Fictología 2+20(20)

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Antología del Primer Concurso de Cuento Breve “La Realidad supera a la Ficción… ¿o Viceversa?”

2+20(20) Fictología Alma Lilia Oria Cerón (Antologadora)

Plétora Editorial


Primera Edición, febrero, 2021 © Guillermo Pegoraro, Eduardo Omar Honey Escandón, Daniela López Martínez, Gabriel Martínez Barre, Ulises R. Luján, Carla Paola Cando Bermeo, Angie P. Rainbow, Andrea Horner, Viviana Castañeda Ramírez, Luisa Fernanda Gómez, Aarón Saúl Zepeda Luna, Renata Nájera Bravo, Arisandy Rubio García, Nikté Mendoza, Alejandra Aguayo Briseño, Guillermo Ríos Bonilla, Amilkar Jaldín Rojas, Marco Antonio Alanis Ruiz, Iván Vázquez Pérez, Marcelo Medone © Alma Lilia Oria Cerón © Plétora Editorial, 2021 Director editorial: Juan Manuel Alemán Sánchez Diseño y composición: Eric Camacho Gutiérrez Ilustración de portada: Eric Camacho Gutiérrez Impreso y hecho en México Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual. ISBN 978-607-98086-5-5


ÍNDICE Fictología 2+20(20)

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Psicodrama Guillermo Pegoraro

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Clic-clic-clic Eduardo Omar Honey Escandón

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El fugitivo Daniela López Martínez

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Dos cartas sobre la mesa Gabriel Martínez Barre

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Tendencia Ulises R. Luján

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El gato y la cuarta pared Carla Paola Cando Bermeo

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Simulación Angie P. Rainbow

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Quince minutos Andrea Horner

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Asignados Viviana Castañeda Ramírez

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Mantas Weber: Tejiendo historias Luisa Fernanda Gómez

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El primer hombre que encontró el clítoris Aarón Saúl Zepeda Luna

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Jade Renata Nájera Bravo

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La puerta amarilla Arisandy Rubio García

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El helado sorpresa de Marianita Nikté Mendoza

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Las de la temporada Alejandra Aguayo Briseño

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La piedra Guillermo Ríos Bonilla

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Equis Amilkar Jaldin Rojas

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La tumba de Xilonen Marco Antonio Alanis Ruiz

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El idiota Iván Vázquez Pérez

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Fictorrealidad Marcelo Medone


Fictología 2+20(20) Hace dos años, nació el proyecto de Plétora Editorial. En su primer libro publicado, La Conspiración del Círculo, los editores tuvieron la clarividencia de incluir una “Nota editorial” en la que se lee lo siguiente: “La cultura popular nos ha enseñado que quien no arriesga, no gana. Arriesgar implica, entonces, dos posibilidades: alcanzar el éxito, o fracasar. Arriesgar es jugárselo todo a una carta de la que no se tiene ninguna certeza de que exista en la baraja”. Hace dos años, nadie en el mundo se habría imaginado que este 2020 nos robaría las sonrisas; que para sobrevivir, lo más sensato sería no tocar, no sentir al otro, renunciar al confort de un abrazo, a la compañía de los amigos, al beso del amor… Sin embargo, hemos regresado a los placeres primigenios, a las pequeñas cosas. En este 2020 nos convoca no sólo la celebración de los primeros dos años de Plétora Editorial, también nos reúnen en estas líneas la virtualidad, la posibilidad de contar historias que creeríamos ficción, o más bien, desearíamos que este año fuese parte de cualquier ficción. Plétora Editorial ha apostado por la carta del éxito y la ha ganado en más de una partida. Es por ello que para seguir en el juego, convocó al Primer Concurso de Cuento Breve “La Realidad supera a la Ficción… ¿o Viceversa?”; siendo una grata sorpresa debido a

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la extensa participación, ya que recibimos textos desde Argentina, Colombia, España, Ecuador, Estados Unidos, El Salvador, Francia, Filipinas, Guatemala, México, Nicaragua, Perú y Venezuela, escritos por autores de todas las edades. Estilos y ficciones tienen cabida en esta antología, que debe ser entendida como una selección de los textos que mantuvieron el mayor apego a la temática de la convocatoria y aquellos otros que dejan leer, entre líneas, una capacidad narrativa en evolución por parte de sus autores. Tal es el caso del cuento ganador de esta primera edición del Concurso: “Fictorrealidad” de Marcelo Medone, quien nos sumerge en su mundo, en su ficción, ¡y brindamos con Janusz Kaplik por la realidad hecha ficción! Debido a tan amplia participación, como jurados, encontramos fundamental otorgar reconocimiento a los cuentos poseedores de las mejores cualidades narrativas, estéticas y estructurales; dichas menciones honorificas fueron hechas, además de al ganador, a “El idiota” de Iván Vázquez Pérez y “La tumba de Xilonen” de Marco Antonio Alanis Ruiz. La línea temática propuesta por el concurso permitió a los autores explorar posibilidades, escenarios, incluso explicar temas a los que nadie se había atrevido a dar respuesta, como ocurre en los cuentos “El primer hombre que encontró el clítoris”, “Tendencia”, “Psicodrama”, “La piedra”, “Equis”, “Dos cartas sobre la mesa” o “Clic-clic-clic”; textos en los que se plasman mundos,

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creaciones e historias para divertirnos, reflexionar o mantener al lector al borde del suspenso. Como antologadora de este libro, me es increíblemente grato presentar una antología en la que contamos con la misma cantidad de textos escritos, tanto por mujeres, como por varones, y entre los que destaca un cuento de Nikté Mendoza, la autora más joven de entre todos los participantes, con trece años y un gran talento creativo. Sin más por añadir, les deseo a los autores aquí reunidos que no sea esta la única ocasión en que nos permitan leerlos, y a los lectores, que no sea esta la última vez que nos leen. Alma Lilia Oria Cerón México, diciembre de 2020

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2+20(20) Fictología



Psicodrama Guillermo Pegoraro

Córdoba, Argentina



Consultorio típico de un profesional de la Gestalt: colorido, ordenado (casi), sin escritorio, dos sillones, una coqueta alfombra y muchos almohadones. Terapia que apunta a no perder tiempo en el pretérito del paciente, sino anclarlo en el “aquí y ahora” para que comprenda lo que hace con su vida. En definitiva, si al pasado se le escapó y el futuro nunca lo va a alcanzar, para qué lamentarse de lo que le hicieron y de lo que nunca será. Para la mente fija en un hecho traumático, nunca habrá presente que disfrutar. Mercedes es una excelente psicóloga. Su sola presencia irradia confianza, seguridad y esperanza en el doliente, quien se entrega embelesado a sus palabras como fiel enamorado. Pero en donde más se destaca es en su don de percibir en lo profundo las causas del sufrir, desestimando mil veces lo que en la superficie se cree sin dudar. Su técnica preferida (pero sólo en casos especiales) es el psicodrama, o situación donde invita al paciente a representar situaciones concretas para recibir información de sus palabras, de los gestos y de su actitud corporal. Pero esta práctica a Mercedes le da cierto escalofrío, porque a veces es tan perfecta la actuación del sufrido, que pareciera desaparecer del consultorio, para transportarse a otra realidad. Uno de sus pacientes es José. Hombre cuarentón y solterón. No es que a esa edad no pueda malgastar energías disfrutando la vida, pero a él esa situación le pesa como un elefante en la espalda. Su principal queja es la compulsión al freno de mano (como él lo llama), donde se congela frente

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a una linda señorita; o dejándose engañar por comerciantes (a sabiendas del mal trato), y no menos en escenarios donde un “no” de su parte habría cambiado de manos la fortuna. Para la profesional no caben dudas, él “no es dueño de sus acciones”. Existe un “otro” al que José culpa por no haberle entregado el manual de la vida; o aún peor, se culpa por haberlo rechazado al creerlo impropio; y por eso, ante el faltante de las reglas del actuar, es inseguro y jamás… motor de cambios. Si José es marioneta de los caprichos de un titiritero, seguro que este último es su mente, que debe ser analizada para entender el por qué decide llevarlo al eterno fracaso, para salvaguardarlo de “algo” que considera aun peor. Mercedes intuye la raíz del problema, pero no basta con mencionarlo, debe lograr que el otro lo descubra por sí mismo… para poder enfrentarlo. Lo invita a una silla frente a otra (vacía), pero con un almohadón. Le explica que ese cojín viene a significar al padre fallecido con el que debe hablar. José duda, luego se anima y el diálogo comienza a correr: —Hola papá. El hablante no mira al almohadón, sólo contempla el piso con vergüenza y su cuerpo se mueve con ciertos espasmos. Luego de exasperantes segundos, el docudrama continúa: —¿Cómo estás…? Hace mucho que no charlamos. Bueno… en realidad nunca fuimos de hablar mucho… ¿Y cómo hacerlo? Si poco estabas con no-

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sotros. Mamá siempre se disculpó por ti… ¡Ella sí que era una santa! Pero tú, ¡un borracho y pendenciero hijo de perra! José continúa encorvado con los puños cerrados apretando el pecho. Su rostro se torna colorado cuando escupe “sus verdades”, y en ningún momento osa mirar el otro asiento. Está claro que la figura paterna es su mochila de penas y el recuerdo en su mente… su corona de espinas; pero hasta que no se independice de esos lazos, jamás actuará como adulto. Mercedes está exaltada, nuevamente esta técnica brinda sus frutos. Sigue con la escucha: —Nunca jugaste conmigo a la pelota, jamás remontamos un barrilete, tampoco un consejo sobre la hombría, ni siquiera un “gracias” por mis cartas en el día del padre. Te apareciste ebrio en el funeral de mamá y a ninguno de tus hijos le ofreciste consuelo. Así de simple nos entregaste a la tía Susana para que nos criara y tú desapareciste hasta que supimos de tu muerte en un callejón, sujetando una botella de licor. Quisiera odiarte, pero no puedo… Créeme, la última noticia de ti… me puso feliz. El silencio se adueña del recinto, todo está dicho… por quien sólo posee el cincuenta por ciento. Mercedes actúa como mediadora y le pide a José que cambie de silla y de rol: ahora deberá esforzarse por ser el padre que responde con la otra mitad de la verdad. El paciente no duda, se incorpora y con cierta cojera de pierna derecha (que nunca había manifestado) llega hasta su destino, quita el almohadón y se

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sienta. Al cojín (que ahora representa a José) no lo pone en la otra butaca, sino que lo arroja a un costado (como hizo su padre con él). Con la espalda en parábola, los antebrazos apoyados en los muslos y las manos con los dedos entrecruzados, se prepara a dar respuestas… con otra actitud. Eleva la cabeza hasta que la mirada queda en horizontal, y con gestos de seguridad y firmeza (dones que nunca tuvo) se calza los zapatos del padre y dice: —¿No ves que estoy muerto? ¿De qué te sirve reclamar? Mercedes registra las palabras, pero aún más… la escenificación de José interpretando al recio y duro padre, como lo había descrito a lo largo de la terapia. El paciente continúa mirando fijamente la silla vacía, pero por encima del tope del respaldar, donde deberían estar los ojos del otro. Luego resopla y baja la vista en señal de molestia ante la situación. Nuevamente eleva la visual y se explaya: —Eres grande, hijo, deja de lamentarte. Me juzgas como si mi obligación hubiera sido ser perfecto, pero sólo fui un hombre, no la personificación de tus deseos. Te quejas del presente culpando tu infancia, que si bien recuerdo, no fue tan mala. ¿De dónde crees que salió la comida, la ropa y tu cama? ¡Sí! De este ignorante que jamás llegó a escribir, pero que nació con dos manos que se congelaban en invierno y sudaban en verano, para que a ti y a tus hermanos nada les faltara. ¿Dónde crees que estaba cuando los demás remontaban barriletes o jugaban en la plaza?

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¡Sí!, nuevamente acertaste… trabajando duro hasta el anochecer. No me critiques por mi forma de ser; hubo bebidas y peleas, es cierto, pero fue lo que encontré en el camino que heredé... y que evité que recorrieras. Y en esa miseria de vida que recibí sin pedirla, supe que mi mayor legado era romperme la espalda por ustedes y alejarlos de mi bruta presencia, para que pasaran mayor tiempo con su dulce madre que, como dices tú, ¡era una santa! Discúlpame que no te diera las gracias por tus regalos, a decir verdad, creí no merecerlos; pero da por seguro que los guardé con orgullo en mi caja de herramientas, que tú nunca abriste por falta de interés hacia mi oficio. Mercedes está deslumbrada. Otra vez, uno de sus pacientes logra un excepcional insigth de su trauma irresuelto; y otra vez, un estremecimiento recorre su piel al contemplar la escena surrealista de dos personas separadas por siempre, que se funden para aclarar y saldar cuentas. Pero no todo se reduce entre paciente y difunto, sino que lleva claridad a la propia psicóloga, quien siempre ha lamentado la pérdida de su madre a los siete años. Quizás eligió esta carrera en busca de explicaciones del por qué se es como se es, y cómo influyen los faltantes añejos. Mercedes se distrae en un parpadeo, lo suficiente para respirar y regresar de su melancolía. Nuevamente contempla a José, al que ve cómodamente sentado. Tiene una sonrisa y por su mirada se le nota cansado.

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—¿Cómo te sientes? —dice ella. José no responde, sólo la observa como si dijera “cuánto tiempo sin verte, estás bella”. Mercedes vuelve a preguntar: —¿Estás bien? ¿En qué piensas? No es José el que responde. De su boca salen palabras con tono afinado que confunden a la terapeuta: —Hola mi niña… ¡Qué grande estás! —¿Quién eres? —consulta Mercedes. —Tu mamá… —¿Mamá? —pregunta con temblores en el cuerpo y en la voz. —Sí, mi princesa. Sólo deseaba pedirte perdón por los miles de besos y abrazos que me perdí de regalarte en vida, pero como ves… rara vez los deseos se cumplen por completo. Quiero que valores aquel tiempo compartido, donde te amé más que a mí. Te pido que lo tomes como ejemplo del cómo debes querer en la vida, sin frenos ni egoísmos. Adiós mi pequeña… Vive con amor, no en su búsqueda. Mercedes cierra los ojos, junta las pestañas y las vuelve a separar. José permanece sentado con el almohadón entre sus manos, apretándolo con cariño… con paz en el corazón. Cree la psicóloga que por un instante se ha dormido, y lo vivido sólo fue un caprichoso sueño; o tal vez, que José exhiba personalidades múltiples; o quizás, ella misma se ha ubicado como paciente creando su propio psicodrama. Porque cualquier hipótesis sería más aceptada que reconocer que ella no sea realmente una eximia terapeuta, sino una médium muy avezada. 20


Clic-clic-clic Eduardo Omar Honey Escandón Ciudad de México, México



Casi no aguanto el sueño mientras espero para colocar otra hoja. No me dejará en paz mientras no termine de reescribir sus memorias. Tampoco tengo tanto interés en dormir, espero con ansia cada hoja mecanografiada. Hace unos días encontré una vieja y hermosa máquina de escribir. Era una Olivetti Lettera 22 como la que tuvo el abuelo, aunque de otro color. Una máquina amarillo pálido era lo que tenía frente a mí en el bazar; la del abuelo fue gris. No era cara, y tampoco algo que necesitara, pero al verla, no pude evitar recordar esas visitas dominicales de mi niñez y adolescencia; largos fines de semana cuando acudíamos a la casa de los abuelos todos sus hijos y los primos. Llegábamos antes de la hora de la comida. Ya la familia se había puesto de acuerdo en qué llevar y qué prepararía la abuela. La casa se llenaba de olores deliciosos mientras los primos corríamos de arriba abajo jugando. El abuelo departía un poco, comía con nosotros y luego se retiraba a escribir a su estudio donde tenía un escritorio lleno de papeles, la máquina de escribir y estaba rodeado por su amada biblioteca. No importaba dónde estuvieras, el clic-clic-clic sonaba por doquier, un poco más suave si era mayor la distancia, mucho más fuerte si estabas cerca del estudio. El abuelo siempre trabajó con la puerta abierta. No le importaba que una horda de niños y jóvenes entraran de súbito y tomaran posesión del lugar. Lo peculiar era que guardábamos silencio para que alguno de nosotros le hiciera una pregunta. Con paciencia de santo, nos respondía de forma interesante y que le aprendíamos. No se le pasaba una: todas las contesta23


ba. Si quien preguntaba insistía en conocer más tras una explicación de dos horas, el abuelo se levantaba de su lugar, se dirigía a algún punto de la biblioteca y, sin dudar, sacaba un libro, lo abría en una página, leía en silencio y se lo entregaba al preguntón: “Aquí se comenta más sobre el tema”. Era el momento en que, de forma elegante, ponía punto final para regresar a su máquina y seguir escribiendo: clic-clic-clic. Un sonido así, suave y distante al principio, penetró mi sueño de un lindo retorno a mi universidad. Paseaba entre el edificio administrativo y la torre académica, cuando escuché como si me llamaran desde alguno de los edificios. Tras ir y venir, entré al administrativo. Traspuse la puerta que daba al amplio espacio donde había hileras e hileras de escritorios del personal. Avancé en medio de ellos rumbo a la pared de fondo, desde donde escuchaba el llamado. Venía de un escritorio vacío donde yacía una máquina de escribir como la que recién había comprado. Teclazo tras teclazo, avanzaba el carro. Cuando llegué frente a ella, sonaron cambios de carro, la hoja fue saliendo hasta que se desprendió y se deslizó hacia donde estaba. La tomé, la giré y leí: Tienes que ayudarme o no te dejaré en paz. ¡Despierta! Estupefacto, miré hacia la máquina donde ya estaba lista otra hoja. El primer clic sonó con tal fuerza que hizo retumbar el edificio; el segundo hizo que temblara el mundo, y con el tercero pegué un grito que me hizo despertar sudoroso y enredado entre sábanas y cobijas. Me quité de encima lo que me tapaba 24


y prendí la lámpara sobre la mesilla de noche. Miré donde estaba la máquina, inocente en su silencio, pero con una hoja que yo no le había colocado. Me levanté, con dudosa lentitud me aproximé a ella, aunque quería echarme a correr hacia la calle. La hoja, a diferencia de mi sueño, sólo tenía escrito:

Ayúdame por favor.

