S. Maricel García S.
De Aquí y Allá CUENTOS
Plétora Editorial
S. Maricel García S.
De Aquí y Allá CUENTOS
Plétora Editorial
Primera Edición, junio, 2021 © S. Maricel García S., 2021 © Plétora Editorial, 2021 Director editorial: Juan Manuel Alemán Sánchez Diseño y composición: Eric Camacho Gutiérrez Ilustración de portada: Eric Camacho Gutiérrez Impreso y hecho en México Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual. ISBN 978-607-98086-7-9
Índice Cuentomatología Sintomática Infamia Entrega Afocheché ¡Ay, Eduviges! Ingenuo farolero Hito Derrumbe Ambrosía Asalto sexual en el Express Mirada prásina La esquina de las gatas
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53 ¿Qué dice que dijo?
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65 Primer vuelo
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33 37 41
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57 La loma
67 Avistamiento 69 Invasión
73 Casa vacía
77 In fraganti 79 Centinelas 83 Hálito
85 Agua bronca
89 Edición limitada
93 La otra Pompeya
DE AQUÍ Y ALLÁ CUENTOMATOLOGÍA SINTOMÁTICA Alejandro Ostoa La ciudad se vuelve oscura entre tanta luz. Nuestro pueblo se iluminaba con los cigarros de los mayores en sus equipales charlando acerca de los oficios del día y el cantar de los grillos. La balada de Cata y Manuel (o el plagio del río) José Ruiz Mercado
Érase que se era es la autora, viendo la ciudad hacia el exterior de la urbe y sus entrañas, traspasando fronteras y penetrando en los tiempos idos y transfiguradas demarcaciones. Entre tinta y papel, tierra y concreto, pasado y presente, pretérito y futuro, prorrumpe De Aquí y Allá… hallazgo (lo que se halla se encuentra porque se busca). Sí, eso es, conformación creativa de cuentos, a los que meció la hamaca con sus entramados, resguardó y climatizó la cava para ser degustados (sin fecha de caducidad), pasaron del balbuceo a la elocuencia para expresarse en el pódium, con brújula se establecieron en su correspondiente nomenclatura y aquí están y allá (tras lomita) serán leídos. Ahí está(s) (vos y tú) S. Maricel García S., sentada, escribiendo en la computadora, ocasionalmente en papel, con la conciencia e imaginación clavada, otras veces volando, flotando, reptando, caminando, jugueteando (entre brincos, saltos y machincuepas),
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siempre avanzando por el camino en que la llevan las historias, los sucesos, tramas, anécdotas, sentimientos, emociones, pero nunca divagando o desviándose por los rumores de las ocurrencias. Ahí estás, Maricel, en la conducción, el pastoreo, encabezando, preparadora, como chichihua, sustentadora, podadora, cultora… ¡la escritora!, cargando y descargando ficciones ante coloridos pasacalles o lánguidos crespones. Ahí está De Aquí y Allá… cuentomatología sintomática. Ahí está(ba)… ciudad, provincia, paraje, tierra, aldea, terruño, pueblo, habitabilidad, hogar… Frontera. Soberano. Soberbia desmedida. Verdades enfrentándose a infundios, desafíos a la concordia, contrariedades ante el orden, marañas, zarandeadas, desbarajustes. Entre pendenciera y sosegada, agrestiva y cariñosa. Ahí está, pero a veces, al andar por el tiempo, al agarrar camino, se desmorona fulminante en socavones, en ríos ocultos, surcos, pantanos, barrancas, pero también en parques, parajes, arboledas, florestas, senderos y fantasías. Litósfera. ¡Horizonte! Ahí está(n) entre sol, luz, luminiscencia, resolana, sombra, frescura, lluvia, brisa, penumbra, nubarrones, lobreguez, oscuridad… arcoíris. Tanta luz que eclipsa a luciérnagas. Tanta oscuridad que relucen colmillos. Criaturas de la naturaleza deambulan por su ámbito. Las huellas han quedado como vestigios de un pasado que no surgió en desastre, sino como agradable convivencia.
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Ahí están: miradas sorprendentes y sorpresivas, amorosas y enlutadas, ojos que observan, hablan por sí mismos, gotean sus añoranzas; otros de los cuervos malagradecidos que estuvieron en la crianza y se enfrentaron contra el aprecio. Miradas que se encorvan ante la pesadez de la existencia. Fragancias de los entornos, de los habitantes. Aromas de árboles, frutos, plantas, campo, smog, podredumbre, fetidez, miasma, pestilencia antropofágica. Se puede acariciar la tierra, misma que, además de dar sustento, si se tiene suerte, uno puede recibir un puñado de ella que es lanzada con la mano para ser engullida por la fosa, última morada; se perciben temperaturas y texturas, se escuchan aleteos, el aire que mece voluntades, gozos y desdichas, requiebros voluptuosos paladeables por sus actos, palabras, ritmo y musicalidad. De Aquí y Allá en el título lleva la intención. De aquí es la proximidad (en este caso con el lector, en singular, uno a uno, con la debida importancia para cada quien), allá es un tanto a lo lejos (a la distancia, pero no distante la escritora). Confesionario y frontera comulgan en los territorios sensibles y sensitivos de la integración de este bosque de cuentos. El árbol de la seda de algodón y el ahuehuete añoso entretejen sus raíces, sus frondas y ramas danzan con las historias entregadas por águila y quetzal, con el multicolor aleteo del colibrí que visita al destinatario: el lector. Ahí están los personajes de S. Maricel García S., a veces con apariencia arquetípica, otros incidentales; también los hay con caracteres específicos, con voz, decisiones y virajes destinales. Ánimas, espectros,
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fantasmas y hasta seres vivitos y coleando, en concordancia con su propia historia, en ocasiones observadores y otras vivenciando. Testigos presenciales, con comportamiento ante las circunstancias y respuestas ante las facetas (face, dándole la cara, de frente, sin maquillaje). Ahí están las atmósferas, las adecuadas en el sucedáneo literario de esos aconteceres. El aire, aliento de diálogos y sacudidor de empolvoramiento, sopla para que fluyan las historias con los aciertos estilísticos y tonales de la autora. El agua irriga las conciencias caídas, el fuego consume algunos encantos y abrasa pasiones. La tierra se percata de los surcos que hospedan semillas de sensibilidades. De Aquí y Allá no aísla ni arrincona, integra y se despliega en este vivero de cuentos. Cabal. Cabalguemos en la lectura. Vivamos la aventura en este recorrido de aquí para allá, florilegio de invenciones. Desde acá, martes 13 de abril de 2021
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De Aquí y Allá
INFAMIA
Mis pies chacualean ora en el río, ora en la charca que rodeaba el manantial onde todos los días me arrimaba pa llenar el cántaro de agua. Siempre chapoteando. Sólo que hoy jue distinto. Lo hicieron pa salvarme la vida... Recuerdo que hace algunos años, desde que me lo enseñó el abuelo, al despertar salía de la cama, me envolvía en el rebozo tapándome boca y cabeza y abría la puerta pa recibir el frescor de la mañana. Muchas veces, en el telar de la bruma intentaba atisbar las tiernas mazorcas coronadas de penachos dorados; otras, con el cielo barrido, atestiguaba la altanería de la milpa presumiendo sus varas derechas, cual bravos guerreros, y vistiendo al campo de jade. Respiraba hondo y con todo que tuviera el trapo pegado a la nariz, se me enfriaban bien canijo los pulmones. Agradecía a Tonatiuh por el nuevo día. Mi primera bendición era un atinado huarachazo en la cabeza; sólo poquitas veces me salvaba de
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él y recibía el grito pastoso de mi mamaíta: ¡Sí serás bruta!, y es que olvidaba cerrar la puerta tras de mí, abriéndole paso al frío, dejando escapar el calor que nos daba el anafre encendido; me iba a la pileta a echarme agua en la cara o por lo menos lavar la saliva pegada en los cachetes. A veces ni eso, pos el agua amanecía congelada y teníamos que esperar para el aseo. Mi papaíto, que a ratos andaba en el campo, regresaba a media mañana con el cansancio a cuestas pa almorzar frijoles, tortillas y cafecito de olla. Todo sobre el comal pa que no se enfriara. Esos tiempos ya pasaron. Un día llegó el Gobierno y quesque querían la tierra pa construir un puente, hacer una plaza, hartas casas y no sé qué otras cosas. Los ejidatarios dijimos que no, hasta yo entré en la colada pa hacer cuerpo; nos ofrecieron dinero por nuestras tierras y una reubicación si queríamos probar vida en otro lado. Mi tata negó con la cabeza, con las manos, con el alma. Gobierno y ricos son lo mismo, siempre queriendo despojarnos. Empezaron a sonar el dinero donde hay ganado flaco, así que entonces los vecinos, sintiéndose tentados, empezaron a planear la venta. Mi tata, montado en su macho, sostuvo su palabra… hasta la muerte. La tierra era de nuestros ancestros, ora nos pertenece; el río que fluye desde las montañas tiene memoria y viene a dar a la laguna a su ritmo, en su tiempo, hidratando al ejido a su paso. Compañeros, ellos quieren cambiar eso. Dicen que el campo, este que tenemos enfrente, lo harán carretera; si decidimos quedarnos, ¿ónde quedará el cultivo? El puente no dejará pasar los rayos del sol,
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tons, ¿quién calentará la semilla? Y si vendemos, compañeros, yo les presagio que nos va a llevar la tiznada. Las semillas lanzadas por mi tata cayeron en terreno estéril, él también se hundió en un surco, pos nos lo mataron. Al día siguiente de la reunión con los vecinos, onde mi papaíto había hablado tan bonito, salió al campo, como siempre, al cantar el gallo, pero esta vez pa no volver. Lo fui a buscar con el almuerzo en el morral y lo encontré tirado entre la milpa, muerto de un machetazo. Caí de rodillas junto a su cuerpo, me tragué su mirada muerta, embarrándome con su sangre mezclada con tierra, me empapé con su aroma a jornada. Lloré y grité hasta que de mi garganta no salió más nada y mientras llegaba la ayuda, mis ojos siguieron el rastro de sangre que se bebió el suelo; segurito — pensé— que ese año la cosecha daría mazorcas de granos amarillos mezclados con rojo. Mi tata aún no se enfriaba en el agujero, cuando ya el Hilario había sido nombrado nuevo representante… Mi mamaíta y yo quedamos solas, sin parientes que nos cuidaran. Todos vendieron y nosotras también a consejo de mi padrino, hombre de ley y muy güeno. Nos quedamos con tantita tierra, nomás pa sembrar algunas matitas de maíz, tender nuestra ropa, tener a los perros y a las gallinas. Yo me juí a trabajar al motel que abrieron al otro lado de la carretera y mi mamaíta se dedicó a tejer carpetas. Pa mí, lo más triste jue que en aquella cosecha no descubrí ningún grano con trazos color granada. Desde entonces le sufrimos al agua. Cuando llueve juerte en el cerro, esta baja rebuscando en la memoria su camino y al dar con él, ora convertido
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en muros de cemento, no le queda más que inundar la carretera, nuestras casas, nuestras vidas. Sumerge todo en su lechoso color chocolate arrastrando con ella lo que va recogiendo en el camino: latas, botellas, plástico, ramajes. Impetuosa, se abre paso entre las poblaciones asentadas a lo largo de su ruta. Naiden pensó en el río de la montaña. Naiden pensó en su morada lacustre. Sitiaron sus senderos. Nuestra mirada ora siempre está puesta en el cerro. Los nubarrones plomizos apostados sobre él nos anuncian una posible visita; tuvimos que aprender que, aunque no llueva en el lugar onde vivimos, si la montaña está amenazada por nubes oscuras debemos ponernos alertas por si el río baja. No nos dio tiempo de nada, todos dormíamos a pata tendida en nuestras casas; los perros aullaron, pero ya no hicimos caso. Mi mamaíta y yo escuchamos un trancazo en la puerta que me hizo saltar de la cama. El piso estaba cubierto de agua sucia que se arremolinaba en las patas de la mesa; entraba a borbotones por debajo de la puerta, le corría prisa. Grité a mi mamaíta que el río había bajado. La ayudé a levantarse, sentándola en su silla de ruedas. Los golpes arreciaron, insistentes porque se les abriera. Corrí el cerrojo y la tranca y en ese momento salí aventada hacia atrás, empujada por la juerza del agua y la basura que viajaba con ella. Esta creció dentro de la casa; nos llegó a las rodillas. Una lata que vagaba entre el escombro me cortó la mano con su filosa orilla, pos tuve que meterla en el líquido turbio, en mi intentona por desatorar la silla. No podía moverla. Desesperada, imaginé lo pior. Cargué a mi mamaíta hasta donde pude, pero el agua me la arrancó de los
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brazos en cuanto cruzamos la puerta. Cayó de espaldas, atragantándose. Mis ojos espantados se pasearon por el patio, no estaban los perros ni las gallinas ni la milpa… tampoco mi madre. A pocos metros del maizal, una vieja llanta danzaba torpemente entre el cascajo y a un lado la encontré a ella, con sus ojos y boca amoratados, y un cable de luz enredado en el cuello. Logré alcanzarla, pero ya se me había ido pa’l otro mundo. Pedí ayuda, naiden respondió. El agua volvió a arrastrarme en su corriente; como pude me agarré a una de las rocas que la constructora olvidó llevarse cuando terminaron la obra y esperé la llegada de los socorristas. Ya pasaron unos días. Vuelvo a casa pa rescatar lo que se pueda, pa rescatarme a mí misma. A mi mamaíta la aventaron en la fosa común. No hubo dinero pa más. Miro a todos lados, sólo hay inmundicia; las autoridades prometieron que después de limpiar la carretera, lo harían con nuestras casas. Estoy pensando en abandonarlo todo, aceptar ser reubicada en uno de tantos asentamientos creados pa sobrevivientes de desastres. Siento que se me desgrana la vida. De repente, mis ojos inundados de lágrimas descubren, aferradas al suelo como negándose a morir, varias matitas de maíz cubiertas de barro. De rodillas, agradezco el milagro y lueguito uso mi falda pa frotar sus hojas y devolverles el brillo robado. En eso, estrujando con juerza a la esperanza, se me despierta un juerte deseo en el alma: cuando llegue el momento de pizcar el maíz, diosito quiera me encuentre trazos color berenjena entre los granos pajizos de la mazorca.
