Rostros de Soledad

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Rostros de Soledad Laboratorio Acción y Tinta CUENTOS

Plétora Editorial



Laboratorio Acción y Tinta

ROSTROS DE SOLEDAD

Plétora Editorial


Primera Edición, agosto, 2019 ©Alejandro Ostoa. Ausencia, El Calvario, Soledad carcomida, Linaje, Soledad, Capricho de plata, Temperamental, Solitario sin Ariadna, Dominio de Resurrección, Acto-reflejo, Goloteo. © Elena Reyes López. Artística soledad, El guardián de Elena, Que nada nos separe, En jaque, Las palabras de Matías, Teresa, Tras los muros, Algún día volverás, Tres eternidades, Añoranza, Veleros en el cielo. © Úrsula Cotero. El ojo de la noche, Maldición, Apuros, Movimiento petrificado, Abismo emocional, Escarlata, Es cara abajo, Felices, Eclipse, Tíbet, ¡Qué sino! © Miriam Veloz Díaz. ¡Aún estoy viva!, Otra época, ¿Qué hora es?, Una fumadita, Disfraz, Aplausos, El patio, Aprendí, Séptimo día, Firme decisión, Nuestra historia. © Andrea Dinorah Zenil. A otra tierra, Zapatilla azul, Depender, ¡Ya quiero crecer!, Cortafuego, El artífice, Marco, marco, Postrinni, Big beat, Por la red, En familia. © S. Maricel García S. Etérea libertad, Punto de quiebre, Desolación, Visita inesperada, Vidas truncadas, Alas, Anhelo, Tina, Oscuro, Advertencia, Nostalgia. © JuanMa Alemán. Claroscuro, Desahucio, Me amas hasta la muerte, Avenida Desesperación 18-21, A través de sus ojos, Antes del amanecer, Tímida, Uno, Corta aquí, Nombre, No me dejes ahora. © Emiliano Pérez Cruz por el prólogo © Plétora Editorial, 2019 Director editorial: Juan Manuel Alemán Sánchez Diseño y composición: Eric Camacho Gutiérrez Ilustración de portada: Eric Camacho Gutiérrez Impreso y hecho en México Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual. ISBN 978-607-98086-2-4


Indice

Celofán de la existencia 7 Ausencia 13 Artística soledad 15 El ojo de la noche 17 ¡Aún estoy viva! 19 A otra tierra 21 Etérea libertad 23 Claroscuro 25 El Calvario 27 El guardián de Elena 29 Maldición 31 Otra época 33

Zapatilla azul 35 Punto de quiebre 37 Desahucio 39 Soledad carcomida 41 Que nada nos separe 43 Apuros 45 ¿Qué hora es? 47 Depender 49 Desolación 51 Me amas hasta la muerte 53 Linaje 55

En jaque 57 Movimiento petrificado 59 Una fumadita 61 ¡Ya quiero crecer! 63 Visita inesperada 65 Avenida Desesperación 18-21 67 Soledad 69 Las palabras de Matías 71 Abismo emocional 73 Disfraz 75 Cortafuego 77


Vidas truncadas 79 A través de sus ojos 81 Capricho de plata 83 Teresa 85 Escarlata 87 Aplausos 89 El artífice 91 Alas 93 Antes del amanecer 95 Temperamental 97 Tras los muros 99

Es cara abajo 101 El patio 103 Marco, marco 105 Anhelo 107 Tímida 109 Solitario sin Ariadna 111 Algún día volverás 113 Felices 115 Aprendí 117 Postrinni 119 Tina 121

Uno 123 Dominio de Resurrección 125 Tres eternidades 127 Eclipse 129 Séptimo día 131 Big beat 133 Oscuro 135 Corta aquí 137 Acto-reflejo 139 Añoranza 141 Tíbet 143

Firme decisión 145 Por la red 147 Advertencia 149 Nombre 151 Goloteo 153 Veleros en el cielo 155 ¡Qué sino! 157 Nuestra historia 159 En familia 161 Nostalgia 163 No me dejes ahora 165


Celofán de la existencia Acción y tinta son buena combinación si se le agrega a esa loca de la casa, la imaginación: esa que todo lo trastoca, como huracán, como maldición, como cosa buena. Se le convoca y ya todo cambió. Se le eligió y el mundo es otro. En la soledad ardo, me congelo, sudo, tirito, aúllo, cavilo, desmenuzo, evoco ante la noche que transcurre o el día que amenaza en sola soledad que al ser enfrenta consigo y con relación a otros, los demás. Pasado, presente y futuro conviven en mi soledad, a la que doy salida a través de la palabra, y entonces la soledad es amor, desamor, postración a causa de la enfermedad, propiciatoria de reinicios, reseteo del disco duro que como nuevo prende y pretende llenarse con nuevas escrituras, con archivos que llenarán carpetas colmadas de historias en las que me vuelco, me revuelco en un intento por sacar del ronco pecho aquello que escuece o endulza, como ácido que escoria el alma, solivianta el recuerdo de placeres, quereres, infamias, traiciones, susurros, caricias, rasguños: recuentos de lo que ha sido, proyectos de lo que será, se dan en soledad. En ella se buscan verdades, se urden mentiras, se destilan verosimilitudes a la medida de las necesidades que nos permiten sobrevivir. En la soledad vida y muerte, Eros y Tanatos nos ofrecen sus múltiples facetas, expuestas al libre albedrío contaminado por la escuela, el trabajo, el hogar, la familia, la cama del enfermo. Los Rostros de Soledad que

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delinean los autores convocados a integrar este volumen son singulares y diversos. Como lo son aquellos espacios adonde la soledad se enseñorea y carcome, a menos que se le acepte y sea motivo para calzar botas con suelas vigorosas para reanudar el camino por la vida, con la euforia de dialogar y estar conmigo mismo, como quiere Alejandro Ostoa, quien a finales de 2017 dio inicio a un laboratorio llamado Acción y tinta, “en el cual realizamos presentaciones en escena, como el homenaje a Pita Amor el año pasado”, pero principalmente impulsa la creación literaria, en casi todos los géneros, excluyendo poesía. Acción y tinta son buena combinación y ya procreó a Rostros de Soledad, con aportaciones de siete personas que arrastran la pluma y así responden a ¿para qué la soledad en un mundo como el nuestro, plagado de sonidos y silencios que devienen en brutal ruido, signo de identidad de una sociedad que enaltece a la masa en detrimento del individuo? Justo para preservarlo y brindarle la posibilidad de la reflexión y el diálogo con la unicidad que da lugar al colectivo, a la voz sin la cual es imposible el coro. La soledad se preserva espacios y tiempos para que el zoo humano reflexione acerca de sí mismo y sus situaciones vitales, inalienables, siempre en constante transformación; sin ellos (tiempo y espacio para la soledad), el estruendo nos aniquilaría al manifestarnos siempre como muchedumbre solitaria aunque vociferante.

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Las historias que conforman Rostros de Soledad son muestra de la peculiar manera en que los seres humanos avecindados en diversos ámbitos y ante variadas situaciones, enfrentan esa posibilidad que la vida proporciona para hacer realidad el aforismo de Arthur Schopenhauer: “La soledad es la suerte de todos los espíritus excelentes”, aquellos que sin dios ni amo liberan a la loca de la casa y la entronizan como un antídoto contra la grisura de lo cotidiano, la medianía –celofán que nos envuelve la existencia– a la que la masificación intenta nos entreguemos. Bienvenidos los Rostros de Soledad cincelados por Alejandro Ostoa, S. Maricel García S., Elena Reyes López, Úrsula Cotero García Luna, Miriam Veloz Díaz, Andrea Dinorah Zenil, y JuanMa Alemán. En ellos se mira el lector, o reconoce a sus semejantes, los otros. Compañeros de viaje. Juntos pero no revueltos. Emiliano Pérez Cruz

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ROSTROS DE SOLEDAD



Ausencia Alejandro Ostoa Cuando la ausencia irrumpe, llega acompañada por algo o alguien, pero... nos quedamos carentes. Al fallarme los ojos, pero estar presente la visión, conservo las imágenes de la memoria y, afortunadamente, no pierdo sensaciones. Cuando la ausencia irrumpe, conmociona… es partida que despedaza; dicen que en boca cerrada no entran moscas, pero… ¿en ojos clausurados?... anida el recuerdo. No veo, no puedo quedarme con figuraciones que reburujan y estrellan mis emociones. Cuando la ausencia irrumpe puede desterrar… pero no hay mayor pena que hundirse en pesadumbre.

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Artistica soledad Elena Reyes López Indomable mar, que acaricias la soledad del viento y retienes cielos en movimiento, reflejando en tu superficie estampas de sol y luna arrebatadas al firmamento. Selectiva urbanidad de complejos espacios que dan cabida al arte en solitarios vecindarios; basta con atravesar portales de casas antiguas para descubrir estilizados hemisferios. Auténtica ansiedad por trascender las soledades ya vividas y otras aún por acontecer, al amparo de poderosos recursos: amor, música, voz… ¿para qué resistirse? Intuitiva mitad del pensamiento, equilibrio fugaz del entendimiento, sutil compañía de marcadas y añejas soledades que encienden el alma mía. Astral alejamiento de sueños inciertos, cómplice de soledades fecundas, bañadas de polvo de estrellas que destierran toda clase de amargura, despertando un mundo de descabelladas fantasías. Soledad justificada del destino, provista de misterio y coraza que sacude al mundo, aquí te espero enamorado y eterno.

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El ojo de la noche Úrsula Cotero Sin conciliar el sueño, se perciben sonidos que emergen de la oscuridad: canicas ruedan en un plato; un objeto pesado emite un golpe hueco al caer al suelo. ¿Quién fuera como los gatos que, sin inmutarse, se acurrucan plácidamente? Un insecto choca contra la ventana varias veces… La orquesta macabra manifiesta su silencio armónico para dejar dormir por algunos instantes, e irrumpe de pronto tomando por sorpresa a la tranquilidad. La vista encuentra, sobresaltada, caras en el techo, sombras de hojas que el viento mece… Empieza a llover y, con música incesante, recuerdos de historias pasadas vienen a la memoria. Fantasmas amorosos evocan lágrimas y risas; la noche luce eterna, profundizando en el cansancio. Una cortina retiene la vista, cada uno de los hilos de su trama y urdimbre son visibles: uno, el más grueso, se parece a mi mamá; otro, paralelo a ella, a mi papá. Se teje en la tela mi recuerdo más feliz, cuando un día lluvioso como este me sentía protegida en casa mirando una telaraña con el rocío atrapado en la red; mi mundo, pequeño y resguardado, me fascinaba, con mi familia dentro haciendo tantos ruidos, como esta noche. Vi otro recuerdo en la cortina: “Mecánico”, mi gato, bautizado así porque lo encontré en un taller automotriz; trepaba en las cortinas y las rasgaba desde el techo hasta el piso, dejándolas cual falda hawaiana.

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El amor me atormenta, lo pienso en la cortina; está en todos los chorrillos esparcidos de su mugrosa superficie; me recuerda cuando mi hermano y yo jugábamos y nos escondíamos, pensando que nadie nos iba a encontrar ahí… Desde hace años necesita una lavada, algún día le tocará tintorería. Mis evocaciones me hacen pensar: ¿el amor que siento es una necesidad?, ¿será un deseo o una fuerza que me llama?, ¿qué fibra de nuestro cuerpo está tan poderosamente atada a él? No comprendo este sentimiento que, a veces, resulta inalcanzable. No conozco las respuestas, pero en las puntas bordadas a mano siento la intención de mi mamá al prodigarme cariñosos detalles en sus ratos libres. Identifico su delicadeza en todos lados, la veo en mí también, aunque escondida. La historia de mi vida, lo que anhelo y el pasado, mis exageraciones inventadas y micro tragedias reales, obstruyen mi ventana. Estamos solos en casi todo momento, amurallados por auto referencias. Descubro algo que rompe con mi nostalgia. El tejido va tornándose transparente; la luz exterior penetra con fuerza, logrando un efecto traslúcido que aparta memorias y palabras; percibo una presencia exterior, una mirada que me lee como a una niña y no puedo ocultarle lo que siento. Al otro lado, mi silueta, observándome sin involucrarse. Me encuentro conmigo como testigo de mi imaginación en el reflejo del vidrio, en la conciencia del espejo y en la luna de plata, que me vigilará aun después de muerta.

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Aun estoy viva! Miriam Veloz D. Me hundo en este torbellino de pensamientos que me persiguen en todo momento, como el cazador a su presa; actúan con sigilo y esperan, pacientes, el momento para hacer su aparición y no dejarme salir de allí. Todos los días es igual, me atrapan sin que yo lo pueda evitar. Siete meses y aún escucho a mi mamá decir lo mismo: ¡Dios mío, dame fuerzas, no permitas que la desesperación me gane la batalla, por favor, Señor! Llora y respira profundo, acaricia mi cabeza, me da un beso en la frente y otro en la mejilla. Seis de la mañana. Inicia el movimiento, como todos los días. En la sala de terapia intensiva se entrega la reseña de lo ocurrido en el turno anterior; el fin de la revisión ocurre frente a mi cama; el parte es siempre el mismo: sin novedad. Recuerdo haber escuchado a una joven médico residente decir que gastar cinco millones de pesos en camas de hospital, medicamentos y en los honorarios de sus colegas le parecía una gran necedad de quien tiene mucho dinero y no sabe qué hacer con él; “¿Qué clase de persona se atreve a invertir tanto en una esperanza?” Cuatro de la tarde, el clima delicioso, la música, las cervezas, todo sumaba para que aquella fuera una noche espectacular. ¡Valle tiene magia! –recuerdo que dijiste–, y pensé: ¡Es como estar en una realidad alterna! Y así fue.

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Ese día, el escenario había sido distinto tan sólo tres horas atrás. Sin haber recibido permiso, busqué cualquier manera para salir de casa; burlé la vigilancia de mi mamá y escapé por la ventana de la cocina. Dos locos enamorados desafiando al mundo; tú y yo convencidos de que era el momento ideal para estar juntos; “mañana será tarde, la vida se vive hoy”, ese fue nuestro lema. Nunca pensé que olvidarías tus promesas; no entiendo qué causó en ti tanto temor, orillándote a abandonarme entre estas cuatro frías paredes, donde sólo me acompañan algunos de mis recuerdos, la rutina de mis pensamientos, las visitas médicas y un profundo dolor que algunos llaman soledad. Uno se cree inmortal cuando es joven. ¡Aún estoy viva!, pero desde entonces me siento más muerta que nunca.

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A otra tierra Andrea Dinorah Zenil Te escucho a lo lejos; vienes por mí; miles de espejos se quiebran bajo tus pies. Bailo tratando de encontrar a un compañero; no eres tú ¡A ti no te quiero! Me frustro ante el inminente fracaso. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? Me afianzo a donde creo que es mi casa, feliz de verme rodeada de mis joyas, recuerdos y flores. Suplico en soliloquio que me dejes; no te veo. Me engulles, voraz, como un gran agujero. Te aferras a mi alma. Déjame seguir esperando al compañero que deseo. ¡Vete, no me llevarás! ¡Deja a mi lozanía gozar de su frescura! ¡Que otros ojos descubran en lo que soy capaz de transformarme! ¡Vuelve a donde perteneces! ¡Lárgate soledad!

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Eterea libertad S. Maricel García S. Las opresivas sombras de los robledales engulleron a la delgada figura, que, tropezando con sus raíces expuestas, laceraba su piel de cera. Desesperada, huía dejando atrás el viejo edificio victoriano, mudo testigo de múltiples crímenes. Las voces taladraban su cabeza, abanico de susurros interminables. El mar, cada vez más próximo, expelió un zumbido enfurecido que hizo eco tras golpear las filosas rocas del acantilado. ¡Salta!, gritó vehemente la voz dominante. Un paso más, ¡salta! Parada ante el umbral de la muerte, miró al vacío. El frío se apoderó de su cuerpo, presagio de fatal destino. Llevó las manos al pecho. El tul de su camisón bailó con el viento mientras la brisa marina, al contacto con la tela, dibujó su vientre abultado. Entonces… saltó. Blanca efervescencia, su mortaja marina. Por fin, etérea libertad alcanzada.

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Claroscuro JuanMa Alemán ¿Por qué no enciendes una luz?” Prendió un cerillo. Su rostro, pálida sombra entre la negrura, se reveló a mi lado; puesta su mirada en la hipnótica llama. Cuando estuvo a punto de consumirse, lo apagó de un soplo y la oscuridad volvió a pesar entre nosotros. Una nueva cabeza raspó contra el esmeril; el fuego se renovó; su rostro resplandeció; sonrió juguetona. A Karla siempre le gustó encender mis cerillos y observarlos extinguirse uno a uno hasta dejar casi vacías las cajitas. Luego, cesó la extática contemplación de esa luz mágica y puso sus ojos en mí. “¿Por qué no me puedes sentir?” “Es extraño. Te veo y te escucho, pero siempre hace falta algo, como si una prohibición pesara sobre nosotros, como si una voluntad ajena interfiriera para dejar siempre incompleta la memoria”. Sopló. Luego de un nuevo instante de densa oscuridad, encendió otro. “¿Estás seguro de que no me sientes porque no quieres hacerlo?” Hundió su mirada en mí; dos fulgurantes brasas rojizas danzaron en sus pupilas. “No. Aunque te pudiera sentir ahora mismo, al despertar no me quedará más que una leve sensación, un tenue recuerdo de lo que aquí haya sucedido”. “¿Me buscarás mañana, como yo a ti? Y si nos encontramos, ¿me recordarás?” Sopló; el cerillo se apagó. Ya no encendió más luces. Por la mañana, el cenicero estaba lleno de varillas de madera chamuscadas, la caja de cerillos, casi vacía. No recordaba haber prendido ni uno. A veces, cuando

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por las noches o durante las madrugadas me asalta el insomnio, me levanto a fumar uno o varios cigarros hasta que el sueño vuelve o despunta el alba, lo que suceda primero. Pero esta vez no fue así; no había colillas en él. “¿Realmente estuviste aquí?”, le pregunté, pero sólo recibí la callada respuesta de mi reflejo de pie ante el espejo.

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El Calvario Alejandro Ostoa Amparo ve reflejada su preocupación en el agua de la fuente de la plazoleta que está frente a la iglesia de El Calvario. Entra al templo con el fervor de que el Ánima sola, también conocida como Alma desamparada, le haga el milagro: liberar del penal a su hijo Romualdo. Al ver la escultura de la mujer que en el calabozo rompe las cadenas que la sujetan de las muñecas, con las llamas alrededor, ora con fe para que Romualdo sea liberado. Es jueves, por lo que toca el Misterio luminoso. Las cuentas del rosario avanzan conforme se repiten las avemarías y padrenuestros antes de concluir con Gloria, amén. Toma una “estampita” del Ánima sola. Mete su dedo índice en una pila con agua bendita. Ve sus ojos que se reflejan obscuramente, contrapunteando con lo luminoso de las llamas recién vistas. Con el índice embadurna una cruz húmeda en la frente y sale. Recoge una horqueta que ha caído del árbol que sombrea la fuente. Se quita la liga que sostenía la cola de caballo, la estira y rompe, como si lo hiciera con las cadenas de la mujer de la imagen. Amarra la liga a cada uno de los cabos del palo recién recogido. Ve hacia el cielo, imaginando un vuelo libertario: un ave con la cara del hijo recluso. El Alma desamparada le hará el milagro.

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Del suelo toma una piedra que forra con la estampa de su devociĂłn, la coloca como proyectil en la resortera y dispara. Un zanate cae muerto en la fuente, salpica a Amparo y la saca de sus deseos. Mientras tanto, Romualdo impacta su frente en el piso, sin que ese jueves, ni alguno otro, pueda cumplir con el Misterio luminoso. 

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El guardian de Elena Elena Reyes López Siempre está allí, en el mismo lugar, sin importar la hora, si es de día o de noche, si los rayos del sol calcinan su rugosa piel, si es empapado por una suave llovizna o por una lluvia torrencial. Él siempre está allí para Elena y ella lo sabe. Una profunda soledad inunda la Calzada de los Gigantes. Él es el único sobreviviente de su milenaria estirpe de eucaliptos, arrancados de raíz y de los que sólo quedan despojos incrustados en la sequedad de la tierra. El abandono y la ausencia han bloqueado su vitalidad, llevándolo, de a poco, a un agónico letargo. Elena vive a un par de calles de este desolado sitio. Como a él, también sus seres más queridos, ambos padres y hermana, le fueron arrebatados por la muerte. Elena lucía la honda cicatriz de la ausencia y la soledad y, como él, aguardaba el día en que por fin viera realizado su incierto destino. Una tarde, Él y Elena unieron sus soledades en un pacto de savia y sangre, reconectándose con el fulgor de la vida. A partir de entonces, él se convirtió en guardián de sus confidencias, alegrías, añoranzas y temores, y ella en la liberadora de esa energía cautiva que comenzó a manar con cada abrazo, beso y caricia prodigados, rebosantes de infantil ternura y juvenil cariño, hasta que sus hojas brotaron con fuerza desmedida y sus recios brazos se elevaron hacia el cielo para tocar el alma de Elena, henchida con ansias de vivir.