La saqué de golpe e hice una bola con ella. Tembloroso, recorrí el departamento para encender las luces. No quería estar a oscuras y volver a escucharla. Me preparé un té de hierbas tranquilizantes, me paré frente a la máquina en un reto falso de valentía entre mi mirada versus sus teclas. Entonces me percaté en lo desgastada que estaba: los arañazos, lo despintado de las teclas, pero en especial, en lo lastimado del rodillo. Estaba completamente tatuado; más bien, tan marcado en cada hilera donde habían impactado las teclas. Cientos, miles o decenas de miles de impactos habían tallado el hule, dejando unos surcos notorios, irregulares al tacto cuando me animé a palpar su superficie. Una enorme tristeza me embargó y pensé en el abuelo, su máquina y su novela. La máquina le había servido por décadas a lo largo de quince mil cuartillas. Al final, cuando la guardé en su estuche para entregársela a un ropavejero, sabía que el rodillo no estaba tan lastimado como este. Todavía se sentía terso, aunque leves sombras en cada hilera lo recorrían. Las quince mil cuartillas se las llevó un tío, dizque para conseguir una editorial y ser publicadas, pero desaparecieron sin más, el esfuerzo de una vida

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esfumado. Han pasado años, donde la mezcla de coraje y tristeza hicieron que me separara de la familia que permitió esa atrocidad, y juré que no volvería a dirigirle la palabra ni a él ni a sus hijos. Con el tiempo quizás llegue a superar ese enojo, aunque sé que nunca podré leer completo lo que escribió el abuelo. Las pocas cuartillas que me entregaba esos domingos habían sido lecturas maravillosas, donde creaba mundos tan atractivos que te perdías página tras página. Lamenté, al ser el nieto mayor, haberme distanciado luego, pretendiéndome adulto y dejando a mis primos seguirlo molestando. Cuando me dio esas cuartillas, aún era un niño, y en esa época apenas estaba empezando su obra. Luego no me atreví, preso de una falsa suficiencia, a pedirle más hojas. Triste y melancólico, me senté frente a la máquina que apenas había comprado, tan semejante y distinta. Reflexioné sobre las cartas de amor, oficios, tareas escolares, poemas, novelas. ¿Qué tanto habrá pasado por sus teclas y marcado su rodillo? En un rapto de inspiración, de un quizás, me levanté y fui por hojas de la impresora, junto a la laptop en el estudio. Regresé a mi asiento frente a ella, tomé una hoja del montón, la inserté, acomodé y esperé. Clic-clic-clic Unos teclazos tímidos, como la primera mirada de dos nuevos enamorados, empezaron a impactar en la hoja. Luego, más y más rápido, al paralelo que el palpitar de mi corazón. El texto aparece, hay cambio de línea y vienen más clics. Puedo leer algo:

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17 de marzo de 1985 Consejo Académico de la FCPyS de la UNAM A quien corresponda: Por medio de la presente quiero dejar constancia de que… Y siguieron tanto los teclazos, como los cambios de líneas, hasta que terminó con el nombre de una mujer, Isabel Flores Hernández. La máquina expulsó la hoja, quedó a la espera y le inserté una más. Empezó a escribir una carta de amor y despedida. Llevo dos días colocando hojas en la máquina de escribir, la cual, incansable, sigue arrojando ventanas mecanográficas del pasado de las personas que la poseyeron. He leído dos tesis, una novela, trabajos escolares de secundaria y primaria, otros textos menores y bastantes fracasos textuales. Apenas vamos por 1983, pero tengo una idea muy amplia de la familia de Isabel, de su esposo y de sus hijos. Las resmas de papel están por agotarse, así que en cuanto amanezca saldré a comprar una caja completa en la papelería. Noté que cuando coloqué la última hoja, el rodillo lucía menos marcado, un poco más suave. Quizás sólo sea mi percepción subjetiva, pero no importa. Ahora sé que la máquina necesita descargar el peso de décadas. Puede que luego logre descansar en paz, tras dar el último teclazo de su vida.

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El fugitivo Daniela López Martínez Ciudad de México, México



...Seré honesto con usted, hace unos días que tengo estos sueños —dijo—; hubiera preferido tener noches de insomnio, pues es más terrible presenciar nuestro final, aunque sea a través de pesadillas, que vivirlo en la realidad. El médico parecía estar dispuesto a escuchar las descripciones hechas por aquel desconocido sobre sus sueños que lo atormentaban, a pesar de que su ciencia médica, a la que dedicó toda una vida, le impedía penetrar en los oscuros secretos que guarda el inconsciente humano. El aspecto de este soñador era desagradable, sus cuencas estaban marcadas por manchas cafés, había descuidado su aseo personal, pero esto no arruinaba sus facciones que, en otro tiempo, uno habría pensado que aquel extraño fue un hombre apuesto, y por su forma de hablar, era razonable pensar que se trataba de una persona con inclinaciones intelectuales. No obstante, el conjunto de estos descuidos mostraba el deterioro de un pobre hombre que teme a sus propios demonios. Aquel sujeto había entrado al consultorio sin siquiera mirar a la secretaria en turno; lugar que antes había sido una vieja casona en el corazón de la ciudad y que se convirtió en un pequeño hospital que ofrecía atención médica las veinticuatro horas del día. Hace algún tiempo, encontraron en uno de los patios traseros un objeto subterráneo, parecido a un meteorito, por lo que investigadores habían puesto a sus hombres a iniciar el trabajo de extraer dicho objeto. No obstante, la desesperación de aquel hombre cegó la atención natural que dejamos en los objetos del mundo y lo

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había llevado a irrumpir en la tranquilidad que llenaba ese espacio, como el velo de la cotidianidad que cubre nuestros abismales pensamientos. —Le repito, señor, yo no puedo ayudarle — dijo el médico—. Verá, entiendo que su estado anímico se encuentre afectado por la falta de descanso. Es notable que su cuerpo y mente deben conseguir prolongar las horas de sueño o, de otro modo, esto podría dañar alguno de sus órganos, y entonces sí, yo podría atenderlo. —Por favor, doctor, déjeme contarle lo que veo en esas pesadillas. No le quitaré mucho tiempo, sólo necesito desahogar cómo me siento. El médico, que miraba atentamente al sujeto, lanzó un suspiro al aire y asintió con la cabeza. Invitó al hombre a sentarse en el sofá. El hombre, obediente, tomó asiento y comenzó a narrar sus sueños: —La primera noche soñé que me encontraba en medio de una multitud de gente y, para huir de ese lugar, caminaba en dirección de la avenida principal. La ciudad me parecía asfixiante, su aroma, que expedía el olor de distintos fluidos corporales, me enloquecía; las voces de las personas hacían eco dentro de mi mente, sentía un vértigo que me ocasionó el aceleramiento de mis palpitaciones. Entonces fue cuando vi por primera vez a la mujer que produce mi angustia, su hermoso rostro me cautivó al instante: sus pómulos sobresalientes, sus ojos brillantes y la bella forma redondeada que contenía aquellos labios delineados no eran, sin embargo, más que adornos de sus ojos profundos, ligeramente rasgados, que me

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miraban con un halo de misterio. Aquellos ojos semejantes a un par de obsidianas me miraban desde el fondo. Ella hizo un gesto, me invitaba a acompañarla, a salir del flujo discontinuo y heterogéneo de la muchedumbre. Cuando estuve a punto de tomar su mano, el sueño terminó, dejando un hueco profundo en mí. —Quiere decir que ¿es la ausencia de aquella mujer lo que produce su sufrimiento? —No es sólo su ausencia, es el tormento de no poseer más que la epifanía de nuestra coincidencia, es la desdicha de estar aquí, prisionero de este espacio y tiempo, donde las dimensiones juegan con nosotros como si fuéramos sólo piezas que pueden desplazarse y nuestros pensamientos nuestra última escapatoria de esa programación miserable... En el segundo sueño, ella tomó mi mano, me condujo a un callejón que me recordaba pasajes de mi infancia; las casonas iban apareciendo una a una en nuestro camino, como si fueran fotografías que se mueven a una velocidad uniforme y cuya aparición demora microsegundos, de tal manera que apenas podemos percibir su cambio. La misteriosa mujer miraba fijamente el final de la angosta calle; mi atención, en cambio, estaba puesta en su perfil parecido al de una máscara de porcelana; su rostro plano y la barbilla pequeña configuraban una armonía que parecía no pertenecer al resultado de la combinatoria genética de mujeres reales. Desconozco cuánto caminamos en aquel sueño, pero llegamos hasta una vieja casona. Adentro había un grupo de personas, todas ellas vestían una túnica

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blanca y estaban alrededor de una estatua de piedra gigante con forma humanoide, la cual emitía un sonido semejante a un golpeteo metálico. Ella me enseñó el lenguaje de los sueños, habló conmigo durante mucho tiempo sin emitir ruido alguno. Durante ese episodio, nunca soltó mi mano. Entonces comprendí los secretos que encierra nuestro pequeño mundo… El hombre se interrumpió, su rostro había palidecido y las gotas de sudor llovían sobre su frente. El médico, angustiado, llenó un vaso con agua y lo ofreció al desconocido. Después de beber un sorbo, el hombre continuó su relato: —Presencié el mundo en su discontinuidad insoluble y ella me guió a través de este recorrido. En el tercer sueño, ella me mostró mi final. La muerte, como usted bien sabe, es inevitable para todos. Nunca nadie puede describir con exactitud cómo va a morir, ni siquiera Dios puede revelarnos la forma que adoptará el quiebre de nuestra existencia. En este último delirio nocturno, me adentré en un meta sueño; sí, un sueño en el que yo mismo seguía soñando. Allí, la figura de mi compañera me esperaba paciente; su mirada llena de bondad me enseñó hacia dónde debía ir. Me encontraba en el interior de un cuarto, en un hotel de una ciudad que nunca antes había visto; yo estaba dormido y soñaba con su hermosa silueta; sus ojos llenos de bondad intentaban mostrarme el camino. Sentía mi cuerpo ligero como una pluma, el peso es un síntoma terrenal que nos destruye poco a poco, y la gravedad, esa lisonjera, nos aísla de la verdad. En aquella levedad, mi cuerpo flotaba entre las sábanas y

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sentía la suave textura del algodón recién lavado; por mis poros entraban micropartículas de jabón barato, y como sucede en los sueños, poco a poco fui perdiendo la noción de mí mismo. Lo último que vi fue aquel rostro femenino, perfecto en su composición singular. Miré de soslayo hacia un ventanal que se iba dibujando lentamente en mi mente: era como una pantalla que me mostró la imagen de mi cuerpo inerte, tirado en el piso, con una expresión de terror en el rostro. El médico, de pie, recargado contra su escritorio, notó que el hombre seguía hablando, pero no pudo oír qué decía. Pensó que tal vez el sonido exterior, producido por un golpeteo metálico inarmónico proveniente del patio trasero, interfirió con las palabras de aquel hombre. Se acercó a él para intentar escucharlo, pero de pronto el extraño se arrojó con violencia sobre el doctor y le dio una mordida en el cuello. Ante los gritos que lanzó el médico, la secretaria entró al consultorio. El extraño soltó al doctor y miró con pavor a la mujer, que vestía una túnica blanca: su hermoso rostro de pómulos sobresalientes, su mirada de obsidiana, esa forma redondeada que contenía la perfección por la que había perdido su facultad de raciocinio estaba frente a él. ¿Había alguna falla en el interruptor de lo real?, ¿acaso esa presencia inquietante en verdad se proyectaba más allá de sus delirios? La realidad es una fuerza que eclosiona nuestras hipótesis erradas sobre ella y nos muestra la crudeza que reina en nuestros sentidos; sacude la pretensión de inteligencia con su vórtice invisible. Instantes después de que el desconocido viera a la mujer,

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cayó al piso. Su cuerpo yacía frío sobre el suelo. El médico y la secretaria se acercaron al cuerpo: —¿Qué ocurrió, doctor, se encuentra bien? — preguntó la mujer. —Murió de un infarto. Este pobre desgraciado no soportó la realidad que cargaba sobre sus hombros y huyó.

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Dos cartas sobre la mesa Gabriel Martínez Barre Guayaquil, Ecuador



Eduardo bajó del auto. Caminó por la vereda del estacionamiento en dirección a la sala de velación. A lo lejos se veía mucha gente. Conforme avanzaba, se saludaba con todos y se daban las condolencias. Llegó a la puerta, encontró un rótulo con el nombre del difunto: Cristopher Valverde. No decía nada que hiciera alusión a su corta trayectoria militar. ¡Qué bueno!, pensó, pues, a pesar de que ambos habían servido en la guerra del noventa y cinco entre Ecuador y Perú, su amistad se remontaba prácticamente al inicio de sus vidas (uno de sus primeros recuerdos con Valverde fue cuando aprendieron al mismo tiempo a leer y a escribir). Habló con la familia del difundo, la causa de muerte fue un infarto fulminante. La muerte de Valverde lo apenaba, mas no lo sorprendía. Su amigo ya había tenido infartos en el pasado. Creía que el único motivo de sorpresa era la repentina decadencia de su salud en los últimos meses. Eduardo abrazó a la mujer de Valverde y lloraron por unos minutos. Más tarde llegó Esther, su esposa, en compañía de sus hijas. La velación duró la mayor parte del día, lo enterraron antes que se hiciera de noche. A la mañana siguiente, Eduardo se encontraba solo en casa. Se dedicó a revisar la correspondencia que descuidó por varios días. Se sorprendió al encontrar una carta enviada por Valverde y fechada el día de su fallecimiento. Al abrirla, distinguió la letra de inmediato. Sintió una presión fuerte en el pecho y se le aceleró el pulso. Cuando recuperó la entereza, empezó la lectura:

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Eduardo, querido amigo. Si estás leyendo esto es porque se ha cumplido mi vaticinio: he muerto al fin. ¿Cómo ha pasado? ¿Una bala rencorosa? ¿Un punzante infarto? Bueno, supongo que te preguntas el porqué de esta carta. Pues déjame decirte que es más que una despedida. Deseo también compartirte ciertas ideas que me acosan desde que servimos al ejército. Quiero empezar rememorando contigo nuestra infancia. Piensa en cómo nos partíamos la trompa con los demás muchachos del barrio porque se nos cargaban: decían que yo era un fortachón pendejo y tú un ahuevado inteligente. Nuestros padres nos vivían puteando porque llegábamos a casa golpeados y con el uniforme del colegio roto. Esa fue la adolescencia más pura que pudieron tener dos muchachitos viviendo al sur de Guayaquil. Acuérdate de nuestras novias y del apoyo que nos dábamos cada vez que ellas nos botaban por nuestras cagadas. No quiero que pienses que estoy divagando, es que una despedida sin recuerdos son palabras sin sustancia. Cuando concluimos el colegio y creímos que tomaríamos caminos separados, el servicio militar nos mantuvo juntos. Nos enviaron a la frontera entre Ecuador y Perú, armados con cuchillos y ametralladoras. Lo más memorable de las primeras noches fue la zozobra colectiva: ¿qué ocurrirá cuando haya que pelear? Para mí, la respuesta a esta pregunta llegó en la tercera noche. Fui a mear y, confiado en que no me perdería, me alejé demasiado del campamento. Sin darme cuenta me desorienté; caminé con rapidez hacia la luz de las fogatas, pero cuando estuve cerca me

