidades humanas, entre las cuales se encuentra la libertad. La prosperidad económica nacional, deberá estar relacionada con la capacidad de construir vínculos basados en la solidaridad, el respeto, la libertad, el amor y la esperanza. Si no logramos la construcción de estos vínculos humanos, de solidaridad, entonces, nos aguardará un futuro disgregado.
La vida cotidiana se opone al razonamiento científico, el modo de vivir es irreflexivo, los hechos que ocurren en ella, no son examinados:
Los hechos y fenómenos que vivimos, en los que nos implicamos día a día se nos presenta como algo que no tiene sentido cuestionar ni problematizar, que no requiere examen ni verificación, ya que constituirían lo real por excelencia […] Podemos preguntarnos de dónde surge esta valoración de lo cotidiano como lo autoevidente e incuestionable. Dicha interpretación tiene su origen y fundamento en un sistema social de representaciones e ideología que encubre lo cotidiano, lo distorsiona, en tanto lo muestra como “la realidad”, la única forma de vida posible.
La ideología dominante, mistifica lo cotidiano, en tanto oculta desde los intereses de los sectores hegemónicos en la sociedad, la esencia de la vida cotidiana, su carácter de manifestación concreta de las relaciones sociales, de la organización social de las relaciones entre necesidades de los hombres y metas disponibles, formas de acceso a la satisfacción […] Se naturaliza lo social, se universaliza lo particular y se atemporaliza lo que es histórico. (Rivière, s.f, pp. 13-14)
Para Pichon Rivière la vida cotidiana es acrítica, por lo tanto nuestro conocimiento es desconocimiento, y donde lo obvio puede llegar a ser lo más desconocido. Existe una realidad que la vida cotidiana se encarga de velarla, oponiéndose a la problematización, y por lo tanto el conocimiento científico se ve impedido. Donde lo “real” resulta una construcción social, y lo esencial queda oculto. Por aparecer cargada de mitos, la vida cotidiana reclama una crí-
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tica, una actitud científica, reflexiva, problematización, desmitificación, estableciendo una ruptura con la familiaridad acrítica, con lo obvio, y lo evidente.
Otra mirada complementaria es la que presenta Erich Fromm, mediante el concepto de “conformidad automática” que, junto al carácter autoritario y a la destructividad, representan mecanismos de evasión de la libertad. Mediante la conformidad automática frommiana, el sujeto se comporta igual que todo el mundo, hace lo que se espera de él. Esto le brinda cierta seguridad de sentirse amado y aceptado por la sociedad. De esta manera, el miedo a la soledad es reprimido y se sumerge en el inconsciente. Sin embargo, los costos son onerosos, el sujeto se transforma en un autómata como los otros autómatas sociales, que si bien este mecanismo lo libera momentáneamente de la soledad, ya que lo hace sentir integrado con el medio, sin embargo pierde asimismo su libertad y espontaneidad. La idea que nuestros sentimientos, pensamientos y deseos son nuestros, generalmente resultan una falacia, ya que son impuestos desde afuera, a pesar que el sujeto los experimenta como propios.
Sentimos, pensamos y hacemos los que se nos impone desde el exterior, en tanto creemos que estos actos mentales se originan en nosotros mismos. Generalmente estamos convencidos de una realidad en la cual a mayoría de las personas se convencen totalmente a sí mismas de tener “su opinión”, cuando en realidad, sus respuestas representan la construcción y repetición estereotipada de lo que han escuchado la noche anterior en el noticiero. Hacemos lo que los demás esperan que nosotros hagamos para sentirnos seguros, aceptados y amados por la sociedad y superar el sentimiento de soledad que puede emerger si pensamos diferente del resto del rebaño.
Una vez que hemos reprimido nuestro pensamiento crítico, ya sea que éste quede bloqueado por la misma sociedad, renunciamos a nuestros propios pensamientos, aceptamos ideas externas y las vivimos como propias. Admitimos automáticamente las creencias de la mayoría por temor al aislamiento, sin embargo, el pensamiento genuino desea descubrir algo nuevo en sí mismo o en su entorno, está dirigido a cambiar la realidad a pesar de lo que piense el resto de la gente.
Recordemos la experiencia de Pichon Rivière cuyas ideas genuinas, comprometidas con la sociedad, con el cambio, y el amor a la vida, lo llevaron a sufrir persecución, soportando humillaciones, rechazos, calumnias, oposiciones, odio. En realidad todo aquel que tenga pensamientos propios, genuinos, de alguna manera se opondrá con la tendencia acrítica de la vida cotidiana.
La independencia política nos ha librado del colonizador físico, hemos cortado el cordón umbilical, pero aún seguimos dependiendo afectivamente de él. Ya somos libres para caminar enhiestos sobre nuestros propios pies, sin
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embargo, la ausencia del colonizador físico, el cual ha emprendido su retirada física, nos ha dejado cierta inseguridad, porque ya no tenemos alguien que nos diga lo que tenemos que hacer, y el camino que tenemos que recorrer, lo tenemos que construir nosotros mismos sin el apoyo de fuerzas externas.