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ENTREGA Es darlo todo, a veces, olvidándose de sí misma para consagrarse a los demás. Es triunfar experimentando un resultado o la causa de la libertad truncada. Samagasi
Amor y sacrificio, el estandarte que ondeó en su vida longeva. Así ella, quien día tras día, entre arduas faenas, los cubrió de atenciones y caricias. Ocupaciones constantes la hicieron olvidar que debía volver la mirada hacia el templo que guarecía su alma. Y es que sus ojos solamente eran para ellos. No escuchó en el silencio el clamor de su corazón palpitante; la respiración mutilada que devolvían sus pulmones; la visión borrosa de cobrizos ojos, o el reclamo de vísceras con hambre. Todo por ellos; el tiempo para ellos; su vida para ellos. Hubo alegrías, también desazones y tristezas; momentos de ira y frustración rociados por amargos sollozos. El remedio lo obtuvo en las noches de rezo junto con una untada de bálsamo de fe, el que ocupaba un lugar en la mesita de noche, junto a la cama. El pestañeo del tiempo ha dejado vestigios; ahora en el hogar sólo queda ella. La cama devela el
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vacío que depuso el ser amado. En las habitaciones continuas se asoma, tímido, el eco de la infancia de los hijos y las notas musicales de lejana adolescencia. Impera el silencio… Inusitadamente despierta a su vida: escucha sus latidos pausados, siente y le pesa la fatiga de pulmones alheñados y atestigua la confesión de porosos huesos. Asombrada, descubre a las manos guiar con destreza a sus ojos nebulosos a través de pasillos impregnados de ausencia. Día a día, nota que la cama la abraza con mayor desvergüenza. Hoy siente que el sol ya no calienta, sólo entibia. Acaban de dar las tres, sus ojos se cierran y de pronto toma conciencia de que todo este tiempo olvidó volver la mirada hacia ella. Suspira y aprieta las cuentas del denario que reposa entre sus dedos. Repentinamente, escucha el aleteo de un colibrí que visita el árbol de granada al pie de su ventana. Con los ojos aún lacrados, exhala un último suspiro que la encamina a experimentar una nueva entrega…
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AFOCHECHÉ
Ahí va ella, la iluminada, caminando desdeñosa por las calles de la colonia El parque; arrastra una vara que deja su rastro leñoso al contacto con el concreto. Se detiene sofocada por el sobrepeso, seca el sudor que perla su frente y labio superior; el cabello marchito cae sobre los hombros, a veces estorboso cuando la corriente otoñal arrastra mechones alborotados a su rostro rugoso. En el morral carga tijeras y un pequeño frasco de vidrio conteniendo una mezcla ambarina, elementos que utiliza en sus propósitos de liberación. Va cazando fantasmas y diluyendo maldiciones. Después de recorrer algunas cuadras, entra por la puerta principal al jardín público que adorna el vecindario. El aroma, mezcla de ciprés y eucalipto, le golpea la cara; inhala la fragancia y se reanima. La gente escasea conforme se acerca el ocaso del horario de visitas. Sabe que es el mejor momento; no hay intromisiones ni curiosos que arruinen el rito.
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Su mirada cansada busca un punto determinado: las entrañas del parque. Apoyada en la vara, da pasos firmes y envalentonados; tras ella, todo se torna difuso conforme se interna en la sección boscosa. Escucha graznar a los zanates, ellos le indican la inminente lluvia, un buen augurio, pues esta se unirá al conjuro. Paulatinamente la oscuridad va soltando su manto. La vara guía el camino, salvándola de tropezar con las raíces expuestas de algunos árboles. Los minutos corren hasta que logra alcanzar el objeto de su búsqueda. Ante sí, tomando forma y ganando espacio, halla el basurero clandestino forjado por las intrusiones nocturnas de ciertos vecinos, quienes abrieron entradas furtivas en el enrejado. Observa aquel tiradero; sus labios develan movimientos casi imperceptibles, palabras ahogadas con afectado ardor. Llegó el momento de obrar. Sentidos y cayado en acción. Con mirada inquisitiva, husmea entre la basura; remueve botellas, desperdicios orgánicos, pañales impregnados de mierda, bolsas plásticas roídas y rasgadas por mamíferas visitas en su intento por calmar el hambre… De pronto, sus ojos se posan sobre un desvencijado asiento de vehículo que está tiznado, tiene múltiples cortes y rasgaduras. La intuición no le falla, le dice que ahí se encuentra “lo oscuro”. Remueve con el palo los despojos, lo hace con mucho cuidado. Empuja a un lado el asiento y del suelo brota un enjambre de moscas que se disipa reclamando enardecidamente la irrupción de su espacio; revuelve la hojarasca y expone un pequeño bul-
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to albino, maraña de plumas entretejidas con alguna extraña sustancia embarradas de composta. Huele a podrido; la fetidez ahora la habita. Balbucea el padrenuestro mientras extrae las tijeras del morral; se acuclilla y empieza a desbaratar el atado con ellas. Emprende su labor libertadora. En tanto esto sucede, observa lo que rodea al objeto: una pipa para fumar cristal, varias latas de cerveza, cerillos quemados, velas negras consumidas, caracoles y una estampita de la Santa Muerte. Su voz va cobrando tono conforme las tijeras castran la cama de plumas, apenas hay rastro del resto del animal. Eleva oraciones a Dios clamando socorro por el alma de la persona atrapada en el hechizo. Descubre el tercio de una fotografía chamuscada, se adivina una sonrisa, ahora deforme por las llamas que no alcanzaron a devorarla. Vacía el aceite sobre aquella perversidad y profiere los últimos mantras para romper el maleficio, pero su deseo se ve rasguñado por el temor de no conseguirlo. El “trabajito” está hecho en una encrucijada. Y es que nota que ese lugar, al final de los límites del parque, está justo en la intersección de las calles que lo circundan. Su experiencia le dice que la maldición es casi irrompible, que aquella persona oscura posee un violento deseo porque le vaya mal, muy mal, en todos los aspectos de su vida a quien le ha lanzado la brujería. No hay más que hacer. El cielo suelta una lágrima, otra y otra más; entonces desdobla el camino dejando atrás lo huero. La atrapan recuerdos de su antigua ignominiosa existencia. Cuántos “trabajitos”, cuánto dinero guardado en el colchón y luego perdido en malos negocios, cuánta maldad proferida…
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Un milagro recibido; el Niño Jesús tocando a su alma; lo encontró a Él en el arrepentimiento. Una gota de agua resbala por su ceja, el ojo la acoge mezclándola en su racimo de lágrimas, la cree caricia divina. Su acrecentada fe en Dios le afirma haber cumplido sus deseos, esboza una sonrisa, ha liberado a otra alma de la oscuridad. A sus espaldas se cierra la puerta. Camina con la pesadumbre de compañera. Perdónate —dice para sus adentros—, Él ya lo hizo. Mañana irás de cacería, hallarás otro lugar en donde, por propia experiencia, sabes que puedes encontrar otro embrujo que deshacer, otra bendición que ganar. Ahí va ella, la iluminada, rumbo a casa, arrastrando lastre de tiempos pasados. Cruza el boulevard bajo el puente de la Gran Avenida, perdiéndose en la clandestinidad de la lóbrega noche.
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¡AY, EDUVIGES!
Un día más transcurría en el pueblo de San Cosme, lugar donde surgió una leyenda sobre la Muerte, a quien todos llamaban la Quirina. Eduviges, “la risueña”, era una mujer muy flaca; siempre vestía de negro y no usaba maquillaje, su aspecto era fantasmal. Esa mañana despertó pensando en ir a la pollería de don Paco; por primera vez en su vida intentaría cocinar un caldo de pollo, pese a no saber nada sobre el arte culinario. Después de darle vueltas al asunto, lo que le tomó la mayor parte del día, sin más, con monedero en mano y enfundada en un gran rebozo, abrió la puerta de su morada y se lanzó al negocio. El día era gris, con nubarrones que amenazaban desbordar su carga en poco tiempo. El viento soplaba, alborotando las ramas de los árboles que circundaban la plaza. Pudiera ser el tiempo de la Quirina, ya que cuando solía deambular, el clima se volvía anormal. Nadie más caminaba por las calles, era de
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locos salir a esa hora y bajo esas condiciones, pero esto no detuvo a Eduviges, quien decidida a cumplirse, paso a paso fue encaminándose hasta la pollería; uno que otro vecino, asomado a la ventana, veía a la mujer de negro caminar por la calle empedrada, cada quien se preguntaba qué era lo que la haría salir bajo tal amenaza. El viento empeoró, se empezó a sentir en el ambiente el olor a tierra húmeda, señal de que la lluvia se aproximaba. La tarde se tornó sombría, acentuada por las campanadas de la iglesia, anunciando las seis de la tarde. Cuando la delgada anatomía atravesó el portal de la pollería, don Paco no pudo sino asustarse ante la aparición; pensó en la Quirina, pues no había visto aún la cara de la mujer. Soltó un leve gemido entre susto y sorpresa al descubrir bajo el gran rebozo a Eduviges, “la risueña”. ¡Mujer! ¡Vaya susto que me has pegado! —dijo sin dilación. No podía creer que Eduviges estuviera en su local a esa hora y bajo esas condiciones tan amenazantes. El día estaba llegando a su fin, no era para andar afuera, con la Quirina por aparecer. Nadie se ponía en riesgo después del anuncio de las seis. Su casa, ubicada en la parte superior del local, lo guarecía del peligro de tener que salir. Después de que la mujer cruzara el umbral, don Paco cerró la puerta; ella pidió pollo y él, sorprendido, preguntó por qué lo quería comprar. Era de todos sabido que Eduviges jamás guisaba, pues nunca aprendió, por lo que le pagaba a una vecina por sus servicios en la cocina. Llena de hastío, comentó que
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quería agradar a un par de amigos a quienes prometió prepararles un delicioso caldo de pollo. Por esa razón había salido de casa rumbo al único negocio que, pese a la hora, siempre disponía de producto. Tras intercambiar palabras más, palabras menos, la mujer se dispuso a marchar. Al abrir la puerta ya llovía estrepitosamente, los relámpagos y truenos hacían de la noche muy espectral. Don Paco, angustiado, le recordó que a esa hora la Quirina empezaba a deambular y ya era muy peligroso ir por las calles de San Cosme, que seguramente ni el sereno andaba cerca para alumbrarle el camino de regreso al hogar. Eduviges, aunque miedosa por naturaleza, quiso aparentar ser una mujer valiente a quien las historias de la Quirina no hacían flaquear; así que, valiéndose de un paraguas que don Paco le prestó, tomó la bolsa con el pollo y abrigada bajo su grueso rebozo, dijo adiós y se marchó. Después de lanzarle una bendición, el hombre se apresuró a cerrar de nuevo la puerta. El fuerte ventarrón y la lluvia desmesurada le impedían avanzar de prisa, con trabajo iba abriéndose paso sin ver para ningún otro lado que no fuera por donde iba pisando. A lo lejos se escuchaba aullar a un perro presagiando un destino fatal; imaginó que el viento le gritaba que le iría mal al final del día por su atrevimiento. El desasosiego fue apoderándose de ella; oía voces por todas partes; sin embargo, el ruido de la lluvia era tan ensordecedor que no le permitía escuchar ni su propia voz. El miedo se transformó en terror, empezó a apretar el paso como queriendo correr, pero era tal el ímpetu de la naturaleza que frenaba sus intentos.