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Ahora, ambos están a salvo. La alegría los envuelve cada vez que la suave brisa arrastra un leve susurro en el que la voz de cada quien le dice a cada cual: ¡No desfallezcas! Desde aquel momento la belleza de vivir canta dentro de sus corazones.

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Maldicion Úrsula Cotero Inalcanzable, es incapaz de permanecer con alguien. En cambio, su trayectoria se enturbia gracias a los engaños y ambiciones de quienes perecen. Su historia es larga y mítica. Un volcán gritó en el instante de su nacimiento. Protegido de las radiaciones cósmicas que envejecen a todos o que nos hacen letales, se alojó profundamente en la tierra, absorbiendo la materia de la vida que indica la edad de las cosas, el carbono. Después de millones de años, su ocultamiento fue violentado; se le arrancó de su hábitat sin saber que los huesos del planeta que simboliza, o la sangre del mismo, se debilitan con esta clase de interferencias. A la luz, la belleza es su atributo inalterable, y tal vez la causa de su mayor sufrimiento. Lo han emparentado con el cielo al llamarlo “la estrella de África”; ha sido considerado tan alucinante como las edificaciones más preciosas; “espejo de Portugal” es otro de sus sobrenombres. Condensa también la transparencia del mar en sus confines impenetrables, brillantes en cualquier lugar; incluso destella ante la luz ultravioleta, despertando admiración y codicias insospechadas. En su mirada fría se han reflejado, lo mismo, ojos de monarcas que la sangre derramada por esclavos ávidos de su encuentro. Las mujeres más bellas ponen todo su empeño para adornarse con él, pagando millonarias cifras por su compañía. Por ejemplo, Elizabeth Taylor, imbuida en la dispersión de su arcoíris,

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asomó sus ojos color violeta en las facetas y biseles de su interior, provocando que fueran reflejados cientos de veces: visión sobrenatural resultante del encuentro. Otra situación memorable ocurrió cuando la reina María Antonieta lo usó antes de ser degollada; su última sensación fue la de los pabellones de su culet presionándole el cuello. Luis XIV fue su íntimo, abrazándolo a su cintura con frecuencia; juntos disfrutaron de plácidas tardes de juegos y bailes. Por cierto, no he revelado el nombre de este protagonista; al igual que todos, también me he perdido en sus atributos. Me refiero a “Esperanza”, el diamante azul más famoso del mundo, aunque no el más grande que existe. Desde el siglo XV, sus 45,52 quilates sufren una maldición: casi todos quienes se han atrevido a adquirirlo, incluidos sus familiares y amigos, han perdido sus fortunas, se divorciaron, murieron trágicamente o se suicidaron. Su último dueño, el joyero Harry Winston, se armó de un poderoso amuleto, pero al ser incapaz de encontrarle un comprador, revistió la joya con un sentimiento generoso que, al parecer, ha detenido la desgracia por más de medio siglo. Luego, la donó al Museo Smithsoniano, donde vive preso y expuesto ante la vista de todos. Una condición puso al altruista legado, que le impide ser tocado directamente por cualquiera.

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Otra epoca Miriam Veloz D. Ha transcurrido demasiado tiempo. Sigo aquí, siempre en la misma posición, ¡hasta el lomo me duele!; bañado en polvo que, día con día, se acumula por montones, y cuando se esparce en el aire me provoca terribles malestares. ¡Mejor ni moverme! La última vez casi me ahogo, ¡y nadie acudió en mi ayuda! ¿Qué le ocurrió a este lugar? Se ha vuelto un sitio desolado, oscuro y húmedo. Hace mucho que no sé nada de mis vecinos, ni un sonido o golpe que me indiquen su presencia. ¿Seguirán ahí? ¿Qué hora es? El tiempo aquí se ha detenido. Antes era sencillo reconocer un horario del otro; bastaba con escuchar el ruido que hacían los zapatos de los niños caminando entre los pasillos, las risas ahogadas que entre ellos se provocaban y los murmullos de las maestras llamándolos al orden: “Este es un lugar de respeto y de silencio, no una sala de juego. Aquí se viene a aprender. ¡Aquel que no obedezca tendrá un reporte en su expediente!” Eso era característico de las agradables visitas escolares en horario matutino. Por las tardes era común y frecuente escuchar, de forma discreta y en voz baja, a los adultos comentar las noticias que leían en la primera plana de los diarios; finanzas y política eran los temas más frecuentes. Debido a sus conversaciones,

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siempre me mantuve bien informado. Los periódicos siempre estaban disponibles cerca de la entrada principal. ¡Me daban tanta envidia! Nunca me tocó ocupar ese espacio; mi sitio siempre ha sido este, al fondo del recinto, entre los libros de Historia de México, siempre distinguidos por nuestras elegantes portadas e importantes contenidos. Ahora, ¡ya nada de eso existe! ¿Qué día es hoy? Tampoco sé si es primavera, verano o invierno; he perdido la dimensión del tiempo. ¡Me siento débil y enfermo! Ya nadie me toma entre sus manos para consultarme o, por lo menos, regalarme una caricia; dejé de ser relevante. ¡Atrás quedaron mis días de gloria! Hoy, sólo me queda el recuerdo de aquella hermosa época en que la biblioteca del Parque Central era la más visitada para el deleite de chicos y grandes.

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Zapatilla azul Andrea Dinorah Zenil A Lorena Zenil ¡Otra noche sin poder dormir! Intento descifrar de dónde carajos proviene ese ruido; un golpeteo incesante, como el martilleo hueco de un cincel en mi cabeza. ¡¿Qué pasa?! De pronto, siento que la habitación es más angosta. Las paredes se tiñen de azul profundo, como cuando el cielo nocturno no termina por ennegrecer en su totalidad. La ansiedad me hace sentir como si todo estuviera girando. El calor me sofoca; no me puedo mover; estoy arrinconada, como dentro de una tumba. ¡Sí, eso! Como en una tumba… Me levanto, camino; el espacio es diminuto. El lugar en el que estoy me recuerda algo, su forma me resulta familiar, como la de algún objeto de uso cotidiano… Me tiene encerrada… Ahora me doy cuenta… ¡Es mi zapatilla azul! ¡¿Estoy adentro de mi zapatilla azul?! ¡Por Dios! ¿Qué ocurre? ¿Cómo sucedió? ¡Ahora sé lo que siente mi dedo meñique al estar acorralado en el fondo cóncavo de la punta de mi zapatilla! Empiezo a sentir claustrofobia. Ahora comprendo: aquellos golpeteos son, en realidad, ¡taconazos! ¿Cómo llegué hasta aquí? ¿En qué momento empequeñecí? ¡Nunca imaginé que el encierro dentro de uno mismo fuera como estar dentro de tu propio zapato! Así que a esto se refieren cuando dicen “ponerse en tus zapatos”.

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Punto de quiebre S. Maricel García S. A mi madre, mi gran fortaleza. Aprieta los dientes. ¡Yo puedo, carajo! Las manos aferran los brazos de la silla, las venas se inflaman. Gotas salinas escurren por el rostro enrojecido; cierra los ojos y frunce el entrecejo en total concentración. El cerebro, empeñado en ordenarle a los músculos de las piernas revivir, lanza mensajes sensoriales a través de las vías nerviosas. Inesperadamente, en la cercanía, se escucha un disparo en la calle; el vecino está de fiesta y le gusta tirar al aire. Ahora, disperso, abre los ojos y la mirada impaciente busca las distinciones doradas que resaltan en la nívea pared de la habitación; arde en la reminiscencia, tiene sabor a gloria. Los minutos corren; de pronto, la conciencia divaga. Inhala profundo… ¡Tengo que hacerlo!, repite varias veces; de nuevo cierra los párpados; la instrucción vuelve a forjarse en su interior, viaja por el sistema nervioso; los músculos entran en alerta, los pies, el foco de atención. El silencio es roto por el sonido de su respiración entrecortada. Repentinamente, el nervio del dedo gordo por fin se activa. Absorto en la imagen, no percibe el leve movimiento. La habitación está en penumbra. Agotado, suelta el cuerpo y abre los ojos. El llanto escapa; convulso, golpea sus muslos, grita; exaspera ante la insensibilidad más allá del área lumbar. En casa no hay quién lo escuche, todos han ido al festejo… Por fin, logra serenarse. Mañana lo voy a lograr, musita.

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A fuerza de empeño, arrastra el cuerpo a la cama; soñoliento, acompaña a Morfeo. Imágenes mezcladas, está inquieto. Solloza tras verse tirado en la acera; la bala entró por la cintura. Huyó de un asalto, escucha decir a los paramédicos. Después, ve las luces del techo que pasan vertiginosas; va rumbo al quirófano. Agita la cabeza en la almohada, el sueño prosigue… Descuida muchacho, estarás bien, tuviste suerte. Síndrome de la cauda equina, diagnostica el médico. Las palabras continúan bombardeándolo... Sufrirás de incontinencia, ¿pañales?, ¡qué importa!; ¿relaciones sexuales?, de eso hablaremos luego. El doctor se aleja. En el sueño, cambia el escenario. Ve un anuncio que lo atrae, Esfuérzate; esboza una sonrisa; relaja el rostro. El sol está radiante; el estadio, lleno; la pista despejada. Se encuentra en la línea de salida, los spikes hacen juego con su atuendo. Escucha el disparo, corre libre, impetuoso. Mientras esto sucede, los dedos del pie derecho empiezan a moverse al compás de la carrera. Un zancudo, el diminuto testigo. Manuel no quiere despertar.

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Desahucio JuanMa Alemán Para Lisandro, lo más difícil al levantarse cada mañana es mirar el apacible rostro de Natalia durmiendo a su lado. ¡Qué importan los punzantes dolores en el pecho, los incontrolables accesos de tos, el desgarramiento de la garganta, las flemas sanguinolentas, la dificultad para ponerse de pie, correr al baño y escupirlas en el lavamanos, o la puntual y severa crisis respiratoria que prosigue a todo lo anterior!; carecen de la menor relevancia comparados con la humillación que le hace sentir el tiempo que Natalia tiene viviendo con él, convertida en fiel compañera y testigo de su dolorosa agonía. Todo empezó una tarde, tras haber dictado una conferencia en torno a los usos medicinales del tabaco entre las culturas precolombinas. Apenas hubo bajado del estrado, el reconocido antropólogo Lisandro Almazán buscó un lugar apartado y al aire libre dónde fumarse un cigarro, momento en el que comenzó a ser asediado por una inquieta y curiosa joven estudiante de licenciatura. El pretexto, hacerle preguntas sobre el tema expuesto; la realidad, deseaba coquetearle y conquistarlo, razón por la cual –le confesaría más tarde– llevaba varios años siguiendo su exitosa carrera; había leído sus publicaciones y escuchado sus videoconferencias en internet; le encantaba la elocuencia de su escritura, pero le fascinaba el derroche de pasión y sensualidad que desbordaba al hablar.

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¿Cómo te llamas, damita?, le preguntó el engrandecido ego de Lisandro; Natalia, respondió la muchacha. “Apenas veinte años, con toda seguridad”, pensó mientras aplastaba la colilla en el piso. El tono infantil de la voz de la jovencita al pronunciar su nombre le endulzó los oídos, el corazón y la imaginación; se volvieron íntimos e inseparables; a donde fuera que él se presentara, ella siempre estaba presente. Pero el placer le duró poco. Su exitoso y prometedor panorama se enturbió una noche en que, después de hacer el amor con Natalia de forma heroica, épica, se levantó de la cama, prendió un cigarro y, ni bien le había dado la primera chupada, la visión se le nubló, las fuerzas le abandonaron cada músculo y cayó estrepitosamente, golpeando su cabeza contra la esquina de la mesa, provocándole la instantánea pérdida del conocimiento. Despertó en el hospital; Natalia estaba a su lado, un médico, al otro. La noticia fue devastadora: cáncer de pulmón en fase terminal; un verdadero milagro que siga vivo; las expectativas, nada alentadoras: uno, cuando mucho dos meses más de vida. Ahora, verse a sí mismo hecho un despojo, el cascarón vacío del hombre que fue, le resulta inaguantable. No desea tener un fin como ese; menos aún arrastrar a la muchacha dentro del abismo en el que ya ha caído, ni necesitar su ayuda para bañarse, vestirse, alimentarse o, simplemente, para mantenerse de pie. Por eso, impaciente y desesperado, se jura que esta será la última mañana en que habrá de soportar la visión de Natalia haciendo el nudo de su corbata.

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Soledad carcomida Alejandro Ostoa Orden y meticulosidad siempre han estado intrínsecos en la disciplina del viudo octogenario Antulio Villagómez Reséndiz y Carpio, quien nunca permitió que metieran mano en sus papeles, incluyendo a su amada Carolina Estévez Araiza. Desde que nació estuvieron a su servicio Verónica-Archibaldo, singular pareja longeva con la fortaleza de la madera de antaño. Antulio no recuerda haber visto a Vero-Archi cada uno por su lado, como lo constatan la existencia de fotografías de Carolina sin su compañía o la de él sin que ella esté en la imagen; aunque si adelgazara la película, seguramente revelaría, a manera radiográfica, que ella está presente con su animosa ánima, tocada más sensitivamente que un novedoso (para él) ultrasonido. Tras la muerte de su inolvidable Caro, con quien festejó las bodas de oro, a diario mitigaba la soledad con recuerdos, zambulléndose en parte de las cartas, postales, telegramas, incluidas fotografías, diapositivas y cintas en súper ocho, transitando entre la nostalgia y la melancolía. Las vivencias alimentaban su ánimo, desfalleciendo la ausencia. Desde el auge de la digitalización le propusieron que escaneara ese material, pero se negó, adjudicando que la frialdad tecnológica arrancaría la esencia de ese minucioso registro de vida. El octogenario siente desmoronarse; atrapado por el desbarajuste, su mundo resulta caótico; se siente

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carcomido por la soledad, con el orden disperso y los recuerdos rotos. Las evocaciones se aíslan hasta convertirse en amnésicas. Un camino de aserrín forma una cruz. Infructuosamente busca a Verónica-Archibaldo. Imposible que se hayan ido sin despedirse. Llegaron a habitar la casa cuando el bisabuelo de Antulio terminó de construirla. Y desde entonces permanecen en ella, aunque ahora separados. Llora al ver sus recuerdos tirados en el piso, revueltos; la madera desvencijada, hecha polvo, fibra cadavérica horadada por la polilla. Tiembla, acosado por la impotencia y soledad. Ahora se explica el no ver a la pareja que lo acompañaba: Archi y Vero. Así quedaron, abandonando la unión de quien se convirtiera en el baúl de los recuerdos: archivero.

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Que nada nos separe Elena Reyes López Eleonor y Amadeus preparan su equipaje para realizar su acostumbrada salida de fin de mes. Mientras ella guarda ropa en la maleta, de un compartimento cae una fotografía, la levanta y, al verla detenidamente, llora angustiada. Amadeus se desconcierta, la cuestiona: ¿qué ocurre? Ella, sin rodeos, externa: creí que habíamos cerrado puertas y ventanas a viejos fantasmas. Extiende su mano para acercar la imagen del rostro de una mujer y lo confronta: es la chica que daba todo por ti, así lo mencionaste cuando paseábamos por el centro de la ciudad; estábamos por atravesar la calle, pero nos detuvimos cuando el semáforo cambió a rojo; en la acera de enfrente había una joven tocando el cello; su estilo y personalidad te hicieron recordar con añoranza a quien figura en este retrato y las notas musicales alineadas como letras iniciales al reverso que significan: Te Quiero Mucho. Amadeus, con voz firme, le dice: esa chica es el recuerdo de un ser maravilloso de días en que tu ausencia me hizo agonizar por volver a sentirte mía. Con devoción, reconociendo el poder de su mirada, se acerca a ella, la abraza con ternura, continúa: en esta vida breve, no hay lugar en mi alma para nadie más. ¡No soportaría que me faltaras otra vez! Tú y yo estaremos unidos hasta el último latido que retumbe en cualquier punto de este universo.

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Apuros Úrsula Cotero –Comprar flores y una botella de vino, hacer la pasta, ir al salón de belleza, una hora en el gimnasio, recortar nuestras fotografías de la playa para decorar la carta. Debo ir a la joyería a recoger mi pulsera reparada y, por último, pasar por una crema facial. Me espera un día sin pausas. –Es tan simpático y amable, tan tierno; se dedica al altruismo y ayuda a pequeños emprendedores, ¡cuánta nobleza! El reloj marca las ocho con cinco, todo está listo. Media hora después, no llama ni aparece. –¿Algo se le habrá atravesado? Cada minuto trae ansiedad y expectativa, todo está intacto. –Tomaré una copa para relajarme. Son las diez treinta y ni sus luces… Las velas se consumieron y la botella de vino está casi vacía; contiene las imágenes de una sala modesta pero en orden. El rímel corrido se ha secado en las mejillas enrojecidas. Una hora después, las flores se van a la basura junto con la carta arrugada por la frustración; los platos regresan al trinchador con vitrina. El aburrido piyama es lo último que abraza su cuerpo antes de irse a la cama. Al día siguiente espera otra pesada jornada laboral.

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Que hora es? Miriam Veloz D. Abro los ojos y estiro los pies; busco sentir el borde de la cama; me esfuerzo, pero no logro llegar, consciente de la distancia entre una orilla y la otra. Tiempo atrás, mis pies hubieran rozado los tuyos. Recuerdo que algunas veces me molestaba, pues la sensación me hacía despertar y sentir atrapada entre tus piernas; inevitablemente aparecían mis deseos de libertad. Otras, era yo quien buscaba el contacto para, inmediatamente después, encontrar la forma de acurrucarme junto a tu cuerpo y formar una sola silueta. ¡En las noches de invierno era lo mejor que me podía ocurrir! Mis pies fríos en busca de los tuyos, de forma desesperada, lograban encontrarse en la ruta del descanso; tus pies casi siempre huían y los míos protagonizaban una persecución hasta que, finalmente, entre risas y malos modos, cedían al acoso. Me pregunto, ¿qué hora es? Aún está oscuro y no escucho ruido. A lo largo y ancho de mi cama, solos, mis pies. Las aventuras nocturnas terminaron, el enfado y la reconciliación forman parte de las notas en mi diario. Un suspiro profundo y prolongado me recuerda que esta noche duermo sola.

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Depender Andrea Dinorah Zenil Dulce salió llorando de la fiesta; era tal su desesperación que no podía ni hablar. Traté de tranquilizarla, sin éxito. Hasta que por fin dijo: –¡Vi a Raymundo con otra! –respondió tragándose los mocos. Pensé que lo había imaginado. Eran una de las parejas más estables y honestas entre mi círculo de amigos. Pero a pesar de sus años, Raymundo seguía comportándose como el eterno adolescente que temía a las responsabilidades. Dulce era una mujer inteligente, pero dócil de carácter; una actriz de teatros pequeños. Eran muy distintos entre sí a pesar de tener la misma edad. Ella siempre estuvo enamorada de Raymundo y su personalidad caótica. Él, un aprendiz de escritor, vivió convencido de que todo lo que “creaba” estaba bien. Ahora que lo pienso, la única capaz de notar y apreciar sus virtudes fue Dulce. Así vivieron. Hasta entonces, Raymundo no tuvo cola que le pisaran, pero eso cambió cuando, en su cumpleaños cuarenta y cinco, Dulce organizó una fiesta en su casa e invitó a sus jóvenes alumnas de la escuela de teatro. –¡¿Pero qué dices mujer?! –Insistí, incrédula, ante su afirmación. –¡Lo vi besar a Andrea, una de mis alumnas, quien tiene un gran parecido conmigo, ¿no te resulta siniestro? ¡Estoy segura de que llevan meses saliendo! ¡Lo adoro!, pero no puedo soportar semejante humillación. Decidí apoyarla. Fuimos por sus cosas y comenzamos

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con la inminente mudanza. Al otro lado de la sala estaba Raymundo, serio en apariencia. Sabía que dulce era firme, pese a haber sido exageradamente paciente con él a lo largo de su relación. Bebía un vaso de whisky y miraba desafiante a su ahora ex mujer; ella lo evitaba a toda costa. Pasó el tiempo y Dulce se recuperó. Sabía que ya no era una chiquilla, así que asumió su edad, se concentró en su trabajo y en tratar con nuevos hombres. Al cabo de un año, conoció a Alfonso, un tipo mayor que ella; no muy atractivo pero sensible, leal y de espíritu aventurero. Raymundo no duró con Andrea. Enflacó, palideció, su aspecto era preocupante. Tiempo después recibí un mensaje devastador: Raymundo ha muerto. Me comuniqué con su hermano, quien me confirmó la fatal noticia: se ahorcó en el patio de su casa, atravesaba por una gran depresión desde hacía varios meses. Fui al velorio, aunque no me pareció prudente avisarle a Dulce, pero… ¡Ahí estaba! ¡Y con Alfonso! Me acerqué y dijo, insensible: Llamó ayer en la tarde, transcurridos dos años. No le colgué por cortesía, insistía en volver… No supe qué decir; ¡la vi tan fuerte, firme, fría! Sospeché que se alegraba por el deceso. Después del encuentro, me senté junto al hermano de Raymundo, quien me contó lo terribles que fueron sus últimos días: Se sintió superior hasta que se dio cuenta de que la única mujer que lo amó fue ella. Acongojado, me mostró una fotografía que encontró en el bolsillo de la camisa de su hermano, era de Dulce: Se ahorcó, víctima de la soledad y el arrepentimiento.