Esta libertad política, en lugar de darnos certeza como era de esperarse, por habernos librado externamente del colonizador, contrariamente nos indujo sentimientos de inseguridad, duda, impotencia y miedo. Al no encontrar más a nuestro lado la muleta colonizadora, hemos de buscar inconscientemente un colonizador substituto que continúe cumpliendo la finalidad de seguridad y con el cual podamos formar nuevos vínculos de dependencia como los que habíamos establecido anteriormente.
La libertad nos ha dejado desprotegidos, desamparados, porque ahora no tenemos a nadie que nos diga lo que tenemos que hacer, se supone que ya somos libres e independientes, y por lo tanto debemos caminar sobre nuestros propios pies. Hemos de suponer que somos naciones autónomas, y que el tirano que nos oprimía ha sido expulsado de nuestras tierras, sin embargo, aún no somos conscientes de la continuidad de nuestra dependencia psíquica de ese mismo tirano al que hemos expulsado. La libertad que debemos procurar no es sólo de carácter político, también lo es desde una perspectiva psicológica e irracional. Hemos internalizado al colonizador, con el cual construimos una relación simbiótica de dependencia, y lo hemos sustituido por otros colonizadores, como un mecanismo de evasión a la libertad. Erich Fromm expresa notablemente que las formas más nítidas de este mecanismo puede observarse en la tendencia compulsiva hacia la sumisión, y la dominación, la nación que se auto percibe insignificante, impotente, puede adoptar conductas dependientes ante poderes externos. Como estos sentimientos no son conscientes, estas inferioridades serán negadas, racionalizadas, mediante argumentaciones, ardides, desviaciones, desinterés, y rodeos,
Las fuerzas psíquicas que impulsan a la baja autoestima nacional, impotencia, inseguridad, incluso resignación, responden a procesos históricos de sometimiento y colonización. A menudo la dependencia entre el agredido y el agresor, se racionaliza bajo la forma de “lealtad” y “amistad” con el “buen vecino”.
En el pensamiento político, y en sentido lato desde los aspectos humanos en sí mismos, existen dos posiciones identificadoras contundentes y opuestas entre sí. Una de ellas es la identificación con el agresor: con los poderes mundiales, hegemónicos, opresores, y sus ramificaciones nacionales. Por otro lado, la identificación con la población más necesitada: los menesterosos, los que sufren esa opresión, la impotencia, la inopia, la premura económica, psicológica, social. La identificación con los débiles, y con la debilidad en sí misma,
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con los desamparados, necesitados, desabrigados, desarraigados, enfermos, indefensos, minusválidos, en fin, la identificación con la piedad por la pobreza y la debilidad en sí mismos. Es imposible identificarnos simultáneamente con ambos.
La nación agresora necesita a las naciones que domina, y las necesita imperiosamente, porque su valor como nación expansionista se basa en que es dominadora de alguien, o de algo. Ya que no se puede dominar la inexistencia, necesita de un elemento tangible al cual aferrarse y subyugar. Le es necesaria la existencia de un objeto al cual dominar, para obtener seguridad, sentirse valorada, temida y significante. Si no existiera ese objeto no se podría establecer un vínculo de dependencia. Por más libre, independiente, democrática que se perciba a sí misma, la nación expansionista es totalmente dependiente del objeto que domina, y por lo tanto deberá descolonizar sus propios pensamientos cautivos.
Una nación puede someter a otras a tal punto de transformarlas en una cosa, puede explotarlas, despojarlas, oprimirlas, expoliarlas, someterlas a dictaduras, torturas, y revueltas. El agresor vive en un constante miedo, inseguridad y consternación por temor a la pérdida. Desea mantener divididas a las naciones que somete porque de esa manera encontrará menor resistencia, y le será más fácil hacerse de aliados desde el interior de esas mismas naciones sometidas. Si nuestro continente no procura construir una unidad, no podrá desligarse de sus vínculos de dependencia con el agresor.
En 1895, cuando Gran Bretaña formuló contra Venezuela reclamos que parecieron injusto a los norteamericanos, (hasta que finalmente resolvieron investigarlos), Estados Unidos asumió más plenamente que nunca la “tutoría” hemisférica, que a juicio del Senador Turpie derivaba tanto del poderío como de la nobleza de los norteamericanos. La insistencia del Presidente Cleveland en que Gran Bretaña arbitrase su disputa fronteriza con Venezuela se fundaba nominalmente en el decreto de Monroe contra la intromisión territorial de Europa en el hemisferio occidental. Sin embargo el Senador Sewell pudo entender con buenos motivos que…, “del espíritu y de la letra del mensaje puede deducirse que la mera adquisición de territorio no es la causa de la ofensa, y que la causa real reside en la tentativa de una potencia europea de imponer su voluntad sobre un Estado o una nación americana más débil, y de oprimirla.