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Próxima a la esquina, escuchó sobre aquella estridencia una risa inconfundible; sin dudar farfulló que era la Quirina. Eduviges, al borde de la locura por la aprensión que la situación le provocaba, forzó el paso creyendo que si alcanzaba la arista lograría ponerse a salvo del implacable castigo impuesto a San Cosme. Luchando contra las adversidades, de pronto resbaló y cayó; era casi imposible mantenerse de pie. Se levantó, dio vuelta a la esquina y por un momento todo se tornó calmo; divisó un árbol que ofrecía engañoso abrigo y pensó guarecerse bajo su follaje. En ese preciso instante, el viento volvió a embestirla, arrancándole de las manos la bolsa con el pollo y el paraguas ya inservible. También la despojó del rebozo, exponiendo su cuerpo enjuto. Apenas pudo asirse del árbol, justo en el momento en que un trueno embravecido descargó su furia sobre él. Ahí, ¡todo acabó! Fulminada por un rayo, abrazada a aquel tronco, su vida entregó. Después de aquel día, todo el pueblo habló de lo ocurrido: Eduviges, “la risueña”, yace aquí convertida en un madero negro y chamuscado; osó hacerse amiga de aquella, “la Quirina”, a quien quiso conquistar con un triste pollo frío y desplumado, sin saber que a la Muerte nunca se le conquista, menos con pollo, carne o pescado. La gente insistía: ¿A quién se le ocurre poner a sus pies un pollo crudo, pensando, tal vez, que la Muerte se inclinaría para tomarlo y que juntas después irían a cocinarlo? ¡Ay, Eduviges!
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INGENUO FAROLERO
Desde hacía unas semanas, la lluvia pertinaz se apoderaba del pueblo de San Cosme; junto a ella, con la puntualidad de medianoche, según el viejo farolero (quien por cierto murió de un ataque al corazón), aparecía una espigada figura de vaporea presencia, la cual empezó a hacerse notar en noches tormentosas. El galante caballero de estilizada estampa, enfundado en su negra armadura, tenía una peculiar forma de caminar: la sonora estela que dejaba tras sus pasos hacía que sus escarpes frotaran los adoquines de las callejuelas, sacando chispas que fulguraban en la oscuridad. Esa luminiscencia era lo único visible para aquellos osados que, saliendo de la cama, asomaban el rostro por la ventana con la vana esperanza de verlo pasar; otros preferían hacerse un ovillo en el lecho y rezarle a Santa Eduviges, patrona de la comarca, para su protección. Una noche, mientras la lluvia acrecentaba su galope en los tejados, el nuevo farolero, en su recorri-
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do, escuchó el tañido de las campanas de la iglesia; era medianoche. Su voz anunció a los pobladores que todo iba sereno cuando, de pronto, a escasos metros frente a él, unas chispas sobre los adoquines atrajeron su atención. Habiendo oído la historia sobre el caballero de alta figura, que nadie había visto, pero sí escuchado, aguzó los sentidos para cerciorarse de la aparición. La lluvia, convertida en tormenta, bloqueó su mirada; el aullido de los perros se oyó a la distancia, atemorizando más su acelerado corazón. Sus ojos anegados creyeron ver un dedo afilado señalando a sus pies; aterrorizado, no pudo moverse; una de sus piernas, la tullida, inutilizaba el avance, mientras que la otra había quedado fincada al suelo, cayendo de rodillas frente a un charco de agua sucia. Incapaz de abrir los ojos, tapó sus oídos ante el ruido de los escarpes que avanzaban hacia él en enloquecido arrastre, rozando el suelo, centellando en cada paso; todo esto mientras, en un atisbo, percibió a la delgada figura danzando un excéntrico vals. Repentinamente, sintió el golpe de un escarpe en la entrepierna; gritó de miedo, gritó de dolor y cayó de bruces hundiendo la cara en el agua encharcada; una nueva acometida acertó en sus posaderas e hizo trepidar toda su humanidad; en el acto, un zapato se zafó de su pie quedando a un costado de su anatomía. A la mañana siguiente, al salir de sus casas, los vecinos notaron en las calles el infortunio causado por la tormenta: los recién instalados cables para abastecerlos de energía eléctrica aún chisporroteaban
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en el suelo; roedores, trebejos, prendas de vestir y basura yacían regados por doquier, arrastrados por el agua; árboles deshojados, ramas caídas… ¡Todo era un desastre! Sus miradas convergieron en un bulto inerte en medio de la plaza, se acercaron temerosos y luego la voz corrió: era el farolero. Después del entierro en sagrado suelo, el alcalde, el más agorero en todo San Cosme, mandó de inmediato elaborar una placa contando la breve historia de lo ahí ocurrido: “Aquí, en noche truculenta de tormenta y espectros, perdió la vida un ingenuo farolero, quien, armándose de valor, hundió la cabeza en el portal del inframundo, hogar del etéreo y enlatado caballero. En su intentona, quiso trocar los escarpes del hidalgo por sus viejos y suaves mocasines, con el fin de amortiguar el golpe de sus fantasmagóricos pasos sobre los viejos adoquines. ¡Qué osadía! ¡Qué torpeza, perder así la vida!”
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HITO
Con las manos metidas en las bolsas del abrigo y calzando botas forradas de piel de borrego, camino sin rumbo fijo bajo las luces desvaídas del alumbrado público de la avenida. Me sofocan mis pensamientos. Noto a los árboles agitar su ramaje al paso del viento que, travieso, se arremolina queriendo despojarlos de su follaje exiguo. El cabello, arrastrado por el juego, danza sobre mi cara escondiendo a la melancolía. Repentinamente, no sé qué oculto impulso me hace abandonar la acera, cruzar la vía y continuar los pasos sobre el camellón, angosto sendero de crudo concreto que pareciera no tener fin. Un atisbo de curiosidad me hace levantar la vista, que se pierde en la distancia oscura y silenciosa. La mente divaga, retraída de la actual realidad que la habita, semejando mis circunstancias con la de la división por la que transito. Así mi vida —repito interiormente—, partida en dos. En íntimo flagelo,
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se me antoja pensarla fragmentada, para que de mí salga la niña, la retraída, la valiente, la ingobernable, la dominante, la atrevida, la amorosa, la fuerte… dependiendo de lo que el destino me haga enfrentar. Pero no, soy solamente yo, con una sola partición, así como el bien y el mal, el cielo y el infierno, el sí y el no. Una sentencia y su secuela. ¿Quiero quedarme? ¿Quiero volar? Hoy, Él separó nuestras vidas, decidió que ya era tiempo y lo mejor para los dos. No le importó verme desvalida ni el dolor que la ausencia me causara. Sólo lo decidió, nos apartó como se separa en dos esta avenida. No hay más alegrías ni cómplices sonrisas, ni conversaciones sobre todo y nada, ni disputas hogareñas qué salvar. Mi lecho perdió su calor; se disipa el registro de su olor y su voz resuena en mi cabeza diciéndome “vas a estar bien”. Él le arrebató a mi vida su color, me colocó dentro de una caja carente de luz, en donde resulta difícil respirar y el vacío cobra espacio saturando mis sentidos. Dolor, asfixia, ansiedad, miedo… y no hay nada que pueda hacer. La mirada no se separa del camellón. ¿Por qué? —me pregunto en un susurro—, y de pronto, por fin logro entenderlo, se trata de un reflejo: su porosidad, mi piel; sus resquebrajamientos, mis cicatrices; su color, mi soledad; las manchas, mi tristeza esparcida; la extensión, mi longevidad; la división que representa, una decisión que he de tomar… Las reflexiones se diluyen por el sobresalto que provoca el sonido cacofónico de un automóvil que circula zigzagueante; me detengo y vuelvo la mi-
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rada notando que me alejé demasiado de casa; descubro que no quiero volver, no ahora, pues sería encarar al vacío que me espera porque él se ha ido. Titubeo; viendo nuevamente hacia el frente, una idea arrebatada me fustiga cuando advierto, entre la neblina que empieza a caer, el edificio de apariencia espectral que se encuentra a pocos metros de donde estoy. Palpo con mi mano la billetera que traigo en el bolsillo, suspiro y, decidida, continúo mi camino. Esta noche, el Westing Inn mi morada, y su tina… mi aliciente. La penetrante idea de la artesa no me abandona, se presenta palpitante. Esta noche, el gran hito de mi vida… Su cuerpo, en la helada morgue del hospital; el mío, bajo el influjo relajante del agua caliente de la tina. Muerte y vida. Vida y muerte. ¿Me uno a Diego en su largo viaje o prefiero despertar, salir a la calle y elegir el lado de la avenida donde el sol comenzará a calentar? Ahora, no es “lo que a Diego le gustaría”, más bien, qué es lo que yo deseo. Los acordes de Benedictus resuenan en mi anatomía, me dejo llevar en su cadencioso oleaje; le pido prestada a nuestra juventud compartida ciertos recuerdos que arquean mis labios en sutil sonrisa… Los minutos corren y, sin quererlo, mis párpados se tornan pesados, van cerrándose, lentamente, bajo el aletazo de mi ceñida soledad.
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DERRUMBE
Ignacio, decidido a abandonar el luto que lo ha envuelto durante quince años, se dispuso a escribir una carta al hijo a quien renunciara tras la muerte de Camila, madre y esposa devota. Sentado frente al secreter, empezó a desempolvar la memoria. Hundió la pluma en la tinta y garabateó las primeras palabras de una larga misiva que viajaría hasta Manila: Amado Jacobo, te sorprendo con estas líneas a las que espero prestes atención y, tras leerlas, sepas indultar a tu padre por el acto deleznable de no haber estado al lado de tu madre durante su larga agonía. La luz de sus ojos se apagó sin que yo pudiera regresar a casa y acompañarte en nuestro duelo. ¡Qué cobardía! Todos estos años devorado por la culpa dejaron en mí solamente el brío para escribirte y pedir tu perdón por abandonarte y salir de tu vida mucho antes de su deceso.
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Qué importante hubiese sido para mí seguir tu desarrollo, formar parte de tu vida y de tus triunfos. ¡Ahora me doy cuenta!, serías la luz de mis días. En su lugar, sólo conseguí construir mi anatema… Mis travesías por el mundo en busca de tesoros me despeñaron, sin remedio y cada vez más profundo, en toda excavación de donde extraje tanta riqueza; quedé empobrecido de ti y de tu madre, mis verdaderos tesoros. Recibí todas tus cartas. Las leí con devoción desmesurada. No obstante, fui incapaz de responderlas. El día que dejaste de escribir, supe que te habías dado por vencido ante el silencio de este viejo huraño y menoscabado. El tiempo ha corrido y quisiera rescatar… Después de que el tímido viento que corría por la estancia secara las palabras impregnadas de llanto, Ignacio dobló cuidadosamente las hojas, las guardó en el sobre y escribió la dirección de Jacobo. El último paso de aquel ritual aprendido de su abuelo, lo llevó a deslizar su lengua por la solapa engomada, cuyo amargo recorrido inevitablemente le recordó su propia existencia. La campana del templo pronto anunciaría las seis de la tarde. El anciano apresuró el paso para llegar a la oficina postal; sentía que la vida se le escapaba en el intento. Exhausto, con la taquicardia asomada en el cuello, entró a la agencia y, apremiante, colocó el documento sobre el mostrador, pidiendo al dependiente que le proporcionara los timbres postales necesarios para el envío. El empleado, sorprendido ante aquel requerimiento, señaló con cierta pena que estos ha-
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cía muchos años habían dejado de usarse, que ya sólo existían los de edición especial para coleccionistas. Ante tal revelación, Ignacio tomó el sobre entre sus manos y enmudeció, sintió la boca seca después de tragar la saliva acumulada para pegar los sellos y un dolor creciente recorrió su brazo izquierdo. El zumbido en los oídos bloqueó el resto de palabras que brotaban de aquella boca gruesa y oscura; hablaba de franqueo. Sus ojos se fueron cerrando mientras su cuerpo se inclinaba buscando el piso; dos palabras taladraron sus sienes: “demasiado tarde”. La carta abandonó sus manos danzando al compás de un vals straussiano, quedando amortajada por el polvo que yacía debajo del mostrador, y él, desfallecido, fue recibido por la desgastada baldosa.