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di cuenta de que no era nuestro campamento, era uno mucho más pequeño. Tres soldados peruanos conversaban. Por un momento, me quedé estático del susto; yo, un recluta inexperto, no podría solo contra tres. Uno se levantó y se dirigió hacia donde yo me hallaba. Me escondí detrás de un árbol, el murmullo del río impidió que me escucharan. Cuando estuvo lo suficientemente alejado de los otros, cubrí su boca con mi mano y le abrí la garganta sin vacilación. Tumbé el cadáver en la tierra con lentitud. No podía matar a los dos restantes al mismo tiempo, así que salté sobre uno clavándole el cuchillo en el pecho. Con el tercero nos apuntamos con las armas. «Dispara y vendrán los demás», me dijo. Ambos hicimos fuego, le acerté tres balas en el torso; de sus disparos, ninguno me dio. Exhausto, me tendí en el suelo. «Que vengan los demás si tengo que morir», me dije, pero no vinieron. Al cabo de unos minutos, apareciste tú con el resto de los nuestros, habían oído los disparos; les conté lo acontecido. Luego de esa noche, hasta que acabó la guerra, no maté a nadie más y tú jamás tuviste que hacerlo. Al final de la guerra, nuestros superiores nos felicitaron. Sin embargo, nunca dejé de cuestionarme por qué alguien con tan poca agilidad para el uso de las armas sobrevivió aquella noche. Me pareció que me las arreglé con habilidad ajena, casi providencial. Después de darle muchas vueltas, la única respuesta que hallé fue que el destino es cosa cierta, una fuerza viva y protectora. Yo no debía perecer esa noche, al pie de la grandiosa cordillera y junto al piadoso río; por eso las balas no me tocaron. En cambio, el cue-

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llo y el pecho de los dos primeros soldados fueron hechos para ser tajeados por mi cuchillo, y el cuerpo del tercero, para recibir mis descargas. Es triste decirlo, pero creo que es así. Aún recuerdo sus apellidos: Asurmendi, Amat y Azcárate. Pensar de este modo no menosprecia la vida de esos hombres, ya que cualquier acto, por pequeño que sea, puede provocar grandes efectos, debido a que la historia de la humanidad es una cadena interminable de minúsculos eventos. No hay vida o suceso que carezca de relevancia. Con este pensamiento he renunciado a creer en el azar, porque eso implicaría despreciar las muertes denominadas accidentales. He callado y vivido con estas ideas desde que acabó la guerra, espero que no pienses que desde entonces he estado volviéndome gradualmente loco. Así como estoy seguro de que nuestro fin está escrito, sé que hoy será mi final. Esta noche he dejado esta carta en tu buzón para que la recibas cuando yo ya no forme parte de este mundo. De estar equivocado, la leeremos juntos luego y podrás ayudarme a buscar una nueva contestación a la misma pregunta. Sin tener más que decir, te agradezco por haber sido el mejor de los amigos durante toda mi vida. Al finalizar la lectura, Eduardo no le mostró la carta a nadie más. Resolvió que pondría a prueba lo dicho por Valverde buscando el peligro; de haber una fuerza protectora, esta no lo dejaría morir. Se levantó de la mesa en dirección de la ventana, la abrió y se detuvo a reflexionar el porqué de lo que estaba a punto de

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hacer: quería compartir una última experiencia con Valverde. Asomó la cabeza y vio que la acera, catorce niveles abajo, estuviese despejada para lanzarse. Un instante antes de alzar su pierna, el picaporte sonó y apareció una de sus hijas. Desistió, si iba a hacer una estupidez, la haría estando solo. En los días siguientes probó pasearse por barrios peligrosos, pero aparecían tantas patrullas como potenciales asaltantes. Caminó bajo andamios; ladrillos y herramientas cayeron rozándole la cabeza. Y se plantó frente a un autobús que, con lo justo, alcanzó a frenar. Salir ileso le pareció tan sospechoso que llegó a creer que Valverde estaba en lo cierto. Una noche en la que su mujer trabajaba en turno nocturno y sus hijas estaban de viaje, Eduardo se puso a pensar en lo que antes escribió Valverde. Para poder darle claridad a sus ideas, las escribió:

Que no me haya ocurrido nada malo no es suficiente para decir que Valverde tenía razón porque, aunque él no crea en eso, pudo ser producto del azar. Mientras más lo pienso, creo que no hay manera de confirmar o refutar lo dicho por él. No me queda otro remedio que desarrollar mis propias ideas. No descartaré la existencia de una fuerza viva, pero creo que esta no es capaz de proteger; si fuera así, un ser humano no podría hacer sufrir a otro. Es que mi mente no puede aceptar que ya esté escrito que alguien deba morir por un tiro o una puñalada. Por otra parte, creo que esta fuerza viva sí puede castigar, y el único ejemplo que puedo nombrar de esto es que, en un corto período de tiempo, Valverde tuvo tres infar-

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tos; el último acabó con su vida. No podía ser de otra forma, uno por cada peruano. Incluso, luego de haber dicho esto, creo que poco a poco continuaré poniendo a prueba la hipótesis de Valverde. Al terminar de escribir, Eduardo continuó pensando en Valverde. Estas dos maneras de ver un mismo evento lo mantendrían conectado con él aún más, hasta el final de su vida. Creyó que dormir le entregaría algo de la lucidez que requería para sacar una conclusión más certera, así que se dirigió a la habitación. A la mañana siguiente, cuando Esther llegó al edificio, encontró a Eduardo profundamente dormido. Tardó horas en darse cuenta de que había muerto. «Sobredosis de somnífero», informó el doctor, «ha muerto sin darse cuenta… sin dolor», añadió. Luego de que la afligida familia volviera a casa del entierro, Esther halló dos cartas sobre la mesa de la sala. Casi de inmediato reconoció que una era de Valverde y la otra de Eduardo. Le extrañó que las caligrafías fuesen semejantes hasta el punto de parecer dos páginas de un mismo texto.

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Tendencia Ulises R. Luján Ciudad de México, México



Como era predecible: primero fue reducido el grupo de personas que puso en práctica la iniciativa de pedirle un autógrafo a un desconocido, con el fin de provocar una reacción hilarante, trastocarlo por medio de la falsa adulación, humanizarlo a través de la broma. Esta tendencia no tardó en propagarse por las redes sociales, como otro juego bobo al que los usuarios se exponían sin reserva, a la par de que atentaba contra las figuras autorales o superestrellas pop del momento. Ningún ser humano volvería a estar por encima de otro. Todos y cada uno compartiríamos la misma categoría: haber nacido significaba el mayor de los logros existenciales a niveles cósmicos (espacio-temporales probabilísticos) posibles, cualquiera ya era un ídolo por ese simple hecho. Cierto programa televisivo sacó beneficios por la falta de derechos autorales de esta tendencia; captó y desvirtuó su exiguo contenido, volviéndola un sketch (de reducido presupuesto, pero con alcances globales) que, con el paso del tiempo, normalizó cierta conducta en las calles, en los trabajos, en las escuelas. Cualquiera podía venir a ti y pedir tu autógrafo, sin más. Tal ejercicio soso e infantil puso a la sociedad a jugar un papel antes inimaginable: romper cualquier estereotipo individualista, fraternizar con los otros; pero también aumentaron los casos de acoso sexual, extorción y secuestro. Finalmente, los lazos de comunión social no alcanzados hasta entonces por ninguna religión, se fundaban a través de una farsa evidente. La tendencia derivó en costumbre, la costumbre en abuso. Mucha gente ya saludaba así: extendiendo un bolígrafo, con una hoja,

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servilleta, pañuelo o lo que tuviera al alcance de la mano, para adquirir un simple autógrafo. La colección de tales rubricas configuraba un placer no menos estimulante que el de las posesiones materiales más costosas. Sin embargo, bastantes eran las mentes críticas negadas a participar en esta tontería, por lo que existieron casos filmados durante el show televisivo, donde la persona que se negaba a dar su autógrafo aparecía evidenciada ante las cámaras como el peor ser humano sobre la faz de la tierra. Cuando los crímenes aumentaron, los productores del sketch no lo sacaron del aire. Antes bien, se escudaron bajo la filosofía simplista que versaba en vislumbrar en todos y cada uno de nosotros a un ídolo (víctima) potencial. Fuera quien fuese, cualquiera podía ante los demás, por una vez en su vida, ser admirable.

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El gato y la cuarta pared Carla Paola Cando Bermeo Cuenca, Ecuador



“Yo no fui” rompió la cuarta pared. Así empezaba el tremendo titular que nada tenía que ver, desdibujado sobre el tabloide digital; una idea ambigua y sin forma rondaba la cabeza del periodista X, que no tenía ni nombre, ni número de cédula, ni género desde aquel día en que encontró a su gato tumbado frente al espejo, con la mirada perdida, como si de golpe todos los secretos del mundo hubieran aparecido en la raíz de sus bigotes. En primera instancia, pensó que sería una postal perfecta, de esas que coleccionan las abuelas y que tienen un penetrante olor a mentol. Sus cavilaciones le hicieron pensar en su propia vejez y en las pocas ganas que tenía de enfrentarse al mundo en medio de esa pandemia de noticias falsas. Suspiró incesante, con esa jaqueca repentina que carcome la sien al pensar en un trabajo pendiente; arrastró la silla, dispuesto a escribir. De reojo veía a “Yo no fui”, nombre puesto por su hija al pensar en lo gracioso que sería cuando el gato cometiera una travesura y preguntaran “¿Quién fue?” Sonrió con ironía, porque aquel animal perezoso nunca había cometido ninguna imprudencia hasta ese día. Absorto, se sentó a mirar al gato y su complejo de Narciso. Cuestionó la importancia de los espejos. Hacía mucho que no se detenía un segundo a analizar su propia figura reflejada en el cristal. De golpe, como si

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una fuerza invisible le diera vuelta, se sentó a retomar su trabajo; los caracteres le faltaban, siempre había sido un suplicio tomar la decisión de cortar una parte por falta de espacio. Mientras esto sucedía, la televisión emitía esa musiquita inhóspita que oyes en el momento en que lees esta frase: “Flash informativo”. Los últimos días había estado más pendiente de lo habitual de cualquier noticia que se diera. El mundo estaba cambiando aceleradamente y eso siempre es una gran primicia. Tras los últimos sucesos, nada alentadores, dio un respiro profundo y desvió su mirada hacia el animal que yacía absorto todavía frente al espejo; pensó en la grave situación del país y en como todo había adquirido un carácter tan irreal. En los últimos días, se sentía en medio de un libro de trama apocalíptica, y mientras el sistema sufría un desbarajuste, aquella bola de pelos había decidido tumbarse con una mirada coqueta y mirar al espejo como si fuera una cámara; parecía dirigirse a una audiencia desconocida. Se dispuso a editar su nota. Los pensamientos recurrentes iban y venían como ráfagas de aire; no lograba que el texto encajara en el diseño. Cansado, desistió; se preparó para dormir, no sin antes, echarle una última mirada a “Yo no fui", que seguía frente al espejo lamiéndose sin dejar de prestar atención a su reflejo. La noche transcurrió rodeada de pesadillas en torno a la idea de que el mundo no era más que un reality

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show de bajo presupuesto, en donde, en un giro inesperado, “Yo no fui" reportaba desde su casa, como un participante más; con un humor irreverente, interactuaba con el público en medio de la desesperación de su amo, quien había descubierto la treta. Consternado, se despertó a media noche con la pijama repleta de sudor; sentía rugir su estómago como una fiera de ácidos gástricos; tanteó a oscuras la silueta de “Yo no fui” acurrucado frente al espejo. Sin pensarlo, se tumbó a su lado mirando el reflejo de su rostro a media luz, mientras el ronroneo incesante se hacía uno con su respiración y la calidez del pelaje liso lo calmaba de a poco. Aquella punzada impaciente que recorre la espalda lo despertó de golpe. Con el corazón latiendo a mil por hora, intentó arrastrarse como pudo hacia el escritorio donde yacía la computadora. Una mañana totalmente nueva en casa del periodista X ha iniciado, y hoy tendrá que cumplir la difícil tarea de acabar su nota y mandarla antes de las once de la mañana. ¿Podrá lograrlo? Mientras tanto, el mundo se cae a pedazos en exteriores. Tendremos la nominación de la semana, así que manda tu mensaje de texto al 4045 con el nombre de tu favorito. Regresamos con “Yo no fui” en la cámara principal, quien nos dará más datos sobre la tarea de su amo. ¡Adelante, Yo no fui!

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Así es presentador número uno. Sean bienvenidos un día más a la casa del periodista, quien hace breves minutos tuvo un colapso y cayó inconsciente frente a la computadora. Hagamos un acercamiento directo a lo que estaba escribiendo. Podemos ver que eliminó todo el trabajo de ayer y en una hoja vacía figura en letras grandes lo siguiente: “Auxilio. El gato ha roto la cuarta pared”. Sin más información, reportó para ustedes Yo no fui.

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Simulación Angie P. Rainbow Ciudad de México, México



Regina se despertó, eran las tres con siete minutos, como las últimas noches que se despertaba después de las tres de la mañana. Notó que su corazón latía aceleradamente, de nuevo tuvo la misma sensación que había tenido en las noches pasadas. Llevó una de sus manos al pecho, se dijo a sí misma “tranquilízate” y respiró hondo. Observó a su alrededor, sus ojos tardaron en acostumbrarse a la oscuridad que la rodeaba, poco a poco lo hicieron. Pensó que, igual que las noches anteriores, dejaría que pasara esa especie de taquicardia y después de varios minutos, se dormiría de nuevo; pero parecía que no sería así, sus latidos aumentaban y la sensación tan extraña también. De nuevo, trató de concentrarse en otras cosas, de distraer su mente. Pensó en su trabajo, en las cuentas que tenía por pagar, pero nada fue suficiente. Sus pensamientos se posaron en lo que en días anteriores había estado investigando y que creía la razón de sus pesadillas y desvelos. Días atrás, había visto una noticia que daban algunos científicos sobre la verdad del universo y recordó que decían que todo era una especie de simulación, que la vida sólo era una simulación de algo aún más grande, de alguien, tal vez… Y aquello, por alguna razón, la había dejado sin aliento, la había hecho pensar y pensar, más de lo que hubiera querido. A Regina le gustaba investigar este tipo de cosas, se sentía fascinada por los temas que hablaban del misterio de la vida y el universo, cosas que no tenían ex-

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plicación, sobre los universos paralelos. Y ahora, esta nueva afirmación de aquellos científicos concordaba con todo lo que había investigado; sí, todo era una simulación, pensó, y seguramente hay varias, debe haber varios universos, volvió a pensar. Sintió que se estremecía y suspiró. Comenzó a sentir que sus ojos se cerraban, el sueño había llegado de nuevo. Estaba por quedarse dormida cuando escuchó un ruido estremecedor en la sala de su casa. Todo en ella se puso alerta; de nuevo, los latidos aumentaron; su respiración también lo hizo y sintió un temblor en todo el cuerpo. Sin pensarlo, se levantó de la cama y caminó hacia la puerta. No sabía identificar el ruido, no era algo que hubiera escuchado antes. No sabía qué hacer, se quedó algunos segundos petrificada al lado de la puerta; ¿tendría que abrirla y ver qué estaba ocurriendo?, se preguntó. Tragó saliva y sintió cómo su cuerpo seguía temblando sin parar. Acercó su mano trémula al picaporte, tanto que el solo hecho de colocarla en él le costó un inmenso trabajo. Justo en el momento en que intentó abrir, alguien al otro lado lo hizo por ella. Una luz inmensa alumbraba la sala y lo que vio la aterró más que si hubiera visto a cualquier ente o fantasma: era ella misma. ¿Cómo era posible eso…? Era como si estuviera viéndose en un espejo, pero no había tal; era una persona, una persona igual a ella; los mismos ojos, el mismo cabello, la misma boca, el mismo color de piel, todo igual, incluso la misma ropa de dormir.

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El corazón de Regina no podía latir más rápido, pensó que en cualquier momento le daría un paro cardiaco. Aquello que estaba viendo no podía ser real, no podía serlo de ninguna manera. Vio que ella sonreía y sintió un terror que nunca antes había experimentado, y que aumentó cuando escuchó su voz, igual a la suya. —Nada es lo que crees. Todo es una simulación —dijo, con sonrisa macabra. El miedo se apoderó de Regina; parecía que no podía sentir más miedo del que estaba experimentando, hasta que de pronto todo se desvaneció.

Si dos universos paralelos se encuentran, todo colapsa… Alguna vez lo había leído entre lo que investigaba. Ese fue el último pensamiento de Regina.

