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Prólogo
En Pluma llevamos un tiempo buscando nuestro camino. Os habréis dado cuenta de que somos una revista literaria sin unas metas claramente delimitadas. Aceptamos de todo. No hay un manifiesto literario. No hay temáticas concretas en las convocatorias. Y ya incluso nos pasamos por el forro lo de dar a conocer a ‘jóvenes’ escritores/as, pues también publicamos textos de gente que quizá ya tiene el Carnet Jove caducado. Pluma nació del interés por saber si la gente de nuestra universidad escribía y sobre qué lo hacía. Pero ahora, habiendo salido de esa zona de confort que te da ser una revista a todas luces amateur, cuyo diseño cutre apenas genera expectativas y puedes publicar lo que te apetece, deberíamos aspirar a tener una razón de ser más madura, ¿no crees? Porque desde el volumen anterior, el 5, que en realidad es el primero de esta nueva etapa, tenemos un diseñador gráfico que le ha dado otra cara a la revista, una de seriedad. Pluma se ha desprendido del outfit cutre que le otorgaba alguien que usaba InDesign con muy poco ingenio, y se ha puesto un traje, cuya pajarita (o ‘guinda del pastel’, si quieres ser aún más redundante), personifica el ilustrador o la ilustradora que dará vida con su arte a la portada de cada número.
Gracias a esa nueva apariencia estamos llegando a más gente, lo que repercute en la cantidad y calidad de los textos recibidos en convocatoria, que han ido a más y mejor. Para este número en concreto recibimos más de 200 textos. Me cago en la hostia. Por suerte, nos resultó muy conveniente la escasa variedad de opciones recreacionales que hubo en ese noviembre barcelonés, azotado por la pandemia, para poder leerlos todos con detenimiento. A continuación veréis el resultado de la complicada criba. Tan complicada que hemos pasado de seleccionar 12 textos de media, a seleccionar 35 para este volumen. En fin, volviendo a lo de encontrar nuestro camino y demás… Pues bien, seguimos sin tener una razón de ser, pero ya conseguimos vislumbrar algunas de nuestras futuras excentricidades. Ya no queremos ser esa plataforma tan variopinta, tan aceptalotodo, o tan ‘escaparate de Desigual’. Así que, con rubor en nuestras mejillas, nos queremos sincerar: nos estamos decantando ligeramente por el relato y el ensayo. Queremos que nos cuenten historias. Y mira que conocemos de sobra la potencia narrativa de la poesía. Pero no concebimos una revista que no esté repleta de palabras. Que cada rincón tenga tinta impresa, de arriba a abajo y de izquierda a derecha. Algo que solo permite el texto justificado de la prosa. Nos encantan las publicaciones que ocupan de palabras toda su esencia, como un cuerpo tatuado
de pies a cabeza. Al mismo tiempo que aborrecemos esos versos cortados injustamente por un ENTER sin piedad y aleatorio. Y es que para esta convocatoria nos llegó mucha poesía, demasiada. Quizá por ese mismo motivo nos hemos puesto escrupulosos con el género, y como resultado, solo han salido a flote unos cuantos poemas. Pero son los más potentes, oye. Los que pueden enfrentarse con más entereza a la frialdad del papel en blanco, y que, al contrario del relato, no necesitan justificarse para sobrevivir a la exigencia de la página de un libro. En fin, tampoco queremos enterrar el género poético, pero necesitamos un descanso largo. Para el próximo número sólo aceptaremos relato, y ya veremos si ensayo también. Quién sabe. Al fin y al cabo nosotros también somos humanos, y cambiamos de opinión cada día. Yo mismo, que estoy escribiendo este prólogo el día antes de mandar la revista que tienes en tus manos a imprenta -como ya hice en el anterior número, y seguiré haciendo- me arrepentiré de todo lo que he escrito hasta aquí mañana. Miguel, editor de Pluma
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ANTONIO VELASCO GARCÍA Llamadas telefónicas
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GUILLERMO ANTUÑA La luz
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F. DÍAZ SAN MIGUEL Littlemore
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VÍCTOR MANUEL MUÑOZ CHAVES La visita
ALICE Roma, 1965
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CARLOS GARCÍA CÁDIZ La cerimònia
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CAMÈLIA R. BALAGUÉ Piscina / Ortigues / Passeig
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ANDREA CASTRO Espigón
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CARMEN JUBETE Cuerpos
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MARC INGLÉS RABAL L’ home preocupat
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MARCOS FÁBIO DE FARIA Elemento sospechoso
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JÚLIA MÉRIDA Veure’s
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JAVIER LAZA Ladrón de artes
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MOMO Una plegaria
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VITO Conversación con el rosario antes de dormir
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MAXI LUGANI Literatura y homenaje
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VALENTINA CÓRDOBA Alas cortadas
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MÍRIAM NØ! Sin título
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SAÚL IBÁÑEZ Una ventana
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MIKA FRANGANILLO Delirios, fragmento II
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MACARI DE GOLFERICHS Antimateria narrativa
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JOAN MARSAL Las últimas bicicletas
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MIGUEL CABRERA La vorágine
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ANDRÉS RESTREPO GÓMEZ La decadencia
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GUILLERMO TORRES Legañas
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JUANJO SÁNCHEZ Chaos 188
RODRIGO VALLE-CONTE La Colt
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DUC DE GOMORRA No hacer el mal es vivir en los ojos de otros
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ROGER BUENDÍA Daydreaming
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ZETA Redención
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ADRIÀ MULET Luna Negra
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LUCY LIU 5000000000000 gwei
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JACKSON MOON Sin título
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DIEGO CASTELLANOS Estampa de un naufragio
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SAM GERARD AS BLUE C.R.O.W
ANTONIO VELASCO GARCÍA Llamadas telefónicas
«No puedo recordar cuándo ocurrió por primera vez, pero fue antes de que me mudara. Con trece años leí a Ray Bradbury y supe que quería ser escritor. A esa edad ya había escrito algún que otro poema soporífero y lacrimoso, pero fue al toparme con los cuentos del norteamericano cuando me dije que eso era lo que yo quería hacer. Empecé a leerlo todo de él, entre el terror y la fascinación, hasta que caía la noche y me vencía el sueño. Un día llegó a mis manos un volumen que reunía varias conferencias del autor, donde explicaba cómo se había convertido en escritor. Su método había sido sencillo: escribir mil palabras todos los días. Escribió un cuento a la semana, es decir cincuenta y dos cuentos al año, durante más de una década, hasta que un día supo que había escrito algo bueno de verdad. Fascinado ante aquella revelación, me propuse hacer lo mismo. No importaba sobre qué escribiera, un sueño, una imagen que me viniera a la mente, una impresión que hubiera tenido aquel día o cualquier cosa que se me ocurriera. Lo esencial era escribir. Llegaba del instituto, merendaba y me sentaba fielmente a la silla de mi escritorio durante varias horas, hasta que escribía mis mil palabras. Los cie11
los enrojecían más allá de mi ventana, mientras yo inventaba historias de fantasía, desarrollaba pensamientos o simples escenas sucedidas en la escuela o en casa. Nunca me planteé si convertirme en escritor era una meta fácil, difícil o inalcanzable. Aquellas cuestiones nunca me interesaron. Yo solo me sentaba y escribía todas las tardes. Mi madre sentía verdadera preocupación por mí. Solía decirme que no era bueno que pasara tantas horas encerrado, que tenía que salir a la calle como los demás niños, que estaba pálido y esquelético. A veces se desesperaba y se ponía a gritar como una loca por la casa. Me llevaba al médico y me atiborraba de vitaminas; yo me las tomaba sin rechistar para que se marchara de mi habitación y me dejara leer y escribir en paz. Mi padre me miraba fijamente durante unos segundos, como si pudiera verme por dentro, y luego le decía a mi madre que estaba bien, que yo no era como los demás pero que eso no tenía nada de malo. Pasaron los años y, aunque era imposible escribir todos los días, me mantuve fiel a mi cita sagrada. Nunca cejé en mi empeño, y si algún día escribía menos trataba de compensarlo al día siguiente. Así, con el tiempo, escribí dos millones de palabras. No miento: dos millones de palabras, una detrás de la otra, dando vida a ciento ochenta y siete relatos y dos novelas cortas. Sé que me estoy alargando un poco, pero sed pacientes. Aunque, ¿acaso tenéis algo más que hacer aquí dentro? Ja, ja, ja, ja. 12
Durante mucho tiempo, esas mil palabras diarias fueron lo más importante para mí. A veces abría los ojos antes de que sonara el despertador y apuntaba todo lo que había soñado. Otras pasaba la mañana en el instituto dándole vueltas a alguna historia y luego en casa la desarrollaba. En ocasiones la inspiración llegaba al anochecer, fulminante como una explosión, mientras leía o justo antes de quedarme dormido. Me sentaba a escribir y todo a mi alrededor se difuminaba. A veces hacía planes y cuando me disponía a salir me asaltaba una idea ineludible, y no me quedaba más remedio que inventar alguna excusa y quedarme escribiendo en casa. Otras olvidaba la cita y a la mañana siguiente mis amigos me reprendían. No podía evitarlo. Cuando mi mente caía presa de una de esas imágenes era como si el resto del mundo dejara de existir. Aunque creo que mi padre no entendía del todo lo que hacía, un día vino a mi cuarto y me dijo que si era eso lo que quería pusiera en ello todo mi empeño. Mi madre no me lo puso tan fácil. Se le metió en la cabeza que estudiara Biología como mi primo Fran, que trabajaba en un laboratorio. Aunque aborrecía la idea, le dije que sí, igual que con las vitaminas, para que me dejara en paz. Estudiaba durante horas y sacaba tiempo para escribir mis mil palabras al día, a veces incluso en el tren, cuando iba o volvía de la universidad. Durante la carrera aprendí que el hombre tiene todo tipo de células y bestias microscópicas en su interior, lo que me ayudó a crear una 13
treintena de cuentos de ciencia-ficción, pero al tercer año estaba agotado y la abandoné. Aquello disgustó mucho a mi madre. Todavía veo su cara roja como un demonio, sus ojos hinchados y su vena azul verdosa atravesada en su frente. Me dijo un millón de veces que me quedaban menos de dos años, que terminara la carrera y que después hiciera lo que me diera la gana, pero yo ni la oí. Entré a trabajar de camarero en el bar-restaurante de un hotel y el resto del tiempo lo empleaba en leer, escribir y salir por ahí de vez en cuando con mis amigos. Al principio odiaba aquel trabajo, pero con los meses me acostumbré. Se conseguían buenas propinas. Solía leer el periódico en el hotel y en él encontraba decenas de historias dignas de ser convertidas en cuentos. Algunos clientes parecían sacados de una novela cómica. Había un ruso calvo y gordo como un tonel que vestía camisas hawaianas que hablaba siempre con susurros y mirando nerviosamente a su alrededor, como si lo estuvieran buscando. Cuando iba a tomarle nota y él hacía su numerito yo siempre pensaba que con esas camisas y la panza que tenía cualquiera podría verle a medio kilómetro de distancia. También había una anciana con sombrero de ala ancha y el rostro deformado de arrugas que no hacía más que repetir teorías conspiranoicas mientras sumaba y restaba números sin ton ni son, como en un trance. Cuando la miraba me daban escalofríos. Pero a pesar de la inagotable fuente de historias que me proporcionaba, sentía 14
que ese trabajo me hacía perder el tiempo; a largo plazo yo quería dedicarme únicamente a escribir, y para ello debía publicar y hacerme un nombre. Seguí escribiendo y enviando relatos. No podía hacer más que eso. Debía ser paciente. Un día sonó el teléfono. Lo tenía a mi lado, sobre la mesa del ordenador. Lo atendí con el corazón en un puño, pensando que serían buenas noticias, pero solo oí un pitido lejano. Dije hola un par de veces más y colgué, extrañado y algo abatido. Olvidé aquello con rapidez y me zambullí en el cuento que estaba escribiendo. Pero media hora después volvieron a llamar. Lo cogí y oí de nuevo ese pitido seco y remoto. Aquella situación se repitió tres o cuatro veces al día durante casi una semana. Al principio me sentía siempre lleno de ilusión, como flotando en una nube; me imaginaba recibiendo aplausos y recogiendo un galardón. Pero al coger el teléfono de pronto todo era vacío, y cuando colgaba me quedaba como roto de impotencia. Ya empezaba a mosquearme en serio cuando dejaron de llamar. Por aquel entonces me mudé. Mi madre no dejaba de darme la vara con que volviera a la universidad, que no podía ser camarero para siempre, que tenía que hacer algo de provecho en lugar de pasarme la vida escribiendo. No pude aguantarlo más y alquilé un piso a las afueras, una de esas ratoneras que ahora llaman monoambientes. Recuerdo el olor a tuberías viejas. Dos amigos me ayudaron a llevar lo poco que tenía: el somier y el colchón, el escrito15
rio y montones de libros. Me vi solo en aquel lugar diminuto y silencioso aunque con mucha luz, rodeado de decenas de cajas de libros. Nunca me había sentido tan feliz. Al principio apilé las cajas de libros y las usé como sillas y como mesa de comedor, como en aquella vieja novela de Paul Auster, pero un día volqué una taza de café sobre una de las cajas y estropeé varios libros. Maldije a Paul Auster y pensé que la literatura no era siempre como la vida real. Con el tiempo conseguí unos pocos muebles, cuadros, estanterías para los libros, y el piso fue cogiendo forma. Al lado de la cama tenía el escritorio, donde comía y escribía, de cara a la pared. Había dos puertas en todo el piso: la de la calle y la del baño. Mi madre se ofreció a regalarme un televisor pero le dije que lo no necesitaba. Tampoco tenía sofá. Me levantaba a las siete de la mañana, ventilaba el piso, hacía la cama y me iba a trabajar. Llegaba a casa a las cuatro y tenía el resto del día y la noche para leer y escribir mis mil palabras. Sentía que por fin era dueño de mi vida, que me había convertido en un hombre. Pero conforme fueron pasando las semanas, y aunque seguía feliz por mi recién estrenada independencia, a veces, tras pasar medio día trabajando y el otro medio escribiendo, cuando llegaba la noche y me tumbaba en la cama con un libro en las manos, miraba el piso y su silencio me estremecía, y casi echaba de menos el ruido del televisor y los 16
gritos de mi madre. Fue por aquella época, a los pocos meses de instalarme, cuando se reanudaron las llamadas. Descolgaba y a veces se oía un pitido lejano, parecido al de alguna frecuencia de radio perdida, chirriante, espacial. Otras me hablaba una voz al otro lado y sentía alivio, aunque eso no duraba mucho. Preguntaban si hablaban con Roberto Gómez y yo decía que sí, esperando la gran noticia. Entonces decían que eran comerciales de tal o cual compañía telefónica, que llamaban de la empresa del gas, la luz o el agua, y me ofrecían paquetes de servicios, seguros imprescindibles, ofertas que solo un tonto rechazaría, y me tenían largo rato pegado al teléfono. Decepcionado, golpeado por la frustración, me moría de ganas de gritarles que no me interesaba nada de lo que vendían, que me dejasen en paz, pero sabía que esas personas no eran culpables, sino el último eslabón de la cadena, que esa pobre gente solo hacía su trabajo, igual que yo cuando pasaba por las mesas de la terraza del hotel y ofrecía un café, un postre u otra bebida a los clientes. Pasaron tres meses de tres o cuatro llamadas diarias. Dejé atrás la amabilidad del principio, y cuando los comerciales se presentaban les decía que no quería contratar nada ni que me llamaran más, o les colgaba directamente. A veces no contestaba al teléfono, aunque no era habitual, pues tenía la impresión de que podía tratarse de alguna editorial, agente o concurso literario con buenas noticias. Una vez silencié el teléfono durante todo el día y por la 17
noche vinieron mis padres al piso; mi madre estaba histérica porque hacía horas que no sabía nada de mí. Mi padre me miró y se encogió de hombros, como diciendo que lo sentía pero que ya sabía cómo era mi madre. —Existen varias opciones a su alcance. Disponemos del servicio básico, que viene con la alarma sencilla y una placa disuasoria, el intermedio, con dos pequeñas cámaras de vídeo y un botón de emergencias que contacta directamente con la policía, y el servicio Premium, que, además de todo lo anterior, incluye una alarma avanzada con clave de seguridad y detectores magnéticos que avisan a la central de cualquier movimiento cuando usted no se encuentre en el domicilio. —Oh, comprendo —dije, abrumado—, pero no necesito nada de eso, vivo en un piso diminuto sin nada de valor. —Todo el mundo necesita un sistema anti robos —dijo con tono casi burlesco—, nunca se sabe qué puede pasar. Se hizo un silencio tenso y repetí que no me interesaba. —¿Es que no sabe que los robos están aumentando en toda la península? —la voz del tipo, antes cálida y amable, se había ensombrecido—. Usted se encuentra potencialmente en peligro. ¿Cómo puede ser tan incauto? ¿Y si una noche entrase alguien en su piso con intención de robar y al encontrarle a usted en casa le cortase el cuello? Piense en su familia. Palidecí. Despegué la oreja del auricular y col18
gué. No pude pegar ojo en varios días. Los meses pasaban y el número de llamadas aumentaba sin parar. Era como una maldición. El teléfono sonaba mientras me estaba duchando y no me quedaba más remedio que salir a toda velocidad, maldiciendo, a veces con el cuerpo enjabonado, poniéndolo todo perdido. Una vez pegué tal resbalón que me golpeé los dedos del pie con la esquina de un armario y vi las estrellas; en otra ocasión caí de espaldas sobre el retrete y me dolió todo el cuerpo durante una semana. Sonaba mientras estaba cocinando, y cuando volvía a la cocina, hecho una furia, la comida se me había pegado a la sartén. Sonaba después de comer, cuando iba a echarme veinte minutos antes de ponerme a escribir, y se me quedaba tan mal cuerpo que era incapaz de pegar ojo. Oía las notas de la melodía jazz del teléfono, notas largas y graves seguidas de unas más rápidas, ascendentes, y sentía un súbito ataque de ira. Un día olvidé silenciar el teléfono en el trabajo y cuando el encargado lo oyó me echó una bronca tremenda. Llamaban cuando estaba sumergido en la escritura, y después de atenderlo entre soplidos de indignación, la idea del cuento había volado de mi cabeza y no regresaba hasta pasado un buen rato. Pero no podía dejar de coger el teléfono; sabía que, de no hacerlo, ese premio literario que intuía que estaba por llegar recaería en el segundo clasificado. El tiempo siguió pasando. Llevaba un año viviendo solo, seguía escribiendo a toda costa y el teléfono sonaba sin parar. Hubo un momento en que 19
casi me acostumbré: descolgaba, ponía la oreja durante tres o cuatro segundos y colgaba sin abrir la boca. Hacía ese ejercicio seis u ocho veces al día, mecánicamente como un autómata. Me convencí de que tarde o temprano pararían. Pero un día llegué al trabajo y el jefe me hizo pasar a su despacho. Poniendo expresión compungida que, pensé, debía haber estado practicando durante toda la mañana, me dijo que las cosas iban mal, que la economía colgaba de un hilo, y que no podían mantenerme en plantilla. Aquello fue como un jarro de agua fría. Tenía derecho a una ayuda del gobierno, de modo que la solicité y traté de no desesperarme. Seguí escribiendo mis mil palabras diarias y enviando mis obras. Me hice un perfil en una página de búsqueda de empleo y mandaba currículums de vez en cuando. —Podemos ofrecerle un seguro por cancelación de boda. Le sorprendería cuántas parejas se echan atrás a última hora. Es muy útil. —Ya, pero no estoy pensando en casarme. Ni siquiera tengo novia. —Comprendo. También podemos ofrecerle el mejor seguro de coche a todo riesgo del mercado. Por un módico precio de… —Tampoco tengo coche. —¿Y moto? —Pues no. —Oh. ¿Y no ha pensado en comprarse un vehículo? Podría adelantarse y ya tendría el seguro. —Lo siento pero no. 20
—Y… veamos, ¿le interesaría un seguro por cancelación de vacaciones? Siempre puede haber cambios de última hora en el trabajo. Le haría ganar puntos ante su jefe. —Lo cierto es que me echaron hace dos días. —Vaya, cuánto lo siento. —Me lo figuro. El teléfono sonaba con furia en mitad de la noche; las odiosas notas de jazz rebotaban en las paredes del piso, sobresaltándome mientras leía o trataba de conciliar el sueño. Contestaba y oía voces deformadas, lenguas extrañas que no podía comprender. Sentía que flotaba cuando el teléfono sonó. Alargué el brazo y lo cogí. Una voz de mujer preguntó si yo era Roberto Gómez. Ya me disponía a colgar cuando dijo que habían recibido un relato mío que les había encantado, que había resultado ganador. Cuando oí aquellas palabras fue como si todo estallara de color a mi alrededor; casi tuve ganas de echarme a llorar. Pregunté cuál de mis cuentos había ganado, y entonces sentí un estremecimiento. La mujer empezó a reírse al otro lado, primero bajito, luego a carcajada limpia, con voz siniestra. Eché la cabeza atrás y vi que el teléfono había desaparecido de mi mano. Las risas me rodeaban, dolorosas como puñaladas, cada vez a un volumen más elevado, hasta que desperté entre temblores y vi que el teléfono sonaba en la mesita de noche. Los días empezaron a volverse irreales. Todo me incomodaba, el mundo se había teñido de una gri21
sura terrorífica y fantasmal. Estaba como fuera de mí; era como si no fuera yo mismo. Mi rutina se distorsionó poco a poco. Empecé a levantarme tarde, mis ánimos se habían agriado. La idea de ponerme a cocinar me amargaba, de modo que me alimentaba de bocadillos de pan de molde y comida precocinada. A veces pasaba dos días sin poder ir al baño. Me costaba sentarme a escribir, las ideas dejaron de fluir. Una noche soñé que me llamaban. Bueno, eso lo soñé muchas veces, ya me entendéis, pero esta vez fue diferente. Descolgué y la voz al otro lado dijo que era Ray Bradbury. Yo no podía creerlo. Siempre había tenido al escritor como un abuelete simpático y agradable, incluso divertido, pero antes de que pudiera decirle cuánto lo admiraba el tipo empezó a gritarme, a preguntarme, con voz despiadada, si ya había escrito las mil palabras que le debía ese día, y las mil del día anterior, antes de echarse a reír como un lunático. Me desperté empapado en sudor y espanto. —Nuestra empresa multinacional dispone de decenas de seguros distintos, pensados para satisfacer las necesidades específicas de nuestros clientes, que ascienden a más de cinco millones en todo el mundo. ¿Qué opina de los huracanes? Ya sabe que con el cambio climático puede suceder cualquier cosa. Un día de estos podría estallar un volcán en mitad del país, o sufrir las consecuencias devastadoras de un tsunami. ¿Recuerda el terrible tsunami que azotó el sudeste asiático en 2004 y mató a más 22
de doscientas mil personas? Podemos ofrecerle un seguro para todo tipo de episodios climáticos extremos. —Es muy amable pero no me interesa. —Usted verá, pero es mejor estar prevenido. No debe preocuparse por el dinero, las cuotas son ajustables. Me quedé en silencio y el tipo continuó hablando. —Quizás le interesaría un seguro contra daños causados por los topos. Habrá oído que es probable que próximamente se desate una plaga de topos en todo el país. —¿Pero qué dice? Si yo vivo en un sexto piso. —Con esos bichos nunca se sabe. —Lo siento pero no. —Ya veo. Imagino que ya dispondrá de un seguro en caso de defunción, pero por un pequeño extra, una cantidad casi simbólica, mi compañía puede ofrecerle un seguro adicional por si, Dios no lo quiera, usted falleciera por un ataque de risa. Me quedé de piedra. —¿Me está tomando el pelo? —En absoluto, señor, y sepa que son unos seguros que han dado muy buenos resultados. La compensación sería mucho mayor, y la cuota es irrisoria. —Pero, dígame una cosa: si muriera solo en casa, por ejemplo, ¿cómo sabría nadie si he muerto de risa o no? —Bueno, la gente suele reír más cuando está acompañada. Ya sabe, charlando y eso. 23
—Mire, lo cierto es que no suelo reír demasiado últimamente, de modo que no me interesa. —Le ruego que no se precipite. Imagine que está en una fiesta, que alguien dice algo gracioso y usted arranca a reír y no puede parar. Ya sabe, eso nos ha pasado a todos alguna vez. Imagine que está en mitad de una de esas carcajadas imparables y que de pronto se traga la lengua o se atraganta con algo que acaba de comer, y cae redondo al suelo. No sería la primera ni la última vez que pasa. ¿Cómo se sentiría si le ocurriera y no hubiera contratado antes este seguro por apenas nada al mes? La cabeza me daba vueltas. —Pero en ese caso contaría como muerte por ataque de risa o por ahogamiento? —Bueno, ehm, eso… habría que discutirlo llegado el momento. Nunca fui de salir demasiado, pero por aquel entonces apenas me movía de casa. Solo bajaba al supermercado de la esquina un par de veces por semana. Por lo demás, me pasaba el día en la cama mirando el teléfono, como ido, diciéndome que lo estaba tirando todo por la borda, sin energías para hacer nada. Sentía una infinita desgana; me sentía indefenso, a merced de aquellas empresas que eran como los abusones del colegio con un poder casi ilimitado. Pero un día me levanté con un ánimo distinto, lleno de energía. Pensé en toda la desgracia que asolaba al mundo y, en lugar de deprimirme todavía más, me convencí de que mi caso no era para tanto, 24
de que, bien mirado, yo era un afortunado. Lo único que tenía que hacer era tratar de razonar con las personas que me llamaban, convencerlas de que me dejasen en paz. La primera llamada que recibí tras tomar aquella decisión fue una hora más tarde, de la compañía del gas. El comercial habló durante un par de minutos. Primero me ofreció un seguro por si el piso explotaba debido a un escape, luego habló de un seguro que incluía tres revisiones anuales de la caldera, la mano de obra y el cambio de piezas, después optó por ofrecerme una caldera nueva de última generación hecha de fibra de carbono y con una potencia capaz de calentar el agua de una piscina en tres minutos, y al final opinó que sería una buena opción, además de todo lo anterior, cambiar las cañerías del gas por una cuota bajísima al mes durante cinco años. Mientras él hablaba yo pensaba si se sabría toda esa perorata de memoria o si lo estaría leyendo todo de un papel. Cuando se calló yo tenía la cabeza como un bombo, pero hice acopio de toda mi amabilidad, le dije que no me interesaba y le pregunté si podrían apuntarme en alguna lista de personas que habían desestimado sus servicios para que no me volvieran a llamar. El hombre rio de un modo extraño y dijo que desde luego, que no me preocupara. Sentí un alivio tan colosal que me despedí de él como si hubiera estado hablando con mi mejor amigo. Hice lo mismo con el resto de comerciales que me llamaron aquella semana. 25
Pero pasaba el tiempo y seguía recibiendo diez, doce, quince llamadas al día. Cada nota de jazz era como un mazazo en mi cerebro. Todas las semanas hablaba con las mismas personas. Llegué a reconocer muchas de sus voces. Les decía que había solicitado que no me llamaran más, y ellos se disculpaban y decían que debía tratarse de un error. Pero días después me encontraba hablando con las compañías de siempre, hasta que comprendí que todo era inútil. Al final hice como con mi madre: acepté aquellas ofertas solo para que me dejasen en paz. Los comerciales se alegraron al obtener, por fin, un sí de mis labios. Tomaron mis datos y dijeron que ellos se ocuparían de todo. Yo ni les oía hablar, tratando de dominar mi ira. Pero fue peor el remedio que la enfermedad, porque además de las llamadas de siempre, pronto empecé a recibir llamadas de mis antiguas compañías, alertadas de que iban a perderme como cliente. Yo pensaba si se tomarían todas aquellas molestias con todo el mundo, si no estaría tratando con una horda de locos. Me hicieron contraofertas excepcionales, decían, que nadie podría igualar, y cuando les colgaba o me negaba a hablar con ellos, volvían a llamarme al cabo de pocos minutos. Estaba atrapado en una telaraña de la que era imposible escapar. Cuando se cumplieron dos años de mi mudanza ya hacía meses que era incapaz de concentrarme en la escritura, que apenas podía leer un libro a la se26
mana. Pasaba la mayor parte del día deambulando por el piso o tumbado mirando el móvil en silencio, como alucinado, esperando la próxima llamada. Tenía la melodía enquistada en el cerebro y la tarareaba a todas horas. Había agotado el paro y mis ahorros estaban al límite. Me era imposible pegar ojo. A cada rato me sobresaltaba y corría a coger el teléfono, convencido de que me estaban llamando. Las pesadillas se sucedían una tras otra; la melodía jazz me acorralaba como un bestia sedienta de sangre. A veces miraba el aparato en la lejanía o con el rabillo del ojo y casi podía jurar que la pantalla estaba encendida, pero me acercaba y lo encontraba detenido y en silencio. Una tarde estaba en el supermercado cuando sentí la vibración del teléfono en el bolsillo del pantalón. Lo cogí pero no me estaba llamando nadie. Sentí un temblor helado en todo el cuerpo. Guardé el teléfono, respiré hondo y traté de no pensar, pero a los pocos segundos volví a sentir la vibración. Ocurrió dos veces más, hasta que lancé un grito de horror, abandoné el carro con la comida y salí corriendo como un perturbado. Una mañana, al descolgar el teléfono, sentí que temblaba de arriba abajo, que se me aflojaban las piernas. Ya no podía soportarlo más. Acerqué la boca al aparato y grité que no quería nada, que me dejaran en paz. Pero una voz dijo que llamaba por un currículum que había mandado hacía un par de semanas, luego censuró mi mala educación y colgó abruptamente. Rompí a llorar. 27