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AMBROSÍA
Meretriz de lozanos pechos, de empalidecidas areolas y enhiestos pezones, permíteme usurpar tu intimidad levantando el encaje de tus fustanes y así dar con el premio de mi pasión, ese cálido refugio que se encuentra en medio de tus piernas. Te desnudo, ocupamos posiciones por entero conocidas. Tus manos juegan con mi cabello, se deslizan ahora por el torso, erizan los vellos de la piel imantada a la tuya. Sea, pues, tu monte de Venus el cojín donde repose mi mejilla, mientras me embriago del aroma que expele tu húmeda vagina convertida en exquisita ambrosía. Motivado, beso el cráter volcánico de tu geografía, inflamado, erecto y sensitivo. Reaccionas, escucho tu gemido entrecortado, tu cuerpo se contorsiona alzando la cadera, incitándome a beber de tus fluidos. En tanto, haces lo tuyo en un vals acompasado, lames, succionas, embistes el irrigado falo. Posees la destreza
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y experiencia llevándome al orgasmo entre fulgurantes explosiones. Caigo a tu lado, trémulo y gozoso. Tú abandonas el lecho cubierto con sábanas de seda, no sin antes darme un beso en la espalda para luego susurrarme al oído lo que tanto temo: “el tiempo ha terminado”. Te observo, lavas tu vulva, enjuagas la boca y te emperifollas para alguien más que pagará tu compañía. Displicente, abandono el lecho. Me despido procurando llevarte en mis suspiros; deposito en la urna de cristal y oropel las monedas de oro que pagan tus servicios. Sé que tu sonrisa roba el aliento a los infames que te admiran; seas, pues, la perdición de mis sentidos y el Moulin de mi constante lenocinio.
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ASALTO SEXUAL EN EL EXPRESS Acto rápido y lujurioso Por Samagasi.
Sogoma, 29 de febrero 2069
Chapin Lover, el asaltante sexual, fue atrapado esta madrugada con las manos en las nalgas de una jovencita de dieciocho años, quien abordó el último vagón del Express en la estación La fiévre, al sur de la ciudad. Solitario, ocupando uno de los asientos del último vagón, viajaba Chapin Lover, cuya lista de asaltos sexuales asciende a más de diez. Ella, de nacionalidad colombiana, subió a ese mismo vagón y se sentó justo al lado del victimario, buscando la seguridad de su compañía, lo que tuvo consecuencias insosPECHOsas para la mujer. La víctima, quien pidió ser llamada Zoraida para fines de esta entrevista, señaló que iba de regreso a su hogar después del trabajo en Le Tube; abordó el último vagón; en su interior vio a un hombre de apariencia impecable, rasgos hispanos, lentes de marca, bigote fino y cabello engomado; decidió sentarse a su lado y entablar conversación con él, para no hacer rutinario el trayecto y saberse acompañada. Señaló que el individuo, de físico deseable, trabó plática y casi de inmediato su mano estaba deslizándose bajo su falda, mientras acercaba sus labios carnosos a los suyos. Confesó haber aceptado el beso por temor a ser agredida. Su horror, según sus palabras, fue creciendo al notar que la otra mano habilidosa del hombre desabotonaba su blusa, mientras que la que exploraba su entrepierna hacía a un lado su tanga (sic); sin embar-
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go, asegura que cedió a los avances del extraño para conservar la vida. Al momento de ser abordados por la policía en la última estación, a él se le encontró con cara de asombro al descubrirse con las manos en el cuerpo de la dama, mientras ella apaciguaba su respiración agitada. Con las investigaciones previas, la historia dio un vuelco al descubrirse, por la grabación de una cámara de vigilancia de alta precisión recién instalada por la administración del Express y ahora testigo de los hechos, que Zoraida de ser víctima pasó a convertirse en cómplice del delito de faltas a la moral, por realizar actos impúdicos en lugar público. Sin embargo, una investigación más minuciosa reveló que ahora sólo hay un culpable de este delito y se trata de Zoraida, quien se aprovechó, aparentemente, del cuerpo hipnotizado de la hoy víctima, cuyo nombre fue revelado: doctor Armando Líos, hasta ayer conocido como Chapin Lover. Después de un análisis profesional de la grabación y notar en ella el comportamiento extraño del doctor Líos, se descubrió que este actuó bajo el efecto de una hipnosis profunda, ya que de acuerdo con el video, en el momento de anunciar por el altoparlante la partida hacia la última estación del tren, Lesexe, la conducta de Armando Líos cambió radicalmente, volviéndose lujurioso y adquiriendo cierto comportamiento autómata. La sexóloga, doctora Damela Yang, estudiosa de la Hipnosis Aplicada, sostiene dicha aseveración, tras comprobar en el mismo video que al momento de arribar y ser anunciado el nombre de la última estación, el individuo sale del trance con claras muestras de ansiedad y sobresalto.
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La doctora Yang participará activamente en la reconstrucción de los hechos que tendrá lugar hoy, a la misma hora en que ocurrió el acto, con el fin de comprobar dicha hipótesis. De confirmarse, tanto el video como la sexóloga se convertirán en importantes pruebas de descargo. De resultar esto cierto, las autoridades abrirán nuevas líneas de investigación que los conduzcan a resolver el caso y liberar de toda culpa al presunto inocente.
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MIRADA PRÁSINA
En Ciudad Camaleón, lugar pintoresco, reconocido ante el mundo por la paleta de colores que la reviste, hubo votaciones para elegir a su nuevo gobernador. La elección se celebró a finales de noviembre, uniéndose al festejo del Día del Papalotero. La jornada estuvo tornasolada por el galanteo de múltiples papalotes que se desplegaron en armónico vuelo, presumiendo los trabajos artísticos de los participantes. Días después de aquellos sucesos del fin de semana, Ciudad Camaleón sufrió una gran transformación. El nuevo partido oficial abolió los colores que la adornaban, promulgando una ley para convertirla en una ciudad “verde”. Cuadrillas de trabajadores enfundados en sus overoles pistache con el emblema del Partido Verde incursionaron en cada rincón, callejón, calle y avenida pintando vallas, casas, escuelas, edificios y todo lo que se atravesara a su paso.
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Los ciudadanos fueron los siguientes en contribuir al cardenillo sueño. Invitados por el artículo cuatro, inciso ocho, de la Ley del Color Oficial, tuvieron que prender fuego a sus vestimentas y empezar a utilizar los overoles que el Gobierno declaró obligatorios para la sociedad camaleónica. Los sectores de oposición, escandalizados, hicieron un llamado al pueblo para salir a las calles y manifestar su rechazo. Se dispusieron barricadas e inició la marcha rumbo al Palacio de Gobierno. Entre bochinches, pancartas y grafitis, fueron desnudando sus cuerpos y cubrieron sus firuliscus y kukuruscas con hojas de plátano maduras traídas de la costa sur. La respuesta táctica de las autoridades resultó atropellada. Utilizaron vehículos blindados para despejar las trincheras de la vía pública y así abrirle paso a las tanquetas lanza agua. Las escaramuzas entre manifestantes y policías dejaron heridos tendidos en las calles, tiñéndolas de carmesí. La unidad desplegó sus tentáculos apuntando a la masa que se esforzaba por llegar al Palacio de Gobierno. El primer intento resultó fallido; las algas formadas en el líquido paltáico taponaron la boquilla, haciendo que los brazos ondulantes cobraran diámetro dantesco hasta casi explotar. Los vítores y las burlas resonaron en las paredes de los edificios. Los uniformados, humillados, remontaron en valor y empezaron a lanzar su arsenal de gases lacrimógenos mientras solucionaban el risorio problema. Repentinamente, los azotes verdipestilentes lanzados a presión se hicieron sentir en la anatomía de la muchedumbre. Los más escuálidos eran lanzados sin piedad por los aires, quedando sus
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cuerpos hechos añicos a varios metros de donde se encontraban; otros, arrastrados por la fuerza, quedaban atorados en alcantarillas, estrellados contra los postes del alumbrado eléctrico, o bien, sobre vehículos estacionados en la acera. Intempestivamente todo acabó. El silencio inundó las calles y avenidas. El fétido olor del agua utilizada para desperdigar a los revoltosos anegó los pulmones de todos en el lugar de los acontecimientos. La batalla la ganaron “los cascos malaquitas”. Los que pudieron huir a tiempo se resguardaron prontamente, mientras que aquellos que fueron apresados tras la revuelta recibieron la sentencia de purgar penas en el campo. La orden judicial los mandó a tapizar la tierra de cultivos. Sus condenas consistían en sembrar vegetales verdes para surtir a toda la población. La Ley de Nutrición, en su artículo veinticinco, incisos del uno al tres, ordenó a todos los habitantes de Ciudad Camaleón volverse frugivoristas desde el momento mismo de su publicación. Ciudad Camaleón ya sólo consumía alimentos de hoja verde, así como frutos y semillas que se mantuvieran dentro de la gama del color oficial. El tiempo transcurrió. Después de cinco meses de Gobierno, cuando toda la ciudad y sus habitantes, incluyendo animales domésticos, vestían en diversas tonalidades verdes, sin previo aviso, cayó sobre ellos un aluvión que, para sorpresa de todos, diluyó el color, formando ríos verdiazulados, manchando todo lo que estuviera en su camino. El gobernador lloraba la decolorada tragedia, pensando en el esfuerzo que le había tomado llevar a puerto ese proyecto, el cual
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culminaría con la publicación de un nuevo decreto que cambiaría el nombre de la ciudad. No sería más Ciudad Camaleón, sino Ciudad Esmeralda. Ese día cerró los ojos por muchas horas, no quería presenciar más la desventura. El pueblo entero, sorprendido por el acontecimiento, creyó que era un presagio divino, diciéndoles que en aquella ciudad huía la esperanza, escurrida, furtiva, por las alcantarillas…; absorbida por la tierra tratando de esconder su vergüenza. No pasó mucho tiempo antes de que dichos presentimientos también se deslavaran. Una mañana se dio el destape. El Gobierno tuvo que admitir que no hubo ningún complot; llanamente, las autoridades confesaron, en matutina rueda de prensa, que aquel color con que se cubrió a la ciudad y sus habitantes, distintivo del Gobierno del cambio, fue producido con pigmentos traídos del lejano oriente, comprados a bajo precio para lograr un ahorro en el presupuesto. Los pobladores empezaron a blandir la espada del fiasco y decidieron bautizar al actual Gobierno como la “quinta fallida transformación”. Se rumora, muy por lo bajo, que la verdadera razón del sinople cambio se debió al monocronismo de su gobernador. Y sin consulta popular en la cual votar, este sencillamente decidió que toda Ciudad Camaleón debía ver desde su misma refracción.
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LA ESQUINA DE LAS GATAS
—Abusada, Micaela, ahueca el ala que yo no pedaleo tus bicicletas… —Gritos dieras, pendeja, pero… ta güeno, ay nos vidrios, me jalo pa l’otra esquina, total, donde me pongo jalo moscas. —Por eso digo… un jicarazo de vez en cuandito te caería bien. ¡Allá tú y tu nido de la…diosa esta! —Párale ay, o aquí mismito te escabecho, güereja. —Ay te ves jija de la chingada… Está por caer un cliente, no me lo vayas a espantar. Aplica el onceavo: no estorbes. ¡Ahuécale ya! Lanzando una mirada de soslayo, Micaela estiró una hebra del chicle que traía en la boca, con parsimonia continuó su rumbo, dándose aires de diva, montada en sus tacones de aguja y luciendo su vestido de licra negra, hasta llegar a la contraesquina de la calle de Las Pirujas. Mientras tanto, Débora, acomodó sus pechos en el top de lentejuelas rojas y abordó al hombre que se acercaba por la acera.