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Desolacion S. Maricel García S. Lágrimas fundidas en líquido oscuro; gritos extintos. La garganta le duele, está lastimada. Apenas se sostiene en la saliente de una piedra, las fuerzas lo abandonan, siente sueño, cierra los ojos… La tarde despeñaba; el sol, un atisbo en el horizonte. ¡Lárgate!, gritó la madre, culpándolo de los golpes que recibía. Estorbas, ¿qué no ves? El niño salió asustado; sentado en el primer peldaño de la desvencijada marquesina, cubrió sus oídos con las manos ante los gritos provenientes del interior de la casa. Una ráfaga de viento secó las lágrimas que resbalaron por sus mejillas, mientras las hojas del viejo sauce, arremolinadas, le acariciaron los pies. El olor a humedad carcome la nariz de Pascual. El agua envejece las manos, la piel se torna violácea. En los muros enlamados rebota el castañeo de los dientes; cada vez más entumecido, el corazón disminuye el ritmo. Las evocaciones continúan… ¡Tu mocoso o yo!, vociferó Jacinto, empuñando el cinturón. Asunción, entre quejidos, prometió deshacerse de él. Pascual escuchó y dio un salto. Corrió en dirección a la ranchería vecina en busca de la protección de los abuelos. Equivocó el camino, la maraña de hierba entorpecía el avance; tropezó y cayó entre la zarza. El cuerpo aguijoneado logró zafarse del abrazo de espinas y, dolorido, continuó la marcha; sintió angustia, las palabras maternas lo espoleaban. Los abuelos, un refugio…

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El corazón busca reposo y el cuerpo, cubierto de cardenales, se suma al recogimiento. Una mano languidece, la otra la sigue sin demora, el rostro reposa, la boca entreabierta muestra los temporales jazmines. La respiración morosa… El ladrido de un perro lo espantó; nuevamente torció el rumbo. ¡Deshazte de él, deshazte de él! Acosado por la voz en su cabeza, siguió corriendo. De pronto, perdió la dureza del piso, dio un paso en el aire; desplome vertiginoso. Fue engullido por el líquido helado. Salió a flote, sacudió pies y brazos en desorden; la lobreguez aplastante le dificultaba respirar. Logró asirse a una piedra… Efímera, asoma la luna e ilumina con capricho, entre la maleza, un zapato talla dieciséis, en tanto acuosa mortaja reclama al infante; cuerpo inerte que se desliza a la profundidad del sepulcro. A la distancia, el grito de la madre, ¿Pascual?, ¿dónde te metiste? ¡Me las vas a pagar cuando te encuentre, condenado! El paso de una estrella fugaz la distrae unos segundos, luego, con más fuerza, insiste, ¡Pascual…!

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Me amas hasta la muerte JuanMa Alemán A veces, las mejores cosas que nos tiene reservadas la vida no son las más satisfactorias. Mañana moriré, le digo. La expresión en su rostro es indescriptible. Me mira con seriedad absorta; su silencio es aplastante. Acaricia mi cabello, la piel de mis mejillas; besa mi frente, nariz, los labios. Me mira otra vez y sonríe, como si lo que acabara de escuchar no fuese otra cosa sino un mal chiste, sin encontrar la gracia en mis palabras. Pero es cierto, es verdad. Lo sé desde hace tiempo. No hubo manera entonces –como no la hay ahora– de impedirlo; nada ni nadie lo pueden evitar. Moriré mañana y es un hecho. No quiero morir. No después de que un encuentro fortuito en el balcón de una vieja cafetería diera como resultado días enteros de encuentros casuales en la cama de este viejo departamento, heredado tras la prematura muerte de mis padres, en el que he visto transcurridos mis diecinueve años de vida y que pronto yo también habré de dejar para siempre. No después de haber sentido en la electricidad de su cuerpo, leído en sus ojos y saboreado en su boca el amor más dulce, puro y real con el que alguna vez hubiera soñado. Pero ahora, mañana, yo habré dejado de vivir y él le preguntará a mi ausencia por qué fui tan egoísta, por qué le hice perder el tiempo, por qué jugué con sus sentimientos. Después se increpará a sí mismo, lleno de rabia y dolor, por qué se atrevió a amarme.

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Y yo le respondería que lo hice porque la vida se me escurría por cada poro, en cada aliento y en cada lágrima derramada en incontables noches que pasé tratando de conciliar el sueño, que se escabullía para darle paso a la soledad más insufrible, mirando mi cuerpo desnudo diluirse, disecarse, hacerse polvo, sin percibir el cálido roce de unas manos ajenas sobre mi inexplorada piel. Le diría que lo que hice o dejé de hacer fue por amor, por las ansias incontenibles de sentirme amada por una vez, la primera, antes de volverme incapaz de no sentir nada. Mañana moriré, le digo de nuevo. Su esforzada sonrisa se desvanece; me mira como nadie me ha mirado; responde: entonces te amaré hasta la muerte. Me amas hasta la muerte –susurro–, pero la muerte me amará más. Le beso la boca, acaricio su rostro, lo miro como jamás he mirado a nadie. Mi cuerpo se le entrega. Él me ama hasta la muerte, pero yo tendré que dejarlo ir.

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Linaje Alejandro Ostoa A la memoria de Alejandro Céssar Rendón Aunque decimonónico, conservo la gallardía de aquellos tiempos de rebosante galanura. Me disculpo por incurrioso, pero debo confesar que hasta la fecha hago babear a damas y caballeros, a pesar de que siempre he andado trasudado. Mantos de fino algodón absorben las transpiraciones. A decir de algunos, visto audaz, integrando provocativas combinaciones con la elegancia de la cauda veraniega, aunque no tengo la tardanza del cometa para hacerme presente. Mi larga capa es tributo de Don Goyo y de la Mujer Dormida, con ramaje de sus inmediaciones y rubíes de las joyas de la Corona. Cada año nos reunimos con la cofradía que he agrupado. Los alojo. Al iniciarse el siglo XXI no asistió un integrante: sentí su ausencia. A esa convención le hizo falta sabor. De extrañarlo, pasé a la soledad. Un crespón se adhirió a mis sentimientos. No tuve el valor para denunciar su desaparición. No creí que lo hubieran matado en algún fandango o jolgorio, pero tal vez sí sufrir secuestro, porque aunque muestre máscara de espinoso, no es ingrato. Desde entonces, aunque el porcentaje de quorum sea casi unánime, ando como perro con rabia, como chiva loca, como padre con hijo encarcelado o cómico abandonado por su patiño. Los demás cofrades entienden mi desamparo, aunque no lo admitan, se sienten devaluados, plancton, aunque no sean acuíferos. Aflo-

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ra su irritación por no ser los consentidos. Yo también los entiendo, me quito las venas y no logro morir. Los poblanos que pueblan la cofradía me piden paciencia, no se sumergen en resignación, sino en prolíficos actuantes cultivadores. Las reses hacen surco, los cerdos abonan la tierra, el agua de azahar contribuye a la germinación y el vino blanco brinda por el natalicio y preservación del compañero ausente, al tiempo que almendras y piñones desgajan su corazón mientras miran a las pasas enjutas viviendo en perpetuo duelo, contrastando con la lozanía de las ciruelas. Peras, duraznos y perones fueron jugosos a Zacatlán por sus primas manzanas, quienes viajaron acompañadas por el colorado jitomate, guajillo y ya de pasadita, regresaron con el queso de Chipilo. Al llegar no perdieron de vista al marfil nogal, que lo frotaba una mano tan negra como las yemas de quienes desnudaron a estas divinidades nativas de Castilla y le espolvorearon azúcar, para seguir en esa ceremonia, en la que se convertiría en pasta aterciopelada. La masajista: pareja del metate. La manteca está chirriante, a la espera para sazonar a los cofrades. Espero que este año regrese el ausente. La pimienta lanza el mágico polvo de su molienda, yo estornudo y el violento soplo trae consigo a quien añoraba. Cristalizado, llega el acitrón, dejando a mamá biznaga cuidando a la numerosa crianza, tras reproducirse generosamente después de la declaratoria en peligro de extinción. Todos se unen, toman su lugar, yo los cobijo y me colocan la nívea capa. Ahora sí, como desde hace casi dos siglos, impero como platillo septembrino. Escucho vítores: ¡Viva el chile en nogada!   56


En jaque Elena Reyes López El tiempo dejó de cumplir su función. Nubarrones de pesadumbre empañaron la razón. ¿O es esta invasiva vacuidad la que lo anestesió?

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Movimiento petrificado Úrsula Cotero Gira, cambia de posición; cuatro puntos cardinales, cuatro direcciones del tiempo, un eterno presente en su centro. La computadora azteca, sin palabras, entera a la sala de majestuoso mensaje… Irrumpe una selfie, haciendo de la situación algo chusco. La gringa de shorts beige deja ver a la lente una sonrisa cual rebanada de sandía, mientras simula cargar la monumental Piedra del Sol que, descontextualizada, mira a los turistas y rige su tiempo ido con saltos de pensamientos inconexos. Las cosas no siempre fueron así. Vemos el disco de cara al cielo; sus jeroglíficos se desfragmentan; trece días vuelan con un pájaro de ojos vendados que se sitúa frente a un espejo humeante; un año despliega sus jornadas en flor, prolongando con su presencia la vida del ave; medio siglo avanza cauteloso; dos serpientes estrangulan al mundo mexica al unirse… Los ancianos quedaron mudos. Es un error llamarle Calendario Azteca. Se propicia la visita de las escuelas al recién inaugurado Museo de Antropología que abre sus salas. En el corredor turístico de Reforma se extiende un México orgulloso de su nacionalismo y cultura. Estamos renaciendo. Rota noventa grados el tiempo; se cubre de tierra y abandono. La mercadotecnia ahora es conejo que brinca impulsivamente y se pierde entre los matorrales. Un símbolo nacional con espíritu colectivo no comprendido se cubre de oscuridad; sol en luna; tiempo de piedra eclipsa al mexicano, cada vez más cosmopolita, cada vez menos él mismo. La roca se desplaza, cubriéndose de plástico. 59



Una fumadita Miriam Veloz D. ¡Qué oscura está la noche, comadre! Ni una estrella se mira en el cielo. Tanto silencio no es buen augurio, ¿no cree usted? Ya no siga, Micaela. Sólo con escucharla se me pone la piel de gallina. Mi tata decía que cuando eso pasa, nos agarra la muerte chiquita, ¡y de muertes ya estoy hasta el gorro! ¿Cuándo irá a terminar todo esto? ¡Pura matadera! A veces ya no sé de qué lado estamos, si de los buenos o de los malos. Tiene usted razón, comadre. ¿Se acuerda cuando llegamos al campamento, la otra noche? Veníamos del enfrentamiento en Cholula; en la carretilla traían a un herido que pedía a gritos que le metieran un tiro porque ya no podía con el dolor; traía destrozada la pierna. ¡No lo dude, comadre! Y como usted dice, pos total, ya ni sabemos de qué lado estamos. Saqué un churro de mota, lo prendí, le di “las tres”, se lo puse en la boca y le dije: ¡Ora, jálale y no digas miedo! Con la mirada perdida, me contestó: ¡Dios te lo pague, mujer! Me vio el doctorcito y, la verdad, creí que me iba a castigar o algo, pero no fue así. Yo de vez en cuando me fumo un churrito, sólo pa’ olvidar, comadre. ¡Caray, Micaela! ¡Lo que menos quiero yo es olvidar! Al contrario, que no se me olvide nunca de dónde vengo y por qué estoy aquí en la bola. Todavía me acuerdo de mi casita y de mis tres chamacos... ¡Me los mataron! Corrí lo más rápido que pude, pero no llegué a tiempo, antes de que esos desgraciados los llenaran de plomo. El Román ya se había ido pa’l norte cuando

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eso pasó; me quedé sola, Micaela... ¡Sola llorando a mis muertitos! Dejé mis tierras que, pa’l caso, ya ni daban pa’ comer. Doña Refugio fue por mí y me llevó a su casa. La verdad, yo no quería vivir. ¡Los extrañaba mucho…! Conforme pasaban los días me preguntaba: ¿para qué me levanto hoy? Ya no hay nadie a quién le importe si sigo viva o no. Me estaba dejando morir… A ver, a ver, comadre… Ya se me está poniendo usted muy triste, y la verdad eso sí estuvo muy “pelón”, pero, ¡ya pasó! Por eso estamos aquí, en la Revolución, ¡para vengar la muerte de mis ahijados y la de tantos otros inocentes que han pasado por las armas de estos jijos de la tiznada! Tiene usted razón, Micaela. Mejor saque otro de esos churros, porque necesito olvidar, aunque sea por un ratito… ¿Sabe de qué otra cosa me acuerdo? ¿De qué comadre? De cuando éramos niñas, de cómo jugábamos en el río y de lo solitas que nos quedamos cuando mi mamacita murió. ¡Ya no teníamos a nadie…! ¡Qué pinche vida la nuestra, Micaela! ¡Siempre llorando nuestras penas! Pero ora sí, esos federales no saben con quién se van a topar. Ya nos quitaron a todos los que queríamos y se van a ir por delante y al meritito infierno. ¡Quitarles la vida a los niños! Eso sí merece un buen castigo... Sí, comadre. Siempre juntas. ¡Ora, jálele sin miedo! Recuerde que... sólo es pa’ olvidar.

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Ya quiero crecer! Andrea Dinorah Zenil A Camila, Vicente, Emilio y Fernando ¡Qué día tan aburrido! No tengo con quién compartir todo lo que existe dentro de mi cabeza. A mis cinco años pienso que soy un gran músico, científico y piloto de aeronaves; me la paso inventando héroes y villanos, y he matado a muchos monstruos, sobre todo cada vez que paso por la habitación de mi hermano y encuentro a extrañas criaturas que me acechan cuando mamá me regaña por no recoger mis juguetes. Pero ella no me entiende, dice que son producto de mi imaginación. ¿Qué es “imaginación”? Es domingo. Escucho al abuelo decir que saldrá a comprar el periódico. No entiendo por qué los días tienen nombre como yo, ni por qué papá siempre está ocupado cuando le pido que dibuje conmigo, o por qué mamá siempre se enoja cuando quiero jugar a las escondidas con ella; por eso nunca tengo de quién esconderme. En casa sólo hay personas “grandes”, y mi hermano es muy pequeño aún como para ayudarme a vencer a esas horribles criaturas que habitan el pasillo. ¡Estoy solo en mis aventuras! El otro día, escuché que mamá dijo “tristeza” cuando hablaba con la tía Lucy; entendí que es cuando el corazón se te hace muy chiquito, como cuando canto El ratón vaquero y el abuelo grita que me calle. Quisiera que él, papá, mamá y mi hermanito me escucharan y apreciaran conmigo todas las cosas que nos rodean. No comprendo por qué no pueden ver el mundo como yo, para brincar y divertirnos juntos, y así no sentir temor o tristeza. ¡Ya quiero crecer para no estar solo en mis recreos!   63



Visita inesperada S. Maricel García S. Voy a dejarlo y aún no lo sabe. Yo misma no estaba al corriente, pero es definitivo. Hoy, Ella tocó la puerta y sin siquiera fisgonear por la mirilla, le abrí y entró en casa para quedarse. Boquiabierta, la vi de frente y heló mi sangre cuando supe de sus sombrías intenciones. No tuve tiempo de negarme, de rezongar, ni de pelear y sacarla de mi vida tan pronto como anunció su llegada. Nos sentamos en la sala, yo, en el sillón desvencijado y Ella desplayada en el sofá; me observa sin pestañar; inquisidora, desvela mis pensamientos y asienta con la cabeza a cada interrogante que lanzo al aire; al menos sé que hago las preguntas correctas: ¿Basta de más compromisos? ¿Mis hijos ya no me necesitan? ¿Él encontrará a alguien más que lo ame? Dejo escapar lágrimas. El reflejo del espejo con mal del pinto me devuelve un semblante descompuesto; Ella me ve compasiva, yo no la quiero conmigo. Le grito que se vaya, que en mi vida no hay espacio para ella, no ahora. Abandona el sofá y se posa tras el respaldo; primero acaricia mi rostro con su mano huesuda, luego, me abraza fuerte y corta, por instantes, mi respiración convulsionada. No logro zafarme de su impasible envoltorio. Repentinamente, noto que las paredes pierden su tono salmón, que las imágenes de las fotografías infantiles se desvanecen, que el reloj detuvo su curso a las tres de la tarde. Las cortinas bloquean la luz del día y mi cuerpo se enfría.

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Ella, adueñada de mi casa, se desplaza a la habitación donde Emilio y yo construimos nuestro futuro. Hemos planeado un viaje; los trípticos de la agencia aún están desperdigados sobre la cama; Ella los observa; su lánguido dedo los separa y curiosea los destinos; vuelve a verme y niega; ese mismo dedo me dice: no planees. Sollozo por Emilio, por mis hijos… por mi destino. Por fin salgo de su embrujo. Voy a la cocina, limpio mi nariz y apoyo las manos en el lavatrastos; abro la llave, dejo correr el agua e, inevitablemente, pienso en la partida: ¿Cuándo me iré? ¿Estarán ellos para despedirse? ¿Será un viaje largo, diurno o nocturno? Sacudo todo pensamiento y preparo la cena para Emilio, no tengo hambre. Soy cobarde. No quiero hablar con él. Hoy, la mirada amorosa que siempre me obsequia se tornará opaca y triste. Llamó y dejó mensaje en la contestadora: llegará tarde. Me preparo para dormir, por si eso es posible después de que Ella ha permanecido ocupando la cama, la casa… mi vida. Dejo un sobre para Emilio al lado de la copa de vino. Positivo para cáncer cervical metastásico etapa IVB. Sacudo el cubrecama y todo cae al piso. No importa. Apago la luz y duermo mientras hablo con Dios. Amanece, los pájaros trinan. Siento un beso en la frente. No sé si es de Emilio o de Ella; temo abrir los ojos. Acurrucada, concibo la forma de cómo partir; eso… sí lo puedo hacer.

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Avenida Desesperacion 18-21 JuanMa Alemán Mila, esta vez nos quedaremos para siempre. Cariño, es hora. Levántate de la cama y empaca tus cosas. He hablado ya por teléfono con mamá; le pedirá a Pepe que nos devuelva nuestra pequeña covacha encima de su viejo bar. Calentaré un poco de agua y prepararé café; luego le daré brillo a mis zapatos, saldremos de este lugar y tomaremos el primer autobús que nos lleve de regreso al viejo terruño. Si pudiera pedir un deseo sería el de volver el tiempo a los días en que teníamos las mentes llenas de ideas, los espíritus de entusiasmo y los cuerpos de energía y juventud, meses atrás. Sabíamos que para cumplir nuestros sueños e ilusiones debíamos marcharnos de la tierra en que nacimos, porque sólo en la gran capital encontraríamos las oportunidades que en nuestro pequeño pueblo nos negaron –y negarán– toda la vida; que únicamente en la metrópoli hallaríamos el significado que queríamos que tomaran nuestras vidas. Nunca imaginamos lo difícil que sería. Buscamos abrirnos camino desde el momento en que pisamos esta tierra extraña. Tocamos puertas, una tras otra, pero, una tras otra, nos las cerraron en las caras; porque cuando eres un forastero nadie quiere saber de ti. Así pasaron los días, las semanas, los meses; las ideas fueron apagándose; las ilusiones, desvaneciendo; los sueños murieron. Mila querida, créeme, he hecho todo de lo que he sido capaz; rompiéndome la espalda a diario con tal de

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traer a casa unas monedas, apenas suficientes para no morirnos de hambre. Mila, sé cómo te sientes porque he visto el sufrimiento en tu rostro; no tienes idea de cuántas noches he pasado llorando en silencio, sabiendo que, día tras día, tu corazón se rompía mientras tú disimulabas, orgullosa, la miseria que nos envolvía. Desearía que lo hubiéramos logrado, salvar esto de alguna manera; porque este tiempo no ha pasado en vano; hicimos lo que teníamos que hacer, probamos de qué está hecha la vida. Vámonos, Mila, vámonos ya.

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Soledad Alejandro Ostoa Sumergida en la mayor profundidad, desnuda, se desliza Soledad, la ubicua. Aunque en ocasiones ha sido vencida, no pueden matarla. Ella, obcecada, sigue su misión, asuela, destruye y extermina. Cuando sale a la superficie se evapora y habita en otros seres, en hombres y machos, en hembras y mujeres. En correrías se desplaza veloz, con labios sonrientes y tragándose esa mueca tornada en burla, mientras hurta serenidades y el despojado es poseído por ella. Con repugnancia recuerdo haber aspirado su tufo carroñero. Sin ánimo la toqué a fondo, sintiendo sus corrosivos humores tanáticos. Sus vértigos son taladros en los tímpanos desequilibrando mis emociones, enfangándolas sin dejar un desesperanzado retoño de flor de loto. Traigo su sabor amargo en la lengua, fui obligado, como transgresor, a beber cicuta. Su posesiva vileza me llegó con la plomada aniquiladora que hace perder la vertical. La vitalidad fue desmoronada por doña mortificación, quien carda melancolía, hebras con dependencia añorante como trama y de urdimbre hilos patéticos en el bastidor de soledumbre. Hasta en sueño llegaba, desvelando la pesadilla vuelta melancolía y el desgarbado despertar con ostracismo. Un bostezo oxigenado animó a dejar la parsimonia a iracundo. Cuando Soledad supuso que me

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haría colgar los tenis, me calcé las botas con suelas vigorosas, reanudé el camino por la vida, con la euforia de dialogar y estar conmigo mismo...