Abrí la ventana y lancé el teléfono con todas mis fuerzas, mientras las lágrimas rodaban por mi cara. Cerré y me senté en el suelo, temblando. Cuando empecé a sentir el frío de las baldosas en las piernas ya me encontraba un poco mejor. Para cuando llegó la noche ya estaba relajado. Me tomé unas cervezas y me dormí. Soñé que escribía un gran relato en mi propia piel, que subía a recoger el premio a un escenario y que todo el mundo me aplaudía. Soñé que me fotografiaban y entrevistaban, que por fin publicaba una de mis novelas, pero entonces, en el sueño, oí una melodía inconfundible y me desperté. La oscuridad se había apoderado del piso. Las persianas estaban echadas y a penas podía ver nada. Entonces ocurrió. Oí las notas largas y graves de jazz, seguidas de unas más rápidas, ascendentes, retumbando por todo el piso, como si brotaran de la noche que me envolvía. Sentí un escalofrío. Me erguí y, lanzando un grito, me tapé con la sábana. Los días que se sucedieron fueron todavía más irreales. Los pasé en la cama, entre la vigilia, la alucinación y el sueño. Oía el teléfono, sentía voces que me ofrecían todo tipo de ofertas y servicios. A ratos las cosas se calmaban, pero solo era el preludio del regreso de la tormenta. Una tarde me desperté de un salto, muerto de miedo. Oía esa música con absoluta nitidez. Me puse en pie, me dolía todo el cuerpo. Ojeé la sala, estremecido, y vi mi teléfono, dando saltos en la mesita de noche. Casi me dio un patatús, pero en 28
lugar de eso estallé en una carcajada lunática y me puse a saltar yo también. No sé qué ocurrió después. Agarré el teléfono y me lo tragué; o quizás lo hice pedazos contra el suelo. Corrieron las horas, pasaron los días y las noches mientras yo flotaba en un limbo de terribles pesadillas, hasta que oí gritos y golpes al otro lado de la puerta. Una muchedumbre trajeada y de rostros deformados se abalanzó sobre mí, sacudiéndome, peleándose por mi atención. Me tapé la cara con las manos y, sin parar de llorar, dije que no quería nada, que me dejaran en paz. No supe hasta más tarde que nada de eso había ocurrido, que era mi madre quien gritaba. Me desperté en un lugar extraño. De algún modo sabía que había llegado mi hora, pero estaba tan ido que era incapaz de pensar con claridad. Alguien dijo que debía hacer semanas que no me metía en la ducha. Oí gritos y sollozos, a alguien preguntando si me pondría bien. Pasaron dos semanas hasta que comprendí que me habían metido en un loquero. Supongo que era lo mejor. Ahora me encuentro bien. Esos cacharros están prohibidos aquí dentro. Me siento a salvo con todos vosotros. Incluso he vuelto a escribir mis mil palabras al día. Tengo la corazonada de que entre estas paredes acolchadas, en este silencio indiferente, todo irá bien.» Gracias. Los aplausos arrancan y pronto se vuelven poderosos como una tormenta. Roberto despega los labios del micrófono. Sonríe. Sus manos, que sos29
tienen las hojas de papel grapadas, tiemblan levemente. Dos mujeres suben al escenario, una con un trofeo y la otra con una cámara fotográfica. La primera entrega el trofeo a Roberto mientras la otra hace varias fotografías. Roberto saluda al público y baja las escaleras. —Muchas gracias a Roberto Gómez por su maravilloso relato y felicidades por el primer premio. Bien, demos ahora un fuerte aplauso al segundo clasificado, que ha sido…
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GUILLERMO ANTUÑA La luz
Sucedió en mi propia calle, una mañana de abril en que el tráfico espantaba los pocos pájaros que, animados por la estación entrante, se atrevían a ocupar un lugar en los árboles que perfilan las aceras. Apenas había salido del portal, distraído tal vez con los resultados deportivos del fin de semana, dispuesto a hacer algún recado que no recuerdo, cuando un destello de luz atravesó mi cabeza. Tuve que apartar la mirada, cegado por el rayo imprevisto, bajarla al suelo mientras me cubría el rostro con las manos. ¿De dónde había salido? Minutos antes me había asomado al balcón, indeciso entre cazadora o abrigo, y las nubes cubrían inalterables aquel cielo triste de principios de semana. Tardé unos segundos en recobrar la visión, parpadeando como quien ha sido atacado por los restos de una duna en movimiento. Busqué en vano la respuesta de algún vecino, un testigo que hubiera presenciado la escena, pero la calle estaba desierta. Yo llevaba por entonces varios días confinado en casa, cubierto por envoltorios de comida precocinada y papeles del trabajo, a salvo de la tibia luz que empapaba la ciudad en aquella época del año. Pensé que tal vez fuese ese el motivo de mi repentina ceguera, nada más, 31
tan solo falta de costumbre. Pero no podía tratarse de eso. Cientos de veces me había descubierto la claridad de las primeras horas del día saliendo de algún sótano triste y trasnochado, o el sol rebotando en la orilla de las playas del Norte un buen día de verano. No, nunca había sentido nada parecido. A dura penas me repuse, arrastrando el borrón de mis ojos con mis párpados quemados. Finalmente conseguí distinguir de nuevo las líneas de los adoquines, un par de colillas mal apagadas al pie de la papelera. Alcé la vista decidido a encontrar el origen de aquel fuego, intentando vislumbrar el flash mal calibrado de un turista o los focos desafortunados de un coche aparcado en sentido contrario. Una a una escudriñé las fachadas opuestas a mi edificio, una mezcla mal emulsionada de oficinas y viviendas antiguas, recortadas entre quicios y ladrillos sucios por la dejadez y el paso de los años. Repasé cada cornisa, todos los portales, violé la intimidad presupuesta de cada ventana cerrada. Así pude encontrarte. Me observabas burlón desde una cristalera alargada, que corría sin partirse a lo largo de un primer piso, entre dos portones sin escalera. Quién hubiera sido capaz de mantenerte la mirada. Había en tu rostro algo demoníaco, enfermizo, un rictus trastornado entre el sueño y la locura. Tu forma de taparte la cara con la palma de las manos, tu lengua afilada y grotesca. Fue el terror quien salió huyendo, pues yo no tenía entonces voluntad alguna. Cobarde llegué corriendo a la esquina de la gran avenida, crucé sin escuchar la amenaza de ningún claxon, y corrí y co32
rrí sin detenerme, aterrado corrí en dirección al parque, lejos de vidrios inoportunos, hasta que en mitad de los jardines mi respiración se cortó y mis ojos de nuevo se cerraron. Pasé de puntillas por los días siguientes, evitando cualquier reflejo en los cristales que organizan esta ciudad con su fría impertinencia. Trataba así de que no volvieras a encontrarme, pero tu recuerdo pasó a ocupar cada rincón de mi vida, y poco después de conocerte me era ya imposible no dibujar esa satánica mueca en cada uno de mis pensamientos. Por las noches bebía hasta desfallecer, intentando dormir más de un par de horas seguidas, hasta que en la bruma etílica del sueño aparecías para recordarme que me estabas observando, que no te habías marchado. De nada me sirvió escribir para despedirme violentamente del trabajo, cerrar por dentro todas las contraventanas. Tú te habías instalado en mi vida y no parecía haber nada que yo pudiera hacer para remediarlo. Comenzaste a acompañarme en el café de la mañana, en los momentos pudorosos del baño, en el teléfono desenchufado. Mi rutina comenzó a reducirse a escapar ante la amenaza de un peligro invisible. Atranqué la puerta con tres vueltas de llave y una silla. La televisión, con todo el volumen, siempre estaba encendida por temor a las visiones de la pantalla apagada. Desmantelé los cajones en busca de mantas y toallas con que tapar los espejos, rompí los vasos y estanterías de cristal por temor a cualquier destello que pudiera traerte de vuelta. Y poco a poco me fui sumiendo 33
en mí mismo, plegándome sobre mis huesos como un papelito que se guarda en el bolsillo, desapareciendo de la existencia y del mundo para recluirme por siempre a tu lado. Así mis manos comenzaron a cambiar, deformadas por la rabia y el miedo. Mis ojos amanecían inyectados en sangre cada día, incrustados sobre el regusto metálico de una boca infecta. Retorciéndome sobre la alfombra sentí partirse en dos mi espalda. Grité y te busqué, por fin, maldiciéndote en cada alarido. Quién eres. Qué he hecho yo para merecer tu visita. Pero tú nunca estás y sin embargo tu presencia invade mi alma putrefacta. Sal de ahí y mátame, te lo suplico, deja de torturarme. Ven y abrázame. Muéstrate de nuevo. Mírame. Estela dijo que habían pasado más de cuatro días. Intentó llamar a mi oficina, pero nadie tenía noticias sobre mí. Había desaparecido sin decir nada. Me contó también que cuando tiraron la puerta abajo yo estaba sentado en el suelo, en una esquina de la sala. Los vecinos aseguraron no haber escuchado nada fuera de lo común en toda la semana, tan solo el ruido de un teléfono que no dejaba de sonar. La puerta no estaba cerrada con llave y no había signos aparentes de violencia en la casa. Por los ventanales que daban a la calle entraba la luz tibia propia de la primavera. No encontraron nada sospechoso en los armarios bien ordenados, tan solo signos de mi dejadez en el polvo de las estanterías. Me sacaron de casa sin que yo opusiera resistencia, únicamente supliqué poder caminar con 34
los ojos cerrados. Una vez en la clínica, por mi propia seguridad, decidieron inyectarme un calmante, y yo dormí y dormí plácidamente, sin que nadie se atreviera a despertarme. Llevo más de un mes en esta casa, rodeada por un bonito jardín a las afueras de la ciudad. Todas las plantas han florecido ya, adornadas por el ir y venir de pájaros tranquilos lejos del tráfico. Cuando desperté, y después de que las pruebas no mostraran signo de enfermedad alguna, Estela se ofreció a acogerme para no prolongar mi ingreso. Tan solo una vez ha intentado que le cuente qué me sucedió en aquellos días, pero le dije que no lo recuerdo. A veces la escucho murmurar con Jon, a mis espaldas, y después -como intentando enmendar una pequeña acción por la que se sienten culpables- vienen a preguntarme si quiero salir a pasear o si me apetece un zumo de naranja. Es un buen hombre, Jon, siempre ha querido a mi hermana. Creo que no se fía de mí del todo, y me mira receloso cuando, por las tardes, juego con los niños en el jardín. Ellos vienen a buscarme con el sombrero y las pistolas porque han sido atacados por la tribu de unos poderosos guerreros indios. Yo soy Tormenta, su valiente yegua, así que me pongo a cuatro patas para que se sienten en mi espalda y juntos conquistamos de nuevo el Oeste. Parezco invencible, los indios nunca son capaces de herirme. Los pequeños insisten en que me han dado un flechazo y clavan sus espuelas en mis lomos para avisarme de que debo tirarme al suelo, pero yo nunca los dejaría caer. Estela se ríe y 35
aplaude, Jon no dice nada. Después cenamos todos juntos. A veces cocino yo y a veces compro vino. Ya me conocen en la tienda de la rotonda, donde aprovecho a ir si ese día me ha apetecido preparar la comida. Nos acostamos temprano, la familia madruga. Yo duermo en la habitación de José, que se ha mudado al cuarto de su hermano. Que yo sepa nunca ha habido quejas, aunque creo que Jorge ya está un poco cansado de que hayan invadido su espacio. Por la mañana se van juntos al colegio, en el autobús que los recoge a las ocho. Estela y Jon comparten coche para ir a la ciudad, una hora más tarde. Trabajan en el centro, a menos de quince minutos de distancia el uno del otro, así que Estela lo deja a él en el trabajo antes de ir a su oficina, y pasa a buscarlo por la tarde para recoger a los chicos de vuelta a casa. Yo desayuno con ellos y cuando se van hago limpieza. Leo, juego al solitario, como solo, y paso el resto del día sentado en esta butaca, a la sombra del porche de la higuera que adorna la parte trasera del chalé. Es bonita, con la fachada de ladrillo visto y grandes cristaleras, distribuida en tres alturas. Arriba del todo está la buhardilla, acondicionada como despacho y sala de juegos. En la planta intermedia hay tres habitaciones -las de los niños hacia la carretera, sobre el jardín la del matrimonioy un gran cuarto de baño. Finalmente, abajo queda otro aseo y un inmenso salón adosado a la cocina, que cubre casi toda la planta, abierto al jardín por grandes ventanales en su parte trasera. Y ahí te veo cada día, todo tú mueca de asco y locura, maldad 36
infinita. Ya no me asusta que poses en mí tus ojos de sangre. Ahora te miro fijamente y alzo la mano contigo, acaricio mis labios mientras tú los acaricias, clavo en mi cuello tus uñas afiladas y respondo a tu sonrisa con una sonrisa. Me retuerzo con tu espalda quebrada, dejo que me llames por mi nombre y me abraces mientras yo te abrazo. No sé quién eres tú, pero te reconozco en mí, ahora lo comprendo.
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F. DÍAZ SAN MIGUEL Littlemore
En el sanatorio mental de Littlemore, en Oxford, las mañanas eran frías y llenas de sol. Desde la cantina del manicomio se veía, afuera del gran ventanal, a los locos pasear, gritar, tumbarse en la hierba, a veces bocabajo, durante más de una hora con la cabeza escondida bajo el abrigo. Miguel Izamid se preguntaba si aquel tipo miraba a las hormigas, a un caracol. Pero luego otro venía y se tumbaba frente a él. No como en la playa, sino frente a él y también boca abajo, juntando su cabeza y su abrigo con el de enfrente. Suponía que hablaban, que se escondían de la CIA. ¿De qué otra cosa si no? En esos pensamientos se entretenía, el tiempo era muy largo. Luego el visitante se cansaba y se iba. El primero quedaba solo, tendido y con la cabeza tapada hasta que otro venía a ocupar la posición, se tendía bocabajo y subía su abrigo dejando la cabeza escondida y los riñones al aire. Era Inglaterra y el frío de abril. Él veía todo aquello, pero apenas podía escribir entonces. Solo miraba a los locos y a sus vigilantes sin diferenciar quién era quién, y leía Niebla. Unamuno llenaba, en una lectura lenta, culpa de las interrupciones de los esquizofrénicos, o de los tras38
tornos bipolares, las mañanas largas y extrañas del Littlemore Asylum. A Miguel Izamid le gusta creer que solo se escribe una historia, una única historia vestida con diferentes ropas. Que acaso solo tenemos una cosa que decir. Dos. Piensa en Monterroso, Faulkner, Capote. En Flaubert, en hacer algo benigno con las obsesiones. Hace años, cuando empezó a narrar su historia, ese argumento que no sabía cuál era pero que era el suyo, cuando no pensaba en la muerte más que como en un accidente literario del que tendrían que sacar su escrito póstumo como del coche de Albert Camus, entonces Izamid no tenía tanto por escribir ni le quedaba tanto por leer. Piensa en su manicomio. Al principio hablaba de sus recuerdos en el hospital psiquiátrico de Littlemore sin percibir que el interlocutor se preguntaba, en un silencio incómodo, porqué había estado en una residencia mental en el extranjero. Pero para Izamid eran momentos de paz. Recuerda a los locos y la tranquilidad inhóspita de las mañanas, los libros. El caso es que cuando hablaba de todo aquello se abstraía, no reparaba en la conveniencia de explicar por qué estaba él en un manicomio. Tardó más de lo prudente en percibir que sus interlocutores sostenían como un malabarista: la atención, la mirada y un silencio frágil, haciéndolos girar en el aire como tres naranjas. Cuando lo hizo se acostumbró a dejar claro desde el principio del relato que él no 39
era uno de los internos. Izamid trabajaba en uno de los principales bancos de Inglaterra, y su sucursal gestionaba las cuentas de todo el complejo hospitalario de Oxford. Según le explicaron, el banco había adquirido el compromiso de abrir, una vez por semana, una oficina que atendiese las necesidades de los empleados del sanatorio. Eugenie, su compañera, era una mujer de pelo blanco que le recordaba a Gloria Fuertes, aunque esta hablaba incansablemente de sus nietos. Así que Gloria Fuertes e Izamid llamaban cada miércoles al taxi que los recogería en la puerta del banco, en Carfax, y los dejaría en la entrada del complejo. Allí ordenaban los papeles y esperaban al furgón del dinero. Littlemore no tenía puertas cerradas ni verjas ni alambradas. La gente entraba y salía, pero los que estaban allí sabían que tenían que estar allí. En un espacio con un gran ventanal a la izquierda una división móvil de tela de escái a su espalda y a su derecha dividía la cafetería separándoles de los locos. Frente a él, en la única pared de obra había una cabina de seguridad, con sus cristales blindados y su ventanita, en donde Eugenie entregaba o, raramente, ingresaba el dinero. En el otro extremo, frente a ella sentado a cinco o seis metros, en lo que era casi un pupitre, se sentaba Miguel Izamid. A su espalda y a su derecha las divisiones móviles quedaban medio abiertas y a veces alguien entraba por las rendijas gritando, llorando, armando escándalo. Unos sustos tremendos en el silencio de 40
la mañana en la que apenas se percibía el rumor de los residentes, que jugaban juegos de mesa al otro lado de los paneles. A las diez menos cuarto, con sus formularios inútilmente ordenados en la mesa, llegaba el furgón de seguridad que volvería a las cuatro y media. No había nada que hacer. En realidad eran dos personas para que se vigilasen el uno al otro, no porque hubiera trabajo para todos. Sucedía lo mismo en las cámaras de seguridad de los sótanos de la central, en Cornmarket, en donde los encerraban durante jornadas enteras a contar dinero. Nadie dejaba solo a nadie. Si Izamid había olvidado su boli llamaba para que le bajasen uno. Su falta de instinto para el robo hizo que tardara tiempo en darse cuenta de que el otro no le permitía ir un momento a por su bolígrafo, o a mear, no para evitar encontrarse bajo sospecha al quedarse solo allí abajo, rodeados de montañas de billetes, sino para no quedarse solo con su tentación y aquellos millones de esterlinas. Eugenie lo explicaba todo muy despacio: Los que te pidan que rellenes su impreso, excusándose por haber olvidado las gafas, por ejemplo, es porque no saben escribir, tú hazles caso. Y otro consejo importante: Aunque el cliente te parezca raro no des por supuesto que es un interno, no queremos faltar al respeto a ninguno de los trabajadores. El director era uno de esos. Cuando los visitó por primera vez Miguel Izamid pensó que era otro de los residentes que se colaban en el cuarto por aburrimiento. Se sentó en frente de su pupitre, son41
reía con unos dientes verdecidos, cómo explicarlo, tenía un terrible acento italiano y una dicción que se mezclaba con su saliva blanca y pastosa. O aquella mujer casi guapa, pero a todas luces loca, que trabajaba en la enfermería. Se quedaba sentada frente a la mesa de Miguel Izamid después de terminar de rellenar los papeles, charlaba con él hasta que llegaba otro cliente, a veces una hora o dos. Cuando un buen día Eugenie mencionó que él no era inglés, que era español, la mujer se bloqueó, comenzó la siguiente frase hablando muy despacio y muy alto, vocalizando ostensiblemente como si él fuera sordomudo. Por más que él le explicó llevaban meses hablando, que entendía el idioma tan bien o mejor que ella, no cejó es sus gritos. En realidad apenas tenían un cliente a la hora, así que leían, él escribía a ratos, luego comían su sángüich cada uno en su puesto. Hablaban de los nietos, de los compañeros de la central, meteorología, esas cosas. El tiempo era lentísimo en Littlemore, ya lo he dicho. Miguel Izamid quería que llegase ese día para no dar palo al agua y poder leer, y nada más llegar allí quería que el tiempo pasara muy deprisa. Y lo ha hecho. Puede que esta vida que llenamos de metáforas domésticas solo sea manejable a través de la escritura. Y escribir es un ejercicio sin sentido. Pero Izamid sigue haciéndolo. Lleno de fe en nada escribe y lee para dar satisfacción a ese parásito. Todo es alimento para la literatura. Los que son como él viven para dar de comer 42
a ese monstruo, sin entender adónde van, que el tiempo en Littlemore o su relato no son distintos que el muro de ladrillo que los rodea. Ambos desaparecerán cuando se apague el sol, dentro de cinco mil millones de años.
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VÍCTOR MANUEL MUÑOZ CHAVES La visita
Poco antes de entrar en la vida laboral (que lo mío me costó), un viejo amigo me decía que el trabajo tiene un componente sectario que dificulta mantener las amistades anteriores, de forma que tus nuevos compañeros, tras la obligación de pasar tantas horas juntos y tener tantas cosas en común, se convierten en tus nuevos amigos. Teresa, mi mujer, parecía querer ser cómplice de aquel augurio obligándome a aceptar la reiterada invitación a cenar en su casa de mi compañero de despacho. Allí sentado en un sofá de cuero novísimo, a juego con la minimalista decoración del salón de un pequeño apartamento recién estrenado, me costaba de veras encontrar algo en común con aquel individuo que tenía sentado delante y que me trataba con una confianza injustificada. Me limitaba a escucharlo con mi brazo mecánicamente abonado al único consuelo de la situación, un excelente hummus casero que probablemente había hecho Julia, su mujer. Ella se encontraba junto a Teresa al otro extremo del salón (apenas unos metros), comentando unas fotos. A diferencia de mí, parecían disfrutar del encuentro. No podía entenderlas, pero fuera lo que fuera aquello de lo que 44
estuvieran hablando, no podía ser más aburrido que el discurso monorrítmico con el que me obsequiaba mi interlocutor, cuyo contacto ocular constante y gesticulación exagerada me tenían agotado. Por suerte, nuestras esposas no tardaron en acercarse a la mesita. —¿Te gusta el hummus, Manuel? —Pues sí, está buenísimo. La verdad es que no puedo parar de picar —dije con la inquietud de haber comido demasiado y que se hubiera notado—. ¿Lo has hecho tú? —¡Qué va! Lo ha hecho Javi. Los aros de guacamole sí que los he hecho yo —miré a Javi y me encontré una cara de orgullo, a la que respondí con un gesto de aprobación mientras disimulaba mi sorpresa—. Está aprendiendo las recetas veganas de un libro que nos regalaron hace poco. No paramos de cocinar—. —Estoy empezando con las fáciles —intervino él— las más complicadas se las dejo a ella, que tiene más mano —ambos se miraron sonriendo. —Podríamos hacer recetas de esas nosotros también —dijo Teresa, sentándose a mi lado.— No sabes la de cosas que me ha contado Julia. —Tú sabes que donde se ponga un buen chuletón… que se quite lo demás —contesté rodeándola cariñoso con el brazo. Ya me temía lo peor. —Anda, anda… si eso apenas notas diferencia. ¿Verdad que sí, Julia? —Verdad, verdad. —contestó ella sentándose a su lado— Otro día que vengáis te hago tofu así mari45
nado y ya me dices tú si ves la diferencia con el pollo —dijo después, dirigiéndose a mí. “Otro día que vengáis”. Me sonó a amenaza. —¡Nos encantaría! —dijo Teresa—, y si eso venimos antes y así me enseñas. ¿Verdad Manolo? —Sí, sí —dije mientras imaginaba mentalmente la conversación que tendríamos al irnos. —Bueno, pero también cocinamos normal, ¿eh? —dijo Javier —que no somos hippies—. Yo reí un poco, los demás lo hicieron de verdad—. Además, tampoco nos podemos acostumbrar mucho, que el niño crece rápido y tiene que comer de todo. —De verdad, qué bonito es tu niño ¿eh? —Saltó Teresa poniendo una mano en el brazo de Julia —¿Lo has visto, Manolo? Recordé enseguida las fotos junto a las que se encontraban Julia y Teresa, y por primera vez las observé con atención. Allí estaba, por supuesto. Había agradecido profundamente que no nos hubieran enseñado el apartamento, como suele ocurrir en estos casos, pero tal era mi desinterés respecto a esta visita que hasta entonces no me había percatado de que la única habitación de la casa que había pisado tenía fotos enmarcadas del bebé en cada esquina. —Sí, he visto que estábais viéndolo antes en las fotos —supe reaccionar a tiempo. —Mira, te voy a acercar una —dijo Julia levantándose. Cogió una de las fotos con marco dorado que descansaban en la estantería y la acercó hasta nosotros. Hice ademán de mover el brazo, pero no dejó que la cogiera, sino que alargó la mano, sosteniendo 46
la foto enfrente de mí. La foto no era demasiado reciente, pues Javi aparecía con más pelo. El niño estaba en los brazos de su enclenque padre, y es en ese momento cuando, por primera vez, algo me llamó la atención desde que entré en aquella casa. Miré durante un instante a Javi, incrédulo ante el hecho de que fuera su padre. Era un niño enorme. Todo en él parecía grande. Se veía cómo alargaba los brazos y las musculosas piernas, como queriendo abarcarlo todo, y el padre parecía esforzarse por mantener quieto al pequeño mastodonte. La cabeza no desentonaba del resto, cuyos inflados mofletes parecían pedir comida. El salón, ya de por sí diminuto, me pareció aún más pequeño al imaginar al niño caminando, tropezando entre los muebles y pegando chillidos. Pero sí, bonito era. —Muy guapo —dije mirando a Javi—. ¿Cuánto tiempo tiene? —Dieciocho meses —se apresuró a contestar Julia, llevándose de nuevo la foto a su lugar. Dieciocho meses en cada pata, querrá decir. —¿Qué está, con la abuela? —dije sonriendo. Por un momento temí que se notara que aquel era mi primer signo de interés desde que estaba allí, pero la verdad es que quería verlo en persona. —Se lo he comentado antes a Teresa —contestó Julia volviendo—. Lo tenemos ya dormidito en su cuna y no queremos molestarlo, además, que luego no hay quién lo duerma. Otro día os venís a merendar y lo conocéis. 47
Durante un momento, me sentí atrapado en un gran dilema. Quería ver a aquella maravilla de la naturaleza, pero para ello tendría que volver a aquella casa y, tal vez, sentar un precedente que podría desembocar en una aburrida y falsa amistad entre las parejas. La decisión estaba clara. Tal vez con suerte, en un tiempo, lo traería al trabajo para que todos viéramos su creación. La cena continuó sin más contratiempos que los ya descritos. El hummus no tardó en acabarse, y mi único consuelo pasó a ser que la hora de irse se acercaba. Cuando consideré que la sobremesa se había alargado lo suficiente, le hice un pequeño gesto acordado a Teresa, única condición que me había concedido ante visita tan indeseada. Me devolvió un imperceptible gesto pactado. La media hora de coche hasta casa me parecía hasta apetecible. Previendo el rato que aún nos quedaba para llegar, sentí ganas de ir al servicio. Pregunté dónde estaba por educación, pero estaba claro que el minúsculo apartamento no tenía pérdida. Sentí algo de lástima por la excesivamente compleja explicación de mi compañero, que podía haberse resumido en un “al fondo”. Cuando pasé al pasillo vi que todas las puertas estaban cerradas menos una, a la derecha. La cocina, una pequeña salita de estar que sería el cuarto del pequeño monstruo cuando creciera un poco más, y el baño al final. Evité hacer ruido. La puerta cerrada era sin duda del cuarto de matrimonio, donde estaría enjaulado en su cuna, durmiendo 48
a pierna suelta, el coloso. En ese momento, se me ocurrió. Un pequeño vistazo rápido para saciar mi curiosidad y no tener que volver allí jamás. La habitación de matrimonio sería lo suficientemente pequeña como para poder ver al bebé simplemente asomándome, sería tan solo unos segundos y nadie se enteraría. Evité tirar de una cisterna que anunciaría mi vuelta y agucé el oído, aguardando algún tipo de sonido que indicara que se habían levantado, solo el murmullo de la conversación. Nada. Me dirigí en silencio hacia la puerta y la abrí con todo el silencio posible, tanto para no despertar al niño como para no alertar al resto. Como era de esperar, la tenue luz del pasillo alumbró un cuarto cuya cama de matrimonio parecía cubrirlo por completo, y una cuna blanca al fondo, de barrotes altos y fuertes. Al no escuchar nada en el salón, me decidí a entrar y asomarme. Allí no había ningún bebé grande. Allí no había ningún bebé.
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ALICE Roma, 1965
Ella no entendía el sentido de la vida y le consumía no encontrar el momento en el que el universo, el destino, un dios o su propia conciencia le dijesen para qué estaba ahí. Él en cambio tenía una respuesta para casi todo, y se pasaba la vida buscando destellos de belleza en todas partes; seguía esos destellos como quien se enamora o se engancha a algún tipo de droga dura. Se conocieron en Roma en 1965 con 23 años y muchas ganas de comerse el mundo. Idealismo en vena y con mucho miedo a atarse a cualquier cosa que no fuese el uno al otro. La primavera del 68 la pasaron en París, gritando a la cara de la policía, y el 69 en campos cerca de Londres en los que Jimi Hendrix tocaba Purple Haze yendo casi tan pasado como ellos. No sé lo que tiene la vida ni quiero saberlo, pero un día de otoño del 73, con 31 años cada uno, decidieron que ella no iba a encontrar su por qué y para qué en la vida; y que a él le bastaba con ver un destello de belleza de vez en cuando para ser feliz. Ella se hizo abogada, y él contable en la empresa de su suegro. Se casaron, tuvieron dos hijos, Camila y José, a los que, por súplica de sus padres, bautiza50
ron y vistieron con lacitos azules y rosas. Los conciertos pasaron a ser 4 días en un hotel familiar en la playa más cercana, los museos, realities de televisión que veían una vez por semana; y de luchar por sus ideales en la calle pasaron a despotricar del gobierno de turno con sus amigos en tertulias aburridas de domingo. Varias veces al mes, cada uno por su cuenta, en un religioso silencio de familia, pensaba en escapar para no volver. Ella seguía sin encontrar el para qué, y él ya no encontraba belleza por ninguna parte. Cuando se decidían, iban con paso firme hacia la puerta y la abrían con la firme idea de irse y no volver jamás; siempre se tropezaban con la mesilla en la que todos los días dejaban las llaves de casa. Ahí estaba. Foto del verano del 65 en frente del Coliseo. Dos jóvenes enamorados mirándose como si el mundo estuviese en los ojos del otro. Cerraban la puerta, cambiaban la mirada, y volvían a empezar. ¿Cariño, qué hacemos hoy para cenar?