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—Tons… ya me encontrastes papacito. Qué… ¿vas a querer? —encogió la pierna para mostrar el liguero de encaje negro. —¿De a cómo, mi reina? —dijo el hombre de cuerpo enjuto, exhalando una larga bocanada de humo mientras la observaba de pies a cabeza. —Pa ti, y porque me caes bien, ciento cincuenta varos más cien de la recepción. —¡Uh! Te cotizas mi reina; qué… ¿qué va a haber?, ¿es con todo y mamada o qué? —De todo papacito, menos por el chiquito… Tons, ¿tenemos nuestro dos de Candelaria?, ¿qué dices? Yo pongo los tamales y tú, el atole. —Y, pos como quien dice… ¿no me haces una rebajita? —¡Qué! —señalándose la frente y con voz alzada—, ¿aquí dice caridad o qué chingaos? Agua que no has de ingurgitar, déjala que discurra por su cauce. ¡Lárgate baboso! —¡Uh!, no te inflames mi reina… Pos ya dijiste. ¡¿Pa dónde jalamos?! —Pos ora sí, ya nos entendemos… ¿Ves aquel hotel? —señalando con su regordete dedo y uña acrílica encorvada—, se llama “La esquina de las gatas”, es limpio y seguro. Lo pagas, nos encuartelamos, me das mi lana y por una hora soy toditita tuya. Sólo recuerda, por el sunfiate, nanay papacito. Después de ponerse de acuerdo, ella lo tomó del brazo contoneándose frente a Micaela, y él metió las manos en los bolsillos, una, acariciando la paga de la semana, y la otra, intentando avivar a su flácido y eterno compañero.
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¿QUÉ DICE QUE DIJO?
Dos amigos diciendo salud con dos serpientes bien elásticas, intercambiaron una peculiar conversación. —¿Qué onda mano, qué rumbo marca tu velero? —Bien piscinas, pero con tenis. ¿Y botas? —Ahí jalando la carreta. Y ¿qué onda?, ¿en qué paró lo de anoche, vos? Por poquito se los carga la tira en casa de la Zoila vaa. Andate con cuidado, mano, porque esa chava hasta con un chaye te puede tronar. —Sí hombre vos, me quedé bien arralado. A esa güisa le traía ganas, pero la familia es primero, cerote, así que le conté a mi ruco dónde guardaba aquella el billullo y ahí nos tenés de cacos: clavándonos la pasta y haciéndonos la pala. —Entonces ¿no se ahuevaron, mano? —Nel, nos lanzamos a la jaula de mi cashpiana. Le llevé unas sus flores para taparle el ojo al macho vaa, y la mula bien confiada nos fue a servir un
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poco de fresco a la cocina; re bien porque andábamos con esa sed pisada que da cuando vas encima de algo vaa. Tons, en el inter, ahí me tenés echándole aguas a mi jefe. Aquel se fue directo al jarrón que estaba en un rincón de la sala, sin pena metió la baisa y de repente oigo un trac y el chillido que se tragó el viejo, cabal cuando le prensó uno de los dedos la trampita para ratones que la Zoila puso dentro de la mierda esa. Casi me cago. —Y luego ¿qué pasiones? —Con la guasa que me ando echando, metí la mano, me clavé el pisto y le digo a mi ruco que se jale. Para esto, la Zoila no se había dado cuenta, vaa, pero no ves pues que, al darse la vuelta, al cerote se le atoró el riel en la pata de la mesa y que se truena el Ming que la suéter compró en el mercurio. Pinche jarrón cerote, se hizo pedazos, vos. —¡Puta! Qué casaca. —De veras, ¡te lo juro! El viejo se cantó en la olla. —Y ¿entonces, mano? —Ahí sí, mirá vos, la Zoila salió despepitada y que se la huele… —¿La chilaca? —Nel, cerote… ¡Pa qué putas con vos! ¿A qué fuimos a su chante, pues? —¡Hijuelagran! —Simón. Tons la Zoila empezó a gritar: “cacos, rateros, hijos de la chingada…” Se lanzó encima de mi jefe montándosele en la espalda; traté de desprenderla, pisado, pero mi güisa como ladilla, mirá. Acaso la podía arrancar pues… —¡Qué onda! De plano, entre su rollo y los vecinos fijaditos, llamaron a la tira, vaa.
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—Cabal. Así que le di un su cato a la pisada y al chilazo nos zafamos. Corrimos atrás de un ruletero, pero ni nos peló el pisado. Le seguimos hasta que al pedalazo nos subimos a una burra; el brocha no nos cobró el pasaje, vos, de plano porque pusimos nuestra cara de empurrados, vaa. —¡Pajero! Ahora decime que tu ruco aguantó la tirada. —Nel. El patantaco se fue de trompa dos veces. En la primera, sin pedo. En la segunda, de jeta en el charco. —Puta… ¡Qué pijazo! —Simón. El muy mula se quedó sholco de los frontales. Al final, salió bien chilera la jalada. Ahora a hacernos los majes y a armarle el chonguengue de los quince a la canchita. —¿Canchita? Si está más tiznada que’l carbón, cerote… Ya vas, el otro sábado ahí te caemos toda la mara de colados. —Vientos, no hay clavel. Lo que sí, cerote, ahí se vienen con tacuche y bien lustrados. ¡Ah!, sólo no te traigas al kuke porque ese maje es ley y a todos nos va a dar roña, mano. —No tengas pena. Mejor te traigo a la Perla, que está bien rica y te la cangrejas un rato. —¡Ja! ¡Qué de a huevo! Con esa chirmolera ni a la esquina, cerote. —Mano, no seas culero. Hacéle ganas hombre… —¡Sho, pisado! Primero solo que ser cuñados. —¡Tu máscara! Tons, ahí nos Chuck Norris al ratón. —Ya balsas. Andate por la sombrita y te echás cal. Y así, después de chocar las chelas, cada quien jaló para su cada cual.
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LA LOMA
Papi, papi ¡Molly se cayó!, gritaba con todas mis fuerzas mientras permanecía hincada a su lado a la vera del río. Ella, en vano, intentó ponerse de pie; sus piernas se doblaron, tenía la mirada extraviada y la lengua le colgaba por un lado del hocico. Llena de miedo y con los ojos anegados en lágrimas, contemplé los esfuerzos inútiles de mi padre por reanimarla. Esa noche, el canto de los grillos camuflados entre la hierba se acompasaba con el crujir de la tabla que soportaba mi peso. Los pies apenas rozaban la tierra; el vaivén cadencioso del columpio meciéndome suavemente traía consigo desde la cocina el concierto en do menor de cubiertos y platos orquestado por mi madre. Me observaba por la ventana, seguramente preocupada por mi tristeza, que escalaba al cielo, yendo de estrella en estrella hasta reposar en el manto oscuro que cubría a Molly en su nueva morada. Lo creía con fe absoluta…
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Por fin dejo la ciudad. Viernes y quincena. ¡La locura! Salga, le hará bien sacudirse el estrés. Vaya al campo. Ahora son sus nervios, después vendrán más complicaciones para su salud. Hágame caso. El médico fue puntual en su diagnóstico. Estoy subiendo de nivel, cual si fuera juego de video; sufro contracturas en cuello y espalda, padezco episodios de insomnio y he perdido el apetito. No se lo dije al doctor para evitar agredir al estómago con tanto medicamento, generándome así una gastritis; no obstante, creo que ya la tengo. Las horas en la oficina me engullen por exceso de trabajo, ya olvidé cuál es mi horario; la oficina y yo somos un caos. Como diría la Amor: “El cansancio que tengo es infinito”. Las noches de amigos quedaron atrás y los posibles paseos siempre pospuestos para otro fin de semana. Sólo pienso en la cama. Dormir, la meta diaria de cada día. Mientras conduzco, procurando mantenerme en estado “dalai”, observo a la gente caminar por la acera: presurosa, ensimismada en su teléfono, indiferente a lo que la rodea. La luz roja del semáforo detiene mi marcha. Un alud de personas cruza la calle frente a mí; hay quienes evitan los empujones desplazándose entre los autos con motores vibrantes exhalando humo negro que tizna los pulmones. Me llama la atención un hombre escuálido, andrajoso y drogado que rodea mi auto y se detiene justo detrás de la cajuela. En segundos, mi corazón acelera sus latidos y fijo la vista en el retrovisor, atenta a sus movimientos…
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Enterramos a Molly al pie del aguacatero. Mamá, ocurrente, comentó que ahora ella comería aguacates cada vez que se le antojaran. En cambio, mi padre talló su nombre en el tronco y con su ayuda agregué un corazón y mi nombre. La tarde después de su muerte volví al columpio y conté a Molly lo que había hecho durante el día: Hoy, papá me dejó cepillar al potrillo. Florinda no se enojó, siguió pastando mientras se sacudía las moscas con la cola. Luego, mamá me llevó a cortar flores y recoger algunos aguacates que cayeron del árbol. Eso me puso triste porque recordé que tú siempre corrías, ladrando mucho, para comértelos antes de que pudiéramos acercarnos. Después, regresamos a casa dispuestas a comer del pastel que horneó por la mañana… En ese crucero, la luz del semáforo cambia a los treinta segundos, suficientes para encrespar mis nervios enfermos; el hombre por fin se mueve y sigue su camino. La luz cambia a verde. El tránsito se atora por culpa de un autobús del servicio público atravesado en la avenida. La discordante sinfonía de los cláxones acribilla mis oídos. Sujeto el volante, con fuerza, anclando a él mi paciencia. Me duele la cabeza. El sol me da de frente, ardo de calor, quisiera arrancarme la ropa. Aún no arreglo el aire acondicionado, pero sé que bajar los cristales significa exponerme a un asalto… Después de unos días escuché a papá decir que el arroyo estaba contaminado. Prohibió acercarme y ordenó no ir más allá del huerto. Mamá, preocupada, jugaba con el delantal que llevaba a la cintura y preguntó a mi padre si vendería. No entendí entonces qué quiso decir, sólo recuerdo que él, con el
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rostro enojado, movió la cabeza en negación y dijo: nos están presionando, pero ¡jamás! Apenas logro avanzar un par de metros y la luz cambia a amarillo, luego a rojo. Siento revuelto el estómago; tengo náuseas. Observo para todos lados deseando que no aparezca un policía de tránsito. Estoy parada justo sobre el cruce peatonal. Preparo en segundos el argumento en mi defensa (de ser necesario): oficial, ¡por favor!, le juro que me arranqué a tiempo, pero un autobús bloqueó el paso al quedar atravesado en medio de la avenida, ¡por favor! ¡Por favor! Todo para evitar cualquier multa impuesta por las hienas vestidas de negro y placa al pecho que acechan la ciudad. Sudo como luchador de sumo, estoy al borde del colapso... Desde la partida de Molly, siempre imaginé que cada estrella era el peldaño de una larga escalera que lleva al cielo. Mamá me decía que nunca olvidara levantar la mirada… Tuve suerte. Continúo mi camino. Estoy agotada y sólo quiero volver a casa, cambiarme de ropa, preparar un sándwich, servirme una copa de vino, meterme a la cama, prender la televisión y ver las series policiacas que considero instructivas para no dejarme engatusar, ni por buenos ni por malos, en sus maneras de abordar a las “víctimas”. Permanezco en modo “defensivo”. Noto con pesar que a mi paso no hay un sólo árbol plantado. La ciudad va quedando atrás. Suelto el cuerpo. Bajo el cristal y dejo que el viento me refresque mientras imagino lo primero que haré al llegar al
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rancho. La carpeta asfáltica arde. Repentinamente, en vaporeo horizonte empieza a emerger otro recuerdo: la casa de ladrillo con su techo de dos aguas cubierto de teja envejecida; los ciruelos plantados en perfecto pentagrama y el campo extendiéndose en su derredor salpicado de flores silvestres multicolores; la cerca pintada de blanco resguardando a la yegua y su potrillo que corre, dando coces, exhibiéndose ante mi padre; el gigante aguacatero con su tupida sombra. Colgado, de la rama más alta, se mece el columpio que un día papá instaló para mí. Escucho su voz en un murmullo: Cuando te columpies, harás compañía a Molly y le podrás contar tus aventuras. También, mientras te balanceas, verás la ciudad a la distancia y podrás construir tu futuro... El murmullo cesa y salgo de la ensoñación al escuchar el escape estruendoso de una BMW Adventure que pasa a mi lado en un pestañar. Por un momento, creo que yerro el rumbo. La topografía ha cambiado mucho desde que visité la casa por última vez. ¿Dónde quedó el campo? Un complejo habitacional obstruye la vista al bosque; cientos de soldados negros del escuadrón “Rotoplas” custodian los techos. Me acongojo ante los primeros gigantes de acero enclavados al suelo que, dentro de poco, junto con cientos más, soportarán la enorme carga del progreso. La maquinaria pesada, inclemente, desgaja el cerro; la tierra retumba. Mis palpitaciones regresan; me envuelve un velo sombrío al descubrir a Juan esperándome en el sendero. Salgo de la carretera y recorro los pocos metros que me llevan a su encuentro. El viejo caporal me recibe con un cáli-
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do abrazo. Sus ojos lloran, no sé si por la edad o porque lo desborda la angustia. Desde la muerte de mis padres, él cuidó de los animales, del huerto… hasta de Molly sepultada al pie del aguacatero. Suspiro ante su recuerdo y por la ausencia de aquel columpio que me ayudó en mis sueños de niña a tocar el cielo, a alcanzar la ciudad. No quiero entrar a la casa; en su lugar, nos dirigimos hacia el viejo árbol. Acaricio las tres cruces a manera de saludo, una es de Molly y las otras dos, simbólicas, corresponden a mis padres. Arropados por su frondosa sombra, nos sentamos sobre el pasto e imagino una reunión familiar; él atento a mis palabras, yo tomando fuerza de la tierra: Nos vamos, Juan. No hay más qué hacer ni nada qué cuidar. Te vienes conmigo, ahora velaré por ti. Debo ceder. La decisión está tomada. Juan saca el desgastado paliacate y suena su nariz en un solo acorde, le pesa la mirada. Hace un último intento por convencerme de no vender la propiedad; sugiere que criemos caballos y renovemos el huerto para hacer producir nuevamente al rancho… Acuérdese, niña Olguita, lo que dijo su papacito sobre no vender. Sí, Juan. Si supieras que ese recuerdo me acompañó durante todo el viaje hasta aquí. Tú sabes que el tren aéreo pasará justo por estas tierras y ya no podemos seguir oponiéndonos, aunque se trate de nuestra herencia ancestral. Tú mismo has visto que ya casi todos los de por acá vendieron al Gobierno y, la verdad, nosotros solos no podemos contra la modernidad. Me dieron a escoger, Juan, tengo dos alternativas: vendo y me pagan una suma aceptable o me expropian la tierra, dándome unas migajas por ella. Tampoco la vamos a regalar, así que va lo primero. 62
Ambos guardamos silencio, mismo que se rompe con el vuelo de los colibríes. Es un buen augurio. Paso mi brazo por su hombro huesudo y, mostrándome más confiada y serena, le pido que le eche ganas y le prometo que no resultará tan malo vivir conmigo. En verdad quiero creerlo, pues yo misma necesito ser rescatada. Sólo nos tenemos el uno al otro. Quizá también adopte un perro. Un destello de alegría me invade. El árbol agita sus hojas y escuchamos el trino del zenzontle. Sonreímos y ambos secamos con la ropa nuestras lágrimas. Caminamos hacia la casa en busca de una fresca limonada y un sabroso guacamole con tostadas. Pienso que antes de dormir saldré a ver las estrellas y me despediré de aquello que me vio crecer. Juan se adelanta, vuelve la mirada y con sonrisa renovada me dice: me lleva a la tumba, niña Olguita, y yo respondo: pues que nos entierren juntos, mi Juan.