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Las palabras de Matias Elena Reyes López Sebastián, adolescente juguetón y soñador, le pregunta al bisabuelo Matías: ¿Acaso la soledad acompaña a la humanidad o viceversa? ¿Habrá alguien que nunca la haya experimentado? A tan corta edad, percibe el sufrimiento de las personas que lo rodean, entre ellas, el de sus papás, maestros de escuela y su tía Alejandra. El viejo Matías respondió: la soledad es como una estampilla que se adhiere al sobre de las cartas, sólo que aquí se tiene claro cuál es su función… Sebas alza la voz para cerrar la idea: así es bis. Tal marca sirve como comprobante del pago que se hace para realizar el envío al destinatario. Matías, recostado en su cama, celebró la acotación del joven y agregó: por eso, Sebastián, si la soledad se te presenta, aprovéchala; ésta nos alcanza en algún momento de la vida; muy pocos la enfrentan con sabiduría y paciencia, convirtiéndola en un medio para crear obras maestras. A una estampilla y a la soledad no les importa el tamaño y origen del cuerpo al que se adhieren, pero la conciencia de cada quien debiera ayudar a contrarrestar y superarla. El reflexivo muchacho bosteza a punto de ser vencido por el sueño: bisabuelo, la soledad es como una pelota con la que hay que jugar y dominarla. Mi mamá, por ejemplo, si sonriera al ver a papá, él la abrazaría; mis profesores, en lugar de exigir silencio en el salón, debieran darse tiempo para escuchar la opinión de cada alumno sobre el tema de la clase, así

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descubrirían numerosas formas para ampliar el conocimiento; y si tía Ale dejara de llorar por las noches, sus ojitos volverían a brillar con alegría. El pilar de la familia, se quitó los lentes y respondió con dulzura: todos, sin excepción, experimentamos a nuestro modo la soledad. Basta crecer para sentir su presencia y lidiar con ella.

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Abismo emocional Úrsula Cotero Diábola necra es la hembra más saludable de la rarísima especie Melanocetus Johnsonii, que habita en el abismo Challenger. Vive en una modesta cueva a 4 000 metros de profundidad marina. Gracias a una asombrosa característica exclusiva de su grupo, es capaz de permanecer absolutamente quieta y sin nadar, cualidad que le otorga mucho tiempo para cavilar. Últimamente, además de la flacidez que va en aumento, le preocupa que llegue a ella más basura de la habitual; ve sus emociones y percepción contaminadas. Diábola es historiadora; atesora recortes de revistas que han esquivado a depredadores dignos de fabulosas historias de aventuras. Dotada con una lucecita que cuelga del moquillo de su frente, lee en todo momento. Ha descubierto días luminosos que jamás imaginó; sólo porque le daba sueño intuía la noche. Le llega más información, realidades inauditas que, en ocasiones, rebasan su comprensión; ahora sabe de moda, ciencia, Hollywood, playas… llevándola a sentirse confundida y hasta frustrada; halló paraísos complejos. Empieza a ver con desprecio a los machos de su especie, pues miden veinte veces menos que ella y se adhieren parasitariamente a su cuerpo. En este momento, uno se aloja en medio de sus ojos, fusionando su piel con la de Diábola hasta ser absorbido; lo mismo ocurre con otro prendido de su axila, y otro más de su cola; fecundarla es la razón de su existencia.

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Alguna vez intentó nadar a la superficie y, en su esfuerzo, advirtió a un pez de cuerpo hidrodinámico y colorido que llamó poderosamente su atención; se sintió enamorada, pero, ocurrió que el esfuerzo le despertó un apetito incontrolable y lo devoró, después se arrepintió. Desde que tiene mayores estímulos culturales, la carroña también le parece despreciable; desearía aficionarse a ceviches y salmones. Diábola siente mucha presión encima, más allá de la atmosférica. Le pesa un mundo que ha visto publicado y al que nunca podrá acceder. Desconoce la naturaleza que la hace única, así como el valor de sus muchos machos; incluso menosprecia el hecho de producir luz propia, a causa de las bacterias que habitan en su bolsita.

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Disfraz Miriam Veloz D. Una fría mañana de noviembre salí corriendo de casa, como de costumbre. Cargaba abrigo, gorro, guantes, bufanda, hasta paraguas… ¡un verdadero disfraz de otoño! ¡No puede ser! ¡Una llanta ponchada! La idea de no llegar en tiempo a la junta del día me llenó de angustia y de pensamientos negativos. Llamé un taxi, lo abordé. Debía de estar temprano en la oficina; atravesar la ciudad de un extremo al otro llevaría más de media hora. Ya en el interior, el conductor del vehículo intentó conversar conmigo, pero no le puse mucha atención, concentrada como estaba en hacer un recuento de los puntos que abordaría en la reunión. De pronto, el auto frenó bruscamente y casi me golpeo el rostro con el respaldo del asiento delantero. Grité sobresaltada y molesta: ¡¿Qué pasa?!, pero el hombre no podía articular palabra. Pálido y boquiabierto, señaló la escena que tenía lugar frente a nosotros, y miré atenta mientras un profundísimo silencio nos invadió. Un hombre se paró frente a nosotros, completamente desnudo y extremadamente agitado; rodeó el vehículo y se detuvo frente a la ventanilla junto a la que estaba sentada; intentaba decirme algo, frotándose las manos, llevándoselas al rostro, como si con ese gesto pudiera limpiar no sólo su cara, sino la realidad que, de golpe, había asaltado esa mañana su mundo emocional. Esas manos, que por años me habían llenado de cálidas caricias, hacía varios meses que estaban frías y vacías.

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Sollozaba, y entre sus atropelladas palabras comprendí que la ansiedad por no haber conocido la verdad hizo de su soledad un laberinto sin hilo qué seguir; que vivir se había convertido en un acto sin sentido, en un tormentoso desafío. En ese momento me di cuenta de que para mí era igual, que su sentir era compartido, que de nada me había servido disfrazar la mentira, pues por mucho que me esforcé en justificarme con la más común y desgastada excusa, el trabajo, el abismo abierto por la soledad sólo hizo más evidente la infidelidad, “la única verdad que camina por la vida completamente desnuda”.

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Cortafuego Andrea Dinorah Zenil Nunca podré tenerte del todo; atravesar el cortafuego de tu corazón. Tras él, mi espectro ardiendo. Busco tus ojos y te limitas a ofrecer tus manos, que a ratos alivian mi destierro. Despierto a tu lado, sigues siendo un intermitente misterio. ¿Por qué te quedas? No te entregas mientras yo me sacrifico y poco a poco me desmorono. Camino sola, no hay promesas, no hay futuro. Estoy dispuesta a s a l t a r

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Vidas truncadas S. Maricel García S. A Maya y Andrea, mis cómplices Las paredes acolchadas impedían que Maya se hiciera daño. Acercándome con sigilo, observé por unos instantes: sus manos estaban cubiertas de tierra, los nudillos lacerados, escozor en las yemas de los dedos y las uñas rotas. La cabellera alborotada sobre la cara me recordó los nidos de los mirlos en primavera. Llorando, repetía continuamente el nombre de nuestra hermana: Andrea. El vaivén de su cuerpo empezó a angustiarme. En cuclillas, retiré un mechón de su rostro y con voz suave inquirí por qué la policía la encontró en el camposanto. Su mirada recriminatoria espoleó la culpa que yo sentía al no haber estado para ella después de la tragedia. El verano pasado, mis hermanas viajaron al Lago de Todos los Santos. Una vez instaladas en la cabaña, herencia de nuestros padres, se dirigieron al embarcadero y rentaron dos motos acuáticas. Sentir la brisa en el rostro y competir para ver quién llegaba primero a la boya, era parte de la diversión. Después de una hora de juegos, decidieron volver. A punto de alcanzar el muelle, en el trayecto trazado por Andrea, salió a flote el cuerpo de un niño que se entretenía zambulléndose en el agua. Mi hermana, en su intento por evitar golpearlo, perdió el control del vehículo y se estrelló contra la férrea estructura. Después de tres días en coma neurológico, falleció.

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Desde entonces, Maya permanece en duelo congelado. Mi colega así lo dictaminó, luego de diagnosticar la depresión resultante de su imposibilidad de dar vuelta a la página. Todo este tiempo, en lugar de estar con ella, me alejé. Vivo el duelo desde mi propia trinchera: sumergida entre expedientes clínicos de convictos del hospital para enfermos mentales de San Felipe. Pregunto a Maya por qué lo ha hecho, por qué rascó la tierra, qué intentaba con todo aquello. En su congoja, me restriega en la cara mi ausencia: que no las llamo, que nunca las visito; dice que me extrañan, que las he dejado solas. El intento de profanar la tumba ha sido el punto final de este capítulo. Me doy cuenta del daño que le he hecho. Por más fluvoxamina que ella ingiera, no es esa la cura, sino mi presencia para rescatarla. Le pido perdón y la abrazo. Ambas lloramos. La policía y el nosocomio trabajan en conjunto; yo laboro para la policía, no hay cargos que imputen a Maya. Libre de su encierro, la llevo a casa. Mañana visitaremos la tumba de nuestra hermana, retiraremos un poco de tierra y depositaremos una crucecita y una sonaja, regalos para el bebé que se formaba en su vientre.

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A traves de sus ojos JuanMa Alemán ¿Sabes cómo se siente perder a un ser amado? Bueno, esto se siente igual. Me encontré con ella una tarde, y una noche bastó para conocerla y descubrir todo acerca de mi propia vida tan sólo con mirarla a los ojos. Ella nunca tuvo una oportunidad, fue víctima de las circunstancias. Perdió su infancia desde el momento en que nació: hija indeseada; creció asediada por la desgracia: su madre la golpeó una noche hasta dejarla al borde de la muerte; su inocencia le fue arrebatada en mitad de una calle oscura y sin salida; vivió una juventud desenfrenada, entregándole su cuerpo a quien fuera capaz de darle a cambio un puñado de mentiras, promesas vacías, juramentos sin valor. Alcanzó la primera adultez con un cuerpo quebrantado, vejado; un alma agobiada, martirizada; un nombre difamado y una esperanza… Ella no tenía esperanzas. Nunca tuvo alternativas; la desesperación le robó la voz; por eso no dijo ni una palabra al irse por la mañana. Desde entonces no volví a saber nada de ella. Hasta hoy. Más allá de las puertas que conducen al jardín de la iglesia, donde la hierba crece en forma desmedida porque no ha sido cortada sabrá Dios en cuántos años, está escrito su nombre sobre una piedra, un tosco túmulo más que una tumba. Al descubrirla, sentí la oscuridad envolviéndome, sofocándome; la triste-

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za creció dentro de mí; el vacío desbordó mi cuerpo mientras lloraba, como si una parte de mí también hubiera muerto. Ahora, su recuerdo deambula en mi memoria y lloriqueo como un niño cada vez que trato de conciliar el sueño noche tras noche; ella me arrastra hacia rumbos inciertos mientras sigo mirando a través de sus ojos.

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Capricho de plata Alejandro Ostoa Eres de los pocos hombres que no ha aniquilado la rutina. Llevas el crespón interno y no lo haces visible. Despiertas e inicias el preludio, vas hacia el espejo y te das un pizzicato en las mejillas, sientes que el cariño-pellizco te lo hace Idolina. Como hábito te aseas y desayunas en el antecomedor; lavas los trastos para después ir a la sala que se conserva intacta, cuajada de evocaciones a Idolina. Recuerdas que hoy se cumple el quinto lustro de haber esparcido las cenizas de tu adorada, que conservaste dentro del estuche de su Guarnerus por dos años, escuchando a diario, durante un mes, uno de los Veinticuatro Caprichos para violín, de Paganini, hasta concluir con la obra completa. Limpias cuadros y marcos, no porque lo requieran, sino por mera costumbre. Como intermezzo vas al comedor, llevas la sopera de plata y la colocas sobre la mesa en forma de violín gigante y sillas con respaldo de estilizado diapasón, clavijas y volutas. Destapas la sopera, humea. La bisque de langosta la sazonaste como le gustaba a Idolina; tu olfato evoca su presencia y el recipiente de plata refleja una I latina, efecto de una lágrima colgante del candil. Comes y alimentas el recuerdo. Tras recoger plaqué y loza, la llevas a la cocina, lavas y dejas todo en su lugar. Bajas en fuga al sótano, con aliento a humedad, sitio donde has conjuntado pasión y llanto. Conserva-

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ción del legado patrimonial. Has templado la ausencia hasta convertirla en compañía. Pones a funcionar el gramófono para escuchar el Capricho veinticuatro que Idolina ejecutaba con maestría. Tensas una cuerda de violín, es la última de gato, la sostienen dos batutas; pruebas su sonido, la nota más alta que puede producir. Tu vista llega a la pila ordenada de diarios que dieron cuenta de tu especializada y severa columna semanal, que abandonaste al morir tu amada. En la página que encabeza el montón de periódicos se encuentran las esquelas de Idolina, conservas su biblio y fonoteca, además de tomos encuadernados con registro de programas, fotografías, reportajes y críticas. También está Jélico disecado, el bello gato persa que murió en tus brazos cuando escuchabas Fausto, de Gounod. Después pones el Réquiem, de Mozart. Abres el estuche de violín, soplas en su interior y se desprende una ceniza que danza por el aire, la sigues con la vista mientras realizas movimientos que miman dirigir la orquesta. Te dices: requiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua lucaet eis. Imaginas que baja el telón; caminas, la cuerda tensa corta tu cuello, caes, mientras un pequeño canal rojo avanza en adagio.

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Teresa Elena Reyes López Mamá, me aferro a ti, a la entereza que te dio nombre, a tus ojitos llenos de coquetos pestañeos y miradas dominantes. A tus mejillas rebosantes de color, a la línea del mentón que dejaba al descubierto tu pasión por la vida y tu descendencia. A la espontaneidad de tu cariño para desvanecer mis estúpidos enojos y absurdos miedos. Hoy reinvento el destello de tu sonrisa, anclada al peculiar lunar de tu boca que tanto presumías. Mamá, cantar de mis días, desde tu muerte no existe el olvido. Tampoco encuentro el modo de separar tu figura de la mía. Te confieso que cuando paladeo un delicioso manjar soy libre de decir: ¡Esto le hubiese gustado a mamá! Si acudo a una reunión familiar, pienso que habrías querido estar allí a mi lado. Cuando compro ropa, zapatos o aretes, estoy segura de que te habrían encantado. Teresa mía, no olvides que te amo y, aunque ya no me escuches, en mi silencio el eco de tu voz se eleva y grita: yo más tesoro mío.

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Escarlata Úrsula Cotero A Margarita García Luna O. Dalia fue una flor que murió sin marchitarse. Exuberante, se adaptó a los movimientos del alma. Tan frágil y pequeña en apariencia, en vez de protegerse ante los peligros, optó por mostrarse toda delicada; ¿por qué? Se nutrió de la inmutable belleza que divagó en ella; el acto de compartir pensó por ella. Dalia armonizó con la arquitectura de la ciudad que amó, con su historia. Miró al cielo donde se fundían indivisiblemente los sucesos y las contribuciones de sus habitantes. Sus pétalos apuntaron hacia todos los rincones. Con sincera simpatía, se interesó por cada uno, sin reservas. Tal vez por eso se conectó con los corazones de quienes la conocieron. Recién han cortado su tallo. Ahora, reposa en el centro de una habitación, sumergida en la liviandad flotante. Aún consciente, se confunde con el barullo del sueño que se sueña a sí mismo. Se debate en la última lucha para perturbar a la solitaria más fuerte: ofrecer hasta el final amables esencias perfumadas; fineza de trato que la dama asume aun en las postreras circunstancias. Desconectada de la tierra, no advierte estragos en su rostro. Se consume apasionadamente en su tinta escarlata. Sublimándose, calcinándose a sí misma, sonríe antes de desaparecer.

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Aplausos Miriam Veloz D. La vida no es siempre lo que parece. A punto de que den la tercera llamada, reviso de último minuto mi celular. ¡Carajo! ¿Para qué lo hice? Vi su nueva foto de perfil; no creí que me conmoviera tan profundamente. Se apagan las luces y comienza la función. Un fragmento de mi vida en cuarenta y cinco minutos. Yo, caracterizada de quien fui alguna vez: una joven alegre, fresca, libre. Claro que la reconozco, la extraño. ¡Por fin!, el intermedio. Corro al camerino mientras se encienden las luces en la sala… y las de mi consciencia también. No puede ser. Esto es inaudito. ¡Bloqueada! Mínimo se merece una mentada de madre. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Cómo resuelvo esto? Sí… es verdad, me lo dijo: ¡Necesito tiempo, atención, amor!, pero no lo quise escuchar, no creí que ocurriera. Pensé que era un simple enojo, como tuvimos muchos otros, y que se le pasaría. No fue así. De nuevo se abre el telón. A escena. Yo siempre tan segura de mí. ¡Hoy lo confirmo! La función debe continuar… y el resto de mi vida también. Esta noche, mi mejor actuación en años. El público de pie no cesa de ovacionarme. De momento me siento flotando y voy dejando de escuchar. Mi ego completamente inflado: aplausos, flores, luces, fotos… Todo suma para que llene el gran vacío que apareció, tomándome por sorpresa.

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No me quiero ir de aquí, que nadie se mueva por favor, pienso. No tengo quién me acompañe a casa ni para quién preparar la cena. No tengo con quién compartir mi éxito ni mi profunda tristeza. Hoy no tengo lo que nunca procuré, “una vida fuera del escenario”; pero mañana será otro día y renaceré cuando den la tercera llamada.