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CARLOS GARCÍA CÁDIZ La cerimònia
A l’Eusebio, a la Petra i a tants altres. Silenci. L’antònim d’una narració, el contrari a l’ús de la paraula, potser, la mort de la memòria. I amb tot, aquesta història comença així: amb un gran i llarg silenci. Els bancs estaven gairebé plens. Alguns assistents, la minoria, anaven amb la seva millor roba de diumenge impacients per alliberar-se d’aquella incomoditat. D’altres anaven preparats per treballar el camp. Uns quants venien directament de l’hort i no havien tingut temps de canviar-se, però la majoria no havien volgut perdre el temps en arreglar-se, en acabar l’acte haurien de tornar a la feina i no els hi valia la pena. L’església era petita, com el poble. Per fora, les parets eren una barreja de carreus de pedra i maons d’obra vista, per dins, en canvi, presentava un aspecte uniforme amb les parets completament blanques de guix. L’acústica era bona, un edifici robust pensat per potenciar les paraules d’un mossèn del qual en destacava l’absència. En aquell moment el silenci era tan sòlid com l’edifici a on es concentrava. Ni tan sols hi havia murmuris, la tensió ja era 52
prou elevada i la gent, familiars i amics, respectaven massa als protagonistes per a obrir la boca. A primera línia, al banc que normalment ocupaven els rics, hi esperava el nuvi. Duia un vestit dues talles massa gran o dues talles massa petit, segons a on es mirés. Els veïns l’havien engalanat amb les millors robes que havien arreplegat pel poble i algunes peces eren més grans que les altres, no n’hi havia cap de la seva mida. Malgrat tot, ell era jove i atractiu. La pell torrada pel sol, les mans aspres i fortes de treballar la terra, el torç robust i musculat d’ajupir-se per sembrar i fer la collita, i les cames àgils i fermes acostumades als camins de terra i pols. L’esforç diari havia modulat amb duresa les seves faccions, ja no era un nen, i aquests trets no hi ha cap conjunt que els pugui amagar. Nerviós, no podia retirar la vista de la porta que hi havia situada a la dreta de l’altar. Allà hi havia una petita estança, on ja feia estona que s’esperava la núvia. Ella sabia que alguna cosa no anava bé, no era normal aquell silenci. Mentre jugava amb una de les borles del seu vestit, es demanava quant de temps portava esperant. No l’haurien d’haver cridat ja? A cada segon més nerviosa intentava pensar en qualsevol cosa que la distragués, però les imatges que passaven pel seu cap no la tranquil·litzaven pas. Recordava una rere l’altra les topades entre el mossèn i les seves respectives famílies. Els temps estaven canviant, però en aquell poble allunyat de tot, els ritmes eren uns altres. 53
Era cert que casar-se per l’església no era cap obligació. De fet, tothom ho comentava i no semblava haver-hi reprovació al to de la gent. Amb tot, la tradició era difícil de desplaçar, més encara a les comunitats petites i rurals on no hi ha jutge més poderós que l’opinió popular, el què diran, capaç d’assenyalar i perseguir a les persones de per vida. Els vents huracanats de la modernitat, els mateixos que transformaven les grans ciutats, allà minvaven fins a esdevenir una brisa que bufava incansable, sí, però amb grans resistències com són la tradició i la superstició, fortament arrelades a l’indret. Mentrestant, entre el públic tothom començava a fer-se la mateixa pregunta: seria capaç aquell maleït capellà de no presentar-se? La resposta no va trigar gaire a arribar. Aquell homenet baix i grassonet va entrar de manera atropellada a la seva parròquia. Aquelles formes de presentar-se, desconegudes fins ara, van trencar amb el silenci tens de la sala. Tot i que la sorpresa va incrementar-se de seguida, sense deixar pas a l’alegria i sense arribar a desfer l’atmosfera de tensió. Agafant-se les faldes de la túnica, l’homenet de Déu va avançar en direcció a l’altar fins que, amb un simple cop d’ull als pares dels nuvis, va decidir aturar-se en sec. Un cop valorada la distància que els separava, prou segura al seu criteri, va parlar ràpidament i amb veu clara: —No hay boda. ¡Ya lo advertí —deia aixecant la mirada del terra per clavar els seus ulls en els del nuvi—, Dios no casa a comunistas! 54
Tot seguit va tocar el dos, abans que no hi pogués haver cap rèplica. De ben poc va venir que no s’entrebanca amb la sotana, de tanta pressa que duia. Malauradament, la seva còmica sortida no va ajudar en res als protagonistes, que sentien caure el cel al seu damunt. La porta lateral a l’altar s’havia entreobert i la núvia hi mirava de treure el cap, buscava amb la mirada al seu home, que tampoc havia acabat de pair les paraules que acabaven d’escoltar. Els murmuris s’havien iniciat i no semblaven tenir aturador. Filera a filera, els comentaris s’escampaven per tot el temple. I quin xivarri que es va organitzar. Cada convidat opinava sobre què s’hauria de fer i com s’hauria de procedir o no. Fins i tot va obrir-se un debat sobre la millor manera de llençar el mossèn al riu. Per sort per al capellà, dins d’aquell guirigall, una persona va conservar la calma. El pare de la núvia era un home corpulent i habitualment tranquil. De fet, el nom d’ella semblava més escaient per a ell: Petra. Va ser amb el seu tarannà passiu que va dirigir-se cap a l’altar, i sense pronunciar una paraula va esperar fins que la seva presència cridés prou l’atenció per començar a calmar els ànims. Quan el volum dels murmuris va disminuir, va esclarir-se la gola en senyal que volia parlar. La cambra va tornar al seu silenci antinatural, expectant davant d’aquella figura immensa que s’alçava amb autoritat a l’altar. —Petra, Eusebio, dad un paso al frente. 55
Els joves van avançar-se, sorpresos. —Vosotros os queréis, ¿verdad? Va fer una pausa per observar com els nuvis assentien amb el cap. Els pobres encara estaven una mica commocionats i cohibits. —Entonces estáis casados, ¡ale! Silenci. —¡Venga, a celebrarlo! —va afegir davant la confusió de tots els presents. —¡Pssst, psst! —cercava cridar l’atenció la mare del nuvi amb un murmuri—. Puedes besar a la novia, di que puede besar a la novia. —¡Ah,sí! —Es va sorprendre l’improvisat capellà—. Podéis besaros. Així va ser, entre riures i alabances, que els nuvis finalment es van besar, donant pas a la celebració. Aquesta història seria només un avenç de què van ser les seves vides. Vides marcades pels canvis i les guerres, per la fam, les il·lusions, les misèries... i per un règim feixista que ho va podrir tot. Aquest relat començava amb un silenci, i, desgraciadament, també n’acaba amb un. El silenci imposat al llarg dels anys. Històries prohibides fins i tot en la intimitat familiar, amb aquells «tu calla», «d’això no se’n parla», «chiton»... Relat de la desmemòria en estat pur, massa sovint condimentant amb la indiferència dels poders i les institucions, que acabaren de matar els records amb la seva oficialitat. Oficialitat sempre en estat d’alerta, sempre en estat d’excepció: deixaran mai de sonar els sabres? 56
CAMÈLIA R. BALAGUÉ Piscina / Ortigues / Passeig
Piscina La Júlia fa tres anys que sap nedar. Neda molt bé, li ha dit la monitora de la piscina, la Joana, que de tant en tant aixeca els braços i li ballen els pits grans que té. Domina tots els estils, que si crol, braça, esquena i papallona i tot. El que passa és que a la Júlia l’emprenya una mica que no li deixin fer el que a ella més li agrada que és bussejar. Que no ho considerin exercici de classe i que només ho pugui fer en els moments de temps lliure és quelcom que li entristeja bastant. Ella mira els companys que no li diuen mai res. I mira que fa temps que hi comparteixen hores i activitats, però res de res. Cada vegada que passa darrere de qualsevol d’ells li venen ganes d’espitjar-los i que no surtin mai del fons turquesa de la piscina. Però no ho fa. És clar que no. Ben pensat més li agradaria que s’ofeguessin, que ella dugués a terme un rescat heroic i d’aquesta manera quedar proclamada com la millor nadadora de la classe. Això sí que li agradaria. La Júlia creu que la culpa de que la mirin i li facin el buit és de la seva mare. El primer dia va 57
oblidar de posar-li la part de dalt del banyador a la bossa i quan se’n va adonar va haver de sortir només amb la part de sota, unes calcetes de color rosa, sent l’única de tot el grup de noies que no protegia els seus pits inexistents. La Júlia no li va dir res a sa mare, perquè sap que no ho devia fer a propòsit, però clar, també sap que si no hagués estat per aquell descuit, no hauria passat aquell calvari de mirades. No li dirà mai a la mare. Si no ha implorat que la desapuntessin de la piscina és perquè sap que és la millor. No la conviden a saltar durant aquells deu minuts finals de classe. Per això busseja. Aquells deu minuts d’esbarjo, on la Joana s’asseu a una cadira de plàstic després d’agafar tot el material que no fan servir durant la classe (matalassos de colors, xurros, tauletes petites) tirant-ho a la piscina com qui dóna a menjar a uns porcs afamats. Tota la garrinada va boja per quedar-se amb els millors artefactes. I la Júlia busseja. Li fa enveja, però tampoc s’hi escarransia massa, ja ho he comentat, li agrada bussejar. S’allunya de la superfície i s’enfonsa per anar a tocar les línies del terra de color blau marí. Se sent lleugera i bonica, un peixet que s’ha tornat sord. Aquí dins no ha de xerrar amb ningú, de fet només veu les potes frenètiques de tots aquells beneits i se sent agraïda per viure en un món ple d’aigua en la qual sempre podrà bussejar. Deuen quedar un parell de minuts perquè la Joana es posi dempeus i comenci a cridar, i la Júlia segueix fent la seva allà sota, a vegades sembla que 58
no hi vagi a sortir mai. En una de les capbussades, direcció a un dels embornals de la paret, un tal Dídac es disposa a tirar-se de bomba, avisant a tots els companys perquè el mirin. La Júlia que quasi arriba a tocar el seu destí i el Dídac ja és a l’aire quan distingeix la seva petita figura on està a punt de caure. Amb una força increïble, un dels genolls del Dídac colpeja la cara de la Júlia. Ningú escolta el seu crit a sota de l’aigua. De fet, a qui senten cridar, uns segons després, és a l’Anna. Un crit tan esgarrifós que tothom adverteix instantàniament que no és pas d’esbarjo. La Joana s’aixeca, els seus pits que es tornen a moure, però la Júlia ja no els veu, no encara. Dins la piscina el toll de sang comença a eixamplar-se. Com si es tractés de la presència d’un tauró, tothom escapa corrents. La por va abans que ella, i no és personal, és que és així sempre. La Júlia aixeca el cap, adolorida, confosa. Nota una escalfor sota el nas, on li han donat el cop. Mira al seu voltant, està sola a la piscina. Li raja abundantment el nas, una illa de sang s’ha format i ella allà quieta, al bell mig. Tots dempeus, amb les gotes relliscant per sobre dels seus banyadors, no fa la sensació que l’estiguin mirant a ella. Ortigues Totes les finestres de casa seva donen a les muntanyes. Inclús aquella petitona del bany, on arriba a veure només si es posa de puntetes. De les gallines 59
que viuen al pati la seva preferida és la Uli, la que pon més ous. Sovint s’asseu i se la mira, encara que ella no li faci ni cas. D’aquí a uns mesos segurament la mataran i haurà de tornar a buscar una preferida. Però no passa res. Avui ha contat les bigues del sostre del menjador, n’hi ha sis. Després de dinar ha ajudat a esbandir els plats i ara tothom està fent la migdiada a casa. L’àvia a l’habitació petita de la planta baixa, el pare i la Natàlia a la del llit gran. Fa calor. Fa molta calor. Surt al pati i les cigarres sembla que cridin. La Uli també sembla que dorm, segurament a sobre d’un parell o tres d’ous. Està avorrida i no troba una ombra en la qual vulgui seure, però és que tampoc vol seure. La gent gran sap esperar, es mira les coses amb una mirada que l’entristeix però alhora enveja. La iaia Paquita s’asseu cada tarda a una fresca inexistent de capvespre i s’hi queda hores allà. Espera. Ella, menuda, se la mira, també espera. Espera acceptant que ha d’esperar i a ella li fa enveja aquesta pau que sembla envair-la. Busca coses a terra, fa sorra fina a prop de l’àvia, va a visitar a la Uli, la molesta, l’empaita, li dóna menjar. La Paquita encreua els braços, se la mira i res passa. Ara encara queda molt perquè es faci de nit. Encara queden moltes hores de sol. Ella sent que s’ofega i es mira els arbres a la llunyania on sap que trobarà refugi sota d’algun arbre. No la deixen anar pas sola cap als arbres, els arbres grans, no aquells petits del jardí. El jardí i el bosc són coses diferents, prou ho sap. Però és el racó de món 60
que li queda, aquelles hores de migdiada, per enaltir desitjos tantes vegades silenciats. Temps per a mi, es diu a ella mateixa. Per a mi. Es corda unes sabates, tanca la porta de la tanca, surt amb el cap baix. La llum s’escampa a trossos, l’ombra és fresca com preveia, molt més que al seu porxo. És un bosc tantes vegades trepitjat que s’estranya en el fet que tot se li faci estrany. Si hi troba un bon pal, una pedra perfectament rodona, no hi haurà a qui ensenyar-li. És així. —pensa. Camina enumerant colors, no en són pas masses. Camina. Hi ha una bassa que és plana com un got de llet. S’hi apropa i s’hi mira l’edat al reflex. Fa ganyotes, treu la llengua, s’intenta tocar el nas amb la punta. Camina. S’atura i no escolta res. Li entren ganes de cridar sentint una molèstia tangible davant aquella pau. Un simple “Eo!” que es queda entre les branques i torna a ella, davant el silenci, prenent consciència del to emprat. Ara m’escoltarà. —i torna a cridar. Un parell d’ocells emprenen un vol, espantats. Somriu eufòrica i corre esquivant pedres, arrels i més pedres. El món se li fa més món perquè les coses comencen a estar al seu abast. El bosc és simple i esquemàtic, una repetició d’elements que condueixen a altres; les espores als bolets, els rius a les molses, les tarteres a aquell color de pedra vermella. Hi troba un sentit, s’està explicant una història que li agrada perquè se la sap, coneix aquest bosc, el sentiment de pertinença mai ha estat tan intens. 61
Somriu de nou. Però la bellesa, com sempre, es tractava de la primera manifestació del que és terrible. En advertir una suor de sol al front, l’esquema que es repetia com a acció i reacció ara la condueix cap a un soroll d’aigua. Baixa a grans gambades fins a un rierol verge i fresc. Hi fica els peus nus. Quan hi surt, mira al volant i cau en què no recorda per quin dels camins ha arribat. Sent el riu sencer dins del pit, no es mou ni una mica, escodrinya el voltant amb els ulls. Escull un i enganya les cames per fer passos decidits. No es desprèn d’aquella fredor al pit, s’allunya del riu que duu amb ella. Escorcollant el bosc se n’adona que s’hi assembla tot molt, no pas com fa una estona, quan tot prenia la dimensió individual que aconseguia aquella harmonia que la feia sentir a casa. Ara no se sent de cap lloc, tot és una massa verdosa i marró que es repeteix, es repeteix... No s’atura. Els camins es fan estrets, després s’eixamplen i després es tornen a oprimir de nou. Impossible escapar d’aquella bellesa terrible. Li comença a tremolar la barbeta, la panxa nerviosa la fa tirar-se uns quants pets. I pensa en la Natàlia, la parella del seu pare que li duu til·les pudentes quan li fa mal la panxa. I a ella no li agrada ni la til·la ni la Natàlia, per això no se’n fa creus d’estar-hi pensant ara mateix en elles dues. Quan es va mudar a casa seva li feia nosa tot el que feia: el seu menjar especiat, la seva roba a terra, el seu perfum per tota la casa. El nou ordre que va imposar a par62
tir de llavors, aquell de les portes tancades. Quan parava taula sovint li escopia al plat quan no la miraven, procurant que no hi quedés un fil de saliva penjant. I ara hi pensa molt més que en son pare. Si vol que algú aparegui allà, l’agafi de la mà i la torni a casa és ella. Endinsar-se en els seus braços forts i velluts, endinsar-se maldestra però decididament com ella ho havia fet a casa seva. Ensopega i cau. S’aixeca ràpidament, però nota un bullir als bessons, als braços, als dits de les mans. Ha anat a caure a sobre d’un camp d’ortigues. Merda, merda! Esbufega i comença a sanglotar, els ulls se li humitegen pensant que començar a plorar no li servirà de res. Plorar serveix mai d’alguna cosa? —es pregunta. Unes petites ronxes vermelles comencen a aparèixer-li per tot arreu, li pica i li fa mal, prem els punys fins a fer-se mal als palmells amb les ungles. Si fossin picades de mosquit, la iaia li faria allò de la creu del dimoni amb les seves ungles plenes de ronya. Truita d’ortigues també en fa la iaia. N’hauria d’haver menjat aquell dia, potser ara deixaria de coure-li el cos. És un mal tant breu com intens i prem la mandíbula tant com pot, s’eixuga la suor del front amb un dels canells mentre. Es farà de nit i farà fred i es morirà de gana, de set, de pena. I haurà estat culpa seva per no fer cas, que ja li deia son pare que el mar i la muntanya són tan bonics com perillosos. El riu que encara carrega pica contra les parets dels seus budells, el riu de la culpa. 63
Et moriràs per tonta. La Uli no la deixen sortir del corral perquè no sabria tornar on menja el pinso. Tot d’una recorda que no sap qui a l’escola li va dir allò de les picades d’abelles i el pipí, que duia joque-sé-què que les curava, com també que les picades de plantes es calmaven aplicant-hi fang. I els camins que voregen el riu són plens de fang. Se n’aplica amb ràbia com si fos xampú, ràpid i adherent se li tenyeixen les cames del color marró. Ara és del color de la terra, vés per tu. Ella pensa que si algun dia la troben serà plena de fang, potser ni la reconeixen, s’haurà mimetitzat. Fuig d’aquells pensaments i torna a caminar, a caminar, a caminar, les mans tremolant, a caminar. Se n’oblidarà de les veus de tothom, i què diran a col·legi? Que va desaparèixer per tonta, perquè s’avorria i es va perdre. Què pensaran els seus professors quan es topin amb alguna fulla que duu el seu nom, la llençaran? Borrón y cuenta nueva que en diuen? El pare de la Tània que fa de policia farà el possible per buscar una nena que s’assembli a ella, li tallarà els cabells iguals, li posarà la seva roba i així serà menys dur per tots, que és un poble petit i les desgracies sempre són més grans als pobles petits. Deu, vint i trenta-sis pedres. Pixa i canta Les nenes maques al matí. Les paraules surten amb dificultat, però és pitjor l’eixordadora remor de la natura. S’al64
cen i reguen, s’alcen i reguen. S’ha mullat les sabates, s’ha mullat el fang que ja fa crosta. S’alcen i reguen el seu jardí. No s’ha aturat encara, sua i sent la pudor del seu pixum, camina per un camí que pensa que durà a algun lloc. Julivert meu com t’has quedat, sense cap fulla, sense cap fulla. Una font al final d’aquest, el cor li salta descompassat. És, sí es, sí que és, és la font que duu a casa seva. Julivert meu com t’has quedat, sense cap fulla i amb el cap pelat. Reconeix. Corre. Les clapes de fang salten esparverades, les extremitats van soles. Entreveu al fons la teulada de casa seva, on si fa no fa potser ningú s’ha llevat encara. Mira el sol que encara és ben alt, atura el pas, el fa tranquil. I plora, però no s’atura. Passeig És un lloc enorme, amb uns sostres altíssims. Cada dilluns anem en fila fins a la capella i ens fan seure i escoltar al pare Pere, un paio amb una barba blanca que sempre es passeja per allà ben vestit però que tot d’una es posa una túnica ridícula i comença a xerrar-nos de coses que no aconsegueixo retenir més de cinc minuts. La capella és plena de vitralls falsos amb dibuixos infantils, rodons, dolços. Mira que sempre els miro, però no aconsegueixo col·locar cap de les escenes dins del meu imaginari interior, com si es tractés d’una peli que no he vist, un acudit que no m’han explicat. No em generen cap 65
emoció ni tampoc cap voluntat de conversar. Però són dibuixos i m’agrada mirar-los, avui he vist una cabra en un que crec que no havia vist mai, una cabra amb els mateixos ulls que els de les persones. En general, no m’agrada aquell moment de la setmana. No és perquè sigui l’inici de la setmana, ni per la missa en si, és només el final d’aquesta. Després d’escoltar totes aquelles frases i lectures, tots els meus companys s’aixequen, es posen en fila i esperen per menjar-se una galeta que els hi dóna el Pere. Tots menys jo, que ben bé no en tinc ni idea de per què no puc, però la meva àvia m’ha dit que encara no, que no em toca. Cada setmana se m’oblida i cada setmana em torno a morir de vergonya i d’enveja quan veig a aquell senyor posant les galetes a la boca dels meus companys. És una escena desagradable, però l´únic que em suscita és les ganes d’esmorzar per segona vegada. La Cristina em diu que Bah, que és una collonada i que a part allò no fa gust de res i se’t queda enganxat al paladar. Jo dic que ja i faig com qui passa, però és tot mentida i tinc ganes de fugir i de no mirar a ningú perquè sé que tothom ho sap que jo sóc l’única que no en menja. El dilluns següent no ens duen a la capella i noto que la panxa se’m relaxa, ignorant la relació d’ambos factors. M’he passat tot el viatge fins al col·legi marejada per dos imbècils que es diuen Pau i Carlos que riuen del meu cabell que és curt com el dels nois. M’agafen ganes d’agafar una navalla i destros66
sar-lis la motxilla de baix a dalt i tirar els seus llibres a la carretera, però no dic res i després me n’oblido fins que els torno a veure al final del dia. En aquell moment penso més en com de bé m’ha anat que m’emprenyin perquè així podré fingir millor que em fa mal la panxa i em deixaran voltar per aquest centre immens. Com sempre en tinc de mal de panxa la professora no es sorprèn i m’envia a la cuina a que em donin una camamilla a veure si se’m passa. Si en tinc de veritat la camamilla no em fa res, de fet, pensar en beure’m aquell líquid groguenc que fa olor de camp deixat d’aquells grisos i lletjos on els gossos van a pixar, em provoca encara més malestar. Avui no m’importa en absolut quin gust farà perquè la promesa del temps que tardaré fins a la cuina (tres pisos la separen d’on és la meva aula) és tan seductora que se m’oblida per complet el que he de complir a canvi. No hi arribes mai a la cuina. Tot està buit i quasi que fa por, una por excitant, no hi ha el mar de gent que lluita per arribar d’un lloc a l’altre al sonar el timbre. Fa ganes de cridar, de rebolcar-se pels terres polits, però sobretot de cridar. No ho faig perquè si no adéu a la meva excursió privada. A les parets llueixen tot de manualitats fetes pels més grans, són realment boniques. Frases que fan riure, un munt de coloms blancs dibuixats, retallats i enganxats malament. Penso en la meva àvia que mai em deixa espantar els coloms de la plaça no sigui que “agafi algo d’alguna rata de l’aire”. No ho entenc i arribo a la conclusió de que si ets blanc i net ja és 67
una altra cosa, ja no ets una rata que vola perquè jo penso que rata és perquè és bruta i prou. Em creuo amb un noi més gran que jo, baixo la mirada, accelero el pas. Em torno a creuar a algú altre i quan vull baixar la mirada em pega al braç. Cagun déu, quin mal, sento automàticament el formigueig del cop ben donat. És el Jordi Gibert, de la B (jo sóc de la A) que està incòmode perquè estem sols i l’únic que se li ha acudit ha estat pegar-me desmesuradament. Jo també estic incòmode. Què? Què de què? No ho sé, que què vols? Vols que t’ensenyi una cosa guai? Sí. El segueixo i no camina com hauria de caminar algú amb algun secret a amagar no, camina com qui va a la classe del costat i demana un esborrany. Una vegada el Valentí, el professor de naturals, va tirar-li l’esborrador a la cara del Miquel Vilosella i segur que li va fer mal, però era tan divertit com li havia quedat la cara d’emblanquinada que ningú va molestar-se en preguntar-li si estava bé i suposo que per això ell tampoc es va preocupar en plorar. Jo estic darrere i noto que fa olor d’una barreja de la seva suor i de pipes xuclades, aquelles que de tant en tant els nois deixen pel pati en forma d’illes. No m’agrada el Jordi, trobo que és repugnant. A part, al pati sempre s’enfada quan no guanya i a vegades es baralla i es pega amb els altres. A mi la gent que es baralla no m’agrada ni m’agradarà mai i punt. Però resulta que aquell noi tan fastigós m’acabarà duent (i sense ell saber-ho) a l’epicentre de la 68
meva curiositat. Mira al voltant, obre la porta. I no hi ha ningú. I veig els bancs buits. El Jordi i jo estem a la capella. No diu res, i corre de cop pel mig del passadís que formen els bancs. Jo no em moc ni una mica perquè tinc aquesta sensació que no sóc benvinguda. Vine! —crida, i s’escolta un eco a tota la sala. Faig que no amb el cap. Què fa? Es posarà un dels vestits del pare Pere per fer l’idiota fins que ens acabin enxampant i li expliquin a tothom? Si es posa les robes del pare faran pudor per sempre a nen repugnant. Però no, el Jordi obre una porta petita que reconec. El gest mecànic que està fent l’he vist molts cops. Ho fa decididament. A mi se’m gela la sang. És on guarden les galetes i el vi. Les punyeteres galetes, les que cada dilluns sento mastegar a tota la classe amb indiferència. Que vinguis! —i jo clar, jo corro cap a ell i el seu tresor.
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MARC INGLÉS RABAL L’home preocupat
Van convidar-lo a pensar i digué que no volia donar molèsties, que ja pensaria a casa. PERE CALDERS
Es deien Antoni i Maria, i ja feia anys que ell no era del tot sincer amb ella. Es preocupava tant per la Maria que s’havia acostumat a callar per por a ferir-la. La primera vegada va ser segurament quan van començar a sortir, a vint-i-pocs anys, quan no li va voler dir que l’estimava moltíssim, perquè creia que ella s’ho prendria malament i el deixaria perquè aquelles paraules eren molt fortes. O quan van anar a viure junts i no li va voler dir que el que més li agradava era despertar-se al seu costat: temia que la Maria no sentís el mateix. Tampoc no li va dir mai que li encantava la vaixella que els havia regalat la seva mare, perquè es pensava que ho interpretaria com un compliment barat i que la sogra se li giraria en contra. I l’Antoni va anar vivint i ho va saber dissimular tan bé que la Maria no va notar mai res. L’amor cap a ella s’havia esvaït feia temps, això ho sabia, ell, però mai no trobava el moment per dir-li que havien de parlar. Ara perquè ella ha de marxar de 70
viatge i més val no treure el tema perquè se n’anirà malament i ves a saber com tornarà, o perquè estem de vacances, que són els quinze dies que passem a la platja i no vull esguerrar-los. I així va anar esperant tota la vida, l’Antoni. I van passar trenta anys junts, trenta-cinc, quaranta i també cinquanta. I ell mai no trobava el moment: ara no perquè passegem el gos i no cal muntar un espectacle pel carrer, o ara tampoc perquè estem a la cuina dinant —en silenci— i seria una llàstima espatllar el moment. I la Maria es va ficar malalta i ja no sortia de casa. I ell no volia atabalar-la i va comprar un altre matalàs, individual, per dormir sol i no cansar-la. I ella es va anar apagant a poc a poc, i ell no li va dir res del que li havia hagut de dir feia temps perquè no volia que s’emportés un mal record seu cap a l’altra vida. I l’Antoni va morir-se amb unes coses a dins que no va treure ni va explicar mai a ningú per por a avorrir-nos.