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PRIMER VUELO
—Mamá, ¿hacia dónde volamos? —Hacia el hormigón, mi amor.
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AVISTAMIENTO
En las primeras horas del día, los espíritus ancestrales hacen sonar los tambores celestes; el sonido desciende de las montañas, los nubarrones vaticinan desastre. El cielo quejumbroso suelta su llanto fino; las ramas de los árboles crujen al ser provocadas por el viento mientras las raíces se toman entre ellas, expectantes y temerosas. La naturaleza agitada llama la atención de aquel que lanza la mano contra ella… En vano. Amanece. Repentinamente, las aves anticipan el vuelo huyendo despavoridas ante el temblor de la tierra bajo el paso de las máquinas. No importa que llueva, grita el ingeniero, ordenando meter las excavadoras en terreno boscoso; sus estruendos arañan la arboleda. Revisa nuevamente los planos, asiente con la cabeza al saberse en el lugar del ecocidio. Se abstrae por momentos, imaginando la plaza comercial: vanguardista, inteligente,
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con jardines artificiales en vertical, sky lounge y estacionamiento subterráneo de tres niveles. El apellido familiar en letras doradas, apoteósicamente suspendidas sobre la fuente de estilo alpino situada en la entrada principal. Suspira. Toneladas de cemento en armoniosa disposición engrosando el arca familiar. Buen gusto y poder, vanidad y codicia, opulencia y materialismo. Las uñas de la maquinaria desgarran el suelo sin piedad, las sierras destrozan los árboles; ellos, al principio rebeldes, luego sometidos, destejen sus raíces cayendo uno tras otro en deletéreo abrazo. El tiempo transcurre. De pronto, se escucha un grito que ordena detener el avance, sacando al ingeniero de la contemplación. Las máquinas interrumpen el ataque, experto y personal se reúnen ante el socavón. Los murmullos violan el aire; hay temor en algunos rostros; el sacrilegio está consumado. Ante sus ojos, bañados por el maná del cielo, de las entrañas del suelo brotan los restos óseos de ancestros, acompañados de vasijas y utensilios mortuorios. Los medios publicarán el hallazgo, el ingeniero llorará su tragedia, el mundo obtendrá conocimiento y los ancestros un número y una vitrina. En tanto, el águila, con su chillido al vuelo, irá denunciando más avistamientos de la tierra mostrando el rostro desfigurado.
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INVASIÓN
Una sensación inexplicable avivó mi curiosidad entumecida e hizo que tomara una importante decisión. Después de horas y horas de cavilaciones, al fin emprendí la travesía; pocos metros de distancia me separaban de mi nuevo destino, solamente tenía que cruzar el camino que divide al bosque. Bajé del almendro de río, deslicé el cuerpo por el tronco en danza grácil y lenta hasta tocar el suelo. Sensación extraña, pensé, sabiendo que esta vez lo hacía, no para fertilizar el terreno, sino para cumplir un deseo. Quedé agotado por el esfuerzo; intuí que no había peligro. Aflojé más el cuerpo de por sí relajado, mimetizándome con el entorno; esperé a que los minutos corrieran para recobrar el aliento. Mi avidez por alcanzar aquella tentadora morada y, al mismo tiempo, apetitoso alimento, me animó a tomar nuevo impulso. Arrastrándome por la superficie, después de
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medio metro, logré llegar a la orilla de la carretera sintiendo el calor que emanaba de ella. En sutil giro de cabeza, divisé en la lejanía algunos bultos oscuros envueltos por el vaho veraniego, parecían dirigirse a mí. No me preocupé y seguí impulsándome. Repentinamente, fui sorprendido por un ser, especie que jamás había visto, que tomándome por los sobacos me levantó del suelo. Este ser, cuyo cuerpo poseía piel de extraña textura, mostraba sus dientes, pero no amenazante, más bien fraternal y afable. Creyéndose poseedor de mi cuerpo, al menos eso pensé por un momento, me trasladó hasta el árbol más cercano, un cincho verde y robusto cargado de hojas y vainas, crecido a exigua distancia de la otra orilla del camino y que, casualmente, era al cual anhelaba llegar. Me acercó con suavidad al tronco, tan alto como la extensión de sus brazos lampiños lo permitió; en un instante me aferré con fuerza y sostuvimos la mirada por algunos segundos; la de él, llena de asombro, la mía, sólo curiosa. De aquellas masas distantes, ahora cercanas, emergieron varios seres semejantes al que providencialmente ayudó en mi propósito, emitieron sonidos extraños y cacofónicos para mí. En sus manos portaban artilugios con los que enfocaban su vista en mi extenuada anatomía. Ridículos, pensé, sintiéndome aburrido por su raro comportamiento; opté por ignorarlos y decidí escalar el árbol. Mis garras dejaron sus huellas, mi cuerpo marcó territorio. Abajo, quedaron los seres de ojos pasmados. En la ensoñación, después de mi vegetariano menú, apenas alcancé a entender la voz del loro que
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repetía, incesante, lo que escuchó cuando volaba por un lugar llamado ciudad: a cinco kilómetros de esta localidad se avistó a un espécimen peludo y parduzco, de cola pequeña, cabeza redonda, mancha blanca en la cara y de nariz chata. Asumimos que se trata de un perezoso. Pedimos a los pobladores circular por el camino a baja veloci… Volví a caer en sueño profundo. Ese día hubo dos hallazgos: el mío, causando sorpresa al invadir el camino, y el del árbol que me acogió, que resultó ser una especie al borde de la extinción.
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CASA VACÍA
El rastro indica su reciente paso por el sendero de adoquín, que lleva hasta el jardín donde la huella se extravía debido a la hierba crecida. Empieza a clarear. El rocío, aún visible en las superficies variopintas, confiere frescura a la mañana. Los pájaros despiertan, un tímido piar entre el follaje, luego otro y otro más, anunciando el nuevo día con su acorde trino. Calientan sus alas en brioso aleteo, saludándose entre sí, felices de haber librado los peligros de la noche: la visita de un gavilán en busca de nuevos manjares o de un gato vagabundo resuelto a explorar entre el ramaje del prisco. De pronto, en el tejido de la grama se percibe movimiento; ahí va él pidiéndole permiso al tiempo para arrastrar su vida y la pesada carga, esa casa rodante que tantas veces lo ha salvado del peligro. Hoy no debiera ser distinto, mas el destino señala la variante: tendrá lugar una conquista. El hambre llama, cae la trampa.
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En su afán de explorador, dentro del silencio de su mundo, transita grácilmente en círculos casi perfectos, mientras mordisquea la hierba a su paso. Cuatro antenas husmean la atmósfera, repentinamente detecta algunas masas luminiscentes e informes, embutidas entre el pasto, que cayeron desde el árbol; se revela ante sí el excremento fuliginoso de los bullangueros moradores del árbol. Manjar lujurioso cuya estela despide olor a hierba afrutada, a veces agridulce; despierta en él un deseo arcano por saciarse hasta el empacho. La suerte está echada y el postre servido para antes de irse a dormir. Parsimoniosamente, harta sin temer a la acechanza de patos, gansos, ratones, escarabajos o ranas que quieran desayunarlo, tampoco hay perros o gatos que ambicionen jugar con él hasta destrozarlo, ni humanos que a esa hora lo recolecten. Se encuentra sólo, atiborrando al instinto. El sol florece, es hora de resguardarse entre el seto. Busca acomodo, retrayéndose dentro del caparazón y segrega el moco que sellará la abertura manteniéndolo humectado, protegido del calor, a salvo de las entrometidas hormigas que deambulan obcecadas en busca de alimento. No obstante, un invasor se ha infiltrado. Pasan las horas, el astro desmaya tras las montañas, se enfría la tierra, las aves vuelven a casa; para el molusco es hora de recomenzar la rutina, sólo que ahora está sintiéndose mal, no tiene energía, perdió el apetito. Afuera huele a jazmín, a corteza… Nada acaricia su paladar. Se abandona a la noche. Con la serenidad de la aurora canta el gallo. El milenario gasterópodo continúa quieto en su confi-
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namiento amniótico. De pronto se agita, experimenta la necesidad de salir de su concha. No comprende por qué, es más fuerte que su voluntad. No hay ilusión, ni deseo, ni curiosidad que lo espolee a descubrir el nuevo día, aun así, desgarra la membrana y un soplo de aire le da la bienvenida. Torpemente estira el cuerpo; el patrón se rompe, no hay círculos cuasi perfectos en su modo de andar, erra el camino. La muerte cabalga en sus entrañas. El huésped toma los débiles hilos de vida del caracol convirtiéndolo en marioneta, lo obliga a moverse sin tino sobre el pasto húmedo. El plan del gusano conquistador está por cumplirse. Arrojó el anzuelo, debe esperar un poco. Aquella expulsión del hogar primigenio va a concluir. El reto es volver a casa en una pieza… o fragmentado. Gira la ruleta, es momento de la disputa, de saber quién de los que están a punto de competir es el más fuerte y audaz. Ocurre el avistamiento. Dos pájaros se abalanzan sobre la presa, se une un tercero, hay trifulca; algunas plumas vuelan por los aires; el piar resulta frenético para los espectadores apostados en el prisco. Nadie interviene. La algarabía no pasa desapercibida para el felino que inició, minutos atrás, su recorrido matutino. Alerta los sentidos, se agazapa. En el alboroto, uno de ellos aprisiona entre sus garras el botín; el eufórico aleteo espanta a los otros contrincantes, obligándolos, por fin, a abandonar el campo de batalla. El huésped está ansioso porque el ave lo devore. Desde que se instaló dentro del cuerpo del molusco, cuando este se engolosinó con aquel manjar excrementoso, su única fijación ha sido volver a su antiguo hogar de plumas.