Sólo puedo pensar que se trata de una postura nueva; que prácticamente significa que este gobierno debe asumir cierto protectorado sobre México, América Central y todos los Estados de América del Sur. (Weinberg, 1968, p. 390)
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El imperio expansionista permanece en un continuo temor que otras naciones tomen su lugar hegemónico. Desea apresuradamente arrebatar a las naciones más débiles, porque teme que otra nación lo haga antes que él. Racionaliza su profundo deseo de dominación bajo la apariencia discursiva de protección, democracia, libertad, y de ejercer un protectorado en las naciones que oprime. En 1904, ante el peligro de intervención de las potencias europeas sobre la República Dominicana, Roosevelt enunció la doctrina del ejercicio norteamericano del poder de policía internacional.
No es verdad que Estados Unidos experimente apetitos territoriales o que con respecto a otras naciones del hemisferio occidental haya concedido proyectos distintos de los que concurren al bienestar de esos países. El único deseo de esta nación, es que los países vecinos gocen de estabilidad, de orden y de prosperidad. El país cuyo pueblo se conduzca bien puede contar con nuestra calurosa amistad. Si una nación demuestra que sabe conducirse con eficacia y decencia razonables en los problemas políticos y sociales, si mantienen el orden y cumple sus obligaciones, no tiene por qué temer la interferencia de Estados Unidos. Las infracciones crónicas o la impotencia que acaba en el aflojamiento general de los vínculos de la sociedad civilizada, puede provocar en definitiva, tanto en América como en otros lugares del mundo, la intervención de una nación civilizada, y en el hemisferio occidental, la adhesión de Estados Unidos a la Doctrina Monroe, puede obligar a este país, por mucho que ello le desagrade, en los casos flagrantes de infracción, o de impotencia, a ejecutar el poder de policía internacional. (Weinberg, 1968, p. 398)
El miedo es el afecto imperante en los vínculos de dependencia nacional, y en sentido general. Por un lado, el miedo a perder la hegemonía imperialista quedando así en una situación secundaria, lo que contribuye a existir bajo un vínculo de dependencia con otras naciones, y por el otro lado el miedo de las mismas naciones agredidas a ser sancionadas, bloqueadas, y más empobrecidas, en todo caso que se llegaran a rebelar para alcanzar la autonomía. A menudo y con mucha frecuencia vemos a las naciones bajo una tendencia masoquista a empequeñecerse, ante las medidas sádicas del agresor. Mediante estos vínculos de dependencia, ambos se libran de la pesada carga que implica la libertad. Nuestros propios políticos, educadores, religiosos, nuestras propias instituciones, han hipotecado la libertad de nuestras naciones, nos han expuesto bajo la tutela del agresor a cambio de torpes beneficios.
Millones de hombres se dejan impresionar por la victoria de un poder superior y lo toman por señal de fuerza. No hay dudas que el poder ejercido sobre
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los individuos constituye una expresión de fuerza en un sentido puramente material. Si ejerzo el poder de matar a otra persona, yo soy “más fuerte” que ella. Pero en sentido psicológico, el deseo de poder no se arraiga en la fuerza sino en la debilidad […] en la medida que el individuo es potente, es decir, capaz de actualizar sus potencialidades sobre “la base de la libertad y la integridad del yo, no necesita dominar y se halla exento del apetito de poder”. (Fromm, s.f, p. 160)
El poder agresor imperialista, es una muestra de debilidad, y no de fortaleza, ya que si fuera fuerte no tendría la necesidad de dominar. El agresor “ama” el poder, se emociona ante cualquier manifestación de poder, y por el otro lado, siente un profundo desprecio por los que carecen de él, por los débiles, enfermos, indefensos, menesterosos. Siente un profundo desprecio por las minorías, por los movimientos de liberación, el indigenismo, por los que sufren desplazamiento por causa del mismo poder político que ampara a las poderosas multinacionales. Desprecia a los movimientos feministas, animalistas, y ecológicos, es decir a todos aquellos movimientos inermes, los cuales representan para el carácter autoritario debilidad, indefensión, desprotección, y por lo tanto un profundo rechazo.
Por otro lado “ama” el poder, y todo lo que representa poder, ya sea político, religioso o ideológico, y todo lo que representa autoridad, armamento, la fuerza, la capacidad bélica y material para subyugar y dominar a los más débiles. Se someten a sí mismos a ese poder, pasivamente, con la misma intensidad con la cual someten y odian al débil. No desean un cambio profundo y estructural de la realidad porque temen que este cambio ponga en riesgo el poder dominante actual, al cual admiran, defienden con ahínco y se someten incondicionalmente Toda prosecución de un cambio significa para ellos una amenaza a ese poder con el cual comparten su gloria.