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ANDREA CASTRO Espigón
Debí levantarme en aquel momento e irme, pero a veces me quedo paralizada ante el desastre, disociando cuerpo y mente y veo cómo caigo en picado sin poder evitarlo. Imperaba una incomodidad invisible pero palpable que durante un rato me afané en disipar ¿habéis probado a romper piedra con los puños? La conversación no fluía y las palabras que no decíamos iban a morir a la porción de océano que teníamos delante. Dije que no me gustaba esa playa, que intenten limitar el mar con una barrera de contención me produce ahogo. Si al agua le quitas el alma, ¿qué te queda, una piscina? Repitió la palabra espigón con una mueca burlona y antes de que alcanzara a decir nada le expliqué que la palabra espigón existe y significa dique. También malecón. No lo sabía. Qué vas a saber. Para saber hay que estar dispuesto a aprender y ese ejercicio exige cierta valentía, quizá humildad. Su cobardía siempre me ha incomodado como una ofensa personal, porque una cosa es el miedo, 72
el miedo redime, hay que ser inteligente para tener miedo y cierto miedo te protege de la vida, de ti mismo incluso. Otra muy distinta es la cobardía. Me imagino siempre la cobardía como el muro que separa USA de México. Un esperpento de proporciones descomunales. La cobardía es como ese puto muro, una vergüenza difícil de disimular. Sus pequeños ojos me parecieron dos botones de luto y los evité. Miré al cielo y por encima de mi cabeza unas nubes me observaban dudando si descargar o no. No hacía frío salvo el que él transmitía a través de su incomodidad. A veces incomodo a los hombres, eso me produce cierto regocijo pueril. Tan acostumbrados a ganar poniéndonos la zancadilla a través de la historia. Hablar conmigo se convierte en una carrera de fondo, en la que soy veloz, incansable y fuerte. Tarde o temprano gano. Soy la jodida ley de Ohm. Saqué una mandarina del bolso y le quité la piel, siempre me huelo las manos después de comer mandarinas, me gusta el olor que deja impreso en mis dedos. La primera vez que le ofrecí una mandarina la comió y al terminar sacó un pañuelo de papel y se limpió. Dijo que odiaba la fragancia que la fruta deja en la piel ¿puede un Kleenex llevarse una esencia? La vida está llena de carteles luminosos, señales acústicas que te alientan a que recuerdes quien eres, que ceses en tu empeño y pares de perder tu tiempo con quien no lo sabe apreciar. No seas color para un daltónico. Vete. Sal de ahí. 73
De pie frente a él le pregunté si me daba un abrazo y me dijo que no, desconcertado y algo tenso. Quise saber la causa del rechazo pero no hubo respuesta, más que la estela que una gaviota dibujó en el cielo y una leve explicación de que se sentía violento. Él no necesita abrazos, me lo había dicho en varias ocasiones a través de los años. Hay muchas cosas que no recuerdo pero esa sí. Yo sí los necesito aunque no de él. Sus brazos me han rodeado en distintos contextos pero nunca para abrazarme. Me convertía en aire, me transformaba en la nada. Mi pregunta no era más que una simple PCR, un test rápido para confirmar sospechas. Ha dado usted positivo. Sigues siendo exactamente el mismo que eras aunque ahora te atrevas a hablar de masculinidad tóxica porque le das follow a feministas en redes. Me meo. O lloro. Pero está claro que alguna clase de fluído me provocas. Suele pasarme que no sé salir de las situaciones con elegancia, y me convierto en burbuja atrapada en una gaseosa agitada. Así huyo de lo que me agobia, cerrando la puerta de un golpe, sin arrepentirme ni volver la vista. Cuando sentado junto a mi sacó su móvil y se metió a Instagram, escroleando con el índice de abajo a arriba, se me encendieron brasas en algún punto indeterminado entre el esófago y el intestino. ¿Qué haces con este mentecato? Lo llevé a casa, crucé parte de la ciudad con74
duciendo sin meter bien las marchas porque él me obstaculizaba el proceso con sus piernas demasiado abiertas. You must be joking. ¿mi coche, mi espacio, mi intimidad? No way. Le pedí que las cerrara y las cerró, recordándome un texto que yo escribiera relatando manspreading sufrido en el transporte público cuando vivía en Londres. A veces hace eso, me recuerda cosas que yo he escrito, su comprensión hacia mi persona se basa en mi propia capacidad narrativa. Nunca los llama textos, ni siquiera posts o relatos, él siempre los llama artículos, y yo siempre le recuerdo que no soy periodista. Yo sólo siento y luego lo escribo, esa es mi descendencia, mi prole, mi legado. Sueño de manera recurrente que al centenario de mi muerte publican mi obra, y me convierto en una Pizarnik. Ojalá las futuras generaciones me lean y sientan al hacerlo lo mismo que sentí yo al leer a Fuertes o a Pizarnik o a Plath. Así las tengo ordenadas por antologías en mi biblioteca, ordenadas por el tamaño de la cicatriz que han dejado en mi alma. Hay algo vulgar en el modo de querer aferrarse a la vida, de no aceptación. Llevamos un teléfono móvil encima todo el día para estar localizables. Ese aparato es usado para todo menos para hacer llamadas. La gente ya no llama, las voces han dejado de ser escuchadas, es irrelevante si tú timbre es agudo o grave, si eres estridente o susurrante. Sin em75
bargo el dispositivo cuenta los pasos que caminamos a diario, fotografiamos para redes lo que comemos, lo que nos rodea. Una playa, un edificio, una hija, un gato. Ahora es importante tener gato como hace años era indispensable tener un bulldog francés con problemas respiratorios. Obsceno es la incongruencia de nuestras vidas. Es difícil encontrarle el sentido a la vida y tampoco hay escapatoria viable. La alternativa es la muerte, y nadie quiere morir, ni los suicidas. Vuelvo a casa y decido hacer un bizcocho para desayunar al día siguiente con un yogur caducado que tengo en la nevera. Me siento inteligente cuando utilizo algún producto pasado de fecha. Muevo el brazo enérgicamente para mezclar bien los ingredientes y formar una masa uniforme, así burlo al tiempo y al capitalismo, subversión a golpe de muñeca. Mientras se hornea me siento en el sofá. Realmente odio este sofá marrón pero en su momento me pareció una buena idea ¿qué más da? Al fin y al cabo cumple su función. Cojo el móvil y borro su número de teléfono, no logro recordar por qué lo guardé, supongo que en su momento me pareció una buena idea…
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MARCOS FÁBIO DE FARIA Elemento sospechoso
Mi móvil vibró. Creo que unas tres veces. Pensaba que era un mensaje de mi madre o de un amigo quejándose de las horas perdidas con el nuevo ligue, a quien pensó calentar hasta encontrar otro follamigo que pudiera estar a la altura de presentar a su madre. Ya llevo varios meses escuchándole sobre sus crisis de identidad, de su asco sobre los gays, de todos ellos, sin excepción. A lo mejor, la heterosexualidad es su deseo más profundo y que nunca habrá nadie que sea suficiente para el asco que tiene hacia los hombres que duermen con otros hombres. No lo culpo por eso, estuvimos todos en el submundo de las imaginaciones heteronormativas y, una vez aceptados por el mundo, teníamos la tarea de mantenernos como el macho follador. Casi aceptados pero solo en posición activa. Yo nunca he pasado por ese drama, mientras llevo, desde siempre y no por opción, la soltería. La mayoría de las veces que tuve a alguien fue de cruising o en las fiestas organizadas por y para el sexo, pero aún no he despertado en la misma cama con otro hombre. Así ocurre cuando de todos los patrones, solo te queda el de tenerla grande. Me he convertido en un masturbador adicto y en no más que 77
en el objeto de las fantasías de otros. Una carne exótica a la que uno hay que probar para tener una vida plena y cuyo color no sirve ni para que esos otros, en público, te den la mano. Después de miles de vibraciones, suena un número desconocido en vídeo llamada. Contesté y, de repente, me encontré con una polla ya dura en el medio de la pantalla. Mi acción fue colgar. En mi bandeja de entrada, cientos de fotos de la misma polla preguntándome por la dirección y por si pudiera acercarse a mi casa. Parecía que estaba en un momento de morbo y hacer una descarga le apresuraba. Le pregunté por su nombre y sobre cómo había conseguido mi número, a lo que él desconversó con otra pregunta sobre la verdad del dolor que sentimos nosotros. Por la estructura de mi cuerpo, según él, biológicamente somos distintos de las otras personas. Las que son como él, claro. Añadió también, una historia de que hacía tiempo había quedado con uno como yo, que le había hecho fisting y que el otro le había pedido más y más. No hay dolor. Parece que hay cuerpos sin dolor. Volví a mi adolescencia, cuando aún no me conocía a mi mismo. Cuando mis colegas ya habían besado a alguien y yo de mientras creaba un mundo donde yo también había besado, un sueño pedagógico que me enseñaba los caminos de mis afectos. Y ese delirio se mantuvo hasta mis dieciocho años, cuando besé por la primera vez. Fue también cuando la realidad me dio su primera patada. Un beso es un beso que es solo un beso, pero no 78
para nosotros. El frío bajando toda la espalda y ahogándome en muchos otros besos que quedaron por darse. O mi virginidad, que fue robada en la fiesta de un amigo, después de haber sido drogado y violado por dos amigos de este amigo. Además, recibí el consejo de que lo mejor era callarse ya que uno de ellos era el tipo con el que todos deseaban follar. Aún hoy, no tengo recuerdos de mi primera noche, solo del dolor del cuerpo y del alma, que aparcó todo lo bueno que hablaban del sexo y que para mi era desconocido y aún así permanece. Aprendí a excitarme cuando me vuelvo basura. Un prostituto sin sobre al final, que conoce la gratitud desde lo más bajo comiendo las migas del cuerpo sudado sobre mi cuerpo, donde la palabra de amor más cercana es escuchar un me voy. La escucho cuando el otro acaba, cuando viste su ropa, cuando salen por la puerta sin más, cuando ya no volverán. El precio pagado con las marcas de sus deseos dentro de mi culo y un adiós tan verdaderamente capaz de borrarme de la vida, de un cabecear, a menudo no contestado, en un encuentro casual en la calle. Hay una segunda llamada, la cual contesté. Siempre lo hago pues es donde está mi amor. Hoy estoy con veintiocho años y desde mi primer beso nunca he besado a la misma persona por un tiempo largo o repetitivo. Tengo veintiocho años y aún sigo virgen de noviazgo donde tampoco pude elegir a quién enseñar a mi familia. En la cámara se hallaba el mismo hombre de quien ya conocía su polla an79
tes que cualquier rostro, antes que cualquier nombre. Ya era común presentarme o ser presentado en la turbiedad de con quien iba a acostarme, la costumbre con precio para tener una historia de deseo. Él preguntó cosas sobre mi cuerpo. Haciéndome un cuestionario con la misma minuciosidad que un carnicero de compras en un matadero de cerdos de segunda calidad. Desde el tamaño de mis pies hasta el diámetro de cada agujero que configura mi anatomía. Siguió su entrevista ya por otros caminos donde del cerdo, pasando por el caballo, me volvería también su camello. Hierba y otras cosas las cuales yo, supuestamente, le conseguiría para el ánimo y jolgorio de la noche. Todo iba tan rápido que yo solo estuve de acuerdo con otro polvo más en cualquier esquina de la ciudad donde mi presencia fuera permitida por solo una noche. Ya era bastante consciente. De eso, y de que no había hierba que llevar a ningún lugar. Entre preguntas, solo de su parte, y con proposiciones de las cuales en nada he participado, él ya estaba con su coche parado en la esquina esperándome. Pocos segundos después, ya estaba pasmado ahí, a su lado, como una muñeca de esas del sexshop. Sin buenas noches u otro saludo, escuché entre dientes que subiera, pero fue tan rápido que no pude identificar ese hilo de voz con la del hombre que hacía miles de preguntas por la webcam del móvil. Me saludó poniendo la mano sobre mis pantalones, dando un vistazo para ver si las cosas estaban de acuerdo con el producto comprado. No ha80
blamos nada. Mientras avanzábamos en el trayecto, pensé en todo lo que me llevaba hasta ahí, hasta un desconocido que me envió un mensaje y que hasta ahora no sé cómo había conseguido mi número. Intenté una pregunta más que fue contestada con un beso. Sí, un beso es un beso que es un beso, pero no aquí, en medio de la nada. Me la sacó por la cremallera y allí mismo me la chupó y me dijo que se la metiera sin condón, lo que me recusé a hacer. Hay otro mundo donde estamos, el del trozo de carne de usar y tirar y pocas son las leyes o morales a las cuales podemos recurrir. Además del dolor que ya tenemos por causa del color, acarreo también la disminución de ser el hombre que soy, aunque en realidad ya estoy borrado del mundo. Ya vivo con la costumbre de entrar y salir por la puerta del servicio y de los invisibles. El amante invisible y comprometido que se vuelve alguien cuando soy un don nadie dentro de un culo desconocido. Un antibiótico, un retroviral, una medicina para despejar el aburrimiento del hombre que jamás me verá como otro hombre. Y todo pasó tan pronto que solo sentí el sabor ocre en mi boca, mientras la sangre bajaba de mi nariz y se mezclaba con mi saliva. Los chillidos oficializando mi realidad, una puta embasurada que podría ser despojada allí mismo, de la misma calidad de las que son tiradas desde la ventana de un coche en movimiento. Sin reacción, recibí las patadas que me expulsaron de su coche, en medio de la nada. En esa nada donde yo siempre estuve y de 81
donde a lo mejor nunca saldré. Donde estuve, ya no me acuerdo, pero estuve ahí organizando mi cabeza y buscando el mapa del camino a casa. Antes mismo de iniciar el regreso, unas luces azules y rojas me cegaron y la sirena se adentró en mis oídos. De repente, ya estaba en el suelo y esposado. También sentí el dolor de la culata del arma que me apagó. Todo a la misma velocidad de las luces que hace poco rompieron mis ojos. Ya en la comisaría, escuché los cargos. Intento de robo con manutención de rehenes, además de una noche a pasar en el calabozo. También, mi cara en el periódico, alertando de la necesidad de los hombres gays en mantener medidas de seguridad cuando se trata de encuentros sexuales con desconocidos. En mi teléfono, un mensaje de mi amigo diciéndome que ha roto con aquel cuya madre iba a conocer.
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CARMEN JUBETE Cuerpos
1. Desconocidos No se trata de eso. Es una manera de encontrarse. Aunque puedes no creerme. Vale. Parece ser que desnudos se miente menos (no tengo estudios que lo avalen). Mentimos menos. Nos quedamos solos en escena, la tarima bajo nuestros pies y un foco alumbrando nuestro cuerpo. Todo lo demás es oscuridad. En estas circunstancias uno tiene que llevar a cabo dos trabajos. El primero de todos es puramente introspectivo. Debemos definirnos a nosotros mismos. Debemos dar forma a lo que somos. Porque algo sin forma no se puede tocar, y esa es la premisa más básica del asunto, al fin y al cabo. Componer nuestros pedazos sin ayuda externa. Delante de lo conocido es fácil crearse. Es fácil obedecer a esa voz que dice: eres inteligente, sensible, cariñoso/a. Es fácil decir: lo soy, soy todo eso. ¿Lo soy porque otros lo piensan? ¿O porque yo lo creo? Sin todo eso, ¿soy la misma persona que creía ser? Y debemos responder a esas preguntas con la sinceridad que da el cuerpo desnudo. Después, y solo después podremos acometer el 83
segundo ejercicio. Más bien social. Es comunicarnos con el otro. Trasmitir lo que hemos descubierto que somos. Compartir nuestra forma para hacer de lo ajeno lo propio. Expandirnos mutuamente. Y no es tarea fácil. Somos teléfonos medio escacharrados, de verdad. Somos el más estúpido de los seres sobre la Tierra. Hemos inventado unos códigos nuevos porque los de la naturaleza ya no nos valían. Hemos racionalizado lo absurdo. Y yo tengo problemas con este tipo de cosas. Con la definición y el lenguaje. Tengo problemas. Pongamos que llego a la conclusión de que soy amable de verdad, es solo un ejemplo. Pongamos que yo me lo creo y quiero que tú también lo creas. Imaginemos que se da la situación. Que logramos desnudarnos sin que nadie grite o llore, o nos diga que no debemos hacerlo. Es solo un ejemplo. Puede que para ti sea fácil. Puede que digas, basta una sonrisa. Una sonrisa y ya soy un poco menos uno, y un poco más alguien. Algo tan básico como eso, sencillo. Pero resulta también, que para mí no es así (desconozco si también para otros). Que el mensaje no me llega, que tampoco sé muy bien cómo trasladar cierta información. Antes, cuando éramos animales, enseñar los dientes no era un comportamiento apropiado. Puede que yo aún piense así. No lo sé. Antes puede que yo fuera normal. Antes. Ahora tengo un problema. Necesito pensar un poco. Me quedo callada más tiempo de lo debido. A veces me callo por un tiempo y pienso en estas cosas. En el lenguaje que 84
utilizo. En esa conversación que se empieza con la piel, las manos, y el cuerpo. Es agotador. Estudiar las convenciones de toda una especie. Antes leía mucho. Pero es tan difícil utilizar palabras y no mentir. Es como tener un arma: el deseo de disparar es inevitable. Así que antes leía. Ahora escribo como si estuviese desnuda. Pongo unos cuantos pensamientos por escrito para explicar cosas a desconocidos. O simplemente para decir que hay cosas desconocidas todavía. Que no todo tiene una forma definida. Y que, fuera de estos cuerpos, no nos queda más que oscuridad. 2. Subversivos Me he rapado la cabeza. He cogido a un buen amigo, nos hemos bebido unas copas, le he dado unas tijeras de cocina y le he dicho: corta. Así, a pelo (ironías del lenguaje). Descubrir mi cabeza redonda, ha sido casi como constatar que el mundo no era plano. Que puedo caminar y caminar y no llegaré al abismo aquel con que soñaban los antiguos. Por fortuna me quedan los propios, repartidos entre edades y países, oscuros como bocas (de lobo). Grabados en el recuerdo como una ciudad despierta día y noche. Llena de ruido y sin embargo… Siempre he dado algo de miedo. Quiero decir, la gente me decía que daba algo de miedo, porque mis ojos no sonríen y mis palabras no tienen una forma 85
clara (lo que sea que esto signifique.) Y yo les daba la razón porque nunca me fiaría de alguien como yo (no es nada personal.) Pero ahora creo que les doy miedo de verdad, quiero decir, ya no me hace falta mirarlos para saberlo porque son ellos los que me miran. Una mujer-rapada-que-no-sonríe debe ser algo así como el mal impersonado. Y yo me río por dentro, les veo y lloro de la risa porque soy yo la que siempre he estado acojonada sin ninguna razón. Como ellos ahora. También hay mujeres que vienen y me hablan de fortaleza, de símbolos, de lucha. Hay un brillo en sus ojos cuando hablan, hay un brillo en sus ojos y los míos (que no saben sonreír) no se atreven a decirles que esa no soy yo. Que solo quería beberme unas copas con un buen amigo, darle unas tijeras y descubrir mi cara. Que no lo había pensado demasiado y que el mundo ya me resulta demasiado complicado como para pensar en lo que significa cortarse el pelo o escribir unas pocas palabras. Lo verdaderamente triste de que mi pelo sea un símbolo en esta realidad absurda. Por eso me gustaría que todo lo que dicen fuera verdad. Para poder luchar con ellas.
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JÚLIA MÉRIDA Veure’s
Una història inspirada en Olatz Vázquez. Mira les perruques de l’aparador i assenyala la negra amb el dit índex. —Millor algo més claret —diu sa mare— o no t’hi sabràs veure. Ella pensa que és igual si sap o no veure’s. Fa mesos que ni se mira. Evita els miralls de cos sencer, defuig del seu propi reflex. Li fa por tocar-se per si alguna cosa explota dins seu. Quan era adolescent s’havia tenyit una vegada amb henna de l’herboristeria i fa tres anys se va tallar els cabells a la garçonne. Aquesta era la seva breu història capil·lar fins avui, que seu pacient al sofà de vellut de la tenda de perruques. Intenta controlar els nervis endinsant-hi el palmell de la mà, que queda marcat a la superfície. Havia passat per davant el negoci alguna vegada sense prestar gaire atenció al tipus de clientela. Fins fa tres setmanes, les perruques només formaven part del bagul de carnestoltes. Ara té molt clar quins altres usos poden tenir, així com sap amb precisió el significat de la paraula diàlisi, apoptosi o biòpsia. En aquest sentit sap moltes més coses que abans. 87
—Te la vols provar? —és la veu del dependent, que s’acosta amb la perruca seleccionada per sa mare. Complaent fins a la mort riu, l’agafa i se l’assaja. Els cabells sintètics li freguen la pell suada de les espatlles. Percep el pes que exerceixen sobre el crani i recorda com era sentir-se bé. Enyorava l’escalfor d’una melena. La palpa amb delicadesa i pensa en si alguna vegada se tornarà a pentinar. Quan li varen dir que tenia càncer d’estómac no volia pensar en tot això. Deia que no canviaria res, que ja duia els cabells curts i s’hi acostumaria ràpid, que no duria mai perruca. Desconeixia la diferència entre un tall voluntari i la pèrdua sobtada. —No m’acaba de fer —diu estirant la reixeta de silicona. El dependent i sa mare baixen la mirada. Ella sap que no esbufeguen perquè senten compassió. —És igual, està bé aquesta. Se ferma el mocador i s’aixeca. No s’acostuma al tacte bla del crani al descobert. —Tanmateix, per qui m’ha de veure. Sa mare paga i tornen a casa en silenci. Quan arriben se’n va directa a la dutxa. A poc a poc, cada dia amb menys forces, se descalça, se lleva calcetins, calçons, camiseta, sostens, bragues i mocador. Sempre en aquest ordre. Després el rellotge, que deixa al platet de devora la pica. En aixecar el cap se veu: pàl·lida, esquelètica i amb un munt de cops. El de damunt el pit li escarrufa en especial. L’única part inflada del seu cos és la panxa. Amolla l’aigua 88
de l’aixeta i plora. Se frega la pell tensa de damunt els ovaris amb la mà dreta i amb l’esquerra s’acaricia el clotell. El mirall avui li fa més justícia que mai.
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JAVIER LAZA Ladrón de artes
Finjo que dibujo en mi libreta sus grandes, verdes ojos. Aunque para dibujar sólo disponga del gris del grafito, ella está convencida de que en la libreta siguen siendo verdes. Finjo que más abajo dibujo sus labios carmín. Aunque tomé prestados, de una cadena de muebles suecos, diecisiete lápices marrones, pequeños, hoy sólo llevo uno, y ella sabe que dibujo sus labios de un rojo intenso. Ella me mira y por eso finjo que dibujo su nariz, que tiene un pequeño lunar donde otras narices llevan un piercing. Me mira y se sube la mascarilla, como diciéndome «sigue a ciegas»; lo sé porque le sonríen los grandes, verdes ojos. Yo sigo dibujando mi casita de dos dimensiones. Al fondo hago colinas, todas iguales, y al lado un árbol que parece un chupachups. En el tejado (a dos aguas) pongo una chimenea. Al lado del árbol, un niño con cuatro pelos de punta. El hombre que viaja a mi lado mira la libreta, la mira a ella, frunce el ceño, mira la libreta y su mascarilla se hincha a intervalos. Se está riendo. Yo sigo firme en mi actuación; estoy serio y soy un artista. Cuando se me acaban las ideas dibujo en el cielo 90
paradas de metro. Señalo en rojo las que hemos ido dejando atrás, aunque en realidad las señalo en gris. Ella me mira con picardía. Se baja aquí. Se levanta con gracia. Tiende una mano. «¿Me lo regalas?», dice. El hombre se ríe, está deseando conocer el resultado de este intercambio de miradas. «No lo he acabado», intento salir del paso. Pero ella insiste: saca un pañuelo de papel, escribe su número de teléfono y me lo da. Ya no hay escapatoria. Arranco la hoja y, temblando, se la doy. Tarda mucho en reaccionar. —Es un texto muy bonito —dice.
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MOMO Una plegaria
No hay mucho que decir y hay mucho menos que contestar. Qué voy a contarte si llevo tres días sin salir de casa y quince en la misma página de aquella novela que me prestaste. Lleno un vaso de zumo y pienso en el Tacto. El tacto de mi mano derecha y el tacto de mi mano izquierda. El tacto de una mitad de mi cuerpo y el de la otra. Cuanto tacto sin uso, desaprovechado. Qué voy a contarte si no hay nada que decir. Pero puedo tocarte, mira. Y Tú puedes verme, ¿ves? Y sentirme, creo. ¿Me sientes? ¿Nota el tacto de las dos mitades de tu cuerpo la presencia del mío? ¿Nota tu olfato mi olor y tu lengua mi salitre? Se descompone el cuarto, nuestra imagen, el beso enredado y húmedo. Cualquier oasis está marchito y el agua está sucia. ¿De qué material se construyen los palacios en los sueños? El terciopelo color vino se desprende del sofá, el vino color ámbar se evapora. No hay mucho que decir y mucho menos que contestar. Los dos sabemos lo que pasa. Intenta cogerme la mano que yo intentaré sostener la tuya todo el tiempo que pueda. El amor no se crea ni se destruye, solo es. ¿De que material se construyen 92
las iglesias en los sueños? Con la fe pasa lo mismo. La fe se hereda, se transforma, se rechaza y se reapropia. Ahora digo que no a Dios, el Dios de los abuelos y los padres pero digo sí al Amor sin poder verlo ni probarlo. Digo no a Dios y a la misa del Domingo pero me pondría de rodillas si fueses a marcharte. No es así, no. Pero lloraría —lloraré— he llorado —y le pediría a dios que por favor por favor por favor Se descompone el recuerdo, la infancia. El olor cítrico del amor antiguo, la mano del abuelo alcanzando un limón, la voz del abuelo preguntando si sé bailar. Se desata algo invisible. Un rumor lejano como de campanas. Una preocupación inhóspita y desagradable que te impulsa a Creer y a Castigar. ¿Y si ellos no descansan? ¿y si, después de todo, hacía falta que yo me pusiera de rodillas y acatase el pan y la sangre para que ellos descansasen, para que alguien vele por ti? La libertad, la agitación de otro cuerpo junto al tuyo, la vida: todo se pierde. Y la Pérdida duele más que la Herida abierta, duele más que las brasas o el padrenuestro.
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VITO Conversación con el rosario antes de dormir
De la gula líbrame, de la pena que me crece líbrame dios de cada demonio que llevo dentro de la nube negra que me pertenece, líbrame de la codicia, dame a mi la primicia, en otra vida soñé con ser periodista, líbrame por favor líbrame de la traición y de la tradición, líbrame de la ambición que exigen que se supone que debería hallarse en mi interior sinrazón eso creo yo, líbrame dios de este corazón, de aquella voz, del perdón y de la suerte del que una vez se halló en el milagro de tenerte, líbrame de la droga y de las droguerías, de tontos y tonterías, de la noche y su falso aire galante, líbrame de falsos amores esos que tanto abruman alejarme de eso que mi corazón es solo para una, líbrame dios de la hambruna, de noches en parques bajo la luna, líbrame de este desierto de este camino de dunas, de descariles en noches ciegas con falsas djynunas, líbrame de la envidia, líbrame de las enfermedades, líbrame de la clamidia, líbrame de mujeres malas, de los recuerdos, de lo que me hizo, líbrame de esta puta celda que se mueve conmigo la puta jaula de silicio, líbrame de la lujuria, de las ascuas tras el 94
fuego de la furia, líbrame de la lluvia, líbrame de las tesorerías, de los toreros y las torerias, líbrame de esta vida impía de esta alma que parece empeñada a existir sólo de forma clandestina, libra al golfo de las guerras, pensándolo mejor salva primero al mundo, a la gente que de verdad se lo merece, mándame lo malo a mi señor le aseguro que a estas a alturas poco me estremece.
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MIKA FRANGANILLO Delirios, fragmento II
Al llegar el fin de un nuevo día no me queda ya ningún pecado por cometer. Me lleva acompañando la fiebre durante toda la semana. Los cuerpos mismos están destilando un calor eléctrico que roza lo enfermizo. Disloca los huesos frágiles, y es entonces cuando el peso de un corazón inocentemente extraviado se hace notar en el estómago del mundo, es entonces cuando la ira plomiza cae, invisible, flotando paradójicamente en un espacio libre, sobre una conciencia locamente lúcida. No siento estar viviendo junto a los hombres, y sin embargo les abro y ofrezco mi corazón de manera voluntaria, afirmo mi corazón ante la crudeza del mundo y acepto su enfermedad mortal. Estoy en el punto álgido de la pasividad, reinando como un tridente inamovible. Estoy en una transición estéril: nada parece estar muy decidido, y sin embargo todo gira perfectamente, todo está en su lugar. El mundo es un infierno plácido revestido de la más fina capa de hábitos humanos. Pero la tragedia no me parece tangible, pues, aunque efectivamente fuésemos un soplo fétido salido del glorioso culo de un dios aburrido de sí mismo, la vida seguiría siendo lo que es: un misterio que ansía ser vivido. El misterio presente en todas las cosas. 96
Quien tenga oídos, que oiga Mateo, 13:9
Mas ahora sólo logramos escuchar lo que ensucia, lo que tenemos más cerca (en nuestra propia casa): la Gran Máquina de Follar. Gime mecánicamente, como una vaca gorda en una feria infantil. Sus gemidos no son más que la irrisoria voz del metal que no logra transgredir el silencio. En oídos infantiles, esa melodía invisible es convertida en pura jovialidad: gritan tanto de placer como de dolor (pues en la inocencia ambos devienen una y la misma cosa). Su hermana, la Viva, la Sagrada, sustenta todo el Amor del mundo en su teta cargada de leche divina.
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MAXI LUGANI Literatura y homenaje
I El tiempo es el aliado y el enemigo del escritor. El tiempo junto a la madures, la lectura y las vivencias son quienes van a gestar la obra del escritor. El tiempo es también quien devela algunos misterios que se ocultan detrás de los motivos del porqué escribir. Uno de esos misterios es el homenaje. Partiendo de esta base, escribir es, en cierto punto, homenajear a los autores que han influenciado la lectura y la escritura del escritor. Este homenaje consta en volver a poner a esos autores en palabras a través de un lenguaje diferente, una trama distinta, pero con la misma convicción de creer que detrás de ese mensaje, hubo hay y habrá algo que late, algo que ya fue dicho pero que debe repetirse. Y eso que late se llama justamente literatura. II Podría verse este homenaje como una especie de bajada de línea; de acatar una orden impuesta de una manera implícita por aquellos escritores que se 98
subieron al barco de la literatura dejando todo de lado. Se trata de transformar el mensaje que encontramos en las obras que generan la motivación de la lectura y luego, la escritura. Obras que son homenajeadas a través de otras obras: el sentido de la literatura. Desde este punto de vista, el escritor es un simple mensajero, alguien que va a poner en palabras, con sus palabras, lo que ya se dijo antes. III El conflicto llega desde el punto de vista de la originalidad. Esa cuota de originalidad, ese aporte distintivo que aporta el escritor es justamente la actualización de ese mensaje. Esas palabras que uno encontró en un texto y que germinaron dentro del espíritu del escritor deben ser actualizadas. Bajadas al llano, repensadas y reconstruidas para luego volver a ver la luz. El acto inconsciente de esa actualización de la palabra y del lenguaje es el homenaje. IV Hay una cita muy interesante de Eugène Delacroix que, años después, es vuelta a utilizar por Albert Camus y aparece en sus carnets. “Los hombres de genio... no lo son porque tengan ideas nuevas, sino porque están poseídos por esta idea esencial: que lo que ya se ha dicho, todavía no se ha dicho bastante.”
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V Podría afirmarse que ese mensaje que ya fue dicho aunque no lo suficiente está relacionado con los tropiezos constantes de la humanidad. La literatura no tiene como rol principal solucionar los problemas del mundo. Sí puede discernir esos puntos de conflicto y tratarlos a través de narraciones para así llegar a la reflexión sobre esos problemas. Si, como afirma Delacroix, lo esencial no se ha dicho bastante, es porque lo esencial de la literatura debe ser repetido en función de los cambios paradigmáticos del lector. VI Aquí se abre un paréntesis complejo: ¿qué es lo esencial de la literatura? Existen diferentes ángulos para abordar esta pregunta. En todo caso, hoy en día, se puede pensar en lo esencial de la literatura desde el punto de vista del escritor, del poeta, del lector, del librero, del editor, del dueño de la librería, del editor independiente, del director de un monopolio editorial y otros actores más que le dan forma al mundo literario. Llegar a un acuerdo entre todos estos actores resulta complicado en estos tiempos, por lo que lo esencial de la literatura es propio de cada uno.