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Hay un silencio inusual en el ramaje, los inquilinos están expectantes, se mimetizan con el follaje. El triunfador, absorto en la tarea de extraer al caracol, utiliza las uñas para inmovilizar el caparazón y sacude la cabeza con frenesí para desprenderlo. Por fin lo logra. El gusano corre con suerte, es engullido sin desmembramiento, pero el gusto le dura poco porque en el preciso momento de ser tragado, el gato se abalanza sobre su presa. Las garras felinas atrapan al pájaro cuya angustia la absorbe el gusano que se encuentra en el buche. Ambos lo saben, la vida se fuga despiadadamente. Allá van los dos eslabones, uno tomado del otro. Transportados en las fauces del minino, que se regodea de su primer triunfo del día. Atrás queda un rastro casi imperceptible de fluido viscoso que resplandece con los rayos del sol. Y oculta entre el pasto, jungla de pequeños y microscópicos eventos, permanece la morada de un ser misterioso; un caparazón esférico, ligeramente rugoso y con pequeñas espirales de color marrón oscuro que exhibe un morboso y atractivo vacío en su interior.
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IN FRAGANTI
El banquete estaba servido, los reflectores iluminaban las viandas y proveían una sensación de calidez al lugar. Aquellos platillos exquisitos expelían un aroma irresistible que atrajo la atención de un visitante inesperado. Su pequeño cuerpo enjuto, muy quitado de la pena, se paseaba de un lugar a otro, evaluando los alimentos preparados hacía poco; sus ojos color azabache no podían dejar de ver los manjares exhibidos y el apetito fue despertándosele… hasta la desesperación. Era difícil saber por cuál decidirse, pensó que debía probarlos todos. Empezó a dar mordiscos a la pizza de pepperoni, luego a la lasaña de carne molida y al panettone que estaba muy cerca del formaggio. Probó esos cuatro alimentos para quedarse finalmente frente al tiramisú, al que vio por unos instantes, atenazado ante el extravagante sabor del postre que le robó el corazón.
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De pronto, se sintió observado; medroso, volvió la mirada y descubrió frente a sí a muchas personas y una cámara que in fraganti registró sus andanzas entre las viandas. Al principio, asustado, después, sorprendido; no obstante, al constatar que un cristal lo separaba de aquellos rostros de miradas incrédulas y bocas abiertas, tomó una postura de indiferencia y hasta pareció que les sonrió inflando sus bigotes negros. Giró su cuerpo y continuó dando el visto bueno a cuanto platillo estaba exhibido en la vitrina. Saciada su glotonería hasta el empacho y dejando por doquier las huellas de su paso sobre aquellas exquisiteces, el pequeño roedor de pelambre fino y gris, de patitas delgadas y orejas cortas decidió marcharse por el oscuro agujero de donde había asomado, entre las rendijas del aparador. El ratón, avecindado en La Spezia, cuyo rabo todavía robó un pellizco de relleno del tiramisú antes de desaparecer, despertó entre los testigos sonrisas de asombro, murmullos ininteligibles y movimientos escandalosos que lo hicieron sentirse el héroe de la noche. Alejándose de los reflectores, partió, perdiéndose en las entrañas del exhibidor. A manera de despedida, dejó tras de sí una imperceptible estela con aroma a queso mozarela.
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CENTINELAS
El tiempo transcurre, las horas del día destilan hacia el ocaso, es momento para que Marte y la Luna asomen por la ventana celeste. Su presencia insta al morador del gran coloso a anunciar a los habitantes del bosque nuboso el cambio de turno con su apabullante aullido. Muchos inquilinos vuelven a sus escondrijos con las barrigas llenas o parte del botín del día; otros esperarán que corra mejor suerte a la mañana siguiente, si logran llegar a ella. Los seres alados se albergan en la frondosidad de la arboleda; en el sopor que antecede al sueño, cuentan sus aventuras en alharaquientos silbidos que van apagándose al compás con que lo hace la jornada. Al aullador lo anida Ya’ax ché, cuyo ramaje permite la apertura de los trece cielos y guarece a las deidades de la selva, espectros que atormentan a visitantes humanos, quienes, osados, logran llegar hasta sus entrañas. El mono ha construido un lecho
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trenzando el follaje, huele a hojas frescas, prueba su resistencia soltando el cuerpo sobre él, antes de aceptar la invitación para ir al plácido sueño. No obstante, espoleado por su instinto, emite un último aviso a los moradores noctámbulos: es hora de sacudir el cuerpo, estirar las patas y emprender sus recorridos rutinarios; de exhibir saltos acrobáticos yendo de rama en rama, de charca en charca…; de hacer música; les dice a aquellos que hienden el aire a su paso, entre arbustos y helechos, que es momento de encender las luminiscencias de sus cuerpos. Finalmente, el primate decide apartarse; la juventud de la ceiba, reflejada en el tronco espinoso, le brinda la seguridad de un sueño apacible. La bóveda cósmica, ya oscurecida, muestra a los astros refulgentes, permitiendo que impúdicos rayos lunares escurran entre el follaje de los majestuosos gigantes. La selva respira vida; con un guiño reinicia el juego de la supervivencia. La moneda es lanzada al aire, los hilos del destino se tensan: unos prestos para devorar y otros condenados a ser engullidos. El aleteo de algunos murciélagos perturba el sueño del guardián de prieto pelambre. Entreabre los ojos atisbándolos en su labor polinizadora, lanza un resuello en protesta, vuelve a dormir soñando con los ecos guardados en la savia de las ceibas provenientes de caracoles y tambores de los mayas, pipiles, nahuas y tainos. Guarecido en el camuflaje de las ramas más altas, sueña que se convierte en testigo de ceremonias practicadas entre gobernantes y chamanes, transmitiéndose poderes, de rituales religiosos celebrados
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al resguardo de Ya’ax ché; contempla absorto cómo, bajo sus ramas, descansan los hombres de sus fatigas. Repentinamente, en su onírica travesía se lanza del ramaje elevado, aposentándose en un arbusto vecino; ha visto a los hombres sacar de sus morrales fruta y comida que tientan su paladar. Sopesa el asalto; cuando está a punto de arremeter, Ik, dios del viento, golpea su rostro y de la ceiba hace caer pequeños copos algodonosos que cubren el suelo a su alrededor; un agudo silbido atrae su atención hacia el cielo y observa el vuelo de ave asombrosa con cuerpo verde iridiscente, pecho y vientre carmesí y cola de largas plumas brillantes, cuyo planeo le evoca libertad; entonces, en su corazón siente una punzada de desconfianza y temor, resonando en su memoria la muerte o captura de parientes y amigos por manos humanas. Gruñe, huyendo despavorido hacia la seguridad que ofrece el gigante. El palpitar apresurado lo despierta en el justo instante en que estaba por resbalar de la herbácea yacija. Mientras recompone el cuerpo escucha sonidos que se arrastran sobre el lecho boscoso; sus sentidos se aguzan, la diáfana noche revela sangrienta contienda entre jaguar y tacuazín al pie de la ceiba; los cuerpos, en danza mortal, se contorsionan, muestran fauces amenazantes, la suerte está echada. El felino lanza certero zarpazo dando muerte al aguerrido roedor. Por un rato, el aullador queda embelesado ante la escena, pensando que pudo ser él quien yaciera en las fauces del carnicero. Se abraza a la rama agradeciendo a Ya’ax ché por su protección. La aurora empieza a anunciarse, el mono lo sabe y se prepara para dar aviso a los moradores del
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bosque, quienes continúan participando en el juego de la vida. Es hora del cambio de turno. De nuevo, algunos irán al sueño, saciados, con hambre, sintiéndose huérfanos, mutilados; habrá aquellos que lamerán sus heridas, se sentirán triunfadores o se integrarán a la composta selvática. En tanto, los que despiertan iniciarán reiteradamente la carrera por la supervivencia. Muchos se aparearán y otros, como el aullador, siempre observadores en su rol de centinelas. De pronto, la pasividad efímera se desmorona. El águila alza el vuelo deslizando su mirada por el firmamento, percatándose del distante céfiro saludo entre los ramajes ceibáticos y el Templo del Gran Jaguar. Avivadamente, su chillido es mal interpretado, pues hace reverencia a los colosos, y algunos allá abajo, aterrados, huyen despavoridos en su primer intento por salvar la vida. Se lanza la moneda al aire, es momento de girar la rueda; otra vez, el juego va a comenzar…
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HÁLITO
Luchando contra el exterminio, el brote alcanza un hálito de vida. Tímido, asoma entre el pavimento de concreto, figura de modernidad que a su mundo acecha.
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AGUA BRONCA
De cuando en cuando, vuelvo la mirada y rebusco en la memoria aquel recuerdo que refresca mi presente… Las nubes plomizas soltaban una lluvia copiosa, acumulando al final de su llanto gotas de agua en el ramaje de los árboles que circundaban mi hogar. Inmediatamente pedía permiso a mi madre para salir a la calle, y enfundada en las botas de hule, junto con otros amigos, chapoteábamos en los múltiples charcos del vecindario. Sin embargo, había un deleite aún mayor, muy divertido, zangoloteábamos las ramas jóvenes de la arboleda para pringar nuestros cuerpos con el agua acumulada en ellas. La sensación fría que calaba las ropas nos daba escalofríos y al mismo tiempo resultaba placentera. Así, en fila india, marchábamos de arbolito en arbolito hasta empaparnos por completo. Reíamos al son de nuestro canto: allá en la fuente había un chorrito… Jamás me escapé de una regañada; mamá sufría pensando que podría enfermar… Mi felicidad superaba todo mal. 85
Crecí y nunca volví a las andadas: caminar bajo la lluvia, mojarme con el agua acumulada en las ramas tras el aguacero, saltar en los charcos. Primero cambiaron mis gustos, luego lo hicieron los tiempos. Ahora ya no llueve; la tez de la tierra luce agrietada; no hay pasto ni árboles ni campo que la reclamen. De vez en vez, una nube se acuerda del pasado, se esfuerza por desahogarse. Por fin logra parirla, pero ya nadie sale a su encuentro. Todos le rehúyen, cual si de una maldición se tratara. Duele en la piel su contacto. Antes, con ella germinaba la vida; ahora brotan salpullidos y ámpulas nauseabundas. Nos quema. No hay animales silvestres, salvajes, ni plantas ni humanos que la aguanten. Es ácida, muy ácida. Tememos al agua bronca. Las nuevas generaciones conocen la lluvia a través de los libros; los adultos narramos nuestras historias. Las aguas tratadas crean otras narrativas. Divago, cómo será el mundo cuando ni estas puedan ser toleradas… si es que duran. Ya no lo viviré, pero ¿qué hay de los hijos de los hijos a quienes estamos heredando un planeta agónico, en vías de extinción? Suspiro y vuelvo a la realidad que me rodea. Las partículas menores se incrementan, los niveles de contaminación son alarmantes y hoy suman ciento cuarenta y un incendios activos en el área metropolitana. Asomo por la ventana y la nata que cubre la ciudad me cala las entrañas. Mi tristeza se incrementa. Doy la espalda y enciendo el viejo radio de transistores, herencia de otra vida muy distante. Las noticias son alarmantes, racionarán aún más el agua, ya no
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hay lugar dónde perforar para encontrarla. Somos un queso gruyer. No puedo más, me dejo caer sobre el viejo sofá buscando el sueño que me lleve a otros mundos abundantes, prósperos y eternos. Tampoco se vale llorar, pues el llanto se ha convertido en un artículo de lujo y no de primera necesidad. Siento el impulso vehemente por ir a la cocina, me dirijo al fregadero. Abro la llave y por ella se escapa un ventoso maloliente. Mi mirada se pierde en el vacío y me quedo aquí, petrificada, esperando a que caiga aunque sea una gota, sólo una, que sacie la sed de mi alma.