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El artifice Andrea Dinorah Zenil A Eric Atardecía anaranjadamente cuando, serpenteando por el barrio más antiguo de la ciudad, encontré a Paula. Platicábamos, poniéndonos al día sobre nuestras vidas, en el momento en que divisó a un amigo para, de inmediato, correr hacia él y saludarlo con efusión. Claudio, se llamaba. ¡Era hermoso! Su ambarina mirada, su sonrisa breve, su baritónica voz de saxofón, su irisada piel, enrojecida gracias al brillo del sol poniente, y su gesto de timidez ante mi presencia. Sacó de su maletín un cuaderno negro con forros de cuero que hojeó delicadamente, mostrándole a Paula sus dibujos; yo, ansiosa porque me notara, me asomaba con sigilo espiando la libretilla, cuando se detuvo y reveló un autorretrato sentado frente al portal. Era bello, y desee estar en una de sus páginas, ser su modelo, que me delineara. Más allá del trazo, quería que la fuente de mi placer avivara su pincel. Calculadamente, le pregunté: –¿Por qué no hay mujeres en estas páginas? Volteó hacia mí, rojo de ardor, y respondió con gravedad: –Hoy en día, a pocas personas les importa el arte –la molestia inicial se ablandó en su rostro y clavó su indagatoria mirada en mí. ¡Por fin era dueña de su atención!– Ninguna ha comprendido mi búsqueda en ellas a través de la artería. Paula se despidió de ambos con premura; debía reco-

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ger a su hijo en la guardería. ¡Al fin estábamos solos! –¿Qué buscas en las mujeres que no han comprendido? Determinado, respondió: –Algo que está más allá de la belleza… –miró su reloj, se disculpó, dijo que le encantaría continuar nuestra conversación en otro momento y se fue de prisa. Yo, inconforme con esas palabras, lo seguí; quería saber todo acerca de él. Descubrí que era un solitario apegado a la rutina: temprano por las mañanas, recorría las calles adoquinadas del barrio; compraba una taza de café, se dirigía al parque y se sentaba siempre en la misma banca para dibujar; siempre solo. Transcurridas un par de semanas, no pude resistir más, y una de esas mañanas cromadas, me senté a su lado; él, absorto como estaba en su trabajo, ni siquiera notó mi presencia. –¿Qué haces? –le pregunté con familiaridad, a lo que contestó sin voltear a mirarme: –Poniéndole un poco de color a esta ciudad ávida de encanto –solté una carcajada, pues ambos coincidíamos en que ese sitio carecía de alma, de esencia. –Me ocurre algo similar; persigo a alguien con quien pueda apreciar la vida más allá de lo inmediato –él levantó la cabeza, me miró y se sorprendió al descubrirme. Al principio, sus ojos se llenaron de entusiasmo, luego, de gozo al observarme de pies a cabeza, como admirando una sublime creación. Pude sentir el placer que experimentó. Me acerqué y, sin titubeos, lo besé; mi boca crepitaba al contacto con la suya, como cuando la espesa pintura entra en contacto con las gotas de agua: una tempestiva erupción. Soltó el lápiz y yo tomé su rostro acariciando con mis dedos su barbilla, quizás nos encontramos…  92


Alas S. Maricel García S. Samagasi, de espíritu aventurero, viajó de una tierra apartada y exuberante a la selva de hormigón. Su mayor deseo era desplegar las alas y volar, conocer el mundo y aprender de él. De seguir en aquellas tierras, sólo se convertiría en otro cuidador de vacas, como los demás jóvenes de la aldea. La noche fue su cómplice. Se despidió de sus padres; bajó la cabeza en señal de respeto y recibió de ellos los rituales de buenos augurios. Le entregaron la dote y, sin dilatarse más, partió hacia lo desconocido. Los sonidos nocturnos de la selva lo acompañaron, siempre vigilante de los peligros felinos; la luna, su centinela. El hueco, en el tronco de una ceiba, le sirvió de refugio; el fuego, cálido compañero. A la mañana siguiente de su partida, un ave de plumaje esmeralda y pecho rubí voló sobre su cabeza, es de buen agüero. Con ayuda del machete abrió camino entre la maraña selvática. El correr de las horas contrajo su corazón, todo a su alrededor lucía igual; el calor sofocante y la humedad lo obligaban a luchar contra la sed abrasadora. Cuidaba el agua con celo. Dos días transcurrieron hasta alcanzar los límites de la ciudad. Siguiendo los consejos de su padre, vendió en un mercado clandestino algunas semillas de amapola que llevaba consigo, y con parte del dinero compró ropa y un par de zapatos. Le gustó contemplar su imagen reflejada en el aparador del almacén; los deseos de libertad y progreso se acentuaron. Un

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aleteo sobre la cabeza llamó su atención. Sus ojos irradiaron horror al descubrir, posándose en el cristal, a una mariposa negra. Mala suerte, balbuceó. Sintió miedo; se sentó en la orilla de la banqueta, con la mirada perdida en el pavimento. Lo invadieron recuerdos de su hogar, extrañaba a sus padres; imágenes de atardeceres preñados de fulgurantes colores lo aguijonearon. Una mujer de leopardina falda lo vio llorar; se acercó curiosa de su desgracia. Yo solo quiero volar, repetía el muchacho. Compadecida, lo invitó a subir a su apartamento. En la cocina hay algo de comer, sírvete mientras me cambio de ropa. Ella dejó sus zapatos de tacón de aguja en la sala y entró a su habitación; él, en lugar de calmar su hambre, caminó hacia el balcón cautivado por la vista, la selva llenaba el horizonte. Suspiró y bebió su desdicha. La puerta se abrió y entró un hombre fornido y de rasgos toscos. Al mismo tiempo, la dama salió de la habitación envuelta en su bata de satén estampada. Samagasi se pasmó ante el individuo. El recién llegado vio los zapatos en la sala y a la mujer ligera; caminó hacia el muchacho con actitud hostil, Éste, ¿quién es?, ¿te pagó? Déjalo en paz, es un niño, ¡sólo quiere desplegar sus alas!, ¿entiendes lo que digo? Un golpe en la boca calló a la mujer. Yo… sólo quiero volar, señor. ¿Eso es lo que quieres?, pues… vuela. Un violento empujón lanzó al joven por encima del barandal. La cabeza golpeó contra el pavimento. La mujer ahogó un grito. El agresor salió huyendo con las pertenencias del muchacho; en tanto, el flujo carmesí tiñó la calle, el joven, cobrando alas, por fin pudo volar.

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Antes del amanecer JuanMa Alemán A Belén 1 Antes del amanecer te escucho susurrar entre sueños: no dejes que la mañana se lo lleve… He esperado toda la vida por alguien dispuesto a quedarse a mi lado… Te he esperado tanto… ¡Y ahora te vas…! ¡Por favor, no dejes que se lo lleven…! Afuera, el canto de las aves presagia la partida. II A la hora más fría de la noche, antes del amanecer, te estremeces bajo las sábanas que envuelven tu cuerpo. Digo tu nombre; no me escuchas. Tu sueño es profundo, inquieto; agitado respirar, labios trémulos, tu rostro oscila, incontrolable, de un lado al otro. Te toco; acaricio la tibia suavidad de tu piel; te abrazo; siento tu aliento atravesando mi pecho mientras tus boca busca, ansiosa, un beso que nunca volverá a serle dado. Se abre; de ella brotan palabras que, como tú, se debaten entre la angustia y la desesperanza. Te revuelves en la cama; tu cuerpo enredado entre las sábanas. Murmuras, gimes, sollozas. Vuelvo a nombrarte… ¿Por qué no puedes escucharme? III Antes del amanecer, los primeros rayos del sol pintan el cielo de gris pálido, mortecino. Un auto en medio de la solitaria avenida. El hombre que conduce prende

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un cigarro y, fumando, espera a que las luces cambien de color. El humo, el desaliento y el desconsuelo se elevan, se esparcen, lo envuelven. Luz verde. El auto se pone en marcha. Vuelta a la derecha. La quietud de la madrugada es rota. Neumáticos chirriando, láminas crujiendo, metales restallando, miles de diminutos cristales esparcidos sobre el asfalto. El cigarro cae al suelo. El conductor, empotrado entre el volante y el parabrisas destrozado, lleva sus manos a la cabeza, las mira; todo a su alrededor se vuelve oscuridad y silencio. El cigarro se consume, se apaga. IV Mis manos reposan tu cabeza sobre la almohada; las miro bañadas en sangre. Un relámpago cegador atraviesa ante mis ojos, deja tras su paso una estela de sombras: la memoria perdida. Despiertas gritando; desgarrador lamento que se desvanece en el aire hasta fundirse con el canto de las aves, poco antes del amanecer.

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Temperamental Alejandro Ostoa Sólo era cuestión de armarme de huevos. ¿Armarme o amarme? ¡Cuánta duda! Dejé la indecisión y fui por un cartón con producto de gallina. Llegué a la barda en la que todavía estaba dibujado el tan gastado corazón con una flecha atravesado y nuestras iniciales adentro: T y A; síntesis de Trinidad y Augusto. Lancé con furia los huevos que se estrellaron contra la pared; al verlos resbalar me transporté al llanto causado por la ruptura con Trinidad. Mi ser pisoteado; qué equivocación bautizarme con un nombre que significa “venerable”. De ella no lo esperaba, pero la vi echando pasión con un sujeto. Así descubrí la variante de Trinidad, quería engañarme haciendo un trío, y fue cuando, al sentirme triturado, entré en delirio. Me quedé observando las claras que dilucidaron mi situación. No podía seguir en la sensiblería y era necesario salir del marasmo. A los quince días regresé al sitio; seguía casi igual, sólo que la mancha estaba brillante y con repugnante olor. El lugar ya no me era nostálgico, y me tomé una selfie para recuperar el temple. Al llegar a casa me quedé un rato contemplando la fotografía. Fui a la cocina y otra vez encontré en los huevos la solución o posible salida. Recordé que la yema es conservante, para muestra basta un embrión. ¿Por qué no rendirle un tributo a mi persona? ¡A huevo!, ahí están los colores vivos de la decoración de sarcófagos. Tampoco iba a prepararme una mascarilla, por lo que fui por mi estuche de óleos.

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Así que le hice una incisión al cascarón, separando la clara y membrana de la yema, para drenar el líquido interior y mezclar con el óleo a trabajar. En un bastidor empecé a plasmar mi rostro; luego, al volverlo a observar con detenimiento, descubrí mi temperamento mezclado con templanza. Ahora hay que esperar que yema y pintura reticulen para poder salir completamente de la red que me tenía reti enculado. Al armarme de huevos pude hacer mi autorretrato que muestra mi nuevo rostro. ¡Ahuevo!

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Tras los muros Elena Reyes López Angélica y Carol no son amigas y tampoco buscan serlo. Coincidieron en el primer piso de una casona vieja del centro de la ciudad, un foro abierto para las artes. En esa ocasión, hubo un conversatorio sobre las técnicas del dibujo; ambas se unieron a la plática y externaron algunas opiniones con los participantes. En este lugar, es pan de cada día valorar la presencia de quienes se dan cita. Esa noche, sus comentarios fueron muy atinados, haciendo que todos allí pasaran un rato agradable. Luego, intercambiaron sus datos para contactarse por Facebook. En esta era digital, la “compañía” va de un lado a otro. Las personalidades de estas chicas son contrapuestas. Angélica acostumbra combinar colores oscuros en su vestimenta; en cambio, Carol lleva constantemente variedad de azules que coordina con muchos otros llamativos colores. Ambas escriben y publican en sus respectivos muros el modo particular que tienen de apreciar cuanto les acontece, sin dejar alegrías o tristezas al margen de sus líneas. Angélica es fantástica para enfatizar la frialdad con la que asume uno u otro estado de ánimo; Carol es abstracta a la hora de plantear todo aquello que la conmueve. Estilos complejos y encriptados que atrapan la atención de sus contactos, quienes deben detenerse a leer para comprender tales manifestaciones, a las que responden enviando emoticones de

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gusto, enojo, asombro, encanto o tristeza; colección que va quedando registrada en esos textos ligados a imágenes de sí mismas o de composiciones alusivas a lo descrito. Ahora, tienen el reto de participar en la convocatoria que lanzaron los responsables del lugar para que quienes escriben poesía hagan uso de los micrófonos, leyendo sus escritos frente al público. Cuando llegue el día, el desafío consistirá en que Angélica lea la cosmovisión de Carol y viceversa. Entonces veremos cómo actúan los emoticones, que, sin ser publicados, se verán reflejados en los rostros de los asistentes.

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Es cara abajo Úrsula Cotero Con un récord en protuberancias, camina orgulloso Kuro muri, el escarabajo japonés, mostrando una sorprendente herramienta que resulta del todo atractiva para las hembras, ¡las preña con sólo verlo! La notable formación antecede por unos segundos su llegada. Se considera metrosexual, aunque, para sus proporciones, lo correcto sería calificarlo como centímetrosexual. El cornudo tiene una vida nocturna activa: es luchador de sumo. Normalmente se enfrenta a contrincantes de menor tamaño que él, garantizando así su imagen exitosa. Realmente es un ganador. No existe especie más abundante en el planeta que la suya, y el coleóptero lo sabe. A veces se cuestiona: ¿representaré una plaga para el mundo? En ocasiones lo es, aunque termina por aniquilar a sus iguales. Arraigado en sus creencias sintoístas, adopta un papel de representante en la lucha a la que los dioses nipones se someten, bajo el tejado de estilo Ise donde, se dice, está guardado el espejo de Amaterasu, Diosa del sol. Kuro muri se compenetró totalmente con su armadura y casco, que son un espectáculo en sí, de manera que nadie conoce su interior. Con la técnica adecuada, volteará a quien se ponga en su camino. Vencedor de encuentros predecibles, celebra bebiendo savia dulce que mana de las cortezas arbóreas, acompañado de algunas hembras. El portentoso participa de una ten-

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dencia que rompe con las tradiciones antiguas de su país y que cada vez se generaliza más en las grandes civilizaciones. Sus alas lo han llevado a viajar por Italia y Holanda, donde descubrió grandes comunidades de solteros que ponen frecuentemente en práctica conquistas ocasionales; sin embargo, de lo que menos quieren saber es de relaciones sentimentales serias o de compromisos. Marcados por decepciones, fracasos o traumas, no creen en la existencia de la correspondencia amorosa; les impone un auténtico reto involucrarse sentimentalmente y se esconden en una coraza de dureza. Como cada mañana, sale a dar un paseo para poner en forma sus patas prensiles. Hoy, ha descubierto unas muchachitas catarinas que disfrutan de una fiesta húmeda; la llave abierta conectada a un rociador giratorio ofrece la oportunidad. Las chicas se divierten y Kuro muri las observa, al tiempo que extiende sus alas y frota su bello casco oscuro con las hojas, ¡lucirá bruñido como barro de Oaxaca! Una vez más, está listo para el ataque.

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El patio Miriam Veloz D. En honra de mis abuelos. Recuerdo aquellos días en que las risas, los pasos apresurados y hasta el correr del agua en los lavaderos me llenaban de entusiasmo. Laura, Alex y la apretada de Aurora, a quien nunca le gustó vivir en esta colonia, crecieron tan rápido que casi ni cuenta me di, y muy pronto sus corretizas infantiles dieron paso a las tardeadas; los tres eran bailarines geniales, al igual que su papá, don Gustavo. Pasaron momentos inolvidables y se convirtieron en grandes anfitriones y protagonistas de sus propias reuniones, disfrutando y sacudiéndose al ritmo de las canciones de Enrique Guzmán, Angélica María y los Locos del Ritmo, entre muchos otros. La chaviza fue desplazando rápidamente a la momiza, como ellos decían. En mi opinión, nunca hubo una mejor época que la otra; don Gustavo siempre fue muy generoso e invitaba a todos los vecinos de la colonia a las fiestas, donde bailaban y se divertían al compás de Pérez Prado y la Sonora Santanera. También fue tolerante con los infaltables borrachos y gorrones. Aurora fue la primera en casarse y el banquete se realizó aquí. Nunca quiso que sus amistades supieran en donde vivía y por eso asistieron muy pocas personas. Por el contrario, Laura, quién también celebró aquí su boda, no se limitó. Además de tener muchos invitados, contrataron a un conjunto musical y la fiesta duró hasta altas horas de la madrugada. Hubo de

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todo en aquella ocasión: comida, bebida, música, baile… y lo más grato para mí, atestiguar la felicidad de los novios. Dicen que “recordar es volver a vivir”. Y sí, prefiero hundirme en los recuerdos, porque la realidad me atormenta, pues dentro de poco me convertirán en un frío y estéril edificio de departamentos; seré un espacio cerrado, en donde no soplará más el viento, ni se escuchará el trinar de los pájaros que aún se posan en las ramas de los árboles que me habitan. Ya han tirado la fuente, donde los niños chapotearon tantas veces y que, después, presenció las primeras serenatas nocturnas traídas por los novios de las muchachas. También desaparecerá el jardín que con tanto esmero cuidó don Gustavo: la chayotera, la higuera, el rosal, el durazno, el ciruelo... ¡Cómo me he hecho viejo! ¡Cuánta nostalgia e impotencia me invaden! Y es que doña Conchita no tuvo más remedio que venderle la propiedad a su sobrino, quien le dijo que le pagaría muy bien por el terreno. Ninguno de los muchachos quiso hacerse cargo de la casa tras la muerte de don Gustavo; cada uno hizo su vida y ella tomó la decisión. ¡Adiós a la vida del patio que tantas satisfacciones me dio!

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Marco, marco Andrea Dinorah Zenil ¿Qué día es hoy? Junté el dinero necesario para llamar a Marco. Desearía tener veinte años menos; tengo cincuenta y siete. Ahora que lo pienso, debí dedicarme a una profesión que me rindiera mayores ingresos. Cada quincena debo ahorrar religiosamente dos mil quinientos pesos para que me haga suya. Lo deseo tanto… Amo su joven y vigoroso cuerpo, aunque sólo sea por un breve momento… ¡Marco, Marco! ¡Ojalá recibiera un aumento para que te quedaras más tiempo! ¡Marco, Marco! ¡Ojalá costaras menos para gozarte por más tiempo! ¡Marco, marco… No contestas…!

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Anhelo S. Maricel García S. Noche sin estrellas. La niebla engullía, segundo a segundo, las calles de la vieja ciudad colonial. Se hacía tarde. Caminaba apresuradamente sobre la acera, debía alcanzar el último autobús con destino a casa. La cabeza me dolía; el sonido de mis propios pasos me asustaba; constantemente veía sobre mi hombro, vigilando por si era acosada. La calle inclinada comenzó a cansarme; mi corazón se aceleró, el cuello se contrajo con la fuerza de mis latidos. ¡Falta poco!, me repetía. Una de mis manos sostuvo las solapas del abrigo; el frío calaba mis huesos. La otra empuñaba con fuerza un rosario guardado en el bolsillo. Inesperadamente, vislumbré una sombra a mitad de la calle. Paré en seco, pegué la espalda contra la pared golpeando mi hombro con el balcón de una casa. Me quejé ante el dolor punzante. Agucé la mirada, intentando descubrir aquel bulto informe. Continuaba paralizada, la boca seca. Al aproximarse, me di cuenta que se trataba de un hombre maduro que sostenía unas cajas haciendo malabares. Me vio con desconfianza y aceleró el paso. Respiré profundo. Logré despegar los pies del suelo y continué la marcha. A punto de alcanzar la esquina, un hombre oculto en las sombras interceptó mi paso. Sobresaltada, arqueé el cuerpo, fruncí el ceño y tomé una actitud –según yo– ruda para persuadirlo de cualquier intento de abuso. Amenacé con gritar si se me acercaba. Grite, me dijo, y soltó una carcajada.

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Empecé a hacerlo, desenfrenada. Algunas luces encendidas en el vecindario, se apagaron. Abofeteó mi rostro y me tomó del brazo lastimado, forzándome a entrar a un edificio de estrecho acceso. La puerta cerró de golpe. Subimos algunas escaleras y entramos a una sucia oficina. Cinco hombres vestidos de traje, desaliñados y con cigarro en mano, me dieron la bienvenida. No entendí nada. Pensé que no habría pesca, soltó uno de ellos. Después, todo fue muy rápido. Me pasaron a un cuarto con luz mortecina, forcejeé, mordí, arañé. Quería escapar. Recibí un fuerte golpe en la boca del estómago. Caí al suelo, patearon mis costados; un puntapié dio en mi cara; sentí el ojo cerrado y los labios hinchados; dos dientes en la fría baldosa. Yo, sin aliento. Me quitaron el abrigo. Al verme ataviada con un vestido negro, dijeron perfecto. Tomaron fotografías y no supe nada más. Desperté en una celda. Todo me dolía. Por la mañana me mostraron el encabezado del periódico: “¡Cae la viuda negra! El Grupo de Elite de la Policía logró su captura. Seis, sus víctimas mortales”. Quise llorar y no pude; apenas podía moverme: hablar, imposible. Gracias por el favorcito, murmuró el policía obeso. Hace tres años que inició mi proceso. Yo… sólo anhelo abordar el autobús y volver a casa.

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Timida JuanMa Alemán Ahí está, solo, como de costumbre. Pocas veces lo hemos visto acompañado. Siempre su mismo ritual: sentarse a la mesa en el codo del corredor, pedir la taza de café negro, sacar un libro y leer, o una libreta y escribir. Y si por casualidad su mesa –porque ya la ha hecho suya– estuviera ocupada, no buscará otra; esperará el tiempo que sea necesario para sentarse allí; creo que no sería feliz de otro modo. Siempre que llega sonríe al vernos, nos saluda, ordena el café y luego nos ignora, no vuelve a pronunciar una sola palabra. En realidad, las muchachas y yo sabemos que nos observa, que día tras día vuelve aquí únicamente por nosotras, como si tuviera la esperanza de hallar en alguna a alguien por quien parece llevar aguardando toda la vida. Es demasiado paciente o muy terco y obstinado. A la mayoría de mis compañeras les resulta indiferente; a dos o tres les cae mal, pero a mí me llama la atención. No es muy agraciado, pero posee un aire intelectual que me intriga. Hasta he imaginado cómo sería tener charlar con él, pero su hermético silencio no ayuda. Resulta contradictorio, porque las pocas, raras ocasiones en que lo he visto conversar con las personas que lo frecuentan –especialmente con mujeres–, sus pláticas fluyen sin que él demuestre ningún impedimento. Es extraño que me sienta así respecto a él. Por aquí se dicen muchas cosas. Algunas muchachas pien-

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san que está enfermo, mal de la cabeza, y que sólo le gusta aprovecharse de la ingenuidad de jovencitas como nosotras. Algunas, que se trata simplemente de un marginado social. Otras comentan que, por culpa de los libros que lee, enloqueció y perdió la cordura. Y hay quienes suponen que actúa así –que no actúa– por las decepciones que se lleva cada vez que intenta relacionarse con alguna de las meseras. A mí no me ha tocado ser testigo ni vivir en carne propia ninguna de esas situaciones, y, sin embargo, me gustaría… Quizás sea sólo por la curiosidad de saber qué secretos esconde dentro de su cabeza. En el fondo pienso que debe ser un sujeto interesante, al que vale la pena escuchar, conocer… Ya se va. Lo sé porque cerró el libro, levantó la cabeza y me buscó con la mirada. Me acercaré a su mesa; pedirá la cuenta y le diré que se la llevaré enseguida, pero antes de entregarla, le preguntaré acerca del libro que leía y le pediré que me cuente de qué trata. Él dirá que sí, no tengo duda. Entonces nuestra conversación partirá de la literatura. Aunque no sé mucho de lecturas, estoy dispuesta a aprenderlo todo de él… La timidez me venció. No tuve el valor de atreverme y preguntar… Le entregué la cuenta; pagó con un billete y dejó algunas monedas en la charola; me sonrió y deseó una bella noche; tomó sus cosas y se fue... Ahora limpiaré la mesa, recogeré la propina y esperaré a que mi turno termine… junto con la noche.