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VII Retomando el tema de la literatura y el homenaje, podría afirmarse que todo escritor que forma parte del canon de la literatura universal —creo que no sirve de mucho dar nombres pero solo enumeraré cinco de ellos para que exista una noción de literatura universal: Franz Kafka, Miguel de Cervantes, Williams Shakespeare, Charles Baudelaire, Jorge Luis Borges— menciona de forma consciente o inconsciente a los escritores que le pasaron “ese” mensaje. Por momentos ese homenaje es implícito; el nombre el autor homenajeado, el portador del mensaje, puede no ser mencionado aunque sí puesto en evidencia a través de la narración, en algún rincón de la fábula, en las palabras utilizadas por más que el lenguaje haya mutado. Ese homenaje, en menor o mayor medida, es notorio en la construcción de la trama con el pasar del tiempo. Si se podría hacer un ADN de ese texto en cuestión, habría moléculas de aquel escritor que se intenta homenajear. VIII Tal vez la palabra homenaje genere cierto ruido a la hora de hablar de la influencia de un escritor. Influencia no es la palabra adecuada ya que se estaría hablando de algo que deja su marca y que luego se va para darle lugar a la propio. Un homenaje es tomar partida por uno mismo para mostrar, en el caso 101
de la literatura, la riqueza que puede encontrarse en textos y autores del pasado que, hoy en día, o mejor dicho, poco a poco, dejan de ser leídos. En este caso, el escritor que homenajea al escritor portador del mensaje, trata de demostrar dónde se encuentra lo esencial de la literatura. IX Esta “demostración pública de admiración y respeto hacia una persona” que se da en la literatura viene a combatir al narcisismo y al egocentrismo que existe en ella misma. Un autor que habla de otros escritores en sus obras lo hace de una manera desinteresada ya que en su mayoría son autores que ya no viven o que siempre fueron relegados por el canon de la época. Un autor que habla de otros escritores en una entrevista o en una conferencia no existe. Sí puede hablar de la influencia, de la admiración, de una obra singular de otro escritor, pero no de homenaje. En cierto punto, el homenaje es casi inevitable: se llega a ese lugar atrevesando el laberinto del pensamiento para dar con un espejo en el que se refleja el escritor homenajeado. X Jorge Luis Borges dijo que en la literatura no hay muchos temas o que se pueden contar con los dedos de una mano. Está el amor, la muerte, los sueños y alguno que otro más. Todas las historias, las 102
fábulas, las peripecias que puedan existir en un texto de ficción van a pasar por algunos de esos lugares. Todo está dicho. ¿Por qué no es posible pensar que un escritor que supuestamente leyó mucho se interese por los mismos temas —a fin de cuenta, los temas que inquietan al ser humano— y decida escribir sobre eso mismo pero con el lenguaje que corresponde a su tiempo, con todo lo que eso conlleva? A fin de cuentas, la literatura sigue viva gracias a la renovación. XI El trabajo, la toma de distancia y la originalidad del escritor llegan al momento de escribir. Cuando uno se sienta a escribir no piensa: voy a escribir como Proust. Incluso tampoco piensa en la lectura de la obra de Proust. El escritor escribe con sus propios fantasmas, con sus propias inquietudes y con un propósito personal que es propio de él o ella mismo. ¿Y el homenaje? Es lo imperceptible de todo eso; es lo que lo impulsa a sentarse a escribir con sus propios fantasmas, con sus propias inquietudes y con sus propósitos personales. Es parte del combo que viene con la escritura. XII Se puede decir que Mijaíl Batjín han planteado esto mismo en sus estudios, a comienzo del siglo XX. La intertextualidad habla del diálogo que existe en103
tre un texto y otro, sean contemporáneos o no. Tal vez su planteo se acerque más al plagio, al intentar encontrar conexiones entre dos textos que, por azar o voluntariamente, se asemejan. El homenaje, por lo contrario, se aleja del plagio; no busca copiar a su/sus escritores homenajeados. En todo caso, el homenaje forma parte del bagaje del escritor que, al sentarse a escribir, lo lleva consigo mismo, como algo congénito. XIII Tal vez homenaje no sea palabra justa para describir este acto. Acto tampoco es la palabra justa para poner en relieve el homenaje aunque al menos se aproxima a la idea. Esto mismo sucede al escribir. En el afán de crear su propia obra, el escritor va a utilizar palabras de su lenguaje más cercano, por no decir cotidiano, para realizar el homenaje, lo que ya de por sí lo aleja del escritor homenajeado implícitamente. XIV Sería redundante decir que este homenaje nace de la lectura, trabajo principal del escritor. Macedonio Fernandez decía que escribir es la consecuencia de leer. Por lo tanto la consecuencia de leer no solo se ve en el mero acto de escribir, sino también en todo lo que conlleva el escribir: rituales al momento de hacerlo, temas que le interesa abordar, tipo de gé104
nero literario, construcción de los personajes, lugares donde se desarrollan las narraciones, etcétera. XV La literatura se renueva constantemente. El individuo continúa con los mismos sentimientos y se hace las mismas preguntas al pensar tanto en el pasado como en el presente y en el futuro. Lo que cambia, en todo caso, es la manera de hacerse esas mismas preguntas o las palabras que van a formular esa pregunta. Lo mismo sucede con la hipotética respuesta. La literatura se renueva y sigue viva gracias al homenaje que existe dentro de ella: es la única forma de entender este arte milenario que nos permite vivir vidas pasadas y futuras, tanto en nuestro lugar de origen como en otra parte, sintiendo algo que hemos vivido o que nos han contado. Tal vez eso sea lo esencial de la literatura.
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MACARI DE GOLFERICHS Antimateria narrativa
Propongo un espacio en blanco vacío de contenido. Antimateria narrativa. (Un paréntesis). Una introspección que me gustaría enfocar de manera abierta y desinteresada: no esperes nada y nada te va a faltar. Lee y respira. Procura minimizar la duda, el escepticismo sospechoso y la ceja levantada. No se llega a ningún sitio sagrado con la ceja levantada. Esto no es una introducción. Estamos dejando atrás la narración, la sensación de historia o la causa consecuencia. Esta línea es una cosa por sí misma que nos va a llevar a otra y esa nos llevará a otra. Si todo va mal, acabaremos donde estamos, podremos resoplar por debajo la nariz y tener una mala idea de quién sea que haya firmado esta pieza. Y, en el peor de los casos, también de la publicación que le ha dado voz. Veremos hasta qué punto nos podemos ofender por un momento robado, por una porción de nuestra atención que no ha sido retribuida como esperábamos. Cada uno se cobra su tiempo a su manera. Acaba el texto y dime cuánto te debo. O regala este momento a cambio de la promesa de nada, empieza a sentirte más ligero, más liberado, y llega un poco más arriba, unas líneas más abajo. 106
Los últimos metros se hacen solos, el aire está mucho más oxigenado. Este es el espacio, aquí quería llegar. Justo en el punto medio de un lienzo en blanco. Hay palabras por detrás y quedan unas cuantas más por delante. Este espacio es cien por cien libre y parece infinito. Me he desprendido de la vulnerabilidad propia del principio del texto. El ambiente es mucho más relajado y se nota. No tengo que atraerte ni convencerte de ninguna idea ni introducir nada porque ya estás aquí y ya has invertido el tiempo suficiente para dejarte llevar hasta el final. Sea este el que sea o aunque no lo haya. Toda la tensión formal del principio se ha levantado. Siéntelo. Párate y siéntelo. Tampoco te tengo que recapitular ningún concepto ni cerrar ninguna trama porque ni nos acercamos al final, ni esto es una historia. Aquí solo hay oxígeno y campo abierto. Si quieres, estira un poco los brazos, relaja los hombros y abre bien los pulmones. Mira a lo lejos: se ve el mar. Adoro este punto. De hecho, todo lo demás es pura estructura que sustenta este momento: esto es la cima de la montaña y no hay nada igual. El momento sagrado. Este momento. Este momento. Coge lo que puedas de aquí porque a eso hemos venido y tardarás en volver. El momento se siente intenso cuando estás en él pero se olvida rápido cuando lo dejas atrás. En todo lo que hacemos hay un momento dulce: ese punto de máxima expresión que es la esencia natural de las cosas. Es necesario empezar a reconocer estos momentos sagrados sin un marco, sin que 107
un tercero nos diga: «Mira aquí. Esto sí que vale la pena. Fíjate porque aquí hay verdad.». En el fanzine de cualquier artista underground, en la expo de la que todo el mundo habla o en esa nueva marca de ropa que tiene el punto justo entre sostenible y chic. Antes de pasar página, romper el momento y juntarnos con el resto, aprovecho este clima entre-nous que se ha formado para darte las gracias —por favor, no me cortéis todavía— antes de quedarme solo. Solo y rezando en voz baja por encontrarte alguna noche en esa expo de la que todo el mundo habla, removiendo las colillas de un cenicero con los dedos buscando algo de verdad.
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VALENTINA CÓRDOBA Alas cortadas
Fui el otro día a una charla de la Bienal de Pensamiento de Barcelona en la que Donna Haraway y Vinciane Despret debatieron sobre la cacofonía y el silencio. Su performance revivió en mí una meditación que me estuvo asaltando durante el primer confinamiento, pero que ya hacía un tiempo que había abandonado. Durante la cuarentena empecé a pasar largas horas en mi balcón. No es que no lo hiciera hasta el momento, siempre fue uno de mis rincones predilectos de la casa, pero en pleno confinamiento la salida al balcón se convirtió en un ritual pautado y altamente deseado. En esas largas mañanas de sol y tostadas descubrí una paz distinta a la que había experimentado allí hasta entonces. Primero pensé que se debía al silencio. Escribí un poema sobre ello. Y en las calles desiertas gritaba el silencio. Temido estruendo entre piezas inconexas de una de las ciudades invisibles de Calvino que esta vez, 109
no lograba encontrar ni su nombre, ni su cuento. Por simpatía, callaron los tacones y el repiqueteo de las copas en los bares, y cesó el humo caliente sobre el asfalto. Salieron las flores y las arañas a escucharlo. Nosotros nos escondimos y lo bautizamos con una apatía sentida. Solo cientos de manos, aclamando, rompieron el cristal. Y el mar se puso vertical. Repitiendo el ritual, me di cuenta de que había algo extraño más allá del silencio. Al principio, no supe identificar lo que era. Hasta que lo comprendí. El canto de los pájaros. Por primera vez en mucho tiempo, escuchaba a los pájaros cantar. Recordé una escena de Martín (Hache) en la que Martín cuenta que lo que más extrañaba de Buenos Aires al mudarse a Madrid eran los silbidos, 110
“La gente que anda silbando por la calle.” Hay una extrañeza en el silencio que se refleja por igual en la extrañeza del ruido. ¿Cómo hemos hecho, nosotros, para acostumbrarnos a vivir sin este canto tan ancestral? Hablemos de pájaros. Aparentemente, en la comunicación entre pájaros no es tan esencial el tono, ritmo o intensidad del canto, sino los silencios que lo componen. Silencios que dan paso a otros silencios. El silencio creador. En este vacío entre canto y canto, se dice más que en el canto en sí. El Institut Català d’Ornitologia realizó un estudio durante la pandemia en el que se observó que el canto de los pájaros en ese período había aumentado considerablemente, y no solo eso, sino que los espacios entre canto y canto eran más cortos y seguidos que nunca. Las aves ya no debían luchar contra el rugido de la ciudad. De la misma forma en que ya no debíamos de hacerlo nosotros. Por primera vez en mucho tiempo, aves y humanos salieron a fuera a cantarse unos a otros, restableciendo su relación damnificada con el territorio habitado. Transformando la cacofonía anterior en harmonía. Viene a mí la imagen de un cuento de Kirmen Uribe que habla de un pajarero que estuvo viajando por todo el mundo hasta juntar las especies más exquisitas de pájaros cantores que existían. Las cuidó y crio en una misma jaula de madera hasta que un día, la guerra asaltó su ciudad y una bomba destruyó la jaula liberando a todos los pájaros. En me111
dio de toda la tristeza y devastación del combate, cientos de pájaros de colores sobrevolaron la ciudad y la llenaron de los cantos más bellos que se habían escuchado sobre la faz de la tierra. El día que operaron a mi padre por primera vez pasé mucho miedo. Los hospitales tienen ese olor mezclado de plástico, sábanas antisépticas y carne blanca que me provoca náuseas. El trajín de batas, las caras angustiadas y esa sonrisa de pena. Al final del pasillo, descubrí a mi padre en pijama, con las manos frías y una cabeza hinchada que doblaba su tamaño habitual. Estaba recubierta por un turbante de vendas grises. Me dio miedo hablar y decir la cosa incorrecta. Él sonrió y se señaló la cabeza. “Mira, soy Papageno. Bajo este turbante escondo todos mis pájaros, cuando me lo saquen volaran libres.” En Papúa Nueva Guinea, a finales de los setenta, Steven Feld se dedicó a grabar por primera vez los lamentos funerarios y las canciones ceremoniales del pueblo bosavi. Más tarde se dio cuenta de que las canciones y lamentos que había compilado eran en realidad mapas vocalizados de los paisajes circundantes cantados desde el punto de vista, mutable y pasajero, de los pájaros que sobrevolaban esos espacios. Así que empezó a grabar a los pájaros. Después de escucharlos durante algunos años, se dio cuenta de que los bosavi concebían a los pájaros como reverberaciones pasadas: una ausencia convertida en presencia; y, al mismo tiempo, una presencia que hacía audible una ausencia. Los bosavi 112
imitaban los sonidos de los pájaros en sus ritos funerarios porque los pájaros eran la única materialización en el mundo que reflejaba una ausencia. Los sonidos de los pájaros eran, de acuerdo con los bosavi, la voz de la memoria y la resonancia del linaje. Pero a nosotros no nos era suficiente con imitar su canto. Nos comimos a los pájaros, acusaba Atwood. Nos los comimos esperando que sus cantos fluyeran por nuestras gargantas y explotaran en nuestra boca. Esperando que nos crecieran plumas de la piel y que el crujido de nuestras espaldas se desgarrara en un par de alas majestuosas. Les construimos casitas de madera y jaulas de acero. Les atamos las patas y les inyectamos chips de seguimiento. Poblamos los cielos de trampas eléctricas y quemamos sus bosques desestabilizando sus migraciones. Les ahuyentamos con gritos y palmadas por miedo a que invadieran nuestros hogares como en la película de Hitchcock. Nosotros también queríamos volar. Nos comimos los pájaros para ser como ellos. Nos los comimos por amor. Por envidia. Culpándoles por quedarse en un mismo sitio, cuando tenían todo el mundo bajo su alas. Acusándoles de ser peores que nosotros. Y aún así, no lo conseguimos. Somos incapaces de volar sin esfuerzo.
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JOAN MARSAL Las últimas bicicletas
En una nota de prensa, enviada para ser publicada en la sección cultural de un periódico provincial o como publicación amateur en un blog literario sin éxito. “Caos y descontrol en la subasta de la última obra de Mario Marsal”: Inimaginable desenlace para el que iba a ser el último homenaje al escritor valenciano fallecido a finales del año pasado. Los invitados a participar en la subasta de la novela inédita del polémico escritor ofrecieron un espectáculo similar al que uno puede leer en sus libros, calificados estos como pilares de la narrativa contemporánea española. Con la edad de 74 años, Don Mario Marsal, aquel que tuvo la posibilidad de ser académico en la Real Academia Española y declinó la oferta con un “no quiero perder el tiempo, prefiero destruir el lenguaje a preservarlo”, murió en la taza del váter a causa de un síncope defecatorio. Mario Marsal dejó como último texto escrito en vida su testamento. Declararon sus familiares que durante sus últimos cuatro años cambiaba de opinión mensualmente, rompiendo el antiguo testamento y redactando uno nuevo junto a su notario. Ya presentía la muerte como algo próximo. 114
Después de efectuarse las primeras de sus últimas voluntades (ser incinerado, mezclar sus cenizas con gasolina y utilizarla como combustible para un automóvil equipado con unos grandes altavoces que fuesen reproduciendo las canciones de Elvis Presley; y donar una cuarta parte de su exuberante patrimonio a una pequeña librería de Tarragona, donde en su juventud se enamoró de una trabajadora), se empezó a preparar lo necesario para realizar el definitivo acto de homenaje al escritor de culto valenciano. En la mañana de ese lunes de junio, habían sido convidadas al auditorio municipal de Sagunt grandes personalidades del mundo editorial y cultural de la sociedad civil española. Algún que otro personaje procedente de la farándula también había acudido, adicto a ver su rostro impreso en las portadas de la prensa amarillista. Todas ellas reunidas para participar en la última voluntad que Marsal había estipulado en su testamento: subastar su única ficción inédita. Una novela de 184 páginas, encuadernada en un fino lomo suave al tacto, con una portada roja. Arriba, bordado en oro, se leía el título: “Las últimas bicicletas”. La contraportada, del mismo color rojo sangre, solamente estaba firmada en el lado inferior derecho con la signatura del autor. Antes de su defunción, solo sus amigos más cercanos conocían de la existencia de ese ejemplar autoeditado. Era el bien más preciado dentro de su inmensa colección de manuscritos incunables. 115
Grandes eran sus ensoñaciones de convertir la que él creía como su mejor obra (según el mismo autor: “esto es lo mejor que he parido en mi vida.”) en objeto de una teoría literaria que más parecía una burla a sus compañeros de oficio que una representación artística con un fin concreto. Durante los últimos años de su tumultuosa vida, Mario Marsal presentó la nouvelle dentro de un cubo de cristal. Afirmaba que su obra maestra debía ser contemplada y a su vez respetada como cualquier obra de arte en un museo, es decir, a cierta distancia, protegida. Nadie había tenido el placer de leerla. El maestro dictaminó que si alguien osaba abrir el libro sin su permiso, mancillaría el arduo trabajo que había volcado en la creación de tan misterioso producto literario. Sus amistades eran conocedoras de la afición de gastar bromas pesadas del escritor. Al viejo le encantaban los debates que no llegaban a conclusiones certeras. Todo el mundo le seguía el juego al pobre diablo, simulando una curiosidad exagerada sobre las tramas prohibidas encerradas en esa vitrina colocada en la biblioteca privada de su masía en Sagunt. La trama de la novela era desconocida. Ni los hijos del fallecido, ni su exesposa, ni la reciente viuda, ni su amante, ni su editor, ni el párroco encargado de escuchar sus confesiones sabían por qué derrotero había escogido tirar el canalla. Su bibliografía era confusa. Añadía obras que no eran de su autoría y renegaba de todas aquellas que le parecían escritas por su peor enemigo. Múltiples veces ha116
bía reescrito lo que para la crítica eran sus mayores obras, transformándolas en parodias o mejorándolas sorprendentemente, propinando un puñetazo literario a los críticos que no veían con buenos ojos la explotación de los textos ya publicados. A Don Mario Marsal, alias “el Gancho”, no le importaban para nada las críticas publicadas en los magazines culturales de los periódicos o las opiniones versadas por los eruditos de la literatura en los ciclos de conferencias organizados por universidades notables. Él vislumbraba el proceso creativo de la escritura como un juego, donde se imponían sus propias normas, con el objetivo de divertirse con algo que le proporcionaba un aumento del peculio. Nunca sufrió el síndrome de la hoja en blanco, gracias a su incansable imaginación y un ansia de conocimiento que no le dejaba descansar. Animaba a todo el mundo a aventurarse en ese fantástico universo de creación y libertad que él había descubierto, aclarando que no había sido el primero en aprovecharse de esa situación. Solo había visto un hueco disponible en un muro inmenso y cuál lagartija se había escabullido en su interior. A modo de preparación para la subasta, se mandaron las invitaciones a los mencionados en un anexo de nombres que el Gancho había adjuntado en su testamento. De las ilustres personalidades que fueron convidadas a tan extraordinario evento se destaca a la Marquesa de la Flor, noble fanática incondicional del viejo relator, mecenas que financiaba al 117
creador para que pudiese continuar escribiendo sus historias; y al ensayista Martín Garrigola, erudito estudioso de la obra de Marsal, experto analizando todas las vertientes poéticas y artísticas que el autor levantino tuvo la osadía de probar. De forma irónica, Don Mario también incluyó en la lista de invitados a sus más queridos enemigos, gente con la cual siempre discutía y sus ideas chocaban en largas discusiones organizadas por el Círculo de Lectores. Archienemigos como el Dr. Fausto, catedrático de Literatura Europea en la Universidad de Vigo, crítico acérrimo de todo lo escrito y hablado por el Gancho; o Jorge Pozuelos-Pardo, escritor de la competencia editorial, acostumbrado a denunciar cada novedad editorial de Marsal como un plagio de sus ideas. También estaban presentes, situados en la primera fila del auditorio donde se procedería a la subasta, los descendientes del literato. Ulises, Dalia, Tomás y Cleopatra asistían cabizbajos al circo que su difunto padre había montado. A su alrededor, la clase culta y soberbia de la sociedad española se sentaba en sus sillas mientras alardeaban de sus fatuos logros, manteniendo sus poses de cristal para aparentar una grandilocuencia infantil e inexistente, ilusiones ópticas que tardaban años en construirse y que podían ser desmontadas con argumentaciones simples y prestando atención a las incoherencias soltadas por esas bocas escondidas tras máscaras de soberbia. Falsas adulaciones eran lanzadas entre los invitados, sabiéndose entre ellos que era preferible 118
simular una amistad que no se interpusiera en los deseos individuales de cada uno, antes que crear enemistades que tambaleasen sus acuerdos económicos con empresarios y causarán una sensación de inestabilidad para nada beneficiosa. Cabe destacar que fuera del recinto se reunían dos agrupaciones de personas que se habían acercado para dar su despedida al Gancho, unos de forma afable y con amor, los otros rabiosos y con bilis. Casualmente se habían encontrado y mezclado negligentemente un grupo de fanáticos del autor y un grupo de detractores. Entre los admiradores se encontraban todas aquellas personas que afirmaban que su vida había cambiado gracias a la lectura de las novelas de Mario Marsal, llorando la muerte de su profeta. El otro grupúsculo estaba formado por esa clase de gente que había resultado ofendida por los temas tratados en los libros del difunto. Defensores del orden católico, organizaciones en contra de la discriminación de los grupos más desfavorecidos o gente alarmista que quedaba impactada por cualquier nimiedad. Entre las dos facciones se había establecido una calma tensa que podría estallar en cualquier momento. Todo ello resultando en una cacofonía de gritos, cánticos y proclamas que llegaban al interior del auditorio como un murmullo constante, como el sonido del viento cuando golpea contra un cristal. El moderador de la subasta iba controlando el subir y bajar de las manos que aumentaban consecuente119
mente el precio del valioso objeto, situado encima de una bajita columna dórica de falso mármol colocada en medio del escenario. Algunos expertos en el noble arte de la subasta levantaban sus cartelitos de madera con un número asignado. Los cuatro hijos, cabizbajos, evitaban observar el cruel espectáculo que se estaba formando por la última novelita de su padre. Tres cuartas partes de los descendientes creían que esa era la última broma de mal gusto de su padre, imaginándose que el vencedor recibiría un libreto vació, donde pudiese garabatear en las páginas blancas todos los improperios que quisiese dedicar al difunto estafador. Todo el dinero que se recaudara en la subasta iba destinado a la construcción de una biblioteca privada en la ciudad de nacimiento del maestro prosista, tal como también se había marcado en el testamento. La cifra iba aumentando por momentos, llegando a los seis dígitos en menos de media hora. Los pujadores sudaban a mares, nerviosos por obtener el premio. Iban cayendo como moscas los más pobres, quedando en primera línea de batalla los que amasaban una gran fortuna o los intrépidos que solo quieren inflar la cifra para que sus enemigos gastarán más dinero. Al solo quedar tres interesados sumando miles de euros a la cifra definitiva, las puertas del auditorio se abrieron estrepitosamente. Irrumpieron en la sala una bandada de acólitos y detractores, realizando aspavientos con sus movimientos y arrollando a la gente sentada en las últimas filas. En el exterior se había ini120
ciado una disputa sobre el respeto que se merecía la obra del difunto, alcanzando una tensión que derivó en insultos y empujones. Los vigilantes del auditorio no pudieron detener el avance de la masa obcecada hacía la subasta. El acto sucumbió al caos. Una gran cantidad de invitados fue tirada por el suelo. Se mezclaron pamelas, anteojos, monóculos plateados, bolsas de la compra, carteles improvisados con mensajes como: “Maestro siempre te recordaremos” y gemas valiosas heredadas de la abuela. Un desconocido intentó acercarse donde estaba el atril con la reliquia. El subastador quiso proteger el libro situándose delante, pero fue golpeado por el desconocido. Cayeron los dos encima del atril, este cayó y el libro inédito salió disparado. Montones de personas fueron amontonándose encima del escenario formando un conglomerado de extremidades y partes corporales. “Las últimas bicicletas” nunca fue encontrado. Murieron dos personas, cuatro fueron detenidas y muchas resultaron heridas.
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MÍRIAM NØ! Sin título
( Dios bendiga a Benedetti, que incauto ha germinado en mis párpados y con cucharas de madera, versos, ternura, ha sabido removerme en el momento justo, dos a la derecha, tres del revés, para que constate tímidamente que sigue habiendo aliento y que sigo teniendo cuerda aunque de improvisto te asalte en una madrugada de insomnio. Que los años pasan y pesan, y nada son seis años al lado de treinta, pero si hago inventario y sumo tantas noches, confidencias, tantos días, estrategias, no me avergüenzo de nada ni me arrepiento otro tanto. Que muchos estarán más tiempo que nosotros
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en este paréntesis llamado vida y pasarán ausentes la mitad de los suspiros, ciegos a la esencia, al dolor, al fin y al cabo a la belleza de las cosas que merecen la pena. Lo cierto es, que nada importa casi nada, ni siquiera tu recuerdo grapado torpemente en mi pecho, mojado por las lágrimas que caen, suicidas, valientes. Pero créeme cuando te digo que cuando este breve paréntesis se cierre, baje el telón, y la función llegue a su fin, me levantaré de mi asiento, aplaudiré a rabiar, ¡bravo!, ¡bis!, tiraré flores y tal vez prendas íntimas, silbaré hasta que note que las paredes de los pulmones se tocan entre sí, las palmas rojas en carne viva, contenta de haber sido espectadora al menos por un momento 123
del show, de la frenética locura que es la vida, llevándome vínculos con los actores y actrices, protagonistas de momentos inolvidables, primeros besos, juegos, abrazos, a resumidas cuentas, lo que llamamos amor, y siendo muy feliz de haber comprobado qué se siente cuando tu consciencia y la mía se pisaban los talones, traviesas. Reconocer mis ojos en tus ojos; no te pierdas nada, no te conformes, no estés ausente. Citando al uruguayo... “No te quedes inmóvil al borde del camino, no congeles el júbilo no quieras con desgana no te salves ahora ni nunca” No te salves, pero hagas lo que hagas, ten en mente que puedes contar conmigo aunque yo ya no esté aquí)
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MIGUEL CABRERA La vorágine
Prólogo —¿Es todo esto cierto? —Así es. Sin embargo… —dije antes de que irrumpiera en la sala un viejo amigo. Antes de dejarlo pasar, el agente me hizo un gesto con sus manos, indicando que confesase lo que estaba a punto de confesar. —Cuando termine, podrá hablar con él —concluyó sereno e intrigado. —Verá… 16 de enero de 1987 Debía de ser la hora del recreo cuando Rafael Jesús O’Donnell me llamó. Rafael Jesús era conocido como El Gitano de Richmond aunque nunca estuvo en Richmond, lo supe cuando al volver de mi periplo yankee le cuestioné acerca de Carytown y Hollywood Cemetery. También sobre Rosita’s y South Cherry Street. Fue entonces cuando confesó que nació en Baltimore, pero que por ser una sucísima ciudad, renegaba. Renegar de algo estaba bien visto 125
entonces. Yo renegué de Dios y de los encurtidos, por ejemplo, aunque esto no afectase a mi día a día. En cualquier caso, llegó a Andalucía del Norte cuando cursábamos el cuarto año de la enseñanza primaria obligatoria y, ocho años después, ya era uno más. —Ve al grano, Gitano de Richmond, al grano — hube de increparlo desde el otro lado del teléfono. —La Niña Esme, dice que se suicida el próximo lunes, ¡se suicida!, lo ha dicho allí, delante de todos, incluido Don Carlos Marsé. Colgué. El lunes dirimiríamos. Por mi parte, no sabía ni tan siquiera quién era la tal Niña Esme pero si había de cometer el suicidio, admiraba en cierto modo la capacidad para reunir el valor y anunciarlo un viernes. Si era una bravata, entonces la detestaba de un modo algo indiferente. Tras colgar, volví a las líneas de ¡Absalón, Absalón! Había sido una mañana, sin duda, placentera por lo demás. Una mañana que se extendería hasta el domingo a la anochecía, como una misma cosa. Mi asistencia al instituto era intermitente. Si aquel viernes tampoco había ido, no se debía a una enfermedad y ni tan siquiera a una indisposición. Es que realmente allí había poco que rascar. Tenía el beneplácito de familia y profesorado. Entre las novelas de Faulkner, de Sampedro o de Yourcenar, uno podía aburrirse desde la dignidad del hogar, al menos, y hasta cabían los humildes regocijos. Los líquidos usufructos. Cuando asistía a clase, simplemente callaba; en calma esperaba el timbre evitando 126
las tánganas, los insultos, los piropos y otras chabacanas flores de la adolescencia. Apenas si hablaba con O’Donnell, el pequeño gitano de Baltimore. A Rafael Jesús O’Donnell y a mí nos unía una amistad por descarte. No nos apasionábamos el uno al otro (o eso creía yo), si bien, nos apasionaban aún menos el resto de chicos y chicas que en aquellas aulas se reunían. Él era demasiado Baudelaire, demasiado maldito, era el exceso. Yo era el defecto para él, supongo. 19 de enero de 1987 No era lunes. Tampoco enero ni invierno. Era el día en que La Niña Esme iba a hacer aquello. Aquello era el eufemismo de suicidio. Suicidio era un eufemismo de cortarse las venas, ingente engerimiento de droga-jeringa, tirarse por el balcón o pegarse un tiro. Y es que, la hipocresía era y es la consecuencia de la hipersensibilización. El Gitano de Richmond y yo nos tomamos la licencia de saltarnos la primera hora e ir a buscarla. Ella se tomó la licencia poética de augurar un suicidio y esperar ‘el rescate’ frente al agua verdosa de la piscina del pabellón, vestida de blue jeans y gabardina oscura. Incidía la luz de un foco del pabellón semi-abierto sobre el agua de modo que la hacía de dos verdes excepcionalmente heterogéneos. Allí estaba La Niña Esme: denim-lana y labios pintados de violeta francés. Pelo, cuidadosamente descuidado. 127
—Estaba a punto de hacerlo —nos dijo. —No lo hagas —le contesté yo. Porque rebatirla suponía aceptar su premisa pero ese «no lo hagas» simplísimo, desdibujaba todo su trasfondo. Para mi sorpresa, cuando se acercó reconocí a Esmeraldita en La Niña Esme. Sus padres y los míos eran amigos; veraneamos juntos en una ocasión por Andalucía del Sur antes incluso de que El Gitano de Richmond llegara desde Baltimore. No sabía, siquiera, que estaba en nuestro instituto. Corolario de mis años absorto. Hicimos las correspondientes presentaciones aunque los tres nos conocíamos en mayor o menor grado; ella no había cambiado mucho en lo esencial y según ella, yo tampoco. Salimos los tres juntos del pabellón aquel día. Todos hablaban de La Niña Esme, de su suicidio fallido, de su aquello que dijo y no hizo, de Rafael Jesús O’Donnell, de mí. Una semana más tarde solo algunos hacían sus cávalas aún y en las vacaciones de Semana Santa nadie se acordaba ya. Porque en Andalucía del Norte la Semana Santa es un acontecimiento y Cristo sale tallado en madera de unas guisas que estremecen de vez en cuando y las personas, lógicamente, se olvidan de los compañeros de clase que desean rebanarse la cabeza. 8 de febrero de 1987 Fue algo más complejo para nosotros, sin embargo. Desde que salimos del pabellón hasta que La Niña 128
Esme desechó aquello (la muerte como expresión última) hubo un proceso del que fui partícipe. Y más que partícipe, protagonista. Era como si Esmeraldita estuviese en una cuerda que pendiera de las extintas Torres Gemelas, como hiciera Philippe Petit en 1974. La depresión a un lado y el rechazo a justificarse, del otro. Yo era su sentido del equilibrio. Su cuerda y su sentido del equilibro en tanto que ejercía de faro intelectual y de soporte tácito. Pero, ¿cómo aplicaba esto? 27 de diciembre de 1988 A menudo hablaba con La Niña Esme. Hice terapia con ella; hice terapia de ella. Y la hice a mi manera, que era y es la mejor que conozco. En mi argumentario estaban Camilo José Cela, Jostein Gaarder, Marco Aurelio y Padma Shambava. Pero no eran las citas (aunque daban lustre; un lustre pedante), y ni tan siquiera las ideas, sino la mecánica repetitiva de la conversación estructurada de tal modo que La Niña Esme solo intervenía para confirmar lo que yo había desmenuzado tan nítidamente, de una suerte casi científica. Ideas simples explicadas por una concatenación de minucias incoherentes a evitar. Emisión de un mensaje empapado de términos como coherencia, bien, tranquilidad, paz o simpleza. Unos símiles perturbadísimos que nos hacían reír y aliviaban el mensaje en momentos cuidadosamente elegidos. Un lenguaje corporal compuesto de respiración 129
regular y manos como bastón último de la lengua, siempre ocupadas señalando la amplitud de algo, los steps que llevaban a la consecución de otro algo o el acompañamiento a las ideas de ensanche de alma o de mente despejada. En definitiva, estructuraba las conversaciones, repetía palabras clave y puntualizaba los conceptos con mis manos. Un libro de autoayuda de carne y hueso. Tras largas sesiones la había conducido a confirmar con ajams, ujums y yeps tantas cuestiones que desdecirse entonces le hubiese significado una deshonra. Se inferiría de su suicidio que no habría comprendido nada, luego no lo haría, al igual que el mal en el budismo es achacado a la ignorancia, contribuyendo a un menor número de vilezas. Esto lo leí en el Daily Kerala. Comenzaba a erigirme, por tanto, en algo a idolatrar para ella, si bien, era un ídolo falso. Falso por poner esa dialéctica roma y maciza al servicio de lo comúnmente aceptado. ¿Por qué no habría de acometer aquello?, no lo sé. Supongo que era así de sencillo: decía lo que La Niña Esme quería oír aunque no de una forma boba e inútil sino desde una sobriedad en la que ella se apoyaba para tomar sus decisiones. Decisiones que eran en parte mías. Mías porque podría haberla convencido de lo contrario y no lo hice. Fue nuestra rutina durante unos años: ella y su té chai afirmando o reformulando lo que yo había expuesto, mi café americano y yo construyendo una obviedad, también El Gitano de Richmond con su exacerbada realidad.