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EDICIÓN LIMITADA
En un suspiro palpo el recuerdo de mañanas en que, recostada en la cama, los haces de luz filtrados a través del cristal se posaban sobre mi cuerpo desnudo, bañándome con la tibieza de sus mimos. También evoco los días en que, presurosa, abría la ventana para que el viento juguetón refrescara la habitación. El árbol plantado a un costado de la casa abanicaba con su frondoso follaje mis noches de bochorno, mientras sus ramas danzaban al son de la brisa nocturna. Esos tiempos de gozo se diluyen en la memoria. La voracidad de la sociedad esgrimió su espada implacable en pos de la modernidad y el desarrollo, conquistando espacios, desplazando entes. Poderosos, escudados bajo la consigna “Cada día somos más”, se permitieron despojarnos a su antojo. Un día agonizaron los árboles, algunos finalmente murieron, otros, endebles y anquilosados, se aferraron a la vida; el viento no volvió a cabalgar entre las ramas
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ni se escuchó más el gorjeo de las aves en la alborada ni en el atardecer. Dejó de llover. Desde entonces respiramos aire enrarecido. El sol renunció a sus caricias. Por falta de ozono, el astro comenzó a agredir sin piedad a todo ser vivo expuesto a la potencia de sus rayos. Nos descubrimos buscando protección en las sombras proyectadas. Después, muchos dejamos de salir a la calle. No abrí más la ventana. Perdí de vista el horizonte. Sólo ocurrió. Destruimos ecosistemas. El planeta reaccionó. Hoy no funciona el aire acondicionado; languidezco ante el asfixiante calor de la tarde. Busco auxilio en un viejo libro edición limitada. Torpemente me abanico con él mientras contemplo la imagen que devuelve el espejo. Observo mi piel sedienta, cansada, sin brillo… Extraño su color de tierra. Me apago sin remedio. Justo cuando me dejo caer en el diván, mi nieta entra corriendo al salón. Algo la perturba, su cuerpo y mirada la delatan. Al principio duda, pero luego lanza una pregunta directa: abuela, ¿qué es un árbol? Sonrío con sorna y, sin más explicación, le entrego el texto que me abanica, El árbol, ¿mito o realidad? Alcanzo a decirle que sólo abra el libro y mire la ilustración. Insiste y atiza con su curiosidad infantil mi recuerdo caduco. Repentinamente, frente a mí, aparece el viejo duraznero con sus cinco metros de altura. Me lleno de brío y le digo que voy a contarle una historia… Un día compré en el mercado una pequeña planta, su nombre, si mal no recuerdo, era trueno. De
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ella me atrajo su vibrante color verde limón y esmeralda. No titubeé y la llevé a casa. Con mucho amor coloqué al seto entre otros similares a él. Esperé unos días para que se ambientara y después lo sembré. Para mi sorpresa, al sacarlo de la bolsa negra que servía de maceta, encontré a un lado del tronco un tallito, delgado como palillo, mostrando con orgullo un par de ramitas con dos hojas del tamaño de la uña del dedo meñique. Me intrigó tanto que lo planté en la vieja olla de aluminio que usaba para calentar el agua del café y esperé a que creciera para saber de qué planta se trataba. Era cuestión de suerte: una mala hierba o un árbol. El tiempo corrió, tras algunas semanas el tallo se hizo más fuerte, se había estirado varios centímetros, y de él brotaron más ramas con hojas de limbo verde y envés rojizo. Sorprendida, salté de gozo al descubrir que se trataba de un duraznero. Plantado al pie de mi ventana, por meses, lo vi crecer, desarrollarse, hacerse fuerte y frondoso. Luego, llegó su primera floración; brotes blanquizcos que después se tornaron en rosa pastel proliferaron en sus ramas, llenando de armonía al jardín frente a mi ventana y de gozo a mi corazón. Esperé paciente a que sus frutos coronaran; primero verdes, duros como piedras, y luego los vi tornarse amarillos con tintes carmesí. Un día, a principios de junio, corté el primero, lo llevé a la boca, mordí expectante su aterciopelada piel, escurriendo por mis comisuras el néctar dulce y abundante. Amé a ese árbol con todo mi ser puesto en sus cuidados… Guardo silencio y la niña entusiasmada abandona la estancia abrazando el libro contra su pecho;
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sus pasos se alejan y a la distancia escucho su voz gritar: ¡Después me dices qué es un arroyo! Aguijoneada por otra evocación, cierro los ojos, escapándoseme una lágrima que se pierde en los pliegues de mi mejilla. Me extingo en la decrepitud de mi mundo.
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LA OTRA POMPEYA A la memoria de los paisanos caídos ¡Oh, pedacito de cielo! Cómo es de fértil tu suelo. ¡Ay!, en tu sangre latina tienes el alma chapina. Tus cumbres y volcanes se besan con el sol, tus ríos primorosos son lágrimas de amor. José Ernesto Monzón
El viento trajo consigo un estridente estallido. Nos vimos a los ojos, estrujamos nuestra ropa en señal de miedo. Necesitamos unos segundos para alertar los sentidos. Las miradas buscaban a los nuestros: abuelos, padres, hijos, parientes, al perro, al gallo… a todos aquellos con quienes compartimos el hogar. Salimos a la calle en medio del estruendo; nuestra humanidad se llenó de ceniza, el corazón de angustia, la visión de negrura. Arena por todos lados; el sol quedó oculto tras la gigantesca nube grisácea. Olía a muerte. Somos varios los que vivimos en las faldas del coloso, herencia ancestral y continua ante la imposibilidad de hacer vida en otro lado, primero, por falta de recursos, y segundo, por cariño a la tierra legada… o viceversa. El jolgorio dominical se sentía en las calles; en la reunión familiar bajo la sombra de los mangales, espantábamos a los mosquitos que, insistentes,
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buscaban nutrirse de nosotros; muchos disfrutando del último alimento. Los niños jugaban tierra con sus amigos, otros entretenidos con el programa de televisión que arrancaba sus risas sonoras y contagiosas. La pesadilla nos robó el último respiro. Busqué desesperada a mi hijo entre los niños que jugaban en el patio; lo encontré sentado y llorando; sus diminutos ojos se posaron sobre los míos reclamando consuelo. Nuestros cuerpos estaban pintados de negro. Lo alcé y abrazándolo contra el pecho corrí ladera abajo; mi vientre abultado golpeó con fuerza. El corazón marcaba el paso con su bombeo acelerado. Pensé en mi esposo, en que no volvería a verlo. Él allá en los cafetales sacando la faena, y nosotros aquí tratando de entenderlo todo, presintiendo el escape de la vida. La bocanada del volcán se nos vino encima, ni cómo correr o esconderse para no ser alcanzados. Cubrí la cara de mi hijo con mi mano ardiente. Caí de rodillas, luego sobre él. Gritó y después calló para siempre. Las piernas me ardían, el calor hiriente penetró en cada poro, en cada orificio de mi anatomía. Me quemó la nariz, la garganta, el pecho… la existencia. El último hilo de vida se escapaba llevando consigo al no nacido. En la liviandad del ser, abrí mis ojos para enfrentar el infierno. Sin más sufrimiento que el de mi alma en pena, presencié los horrores provocados por el Volcán de Fuego. Un desierto lánguido, ardoroso, fumante y hediondo cubrió nuestras casas, la placita, la escuela donde impartía clases…; toneladas de arena lo sepultaron todo. En la superficie sólo brota
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la cúpula de la iglesia, muda testigo de conversiones inagotables, de corazones rotos, de promesas proferidas, de uniones promisorias. La muerte lo abarcó todo. ¿A dónde fueron los pájaros? ¿Dónde está la vida derramada, otrora golpeando las piedras y refrescando la sed de los animales? ¿Qué se hicieron los árboles, el verdor de las laderas, el azul del cielo…? A mi paso etéreo, descubro cuerpos pétreos dueños de expresiones dantescas. La naturaleza no perdona edades ni sexo ni día ni hora. En un pestañar, estoy en la carretera. El río de lava trae consigo sus extrañas criaturas candentes reclamando como suyo todo a su paso. Triunfante. Mi alma llora sin encontrar consuelo. Apenas noto, aferrado a mi mano, al hijo que poco antes cubría mi cuerpo. A tuto llevo al hijo que habitaba mis entrañas, otro varón cuyo destino irremediable hubiese sido el trabajo en los cafetales; su rostro reposa en mi hombro seco. Los tres somos mudos testigos de la ira del volcán. Veo a un anciano. “¡Abuelo, abuelo!”, grito sin hacerme escuchar. Quiero tocarlo, abrazarlo, besar su rostro tiznado y decirle: “aquí estoy, abuelo”. Él, sentado en la baranda de acero a un costado de la carretera, tiene la mirada perdida, quizá buscándome o a alguno de sus hijos. Su voz desgastada responde las preguntas de un socorrista, cuyo gesto revela la gravedad de su condición. Contrito, lo hace hablar para mantenerlo entre los vivos. Él responde, pero luego sólo repite: ¡Me duele, ya no aguanto! Octogenario, hombre de maíz forjado con las más duras faenas, caminó Dios sabe cómo hasta el
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lugar donde fue hallado con las extremidades abrasadas. ¿A quién buscabas abuelo? Pronto estaremos juntos, yo te recibiré y volveremos a silbar las tonadas que tanto te gustan: Ferrocarril de los Altos, Mi canto a Guatemala, San Juanerita… Noches de Escuintla. ¡Qué alegres nos poníamos todos en casa al escucharte! El día y la noche son uno, ¡qué importa ya! Hoy, el cielo chapín llora sin consuelo, la naturaleza amenaza con lahares. ¡Contente Dios mío, no nos traigas más penas! Alcanzo a mi esposo, quien no se separa de la brigada de rescate, ansioso y esperanzado por encontrarnos con vida. ¡Pobre mío, sufro a tu lado esta condena! Entrelazo mi brazo con el tuyo, ambos embrutecidos vemos la retirada de los socorristas, no hay aliento para decir “no se detengan”. El tiempo empeora y suspenden el rescate. Un pequeño grupo mantiene el ahínco, se aferra a proseguir con la búsqueda. Repentinamente, resuena la voz de un muchacho; sólo pide una cosa: agua. “Dennos agua, por favor… Un sitio, una manguera… Sólo queremos sacudirnos de encima a los muertos”.
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DE AQUÍ Y ALLÁ Colección “La Palabra Proscrita”, se terminó de imprimir en junio de 2021 en CIGOME, S.A. de C.V. Se tiraron 500 ejemplares en papel Bond Ahuesado de 90gr. La tipografía se realizó tipo Master Of Break 70pts, Metropolis 14pts, Times New Roman 9pts, Bell MT 14 y 10pts, Adobe Caslon Pro 12pts y Adobe Garamond Pro 11pts. La edición estuvo al cuidado de Diana Laura Benítez Montero, Juan Manuel Alemán Sánchez y Eric Camacho Gutiérrez.
S. Maricel García S. (Ciudad de Guatemala, 1966), alma chapina y pluma mexicana. Incursionó en la escritura con dramaturgia y narrativa, que ha presentado en ferias de libro y festivales culturales en México en sus facetas de escritora y también de actriz, interpretando a sus muy diversos personajes. Guionista de adaptaciones como Narraciones Extraordinarias (E.A. Poe, 2017), El barco de mi vida (A. Baricco, 2017), Entre faldas, pertrechos y parque (2018), Historia de cananas (2019), Una mirada a la ventana de Pita Amor. (A. Ostoa, 2019), Rondando la ventana poética de Pita Amor (2019), Cuentos que te dejan pensando (J. Bucay, 2019), entre otras. En 2019 publicó en coautoría con seis autores mexicanos Rostros de Soledad, cuentos que hacen transitar al lector entre los múltiples matices de este complejo sentimiento humano. Durante la pandemia de COVID-19 realizó importantes aportaciones a la literatura mediante cápsulas de video y presentaciones virtuales, difundiendo su obra y la de otros autores. Ahora que las puertas se reabren tras el confinamiento del 2020, hace acto de presencia De Aquí y Allá, ópera prima con firma personal que contiene historias variadas y sensibles que muestra su calidad literaria. Facebook: entre libros y arte Podcast en Spotify y Anchor: Cuento & Chocolate
Plétora Editorial Somos una editorial independiente mexicana. Además de publicar textos literarios de todos los géneros (poesía, narrativa, dramaturgia y ensayo), ofrecemos servicios editoriales para los autores que tengan la inquietud de ver publicada su obra (subgéneros literarios y textos académicos, entre otros). Contáctanos. Tenemos un paquete editorial a tu medida. 55 69 05 99 57 Plétora Editorial pletora.editorial@gmail.com
COLECCIÓN La Palabra Proscrita
De Aquí y Allá es una cuentística integral que traspasa fronteras en cuanto a espacios, geografías y territorios donde convergen naturaleza, emociones, sensaciones y un sucedáneo de evocaciones con los cuatro elementos primordiales. Miradas sorprendentes y sorpresivas, enlutadas y amorosas, ojos que observan. Percepción de temperaturas y texturas… Se sienten aleteos, aire que mece voluntades, gozos y desdichas, requiebros voluptuosos paladeables por sus actos, palabras, ritmo y musicalidad. De Aquí y Allá no aísla ni arrincona, integra y se despliega en este vivero de cuentos. S. Maricel García S. ya no explora, sino muestra su oficio narrativo poniendo en mano de sus lectores el presente título. Vivamos la aventura recorriendo De Aquí y Allá, florilegio de invenciones. Alejandro Ostoa