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Solitario sin Ariadna Alejandro Ostoa Estuvo de la chingada eso de ser Teodoro y creerme Teseo, enamorado de Adriana, supuesta correspondencia de Ariadna. ¡Cómo chingan los opuestos! Al querer marear al Minotauro en el laberinto, resulté chingado. Ella me dio el hilo de oro para que saliera, pero la chingada hebra se me enredó en solitario cuando mi amada bajó de la embarcación… son chingaderas que atentan contra mi sicología y moralidad; así que extraviado en el laberinto y chingándome la soledad, me nutrí durante un octavario con vitamina D para fijar el capítulo de “Los hijos de la Malinche”. No encuentro la paz ni me abandona la soledad, así que me daré la oportunidad saliendo con una fémina chingaderita y a ver qué chingados pasa. (Un chingado más y hubiera sido obsceno.)

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Algun dia volveras Elena Reyes López Hoy conocí a Camila, una niña de cinco años. Se encontraba con su mamá en uno de los pasillos de la oficina donde trabajo haciendo avalúos de predios construidos y baldíos. Camila se parecía increíblemente a mi hermana María cuando tenía su edad: cabello chino y corto, grandes ojos, delgadita y desbordante alegría. Su presencia me atrapó. Sonrió cuando se sintió descubierta por mí al levantar un árbol miniatura de papel, próximo al pasillo donde ella y su mamá aguardaban para hacer un trámite de propiedad. Yo estaba por salir de allí, pero no resistí las ganas de mostrarles una fotografía de mi amada hermana que conservo en el celular. Ambas fijaron su mirada en la imagen y, teniendo la seguridad de que se trataba de sí, dijo: ¡Mami, soy yo… y tengo puesto mi vestido color orión! Sonreímos. La madre le explicó: No, mi amor. Ella es hermana de la señorita, pero se parece mucho a ti. Todo fue tan fugaz que me vi en la necesidad de preguntarle si podía tomarnos una foto con la cámara del teléfono, y sin titubear le pidió a Camila que posara junto a mí. Cualquier otro niño se habría resistido, pero ella, por el contrario, tuvo confianza y se mantuvo a mi lado, mientras su mamá nos daba a elegir si preferíamos una toma horizontal o vertical. Los ojos de la niña se enfocaron en mí para preguntarme qué quería decir su mamá, y yo, con señas, le expliqué cómo era una forma u otra. Con ternura, Camila pidió que fuera vertical.

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Ese disparo fotográfico inundó mi corazón de felicidad. Agradecí el bello gesto que madre e hija me concedieron, me despedí y Camila preguntó: ¿A dónde vas? Le respondí que debía visitar un predio cercano a la zona. Al alejarme, pensé: las señales no sólo vienen del cielo, fluyen dentro de mis espacios más inmediatos para poner a raya un antaño sentimiento de desolación. En ningún momento les mencioné que hace más de diez años la muerte de esa hermana despedazó mi corazón.

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Felices Úrsula Cotero Dos jóvenes amigos juegan billar; las bolas chocan y hacen una carambola de fantasía sobre la mesa de pool. –Disfruto mucho vivir soltero, amigo, nunca me voy a casar –comenta Fernando. –A las mujeres las tratas mal y están contigo, las tratas bien y también están ahí –contesta Ricardo y ambos ríen. Veinte años después, un viernes por la noche, Fernando disfruta de su soltería con una botella de alcohol sobre su buró; mira solo una película y come una rebanada de pizza calentada en el microondas. Una preciosa joven de sociedad, residente de un lujoso fraccionamiento, mandó de paseo a Ricardo, quien, desvivido en atenciones, se ha endeudado por complacerla. No hay vuelta atrás, el buscavidas perdió a la bola ocho en estrategia de diamante.

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Aprendi Miriam Veloz D. Cuando el amor es ensombrecido por el eclipse, sólo el tránsito del tiempo devuelve a cada persona a su sitio. ¿Quién me lo hubiera dicho? Así nos ocurrió. ¿Recuerdas los días en que todo era resuelto tan sólo con mirarnos y tomarnos las manos? ¡Yo sí! Eras lo único que necesitaba para olvidar las dificultades del día; o lo que requería para hacer de una situación común, algo extraordinario; ¡o mejor aún!, lo suficiente para hallar una motivación a la hora de regresar a casa tras una jornada extenuante. ¡Tú eras ese motivo! Tu nombre, tu risa, tu olor… Tú. Lamento que hayas tardado tanto tiempo en darte cuenta; nuestra historia nos pertenecía sólo a nosotros, no a terceros. Mi sed era mitigada únicamente en ti, no necesitaba público ni la aprobación de nadie. No me di cuenta entonces de que siempre estuve rodeada de intrusos que, con aparente buen humor y con un costal de buenas intenciones, vertían sus opiniones sobre aquello que sólo nos concernía a ti y a mí. No supiste distinguir entre lo urgente y lo importante. Ahora, desde lo más profundo de mi corazón, te digo adiós, amor. La soledad que viví en tu compañía me abrió los ojos; el tiempo me ha hecho comprender que tu camino y el mío deben seguir rumbos distintos, de la misma forma en que cuando un eclipse llega a su fin, cada astro retoma su órbita.

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Hoy doy gracias por las experiencias vividas a tu lado; me ocupo en reiniciar el camino, en reconocer mi propia órbita para no volver a perderme en la ceguera del amor. Recibí tu mensaje en él me halagas, elogias, elevas mis virtudes y luego me reprochas diciendo no saber qué fue lo que pasó. Dices que cambié; “no cambié, aprendí; aprender no significa cambiar, sino crecer.”

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Postrinni Andrea Dinorah Zenil Después de la jornada laboral, decidí ir a buscar uno de mis chocolates favoritos. Hace años que no me doy el lujo de salir a comprar aquellas golosinas que tanto me gustaban, es increíble que me haya olvidado de esos pequeños placeres. Ya en el súper y después de haber recorrido todo el pasillo de dulces, no encontré el chocolate anhelado: una barra ligeramente envinada, rellena de pasas, que se deshacía al contacto con la saliva; ¡era tan delicioso! Así que pregunté: –Disculpe señorita ¿dónde puedo encontrar el Postrinni? La chica arqueó la ceja, pensando que estaba bromeando. –¿Qué? ¡¿A poco existen?! Sólo tenemos lo que ve en los estantes. Así que en vista de su desconocimiento, busqué a alguien más que pudiera ayudarme. –¡Señor, señor! ¿Recuerda los Postrinnis? –¿Los qué, perdón? ¡Ah, sí, los chocolates! Ya no los traen damita. Llevo varios años en este departamento y al parecer salieron del mercado hace como una semana. Si me hubiera decidido a venir antes, quizás los hubiera encontrado. Pero un momento: ¿Por qué añorar algo que ya no existe? ¿Será que esto ocurre con las personas, los lugares, los aromas y sabores? ¿Será que en el fondo estoy tratando de ocultar algún vacío?

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Tal vez se convirtió en el pretexto ideal para olvidar que en casa nadie me espera, y vino a mi mente la imagen de aquella anciana que acostumbraba hacerles preguntas a las personas de los establecimientos, algo que, temo, estoy haciendo ahora. Recuerdo que la encontraba los sábados, cuando acompañaba a mis padres a hacer las compras; siempre estaba deambulando por los corredores, tratando de interactuar con alguien, fastidiando a los empleados con muchas preguntas sobre los productos. ¿Será acaso que estoy buscando pasatiempos que distraigan mi aislamiento? ¿Será acaso que el Postrinni es el reflejo del sabor que necesito en mi vida?

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Tina S. Maricel García S. Me extravié. Sólo quise dar un paseo, husmear por ahí y correr hasta saciarme del viento pegándome en la cara, del aroma a tierra húmeda, del perfume de las flores silvestres; percibir a la distancia el olor a hojas quemadas, a comida flotando en el aire, a tufo de ovejas pastando. Corrí al ver la puerta abierta. Parecía que huía, pero no fue así; simplemente se trató de esa sensación de libertad que por ratos aviva el alma. En casa, todo era amor. Lo demostraron en los momentos de juego y en los cuidados prodigados desde que me acogieron al separarme de mamá, de quien sólo guardo el vago recuerdo de su olor corporal… Me sacudo para alejar la tristeza. No supe cuánta distancia anduve; el hambre me recordó que era hora de volver. Vi para todos lados sin reconocer nada. Desdoblé los pasos, pero equivoqué el camino. El sol se instaló en lo más alto del cielo y tuve que calmar la sed en el estanque de los patos. Luego, acurrucada entre unos matorrales, dejé que los vapores de la tarde cerraran mis ojos en tímido sueño. Desperté con el canto de los grillos; el corazón palpitó fuerte al darme cuenta que no era un sueño. ¡Estaba perdida! ¿Qué hacer, a dónde ir? Comencé a llorar, llamando a mi familia. Fue en vano; sólo conseguí atraer la atención de un solitario perro que deambulaba en busca de alimento; se acercó, me olfateó con franca curiosidad y luego se alejó. Cabizbaja, permanecí en la maleza. Haciéndome un ovillo, hundí la ca-

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beza en el pecho y quedé dormida mirando la luna. Extrañaba a mis seres queridos, el calor de la cama y la comida. Vagué durante dos días que resultaron interminables, pepenando por ahí para calmar el apetito; mientras tanto, bichos diminutos se instalaron en el pelo, atiborrándose de mí. Un nubarrón abatía mi valor. Al tercer día descubrí la carretera. El paisaje me sedujo, debía cruzar y explorarlo todo. Los vehículos, con su paso acelerado, el mayor obstáculo. Logré sortear los primeros carriles, pero al intentar salvar los restantes, un chirrido de llantas hizo que retrocediera a la seguridad del camellón. Los sentidos alertas. De pronto, observé que un auto se orilló, bajó de él una joven; leí mi angustia en su rostro. Fue acercándose lentamente, habló con dulzura, yo, llena de miedo y desconfianza. Quiso agarrarme y sólo pensé en morderla. Finalmente, cubriéndome con un trapo, me apresó. Defequé en ella, en mí, en todo. Sentí vergüenza. Dejé de oponer resistencia. Tuve suerte. Ese mismo día visité la clínica veterinaria, me dieron un baño y estrené hogar. Por algunos días, con el ánimo estrujado, estuve tirada en un cojín alimentándome de recuerdos. Una mañana abrí los ojos y la vi a ella tendida a mi lado, su calidez, abrigadora; tímida, posé la cara sobre la suya; ella sonrío y me llenó de besos. Yo, con el corazón curado, agité la colita y con cándida mirada le expresé todo mi amor. Ahora, mis ladridos son melodía entre las dos.

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Uno JuanMa Alemán –¿Estamos mejorando o sientes lo mismo? –Nada ha cambiado. “Soy yo, no tú”, acostumbraba decirle Vera a Juan Carlos cada vez que encontraba la oportunidad para hacerlo sentir mal consigo mismo. Pero sí era ella. Porque ahora, tener alguien a quien culpar hacía más fáciles de sobrellevar sus propias faltas. Y lo que a Vera le faltaba era amor; pero no el de Juan Carlos, porque él la amaba como ella misma estaba segura de que nadie más lo haría. Y cuando se trataba de hacerlo sentir mal, siempre lo lograba. Siempre encontraba razones, y si no hallaba alguna, la inventaba. Disfrutaba de culparlo y castigarlo por crímenes que jamás cometía. Así lo amaba; así, decía, le demostraba su amor. Extraña manera de amar la suya, sin embargo, no conocía otra. Pero el amor que Juan Carlos sentía por ella era demasiado grande, tan elevado, que nunca le importó que lo obligara a arrastrarse con tal de estar a su lado. Hasta que él preguntó demasiado. –¿Te he decepcionado? Nos lastimamos uno al otro; me desprecias, me humillas, me hieres, y luego vuelves para redimirte, vuelves buscando el perdón, y yo no sé decirte que no. ¿Nada de lo que hemos creado significa algo para ti? –Somos uno –repetía Vera incansablemente–, pero no el mismo. Compartimos un amor, una sangre, una vida…

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–Compartir: ser de dos; un amor debes cuidarlo, cariño, o te abandonará si no te ocupas de él… Pero esa noche no sería Juan Carlos quien habría de inmolarse en el fuego del amor, en las ardientes brasas de la culpa. –Es demasiado tarde esta noche, Vera. No más mentiras, no más miedos. –¿Para qué, Juan Carlos? ¿Demasiado tarde para qué? –Para seguir intentando romper el silencio con un grito que te niegas a escuchar; para sacar a la luz nuestro pasado ennegrecido. –Nuestro amor es un templo –repetía ella, desesperada, con el rostro anegado en lágrimas de artificio–, una ley suprema… –Sí, lo es. Pero no puedo seguir esperando hasta que te des cuenta, hasta que lo descubras.

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Dominio de Resurreccion Alejandro Ostoa Deberías tener la mirada reflexiva y no perdida, ni los hombros apocados, ni las rodillas sin cimientos, ni las manos marchitas, ni las mejillas hundidas, ni el cuello sometido. Deja de sentir que la soledad te quema, que el aire te tambalea y llega a tus sentidos sudados y lacrimosos en que la tierra te engulle. Abandona la pesadilla, pero no lo hagas contigo… Renuncia al caos, sacúdete con la catarsis. No te creas mística si desconoces el ritual. No te descuides ni le faltes al culto huichol, pues permanecerás como piedra desamparada en el camino. Recupera la entereza. Quisiera que mis ondas las percibieras resonantes y no en zumbidos, pero es inútil; las pesadillas que has creado te acongojan, estás en otra frecuencia. Te alías con otra amargada ostra resentida. Roes, no te atreves a morder y tragas el buche amargo y seco. Vives el negro, sin elegancia, abono a tu estadía, ánimo inducido, con remolino incongruente. Desvarías en sueño y vigilia, te aguijonas con mescalina. Tus tímpanos hospedan vértigo y te tambaleas; la monotonía de ruido te lleva a dormir. Estás en duermevela, abres los ojos, pero no ves. Automáticamente ingieres miel y un pedazo pequeño de peyote. Te acuestas, cierras los ojos, los colores expanden sus gamas: conscienteinconsciente. Te proyectas subida en una balanza; él, de quien ya no

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ves el rostro y es tu gemelo masculino, equilibra en un pendular armonioso; cabalgas con flechas decididas; eres una leona que vela por su cachorro; te hallas en la infancia; has tomado al toro por la cornamenta, retorciéndola caprinamente hasta convertirla en alebrije con cola pisciliana; darle de topes a tu pasado y aguijonearlo, sin caminar hacia atrás. Ya con la mente y temperamento irrigados, nadar hacia el futuro y empezar virginal, como opuesto del entierro de la sardina para entrar a la cuaresma. Despiertas; de inmediato, el “deberías tener” se trasmuta; tus mejillas adquieren color. Te levantas, un pie adelante, con la voluntad expresiva; las manos cerca de tus labios, ayudándoles a exhalar suspiros, con las cejas ligeramente elevadas, ojos entreabiertos y boca con el reflejo de la luna hasta llegar a su nueva etapa. Has dejado el duelo, sepultando a la soledad y acompañada de ti misma. Terminaste el calvario. Es Dominio de Resurrección y no admite magdalenas.

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Tres eternidades Elena Reyes López Abro lentamente los ojos; respiro el aire que inunda mi habitación; siento el flujo de la saliva transitar por la garganta. Del exterior proviene el silencio, que se filtra por los oídos hasta estrellarse contra la voz interna de mi mente. Me repito la misma letanía: debo continuar, conquistar los días, a pesar de tu lejanía. Aviento las cobijas, me levanto de la cama, busco un indicio tuyo; reviso el buzón de mensajes y el registro de llamadas del celular; ninguna noticia, nada nuevo de ti. Esta indiferencia me desmorona. Otra vez me tiro en la cama. Abrazada a mi pecho, sufro el suplicio que me causa tu ausencia; mis manos te gritan, mi cuerpo te reclama. Sé que no voy a encontrarte aquí, así pronuncie cien veces tu nombre o me pare de cabeza. Voy a tomar un baño. Antes, prendo la radio; la música, aunque no me libra de esta interminable búsqueda, me ayuda; al menos, pone a bailar mi melancolía. Pasados veinte minutos de disfrutar el agua, cierro la llave, se acabó la danza. Mi reflejo en el espejo me mira, me sonríe: ¡Eres tan bonita! Se libera de sí para hacérmelo, más que comprender, creer. Me visto y calzo con lo mejor que tengo en el guardarropa; afuera, el mundo me espera, no merece menos. Llego a la parada de autobús e inesperadamente viene a mi memoria una frase familiar: “mi todo”, y antes de encontrarme cara a cara contigo, sé que es

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para mí; sólo tú me llamas así. Mi cuerpo vibra al escuchar tu voz. Me dices, suplicante: “debemos hablar. Es importante”. Sin ocultar la devoción que aún te profeso y la alegría que desatas en mí al tenerte cerca, sonrío amorosa y digo: ¡Sí! ¡Llevo tres eternidades aguardándote, y mira que una sola de ellas es demasiado! Sin más estúpidas reservas, tomas mis manos entre las tuyas, declarando: “jamás debimos separarnos”. Tu lanza de paz derriba esta fría soledad. Te abrazo con el ardiente coraje para no soltarte nunca, y le susurro a tu alma: siempre he estado para ti, así ha sido desde antes de que tú y yo nos viéramos por primera vez. Y ya sin miedo, te hago saber que más que dar al olvido nuestra dura separación, me hallo dispuesta a fundirla en el corazón con todo el amor por ti que ciñe cada partícula de mi ser. La luna será cómplice de todas las formas de existencia que nos debemos; que nuestras soledades se encarguen de darse tregua. Entonces, reconociendo en ti la mirada que tanto amo, sentencias con valor estar dispuesto a reponerme las tres eternidades que te he esperado, y fundiéndonos en un dulce abrazo, me pides que nunca más me separe de tu lado.

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Eclipse Úrsula Cotero A Sergio Sánchez Sol y luna son grandes amigos, aunque una situación los pone muy tristes: se saludan y conversan cada 360 años, cuando coinciden durante el eclipse solar. Han trazado un proyecto para frecuentarse más: la luna lo oculta de la tierra porque tiene un “lado oscuro”. Durante el tiempo que los gigantes se apartan, lidian con los achaques propios de su naturaleza. Al astro, por ejemplo, le están apareciendo manchas sobre su luminosa piel, aunque no le interesan tanto, a diferencia de los chinos, musulmanes o entrometidos personajes como Carlomagno o Copérnico, que se azotan y meten las narices hasta en eso. Ellos descubrieron que las enormes máculas se mueven de lugar, produciendo más lluvias o frío en la tierra. Relacionaron, incluso, que las pecas solares afectan a los anillos de los árboles, registrando variaciones de forma y tamaño, o que los campos electromagnéticos se perturban de tremenda manera en la atmósfera. La luna, por su parte, es objeto del espionaje. En su extenso mar “tranquilidad”, existen bases ocupadas por extraterrestres, aunadas a las interferencias terrícolas en el resto de su extensión. Celosa de su intimidad, se ha propuesto distanciarse diplomáticamente 3.8 centímetros anuales, que son casi imperceptibles; movilidad que se ha centrado últimamente para llegar a tiempo a su cita con el sol. Son tantos los secretos del universo, los senti-

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mientos acumulados y las bromas pensadas para el futuro encuentro entre los amigos que, cuando compartan un momento próximo, la emoción los eclipsará y olvidarán la estrategia para extender su convivio.

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Septimo dia Miriam Veloz D. ¡El reloj nunca camina hacia atrás! Fue la frase que Emma escuchó ese domingo por la mañana en la radio, mientras lavaba los trastes sucios del desayuno y ponía a cocer la verdura que prepararía más tarde para tener lista y a tiempo la comida, como todos los días. Recordó que los domingos en casa de sus padres estaban llenos de gritos, prisas, incluso turnos para entrar al baño, y que ningún miembro de la familia cumplía con la reglamentaria media hora para lograr estar a tiempo, salir e ir a desayunar. Papá siempre molesto, mamá desesperada porque todos salieran en el menor tiempo posible y la casa quedara en orden y bien cerrada; sus hermanos, un desastre, peleando siempre y renegando del por qué cada domingo se hacía lo mismo. ¡Claro!, hasta que llegaban al restaurante y saciaban sus feroces apetitos. Casi todas las veces, ya en el auto, se hacía la gran pregunta que presagiaba cómo transcurriría aquel domingo: si sería arruinado por completo o se convertía en un día memorable: ¿A dónde vamos a desayunar? Las diferentes opiniones aparecían según los gustos y edades de cada miembro de la familia; muy pocas veces llagaban a un acuerdo (lo recuerda perfectamente). Emma se quedó en silencio reflexionando en que haber peleado por eso tenía poca importancia. Rodaron unas cuantas lágrimas por sus mejillas. Se dio cuenta de que lo verdaderamente valioso era la com-

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pañía, cercanía y afecto; formar parte de esa familia y de su dinámica, aunque por momentos fuese aburrida y tediosa. Hoy la vida y sus domingos ya no son así; todo cambió desde que murió mamá. Ha terminado de lavar los platos y se dispone a secarlos con el trapo siempre blanco, como le enseñó mamá. Un hondo silencio llega acompañado de sollozos: la nostalgia la invade mientras sus pensamientos van y vienen, buscando la mejor justificación por no haberse enterado a tiempo del padecimiento de su madre y de por qué ella se los mantuvo oculto. Ahora comprende que el tiempo no regresa… y la vida tampoco.