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Quince minutos Andrea Horner León, Guanajuato, México



Quince minutos hacen la diferencia en todo; son poco,

pero suficientes; mucho, pero no excesivos. Quince minutos hacen la diferencia entre desayunar o no, quince minutos separan su casa de la mía, quince minutos significan besarse o no, quince minutos pueden ser una vida literalmente, quince minutos lo pueden ser todo, quince minutos pueden ser lo único que tenga. Quince minutos tardó en salir de su casa, quince minutos que no me molestaron gastar. Salió apestando a humo, como siempre. Cuando pasas mucho tiempo con alguien que fuma hay dos opciones: aprendes a ignorar el olor o te haces mucho más sensible a él. En mi caso, era la segunda, lo percibía desde que abría la puerta de la entrada. Ella con su cajetilla, yo manejando, no habíamos llegado ni a la esquina y ambos ya estábamos abusando de ellos. El humo salía por la ventana, seguido de sus mechones negros, ambas cosas bellísimas. De las pocas cosas que verdaderamente disfrutaba, oscuras, curveadas, silenciosas y desobedientes, mudas. Contaba con la mísera reserva de gasolina de costumbre, pero estaba pensando que el viaje se podía prolongar un poco. Entonces agarré mi celular y le informé a Rosaura que iríamos a la gasolinera, hizo un gesto de que estaba de acuerdo. Usé los aún más míseros que la reserva cien pesos que tenía en mi cartera, que de seguro habría sido una buena cartera de no ser porque tenía más tiempo que yo en el mundo. El señor que atendía limpió mi vidrio y le di unos tamarindos que había comprado, porque, como ya mencioné, sólo tenía cien miserables pesos. Hizo una bien disimulada sonrisa y nos fuimos.

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Hay algo en manejar, algo en los coches, que no se consigue en ningún otro espacio, no se compara con un cuarto o cualquier otra habitación. Las cosas pasan alrededor tuyo en un orden que, si no quieres ser juzgado por tener que usar un GPS en la ciudad en la que has vivido desde que naciste, entonces es un orden que te sabes de memoria. Manejamos unos quince minutos rumbo a ningún sitio en particular; a veces hacíamos eso hasta que veíamos un lugar para pararnos y Rosaura me tomaba el brazo para hacerme saber que ahí estaba bien. Parábamos y hablábamos por mensajes en el celular por horas. Ese día no tenía especiales ganas de repetir esa serie de pasos sin sentido que se habían vuelto una rutina cada vez que pasaba por ella. Aún no me agarraba el brazo para hacer que paráramos y yo ya podía ver, sin temor a exagerar, unas diez colillas en lo que se suponía servía de portavasos entre ambos asientos de mi coche. Había una sencilla explicación para ello: ambos queríamos morir, pero seguramente ella no lo sabía, porque la gente nunca sabe lo que quiere. Cosa extraña la que hacíamos; cuando lo pensaba, me gustaba compararlo como cuando una niña quiere que la inviten a salir. No lo puede pedir ella, porque las leyes sociales estipulan específicamente que el hombre es quien debe tomar la iniciativa; pero las chicas no se quedan cruzadas de brazos, le dan cada oportunidad a los ellos para que les digan. Rosaura y yo somos las ellas y la muerte es los ellos.

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Me gustaría que tuviéramos una historia de infancia muy triste para justificarnos, pero no. Rosaura, a pesar de ser inválida, tuvo una buena niñez y yo siempre tuve todo lo que quise y estaba al alcance económico de mis papás. Ella no lo admitía, pero yo sabía lo que ambos queríamos realmente. Jamás lo mencionaba porque sabía cómo se asustaba de mí si tan siquiera pronunciaba una palabra sobre el tema. Por fin, después de unos quince minutos, Rosaura tocó mi brazo. A la izquierda había un lugar de hamburguesas, comida rápida, y a la derecha un pequeño barranco. Ella jamás hubiera sugerido las hamburguesas porque sabe lo mucho que las odio y me vio gastar el único billete que traía en la última parada, pero de todas formas, el último detalle me sigue haciendo dudar, hasta este sitio en los confines de mi muerte. Curva cerrada, un cigarro nuevo en su mano, un cuarto de tanque, mi pie pisando a fondo el acelerador, su mirada de pánico demasiado tarde, apenas unos segundos tarde. Los gritos de los sordos siempre son mucho más naturales, salvajes; no tuvieron la oportunidad de aprender a fingir el miedo de la manera acústica, casi deleitante, en la que todos los oyentes hemos aprendido a hacerlo. Sus gritos te desgarran el alma, así es como se hace tangible el sufrimiento, sólo con gritos nunca antes domesticados. Puedo jurar que caímos por cerca de quince minutos.

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Asignados Viviana Castañeda Ramírez Morelia, Michoacán, México



Hoy me desperté sin ganas de hacer absolutamente nada. Creo que me quedaré mirando el techo o a esa mosca que ha convertido mi cuarto en su habitación personal. Mi alarma sonó a las 7:00 y se repitió a las 7:05, a las 7:10, 7:15, 7:20, y habría seguido, pero entre mis ganas de morir y mi deseo de estar tranquilo, apagué el dispositivo. No deseo saber nada de nadie. La noche anterior me asignaron una pareja: Megan. La corporación decidió que a mis veinticinco años estaba preparado para formar una familia en esta colonia marciana. Mi trabajo aquí consiste en revisar la infraestructura, proponer modificaciones y reparar aquello que necesite reparación. Soy un ingeniero en mecánica y mantenimiento de urbanidad espacial; formo parte de un grupo selecto que habita en Marte desde hace tres años, seis meses y quince días. La colonia es mucho más vieja, tiene casi tres siglos; tuvimos que repararla para que volviese a ser habitable. Una semana antes, todo era perfecto. No tenía la responsabilidad de formar una familia; traer a un hijo a este mundo es algo caótico. Conozco todos los recovecos de la ciudad y puedo asegurar que algo saldrá mal, un engranaje se trabará, un marciano caerá en un motor, una nave se estrellará en el núcleo del reactor principal, alguien enloquecerá y quemará las reservas de alimentos. Algo pasará, lo presiento. Megan entró a preguntarme si era necesario que avisara a la colonia que hoy faltaría a mis labores, porque estaba indispuesto; sugirió mentir sobre que me había emborrachado celebrando que ahora era un

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hombre asignado. Asignado. En algún momento a esto se le llamó matrimonio, concubinato, casamiento; pero ahora sólo somos asignados a nuestra pareja de acuerdo con la mejor compatibilidad. Megan también es ingeniera en mantenimiento, pero ella trabaja solamente en la sección de saneamiento del aire. Megan es menuda y rolliza, su cabello es pelirrojo y alborotado, tiene pecas y huele a menta; suele tomar algunas hojas de menta del jardín comunal y colocarlas entre su ropa. Ya la conocía desde antes de que nos asignaran como pareja, pero nunca había hablado con ella, no es mi tipo. En la colonia, los marcianos practican deportes de la extinta Tierra, usando dispositivos de realidad virtual. A veces pasan horas o días enteros conectados. Hay un nuevo juego del que todos están hablando que quiero probar, pero ahora que he sido asignado, creo que no podré tomar ninguna decisión sin consultarla con Megan. Siempre me ha parecido que mi vida es controlada por alguien más, pero ahora todo resulta mucho más real; es decir, todos en la colonia marciana fuimos elegidos de entre un grupo de la Luna para asegurar la expansión de la humanidad a otros mundos. Me habría gustado que me asignaran como pareja a una de las criaturas experimentales que encontraron en la Zona 23; dicen que tienen tentáculos que se enredan en todo el cuerpo y resbalan en todos los recovecos de la piel; que tienen protuberancias semejantes a pechos, pero mucho más suaves, como gelatina. Me imagino siendo absorbido por una de esas criaturas.

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Un compañero de trabajo tuvo la suerte de ser asignado con una de ellas; su progenie es horrible, me encanta. Tuvo dos criaturas con aspecto humanoide, pero con tentáculos color violáceo en vez de piernas y brazos, ojos completamente negros, sin pupilas, dos colmillos en lugar de una hilera de dientes. Dicen que cuando los vio se desmayó de la impresión y su corazón se detuvo. La madre decidió nombrar a las criaturas Sasha y Seck. Al parecer son hermafroditas. Crecen muy rápido, siete veces más rápido de lo normal; pero los científicos dicen que llegado el momento dejarán de crecer y se quedarán en una edad madura, aunque no están seguros de esto porque algunas de las criaturas marcianas nunca han cambiado, crecido o envejecido, mientras que otras lucen visiblemente avejentadas. Mi teoría es que ellos deciden cuándo crecer, cuánto tiempo durar así, y por lo tanto, si deciden verse siempre jóvenes, simplemente elegirán no crecer. Sasha es a quien deseo. Ha decidido verse siempre como una anciana. Quiero que me clave sus colmillos y desgarre mi piel. Me gustaría que me envolviera con sus tentáculos y me dejara sin aire. Mi padre pertenecía a la división de ingenieros en genética y diseño humano; supuestamente fui un trabajo ejemplar. En mi código genético hay vestigios de héroes de la Tierra y dicen que mi rostro es el de un actor muy famoso de inicios del segundo milenio, un tal Chris Evans. Es el año 3420, son las 11:50 y no pienso moverme. Megan salió a trabajar. Es una mujer de ru-

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tina, fría pero de aspecto cálido. Esas son las peores, las que tienen hielo en la sangre en vez de sangre caliente. Cuando era niño, mi padre me dijo que todos los experimentos de un científico son sus hijos, su legado, y que yo era su legado. Siempre me mantuve en laboratorios, viajando de un mundo a otro, ahora Marte, ahora Venus, ahora Neptuno. Al final, algo salió mal con los experimentos de mi padre y fue asesinado por uno de sus hijos; buscaba crear seres sin conciencia y al parecer lo logró. La unidad de colonización lleva a cientos de escuadrones de este tipo a otros planetas; visiblemente son adolescentes, pero muy agiles, fuertes y difíciles de controlar; su piel está cubierta de escamas que se vuelven impenetrables ante una amenaza, sus ojos se adaptan a la oscuridad total, brillo solar alto o tormentas de arena; tienen branquias para sobrevivir en planetas cubiertos de agua y su capacidad para regenerar partes de su cuerpo es asombrosa. Los llaman lotlajes; así como han ayudado en colonizaciones que se han tornado hostiles, también provocaron daños irreversibles en la investigación de mi padre. Los lotlajes destruyeron varios laboratorios donde él diseñaba seres superiores y por eso han vuelto a asignarnos parejas. Esto es muy arcaico. Hubo muchos experimentos diseñados por mi padre que fueron exitosos, pero estoy cansado de pensar en ello, así que me dormiré. Son las cinco de la tarde y estoy planeando escaparme con Sasha. Estoy seguro de que uno de sus

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ojos me dio indicios de que ella corresponde a mis sentimientos; mi pasión desmedida por ese ser amorfo es inmarcesible. Si voy a irme, será mejor hacerlo pronto. Megan sale de trabajar a las seis y parece una mujer rutinaria, seguramente viaja sin interrupciones al piso. Ni siquiera tuve la motivación para recorrer el piso que nos asignaron en la torre de los recién asignados, mucho más espacioso que mi antigua cápsula; pero esta es lo suficientemente grande para que Sasha y yo nos unamos en un abrazo eterno. La capsula de Sasha está en la Sección 12 de la colonia, debo aprovechar que es la hora de salida para el turno B y habrá mucho movimiento. Normalmente sólo el personal de mantenimiento anda de un lugar a otro, pero a esta hora, la colonia es una verdadera ciudad: cápsulas espaciales vienen y van con marcianos, materiales y mensajes. Las terminales de teletransportación se llenan rápidamente y se vacían con la misma velocidad. Recorro la distancia que me separa de Sasha, si no es hoy, no será nunca. Cuando Megan sospeche que no volveré, avisará a las autoridades, me buscarán y me eliminarán, o en el mejor de los escenarios, me drogarán para obligarme a cohabitar con Megan hasta que engendremos progenie. Encuentro la cápsula de Sasha y la observo, pero algo ha cambiado. Ya no es una anciana, sino un ser pequeño, del tamaño de una niña. La emoción que me había embriagado segundos antes desaparece junto con mi erección. Recojo mis pasos y voy a comprar un simulador en una tienda de fetiches que re-

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cién empezó a trabajar; debido a las asignaciones, han vendido toda clase de accesorios: tentáculos masajeadores, trajes de escamas, prótesis de colmillos. Compro algunos accesorios que creo le quedaran a Megan y regreso resignado para cumplir con mi deber.

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Mantas Weber: Tejiendo historias Luisa Fernanda Gómez Bogotá, Colombia



Fue el día que cumplí los treinta y cinco. Esa noche había hablado con la tía; mientras comíamos juntos la torta de naranja de todos los años, le había dicho que este sería el último. Ya no podía más. Mamá había muerto hace tres años, la tía Remedios hace dos y yo no podía esperar su muerte para salir de allí. La tía hizo como que lo comprendía, me tomó de la mano, me besó en la frente, lloró y dijo que le diera tiempo para tejerme el último saco, el que me acompañaría por el resto de mis días. Nos fuimos juntos al cuarto, mientras íbamos revisando —como todas las noches— cada puerta; todo cerrado: los tres dormitorios, el baño, la sala, el estudio; todo ajustado y en silencio. Me lavé los dientes en la mesita que habíamos adaptado para ese fin en el rincón de la habitación, esperé a que ella apagara la luz para orinar por última vez en la mica que guardaba bajo la cama, revisé que nuestra puerta estuviera ajustada y me acosté a dormir. Ya me había acostumbrado a los ruidos nocturnos, al toc toc seco y arrastrado contra la madera del piso, al rechinar del techo, los sonidos acuosos como chasquidos de viejo glotón. Las pesadillas habían cedido desde que mamá había muerto, y mientras nada extraño ocurriera que me hiciese salir en medio de la noche, mi corazón conservaba su cadencia y los desmayos no venían. Me desperté azorado por el peso de la tía sentándose a mi lado en la cama. —La nena no quiere que te vayas —me dijo, mientras me quitaba las lagañas de los ojos y me co-

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rría un mechón de pelo para descubrir mi frente. — Le conté a la nena y se enfureció. Será mejor que no salgas hoy de la habitación, ha estado como loca y abrió todas las puertas, están todas por ahí. —me hablaba pausadamente, como con pesar, mientras acariciaba las agujas de tejer que había heredado de mi madre. Con la primera frase, todos mis músculos se recogieron, mi lengua se puso tiesa, se me secó la boca y los párpados ya no bajaban por sobre mis ojos. Entonces escuché con cuidado: eran como cincuenta tacones puntilla deambulando de un lado al otro; el sonido seco que dan los golpes contra el concreto de los muros; otro, un poco más fino, que yo suponía el de la madera. Recordé mis diez años, cuando pasamos a compartir habitación mi madre y yo, porque la nena necesitaba espacio para sus crías; y a la nena no se le podía decir que no, pues ella era quien sostenía la casa, la que protegía el hogar de las señoritas Weber. Mi madre y mis dos tías se sentaban todas las tardes en el estudio que daba a la calle, cada una en su sillón con sus canastos de tejidos y sus agujas; las recuerdo siempre hablando de algún vecino, de los difuntos de la familia y también de los que quedaban vivos: que Paulita se casó mal casada con José Manuel, y eso porque como Doña Manuela, la mamá, había sido tan retrechera ¡merecido se lo tenía!; que a la pobre infeliz de Hortensia ya no le cabe otro mal en el cuerpo, ¡pero eso sí, por egoísta!; que ojalá no sea nada grave lo del

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hijo de don Pedro, pero si llega a ser ¡mijita, es que dios no castiga ni con palo ni con rejo! Y así iban impartiendo destino a cada conocido mientras movían las agujas al compás del chisme. De esas tardes salían las valiosas mantas Weber, “Mantas Weber, las manticas para que su bebé esté siempre bien protegido. Mantas Weber, con la mejor seda de araña. Mantas Weber, te calentarán toda la vida”. Yo siempre estaba con ellas en la sala, en un rincón, primero con mis juguetes y mis tareas, luego con mis libros y mi música, siempre en silencio. Cuando me pidieron que empezara a ir solo al baño, dejé de tomar líquidos para no tener que desprenderme de ellas; la nena sólo obedecía a las Weber, a las enredadoras, como ella. Cada tantos años, la nena iba necesitando más espacio y nosotros nos íbamos recogiendo en una extensión cada vez menor. Cuando perdí mi habitación, a los diez, empecé a tener unas pesadillas horribles: la nena entraba en mi cuarto y cuando yo abría los ojos estaba sobre mí, con sus patas pegadas al techo, grande, negra, con mi imagen reflejada en sus seis ojos, sin saber con cuál de todos me miraba, dejando caer babas o seda o lo que fuera, algo acuoso y amarillento que caía sobre mis ojos abiertos, encegueciéndome, y entonces empezaba a enrollarme con su tela. Yo, completamente paralizado, sin poder gritar. Hasta que mi madre —que estaba en la cama de a lado— escuchaba mis gemidos de mudo angustiado y me despertaba. —¡Que la nena un día me va a tragar! —le insistía a mi mamá. Y ella me respondía siempre lo mismo:

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—¡Pero si la nena es familia! ¡La llevamos en el nombre! ¡Ni que estuvieras rico pa’ que te trague! Ya entonces en la escuela me llamaban Peter Parker, porque cuando me decían Spiderman, me enfurecía y echaba a correr detrás de alguno para atenazarlo entre mis dientes, si se dejaba. ¡Y yo que creía que la Casa tomada era puro cuento! Pero a los 15 míos le cedimos el comedor; a mis 18, la habitación de la tía; como no paraba de reproducirse y las mantas cada vez se vendían más, pronto le entregamos la otra habitación, la sala, el estudio, el baño… Hasta que terminamos todos en una pieza con dos camas, la que quedaba al fondo cerca de la cocina. Y entre más casa le dábamos, ella más parecía querer cazarme. Siempre que caminaba cerca del lugar en el que estaba, hacía un sonido fuerte, como un gruñido, y luego daba un golpe durísimo contra la puerta o la pared que nos separaba. Yo ya no podía más, ya no eran las pesadillas, era la vida. Esa mañana, cuando la tía anunció que la nena estaba por ahí furiosa y con todas sus generaciones en vigilancia, supe que era la tía quien la había soltado. La última vez que la nena se salió sin permiso fue cuando escuchó los gritos de dolor de mi tía Remedios por la muerte de mi madre. Ese animal rompió la puerta y cuando entró en la habitación en que velábamos a la muerta, como pudo tiró pata a todos los rincones para ver a quien se echaba al gaznate. Tuvimos que distraerla tirando el cajón mientras los tres corríamos al baño, que en ese tiempo aún era nuestro,

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y allí tuvimos que pasar encerrados tres días alimentándonos de papel higiénico —menos mal que era suave—, hasta que por fin escuchamos que entró a su habitación y entonces pudimos llevarle comida y se volvió a calmar. Esta vez no había puertas rotas ni grandes ruidos, sólo un deambular de vigilante nocturno, taconeo de señora bien adueñada de su casa, y la tía… la tía estaba tranquila. Lo que se me había paralizado fue el cuerpo, no el cerebro. Cuando pude tomar una bocanada de aire, me lancé sobre la tía: —¡Vieja hipócrita! ¡Ya estás tejiendo la red! —le grité furioso, con mi nariz pegada a su boca, y ¡saz!, le arranqué el tejido de las manos y con esas mismas agujas le destejí los dos ojos que no dejaban de mirarme, y el corazón que no quería dejar de latir. La nena me miraba con sus seis ojos desde la puerta, con todo su batallón detrás. Yo me trepé rápido al armario para tener una buena vista de la nena arropando a la tía por última vez.