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30 de septiembre de 1991 Después, llegó el amor. A saber: El Gitano de Richmond y La Niña Esme. De una vorágine pop, se erigió Esme como Gimlet en La niña del pelo raro y como en el cuento de Foster Wallace practicó el sexo oral (y otros) a Rafael Jesús O’Donnell (a quién le gustó y propuso a Esmeralda convertirlo en rutina, además de practicarle el sexo oral a ella también) e incluso los tres compartimos droga-lámina y cannabis en contadas ocasiones. Época en la que jugaban a recitarse a Caballero Bonald y Leopoldo María Panero mirándose muy fijamente. En la intimidad declamaban a Luis García Montero. También tenían a bien gritarse y lanzarse improperios graciosísimos entre los que intercalaban citas de Mallarmé y símiles con albatros y arponeros. El malditismo al servicio del quién barre qué y del quién ya no ama a quién. De nuevo recurrió a mí La Niña Esme como en aquel ahorcarse que pudo ser y no fue. Me habló de Rafael Jesús O’Donnell, de la relación que había entre ambos, de cómo yo era un salvador y de qué la jalaba de nuevo hacia los infiernos, hacia una tristeza honda. Yo, como siempre, presté aquella indolora ayuda, ese proceder sistémico. Me practicó el sexo oral y vaginal y al terminar, entre sollozos, la oí decir que el sexo conmigo, de apenas seis minutos, lo complicaba todo muchísimo y convirtió algo eminentemente entretenido en una hecatombe. Mi proceso de huida (lento como el de un elefante viejo) 131
llegó a un punto de no retorno con el aburrimiento como epicentro. Como antes de que yo introdujese mi pene en la vagina de La Niña Esme ella narró su relación con El Gitano de Richmond de una manera hermosísima aunque trágica y con dotes literarias, me fui lanzando un consejo: «escríbelo todo, porque lo narras de una manera hermosísima aunque trágica y con dotes literarias». 26 de octubre de 2018 En 2018 vi por última vez a La Niña Esme. Habían pasado veintisiete años desde que practicáramos sexo durante seis minutos. Ella tenía cuarenta y nueve. Yo también. Sus padres, así como los míos, habían comprado apartamentos contiguos en una ciudad de Andalucía del Sur. Ciudad con mar. —Mi padre ha muerto —me dijo. —Lo lamento. —Mi madre ha vuelto a Andalucía del Norte, ya nunca damos uso a este lugar —refiriéndose al apartamento. Había un sosiego en ella, un sosiego que despejaba dimensiones a su personaje. Seguía llevando en el bolso un ejemplar de Flores del Mal pero ya no tenía aquellos alardes. Ni la ansiedad del cannabis, ni el absurdo de la droga-lámina. Había ciertos juegos intrínsecos (el silencio gracioso de aquella última vez, aquella como eufemismo de un minuto de un pene dentro de una boca, otro minuto de una 132
lengua lamiendo una vagina y otros cuatro minutos de un pene dentro de esa vagina). Juegos solventados de una forma natural, con una sonrisa cómplice y sincera vista de reojo mientras mirábamos el mar. El duelo era un proceso, pero al verme se superpusieron las capas del juego a las de la muerte sin homogeneizarse, es decir, podía estar triste y feliz por el recuerdo de su padre fallecido y el mío respectivamente, pero nunca compensarse ambos. Yo comprendí ese sube y baja, como había comprendido a La Niña Esme desde que fui a salvarla dónde y cuándo ella quiso exactamente ser salvada, como la había comprendido cuando tiraba los platos a la cabeza de El Gitano de Richmond, como cuando recitaban recostados versos de Ana Isabel García Llorente (hojita de menta, hojita de menta…), como cuando aquel verano montamos en patines con apenas seis años, como cuando ella probó mi café americano, como cuando yo probé su té chai, como cuando ambos probamos el pedro ximénez de Rafael Jesús, como cuando la aprecié desde la indiferencia, como cuando desde la indiferencia la añoré y añoré su necesidad, porque ella era una parte de mí. No era ningún matiz del amor, ni yo la amaba, ni ella me amaba a mí, ni he tenido nunca una relación parecida a aquella. No. Pero si había una añoranza en términos de necesidad, como se necesita a un brazo, a un clítoris o a una oreja, que se los necesita mientras se los tiene y lo que uno hace sin ellos, es adaptarse. —Te hice caso aquella vez —dijo, usando aquella 133
como eufemismo de la vez en que metió mi pene en su boca y más. —¿Y quedó bonito? —Precioso. Lo he escrito todo desde entonces, acerca de cómo era mi relación con Rafael Jesús O’Donnell, sobre cómo fue nuestra ruptura, la muerte de mi padre, los días en los que no pasó nada, en los que fui feliz, en los que no, todo. 14 de abril de 2019
D.E.P Esmeralda ‘La Niña Esme’ Trulock Sestelo ha fallecido en la Región de Andalucía del Norte. Sus afligidos: la Casa Real de Suecia, la Junta de Andalucía, su madre, sus familiares, R. O’Donnell y B. Spears ruegan una oración por su alma. El sepelio tendrá lugar el Lunes, día 15 de Abril, a las SEIS Y MEDIA de la tarde. Tanatorio: Colegio ‘La Cuneta de Federico García Lorca’.
Murió La Niña Esme. Unos meses después de mirar al mar picado recordando aquello y aquello otro. Lo hizo un lunes.
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15 de abril de 2019 Murió, sí. Y no me produjo un gran dolor. Tampoco enfado por haber yo dedicado un esfuerzo a paliar la consecuencia de la vida de La Niña Esme, que era su muerte (la que entonces acaeció). No estaban claras las causas, ni iba yo a esclarecerlas. Tras la misa todos me daban el pésame de una manera anti-natura, eran actores malísimos. Eran hombres absurdos, absurdos por su falta de contexto, los extranjeros de Camus, solo superados por aquellos que habían, durante años, estilizado su modo de dar el pésame tanto, que adquirían los kinemas del Hombre de Hojalata. Un solemne acto circense. Me daban a mí el pésame por ser más cercano a La Niña Esme en vida que ellos, por lo que a mí me correspondía darlo a su familia y a El Gitano de Richmond que había asistido y al que llevaba muchos años sin ver. Pero no lo hice, y me arrepentí de haber asistido a aquel teatrillo. 16 de abril de 2019 Aristeo a la caza de Eurídice, de su conciencia. El rapto de lo que quedaba de ella, buscando en el apartamento vacío de Andalucía del Sur lo que había dejado escrito. Estaba todo allí. Las teclas del MacBook Air testigos del uso. Impreso. Escrito de manera hermosísima aunque trágica y con dotes literarias. 135
19 de abril de 2019 Días leyendo. Mucho café. Tres días en los que una compleja lógica me llevó a una conclusión que, aunque inaceptable al principio, iba pasando los filtros de mi moral a base de horas, insomnio, café y relativismo. Yo había salvado a La Niña Esme. Entre aquello que dijo y no hizo y su muerte, sus acciones se supeditaron a mi dialéctica, a (al fin y al cabo) mi vida a su servicio. Quedaban entre tanto unos escritos que yo deseaba para mí porque indirectamente eran míos y porque me agradaban. La Niña Esme era mi instrumento, y esto parece horroroso, pero yo era el demonio de nuestros días, de Delfos; era Light Yagami, Catello di Rosso y Rodrigo Rato. Entonces lo comprendí. Pero el peso de todo eso me resultaba liviano. Era un mal visto desde el propio mal: comprendí que mi historia no debía contarse desde el bien ni desde la nobleza, porque yo no era bueno ni noble. Sin haber cometido yo un acto punible en toda mi vida hasta ese momento, ya sabía que había un demonio en mí. Un shinigami, una caja B, un séptimo círculo. Crecía bajo esta piel un Fyodor Pavlovich Karamazov. 24 de mayo de 2023 Los textos de La Niña Esme han sido publicados durante tres años bajo mi nombre. Son la literatura 136
más fina de nuestros días y hoy, se ha sabido. Han llegado cuatro agentes de policía a casa esta mañana, poco antes de las ocho. Solo uno llevaba uniforme. Me han mostrado un impreso y me han narrado detalladamente lo que, por supuesto, yo ya sabía. Que los textos que me han hecho amasar una fortuna (de la que prácticamente no he hecho uso) no son míos, que son de Esmeralda, ya fallecida, y que su madre presentó una denuncia cuya investigación ha destapado la verdad que aquí cuento. Me enfrento a pena de cárcel y a devolver los beneficios económicos que me ha reportado el suplantar su identidad. El montante de dinero está, íntegro, en mi cuenta corriente, separado del que yo poseía antes de todo esto, supongo que ya estaba preparado para que ocurriese tarde o temprano. En cuanto a la cárcel, me es indiferente puesto que llevo tres años recluido en el apartamento que mis padres compraron en Andalucía del Sur sin ver a nadie más que a los repartidores de comida a domicilio. La opinión pública se cebará conmigo, me es indiferente, nunca distinguí a las verdades entre la masa. Solo hay algo que me preocupa. De tantas sonrisas, lágrimas, de tanta sangre y tanto sudor, de tantos abrazos, besos y cumplidos, y de las bombas y puñaladas, de las violaciones, los asesinatos, del paritorio, los nacimientos y las plantas, de los animales y de La Luna, de los terremotos, de los celos, las traiciones y las conquistas, de Dios, de la historia y la astronomía, de la física, de La sonrisa etrusca, de 137
El manifiesto desastre, de Bach, de Kallifatides, de tanto como hay, o como pueda imaginarse, ¿por qué nada me ha conmovido? Di la vida y la robé. Ahora estoy nervioso porque vuelven a abrirse nuevos paradigmas, con este juicio, con esta nueva prisión, con una nueva etapa, y con mucha más gente que me odia, y todo me sigue pareciendo poco. Todo me sabe a nada. La vorágine en mi ánimo ni tan siquiera asoma. Epílogo —Te detesto. Antes te amaba, pero ahora te detesto—eso ha sido lo primero que ha salido de la boca de Rafael Jesús O’Donnell, El Gitano de Richmond, al entrar a la sala de interrogatorio, una vez que el agente se lo ha permitido. —Es lógico aunque en ello se pierde una energía valiosísima que se podría invertir en el regocijo con plácidos parajes como lo hiciera el Werther de Goethe —le he contestado. —Nunca te faltó un punto de vista. Además Werther no acabó bien. —No me gustan los eufemismos. Werther se pegó un tiro. Sigo sin intuir cuando me inundará la vorágine.
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SAÚL IBÁÑEZ Una ventana
Llovía en plaza Universitat, Javier esperaba junto a una tienda de ropa y Fran vio su enorme mochila de acampada desde lejos. Pensó en el contraste que presentaba su amigo, enorme, casi dos metros de alto y de espaldas anchas, debajo de un paraguas que hubiera sido insuficiente incluso para un niño pequeño. Se estaba mojando los brazos y los zapatos, pero no parecía importarle, no se encogía ni se buscaba otro sitio donde refugiarse mejor. Javier no tardó en verlo también y agitar la mano. Fran se acercaba con el cuello encogido y la cara arrugada, parpadeando. —¿No traes paraguas ni nada? —preguntó Javier casi gritando (Fran aún no se había acercado ni a diez metros) en lugar de saludar primero. Ese comentario, ese gesto que cualquiera habría interpretado como una manera de evitar la posible tensión ocasionada por los casi cuatro años que los dos amigos llevaban sin verse, esa vergüenza infantil que sin previo aviso puede aflorar en los adultos, era en realidad una muestra de cercanía, un rasgo distintivo de Javier, a quien le gustaba saltarse los protocolos, hacer como si se hubieran visto el día anterior. 139
Fran no respondió en seguida, no pudo. Las palabras se le atascaron un poco. Amagó una respuesta que nunca llegó a producirse. Llovía pero no hacía frío. Era el final de la primavera en Barcelona y casi las doce del mediodía, así que la temperatura resultaba agradable a pesar de todo. Fran llevaba una camiseta de manga corta que empezaba a pegársele al cuerpo. Los dos amigos caminaron el uno hacia el otro y se abrazaron, sonrientes. Su amigo insistió: —¿No traes paraguas? —Vivo aquí al lado, da igual. Se volvieron a abrazar, Javier lo besó en la mejilla sin ser correspondido. Después dijo cosas como cuánto tiempo había pasado desde la última vez que se vieron, qué largo llevaba el pelo Fran, qué delgado estaba. A todos esos comentarios, aún con los brazos de su amigo alrededor suyo, Fran respondía con palabras breves y esquivas, medias sonrisas y tímidos encogimientos de hombros. Evitaba mirar a Javier a los ojos, y se preguntaba si él se estaba dando cuenta. Quiso cortar aquel interrogatorio, y lo único que se le ocurrió fue decir: —Anda, vamos a casa antes de que me resfríe. —Vamos, vamos —respondió Javier con cierta impaciencia y todavía sonriendo. Menos de diez minutos después, Javier dejaba su mochila en el suelo del pequeño estudio de Fran. —Antes de que me enseñes el piso: ¿dónde está el baño? Me estoy meando. 140
Fran se lo señaló. Javier dio las gracias y se encerró en el cuarto de baño. Fran se quedó solo, de pie, mirando las pocas cosas que traía su amigo. Reconocía ese rasgo: Javier era capaz de irse hasta Australia y volver con dos mudas y un cepillo de dientes. Se quitó la camiseta empapada y la dejó colgando de la silla delante del escritorio donde trabajaba, la única que había en la sala de estar, donde también estaba la cama. Desacostumbrado a tener visitas, de pronto se dio cuenta del estado de desorden en que estaba su apartamento. Pero conocía a su amigo, y sabía que no diría nada, no se quejaría ni bromearía sobre ello. Sacó otra camiseta del armario y se la puso rápido, acababa de darse cuenta de que le daba vergüenza que Javier pudiera verlo semidesnudo. Sonó la cisterna y su amigo salió, secándose las manos en los vaqueros. —Bueno, ahora ya puedo ver el piso. —No es que haya mucho que ver —dijo Fran haciendo un gesto con la mano, mostrando el pequeño habitáculo donde dormía, trabajaba y comía. Javier paseó su mirada de la cama al armario, del armario a la abarrotada librería, de ahí a la mesa de trabajo, y de la mesa a Fran. —Bueno, para ti solo ya está bien, ¿no? —Sí, no necesito mucho más. —Pues muy bien —volvió a mirar la mesa, hasta arriba de papeles desperdigados, frente a la silla había un ordenador portátil, tres o cuatro libros y, encima de un sólido atril, un diccionario bilingüe inglés-español—. ¿Sigues traduciendo? —Javier pre141
guntó lo primero que se le había venido a la cabeza. Empezaba a sentirse incómodo con aquella situación. No sabía dónde sentarse, Fran no le había ofrecido asiento ni nada para beber, ni siquiera le había dicho dónde se suponía que dormiría las próximas dos noches. Notaba los vaqueros mojados, pegándosele a las piernas, el sudor por la espalda. Fran asintió. Miró su mesa y sintió cierto pudor, como si fuera su ropa interior sucia la que estaba a la vista en lugar de su material de trabajo. Javier optó por sentarse en una esquina de la cama, cosa que no pareció molestar Fran. —¿Y qué traduces? ¿Qué libros? Fran se sentó en la silla. No la giró para estar frente a frente con Javier, sino que se inclinó sobre el escritorio e intentó poner un poco de orden entre los papeles mientras hablaba. —Sobre todo novelas y cuentos. En inglés. También hago manuales de instrucciones y demás mierdas por el estilo, libros de autoayuda, cosas que puedo hacer sin estrujarme mucho la cabeza y que dan pasta. Entonces Javier hizo una pregunta que sabía que le cabrearía: —¿Entonces te pagan bien? Para sorpresa de Javier, Fran no mostró molestia alguna mientras se daba la vuelta, y respondió: —Lo suficiente —hizo una pausa—. Lo bueno es que trabajo solo, y en casa, y puedo organizarme por mi cuenta. No tengo que aguantar a compañeros que ponen música de mierda y se empeñan en 142
contarte su vida ni a jefes cabrones que se creen que te pagan por calentar la silla. —Sí, eso está muy bien —dijo Javier mirándose las botas de montaña mojadas—. ¿Y estás traduciendo algo bueno ahora mismo? —Sí —respondió Fran con una excesiva rapidez que demostraba entusiasmo—, ahora estoy con un escritor de puta madre. He tenido mucha suerte de que me lo hayan dado. —¿Sí? —Sí, había hostias por traducirlo. —¿Y cómo lo conseguiste tú? Fran sonrió abiertamente por primera vez y miró a la cara a Javier. Tenía una expresión como la de un niño que es descubierto en falta y espera librarse de la regañina con una sonrisa encantadora. —Competencia desleal. —Los dos rieron—. Le dije al editor que lo haría por menos dinero. El tío es tan agarrado que me lo dio enseguida. —Pues cuéntame sobre el tipo. —Pues se llama… —Espera —interrumpió Javier—. ¿Vamos a comer y me lo cuentas allí? Llévame a algún sitio que esté bien, tengo mucha hambre. Fran miró su reloj: era solo la una y diez. —Sé que es temprano —dijo Javier adelantándose—, pero es que no he desayunado. —Vale. Cinco minutos después, los dos subían por la calle Carme. Por el camino, Javier le preguntó a Fran si tenía novia, si estaba saliendo con alguna chica. 143
Fran dudó y balbuceó brevemente antes de decir que no, que últimamente salía poco con todo el trabajo que le daban. Javier no insistió. * Fran pidió una porción de pizza de berenjena, nueces y queso provolone y una Coca-Cola. Javier una de cuatro quesos y otra de beicon, queso y cebolla, con cerveza. Se sentaron junto a la cristalera que miraba a la calle; veían a la gente andando rápido bajo la lluvia. A pesar de ser un día nublado, entraba bastante luz. —Ahora sí, háblame del tipo ese, ¿cómo se llama? —dijo Javier después de unos minutos masticando en silencio. Sabía que Fran seguía queriendo hablarle de aquel escritor, que no le gustaba dejar temas de conversación a medias. —Ricardo Pastor. —¿Pero no me habías dicho que escribía en inglés? —Sí, lo hacía. Era chicano, sus padres eran de México, pero él nació en Estados Unidos y escribió en inglés lo poco que escribió. —No tengo ni idea de quién es —Javier hablaba brevemente mientras devoraba su comida. —Ya, apenas se lo conoce por aquí —Fran sonrió—, no está traducido. Ni siquiera en México. Yo lo conozco porque un amigo que vive en Arizona me mandó uno de sus libros, la novela que estoy traduciendo ahora. 144
—¿Amigos en Arizona? —dijo Javier con cierta sorna, le gustaba reírse de Fran de esa manera. —Bueno, lo conocí aquí hará dos años, un tío de puta madre. Se fue allí con su novia, que la destinaron por algo del curro, es abogada y está ganando un pastón allí. Él no hace nada, se dedica a leer y a tocarse los huevos. —No es mal plan. —Para nada —bebió un poco y continuó—: El tío tiene muy buen gusto, a veces me recomienda cosas, sobre todo cosas que van saliendo por allí y aquí no se conocen, comparamos opiniones. Un día me habló de Ricardo Pastor y me mandó el libro en cuestión. —Y te encantó —dedujo Javier. —Me duró tres días, y eso que son más de cuatrocientas páginas. Javier asintió y levantó las cejas a modo de aprobación. Con la boca llena y la mano tapándola para no escupir al hablar, dijo: —Pues cuando salga el libro avísame y me lo compro. Porque no me voy a acordar del nombre para entonces. ¿De qué va? Por cierto. —Básicamente, es el diario de un tipo en una cárcel de Arizona. —¡Ah! El tipo también es de Arizona. —Sí, y también estuvo en la cárcel. —No se lo pensó mucho —los dos se rieron. —Bueno, la cárcel es algo de lo que yo escribiría si hubiera estado en ella. Y si fuera escritor, claro. —Sí, eso sí —después de sus bromas, para evi145
tar el predecible enfado de Fran, Javier solía dar la razón a su amigo—. Entonces ¿es algo autobiográfico? ¿Unas memorias de cuando estuvo ahí metido? —No, no. Es todo ficción, aunque supongo que su experiencia viviendo en prisión le serviría de punto de partida. Está claro que escribe sobre cosas que conoce. Yo creo que no me atrevería a escribir de eso en concreto. —¿De cosas que no conoces o concretamente de la cárcel? —De la cárcel, no sé por qué, pero de la cárcel jamás escribiría. Javier fue a pedirse otra cerveza, cuando volvió, Fran empezó a hablar por primera sin que antes su amigo le hubiera preguntado algo: —El personaje que escribe el diario ha sido condenado a cadena perpetua, aquí está la primera diferencia con el autor, y no ve muy probable que le vayan a dar la condicional ni que vayan a absolverlo porque es pobre como una rata y también porque es culpable. Vamos, que casi tiene asumido que va a morir ahí dentro, de viejo o asesinado. El tío no se corta y se mete en peleas sin pensárselo, a uno lo deja casi sin nariz a base de puñetazos. Ya tenía un historial violento antes de la condena, y no parece que quiera reconducir su conducta. Pero la novela no es muy explícita, no se regodea en el gore ni nada. Simplemente lo dice así: aquel tipo que ahora apenas tiene nariz después de que yo le diera de hostias, en ese plan. Bueno, no dice darle de hostias, esa es una expresión muy española, pero te ha146
ces una idea. El tío no se recrea en lo que hace porque apenas habla de sí mismo, tiene asumido que su existencia en prisión es completamente banal y rutinaria, intrascendente, hasta aburrida. Las peleas, la violencia, no son nada excepcional para él ni para el personal de prisión. Lo que hace es hablar de los demás, de los recién llegados y de algunos que llevan allí más tiempo que él y que nadie y que aun así siguen sin decir por qué están en prisión. También habla de los carceleros, con los que podría llegar a tener una relación de amistad si no fuera por las posiciones tan opuestas en las que están. Hay un pasaje corto muy bonito en el que comparte un cigarro con el mismo guardia que dos días antes le había abierto una brecha en la cabeza con la porra para evitar que estrangulara a otro recluso que por lo visto lo había llamado pichacorta en las duchas. Y los dos se quedan ahí en el patio, a la sombra, fumando juntos, sin hablar de lo que pasó, no mencionan el tema, no se guardan rencor. El tipo solo se concentra en los demás, lo que sabes de él es a través de los demás, de su relación con ellos, las conversaciones, los recuerdos conjuntos, las opiniones que tiene sobre ellos. Va imaginando, deduciendo cosas de los otros presos, pensando en sus pasados (nunca habla del suyo). Su narración es lo que utiliza para salir del trullo, es su permiso, su libertad condicional. —Tiene buena pinta. —A ver si te mando una copia. Siempre me dan varias para regalar. 147
—Gracias ¿cómo se llama el libro, por cierto? —Aún no le he puesto el título, es lo último que hago. En inglés se llama A thousand windows. A house. * Javier había extendido una esterilla de goma en el suelo. Se le salían los pies, y apenas llegaba a cubrirse con una manta de acampada, pero a pesar de todo parecía estar cómodo, parecía haber dormido así miles de veces. Fran ni siquiera había hecho el ofrecimiento de dejarle dormir con él en su cama, que era bastante espaciosa. Le había dado vergüenza, hacía ya mucho tiempo que no dormían juntos, desde sus tiempos de estudiantes, cuando se metían dos o tres en el mismo sitio, sin importar si estaban o no duchados, vestidos con la ropa de todo el día. Puede que la última vez fuera el viaje que hicieron a Marruecos, el verano antes del curso final de la carrera. Fran se acordaba de Javier gritando en el barco de vuelta que les llevaba a Cádiz: «¡Qué ganas tengo de dormir sin notar vuestras piernas peludas, cabrones!». Ya no había nada de eso: Javier dormía en su esterilla y él en su cama. No pasaba nada, solo serían dos noches. Fran salió del cuarto de baño en pijama y se sentó al borde del colchón. No podía evitar sentirse molesto por la presencia de Javier, no estaba acostumbrado a las visitas. No sabía qué decirle, si ofrecerle algo de beber, suponía que pediría lo que 148
necesitara o que él mismo se serviría. Estaba incómodo. Se había sentido entusiasmado cuando, tres semanas antes, Javier le había escrito para decirle que estaría de paso un par de días en Barcelona y que, como era la única persona que conocía en la ciudad, podrían verse para tomar algo y charlar, y hacía hincapié en los años sin verse y sin casi ninguna comunicación aparte de correos electrónicos esporádicos y algún mensaje de texto. Fran no había reparado en aquello y se sintió muy alejado de todo cuando leyó las palabras de su amigo, tanto que, para intentar evitar en la medida de lo posible aquella sensación de vértigo, le respondió efusivamente, diciéndole que sí, que viniera y que, si no tenía sitio donde quedarse, podía hacerlo en su piso, que era pequeño pero que estaba a su disposición. No sería hasta la noche anterior a la llegada de Javier que Fran reviviera con todo lujo de detalles la vuelta del viaje a Marruecos y aquel verano en Sevilla antes de empezar el último curso en la universidad, que Javier nunca terminaría por ir cogiendo cada vez más horas en el trabajo y que Fran haría en Edimburgo, donde acabaría quedándose dos años más antes de mudarse a Barcelona. Se acordó de Inés, de cuando cortó con él justo después de llegar de su viaje. Recordó que apenas dijo nada, las razones que ella pudiera darle (no las recordaba ya, se explicó mal, muy enrevesado todo lo que decía) no le importaban demasiado. Ella sostenía entre las manos el pañuelo que él le había traído y le acababa de dar. Era de color rojo intenso con reflejos dora149
dos. A pesar de la ruptura, siguió viéndola durante todo el verano, muchas de las siguientes noches calurosas, junto con todos sus amigos en común, toda la pandilla, disfrutando de aquellos dos meses de ociosidad absoluta. Los amigos se reunían y allí estaba ella también (también estaba Javier). Se saludaban tímidamente, ni siquiera se daban dos besos, apenas se dirigían la palabra. Ambos tenían una actitud en la que ninguno de los demás parecía reparar. Un día ella llegó un poco más tarde que el resto, hacía mucho calor y estaba muy sudada, sin preguntar y sin el mayor atisbo de duda ella tomó el vaso de Fran, hasta arriba de Coca-Cola, y dio un trago largo, luego lo volvió a dejar sobre la mesa y se dirigió a la barra a pedirse algo. Fran estuvo tenso el resto de la tarde. —¿Quieres tomar algo antes de dormir? —dijo por fin. —No, tranquilo, estoy bien. No fue hasta la noche antes de la llegada de Javier que Fran pensó que no sabía muy bien si estaría cómodo con su presencia allí, que no sabía si quería que viniera su amigo, que no sabía si llamaba amigo a Javier por pura costumbre. Fran seguía sentado. Javier se acomodaba en su esterilla, intentando no dejar los pies fuera de la manta, entonces dijo: —Por cierto, Inés me dio recuerdos para ti. —Ah... —Fran no sabía qué decir, no tenía recuerdos para Inés. Hubo un silencio. Fran se quitó los calcetines y 150
se metió debajo de las sábanas. Javier volvió a intentarlo: —¿Sabes que ha empezado a trabajar en un colegio? —No, no lo sabía. —Creía que te lo habría contado. —No, no hablamos. —Ah… Fran se imaginó a Inés dando clases en un colegio como al que él había ido de pequeño. Se la imaginó vestida con la misma ropa que llevaba su profesora de primer curso, la señorita Ángeles: una bata blanca para disimular las manchas de tiza y asomando por debajo unos pantalones anticuados de un feo color marrón. Ante aquella imagen inventada, Fran pensó que Inés, un año más joven que él, había envejecido mucho más rápido, le había adelantado y ya podía tener cinco o seis años más. —¿Desde cuándo no habláis? —Fran reconoció entonces la testarudez de Javier, intacta a pesar de los años. No sabía dejar un tema delicado o incómodo a tiempo porque nunca era capaz de darse cuenta de que su interlocutor estaba pasándolo mal. —Pues después de dejarlo ya no hablamos demasiado. Fran cogió un libro de su mesita de noche para intentar así dar la charla por terminada. Pero Javier, tumbado boca arriba, con la mirada en el techo, no se dio cuenta de aquello. —Ya, pero, ¿desde cuándo no habláis? La maldita insistencia de Javier. 151
—Bueno, poco antes de irme a Edimburgo fue mi cumpleaños ¿te acuerdas? —Sí. —Pues entonces, creo. —También era el cumpleaños de Antonio, ¿no? —Sí. Ni Javier ni Fran querían hablar de aquel día, pero Javier no era capaz de detenerse a esas alturas. —Tío, sabes que yo nunca quise liarla así, ¿verdad? —Sí, supongo. —Te lo digo de verdad. —Vale. De improviso, de la calle llegaron unas palabras ininteligibles, un breve diálogo asustado, un forcejeo, después el grito de una chica, un gemido extraño, incómodo, y finalmente unos pasos apresurados por la calzada vacía. Después silencio. —Aquel día me metí mucho M —dijo Javier tratando de excusarse. —Lo sé, casi todos os habíais metido. —Inés también se metió. Fran salió de la cama y se puso las zapatillas. Se levantó y se dirigió a la ventana y al llegar subió la persiana. Se asomó. —Ya te lo dije en aquel momento, pero te lo digo otra vez: no fue nada, solo una tontería. Fran tenía medio cuerpo fuera de la ventana y miraba hacia abajo. La lluvia le mojaba el pelo. Dijo: —Javier, llama a la policía.