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Big beat Andrea Dinorah Zenil Para festejar mi cumpleaños, Manuel y Graciela me regalaron una entrada al concierto de mi banda favorita de música electrónica, “Los hermanos químicos”. Es una pena que ellos prefieran otros géneros musicales; me habría encantado que saltaran conmigo al ritmo del Big beat. Detesto vivir en esta ciudad tan gris y aburrida; situación que me obliga a viajar constantemente, algo que se vuelve cansado, más si después del trabajo tengo que salir corriendo a la terminal. Estoy por abordar el autobús a la Ciudad de México y ya empiezo a sentir una inmensa melancolía. A mis treinta y tantos, sigo viviendo con mi madre, que ya es una persona mayor. Con el paso del tiempo, los únicos amigos que me quedaron fueron Manuel y Graciela. Somos una buena triada, aunque nuestros gustos no coincidan. La música, por ejemplo, es algo en lo que difícilmente nos ponemos de acuerdo; ellos dicen que en mi repertorio sólo tengo canciones ruidosas que hacen vibrar la caja torácica, yo opino que son ritmos de mocedad. Llego al recinto donde será el espectáculo y comienzo a observar detenidamente a la gente. Se vuelve una curiosa atracción. Un grupo de chavitos baila con la música previa al show principal; se abrazan, beben, sonríen… Me recuerdan tanto cuando era joven. Uno de ellos voltea y se queda mirándome fijamente, supongo que se ha percatado de que no vengo acompañada.

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Le doy un trago a mi bebida, mientras él se acerca y me pregunta con ternura: –¿Vienes con alguien? –le respondo que no– ¿Y eso…? –A mis amigos no les gusta esta música. –A los míos tampoco. ¿Importa? Estamos aquí para divertirnos. Pero ven, acompáñanos, no me gusta la gente solitaria. El chico tendría, a lo mucho, quince años. Me resulta gracioso que opine eso respecto de la compañía. No pude evitar sonreír y le dije que después de ir al baño me uniría a ellos; sin embargo, huí a la parte más alta del auditorio. Es extraño que entre tanta gente haya alguien que note la soledad de una persona. Cuando eres joven siempre se quiere estar rodeada de amigos, sentir que le perteneces a alguien o a algo. Agradezco el gesto amable del chico, pero sé que en unos años él estará justo en mi lugar, bailando solo al ritmo del Big beat.

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Oscuro S. Maricel García S. Mamá solloza y me abraza con fuerza. Es difícil respirar. El lugar en que estamos es tan cerrado que apenas podemos movernos. No nos vemos entre nosotros; no sé si es de día o de noche. Tengo hambre, sed y sueño. Mamá no es la única que vomitó, otros también lo han hecho, el olor es ácido. Ella está sentada en excremento, yo, sobre sus piernas. Ya nadie se queja, el silencio nos aplasta. El motor hace mucho que se detuvo. Mamá todavía tiene aliento para susurrar en mi oído una canción: la lechuza hace shh… El letargo me adormece. Escucho voces alteradas, abro los ojos. Nuestros cuerpos están mojados, huele a sudor. Alguien nos ordena movernos de lugar, lo hacemos con torpeza. Mamá se para con dificultad, resbalamos en masas malolientes. Empiezo a toser. Pregunto qué pasa y ella pone la mano en mi boca. Siento ahogarme. Ya no puedo contarlos, son muchos, señala la voz que ordena. Nuevos sollozos. Después de un tiempo, todos duermen; me les uno en un largo sueño… Un viaje en lancha; el sol se oculta tras el nubarrón sobre nuestras cabezas. Hay tormenta, el oleaje voltea la embarcación. Trago agua. Despierto en la playa. Papá no está, mamá dice que luego nos alcanzará. Un señor nos lleva junto a otras personas. Siento miedo, nos obliga a entrar… Despierto, me duele el estómago, le digo a mamá, pero no me hace caso. Lloro; tampoco funciona. Su

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mano helada aferra la mía. A tientas alcanzo su rostro; tiene la boca abierta y seca. Tiemblo. Toco sus ojos; están cerrados. Su pecho no levanta. Un escalofrío se apodera de mí; la llamo, no me escucha; insisto hasta gritar. Nadie habla; yo estoy aferrada al brazo de mi madre, toda ella fría y tiesa. El tiempo corre; no entiendo por qué apesta igualito a rata muerta. La oscuridad me traga. Soy una pluma. Los oídos zumban… Estoy sobre una ola; el viento y la brisa son refrescantes. Sonrío, soy feliz. El puntito de luz me distrae; lo sigo, se hace cada vez más grande, hasta doler. Oigo voces: Vas a estar bien, quédate conmigo. Entre ellos dicen que mamá falleció, con ella ya son ciento dos. Papá y otros murieron en el agua. Yo no lo creo; están frente a mí, sonrientes; ella de vestido y papá con sombrero. Me toman de la mano y corremos a lo largo del campo que se extiende ante nosotros. El sol nos da en la cara; la hierba baila con el viento. Hay muchas flores… En tanto, a lo lejos suena un pii… que se pierde en la distancia.

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Corta aqui JuanMa Alemán –Así que nos volvemos a encontrar… Caminaba sobre la descolorida plataforma del andén, esperando, impaciente, a que el metro se detuviera y abriera sus puertas para entrar en el vagón más próximo y hundirme dentro de sus subterráneas entrañas. Entonces escuché su voz, esa voz ruidosa, tan familiarmente suya. Volví la mirada y fingí sorpresa al encontrar su rostro frente al mío, mirándome con los ojos llenos de esa suspicacia disfrazada de inocencia, como acostumbraba hacerlo. Sonrió, y en esa sonrisa, que de pronto recordé también, se abrió ante mí. Nadia siempre estuvo abierta, quizás demasiado; ahora volvía a hacerlo en toda su maravilla y esplendor. Y me abrazó como si nunca fuese a soltarme, como si no quisiera dejarme ir. –Han pasado tres años y ¿ni siquiera un saludo, un “hola”? ¿Ni un apretón de manos? ¡Vamos! Tómate una copa conmigo; sentémonos a charlar un rato. Cuando la conocí, danzaba, pero nunca la vi danzar; cantaba, pero nunca la escuché cantar. Porque siempre tuve algo qué hacer, lugares a dónde ir, gente a quién ver. Y en ese ir y venir, jamás imaginé que lo que había entre nosotros acabaría alguna vez; que nunca tendría otra oportunidad para abrazarla. Porque jamás pensé en que todas las cosas tienen su final y que ese día, tarde o temprano, habría de llegar. –Me encantaría. Y lo haré en otro momento; ahora no tengo tiempo.

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–Siempre “pronto”, siempre “después”. Entonces, anda, “señor ocupado”, toma tu tren y vete; haz lo que tengas que hacer; ve a cualquier pinche lugar al que tengas que ir. Siempre tan apurado, sin siquiera cinco minutos para sentarte un rato y hablar conmigo de las cosas más simples y triviales de la vida. En un minuto, quizás menos, en un instante estarás a tiempo. ¡Hasta luego!, aunque “luego” no siempre habrá de llegar. Tres años después, ese día llegó. Mirando de reojo por encima de mi hombro, la vi alejarse y recordé el mismo “adiós” que su mirada me dedicó la primera vez que se fue. Debí detenerme a pensar, hacer tiempo; pude haber tomado esa copa, hablar con ella un momento; habría hecho lo correcto, dar un paso adelante, movernos. Pero no lo hice. Ahora es demasiado tarde. Se acabó. Se ha ido.

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Acto-reflejo Alejandro Ostoa Para Acacio, prisas, aceleres, automatismo y robotización en batidillo pasaron de urticantes a resbaladizos. La transformación se dio tras convivir con oídos sordos. La costumbre se fue acentuando sin causar dificultades. A la voz de “¡Otila, Lalito…!”, acudían su mujer y el Yorkshire Terrier. “Tenemos que ir al súper a…”. “Sí, ya sé”, contestaba Otila maquinalmente, sin prestar atención, respondiendo en acto-reflejo. “¡Otila, Lalito…!”, palíndromo involuntario que Acacio nunca pudo concluir, únicamente cuando se encerraba en el sótano y hablaba solo y en voz alta a la manera de Demóstenes. Ambos llegaban: Otila y Lalito, el perro faldero, quienes se convirtieron en organismos siameses. Acacio, por largo tiempo, tuvo que atender a los habitantes de su casa, quienes se fueron agravando paulatinamente. Enfermero de cabecera, piesera y de cuerpo y alma. Desvelos, atenciones, malpasadas y preocupaciones se le agolparon. El ánimo lo dejaba vaciado en Lalito y Otila. La incertidumbre de recuperación no dejaba asomar esperanza alguna. Recluido, se fue contagiando hasta responder como acto-reflejo. Cuando se podía dar tiempo para abstraerse, bajaba al sótano, ya no para hablar, sino para pensar; mejor dicho, para divagar. Hablando con eufemismos, tuvo que dormir a ambos; la cama se había convertido en potro de tortura.

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Recurrir a la eutanasia fue la mejor manera de dignificar la muerte y acabar con el doloroso sufrimiento. Tras las respectivas cremaciones, Acacio se refugió en el sótano. Un día, intempestivamente gritó: ¡Otila, la lito… grafía de Santa Gertrudis, nuestra patrona! Vio el cromo, salió y regresó con un gato persa, quien sustituye a Lalito.

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Anoranza Elena Reyes López Tú y yo brillamos sobre el extenso y esplendoroso mar, seduciendo al amor con las voces, hasta que nuestros pechos enmudecen. Al cielo he suplicado hasta el cansancio por tener una nueva oportunidad para saborear tu piel beso a beso; pero mi osadía de nada vale, porque has decidido abandonar el sueño que una noche compartimos.

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Tibet Úrsula Cotero El tiempo se detuvo para contemplar el reflejo de una estrella dentro de una gota de agua sobre una hoja del loto de las nieves. La quietud total revela lo que, generalmente, pasa desapercibido: microscópicos mundos interactuando entre sí. Lo pequeño se comunica con lo inconmensurable: las flores nos observan, el té de mantequilla de yak se zambulle en quien posee una mente abierta a la sabiduría, aunque sus ojos estén cerrados. La sangre que corre por las venas lleva estas palabras: Om Mani Padme Hum –¡oh, la joya del loto!–. Montañas sagradas silban vientos gélidos; la torre orquestal de Lhasa emana sonidos de su pecho: vibraciones producidas por cuencos sanatorios que inducen a la meditación inmediata; cada uno producto de la aleación de siete cuerpos celestes: Sol –oro–, Luna –plata–, Mercurio –mercurio–, Marte –hierro–, Saturno –plomo–, Júpiter –estaño– y Venus –cobre–. En resonancia, el cuerno soplado con potencia por los monjes modifica vibraciones de menor frecuencia; aquellas causantes de estrés y pensamientos angustiantes. Así, sonidos instrumentales y mantras cantados viajan de una eternidad a otra, creando campos energéticos al rebotar. “En el resto del mundo, las personas competimos por ser los primeros en escalar la cima más alta en todos los ámbitos posibles; nos ensoberbecemos al conseguir ascender. Una diferencia con el Tíbet, techo del mundo, radica en que sus habitantes se esfuerzan únicamente por controlar su ego”.

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Entre aislamientos militares y bloqueos de comunicaciones, este país confina antiguos y numerosos secretos que, de alguna manera, influyen sobre nosotros. En la noche de los tiempos, la flor de loto esperó treinta siglos para encontrar las aguas propicias en dónde echar raíces. Una vez que germinó, y ya de pétalos abiertos, al ocultarse el sol regresa al fondo, sumergiendo la mirada. Flor y fruto son uno en ella, misterio de resistencia y belleza de las profundidades. A la mañana siguiente, invariablemente, la flor emerge limpia e intacta de las aguas fangosas. La semana pasada en las cercanías de Shigatse, autoridades chinas descubrieron a un lama momificado con el que un traficante intentaba negociar en el mercado negro. Asombra el grado de conservación en el que fue encontrado, envuelto en la característica túnica color azafrán. Respetables autoridades del budismo, incluyendo al doctor Andrew Kerzin, médico del líder espiritual tibetano Dalai Lama, aseguraron algo digno de inverosimilitud: “El monje se encuentra en profundo estado de meditación denominado tukdam. Aún vive.” Los científicos no logran explicar cómo es que la persona hallada en postura de flor de loto presenta pelo oscuro, piel íntegra y expresión facial tranquila, ¡a pesar de que tiene más de doscientos años! Si continúa así –indicó Kalu Rinpoche–, entonces podría convertirse en un Buda. La mudra de su mano indica concentración imperturbable. El cuerpo es destinado a un recóndito recinto de adoración, elegido cuidadosamente bajo cielos de arcoíris y entre nubosas montañas, apartado de las escépticas miradas.

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Firme decision Miriam Veloz D. Para tí, que levantas la voz. ¡La fiesta se cancela!, gritó mi padre después de discutir con mamá. Nunca se han llevado bien, las preferencias y sobreprotección hacia mi hermana por parte de mi madre, siempre han sido motivo de conflicto entre ellos. Pero ¿negarle la fiesta de quince años a Renata, después de todos los gastos que se hicieron? Eso sí que está muy raro. ¿Qué habrá ocurrido? Al día siguiente cada miembro de la familia se dedicó a sus ocupaciones habituales; eso no impidió que me quedara inquieta, así que me propuse hablar con mi hermana al regresar de la escuela. En el trayecto a casa, los pensamientos se tropezaban en mi mente, pero estaba decidida, iría directo al grano, ¿para qué andarme con rodeos? Cuando llegué, vi a mamá llorando desconsolada con una carta en las manos y preguntándose “por qué” una y otra vez. Entonces, Renata salió de su habitación dispuesta a irse de la casa; llevaba una mochila con ropa, algunos libros y su muñeca preferida abrazada contra el pecho. Ya no llores mamá, voy a estar bien. La miró y le dio un tierno beso en la frente. Luego se dirigió a mí y dijo:¡Adiós! Cuídate mucho. Busca la felicidad y trata de ser mejor hija que yo. Cuida a mamá y no la dejes sola, porque papá se pondrá furioso al llegar a casa y enterarse que me he ido y que no volveré jamás. No debió pretender comprometerme con ese patán de su compadre, ¡viejo asqueroso!

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Me abrazó; temblaba como si estuviera a punto de llorar, pero se mantuvo firme. Nos quedamos en silencio un instante antes de que al fin saliera de casa. Desde ese día mi madre se convirtió en una persona sin ánimos, no volvió a sonreír. Aún mantiene la habitación tal como Renata la dejó. Cuando mi padre volvió a casa y se enteró de su partida y de lo que revelaba la carta, su enojo y desilusión fueron tan grandes que nunca volvió a mencionar su nombre. La desconoció como hija en ese momento. Pocos meses después cayó en cama víctima de una embolia; perdió la capacidad de hablar y el movimiento del lado izquierdo del cuerpo. Una tarde me atreví a hablar con mamá y al fin me reveló el contenido de la carta. En ella, Renata confesaba estar enamorada de una mujer casi diez años mayor y que le propuso vivir juntas después de realizarse la fiesta de quince años; así dejaría tranquilo a papá, pues para él era muy importante presentar a su primogénita ante la sociedad durante ese baile. Entonces comprendí su firme decisión de no volver a casa jamás. Yo me volví invisible, me convertí en la sombra incondicional de mis padres, pues todas sus esperanzas siempre estuvieron puestas sólo en Renata. El vacío que dejó en sus vidas al marcharse fue tan profundo que, sin importar cuánto me esforzara por atender y cuidar de ellos, nunca lo pude llenar.

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Por la red Andrea Dinorah Zenil Flavia llegó temprano a la oficina y decidió navegar por la red. Entró a su Facebook y comenzó a explorar los álbumes de fotos que había “colgado” a lo largo de los años desde que abrió su cuenta. Ahí estaba expuesta la mayor parte de su vida, aparentemente exitosa. Sin embargo, se percató de una situación curiosa: conforme pasaban los años, las personas que aparecían en sus fotos en grupo eran cada vez menos. Se preguntó: ¿Qué he hecho en todo este tiempo? ¿Dónde quedó la Flavia divertida que siempre estaba rodeada de “amigos”? No podía creer cuán velozmente había corrido el tiempo. Hace años terminé la licenciatura, fui dama de honor en la boda de mi amiga Marcela y el hijo de mi primo Humberto cursa ya el último grado de primaria –pensó–. ¡Sí, años son todo lo que he acumulado! No tengo nada de lo que todos presumen aquí. Graduaciones, viajes, fiestas, hijos; algunas de mis amigas ya hasta se divorciaron y yo no fui capaz de convencer a Rosendo de casarnos. Aunque pensándolo bien, fue mejor así. Rosendo no me amaba; estaba conmigo para ejercer control sobre quienes lo rodean. ¡Me dejé manipular tanto…! Siguió hurgando por los “muros” y observó con detenimiento lo que las demás personas proyectaban a través de sus fotos: muchos se veían felices y sonrientes posando junto a sus parejas; y se cuestionó: ¿Para cuántos de ellos las cosas marcharán tan bien como presumen?

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Por un momento añoró estar en esa misma situación, pero en seguida reaccionó: A veces extraño a Rosendo y los momentos “felices” que vivimos. Nunca sospeché que no era precisamente su tipo, pero no permitiré que esas tonterías perturben mi tranquilidad. Fue mala idea entrar a Facebook. Prepararé café y revisaré los pendientes antes de que llegue mi jefe. Se dio cuenta de que las redes sociales son fachadas, máscaras, y repasó aquellos momentos que nunca expuso y que fueron muy significativos para ella, como cuando vio nevar por primera vez durante su viaje a Japón, o sus paseos en bicicleta por la ciudad. Se dijo que las experiencias más entrañables en la vida son aquellas que no se pueden “publicar”.

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Advertencia S. Maricel García S. Oscuridad. El aire está enrarecido, apenas puedo respirar. El corazón bombea desbocado. Trato de distinguir cualquier cosa, pero es inútil, no veo nada. Tengo las extremidades atadas; escasamente siento las manos, no obstante, el hormigueo de las piernas es insoportable. La cinta adhesiva escalda los labios. Me sacudo al ritmo del auto golpeando contra el frío metal; las lágrimas escapan… Invoco a Dios, sólo quiero volver a casa. ¿A dónde me llevan? Resbalo en la penumbra de lo desconocido. Despierto ante la luz cegadora de la linterna. De soslayo distingo dos siluetas. Me sacan en vilo de la cajuela; resiento la fría corriente; alcanzo a ver que estamos en terreno baldío; suplico con la mirada, ellos ríen. Después de recorrer unos metros, descanso sobre la húmeda hierba. El más viejo acaricia mi pelo y siento su mano rasposa en el cuello; vuelvo la cara, no quiero verlo. El joven corta la atadura de los pies; aprovecho y lanzo una patada que atina en su rostro cacarizo; le sangra la nariz. Recibo un golpe en el estómago, siento ahogarme. Las fosas nasales, trémulas, se contraen; necesito aire. El viejo apremia al muchacho y, al mismo tiempo, lleva mis brazos sobre la cabeza y los prensa con sus extremidades huesudas, vuelca su torso sobre mi cara, apesta a excremento. Desgarra la blusa y levanta el sostén sobre los senos, juega con ellos, lame las areolas, las muerde. El joven desliza su mano bajo la

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falda y retira el calzón con rudeza. Sus rodillas separan las piernas. En último esfuerzo, arqueo el cuerpo al sentir su aproximación; intenta penetrarme pero una telilla se lo impide; eufórico, arremete con más fuerza. Ojos lacrimosos, gritos que se ahogan. El dolor aguijoneándome el vientre. Finalmente, su sexo viste de escarlata, babea su gloria, en tanto mi ombligo retiene la sangre de la nariz rota. La lujuria los envuelve. Dejo de luchar. Ausente… Contemplo el mar y me pierdo en el sonido del golpe constante de las olas. Repletas en el estupro, las manos del viejo rodean el cuello, calcando los dedos en la piel lívida. Lo último que advierto es la jadeante sonrisa... Una zanja, mi última morada. Envuelta en levedad, escucho las ranas croar no lejos de donde yace mi cuerpo inerte. No existen más el tiempo ni el espacio. Viajo con el viento… En lugar santo, mamá está abatida. Llora; ojos marchitos contemplando la fosa. Intento consolarla con el céfiro de la mañana. Está rodeada de gente cuyo murmullo recuerda que yo iba camino a la escuela; piden justicia: ¡No más feminicidios! ¡Ni una muerta más! Los ánimos se encienden al ver llegar a los uniformados. Dos policías intentan calmarlos. El Capitán avanza, se acerca a mamá y le da las condolencias; luego, le susurra al oído: No intente reburujar el gallinero, no querrá perder a su otra morrita… Mamá, aterrada, niega con la cabeza. Ellos se retiran… La justicia espera.