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El primer hombre que encontró el clítoris Aarón Saúl Zepeda Luna Puebla, México



Similar al descubrimiento de América, existe un Cristóbal Colón de la sexualidad. Su nombre es Aarón Saúl Zepeda Luna, un astrofísico del MIT. Un día, él caminaba cerca del cráter de un meteorito en Rusia y vio un objeto brillante en el suelo que llamó su atención. Cuando intentó levantarlo, se sintió sorprendido por el asombroso peso relativo a lo pequeño del objeto. Al comparar la textura metálica de su particular hallazgo con la de otros minerales del espacio, dedujo que el objeto provenía de la galaxia Oris (una galaxia en forma de espiral, cuyo centro es un agujero negro y que fue descubierta por primera vez en el año 960 d.C. por un astrónomo persa). Fue hasta el año 2022, según nos reveló el astrofísico en una conferencia dictada en diciembre del año pasado, cuando se realizaron más pruebas de laboratorio, y con un equipo multidisciplinario, se dieron cuenta de que el objeto estaba compuesto de Chlorine (CL), y como aún no tenían un nombre oficial, sus compañeros de investigación simplemente lo llamaban “eso” (It, en inglés). Cinco años más tarde, en Silicon Valley, Elon Musk fue quién adquirió la patente de la versión sintética del ahora famoso CL-it-Oris, según nos reveló otra fuente anónima. A partir de la patente, el objeto fue comercializado en forma de perla. Las primeras mujeres en adquirirla la compartían debajo de la mesa con sus amigas, algunas se la prestan de forma esporádica a amigos, otras la comparten pocas veces o ninguna con sus maridos, algunas la escoden a propósito de los hombres para hacerlos sentir incompe-

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tentes, y otras piensan que es pecado tener la perla y por eso reniegan de ella en público. La perla dejó de ser un secreto a voces para volverse una realidad. Y ahora, de la misma forma en que el príncipe buscó a Cenicienta, nuestro astrofísico busca de casa en casa, de planeta en planeta, a la dueña original de tan misterioso objeto. Nos cede esta última entrevista con la esperanza de que pueda ser leída por aquella mujer primigenia.

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Jade Renata Nájera Bravo Cocula, Guerrero, México



I La primera vez que escuché de ella, fue cuando recién había llegado a la ciudad de México, para trabajar como editor de una reconocida revista. Por los pasillos de la oficina se escuchaba de una chica hermosa que trabajaba como bailarina exótica en el club nocturno “Venus”. Muchos iban a verla el fin de semana, hablaban de su estilo, vestimenta y sensualidad. No le daba mucha importancia, pero con el paso de las semanas, mi interés iba creciendo, ya que era un tema recurrente. Mis compañeros del trabajo siempre me invitaban al club, y mi voluntad de no ir se fue doblegando por mi curiosidad. Hasta que un viernes por la noche ahí estábamos, sentados frente a las bailarinas, que se desvanecían entre giros de misterio. Yo iba con Paco y Miguel, ellos las miraban con deseo y se reían de mí, ya que me veían un poco conmocionado por lo que había en el lugar. Música, luces en tonos violetas, alcohol, chicas con diminutas vestimentas de lentejuelas, hombres pervertidos que las miraban como carne fresca, y mi duda por saber cuál de ellas era la bailarina de la que todos hablaban en la oficina. II Supe que no era ninguna de ellas, cuando la voz misteriosa que dirigía el show dijo entusiasmada: “El momento ha llegado, lo que vinieron a ver. Con ustedes la preciosa Jade”. Cuando escuché su nombre, algo rezumbó dentro de mí. Tuve la corazonada de que vería algo increíble, y así fue. Jade salió de detrás

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de un telón azul aterciopelado. Era alta, de rasgos finos, piel aperlada y cuerpo tonificado. Vestía un traje con flecos blancos que dejaba muy poco a la imaginación, una peluca rosa, zapatillas plateadas y sus labios, rojos. Quedé sorprendido por su belleza. Todo lo que había escuchado era cierto. Estaba hipnotizado por su silueta y sus movimientos. Mis amigos estaban igual que yo; de pronto dijeron algo que me paralizó por un momento: —Hoy que te animaste a venir, te vamos a pagar un privado, así la conocerás bien. Al finalizar su baile, ya me encontraba con ella en una zona tranquila, alejada del ruido del club. Las luces eran bajas, con tonalidades rojas. Estaba sentado en un sillón de cuero negro y frente a mí, había una pista muy pequeña. De pronto la vi llegar, lucía gloriosamente hermosa. Se me acercaba coqueteándome, pero por regla del club no podía tocarla. ¡Qué ganas tenía de hacerlo! Después de esa noche, yo asistía todos los viernes para verla, con Paco y Miguel o solo; y siempre le pagaba un privado. Con el paso del tiempo, ocurrió algo muy tonto, pero inevitable de mi parte: me enamoré. III Jade era una obsesión para mí, todo el tiempo pensaba en ella, en su cuerpo, su rostro, su voz, su baile, y el no poder tocarla me enloquecía. Mis prioridades empezaron a cambiar, pero nunca faltaba los viernes al club. Era tanto mi deseo que empecé a llegar más

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temprano de lo habitual, intentando verla antes del show. Pero nunca la vi entrar o salir. Los que trabajaban en el lugar empezaron a ubicarme, me saludaban como si ya fuera parte del equipo. Después de todo, era constante, lo que significaba un buen cliente. Un día, mientras esperaba a que abrieran, el encargado del lugar llegó y me empezó a hacer la plática; me dijo: —Al igual que tú, muchos han venido y se quedan atrapados por Jade. Lo miré con una sonrisa tranquila, e incluso un poco de celos al saber que otros hombres estaban enamorados de ella. Pero cómo no estarlo, era la mujer perfecta. —Es hermosa —dije pensativo. —Será mejor que la aproveches esta semana, porque pronto se irá a Valle Alejo y ya no regresará. Llegarán chicas nuevas. Cuando dijo Valle Alejo, quedé perplejo porque ese lugar era una zona de trabajo industrial. Sin pensarlo dos veces, le pregunté confundido: —¿Qué hará Jade en Valle Alejo? El rostro del encargado se transformó en satisfacción y felicidad contenida, diciéndome entusiasmado: —¡Sabía que lo lograría! Voy a revolucionar el mundo. Lo miraba sin lograr entender, creí que estaba en un trip en ese momento, sin saber lo que decía; o quizá, iban a remodelar el club. Pensaba muchas cosas cuando escuché algo corto pero contundente, que me cubrió con una mancha amarilla; él me dijo: —Jade es un robot.

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La puerta amarilla Arisandy Rubio García Texcoco, Estado de México, México



—Quiero acariciar a una mujer, besarle las mejillas. Deseo meter los dedos entre su melena y deslizarlos hasta las puntas. Me conformaría siquiera con rozar las yemas de los dedos sobre el dorso de sus manos. El psiquiatra, dentro de su cápsula individual, miró al hombre con una mueca indescifrable antes de anotar algo en su bloc. —Ya sé, ya sé. Desde el Tratado de Aislamiento, toda interacción física directa quedó abolida completamente, pasando a formar parte del Decreto Penal Número Veinte (DPNV ). El puro pensamiento de interactuar con otra persona representa un delito grave. Por fortuna usted es un loquero y yo su paciente; lo que diga debe ser considerado como una alteración de la consciencia con probabilidad de tratamiento, no una cuestión judicial. Así que dígame, ¿cómo me curo de esto? —¿Usted quiere curarse? —Pues claro. Si no lo hago me van a meter en el Centro de Control, ¿no? De allí nadie vuelve. —Muy bien. En ese caso le expediré una receta, va a tomar supresores durante seis meses y continuaremos monitoreando su evolución. Al salir, Francisco Evergarth miró las doce cajas de supresores y suspiró tan profundo que su cápsula se empañó momentáneamente. Echó a andar por la calle, dirigiéndose a su casa, la misma en donde había vivido desde que cumplió dieciocho años y el Instituto de Preservación Humana lo había asignado como recaudador para una empresa de seguros.

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«Me hubiera gustado ser modelo de calcetines, o maestro de gramática», pensó el hombre. A su alrededor caminaban numerosas personas dentro de sus propios escudos aislantes. La membrana de estos era de última generación. Contaban con filtro antihumedad, nanoválvulas de oxígeno, material flexible para evitar rupturas y se integraba al cuerpo mediante un dispositivo minúsculo fijado en la parte trasera del calzado. El gran negocio del DPNV. El nuevo mundo después de la Gran Peste. Ahora la sociedad había controlado el 99% de las enfermedades patógenas y la legislación no tenía ni cincuenta años. Además, los supresores anulaban cada neurotransmisor que propiciara el deseo de contacto humano y revocaban los efectos de la falta de interacción física. Eso de que los abrazos curan o mejoran el ánimo se había convertido en un mito de ingenuos. La ciencia había tenido que trabajar a marchas forzadas para manipular aquellas actividades en las que era imprescindible interactuar, como la reproducción, pero al cabo de unos años lograron construir vientres artificiales, incubadoras, plantas de observación para infantes, granjas de crecimiento y un planeta en el que la población desempeñaba sus vidas sin tocarse. Al no perder tiempo en eso, hombres y mujeres contaban con un lapso adecuado para realizar cosas que antes ni siquiera habrían considerado. Disponían de un hogar asignado, un trabajo asignado, miles de opciones de esparcimiento asignadas según sus perfiles y la seguridad de que ningún virus, bacteria o parásito atacarían sus organismos.

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Era un buen lugar para vivir, funcionaba como los engranes recién engrasados del mejor reloj jamás diseñado. Sin embargo, a Francisco le ocurrió algo: el día de su cumpleaños, disfrutando de un paquete individual para festejos y aniversarios, olvidó tomar su píldora supresora, de modo que la interrupción alteró su perfecta vida asignada y la naturaleza de su cerebro humano le jugó la peor de las pasadas. En cuanto se halló lejos del bullicio, arrojó la bolsa con medicinas a la basura y se fue directo a su edificio. Conforme pasaban los días, se sentía cada vez más desesperado y solo; le era inconcebible estar rodeado de gente y no percibir en nadie un ínfimo dejo de cercanía. En el trabajo, se atrevió a saludar a algunos de sus colegas, aunque recibió miradas de extrañeza y desdén que lo obligaron a contenerse en lo sucesivo. Una semana después, se había convertido en un espectro andante, con ojeras tan profundas que llamaron la atención de sus superiores y fue enviado nuevamente con el psiquiatra. —Buen día —saludó Francisco al entrar en el consultorio. —No me parece que esté siendo un buen día para usted —le respondió el médico. —Pues no, ciertamente no. Estoy descompuesto. —¿A qué se refiere? —Míreme. Todo estaba bien hasta hace ocho días. Ahora me estoy muriendo en vida y nadie debe pasar por eso.

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—Ya veo. ¿Tomó las pastillas tal y como le indiqué? —Sí —mintió Francisco. —Perfecto. ¿Y sigue queriendo tocar a una mujer? —Ya no. Ahora lo que desearía es un abrazo, que me den las buenas tardes al llegar a casa o que la señorita que vende bocadillos en el comedor me los entregue con una sonrisa. Quiero ir a tomar café con mis vecinos e invitarlos al cine. ¡Dios mío! ¿Por qué me está pasando esto? —Dígame una cosa, ¿quiere volver allá? ¿Recobrar su vida anterior? Sé que tiró los supresores, así que si desea volver a ser como era antes, me aseguraré de que los tome y recupere la tranquilidad. Sin embargo, tiene que decírmelo fuerte, con toda claridad. Durante algunos momentos, el atribulado recaudador titubeó, pero al final respondió: —No quiero. —Lo entiendo. Firme esto —dijo el psiquiatra extendiéndole varias hojas. —¡Traslado definitivo al centro de salud mental! —Exclamó Francisco horrorizado—. Me van a internar, ¿cómo puede ser mejor? —Confíe en mí. Una vez que estuvieron firmados los documentos, el médico desactivó su cápsula individual y le pidió a Francisco que hiciera lo mismo. Ambos hombres se fundieron en un fuerte abrazo que duró varios minutos. —Ahora es libre. Por favor, sígame.

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Temblando aún debido a las emociones que le generaron aquella recepción inesperada de afecto, Francisco siguió a su médico por un pasillo de luminarias blancas. Caminó escuchando el «tlac tlac» de sus pasos, pensando que probablemente había cometido el peor error de su vida; no obstante, pronto llegaron a una puerta pintada de amarillo bajo la que se filtraba la luz del sol. —Abra la puerta. Francisco lo hizo. Detrás encontró un universo totalmente diferente al que conocía. La gente corría por el campo riendo; los niños se lanzaban pelotas o jugaban con impresionantes perros melenudos. Una pareja en un banco se besaba apasionadamente. Ninguno llevaba capsulas aislantes ni parecían darle importancia a los gérmenes. —¿Qué está pasando aquí? —Todas las sociedades necesitan de personas que no hagan preguntas. Que se muevan animados por una energía cuya explicación les sea indiferente. Tras la puerta del consultorio se encuentra una ciudad de dimensiones gigantescas en la que trabajan billones de individuos con mentalidad automática. Las circunstancias de la Gran Peste los hicieron adoptar un estilo de vida que terminaron aceptando como su realidad absoluta. Si los dejábamos así, habrían terminado por levantar una revolución en favor del distanciamiento perpetuo; así que les dimos lo que querían, los ayudamos con la ciencia y se quedaron tranquilos hasta convertirse en lo que son hoy. Sin embargo, hay quienes han salido de ese estado, como

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usted. Aquellos que experimentan dicho episodio y deciden no volver a su cotidianeidad son traídos aquí. Francisco, este es el mundo real, aquí se desarrolla la vida como debe hacerlo. Anonadado por la información, incluso considerando la posibilidad de que fuera falsa, el hombre observó el exterior y notó cómo un grupo se acercaba a él con los brazos abiertos. —Vaya, vaya con ellos —le susurró el psiquiatra. Francisco, aún inseguro, dio pasos cortos, sintiéndose igual que un tierno venadillo con apenas unos minutos de haber nacido, mas al encontrarse con aquella gente, un subidón de adrenalina le confirmó que, así fuera falso, deseaba estar ahí. —Esto es real, amigo. Nos alegra que se una a la humanidad de nuevo —le dijo un hombre mayor mirándolo a los ojos, un gesto que Francisco llevaba una semana añorando recibir.