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ANDRÉS RESTREPO GÓMEZ La decadencia
Jugá a autodestruirte, viajero confundido pero tan solo jugá. El verdadero arte está en amar la decadencia sin llegar a ser su rey. Una cosa es seducir un naufragio prometido el amanecer. Otra cosa es estrellarse irreparable en el asfalto y sólo saber bajar arrastrado de alcantarilla a cloaca. Entregate sólo a los abismos que divisan en su fondo el regocijo intelectual la catapulta creadora. Preguntale a los sentidos qué aprendieron 153
luego de esa falopa, luego de ese ácido luego de olvidarte el condón y la sensatez. Y si tu mirada, tu escucha, tu gusto tu piel o tu olfato son un poco más sabios tras la noche fétida reposá unos días, llamá a tu madre comete unos ñoquis. Mirá una peli de Éric Rohmer con una amiga amada. Olvidate de ese hoyo y buscá el siguiente que alguna otra verdad pueda destilarte. Corrompé al puritano a seducir travestis e invitá a una ducha a quienes sobre su propios huesos ya implosionarion. Y esta será quizás la danza entre el lodo y las nubes que valdrá la pena escribir.
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GUILLERMO TORRES Legañas
El aleteo de las cortinas surfeando en la brisa de la mañana es lo más parecido al ejercicio matutino que tienen mis despertares, que han sustituido por completo a los molestos tonos telefónicos que hacían las veces de despertador durante mis años de estudiante, cuando la puntualidad era algo a tener en cuenta de lunes a viernes. Hace tiempo que mi habitación ha dado paso a estos despertares más austeros, sin sobresaltos ni manecillas de reloj acusándome cada segundo. Empieza abril y, con su llegada, los primeros rayos de sol del día se asoman con cada vez menor timidez por el hueco de la ventana que, entreabierta, proyecta con decisión una sombra angulosa en la pared. Día sí y día también, mi mente intenta determinar el momento exacto en el que el triángulo pasa de ser isósceles a escaleno; todo un espectáculo para las legañas, que se congregan en sol y sombra para disfrutar de la función como fervorosas seguidoras de la trigonometría. Años enteros adoctrinando guiris en la importancia de las persianas a la hora de dormir bien para luego acabar renunciando a ellas capitulando sin condiciones. La riada del mes pasado me había 155
concedido el honor de poder despertarme todos los días a eso de las seis: un privilegio reservado a los trabajadores más sacrificados con los que yo —dicho sea de paso— no puedo identificarme lo más mínimo. La pérdida de la persiana ha tenido a bien sacar a relucir mi pereza perenne, además de poner sobre la mesa —descrita por mi amigo Jaime como «increíblemente fea, a juego con tu cara»— el doloroso recuerdo de que mi cuenta bancaria lleva meses tiritando y mi cartera de clientes congelada. Mis finanzas personales podrían ser la prueba definitiva que necesitan esos señores, conocidos de sobra por su inexistente saldo neuronal, de que el cambio climático no es real. En cualquier caso, la realidad es que no he tenido dinero —ni ganas— para cambiar la polea. —¡Vago y sin un duro! —exclamo como primera prueba de voz de la mañana. Un cliché tan antiguo como gritar cuando estás solo o grabar tu nombre en un pupitre del colegio, consagrado con holgura como una espiral cíclica cuyo comienzo y final se mantienen difuminados, aunque para el caso tampoco importa demasiado. Prefiero dedicar mis pensamientos a cosas que entretengan a mis legañas hasta el final: ese duro momento que supone arrancarlas del lacrimal con agua fría o, en los casos más extremos, con un garfio de queratina casero que los médicos acostumbran a denominar «uña». Este infierno pitarroso se dilata en el tiempo a modo de escaramuza personal durante los trescientos sesenta y cinco días del año, 156
si bien una vez cada cuatro primaveras muestro misericordia como señal de respeto hacia los años bisiestos. Gotelé Tras los primeros coletazos cerebrales del día aparto las sábanas y me incorporo con la agilidad propia de alguien con problemas motrices e intento espabilarme. Pese a llevar en esta casa más de tres meses, de repente me viene a la cabeza que hace años que no duermo en un cuarto con pared de gotelé. Todas las habitaciones de la casa están acabadas en yeso y pintadas de un amarillo pálido — el color más asequible que me ofrecieron después del blanco—, ya que hay algo en las paredes blancas que siempre me ha desconcertado: me provocan una especie de sensación de vacío e impersonalidad que estúpida e inmediatamente relaciono con distopías futuristas, a pesar de que cualquiera que tenga un mínimo de cultura cyberpunk sabe que los tonos neutros y blanquecinos se alejan bastante de su estética y razón de ser. Sin embargo, me gusta el gotelé. Me recuerda a la primera casa en la que viví y a todas las horas que he podido acumular rascándome los pies entre los grumos de pintura o intentando formar caras con la mirada, el pasatiempo favorito de todo niño de ocho años. Me gusta el gotelé por su sencillez, por la inexplicable gracia que nos hace a todos y porque 157
disimula las imperfecciones de la pared mediante horribles protuberancias deformes. Su cutrez siempre ha sido un remanso de paz en todo hogar español y, aunque la creciente popularidad del cartón yeso facilita que le demos la espalda a la primera de cambio, siempre habrá un lugar en nuestra memoria histórica para el gotelé. Estas ideas insulsas, de escasa relevancia e interés, conforman el tipo de pensamientos que suelen abordarme por las mañanas. No obstante, es gracias a ellos que habitualmente consigo hilar con ideas más introspectivas que, con algo de suerte, aclaran mi percepción y me permiten pensar y trabajar con mayor eficiencia. Lamentablemente, la suerte que me acompaña siempre viene adjetivada en negativo y lo frecuente es precisamente lo contrario. Lunes, martes, miércoles… echados a perder por revolcarme en mis miserias, culpándome de forma exacerbada por sucesos que a nadie le importan en ninguno de los tres tiempos verbales posibles; algo así como dejarse llevar por la corriente en un río cuyas aguas se evaporaron años atrás. «Pieses» Envuelto en la distracción obsesiva propia de los miércoles y todavía tumbado en la cama, observo cómo una mosca hace su aparición y decide pedir mesa para uno en la muda sucia del día anterior, que descansa tranquilamente en el suelo, donde se 158
dispone a desayunar a costa de la fricción de sus patas. La dichosa mosca no es más que otro cliché con el que continuar la semana: distraerse con el vuelo errático de un bicho ridículo que parece suplicar con sus decenas de miles de ojos que me mire al espejo concienzudamente y así generar la desavenencia connatural al baluarte de toda autopercepción, amor y odio hacia uno mismo; un espacio invertido donde esos sentimientos revolotean en desequilibrio constante. Cualquiera estaría de acuerdo conmigo en que los insectos que se cuelen por la ventana de alguien como yo deberían tener un poco más de salero: una mariposa, una mariquita (aunque fuera de las naranjas) o uno de esos insectos palo, curiosos seres que tuvieron la oportunidad de ejercer como plantas y prefirieron el sadismo implícito en el camuflaje táctico. Aunque merecida, la gama de colores que proponen estos pequeños animales no forma parte del proyecto costumbrista erigido alrededor de mi rutina particular, que incluye la mosca y solo la mosca. Decidido a abandonar el escorzo e ir al cuarto de aseo, siguiendo las órdenes ópticas de la mosca, me dispongo a posar —primero el izquierdo y luego el derecho— los pies en el suelo, seguido de un silencio que ocupa las cavernas de mi cabeza durante siete segundos, quizá ocho. 1’’ 2’’ 3’’ 159
4’’ 5’’ 6’’ 7’’ 8’’ —El izquierdo otra vez —murmuré. Por culpa de la mosca, el miércoles pasa a ser el quinto día consecutivo que, literalmente, me levantaba con el pie izquierdo. De nuevo, los segundos pasan, perdiéndose en la vacuidad cerebral que invade mis neuronas al levantarme. Contabilizar con qué pie te levantas es algo propio de psicópatas, pero en mi caso formaba parte de un ejercicio de estadística y probabilidad que ideé cuando cursaba cuarto de la ESO y que nunca conseguí finalizar. En aquella época mi deseo de cada mañana era que la jornada escolar llegara a su fin lo más rápido posible, de modo que se me ocurrió pensar que los días se acortarían si el primer pie que ponía sobre el suelo era el derecho. Probablemente, este se habría alzado victorioso si yo hubiese tenido la dicha de ser el clásico chaval que se rompe algún hueso de la pierna —con suerte, en la izquierda— y recibe como condecoración una escayola a prueba de rotulador cuya vida puede alargarse varios meses. Tristemente, poner los pies en el suelo es un acto total y eminentemente involuntario y llevar a cabo un estudio de probabilidad sobre ello habría sido, con toda certeza, una pérdida de tiempo aún mayor que ir a clase. 160
Durante aquellos años no solo me fallaban las piernas dentro del terreno de lo involuntario, sino que también en el de la realidad —compuesto exclusivamente por aquello que giraba en torno al instituto—, donde hacían gala de un rendimiento acartonado que derivaba en vergüenza pura y sin edulcorar. La potencia de ambas nunca fue suficiente para superar con buenos resultados la prueba de Cooper, aunque su camaradería nunca pudo cuestionarse durante el de Course-Navette, momento en el que obviaban por un breve periodo de tiempo los engranajes enrobinados de mi fisiología para permitirme acabar siempre en penúltimo lugar y, como si de dar esquinazo a alguien en una rotonda se tratara, evitar (o eso creía yo) el sofoco no deportivo de ser el último. También recuerdo aquella prueba de flexibilidad en la que debíamos inclinar el tronco hacia abajo y empujar un bolígrafo con las puntas de los dedos por el hueco de las piernas para comprobar cuántos centímetros éramos capaces de desplazarlo; todo ello con las rodillas semiflexionadas y sin levantar la planta de los pies del suelo. Es posible que mi opinión al respecto esté sesgada por el hecho de contar con unos músculos isquiotibiales cortos, pero alguien debería condenar por crímenes de lesa humanidad a quienes incluyeron esta prueba en el currículum escolar. Al igual que en las pruebas de resistencia, aquí también ostentaba la penúltima posición, salvado por la afortunada desdicha de un compañero de clase cuyo crecimiento hacía al me161
nos dos cursos que estaba fuera de todo control. Después del breve momento de amarga nostalgia, invito a la mosca a abandonar el local y, con algo de insistencia y la ayuda de un folio, consigo que se marche por la misma ventana que había entrado y la cierro inmediatamente después. Me dirijo a la cómoda, de donde saco la ropa que voy a utilizar y una muda limpia con la que culminar toda buena ducha para zarpar rumbo al cuarto de aseo, aún somnoliento, mientras me rasco con intensidad el muslo derecho. Higiene Hechas las consideraciones iniciales del nuevo día, comprobado el parte meteorológico y revisada una última vez la agenda, irrumpo en el único sitio donde la palabra «alcachofa» no me provoca ganas de inducirme el vómito. Siempre he sido una persona de costumbres y manías, donde la ducha era un ritual consagrado que tenía lugar todas las noches justo antes de la cena. Sin embargo, el tiempo no solo me ha convertido en un limón amargo y reseco, sino que también me ha obligado a ducharme por las mañanas, poniendo gravemente en peligro mi política de agotar hasta el último minuto de sueño sin que ello amenazara mi puntualidad atómica. Este forzado cambio de tendencia constituyó una proposición de ley presentada por mi sistema inmunológico y apoyada por el sistema nervioso pa162
rasimpático, si bien es cierto que el simpático decidió abstenerse. En las negociaciones fue clave traer a colación la sensación de frescura que brinda una higiene a fondo de buena mañana, además de producirse el consenso general entre las distintas señorías de mi organismo en lo que respecta a la clara preferencia a frotar antes que desayunar si de ello depende el puesto de trabajo. Asegurándome de tener música, con el último disco de los Strokes sonando de fondo, giro el grifo hacia la izquierda y me sitúo debajo de la única cascada que podía permitirme con mi sueldo hasta poder estar cómodo con el agua a una temperatura de cuarenta y dos grados centígrados. Coloco perfectamente doblada la ropa sobre la tapa del váter: una camisa lisa en franela de manga larga color teja, un pantalón vaquero de tipo pitillo color negro, un jersey con estampados geométricos en tonalidades verdes y grises, y, coronando la estructura, unos calzoncillos en los que los fabricantes habían decidido que era buena idea serigrafiar la frase «anarchy in the city». Tengo la mala costumbre de olvidar los calcetines en mi habitación a pesar de lo mucho que me irrita colocármelos después de haberme puesto el pantalón, pero la guerra hidrológica contra las bacterias ya ha estallado y es tarde para lamentarse de errores del pasado. Por lo general, y al contrario de cuando tiene lugar por la noche, la ducha matutina no es un acto enfocado a la reflexión o la paz interior, sino que más bien constituye una carrera contrarreloj entre 163
el jabón, la séptima alarma del móvil que suena sin cesar a lo lejos —falto de la decencia necesaria para apagarla las seis veces anteriores—, y el pánico de forzar mi entrada en un tren hasta los topes donde la fragancia más popular pasa, irónicamente, por la falta de aseo personal. Por suerte mi vida ya no es así desde que dejé de besar el suelo que otros pisan y pasé a ser autónomo para hacer del pijama mi uniforme. Sin embargo, después de tantos años se me ha dificultado no empezar el día si no es a base de un remojón. Además, también es cierto que el momento ideal para dejar hueco a nuevos recuerdos siempre precede a la ducha, algo que se complicaba en las mañanas más apresuradas. Trabajar en una empresa cambió en tan solo unos meses lo que años de clases y prácticas en la universidad no habían conseguido: alterar los horarios de mi higiene personal y, por tanto, de mi tránsito intestinal. El vapor de la ducha ya inunda todo el cuarto de baño, señal de que los minutos me acorralan junto a los olores del champú con extracto de almendras y el gel de ducha olor a vainilla. Hace un par de meses que noto cómo voy perdiendo pelo y por eso he incluido a los reservistas de la lucha por la frondosidad capilar: el uso de acondicionador y una mascarilla con la —posiblemente falsa— esperanza de ganar algo de tiempo en forma de folículos. El sumidero absorbe todas las impurezas previamente adheridas a mi cuerpo sin rechistar, que caen con valentía para desaparecer por el epicentro del desagüe, escoltadas 164
en todo momento por una capa de espuma blanca. Con el deber cumplido, alcanzo una toalla del toallero y la envuelvo sobre mi cuerpo, dejando que su rugosidad distraiga a mis poros hiperactivos mientras las fibras hacen sus labores de secado. En el móvil comienza a sonar Comfortably Numb, de Pink Floyd, y me transporta momentáneamente a mi infancia, haciéndome caer en la cuenta de que estoy usando la misma toalla que mi madre compró cuando yo tendría ocho o nueve años. Más de dos décadas al servicio de mi secado personal sin una sola queja o altibajos en su rendimiento es, sin duda, algo digno de mencionar; tanto que —de no tratarse este de su último servicio antes de jubilarse— incluso podría haberme planteado mandar un correo electrónico al fabricante para agradecer la alta calidad de su género. La ducha es, sin duda alguna, el momento del día en el que más joven me siento. Es cierto que no sé en qué momento puede uno dejar de decirlo, pero todavía soy joven y toda mi vida he sido joven y, aun así, la ducha intensificaba una sensación de libertad libidinosa propia de la juventud según la plantean muchos anuncios de compañías telefónicas o de Fanta. Es increíble cómo una toalla ha podido ser testigo de cómo la juventud se escurre de entre mis dedos inadvertidamente, aunque sin disimulo, año tras año. Miguel Hernández hablaba de la juventud como de un brazo inacabable de perpetua espuma fuerte y un sonido de valiente. Samuel Ullman la entendía como la frescura de profundas 165
primaveras que alcanzan las olas del optimismo. Por su parte, mi juventud estaba marcada por la férrea fragilidad de la flor del cerezo: de una tristeza jovial y efímera que bate sus alas alrededor de la caída inerme de un pétalo sumiso que acepta su fugacidad mientras encara a la tierra con un ritmo serpentino, alargando la puesta en escena de su inevitable decadencia. Que haber leído a Mishima me había convertido en una especie de orientalista ocasional redomado era un secreto a voces entre mis círculos más gafapastistas. Sin ir más lejos, su jisei no ku me cautivó fulminantemente durante mis años de estudio de la lengua japonesa, hasta el punto de llevarlo tatuado en la nuca: 「散るをいとふ世にも人にもさきがけて 散るこそ花と咲く小夜嵐」 三島由紀夫宇 Chiru o itofu yo ni mo hito ni mo saki ga kete chiru koso hana to saku sayo arashi «Antes que los cobardes e indecisos eternas en la ventisca nocturna caen las flores»
Trabajo Mientras termino de secarme, entrar al trapo con estos pensamientos comienza a inocularme ese tipo tan peligroso de energía que tiene el poder de lan166
zarte con la fuerza de un ariete hacia una espiral de autoflagelación condescendiente de la cual es difícil salir. El recuerdo siempre activa la falta de satisfacción, y esta lleva a un ardor psicológico que provoca una sensación continua de incomodidad en el estómago que, a su vez, desemboca en un sufrimiento leve, pausado pero estable. Por suerte, la siguiente canción del reproductor ha resultado ser Happy Together y eso consigue que esquive por los pelos mi propia red de trampas. Entretanto, oigo a lo lejos cómo los pájaros empiezan a cantar mientras sobrevuelan alguno de los abetos del jardín del vecino, quienes me proporcionan la mejor de las sombras durante los meses de verano. La piada —que al parecer ese es el sustantivo— me recuerda que ya va siendo hora de avanzar en la traducción que tengo entre manos, que espero acabar en un par de horas, justo antes de dar comienzo a los preparativos para la traca final de esta noche. Sin entretenerme, entro en mi despacho para comenzar a trabajar. Es una sala que únicamente puede ser descrita como austera: una mesa, una silla y una lámpara tan solo adornadas por el propio ordenador y una libreta sobre la que pueden encontrarse tres bolígrafos (azul, negro y rojo). Una estantería solitaria reposa a la izquierda de la mesa, donde almaceno todos los trabajos que he realizado y las obras de consulta, así como los diccionarios más innecesarios del mercado. Me siento con celeridad e intento entrar en situación. Se trata de una nueva edición del Libro del Té, 167
escrito originalmente en inglés por Okakura Kakuzō en 1906, una obra maravillosa que ya debo de haber leído al menos cuatro veces. La primera vez que lo estudié me impactó un pasaje en concreto, que ahora he tenido el gusto de traducir a mi antojo: «[…] Cerca de Kobe hay un ciruelo maravilloso que nos envuelve con un magnetismo macabro procedente de guerras pasadas. Junto a él, una inscripción describe la belleza de los pétalos del frutal para advertir posteriormente que cualquier persona que ose arrancar alguna de las ramas del árbol lo pagará renunciando a uno de sus dedos. ¡Ojalá poder aplicar semejantes leyes a todo aquel que con afán destructor arremeta impúdicamente contra las flores y mutile obras de arte a su paso!». Sin duda, Okakura fue algo extremo en sus ideas y se acercaba peligrosamente a lo que hoy muchos tildarían de ecofascismo, pero me gustaría que el preciosismo expositivo de sus ideas me acompañara en el día de hoy. Respeto profundamente el aprecio bucólico que demostró por la vida y la enorme energía que es capaz de transmitir a través de elaboradas metáforas que sumergen al lector en El Imperio de los Signos. He dejado la revisión de este párrafo tan especial para la última fase de la traducción y, sin duda, ha merecido la pena que este fuera el que ha puesto punto final a la traducción. Al lado del ordenador tengo mi taza, que todavía contiene restos del té de la noche anterior y decido bebérmelo. Inmediatamente, me acuerdo de que, al principio del libro, 168
Okakura hace una disertación sobre la nobleza de té mientras la equipara a la esencia del pueblo japonés. Para ello, lo contrapone con la arrogancia del vino, el autoconsciente individualismo del café y con la inocencia sonriente del cacao. Sin duda, mi amigo tenía en demasiada alta estima a los suyos y despreciaba con sobrada ignorancia otras expresiones artísticas tan válidas como el amargo té con una clasificación de corte moralista a través de la que establecer una muestra jerárquica entre Oriente y Occidente, un discurso que, tristemente, sigue vigente hoy día a pesar de llevar siglos pasado de moda. Saboreo unos minutos más el trabajo bien hecho y comienzo a recordar todo tipo de textos de corte naturalista donde se presentan dicotomías en las que Occidente siempre sale mal parado —y con razón—. En concreto, abro YouTube para escuchar una última vez la famosa carta de respuesta del jefe Seattle al presidente de los Estados Unidos, quien pretendía comprar sus tierras en 1855. Sorprendentemente, la veracidad del contenido de la carta no ha sido probada, y se cree que es fruto de una artificiosa traducción embelesada por alguien que no conocía la lengua lushootseed. Aun así, literariamente supone un texto muy poderoso con citas que siempre disfruté enormemente: «[…] Los muertos del hombre blanco olvidan su tierra de origen cuando van a caminar entre las estrellas. Nuestros muertos jamás se olvidan de esta bella tierra, pues ella es la madre del hombre piel roja. Somos parte de la tierra y ella es parte de no169
sotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas; el ciervo, el caballo, la gran águila, son nuestros hermanos. Los picos rocosos, los surcos húmedos de las campiñas, el calor del cuerpo del potro y el hombre, todos pertenecen a la misma familia». Por último, y con mis tripas rugiendo de fondo, envío la traducción finalizada el editor. Desayuno Me dirijo a la cocina, saco el pan de molde del armario y meto dos rebanadas en la tostadora, configurada a intensidad media. Mientras el aparato cumple su deber, rallo un poco de tomate maduro en un cuenco, que unto sobre las rebanadas ya tostadas después de añadir un chorro de aceite y espolvorear por encima, una pizca de sal. También exprimo un par de naranjas para hacer zumo. Esta combinación es probablemente una de las cosas que más feliz me ha hecho siempre. Ser traductor autónomo no solo me había permitido equilibrar perfectamente mis hábitos y manías más primigenias con aquellas que me fueron impostadas desde la resignación; también me había devuelto desayunos pausados en los que la tostada se mastica en régimen de serenidad mientras desprecio a Susana Griso desde la indiferencia unos minutos antes de sintonizar Alerta cobra. Aunque resulta difícil no pensar en la importancia del día que acontece, yo soy un fiel defensor 170
de la rutina —de la que disfruto enormemente— al mismo tiempo que estoy totalmente convencido de que el clímax es algo que solo consigue ensuciar el resto de una experiencia sólida y sin fisuras. ¿Por qué nos obligan desde pequeños a elegir entre lo mejor y lo peor? ¿Por qué jerarquizar y separar en parcelas las experiencias vitales que ya brillan en su conjunto? Para mí no existe mayor culmen que pasar desapercibido entre la normalidad. Una vez escuché a alguien decir que las mejores bandas sonoras son las que consiguen que el espectador no se percate de su existencia salvo si esa es su intencionalidad. Marcharse de la vida debe ser algo parecido, a mi entender, y para hacerlo con dignidad es importante recordar los simulacros de incendios que hacemos en la escuela para mantener la calma y actuar de manera ordenada y con tranquilidad. Después de todo, no tiene demasiado sentido intentar que mi último día en este mundo sea especial si no estaré aquí para recordarlo y todo cuanto he vivido pasará a formar parte del vacío más absoluto. Dicho de otro modo, prefiero que todo pase desapercibido, si bien es cierto que resultará difícil que quede exento de sorpresa, por mal que me sepa. Avituallamiento Abandono mi apartamento para ir al supermercado a hacer unas compras de última hora y hacer acopio 171
de todo lo necesario para el viaje que voy a hacer esta noche. Mientras camino, sigo rumiando chorradas. Con frecuencia he sentido que mi conciencia es una mina de metal pesado que hay que trabajar con la fuerza de mil esclavos. Siempre exagerando las maldades con una rigurosidad penal propia de Singapur e ignorando las buenas acciones, colocándome en el foco del victimismo incluso cuando toda la responsabilidad de un error es mía y solo mía. Algo así como aquel episodio de Los Simpson en el que Lisa siente continuos remordimientos de conciencia por ver cómo su familia piratea la tele por cable. En un momento dado, Marge se encuentra comiendo uvas mientras hace sus compras en el supermercado y Lisa insiste en que pida en la caja que se las cobren. La cajera no le da importancia; Marge no le da importancia, pero Lisa —la conciencia moral— sí. Sin duda es un arma de doble filo: nos ayuda a seguir en el buen camino y obrar bien siempre que se nos presente la ocasión, pero no dejamos de ser seres contradictorios con problemas para afrontar la realidad, encarar los problemas y solventarlos con soltura, delicadeza y la contundencia necesaria. Por otra parte, acostumbro a pensar que las personas con tendencia a ser muy moralistas reciben una mayor cantidad de juicios negativos (propios y externos) al verse envueltos en un acontecimiento moralmente reprobable. Buscan cualquier resquicio para derribar la estatua de todo don perfecto y 172
sentirse mejor con sus cuestionables decisiones vitales. Mientras, también existen personas que continuamente la lían parda con plena intencionalidad de obrar el mal que, por el contrario, se ven reforzadas positivamente cada vez que dan un paso en el camino correcto. Estas diatribas me presentan una disonancia moral terrible con la que no me gusta convivir nada de nada. Yo también siento emociones negativas: envidia, asco, odio… Yo también he engañado, manipulado, actuado por beneficio propio… También me he callado en ocasiones en las que he debido hablar y hablado en ocasiones que tenía que haberme callado. Ciertamente, la mayoría de mis metidas de pata, a diferencia de lo que pueda parecer, no han sido por voluntad propia, pues, o bien pensaba estar haciendo lo correcto, o bien cualquier atisbo de malicia en mis acciones era totalmente imperceptible en el momento de llevar a cabo una fechoría. Lo que viene siendo un error por despiste, por no pararte a pensar, por falta de educación en algún tema, y el error consciente es muy diferente del inconsciente, aunque conviven en una armonía que está totalmente fuera de tono. Al acercarme al supermercado, consigo volver al mundo real y concentrarme en lo que pasa delante de mis ojos. Sin ninguna duda, Carrefour es mi supermercado favorito. Vale que no es el más barato, pero la variedad de productos que tiene siempre me ha hecho inclinar mi balanza personal sobre este imperio francés en lugar del valenciano Mercadona. 173
Además, tenían una ropa que se debatía entre lo cutre y la calidad robusta y que siempre resultaba sentarme como un guante. Si preguntas a cualquier madre experimentada y no sabe que Carrefour ostenta la mejor sección de moda para sus hijos es que no es una buena madre, as simple as that. No necesito comprar gran cosa, pero sí es importante invertir un poco más en un aperitivo que, de haberse servido en La Última Cena, el mismísimo Judas Iscariote habría besado el plato en lugar de a Jesucristo. Jamón de bellota ibérico con denominación de origen onubense y procedente del cerdo ibérico Manchado de Jabugo, una raza en peligro de extinción y que cuenta con menos de cincuenta especímenes registrados. Reconozco que venía decidido a comprar un sobre al precio que fuera, pero en el último momento he cambiado de opinión por dos motivos. El primero es que se trata de algo demasiado especial como para ser fiel a mi filosofía anti clímax, y el segundo… la pena. De acuerdo, aunque con los años he reducido drásticamente mi consumo de productos de origen animal no soy vegetariano ni nada por el estilo, pero una cosa es el consumo de este tipo de productos y otra un poco distinta es comerte a un cerdo que está a punto de desaparecer de la Tierra… Lo siento, no puedo. Devuelvo el sobre a su estante y, en su lugar, compro al carnicero trescientos gramos de jamón de Jabugo por la friolera de sesenta euros. Algo especial, sin llegar a lo ostentoso, o al menos así he decidido consolarme a mí mismo. 174
Parque Hechas las compras pertinentes inicio el camino de vuelta a casa dando un rodeo para poder visitar el estanque del parque. La entrada al parque la presiden unas puertas de hierro enormes decoradas con un gusto un tanto sobrecargado que me incomoda de una manera similar a la gente que pone kétchup a los macarrones. Al estanque le precede un camino muy ancho de tierra, forrado a los lados por hileras de cipreses, un árbol que cobra especial significancia para los muertos. Es curioso que decidieran poner aquí los cipreses y no en el cementerio; quizá habría sido mejor idea plantar unos plataneros, o incluso unos naranjos que aportaran algo de sabor mediterráneo al césped reseco que acomoda los pasos de todos los transeúntes y domingueros. Aunque, bien pensado, al común de los mortales probablemente no le interesa demasiado la simbología de la flora local, cosa que entiendo, aunque, evidentemente, no respeto. Conforme me acerco al estanque, visualizo el banco donde acostumbro sentarme a leer siempre que vengo y que está situado justo en la esquina más encenagada, lugar en el que se arremolinan un grupo de patos que finge no acordarse de mí cada vez que les hago una visita. Me siento y respiro profundamente, bajo un agradable sol moribundo que parece estar diciéndome algo de extrema importancia: «La vida no te pasa a ti, sino que es la vida la que pasa a través de ti» 175
Así, de repente. Parece que yo no soy el único que se ha levantado intenso. El sol está que arde y mis metáforas mentales son ya peores que las de un niño de ocho años. En cualquier caso, no sé si esa frase se le atribuye a alguien conocido, a algún pensador de renombre o alguien por el estilo, pero se la llevo escuchando a un amigo hace ya bastantes años. Él siempre comentaba que era algo que repetía mucho su instructor de aikidō. El asunto es que esa frase puede ayudar bastante a alguien que se toma las cosas demasiado en serio, a pecho. Mi caso es algo distinto, puesto que a mí simplemente se me ha vaciado la batería y no tengo intención alguna de ponerla a cargar de nuevo. He llegado a la cúspide y creo que marcharse mientras estás en la cresta de la ola es infinitamente más positivo a que te arranquen cada pedazo de vida restante uno a uno entre gritos de dolor y sufrimiento. Poco después de sentarme, oigo como alguien se acerca por detrás con unos andares muy ruidosos, casi como si de una cojera se tratara, que me resultaban familiares. —¡Hombre!, ¿pero otra vez aquí? Macho, no sé cómo me has salido tan gandul, no te veo trabajar salga el sol, llueva o nieve. —Siempre estás igual, papá. He ido al supermercado y he aprovechado para leer un poco aquí, que hace un rato he dejado terminado el último encargo —Le respondo mientras sigo mirando al frente. —Estaría bien que me miraras a la cara cuando hablas. Si no lo haces me pienso que te ha vuelto a 176