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Nombre JuanMa Alemán Aunque el momento pasó hace ya mucho tiempo, sigo aquí, inmóvil, sin poder dar media vuelta, sin querer darte la espalda y seguir ¿adelante? Nunca imaginé –seguramente tampoco tú– que todos tus sueños serían arrojados, como tú, a un lado del camino. Fuimos huérfanos. Supe que querías ser escritor incluso antes de conocer tu nombre, porque pasabas el tiempo escribiendo cartas que nunca enviaste; me pregunto si alguna vez tuviste la intención de hacerlo. Sí, querías ser escritor, pero sin que nadie conociera tu nombre; por eso se perdieron; te vi tirarlas, romperlas, quemarlas. El tiempo pasó; crecimos; descubrimos que nunca nos pertenecimos; ¡qué pena! Te escondiste entre muchos brazos, únicamente abiertos en apariencia. Si te hubieras refugiado tan sólo por un instante a mi lado, entonces nadie se habría enterado de tu nombre. Pero las cicatrices son recuerdos que nunca se pierden; gracias a ellas el pasado nunca se alejó demasiado de ti. ¡Tenías tantas en el cuerpo, pero todavía muchas más en el alma! Poco después, te perdiste allá afuera, en algún lugar; te convertiste en una estrella. Ahora, no te entristezcas al saber que la vida significa mucho más que únicamente tú y yo. En la radio suena, distorsionada, una triste canción; un recordatorio de que jamás te volveré a nombrar. Todo el tiempo pienso en ti; ya no quiero hacerlo más. ¿No te sientes solo y triste allá, donde sea que estés? Vuelve, y te prometo, te juro, que nunca les diré tu nombre. Con amor: Cecilia 151



Goloteo Alejandro Ostoa Gentío. Barullo creciente. Mesas tamborileantes. Ruidero ensordecedor. Caterva. Discusiones temperamentales. Fúricos manotazos. Exhalantes bocinas. Muchedumbre temeraria. Alegatos iracundos. Agresivos nudillos. Explosivos decibeles. Regurgitantes alharacas de pandemónium. ¡Basta! Se desparramó mi límite de tolerancia. ¡Barahúnda! ¡Del bar huyo! Echo a correr sin destino, a pasos sinfónicos, más acelerados que mi ritmo cardiaco. Cómo abandonar el cotidiano refugio consentidor, en el que, entre “manitas” de dominó, me integré como socio de Responsabilidad Limitada. Mientras corría, recordé mi primera visita a esa cantina: una noche para resguardarme de la lluvia. Pedí una cerveza y me la llevaron acompañada de picoso caldo de camarón. Escuché sonidos provenientes de las mesas de madera, no de plástico como lo son actualmente. Tras la barra, vi por el espejo reflejarse parroquianos que agitaban con la mano un vaso de cuero, con felpa verde en el interior, para luego hacerlo caer de boca y al destaparlo mirar cinco dados sobre la mesa. Las reacciones de los jugadores eran distintas, según su suerte. Entonces supe que se llama cubilete y es muy semejante al póquer. Cuentan que cuando la persecución cristera, a todos los negocios les quitaron el San para evitar problemas, y como la ortografía jamás ha preocupado a inspectores de comercio ni a sus ayudantes, decidieron hacerlo con Zangoloteo, sin importarles la escritura con zeta.

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Después cambió de cantina a cowboyístico saloon, luego a salón y actualmente a bar. Ante esta última moda lo sentí transformarse, pasando a barbaridad, luego a baratija, hasta llegar (con incorrección buscada) a varadero. Llegué y abrí la puerta del cenotafio familiar, en el cementerio, como lo hice la primera vez que entré a Goloteo. Me senté en el último escalón. Antes de recuperar mi frecuencia respiratoria normal, llegó la calma. Observé este mausoleo en el que no habita ningún familiar mío, aunque yo posea el título de perpetuidad. Recuerdo cuando mi abuela me traía, diciéndome que sería la casa de su última mudanza. Me asombró una imagen de San Urbano, de quien mi abue dijo que le rendía culto por estar muy bien educado. Luego indagué que es el patrono de los borrachos. Mi abuela fue cremada y sus cenizas están en casa, dentro de la urna con un medallón con San Urbano. Pronto la traeré a esta habitación en la que yo deseo morar, pero hasta que me convierta en polvo. Nunca he enterrado a familiares, pero tampoco sepultaré a mi soledad acompañante. Estoy entre muchos pero no percibo caos. Mientras bebo de un bote de cerveza escucho el sonido del aire que zangolotea el agua de los floreros. Lo relaciono con el mingitorio de Goloteo. Las ramas, batiéndose en duelo, hacen el mismo sonido que la sopa del dominó. Una puerta se cierra, como azotar a la mula ahorcada. El flujo de la corriente entra por los vidrios rotos y se estrella en la pared, idéntica al eco del brindis. Estoy en mi ambiente… en sociedad…. En soledad anónima.

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Veleros en el cielo Elena Reyes López A bordo de un velero viaja la soledad en el pecho de Lucía, quien sostiene en sus manos un pequeño barril. Oriundos y foráneos de Valle Hundido se congregaban en el muelle de la laguna para ver navegar a don Alfredo en compañía de su hija Lucy. En época de regatas, la mayoría de las veces su velero azul era el primero en llegar hasta donde estaban posicionadas las boyas, con lo que obtenía la menor puntuación de entre los participantes, logrando así grandes triunfos, el reconocimiento de sus competidores y la admiración del público. Pasado el tiempo, Lucy aprendió de don Alfredo, “Vela Mayor”, como ella le decía cariñosamente, a adquirir confianza en sí misma y destreza en las maniobras para impulsar las velas. En su cumpleaños trece, él le obsequió uno de esos monstruos marinos color blanco, con el que se convirtió en otra de las mejores navegantes de Valle Hundido. Por más de una década, esta actividad los unió estrechamente. No hubo un solo fin de semana o temporada de vacaciones en que padre e hija dejaran de correr en esas aguas; cuando sus barcos se observaban estables, gracias al poder del viento jugando a su favor, y podían medirse a una distancia del tamaño del puño de una mano, era la señal inequívoca de que el dúo había atravesado el reflejo del cielo en la superficie y alcanzado la meta. Hoy, al atardecer, la joven se halla en mitad de la laguna. Papá, haz llegado a la recta final de la aventura. ¡Hasta siempre! Permanecerás boyante en mi vida.

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Con delicadeza, retira el tapón del barril, hecho con las tablas del forro del velero azul de su padre. Con lágrimas, va vaciando los corpúsculos grises de “Vela Mayor”, quien se integra al cenagoso fondo, mientras el sol lanza agujillas de luz que alumbran su perpetua morada.

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Que sino! Úrsula Cotero Quesino, agotado por tanto ajetreo, cuelga la lengua en sus momentos de descanso. Lo que en otros tiempos fueron firmes carnes, dejaron de serlo. De prestigiado apellido provino, desgastado como su suela. ¡Quesino!, ¡Quesino!, llama Paolo, convencido de que se le dificulta cada vez más realizar su trabajo. Desde hace algún tiempo, ha notado que las personas se ríen con menos frecuencia de sus chistes; la química desaparece, las situaciones cómicas son forzadas hasta que de humor no queda nada. Paolo ya no sabe dónde buscar; la habitación es un alboroto, un caos. “¡En tres minutos comenzamos!”, se escucha decir a alguien desde el pasillo. –Pero… ya revisé todo –Se dice mirándose al espejo. Se detiene para observarse las ojeras y su traje brilloso por desgastado. Exclama: –¡En qué me he convertido! No puedo salir, cancelaré esta noche. –Tienes razón, eres un tonto. –Sí, lo soy. –contesta Paolo desconcertado– ¿Quién me llama así? ¿Quesino? –Tonto y viejo Paolo. –¡Quesino volviste! ¡Siempre para molestarme! ¡Nuestro show comenzará en menos de tres minutos! –¡Renuncio! Ya no quiero trabajar. –Quesino… hemos pasado por tantas crisis… reconsidera… Nuestro público nos necesita. Nos a… clama… –Cada vez menos, Paolo. Ya casi hemos sido olvidados. ¿Recuerdas cuándo vino por última vez tu hermana? ¿Y tu novia? Y… ¿tu madre?

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–Eres cruel, Quesino, cruel de verdad. –Olvida allá afuera, para siempre, aunque parezca imposible renunciar a esta institución del espectáculo. Paolo se asoma por la ventanilla de la puerta y toma con fuerza los barrotes de la blanca habitación, ausente de público y risas. Una enfermera entra para colocarle nuevamente la camisa de fuerza.

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Nuestra historia Miriam Veloz D. En memoria de aquella fatídica mañana. Caminaba hacia a la cafetería de la universidad, cuando nuestras miradas se cruzaron. La ternura detrás de tu sonrisa seductora llamó mi atención. Al pasar junto a ti, sólo atiné a decirte las primeras palabras que salieron del alma: –¡En una de esas, es de mí de quien te enamoras! Respondiste nervioso y lleno de ansiedad: –¿Tan segura estás? Giré la cabeza para mirarte por encima del hombro y respondí firme e insinuante: –¡Compruébalo! Te guiñé un ojo y, sonriendo, seguí mi camino; te quedaste observándome hasta perderme de vista. Al día siguiente nos volvimos a encontrar y al salir de la clase, te acercaste a mí diciendo: –¿Me permitirías invitarte a tomar un café? –Preferiría algo más fuerte. ¿Una copa de vino tinto podría ser? –¡Claro que sí, cuando quieras y en donde elijas! Así inició nuestra relación, con frases directas y llenas de coquetería. Han transcurrido doce intensos meses en los que hemos descubierto nuestras habilidades amatorias en la intimidad; experiencias maravillosas; y para fin de año formalizaremos nuestro compromiso. Hoy, 19 de septiembre, desperté con una inquietud inexplicable que me obligó a levantarme más temprano

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de lo acostumbrado. Al salir de casa intenté abordar el autobús, pero no pude porque iba repleto. Caminé a toda prisa hasta la estación del metro; también estaba a reventar. Vi la hora en el reloj, 7:19. ¡No lo lograré!, pensé. Llegaría retrasada a nuestra primera clase, que iniciaba a las 7:30. El tren se puso en marcha. Había entrado ya al túnel cuando frenó de golpe, sacudiéndose de un lado a otro en la subterránea obscuridad. Caí al piso golpeándome la cabeza con algo que no pude ver. Gritos y caos; nadie entiende qué sucede. ¡Me aplastan! ¡Auxil…! Intento gritar, pero no me sale la voz. ¡No me puedo mover! ¡Estoy atrapada! ¡No puedo respirar! ¡Me ahogo! ¿Qué sucede? ¡Tengo miedo…! El tiempo transcurrió muy lentamente, o muy de prisa, no hubo forma de saberlo. Luego de un momento, tomé nuevamente consciencia de mí. Una honda tristeza me invadió; no podía comprender cómo, en un instante, nuestras vidas habían cambiado. Sentí a la muerte cerca; supe que había llegado mi hora de partir. Estaba sola, y así te dejaría a ti también: Amor... necesito un abrazo… tengo frío… ¡Feliz aniversario…! Te amo…

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En familia Andrea Dinorah Zenil Todo marchaba bien tras el nacimiento de mis sobrinas gemelas; creíamos vivir en armonía y sin complicaciones. A diferencia de la mayoría de las familias del pueblo, mi padre era quien se encargaba de las labores del hogar y de las niñas, mientras mi madre, empleada de gobierno, trabajaba hasta las seis de la tarde. Una noche me despertaron unos sollozos provenientes de la cocina, así que bajé las escaleras y vi a mi padre llorando. Me quedé extrañado, ¿qué lo habría afligido de esa manera? No supe qué hacer ni qué decir; admito mi falta de empatía para acercarme y hablar; deduje que tal vez estaba así a causa de la mala salud de la abuela. Por la mañana, mi madre se preparó para salir a trabajar, como siempre, pero noté algo extraño en su semblante. El rostro radiante, feliz, parecía una chiquilla; algo inusual, pues hacía años que no la veía así. Su actitud me consternó, ya que la noche anterior mi padre estaba triste; sin embargo, no quise preguntarle nada y salí rumbo a la universidad. Cuando volví a casa, Araceli discutía con mamá; algún asunto relacionado con las pequeñas, pensé. Ella es aún muy joven para ser madre, y entiendo que quizá haya muchas cosas en las que no coinciden. Como de costumbre, mi padre ya estaba sirviendo la mesa, disimulando que todo marchaba con normalidad, pero había tanta tensión que opté por ir a comer fuera. En la fonda, mientras me servían, me preguntaba qué había roto la armonía familiar. A mi regreso

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noté que, otra vez, mi madre no estaba en casa, y al cuestionar a mi padre por ella, se limitó a contestar “no sé”, con la mirada fija en la televisión, sin darle importancia. Como cada noche, nos preparábamos para ir a descansar; todos actuaban de manera extraña; nadie dijo nada, prefirieron mantener cerradas sus puertas. Siento, como nunca, un gran abismo entre los cuatro, un distanciamiento. A la mañana siguiente, me di cuenta de que había olvidado el celular en la escuela, así que le pedí a mi madre que me prestara el suyo. Ella accedió; repentinamente entró un mensaje que me heló la sangre: “Querida Julieta, espero te encuentres tan bella como todos los días, amor mío, te espero a las siete, en donde ya sabes…” Era de un tal Fermín. Comencé a temblar, sentí rabia y desconsuelo, algo que hasta ahora no he podido explicar. ¡Así que esto es lo que ha estado pasando! No me siento capaz de opinar, pero ya han pasado varios meses y seguimos sin tener comunicación. Mi hermana con las niñas, mis padres, yo; cada quien en su habitación, negando la realidad, aparentando que somos una “familia feliz”, cada uno lidiando con sus dudas en soledad.

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Nostalgia S. Maricel García S. A mi padre, quien me enseñó a amar el mar. Tenía ocho años. La adrenalina me asaltaba conforme recorríamos el camino ocre de viejos tablones, en los que a través de algunos falsos o deteriorados, veía el golpe irresoluto de las olas contra la estructura metálica carcomida por la sal. La seguridad que mi padre me transmitía hacía que todo me pareciera mágico y emocionante. Caminando mar adentro, librábamos obstáculos como los rieles perpendiculares por donde, durante el día, vagones manuales impulsados por un sistema de sube-baja transportaban diversas mercancías. O bien, cadenas de gruesos eslabones que pendían de poleas sostenidas por plumas que chillaban su peso. A lo largo del muelle había pescadores lanzando sus líneas en espera de una buena pesca. Al acercarme a una de las redes, fijé la mirada en el ardor inútil de un pez que, boqueando, se aferraba a la vida con desesperación. Aquel submundo olía a pescado, sal y sudor. Recuerdo la sonrisa de mi padre al descubrir mi fascinación por el ave de blanco plumaje que reposaba en un pilote enmohecido; su cuello y pico eran largos, y de éste pendía una bolsa amarilla extensible. Me perdí en el abrazo imaginario de sus alas, cuya envergadura medía más de tres metros. Entramos al edificio de madera situada al final del camino; tenía enormes puertas de acceso por ambos frentes. Asomados a la portilla del fondo, nos ensi-

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mismamos en las maniobras de dos barcazas que estibaban algodón y cacao para, luego, llevarlos al buque mercante, con bandera de muchas estrellas, que estaba anclado en alta mar. El paso de una parvada de gaviotas nos extrajo de la marítima contemplación… Ha pasado más de medio siglo desde aquella experiencia. Hoy volví a este puerto que ya no opera. Descanso sobre la negra arena y evoco, una vez más, el recuerdo grato de mi infancia; sin embargo, sentada ante los vestigios del otrora próspero muelle, me embarga la profunda nostalgia por mi padre. Contemplo el almagre esqueleto salitrado del metálico espigón. Un rótulo advierte: “Peligro de muerte, estructura dañada”. La realidad me golpea, recordándome la propia senectud. Un dolor agudo contrae mis latidos obligándome a posar la espalda en el rígido lecho. Cierro los ojos ante el resplandor de la luz albina; veo a mi padre. Caigo en espiral acompañada por la brisa, que trae hacia mí el murmullo apacible de la mar, que también depone a mis pies.

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No me dejes ahora JuanMa Alemán A Juan Sánchez E. No me dejes aquí afuera, con la espalda contra la pared bajo esta torrencial tormenta; sin un lugar a dónde ir a la hora en que las sombras comienzan a emerger. No me dejes en medio de este solitario camino cuando el viento empiece a aullar. No me abandones esta noche, la más oscura, con un corazón vacío en las manos mientras el telón final empieza a caer. No me dejes desamparado en este mundo enloquecido sintiéndome solo y sombrío; ahora que el tiempo ha pasado, ahora que se ha ido.

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De los autores

Alejandro Ostoa. Teatrófilo citadino radicado en Toluca. Al saber que su arte es efímero, estampa imágenes y provoca emociones. Evoca y se compenetra con su tutelar tlacuilo, recurriendo a la tinta y papel. En el Laboratorio Acción y Tinta pone en órbita y altos vuelos a sus discípulos sensibles.

Elena Reyes López. Nacida en Toluca, Estado de México. A nivel profesional se dedica a la planeación institucional desde 2003 a la fecha. Buscadora de actividades extracurriculares, se unió a un grupo de seis en la creación de textos con los que alimentar su existencia.

Úrsula Cotero García Luna. Historiadora del Arte. Ha dirigido los museos de Ciencias Naturales, Museo-Taller Nishizawa y Museo Felipe Santiago Gutiérrez y es Jefa del Departamento de Patrimonio Cultural del Ayuntamiento de Toluca. Ha impartido clases de historia del arte (Centro Cultural MOA); realizado proyectos de arte urbano y exposiciones interactivas; escrito para libros, revistas y diarios, y también colaborado para la radio.

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Miriam Veloz D. Mujer intuitiva de inconfundible sonrisa, que en el andar urbano por la vida logra el encuentro con sí misma. Mexicana intensa, auténtica y comprometida con su proceso de aprendizaje. Protagonista de una sublime danza entre el papel y la tinta, que le permite delinear sus experiencias y reconocer su luz, pero también sus más oscuras tinieblas.

Andrea Dinorah Zenil. En éste retrato hay una niña mirándose a los ojos. Oriunda del colorido Barrio de Santa Bárbara, Toluca, y egresada de la Licenciatura en Ciencias de la Información Documental (UAEMéx). Docente y portavoz del arte y la cultura. Entusiasta de las letras, creyente del rock, amante obsesiva de la poesía y vibrante discípula en el Laboratorio Acción y Tinta, en donde dio a luz sus primeros cuentos.

S. Maricel García S. Como armadora de juego gusta pivotear con directriz para clavar el balón en el acierto, la cesta, en el blanco. Profesional que administra empresas, emprende la creación escrita, administrando los géneros literarios, de los que ha escrito narrativa y dramaturgia con tonos en donde personajes y atmósferas conviven en mundos de historias.

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JuanMa Alemán. Ni intelectual ni escritor; sí, “escribidor”; relator de experiencias sustraídas y ficcionalizadas de una realidad amarga y cruel, pero también dulce y enriquecedora: la vida. Ave de paso, con veinte años radicando en la misma ciudad, pero sólo está en ella de paso.

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ROSTROS DE SOLEDAD Colección “La Palabra Proscrita”, se terminó de imprimir en agosto de 2019 en Editorial CIGOME, S.A. de C.V. Se tiraron 1000 ejemplares en papel Bond Ahuesado de 90gr. La tipografía se realizó tipo Bell MT 12pts, Trajan Pro 20 y 27pts, Times New Roman 9pts, Bolton 12pts, Adobe Caslon Pro 12pts. La edición estuvo al cuidado de Juan Manuel Alemán Sánchez y Eric Camacho Gutiérrez.


El Laboratorio Acción y Tinta nace en noviembre de 2017, en Toluca, Estado de México, con escritura de pastorelas para, posteriormente, continuar en los diversos géneros literarios trabajados por sus integrantes: S. Maricel García S., JuanMa Alemán, Elena Reyes López, Miriam Veloz Díaz, Úrsula Cotero García Luna y Andrea Dinorah Zenil, coordinado por Alejandro Ostoa. Este Laboratorio, conformado por profesionales y experimentadores literarios con diversas formaciones, además de creación literaria, realiza actividades de promoción y difusión de autores mediante charlas, conferencias, talleres y pluridisciplinarios. En 2018 presentó en multidisciplinario Senderos de Pita Amor, homenaje para el centenario del natalicio de la poeta y lecturas escenificadas de autores vivos. Al siguiente año realizaron lecturas públicas. Rostros de Soledad es el primer libro reunido, con 77 cuentos. ¿Con cuáles de estos rostros se identifican?

Plétora Editorial Somos una editorial independiente mexicana. Además de publicar textos literarios de todos los géneros (poesía, narrativa, dramaturgia y ensayo), ofrecemos servicios editoriales para los autores que tengan la inquietud de ver publicada su obra (subgéneros literarios y textos académicos, entre otros). Contáctanos. Tenemos un paquete editorial a tu medida. 55 69 05 99 57 Plétora Editorial pletora.editorial@gmail.com


COLECCIÓN La Palabra Proscrita


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