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El helado sorpresa de Marianita Nikté Mendoza Tonatico, Estado de México, México



Era un pueblo lejano, de casi cualquier época, en el que vivía una niña de una década de edad. Mariana, la nombró su madre. A la pequeña le gustaban las palabras dulces, por eso amaba que la llamaran por su diminutivo. Como si alguna especie de autismo tuviera, Marianita se sentía cómoda con su rutina. El sol, el frío o la lluvia eran los únicos vaivenes en su vida. Por las tardes, tras despojarse del uniforme escolar, podía decidirse entre el vestido rosa de tirantes, los jeans y su suéter favorito de Santa Claus, o el impermeable azul de blancas nubes que le regaló su padre. Al asomar el sol, Marianita bostezaba grande y alto, estiraba brazos y piernas como ligas, y se tallaba los ojos a pesar de que su madre con frecuencia le explicaba que no debía porque podía lastimarlos. Se dirigía a la ducha casi en modo sonámbulo y cinco minutos bajo la regadera bastaban para avivarla. Tenía la certeza de que desayunar muy de prisa con sus padres era la mejor manera de empezar el día. Ya luego papá la llevaba al colegio y horas más tarde regresaba a casa de la mano de mamá. Tras quitarse el uniforme, antes de comer, iba al traspatio a construir reinos de arena. En esa playa sin mar y sin olas, el tiempo volaba, hasta que mamá la llamaba para comer, ella respondía con una carrera, enjuagaba sus manos polvorientas en el fregadero de

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la cocina y se sentaba en la silla media del comedor, como si estar entre mamá y papá la hiciera sentirse protegida. Sabía que debía terminarse la sopa —por fortuna, en eso no se parecía a las demás niñas— si deseaba pasar a su parte favorita: el postre; sí el de mamá, pero, sobre todo, la moneda de diez pesos que papá le obsequiaba para comprar un helado. La heladera vivía a tres cuadras; de tanto ir, en automático Marianita sabía que en la primera esquina doblaba a la derecha, a la izquierda en la segunda y de nuevo a la diestra. Conforme a su estado de ánimo, elegía el sabor de la tarde, aunque su favorito era el de chocolate. Parecía un atardecer igual al de todos los días. Tomó los diez pesos que sus padres le obsequiaron para ir adonde la señora de los helados. Como siempre, saltaba y cantaba en el camino, dobló a la derecha, en la siguiente esquina a la izquierda, y en la próxima a la derecha otra vez, y ya a punto de ir de nuevo a la izquierda, se dio cuenta de que sus pasos habían ido más lejos en esta ocasión, así que dio media vuelta y regresó. Cuán distinta y sombría parecía la heladería cerrada. Sobre el ventanal por donde pagaba y luego recibía aquella recompensa que le pintaba una luna roja creciente en los labios, había un enorme cartel en el que se leía: “Se vende”.

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La señora de los helados se había mudado. Con ojos redondos por el asombro, pero apagados por la tristeza, Marianita empezó a preocuparse y se preguntó a dónde ir mañana —y el siguiente día, y el próximo— a endulzarse la tarde en aquel pueblo lejano en el que sólo había una heladería. Sin cantos ni saltos, regresó a casa para contarle a sus padres, quienes, sin embargo, no tenían forma de solucionar la desdicha de su hija. Con una mano en la barbilla, a Marianita le dio por dar vueltas y vueltas por toda la casa; pasaron horas y horas hasta que se le ocurrió una gran pregunta. Con una enorme sonrisa y brillantes ojos, echó a correr hasta la sala: —Papá, mamá, ¿cómo se hacen los helados? Fue con la respuesta que la niña descubrió que en el mismo traspatio de los castillos de arena, su padre tenía una huerta con cacao, naranjas, vainilla y todos los sabores de los helados que salía a buscar cada tarde. Desde entonces, se convirtió en un doble placer preparar helados: cuidar del huerto, machacar, exprimir y mezclar ingredientes, esperar y degustar en familia. Después de todo, se dijo, no es tan malo cambiar de ritos. De poco en poco, se atrevió a más. Cierto día le dio por mezclar tantos ingredientes que lo peor que podía pasar es que el helado no le gustara; incluso pensó que podría convertirse, dentro del frigorífico, en un monstruo tipo “Pie Grande”.

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Marianita estaba tan ansiosa por conocer el resultado de su especialidad, el color, sabor, aroma, textura y carácter de su helado. Tanto, que mientras reposaba en la nevera miraba el reloj una y otra vez; caminaba en círculos dentro de su casa con una mano en la barbilla; abría la puerta del refri tantas veces que, si las hubiera contado, se habría perdido entre los números. Si la eternidad existe, pensó, este es el momento, la espera. Finalmente, mamá le hizo saber que era hora de sacar el helado del frigo. Jaló un banco para alcanzar el congelador; abrió la pequeña puerta y creyó que nevaba; cerró los ojos como cuando era su cumpleaños y debía soplar las velas; casi sin respirar, extrajo el frío molde y lo bajó con delicadeza, como si se tratara de una esfera de cristal con dientes que en cualquier momento podrían morderla. Y allí, sobre la mesa del comedor, ya con calma y los ojos bien abiertos, descubrió que su experimento era color naranja, pero olía a vainilla; luego lo probó, sabía a chocolate. Era un delicioso monstruo. Lo mismo percibieron sus padres. En ese momento, la niña se decidió por abrir una heladería y detonar su propia marca: “El helado sorpresa de Marianita”. Con su creación, la pequeña dejó de tenerle miedo a los cambios en su vida.

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Las de la temporada Alejandra Aguayo Briseño Guadalajara, Jalisco, México



Un año más. Cuántas generaciones de chicas como nosotras se han paseado por estas calles, por estas playas tan llenas de “víctimas” y por este maleconcito. Ahora nos toca a nosotras, somos las suertudas representantes de la temporada primavera-verano 2023, casi al borde del fin del mundo. Somos las jinetes del apocalipsis, sin caballo y en transparencias negras. El lugar es nuestro, al menos por lo que dure la temporada alta, bueno… no tanto; a lo sumo estaremos por ahí dando lata un mes, si nos ponemos vivas y hay suerte con el turismo. De algo tiene una que vivir. ¡Mira nada más que vista tan hermosa! Y yo con esta cara y este cuerpo, con este andar escandaloso… ¡ay no!, ja ja, ¿para qué quiero un castillo? (aunque me lo merezca, de eso no hay duda), ¿para qué quiero ser artista? Si soy la diva indiscutible de mi propia película, ¡y vaya peliculón, ve nomás! Bueno pues, ya dejémonos de payasadas, circulemos. Hay tanto que hacer, tanto que ver… Cada minuto, cada día es vital para nosotras; ya estamos acostumbradas desde chiquillas a andar de aquí para allá. Así como me ves de jovenzuela, ya he “recorrido bastante mundo”, le oí decir a una señora muy decente y sufrida; una de esas señoras a las que no me pareceré nunca, al menos en esta vida. Yo seré lo que soy hasta que me muera, como me han dicho tantos (y con toooda la boca llena de razón). He buscado vivir de una forma que para mí ha sido honorable, pero no para mucha gente. Hay

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personas que no se andan fijando si una viene o va con sus tanteadas; otros son más neuróticos, andan haciéndose los ofendidos y ya en privado son los que más nos buscan (con las peores intenciones, debo decir). A mí me gusta picarles la cresta, traerlos como locos detrás de mí. Como a ese que viene allí. Fíjate bien en su cara de buena gente: casado, con una mujer muy regañona y avejentada, tiene dos niñas muy lindas y consentidas. Este hombre nunca le niega un sonriente saludo a nadie y es un vecino y compañero muy servicial. En fin, un tipo de lo más agradable, podríamos decir. Pues bien, cuando ese santo hombre y yo nos quedamos a solas, se me va encima con una fiereza y una torpeza que, más que asustarme, me cago de la risa. Se le pone una mirada de loco que no lo reconocerían ni su vieja ni su madre. Pero yo sé manejar bien a esos monigotes. Es parte de mi trabajo lidiar con ellos y es mi talento el que me hace salir avante de cualquier loca situación y sacar el mayor provecho siempre, hasta el día de hoy. A estas alturas del partido, una le halla la gracia, pero no se lo recomiendo a quien tenga una personalidad hipersensible o padezca de alguna cardiopatía, porque sí que te llegan a dar buenos sustos de vez en cuando. Una se arriesga mucho, es peligroso… pero a mí me gusta la adrenalina, soy una chica de acción. Pasa de todo por aquí, aunque no creas, también me sé estar en paz por un rato. Soy muy observadora. A veces me quedo largo rato contemplándolo todo… filtrando la realidad en miles de partículas que

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llegan desacomodadas hasta la parte de mi cerebrillo donde van a parar todas las experiencias; una vez allí, se comprimen y aplastan las visiones y las ideas hasta formar un caleìdoscopio… Así lo veo yo todo… así ha sido mi rodar por este mundo, un collage sin fin. Hay ocasiones en que no tengo que moverme siquiera, no tengo que hacer nada, sólo acomodarme en un rincón y cruzar las flacas piernas mientras ellos se tocan con las manos, con la boca, con el cuerpo entero; los veo mutar en un solo ser de dos cabezas, con miembros múltiples y descontrolados; cuerpos unidos por un centro animal hambriento, haciendo un baile extraño que pasa del frenesí al espasmo. Es como la función de un teatro caníbal, una representación carnívora de “el amor humano”. Ya cerrado el telón, los actores se dan las espaldas frías y húmedas. Es entonces cuando no me puedo resistir y quisiera tocarlos. Me gusta su olor a soledad, a amor quemado. Sé que debo ser cautelosa, discreta, pero no es mi naturaleza; mi audacia no será bienvenida. Aún así, soy una creyente fervientísima de que todos los seres tenemos un propósito en este mundo, y quizá el mío en esos momentos es hacerlos volver de ese estado de vacío desagradable que sienten en el estómago, justo en el ombligo; esa pegajosa e incómoda sensación de estar solos y perdidos. En asuntos amorosos, yo soy más práctica, quizá cínica si lo prefieres. Si encuentro a alguien que me parezca atractivo, nos damos vuelo uno encima del otro hasta que las ganas de querernos se nos esfuman; no hay que dejar pasar la oportunidad de

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pasarla bien… Vivimos tan poco, a veces hay tanto dolor… Cómo se puede ser tan cruel con uno mismo al negarse un poco de satisfacción, hacerlo por el placer de estar vivos, nada de cosas feas, ni sacrificios absurdos… no hay mal en eso, creo yo. Mi mayor miedo es, quizá, acabar con esta maravilla que soy, como muchas de mi calaña han terminado… Ahogada en algún charco hediondo de la calle, muerta de frío en alguna acera, o lo que es peor y más común: aplastada con el matamoscas.

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La piedra Guillermo Ríos Bonilla Florencia (Caquetá, Colombia) y Ciudad de México (México)



Gran revuelo causó entre los más renombrados intelectuales el descubrimiento de un trozo de roca hallado en un lugar recóndito de nuestra actual geografía. El objeto era una piedra de tamaño mediano, que se encontró por accidente mientras unos trabajadores perforaban el suelo para cimentar las bases de un nuevo edificio. Por casualidad, un arqueólogo y un erudito visitaban en esos momentos al arquitecto encargado de la obra; eran muy buenos amigos desde hacía muchos años y planeaban pasar la tarde conversando y recordando anécdotas. El grito de dolor de uno de los trabajadores a quien le había caído parte de la piedra encima, atrajo la atención de los tres hombres, quienes se dirigieron al instante para inspeccionar el lugar del suceso. Hicieron a un lado las rocas y ordenaron llamar a una ambulancia para que atendieran al obrero herido. Luego, el ojo minucioso del arqueólogo se detuvo en un pedazo de la piedra que tímidamente exhibía algo en su superficie, parecido a una inscripción. El hombre tomó, entonces, de su saco una lupa y una pequeña brocha y empezó a despojar de polvo a la roca. Incomparable fue su sorpresa al descubrir que era una frase en latín, la cual, más o menos, después de un intento de traducción en el orden en que esta lengua acostumbraba a poner cada uno de los elementos en una oración, decía: “El general con sus delgados labios y su roja lengua acaricia”. La frase parecía tener un poco de sentido, sólo que no era muy claro qué cosa “acaricia” dicho sujeto, es decir, el “general”. Hacía falta el complemento directo del verbo, pues en el lugar de la palabra faltan-

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te había mucho deterioro por el paso del tiempo. Se hicieron, por lo tanto, toda clase de análisis, pero no se pudo encontrar nada favorable ni indicio alguno. Un mes después, los dos eruditos dieron a conocer al mundo entero su descubrimiento. Sin embargo, las diferentes propuestas no se hicieron esperar entre los muchos estudiosos que sintieron sensación por el nuevo hallazgo. Esta frase tan corta produjo gran excitación entre los más versados investigadores, quienes en no pocas ocasiones estuvieron a punto de llevar sus disputas académicas al plano de los insultos verbales y la agresión física, pues con argumentos aceptables, algunos publicaron artículos anunciando la aparición de un nuevo poeta de la Roma antigua, con un posible nombre y con fechas aproximadas del tiempo en que pudo haber vivido. Otros, con sátira no escasa, refutaban el hecho y adjudicaban el texto a un fragmento de los poetas ya conocidos del mundo romano clásico. Algunos proponían que en el espacio deteriorado pudo haber estado la palabra “mi mejilla”, como un poema que un amado dedicaba a su querida. Otros atacaban esto y argumentaban que funcionaba mejor la expresión “mi boca”. Algunos lo negaban y postulaban las palabras “mis manos”. Otros proponían que simplemente debía ir el pronombre “me”. Y, por último, algunos más escépticos no le daban mucho valor al descubrimiento. Con el tiempo, la discusión terminó en tablas y la famosa frase continuó dispuesta para que muchos otros hombres amigos del saber propusieran sus teorías, sin conocer en verdad lo que había dado origen a esta expresión.

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Muchos años antes de nuestro tiempo, en la antigua Roma, un soldado de bella figura, con la fisonomía de un mancebo en la flor de su juventud, se encontró enclaustrado en un dilema. Así como Júpiter descubrió el encanto de Ganímedes mientras este vagaba por los campos, agachándose y recogiendo de vez en cuando alguna flor, de la misma manera la pasión del general se había inflado el día en que vio de espaldas al joven soldado inclinarse para levantar algo del suelo. Enseguida lo mandó llamar a su campamento y le comentó sus inquietudes. El soldado se negó, y el general, por consiguiente, emitió una amenaza. El joven soldado no tuvo de otra más que ceder. Emulando un tanto el estilo de algún poeta que en los ratos de ocio acostumbraba leer, el único desahogo del soldado fue escribir en latín, en una pared, la frase encontrada, que hacía parte de un texto un poco más largo y que en un aceptable español decía así: El general con sus delgados labios y su roja lengua acaricia mi culo. Yo, sin otro camino, cedo ante sus pretensiones, pues por la falta de mujeres en estos ocho años de guerra peligra la vida de mi bella familia.

