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La dialéctica de lo sano y lo malsano

el siglo XVI, se explica en gran parte porque la aglomeración recién fundada solía ser una simple aldea construida con materiales perecederos. En efecto, las leyes de fundación promulgadas por la Corona y sintetizadas en la gran Instrucción de 1573, exigían apenas un mínimo de 30 vecinos para fundar una ciudad, lo que representaba una población española inferior a 150 habitantes.(4) Instalados en regiones insalubres y expuestos a las incursiones de los piratas ingleses u holandeses, los puertos por lo general sólo se animaban una vez al año, con la llegada de las flotas. Nombre de Dios (Panamá), hasta su destrucción por Francis Drake, se mantenía deshabitada durante 10 meses al año; Trujillo (Honduras), por su parte, sólo contaba con 20 familias de españoles en 1594; en cuanto al puerto peruano de Paita, se componía de sólo 25 o 30 casas de caña cuando fue destruido por los piratas. Estas ciudades efímeras y poco pobladas, no planteaban verdaderos problemas cuando había que mudarlas. Pero esta situación evolucionó con el tiempo, cuando las sociedades urbanas empezaron a consolidarse y las ciudades, convertidas ya en importantes centros de población caracterizados por una arquitectura monumental, verdaderamente se arraigaron. Cuanto más antigua era la fundación, más difícil resultaba para los habitantes tomar la decisión de reubicarlas, ya que estaban apegados a sus viviendas, a sus lugares sagrados y a sus actividades. A partir de este momento, el traslado tuvo repercusiones importantes en el conjunto de la población y del espacio regional, y la decisión de irse o quedarse era motivo de discusiones públicas, a menudo violentas, que revelaban las divisiones internas de la sociedad colonial. En efecto, edificar una nueva ciudad implicaba gastos que numerosos habitantes no estaban dispuestos a asumir; preferían reparar los daños provocados por los piratas o los temblores. Así, en 1630 la municipalidad de México estimaba en 50 millones de pesos el valor de los principales edificios de la ciudad inundada por una creciente brutal de los lagos que la rodeaban. En cambio, los gastos del canal de drenaje que debía protegerla de las inundaciones, eran valuados en cuatro millones de pesos. Aunque estas cifras eran falseadas por regidores hostiles al traslado de la capital de la Nueva España propuesto por la Corona, revelan las implicaciones financieras que representaba la reubicación de una ciudad de más de 100 mil habitantes. Las mismas razones de tesorería indujeron a las autoridades de Guatemala a reparar los daños del temblor de 1717, en vez de reconstruir la ciudad sobre bases más sanas y en un paraje menos vulnerable. Sin embargo, estas obras costaron sumas considerables: un avalúo realizado en aquel entonces fijaba en 345,050 pesos los gastos ocasionados por la rehabilitación de las iglesias y de los conventos de la ciudad, de los cuales 80 mil correspondían sólo al convento de la Merced.(5) La amplitud y la frecuencia de los temblores indujeron a los regidores a protestar contra la permanencia de la ciudad en una región demasiado peligrosa. Una carta del concejo municipal dirigida al Consejo de Indias y fechada el 8 de octubre de 1717, manifestó la impaciencia de los ediles, aunque acabaron (al menos provisionalmente) por renunciar a su proyecto de reubicación: No hay caudales que basten a que cada 20 o 25 años sea preciso, como lo ha mostrado la experiencia, reedificar el medio o el tercio del lugar, sino todo como lo presente, de que resulta que manteniéndonos en este paraje, cada 50 o 60 años ha menester la ciudad de nuevo levantarla, porque ahora que está arruinado más de medio lugar será bien que lo que se ha de gastar aquí, quien lo pudiere hacer, lo vaya a gastar a otra parte con la esperanza de que les dure mayormente.(6)

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Durante todo el periodo que nos interesa, las causas de los abandonos y de las reubicaciones son múltiples (modificación de un eje económico, ataques de indios o de piratas, epidemias, etc.), pero fueron sobre todo las cóleras de la naturaleza americana, mal comprendida y mal dominada por los conquistadores, las que provocaron la salida de los habitantes y la fundación de una nueva ciudad.(7) En efecto, moldeados por la cultura griega y latina y alimentados de todos los prejuicios de la edad media europea, los españoles no disponían de los conocimientos suficientes para hacer frente a todas las limitaciones impuestas por el medio natural. Por lo tanto, sus ciudades padecieron las consecuencias de los errores cometidos a la hora de escoger el paraje de su fundación, de concebir los esquemas de urbanización o de construir los edificios destinados a alojar a la población, pero ¿acaso podía haber ocurrido de otro modo en el contexto "científico" de aquella época? La reciente destrucción de Kobe (Japón), en un país en que existe una verdadera "cultura" de los temblores y que posee un nivel técnico sin comparación con el de la España de los Habsburgos, permite relativizar las críticas formuladas en contra de fundadores poco avezados. En cambio, estudiar la reubicación de las ciudades destruidas por un desastre natural nos permite no solamente analizar las relaciones a menudo conflictivas de la ciudad con su medio ambiente, sino también poner en evidencia todas las contradicciones y las tensiones internas de las sociedades urbanas. Además, la comparación de los discursos (oficiales o no) que tratan este tema en diferentes contextos geográficos e históricos, revela de manera dramática que, a pesar de los adelantos de la ciencia, las ideas evolucionaron poco entre el siglo de la conquista y el de las luces. Ante las realidades geográficas del Nuevo Mundo, los habitantes de las ciudades españolas conservaron su discurso estereotipado, heredado de Séneca y de Hipócrates, que no podía resolver los problemas planteados por la naturaleza americana.

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