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Equis Amilkar Jaldin Rojas Santa Cruz de la Sierra, Bolivia



No entendió muy bien el nombre de su mal. Jorge Veramendi, casado, piloto de helicópteros, escuchó el diagnóstico del médico, era el tercero que consultaba y su opinión coincidía con las dos anteriores. Lo mortificaban las palabras del especialista justificando por qué no le extendería el certificado necesario para la renovación de su licencia de piloto; a él, que se había preocupado siempre por mantener una adecuada preparación física acorde con las exigencias de su profesión. A Jorge le pareció muy injusto que a sus treinta y cinco años acabara lo que consideraba su vida, ya que nunca más podría pilotear ninguna aeronave. Apenas escuchaba al doctor describiendo cómo evolucionaría su enfermedad, que habría momentos en los que vería bien, pero luego su visión seguiría decayendo sin remedio. También le indicó cómo debía tomar los medicamentos recetados y algunos ejercicios recomendados para los ojos. Le marcó una cita para que volviera en treinta días. Salió a la calle. Estuvo tentado de regresar a casa y contarle todo a su esposa, pero sólo arrugó la receta con la que el oculista rubricó el diagnóstico, abrió la mano y dejó caer el pedazo de papel en cualquier lado. Caminó, y sin proponérselo, llegó a la Plaza del Estudiante, que lucía los clásicos bancos de plaza, hechos con listones de madera, soportados por una estructura de hierro fundido que los anclaba firmemente al piso. En uno de ellos tomó asiento Jorge Veramendi. Tenía la vista nublada, no sabía si por la enfermedad

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o por la impotencia de saber que sería inútil cualquier intento de cura. No le importaban las lágrimas que corrían por sus mejillas. A través de ellas veía desdibujado el Palacio de Justicia, con sus veintidós pisos coronados por una terraza, que se alzaba al otro lado de la avenida Monseñor Rivero, esquina Uruguay. En el frontis del edificio destacaba escrito en grandes letras metálicas: Dios ilumine al hombre para que en este templo se haga justicia, y el nombre de su autor: Gringo Bendeck. Jorge no podía distinguirlas muy bien, pero no lo necesitaba para saber qué decían. Había leído tantas veces la sentencia que podía repetirla de memoria: Dios ilumine al hombre para que en este templo se haga justicia. Moviendo los labios, pero sin emitir sonido, volvió a decirla muchas veces, entrando en una especie de trance hipnótico. Entonces tuvo la idea, se le ocurrió que Dios reparaba la injusticia, lo iluminaba y le concedía permiso para volar. Imbuido de ánimos nuevos, cruzó la avenida Monseñor Rivero, luego dobló por la calle Aroma rumbo al mercado Los Pozos. En el trayecto encontró lo que buscaba: una ferretería. Compró una lata de pintura blanca, una brocha grande y tres metros de soga. Emprendió el camino de regreso hacia el Palacio de Justicia. Llegó en el momento en que funcionarios y público salían a la calle luego de cumplido el horario de trabajo de oficina. Desde su teléfono celular llamó a su esposa, le dijo que no lo esperara para la cena, que estaba cerrando un contrato para un

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vuelo turístico con salida de mañana muy temprano, y que, para supervisar todo, se quedaría a dormir en el hangar, como otras veces. La señora no sabía que su esposo estaba mal de la vista ni que había ido a la consulta médica. Jorge llamó al hangar y encargó que le prepararan el helicóptero para las siete de la mañana del día siguiente. Esperó pacientemente a que las tres personas sentadas en el banco que él ocupara antes se fueran. Llegó un autobús, todas se levantaron y lo abordaron. Volvió a tomar posesión del banco ubicándose justo en el medio. Colocó a su lado derecho la lata de pintura y al otro la brocha y la soga, como para que nadie más se sentara. Anocheció. Todos los vehículos pasaban con las luces encendidas. Los que venían por la avenida Uruguay para seguir por la Cañoto o doblar por Monseñor Rivero lo encandilaban, pero a él no le importaba. Siguió sentado, sin moverse, y otra vez se le empezó a nublar la vista. Todavía alcanzó a ver que iban llegando jovencitos y jovencitas que se concentraban frente al ingreso principal del Palacio de Justicia. Era un grupo de entusiastas de las danzas folclóricas que aprovechaba el espacio libre que hay frente a las escalinatas de acceso para practicar sus rutinas de bailes. Hasta sus oídos llegaban nítidamente los sones de sayas, taquiraris y chovenas, los ritmos musicales más buscados para crearles coreografías. Cerró los ojos mientras diseñaba mentalmente su plan de vuelo. Se imaginó volando sobre la ciudad, descendiendo hasta casi tocar el techo del

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consultorio del oculista, sólo para asustarlo; luego, un cambio de rumbo para demostrarle a todo el mundo su pericia, como para aterrizar su aeronave frente al mismo Palacio de Justicia, o, como detalle, primero podría posar el helicóptero en la terraza del edificio. Para ello, se dijo que, para verificar la seguridad, debería hacer una inspección al sitio. Sin darse cuenta se durmió. Respiraba profunda y acompasadamente, hasta que llegó la pesadilla y comenzó a agitarse. Se vio encadenado a la tierra, rodeado de aves sangrando con las alas arrancadas. Su helicóptero, sin hélices. Su médico, con las alas inútiles de las aves en las manos, repitiendo: Usted no puede volar más, usted no puede volar más, usted… Un par de potentes bocinazos lo despertaron. El conductor de una vagoneta con vidrios negros trataba de llamar la atención de dos mujeres vestidas con faldas excesivamente cortas y exageradamente maquilladas. En ese momento su visión era casi normal. Ya no estaban los bailarines. No supo en qué rato se fueron, pero aún había mucho movimiento de gente en la avenida. Poco a poco, el tráfico cesó y los negocios cerraron sus puertas. Jorge Veramendi agarró la lata de pintura, brocha, soga y cruzó la calzada rumbo al Palacio de Justicia. Se posesionó en el centro del espacio que usaron los jóvenes para ensayar sus danzas. Sacudió en todas las direcciones la lata de pintura, propiciando una mezcla homogénea de su contenido, y con la ayuda de una moneda la destapó. Ayudado por la brocha, dejó caer una gota de pintura blanca. Con un nudo

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unió las dos puntas de la soga. Se le aproximó un guardia de seguridad y le preguntó qué estaba haciendo. Jorge, tranquilo, mintió. Le dijo que era de la empresa de eventos que tenía a su cargo el espectáculo preparado para agasajar al ministro de Justicia que visitaría en un par de días más a las autoridades judiciales. Le explicó detalladamente que debía marcar el piso para que los bailarines tengan una guía para hacer sus coreografías. Le pidió que lo ayudara pasando su muñeca por el interior del lazo formado por la soga anudada y que colocara la palma de su mano en el punto marcado con la gota blanca. El guardia hizo lo solicitado. A su vez, Jorge mojó las cerdas de la brocha en la pintura y la pasó entre la soga, tensándola. Empezó a girar marcando una circunferencia. Cargó un par de veces más la brocha con pintura y trazó dos líneas diametrales que tocaban el borde de la figura recién trazada. El guardia comentó que parecía una equis. Jorge dijo que sí, pero que también podía ser una cruz o las aspas de la hélice de un helicóptero visto desde arriba. Como piloto, acostumbrado a mirar desde el cielo, le era fácil imaginar las cosas proyectadas sobre el piso. Acabado el trabajo, agradeció a su eventual ayudante, le regaló la brocha, la soga y la lata con lo que quedaba de pintura, además de una propina en efectivo. Le sugirió al guardia que se fuera a descansar a su caseta de vigilancia, ya que él se quedaría cuidando su trabajo porque la pintura estaba todavía fresca, y que, además, estaría atento por si pasara algo. El hombre no esperó que se lo repitiera dos veces;

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confió en Jorge. Agradeció y le recomendó que si veía algo raro simplemente gritara, que él también estaría atento y respondería inmediatamente. Empezaba a clarear con un sol que se anunciaba generoso, cuando volvió el guardia. Se le acercó para comunicarle que en breve llegaría su relevo. Jorge empezó a entretenerlo comentándole una supuesta pelea de borrachos que tuvo lugar al otro lado de la calle, en el centro de la plaza, y que no quiso despertarlo. El guardia, deseoso de acabar su turno, lo interrumpió diciéndole que su reemplazo venía por la esquina. Jorge le pidió que le hiciera el favor de dejarlo usar el baño. El guardia, en un tono benevolente, le dijo que entrara, que el seguro de ingreso y la alarma ya estaban desactivados y que se dejara guiar por la señalización interna. Jorge ingresó, apresurado, al Palacio de Justicia. Pasó frente al área de registro de visitantes. Se dio cuenta de que los ascensores estaban fuera de servicio. Siguió hasta las gradas. Rogaba que la vista no le fallara. Empezó a subir hasta quedar frente a una puerta que él supuso daría paso a la terraza. Jadeaba. Hábil con su cortapluma, forzó la cerradura y salió. El día lucía espléndido, la visibilidad era total. La terraza estaba despejada. Caminó lentamente, recuperando el aliento. Recorrió el perímetro protegido por un pequeño muro de seguridad. Disfrutó ver a la ciudad salir de su sueño nocturno, reconocer cada avenida, plaza, campanario. Jorge asomó la cabeza por el borde del edificio y vio la circunferencia con la

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cruz que había dibujado con la ayuda del guardia. Se olvidó del diagnóstico, del hangar y confirmó su plan de vuelo. Sin casco, sin pedir permiso a nadie, sin hablar por radio, sin esperar la orden de la torre de control, simplemente desplegó sus alas.

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La tumba de Xilonen Marco Antonio Alanis Ruiz Toluca, Estado de México, México

*Mención Honorífica en el Primer Concurso de Cuento Breve “La Realidad supera a la Ficción… ¿o Viceversa?”



Poco fue lo que reflexionó Mathew Adams antes de aceptar aquella oferta, mucho menos lo dudó cuando compró el primer vuelo de Atlanta a la ciudad de México al día siguiente; eran escasas las posibilidades de colaborar en un proyecto tan trascendente. Al llegar a la ciudad de México, el doctor Adams contrató un transporte particular, que al cabo de tres horas de camino llegó a Chiltepec, una comunidad indígena enclavada en la serranía del Estado de México. Allí lo recibieron Melquiades, portador del bastón de mando y hospedador del doctor Adams, y el profesor Arcineaga, reconocido arqueólogo con quien había colaborado en algunos otros proyectos. Desde su descubrimiento, el basamento de Chiltepec había despertado gran curiosidad entre varios círculos académicos. El hallazgo le fue atribuido a don Sacramento, campesino conocido por su buena mano para la cosecha, quien al cavar una zanja en su parcela para evitar anegaciones, sintió el golpe seco de una piedra maciza. La noticia del hallazgo se corrió rápidamente por la comunidad y fue poco el tiempo que trascurrió antes de que las primeras autoridades acudieran. Había pasado un año desde que se iniciaron las excavaciones y se sabía ya de la existencia de un basamento piramidal datado entre los siglos XV y XVI, atribuido a la cultura Tlahuica. Fue cuando se encontró un estrecho túnel hacia una cámara dentro del basamento, que se tomó la decisión de invitar al doctor Adams, profesor investigador de la Universidad de Atlanta y experto en cosmogonía prehispánica, para ser uno

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de los primeros hombres en conocer el interior del edificio. Tras dos días de retraso causado por fuertes lluvias, la primera expedición fue guiada por Melquiades, al ser la máxima autoridad de la comunidad. El equipo de arqueólogos siguió al portador del bastón de mando, quien se había negado rotundamente a aceptar el caso y los guiaba con sombrero en mano; le sucedían el profesor Arcineaga, el doctor Adams y un par de arqueólogos más. Apenas ingresó al túnel, Adams, sintió el aire frío recorrer sus pulmones y advirtió una densa oscuridad apenas disipada por su lámpara de casco. El equipo se arrastró en sepulcral silencio acompasado apenas por el eco de algunas gotas despeñadas desde el borde de las piedras. Tras unos minutos demorados por brechas angostas en las que Melquiades se escurrió con hábil destreza, el equipo ingresó en la cámara. Adams se abrió paso en la última angostura; en la recta final fue asistido por sus predecesores, y apenas al ponerse de pie contempló incrédulo un aposento funerario. Se trataba de una gélida cámara de dos metros cuadrados, sin salida aparente más allá del pequeño túnel; en ella yacía un tapete de granos de maíz que calzaba todo el piso, como si de una troje abandonada se tratase, y sobre el tapiz yacía la trémula osamenta de un cuerpo en posición fetal. Adornado con joyería y piedras preciosas, el cuerpo había sido coronado con un tocado de plumas verdes y escarlatas, lo mismo de quetzal que de faisán.

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Las paredes de la cámara estaban decoradas todas por frescos de batallas, de guerreros, de pasados y de misterios; pero al centro, enclavado a espaldas del tocado, el fresco de una diosa destacaba de entre los demás. Ella se encontraba adornada por flores, portaba un altivo quexquémitl color jade, prendido por mazorcas granate y cargaba un chiquihuite rebosante de maíces pardos y claros. Los expedicionarios se postraron frente a la imagen y Melquiades, quizás invadido por algún temor, se santiguó casi por inercia. El silencio amagó un par de minutos, hasta que fue interrumpido por la primera palabra de Arcineaga: “Chicomecóatl”. Adams, poseído por una enervada extrañeza, sintió su corazón ardiente, y sin despegar la mirada del fresco, negó con la cabeza para refutar a su símil: “Xilonen”, diosa del maíz, exclamó expidiendo un vaho en la penumbra, y al pronunciar aquel nombre con voz apasionada, se quebró el silencio y dio sustancia al sosiego. Tomó un puñado de cal y la frotó en sus manos, se acercó lentamente y acarició, en un rictus casi amatorio, las delgadas líneas que bordeaban la estampa de la deidad. Al rozar con sus yemas el frío muro, el doctor escuchó el grito ahogado de los desposeídos, sintió sus venas dilatadas por los recuerdos manando sus secretos y fue acogido por un siniestro temor ajeno. Un zumbido agudo lo ahuyentó del trance, y al despertar, yacido en la alfombra de mazorcas, sintió el roce de una mano áspera, nixtamalizada, recorrer su rostro. El norteamericano sólo pensó una palabra:

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“Quetzalli”, preciosa. Aquella noche, Melquiades, acompañado de un cigarro, contaría al pueblo sobre el insólito trance del americano. Adams durmió inquieto entre sueños nebulosos. En ellos vio el sacrificio de un pueblo desterrado y la huida de la espada; vio a los caídos reunirse en el centro de una milpa y ser cobijados por el grano desnudo del maíz cubriendo los cuerpos roídos por el tiempo; y al final, esa milpa se convertía en mujer cobriza y recia, de facciones profundas y mirada aguda. Los dos se contemplaban en silencio, y cada vez que él se acercaba, despertaba. Fueron días azorados para el antropólogo. Soñaba a Xilonen, y con cada despertar lo abrazaba un desasosiego insaciable, una soledad inaudita, un anhelo inacabable. Hubo dos expediciones más, y en ellas se encontró angustiado, casi desesperado, al no poder volver a conectarse con la deidad de la forma en que lo había hecho antes. Fue una noche estrellada en que, al no poder conciliar el sueño, Adams salió de la casa de Melquiades para contemplar el cielo y dibujar el rostro de la mujer en el prisma celeste. La noche serena fue interrumpida por la brusquedad de una sombra que agitó los maizales de la milpa contigua; las aves taciturnas echaron el vuelo en perfecta sincronía. Adams se quedó pasmado un instante; segundos después, la milpa furiosa se agitó nuevamente, pero esta vez pudo interpretar la silueta furtiva de una mujer coronada escondida entre las cañas. El doctor sintió un palpitar desbocado, y sin pensarlo,

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casi instintivamente, corrió desenfrenado tras la silueta apenas dibujada en la penumbra. La mujer echó a correr con paso firme; el hombre, ahora convertido en bestia, fue tras de ella a toda velocidad, abriéndose paso entre los maizales, pero sin poderla alcanzar. Frenético y poseído por el deseo, sintió sus prendas pesadas como lozas de plomo, y a cada paso su carga era mayor. Así, fueron quedando atrás su chaqueta, zapatos, camisa y pantalones, haciéndose el hombre uno con el viento. Fue en un claro de la milpa donde la mujer se detuvo al fin y el hombre, disminuyendo su paso, se acercó con la respiración agitada como la de un perro en celo. Su voz, apenas audible, sólo pudo articular una palabra: “Xilonen”. Al escuchar la voz del hombre, la mujer volteó, dejando que la luna chorreara por su cuerpo, y al estar de frente, mostró dos luceros iridiscentes enclavados en sus ojos, labios anchos y prominentes, feroces, nariz recta y expresión serena. —Han pasado siglos sin que nadie me haya adorado de la forma en que tú lo has hecho —profirió la dama vestida de la misma forma en que había sido retratada en el mural—. Ahora ven, que ya te quiero conmigo. El hombre se quedó impávido ante la voz profunda de aquella mujer. —Tezcaltipoca, él es tu esposo —articuló Adams dubitativo, sobrecogido por un tórrido apetito. —Tezcaltipoca ha muerto, al igual que todos aquellos dioses a los que ya nadie reza. Sigo en luto, pero ahora, antes de que yo también me extinga,

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quiero vivir mis días con el último de mis adoradores. Te enseñaré mis templos y te daré mis hijos que crecerán en la milpa. Hagamos nuestros los rincones y sembremos de vez en vez nuestras risas. Xilonen cogió un puñal tallado en piedra y lo colocó en manos del doctor Adams. —Ven, despójate de aquello que nos separa con la misma holgura con que has dejado atrás tus harapos —el hombre, en silencio, miró fijamente a la mujer complacida, al tiempo que sostuvo con fuerzas el puñal en el borde de su pecho. El aparente suicidio del doctor Adams causó revuelo entre la comunidad arqueológica. Los rumores de un supuesto asesinato encubierto llegaron incluso a la embajada de Estados Unidos, quienes no tardaron en hacer sus propias indagaciones, sin encontrar mayores indicios. Al parecer, el doctor Adams desgranó varias espigas, dejando un tapiz de hojas y elotes en los que se dejó caer sobre uno de los puñales que él mismo extrajo de la zona de excavación. Algunos nativos de Chiltepec describen que en las noches en que el viento sopla recio entre las hojas, la sombra de una mujer cobriza cobra vida en los maizales. Unos afirman que se trata de una dama esbelta y agraciada, otros testifican que es una mujer forzuda. Pero en lo que propios y extraños coinciden es en que la mujer viene acompañada de un hombre güero y espigado, que sin importar el relámpago o la lluvia, siempre va adónde ella vaya.

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El idiota Iván Vázquez Pérez Chicoloapan, Estado de México, México

*Mención Honorífica en el Primer Concurso de Cuento Breve “La Realidad supera a la Ficción… ¿o Viceversa?”



—Eran aproximadamente las dos de la mañana cuando sonó el timbre. —¿Y eso no lo sorprendió? ¿Alguien tocando a esas horas? —Respondió uno de los dos policías que se encontraban de pie frente a él, intensificando sus miradas sarcásticas. —¡Claro que sí! —dijo el sospechoso levantando los ojos al cielo. Este se encontraba lleno de hartazgo, sentado en medio de una sala pequeña, demasiado iluminada, y frente a una mesa cuadrada cuya superficie estaba adornada con algunos papeles revueltos— ¿Pueden dejarme continuar? Ya dije que les contaría todo, ya que no les basta con leerlo. Ambos policías se miraron de reojo, sopesaron su autoridad con este gesto, y después de unos instantes asintieron con la cabeza y cruzaron los brazos. —El ruido del timbre me despertó con un salto. Al principio creí que soñaba, o que estaba recibiendo una llamada, pero mi amigo volvió a sonar, y entonces, lleno de furia, me dirigí descalzo y en pijama hacia la entrada. “¡¿Quién es?!”, grité desde el patio. “Soy yo. Ábreme”, dijo, y reconocí su voz al instante. Cuando abrí la puerta, listo para insultarlo, lo miré. Parecía tan cansado como yo, pero una tristeza extraña lo cubría. Esa visión atenuó mi enojo. Temí entonces que algo malo hubiese pasado, así que, en lugar de gritos de reproche, un largo silencio se produjo. “Hermano, sígueme a casa”, fueron sus primeras palabras. “¿Qué es tan urgente como para que me despiertes a esta hora?”, le dije, pero sólo obtuve un seco “es necesario” como respuesta. “¿Dónde

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habías estado? ¿Por qué no habías respondido a mis llamadas? Teníamos que vernos hace rato y nunca llegaste. Incluso fui a buscarte a tu casa, pero no había nadie”, continué, pero no hubo cambio alguno en su rostro. Simplemente me respondió: “No digas nada. Sígueme por favor”. No parecía muy real la visión. Su voz era apenas perceptible y parecía lejana. Yo me encontraba todavía entre sueños. Entonces, tiritando, le di a entender que no tenía ningún interés en salir de casa a esas horas. No obstante, él insistió con una mirada que nunca olvidaré. “Por favor”, me dijo, y por alguna razón que ahora comprendo, no me resistí: él ya estaba muerto. Un “¡claro!” burlón se escuchó en la sala. Después de compartir unas sonrisas, los oficiales anotaron en sus cuadernos, silenciosos y aburridos, la historia nada original. —Parecía ridículo, pero incluso pensé que me estaba jugando una broma. ¡Sí, lo sé!, de muy mal gusto, pero siempre nos hemos llevado muy pesado. “Tal vez es una sorpresa”, imaginaba también. Mi cumpleaños es mañana, pero cae en lunes… Entonces, todo cobraba sentido en mi mente. Tomé un abrigo, los zapatos y nos dirigimos a su casa. No vivimos muy lejos y no nos dijimos nada durante el trayecto. Al llegar, abrió la puerta lentamente, asegurándose de no hacer ruido. Me pidió guardar silencio absoluto. Apenas entrar, busqué el apagador, pero él me detuvo en seco. Me tomó con tanta fuerza de la muñeca que tuve miedo, y este gesto terminó por despertarme. “¿Qué está pasando? ¿Dónde está Naty?”, dije. “Está

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aquí”. Entonces me sentí como un tonto. Creí lógico que no quisiera despertarla con la luz. Entonces ya vislumbraba otra posibilidad: “¡La sorpresa es para ella! ¡Seguramente por fin le propondrá matrimonio!” Poco a poco nos introdujimos en la sala y me acercó al sillón. Yo conocía el lugar perfectamente, pero la ausencia de luz me hacía trastabillar. Ya instalados, esperé en balde. Después de mucho tiempo, y cuando comenzaba a cabecear, muy bajo y dirigiéndose hacia el suelo, él murmuró: “Terminé el libro”. “¿Qué carajo? ¿El de Dostoievski?”, dije, sorprendido. “Sí…”. “Am... de acuerdo… ¿Y te gustó?” “¡No!”. Después de esto, alzó tanto la voz que sus susurros llenaron todo el antro: “Todo iba bien, ¡pero encontré completamente absurdo el final! ¡Es inverosímil que dos hombres entren así a un lugar, que nadie los vea, que el príncipe no haga más preguntas! Cuando Rogochin narra cómo asesinó a Nastasia clavándole un cuchillo en el corazón, en ningún momento cuenta su agonía. Su muerte fue demasiado bella y apacible, casi como un regalo divino. ¿Realmente Rogochin era tan bueno asesinando? He investigado y es posible provocar una hemorragia interna, pero depende de muchas cosas, como del calibre del cuchillo y, en efecto, de la profundidad del corte. Pero ¡normalmente la gente sufre un poco! Rogochin no describe ni la sudoración ni la taquicardia. Pareciera que Nastasia no sintió siquiera el arma entrando por su piel, ni la respiración de ese hombre acercándose a ella para matarla. ¡No podía aceptar algo así! ¡Parece un cuento para niños! Sólo un asesino experto logra un corte tan preciso

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que mata a la persona en tres segundos. Si no es el caso, normalmente debe de haber algunos gritos, forcejeos, mucha sangre. ¡Incluso debes tener tiempo para ver la mirada de sorpresa, odio o perdón de la persona que asesinas! Todo eso había sido borrado de la novela para dejar al lector con una imagen de serenidad virginal completamente irrelevante y poco creíble… ¡Necesitaba reescribir ese pasaje, pero tenía que encontrar las palabras concretas para mostrarle al mundo que esas páginas están mal! Lamentablemente, uno no puede escribir sobre las cosas que no conoce…” Un frio espectral me recorrió la espalda. “¿A qué te refieres? No me trajiste a tu casa para hablar de literatura, ¿verdad?”, dije, pero él no respondió. “Hermano, ¿dónde está Naty?”, continué, levantándome tan rápido como el volumen de mi voz y buscando con mis manos algún tipo de apoyo entre las sombras. “Ahí”, dijo, señalando su habitación con la puerta entreabierta y levantándose también. Me dirigí rápidamente hacia el punto señalado, entré al lugar y entonces la vi. —¿La víctima se encontraba en el mismo estado que en el que la encontramos? —Exactamente igual. Pero su desnudez la hacía parecer más blanca de lo que era. Irradiaba luz. Quise acercarme más, pero mi pudor me detuvo, pues realmente parecía que dormía y temí despertarla. Mi amigo llegaba a un lado mío. “¿Duerme?”, murmuré, mirándolo claramente gracias a la luz del cuerpo, pero obtuve la misma mirada que me obsequió en la puerta de mi casa y una respuesta de otro tipo: “Tu

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novela fue realmente insoportable. No podría permitir que alguien escribiera algo así, tan alejado de la realidad”. Ninguna palabra pudo salir de mi pecho. Simplemente lo dejé hablar y volví a mirar el astro. “Naty era creyente de tantas cosas absurdas. Pensaba que si nos separábamos y a alguno le ocurría una desgracia, el otro podría sentirlo, a pesar de estar al otro lado del mundo. También creía que podía presentir cuando algo malo iba a pasar y estaba convencida de sentir la energía de las personas malvadas. Sin embargo, no presintió nada. Nunca lo imaginó. Ni siquiera cuando compramos juntos tu regalo de cumpleaños la semana pasada. Siempre hemos sabido que te gustan esos juegos de cuchillos japoneses para cocina. ¡Le di la oportunidad de convertirse en el sacrificio que la humanidad tendría que pagar para desvelar la verdad!”. Al escuchar esto, abrí los ojos con espanto y me acerqué a ella para despertarla. Aún tenía la esperanza de que fuera una broma. Corrí, pero detuve mi mano a unos centímetros, horrorizado al apercibir que, hasta ese momento, no había sentido ninguna otra respiración en el lugar. Mi amigo se acercó por detrás, y cuando escuché su latir, sólo pude preguntar: “¿Lo hiciste?” “Lo hice. ¿Y sabes qué pasó?” ¡No me miren así! Todos conocemos la respuesta. “¡Nada! ¡Fue exactamente como ese hijo de puta lo escribió! ¡No podía creerlo! Me dije que, incluso buscando provocar una hemorragia interna, podría fallar y llenar toda la cama de sangre, o ella podría descubrirme antes, forcejear conmigo, matarme… ¡algo! Así que me preparé para disminuir el margen de error. Así no

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podrían reprocharme por negligente. ¡Sin embargo, no pasó nada! El cuchillo entró apenas unos centímetros, delicadamente, como en un pastel. Apenas y brotó sangre, ¡mira!” ¡Era mágico! No había podido ver esa línea negra que bajaba hasta la cama, como un valle profundo, hasta que él me la señaló con el dedo. “¡No puedo con esto!”, dijo antes de arrodillarse y comenzar a llorar. Tan sublime era el espectáculo del cuerpo y de la delicada línea que lo atravesaba, que pasó bastante tiempo antes de que mis ojos por fin pudieran librarse de su yugo. Ahora yo era dueño del espacio y podía verlo todo. Levanté a mi amigo, quien, desesperado, no dejaba de sollozar y lo instalé en la sala. Inmediatamente después, dijo con una débil voz: “Fallé…”, a lo que respondí: “La única forma de arreglar las cosas es que te entregues a la policía, confieses tu crimen y le des descanso a su alma”. Y entonces, en un ataque febril que no me esperaba, se levantó lleno de determinación y gritó: “¡Eso no me interesa! ¡Mi texto está incompleto! Intentando escapar del fracaso, caí directamente en él. La prueba de que tengo razón es que yo fui la excepción a la regla. La pequeña probabilidad de que algo como lo que contó Dostoievski pasara ocurrió para nunca más repetirse”. Hablando, sacó este mismo paquete de hojas de su pantalón. “Toma”, me dijo, y al hacerlo, armó su sofá cama, se recostó en él y continuó: “Todo está escrito. Sólo necesito ese párrafo. Daré cualquier cosa por la verdad… Prométeme que pasarás la noche conmigo”. Yo me dejaba guiar. “Por favor… escríbelo todo”. Me dio otro de los cuchillos nuevos, se recostó,

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se quitó la playera y me hizo una seña bajo su pectoral izquierdo… No sé si fueron sus manos, o unas más grandes y delicadas las que estimularon los hilos de mis extremidades, pero me moví sin consciencia alguna... —¿Y después? —Lo escribí todo. París, 9 septiembre 2020

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Fictorrealidad Marcelo Medone Buenos Aires, Argentina

*Ganador del Primer Concurso de Cuento Breve “La Realidad supera a la Ficción… ¿o Viceversa?”



El profesor Janusz Kaplik, de cuarenta atléticos y muy bien llevados años, se subió al estrado del Centro de Convenciones del Hotel Regency Plaza Capadocia, se plantó en el medio, justo donde lo iluminaban los reflectores, se tomó treinta segundos para estudiar a su auditorio y encendió su rostro con la más sincera y profesional de las sonrisas. —Buenas tardes. Sé que muchos de ustedes vienen a esta conferencia atraídos por las noticias repetidas y amplificadas por el sistema de propaganda editorial y las redes sociales que proclaman que soy un gurú de los medios, un visionario, un pensador y un comunicador extraordinario. No los voy a contradecir. Es absolutamente cierto. (Risas del auditorio) —Si buscan una fórmula infalible para el éxito personal o empresarial, se equivocaron de conferencia. No existe tal fórmula. En realidad, no existe ninguna fórmula universal para explicar la realidad o para manipularla. Eso es una mentira que nos han inculcado durante generaciones. La realidad objetiva no existe. Todo es subjetivo. Kaplik hizo una pausa, se acercó a una mesa donde había una botella de agua y un vaso y se sirvió un poco. Luego alzó el vaso hacia el frente, inspiró y se bebió su contenido de un trago. —Ustedes dirán que acabo de beber medio vaso de agua pura y cristalina. Pero es solamente una de las interpretaciones posibles. Podría ser vodka o tequila o incluso cloroformo. Sus sentidos aceptan la explicación más probable y adecuada a las circuns-

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tancias. Si esto fuera una obra de teatro, una tragedia griega en la que el protagonista se suicida, habría tomado un líquido con aspecto de veneno; por supuesto, a no ser que fuera un actor con la intención de matarme en público o se tratase de un atentado homicida por parte de un integrante de la producción. Kaplik dejó el vaso vacío sobre la mesa y regresó al centro del escenario. —Todo lo que vemos, escuchamos y leemos es solamente una versión de la realidad. De hecho, TODO es ficción. La vida es ficción: es un hermoso cuento que nos tragamos desde que nacemos. Nuestra biografía es ficción. Nuestra red social es ficción. Incluso la historia de nuestra gloriosa nación —sea cual fuere para cada uno— es una narrativa escrita por algún historiador primigenio y reversionada por los políticos que se encargan de moldear nuestro relato fundacional. Todo hecho periodístico, al ser publicado, deja de ser verdad y pasa a ser ficción. Por supuesto, la ficción literaria es ficción a la enésima potencia, a pesar de que frecuentemente nos resulte familiar y nos la creamos. Lo que les estoy contando es ficción. Los disertantes y los escritores somos mentirosos profesionales: le hacemos creer al público que lo que inventamos es verdad y que la verdad es inventada. La frontera entre la realidad y la ficción es una entelequia, una farsa, un invento muy conveniente para separar en dos categorías lo que es inextricablemente una sola entidad: la fictorrealidad… Luego de cuarenta minutos de disertación, Janusz Kaplik se retiró triunfal del escenario, entre

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aplausos de pie del auditorio. Se encaminó hacia el bar del hotel: necesitaba un trago urgentemente. Excepto por su medio vaso de vodka ritual de cada presentación, se había abstenido de tomar alcohol durante más de doce horas: todo un récord. El barman, un turco de origen kurdo, de sonrisa luminosa y manos diestras, lo saludó efusivamente: —¡Señor Kaplik, bienvenido! ¿Lo mismo de esta mañana? —Sí, Diyari: un buen trago de raki. Pero no le agregues agua esta vez. En segundos, el barman le sirvió un largo vaso del licor anisado más popular de Turquía. Es de un color transparente, como el ron o el vodka. Los locales lo toman mezclándolo con agua, lo que lo vuelve de un color blanco lechoso. Kaplik se tomó el licor en dos sorbos y sonrió satisfecho. Quizás en la próxima presentación debería utilizar raki en vez de vodka. Debería comprarse un par de botellas antes de abandonar Capadocia rumbo a su próxima conferencia, en Petra. Estaba pensando en qué bebidas encontraría en la “Ciudad Rosa” de Jordania cuando se le acercó una bella muchacha, a la que había distinguido entre el auditorio por su larga cabellera pelirroja. —¡Hola, profesor! Permítame felicitarlo por su disertación. Estuvo muy convincente. Casi casi que me la creo. Pero todo eso de la fictorrealidad no deja de ser un bonito cuento. Janusz Kaplik estudió sin disimulo la deslumbrante figura de la adolescente y se relamió. Todavía

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tenía el aroma anisado del raki en su boca. Pero este era otro bocado aún más apetitoso y prometedor, —Entonces entendió perfectamente mi mensaje. Como yo entiendo el suyo. —Si estamos de acuerdo, podemos prolongar el encuentro. Supongo que tiene una habitación asignada en el hotel. Ante la mirada cómplice de Diyari, la pareja se encaminó hacia los ascensores. Una vez dentro de la habitación, la muchacha lanzó una risa juguetona, lo empujó a Janusz sobre la cama y se sacó por encima de los hombros la blusa de algodón, mostrando unos pechos perfectamente torneados y firmes. Janusz la dejó hacer, complacido. —Mi adorada Mackenzie, tu actuación en el bar estuvo magnífica. Hasta me he creído que eras una tonta fanática seguidora de mis charlas. —Sé que estos jueguitos te excitan, mi amor. Pero si vamos a la realidad, en el fondo sigo siendo una de tus tontas fanáticas seguidoras que te conoció en Toronto. Aquella fue la mejor conferencia que he escuchado en toda mi vida. Y mi bautismo en la fictorrealidad. —Entonces tenemos que agradecerle al autor de este relato, quien nos ha guionado hasta aquí impecablemente. Por suerte, tengo una botella de Chandon Extra Brut bien fría aquí en la habitación. Podríamos hacerle los honores antes de dedicarnos a lo nuestro.

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Mackenzie me miró, divertida. Serví las copas y le pasé una a mi socia y amante. Las levantamos, entusiasmados. Comencé con la serie de brindis. —¡Brindemos por nuestro creador! —¡Y por nuestros lectores! —¡Por la ficción hecha realidad! —¡Y por la realidad hecha ficción!

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FICTOLOGÍA 2+20(20) Colección “La Palabra Proscrita”. La edición estuvo al cuidado de Juan Manuel Alemán Sánchez y Eric Camacho Gutiérrez.



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