dar la melancolía esa y que no quieres ver ni saber nada de nadie. —¿Por qué te empeñas en llamar melancolía a la depresión? Además, aquello fue hace ya muchos años y no necesito que me lo recuerdes cada vez que te venga en gana. —Pues porque me gusta a más, le quita algo de hierro al asunto y se me hace más fácil hablar de ello con naturalidad, a ti qué más te dará. Pero, oye, escucha, ¿has comido ya? Justo estoy en el descanso del trabajo y tenía pensado almorzar por aquí. —Es que no tengo hambre, he comido algo hace muy poco, además… —Venga, no seas tonto y acompáñame, que nunca se sabe cuándo será la última vez. —Qué plasta, siempre con la misma cantinela. Te inventas que no sabes cuándo es la última vez que vas a hacer algo para tener una excusa de hacer lo que te venga en gana a todas horas. Lo único que tienes es un poco de colesterol, deja de exagerarlo tanto. —Va, aunque solo sea, dame ese gusto. —Además, dentro de veinte minutos tengo que entregar la traducción en la oficina y no me va a dar tiempo… —Mentira. —Bueno, bueno, pues nada. A lo tuyo, siempre tan ocupado. En fin, yo me voy a tomarme una cerveza. Ahí te quedas, cocodrilo. —Venga, ya hablamos. Se aleja algo acelerado, como si alguien fuera a robarle el tercio de cerveza que le espera. La con177
versación me regala un rayo de sosiego bastante peculiar, como si de repente la cabeza se me hubiera vaciado y todo el peso de la existencia se estuviese desinflando. Quizá ha notado algo raro en mí… no lo sé. En cualquier caso, la decisión está tomada: ha llegado el día en el que voy a dejar de sufrir y para ello debo ser egoísta por una vez en mi vida. Estoy completamente seguro de que no hay otra salida, y que mi decisión traerá mucho dolor a mi alrededor, pero es la única respuesta lógica a un problema que, si bien asciende a la química, no tiene una solución sana que me convenza. Lo último que haré es disfrutar de un buen libro en el parque, como he venido haciendo los últimos cinco años, hasta que empiece a anochecer. Facturación Una vez en casa, accedo a mi ordenador y comparto en mis redes sociales un texto de despedida que he escrito de forma casi automática y sin darle demasiada importancia, aunque me causa regocijo adjuntar un enlace con la canción Twilight, de la Electric Light Orchestra. Supongo que todo esto es una forma de intentar llamar la atención y que en el fondo no estoy convencido de lo que estoy a punto de hacer, pero sigo con la intención de seguir adelante con el plan. En lugar del pijama, decido ponerme el traje que tengo para las bodas, contradiciéndome flagrante178
mente con mi filosofía de la rutina. Qué quieres que te diga, una cosa es la rutina, y otra muy distinta tener la excusa para ir de punta en blanco con un traje perfectamente entallado y en un azul Prusia de sofisticada elegancia, a juego con una corbata con el dibujo de zorros estampados. He leído hace poco que el zorro es un animal solitario y de hábitos nocturnos, y que, sin embargo, es la especie con mayor distribución geográfica a nivel mundial después de los humanos. Un ser esquivo, inteligente y con gran capacidad de adaptación y que siempre me ha fascinado. Por último, me calzo unos zapatos color vino, una obra de arte con construcción Goodyear y un brogueado a la altura de cualquier príncipe inglés. Retocado el pelo, agarro un bote de mi mesita de noche en el que había mezclado todo tipo de píldoras machacadas para verter las otrora cenizas de salud en una botella de ginebra de producción casera que un amigo químico lleva años perfeccionando. La botella suele salir cara, pero la amistad a veces te consigue buenos vales de descuento. Una vez removida la mezcla, y justo antes de añadir exactamente tres piezas de hielo, sirvo una generosa dosis en un vaso de cristal con un aspecto muy refinado que he sacado del fondo del friegaplatos. Compruebo el reloj, que ya roza las nueve de la noche del 16 de abril de 2020. Voy con el tiempo justo, así que comienzo a beberme mi estupendo cóctel con la misma casualidad con la que engullía cerveza en mis años de adolescencia. Lo acompaño de unos cortes de jamón tan finos que dejan pasar 179
la luz entre veta y veta de grasa. La sal empaña mis papilas gustativas, que ya intuyen que no volverán a saborear un kebab rancio a las cuatro de la mañana. Supongo que estarán incluso contentas, aunque no tanto como el sistema digestivo, fiel encargado de hacer el trabajo sucio con más frecuencia de la que me gustaría reconocer. Mientras mastico, empapo el pilar de la identidad culinaria española con otro trago ansioso. Amargo. Asqueroso. Ni siquiera me gusta la ginebra, como para añadirle tal cantidad de basura. La última cosa que pido a la vida es tan sencilla como que no se pasee por delante de mis narices cuando nadie la ha invitado a la fiesta. Quiero interpretar mi papel con la calma y solemnidad que merece un acto final para que alrededor no persista ni un solo ruido de preocupación… Sin el más mínimo deseo de revivir ningún episodio pasado. Toda película debe acabar con los créditos y una canción para el recuerdo provista de la suficiente madurez como para que me acompañe al cerrar la puerta al salir… Borracho, me tumbo en la cama, que me recibe con unas sábanas jocosas que arropan mi fatiga con la sonrisa de sus arrugas. La realidad comienza a reproducirse a cámara lenta… mi vista se emborrona y mis sentidos se preparan para cobrar su finiquito. Con energía menguante, extiendo los brazos hacia adelante y deslizo mis manos con suavidad por el aire repetidas veces de modo que frenen la intensa 180
luz de la lámpara que cuelga del techo. Lamentablemente, el último paseo por la luz no podrá ser por el sol, pero al menos ya no tengo que preocuparme por la factura de la electricidad… La brisa que dispara el exterior a través de la ventana mece mi pelo con la seguridad de que seguirá bailando después de que la música deje de sonar. Última llamada a pasajeros Alguien llama al teléfono justo cuando comienza a sonar el Blade Runner Blues de Vangelis. Los tonos alargados del saxofón envuelven mis emociones con suavidad y ternura. Esta melodía es mi medio de transporte hacia el único lugar en el que no hará falta que mis lágrimas se sequen… o que mis dolores pasen a ser malos recuerdos. Allí donde sanar no es una necesidad. Puedo imaginar quién llama desesperadamente buscando evitar con su cariño que salte a la piscina… pero no me molesto en contestar. Si he tenido el horrible detalle de anunciar mis intenciones a través de las redes sociales probablemente ha sido con la diminuta esperanza de que una pizca de drama pudiera columpiarme a la emoción de despertar un nuevo día. Soy consciente de la crueldad que supone avisar de semejante manera… aunque bien se dice que quien lo hace no es traidor. De fondo distingo la voz de Lucía, que grita desesperada mientras aporrea mi puerta. Por un instante 181
pienso que quizá sí debería levantarme para explicarle que ella no podría haber hecho nada y que nuestra relación ha ido siempre entrelazada con la perfección, pero tengo cosas más importantes en las que descentrarme, y un contraplano repentino no hará del drama una comedia. Embarque Es hora de evadirse. De escurrir el bulto y dejar que la tristeza se evapore para dar paso a la ausencia. Puedo notar cómo la explosiva mezcla viaja por mi torrente sanguíneo en dirección contraria, saltándose los controles de drogas y armas y riéndose en la cara de la Guardia Civil. Esta temeridad me proporciona un billete en primera clase de solo ida hacia no sé sabe muy bien dónde. Con el sonido distante de unas sirenas y el ritmo caribeño desplegado en mi puerta, los operarios de mi sistema visual comienzan a bajar los párpados y a ordenar las pestañas para que, como siempre, sigan regalando una estupenda sombra a mis pupilas. La tarea se les resiste, quedando los ojos entreabiertos, enfocando directamente al sol artificial que orbita mi cuerpo desde el techo. Las manos empiezan a agarrotarse, señal de que nunca más ayudarán a entrelazar el paso al unísono de dos personas que caminan y sienten juntas. Por su parte, el estómago ruge como un león despojado de su honor, desesperado por mantener su estatus dentro de la manada. 182
El equipo nervioso de montaña accede a las inmediaciones de mis labios para intentar erigir una última sonrisa que recuerde que no todo lo amargo deja mal sabor de boca. Despegue Mi cabeza… la cabeza sigue intacta. Tonos intermitentes azules y naranjas anuncian la proximidad de las sirenas, confundiéndome con Ulises e impidiendo que disfrute al máximo de los matices musicales que envuelven mi habitación. El reflejo de las luces atrae a la luna, que decide asomarse por la esquina de la ventana para, desde la lejanía, acompañar el calor anaranjado que daba sentido a la estancia todas las noches. Los gritos se ahogan poco a poco en mis oídos entumecidos, que dan voz a sus últimos conciertos antes de hacer una última reverencia frente a un público tan exigente. Es hora de decir adiós a los recovecos que dan cobijo a mi inseguridad y a la caja fuerte en la que mi personalidad frágil y efervescente siempre se ha escondido de la marea por miedo a las olas. La última vez que pienso en la libertad. Es importante prepararme para dejar de existir y agarrar la ausencia de responsabilidades que traerá consigo la transparencia vital. Antes de sumergirme por completo necesito tomar una bocanada de aire más. En este instante, me apena dejar atrás el gotelé y renunciar al agua ca183
liente con la que me quito las legañas por las mañanas. La menguante luz del exterior me hace recordar una última vez que siempre he vivido todas las puestas de sol como si fueran el primer baño del verano. Un efecto similar al de un largo sorbo de agua que rompe la deshidratación mientras se extiende a través de los carriles de cada pulmón como un fado portugués viajando en una melancolía que nadie ha vivido. Con un impulso, giro un poco la cabeza para ver mi reflejo en el espejo del armario. Me miro en él dos veces, una para reconocerme y otra para poder apartar la mirada. Ha llegado el momento de que me despida… y lo hago sin dar la mano a nadie. Sin dos besos forzados, un abrazo incómodo o una sonrisa sincera. Me marcho ausente, con elegancia de cuerpo presente… pero sin mayores palabras ni medias tintas. Abandono mi cuerpo definitivamente con sollozo mudo y me despido del zorro que vigilaba escondido en la maleza.
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JUANJO SÁNCHEZ Chaos
Otra noche más, dialogando con el techo a solas, a oscuras. Enciendes el último cigarro de la última cajetilla de tabaco. La llama quema la punta que poco a poco, se consume junto a tu alma en vela. Toses una, dos, hasta tres veces. Sabes que te queda poco tiempo y aún así, estás dispuesto a abrazar todo aquello que te va arrancando vida con tal de olvidar. O eso crees. ¿Olvidar el qué precisamente? Un piano suena de fondo. Las risas vienen de la habitación de al lado. Aún así, vives en el silencio. Tic, tac. Tic, tac. La melodía psicótica del reloj te recuerda que cada segundo cuenta. Aún así prefieres ignorar ese constante aviso. Te levantas y le quitas la pila. “Demasiado ruido” llegas a pensar. 185
Una calada, dos. Humo fuera. Las risas paran. Te asomas a la ventana y no logras ver nada. ¿Estás quedándote ciego? ¿O tan sólo el mundo de ahí fuera está dejando de existir? Sinceramente lo ignoras. Te vuelves a sentar. Ahora suena un violín. Intentas recordar un motivo, una razón. La única respuesta que logras es una sonrisa irónica que nace rebelde en tu boca. ¿Quién se supone que tendría que ser? Al fondo de la habitación; un ruido, un golpe. Allá está esa sombra que te acompaña continuamente, observando desde lejos. La música para. Notas una respiración agitada y un olor a sangre que inunda la estancia. ¿En qué te estás convirtiendo? ¿Podrá alguien parar al animal que se está apoderando de tu alma? Miras el teléfono. Nada. Ni un mensaje de despedida, ni un lo siento, ni un “volveré”. Aún así, sigues esperando. Coges ahora el arma que descansa a tu lado. Tus dedos coquetean con el gatillo. ¿Estarías dispuesto a gastar esa última bala? La sombra se pone a tu espalda. Notas su aliento en tu nuca. La sangre que brota de sus heridas se mezcla con la tuya propia y llena poco a poco cada orificio abierto por mil estocadas que no te terminan de tumbar, pero que parece que nunca van a cicatrizar. 186
Tienes frío. El otoño se acerca. Los árboles se despojan de su antiguo yo. ¿Estaría el miedo consumiendo tus huesos? Última calada. El cigarro se ha agotado del todo. Te levantas y miras alrededor. En tu mano, el revólver. Giras el tambor. Una última oportunidad. Aprietas el gatillo. Empieza de nuevo la pesadilla. Caos o victoria.
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RODRIGO VALLE-CONTE La Colt
Nacemos con un número determinado de disparos por disparar. Independientemente de donde vengamos el número de balas solo depende del azar. Podemos usarlas para hacer el bien podemos usarlas para hacer el mal. Podemos dispararlas por celebrar o por hacer más contentos a los demás a pesar de ganarnos tristezas. Podemos, desde el otro lado del espejo, dispararnos a nosotros mismos u a otros, para así llenar las bañeras de lingotazos de oro y de alcohol. Se puede hacer de todo con esas balas incluso no utilizarlas: no hacer nada también es otra opción. 188
También es posible dejar una para el final para terminar con el círculo. Nacemos con un número determinado de balas cuántas te crees que te quedan y cuántas has utilizado ya sin malgastar.
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LUCY LIU 5000000000000 gwei
_:˜ 5th ave., new york$ ¿Es el lobby del Baccarat Hotel en la 5a, el decorado más perverso para ver pasar a los ex alumnos super aventajados en comp-sci de la Ohlone College Fremont? Borracheras en la incubadora con las mismas prostitutas mexicanas, clean code, rondas de inversión fallidas, cinco años de proyectos abiertos en las FAANG tragando semen, un piso en Bay Area y delirios sexuales, el sueño se hizo real aquella mañana de marzo, nuestra ICO había atraído a muchos tiburones. Se limpiaban la nariz para regatear, no les necesitábamos, ellos a nosotros tampoco. Vendimos nuestra crypto por 20M, le comería las bolas a Satoshi y al Mozart ruso trasnochado. Nuestra firma estampada en todas las techie de Wall Street. Desde entonces poco trabajo, poca cafeína, poco alcohol en sangre. Microdosis y mucho deporte, dos hijos y una ex pareja ocupando el piso de San Fran, redecorado con la pasta del CTO de una only-fans gay operativa en Rusia y Turquía. Ser auditor de smart contracts es una maldita pérdida de tiempo. Niñatos aturdidos con alguna idea buena y muchas ganas de meterla mientras conducen a 160 por la 190
interestatal hasta arriba de mescalina se presentan de resaca en un Uber, suena el timbre de la agencia, 12h de la mañana, siempre veinteañeros pekineses, piden chipotle del deli más cercano, propina de ¥500 al pakistaní. Presentan el proyecto, se revisa el código y Aииyкa les da un plazo. Nada les parece bien, sus ojos rebosan dinero y proyección pero su bolsillo chino de rata campesina les empuja a pensar que un script de código automatizado les ayudaría a detectar mejor esas vulnerabilidades invisibles testeando cuatro modificadores y aserciones. Casi termino mi soda con gas de un trago sin pajita pero dos hindúes con turbantes sij se pelean a gritos en el vestíbulo, no dejo de preguntarme en qué estarán metidos. Salón de convenciones, suenan los aplausos, miro mi agenda, son los últimos ponentes del meet & greet anterior a mi charla: ‘The infinite machine. Building the Internet Future with Social Tokens’ by Harjeet Kaur & Vina Ramapaan. Entro a escucharles. _:˜ vila olímpica, barcelona$ Azul casi transparente, la brisa del mar, nuestro italo driver canta, antes algo de la ‘ndrangheta y la mala fama de su campiña, ahora su último trabajo en el Amazon de las afueras, drones, automatización interna y despidos anticipados. A 60km/h por la ronda litoral se hace un poco pesado, mi socio holandés le pide que se ponga algo fuerte, pre191
fiere dormir en el avión. Leo en la pantalla táctil de su Peugeot híbrido de renting ‘La Passion by Gigi D’Agostino’, sabe hacerlo, mi vida en sus manos. Hacía meses que no lo pasaba tan bien en Barcelona, ayer cerrábamos el Mobile con más de quince acuerdos con empresas nigerianas, nuestro hub en Lagos patrocinado por Facebook quiere consolidarse y el talento africano se empieza a cotizar más que el coltan. Millones ahorrados cada año, devs autodidactas salen de su cabaña de palos con una conexión que no llega a los 10 mbps. El valle está de fiesta. Lo empezamos celebrando en el Bagdad con tres canadienses de Winnipeg, pianistas y niñas bailando, veo a Mia Kirshner en Exotica, en mis labios un puro 5g gordo como el dedo un gorila, enredos de corbata y acreditaciones plastificadas, mi socio holandés saca la agenda rosa. Datáfono, Airbnb, moldavas, loft de cinco habitaciones a diez metros del 22@, cada uno en su room y una p en la de todos. Dejamos atrás la ronda pasando por el mega puerto de la Zona Franca y mi feed de Twitter está que arde porque acaba de estallar un coche bomba en Yaba, nuestro proyecto de Silicon Valley en Lagos. Nadie reivindica el ataque. Cuando no somos nosotros son las extracciones chinas, Boko Haram. Rehenes, sangre por todas partes. Dinero. Creer en más cosas es peligro. No nos van a parar. Si nos cortan un brazo a nosotros vendrán más, la hydra tecnológica. Por cada soldado muerto una nueva granja de cryptominado en sus mezquitas. Hay que hacer 192
llamadas al llegar, calmar ánimos, chupársela al inversionista ético y al nervioso, nadie se baja del carro. Nuestro cabify se acerca al aeropuerto y me toca pagar la carrera, cierro Twitter, abro mi wallet, sudor frío, sensación de vértigo, ganas de vomitar de 0 a 100. Todas las tarjetas vinculadas a mi crypto vaciadas, desnudo, un pop-up con mensaje de Telegram salpica mi pantalla: “[vídeo] / tu libertad a cambio de nuestras reclamaciones / siguiente mensaje en 6h. / att: hermanas wachowski”. ¿Co..cómo me ha..?, me rasco el bolsillo de la chupa Columbia desorientado, hago ver que no pasa nada, sonrío y le pido a mi socio que pague, móvil sin batería. Llamo a mi abogado. Facturo, subo al primera clase aturdido. _:˜ kreuzberg, berlin$ Restos de metralla inyectada en los espejos, cuatro pilares de acero sustentan el esqueleto desnudo del último edificio en pie, un bombardeo sobre sus cabezas, seguían retransmitiendo en directo, piratas informáticos conectando por redes p2p la muerte en streaming, en primicia el reality de حمص,apto para todo el mundo, masacre patrocinada por alÁsad. Así me lo contaban en la terraza del ‘://about blank’, partíamos en dos unas soundcloud regaladas. También me hablaron de su okupa, desde ese día me pasearía a todas horas por la fábrica de Kreuzberg, refugiados sirios, iraníes y activistas queer rusas, wi-fi comunitario, conexión satellite 5g, rou193
ting encriptado y talleres de programación gratuitos a cambio de cama, comida y compromiso. Menor iraquí en Berlín vendiendo sonrisas a turistas, haciendo contactos, siempre, nacionalidad germana recién lavada y un historial delictivo virgen. Poco que perder, o mucho. Allah sabía que mi futuro empezaba allí. Trabajábamos atados a un ejército no-mixto de mujeres soldado. Sus propios espacios y asambleas, mismas reglas. Se hablaba de secuestros. Eran tías serias. Conocí a Aииyкa en uno de esos talleres, se dejaba ver poco. Escribía snippets de malware infeccioso mientras tarareaba ‘Ya Soshla S Uma’ de t.A.T.u. Su padre era un reconocido criptógrafo ruso, le enseñó a programar con 9, una década después el boom de btc y Aииyкa, recién licenciada y con un largo historial de investigación académica en el terreno de la ciberseguridad, se sitúa en el foco de todas las startups norteamericanas. Cinco años de proyectos multimillonarios, CEOs insolentes, jóvenes y rockstars, el mal en primera persona. La mayor blockchain open-source se desestabiliza, participa como contributor #1 en su fork y se gana el respeto máximo de los futuros ricos del new order. Decide terminar sus días de programadora en la mayor auditora tecnológica de Nueva York. Su sueldo. Podría educar, alimentar y vestir a comunas enteras. ¿Quién quiere llevar una doble vida y por qué? Aииyкase convertiría en la responsable de dirigir y abastecer este lugar. Berlín a -10ºC, me llega por fin el ok de A, eje194
cutamos el plan. Mi amigo griego prepara una ensalada con toda la documentación: pasaportes, documentos de identidad falsos y Airbnbs pinchados. Bendigo a cada mujer soldado con diez tarjetas sim maliciosas directamente conectadas a un nodo frito de nuestro servidor. Su papel intermediario es esencial. Aviso a las redes de tráfico eslavas en Barcelona, han recibido su propina, trazado el plan con sus chicas. Tech Bros y CTOs. No hacemos nada malo. El Mobile World Congress es el mayor enjambre. Les observamos mientras se dejan penetrar por cinturones de castigo, pedimos favores, sacudimos las ramas.
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DUC DE GOMORRA No hacer el mal es vivir en los ojos de otros
El objeto de esta reflexión parte de un proyecto musical totalmente estéril nacido y enterrado en 2018. Tal proyecto no tenía ni por asomo buen sonido pero me enorgullece poder rescatar los lemas y estandartes de las obras de plus deuxx, mi alter ego trapero (?). Estos supervivientes se encapsulan en la frase: “por la garganta me baja amargo”. La podemos encontrar de esta misma manera o ligeramente variada en prácticamente todos los temas de mi faceta musical. Dicha frase es una narcótica analogía de las consecuencias de los actos que nos hacen sentir bien haciéndonos daño reflexivo o a un tercero; dado que es esa la sensación consecutiva al esnifar buena cocaína, o al menos, decente. Es decir, las consecuencias de los actos malos que nos causan placer. Te puedes preguntar cuáles son esas consecuencias. Independentemente de extraer placer o no, la visibilización de tales actos nos somete al juicio de los otros hombres siendo posible el bochorno y demás expresiones de furia de la opinión pública. Por tanto, este primer paso reflexivo da lugar a ésta conclusión: el mal se mide o se realiza en los actos que nos hacen perder el amor o la aproba196
ción de los demás. Las puertas a hacer el mal dan fe de ello. Estas puertas son: una vaga conciencia y el miedo a la posibilidad de ser descubierto y señalados. La segunda puerta es la que más resiste a abrirse. Para reforzar la acumulación de palabras que estoy anotando nos vale el ejemplo de un mojigato católico. Ellos mismos explicitan vivir en los ojos del Señor siendo estrictamente ineludible escapar de su juicio omnipresente. Creo que ya se ha prestado demasiada atención a mi pretensión de ser un rockstar. Antes de dar la tarea del teclado por finalizada me parecería injusto no redundar en el título, así cerrando el círculo. No hacer el mal es vivir en los ojos de los demás pues exponerse a la crucificción social es la única razón para no cometer un mal acto si éste nos resulta provechoso, lo que se puede antagónicamente traducir como: hacer el mal es realizar tu voluntad.
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JACKSON MOON Sin título
Did you know you have to apply to become a vessel for a devil? It’s not like it is in the movies, simply summoning a demon to your home with a Ouija board or a pentagram, even with a blood sacrifice, it just isn’t enough. Oh sure, back in the day when there was only a few thousand people on the earth and only a small few of them were willing to open up to let Satan in it was that easy. But these days there’s really more than a million people out there more than willing to swallow a creature from another world and let it control their actions. I know, it’s weird to think that there’d be that many people willing to do it, but there’s also plenty of serial killers, everyday crazies, sadists, and even just teenagers in a dark place in their lives who want to mean something to someone. Even if that meaning is just a flesh suit to a spectre. But I digress. Yes, there’s an application process, just like there is for every other job these days. Now, don’t get me wrong, you still need to summon the demon first. That’s a given. Blood sacrifice is a good way to get the attention of demons higher up the food chain too, it proves you’re alre198
ady willing to do some dirty work to get what you want. The more pathetic or “innocent” the sacrifice, the more the devils will be willing to read your, ah, resume. So don’t cheap out on this. I’m talking children, the mentally handicapped, just pick someone you know couldn’t possibly deserve it. And when the demons show up, here’s how you really get them to start considering you, you need to get them to believe the sacrifice deserved it. You need to weave a tale where somehow, some way, this obviously innocent person deserved what they got. If it’s good enough of a reason, they will start examining your credentials. You have to get them to read your resume. That’s why keeping trophies is important for any aspiring serial killer, but bear in mind that murders alone aren’t actually that uncommon. Now, if you have a very high number of them that could mean something, but if it’s simple kill count alone you’re going to have to be WAY into the hundreds for it to mean anything. Remember, these are beings who have been around since time began, what do they care about a couple dozen homeless people who no one missed? If you have any high profile kills, you definitely want to brag about them now, any other innocents. But remember, as with the sacrifice, you need to keep up the insistence that these people, all of them, deserved what they got from you. This is vital. No demon wants to be told it’s wrong. If it know you are willing to believe that it is in fact righteous, it will be much happier residing inside you. 199
It helps to keep some video footage around too, to show off your skills. Now, if you specialize in torture there’s always positions available for creativity. Make sure you break out the most original tortures you can think of and you’ll definitely turn some heads. Classic thumbscrews and foot presses might have worked once upon a time, but these days I hear they like more subtle methods. Things that could still be hidden and passed off as suicide work well. Remember that devils are powerful and enjoy having “fun” they are using your mind as much as your body. If you’re creative they will have much more to have fun with, you know? But brutality can also work in some cases, so work with your strengths, always. Then if you’ve impressed them enough there will be questions of course. What can you provide for the community, do you swear to protect and serve your demon host in all things, do you promise to keep up appearances enough around powerful humans so demonkind can keep its torture of the majority of humanity under wraps etc etc… Eventually, after all of that, you are free to ask about pension plans, what to do if someone finds out you harbor a demon, how do vacation days work, are kits to remove bloodstains tax deductible etc etc… Anyway, when all is said and done, you may just get an in. There’s some flashy lights, the demon who decides you’re worthwhile as a host enters your body, and let me tell you THAT itches for 200
a few months… but you get used to it. There’s some time where your new demon host presence will direct you into cleaning up any unsavoury parts of your personality, help you hide any glaringly obvious misdeeds you might have left in sight of the public. Sometimes you end up moving across the country or at least a new state with or without a whole new identity. Sometimes you end up taking a spouse and children really do help your cover, even if they get annoying it’s best to try convincing your demon not to kill them because relocating again is always a bitch. But hey if your spouse is more of a bitch you do what you do, you know? Mind you, you better hope you impress them. If you don’t, you’ll just get sent into one of their darkest stink-hole dungeons to rot and get tortured like any of their other victims. So don’t actually summon the bastards unless you’re damn sure you’re ready to apply. But in the end, all that’s really worth it. Even with a devil down your throat, you still get to be lucid a lot of the time, and I always feel good to see some poor black kid’s face turn purple with my hands around his throat, or see some mentally ill middle aged woman downed by a few bullets in her fat old stomach. Let me tell you, I am having the time of my life, I completely recommend this. I should have applied to be a cop years ago.
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ROGER BUENDÍA Daydreaming
Down in the damps and deeper can’t go; dancing with clouds he can take it all. A journey starts, reminds that odd sound: further than Mars and close to Beyond. He fills his rucksack with wishes and hope; then changes his plan those days are now gone. Is there any mind? Is there any God? And nothing but pain explains all this plot. “Forget those hard times” a dumb would have told. He’s clever than that and stares at the world. 202
DIEGO CASTELLANOS Estampa de un naufragio
He despertado de bruces de un sueño límpido, mínimo retorno de una ausencia en forma astillada. Miríadas de vidrios romos me precipitan con violencia sobre la ciudad que duerme ahí fuera —Acostada, de espaldas, contra volutas de polvo, que forman las guirnaldas de su propio clima—. Pasto urbano escarchado, postal nocturna. Siento mi sien cargada, crepitante de electricidad cinética, aguarda paciente y valerosa, contenida en la nube más grave, que ya se cierne sobre la sima del tempo, ralentizada a golpe de metrónomo. Flash de luz, Al fin quebraré el túmulo, En que yacía el cadáver deificado, Con rostros múltiples de ecos pasados. Aquello que fueron sensaciones prístinas, 203
esbozadas al calor de un lecho cualquiera es hoy el fulgor purpúreo de una aurora, desheredada, por atreverse a ser temprana del honor de poseer el título, su forma concreta. La expiración agitada de la acción precede al pensamiento, cuyos contornos se intuyen solo en duermevela. Tengo una obsesión que sobresale, Desvestir la nostalgia, matar el mito, Recordar bailar, volver a ser niño. Sueño… Que rebosan los aljibes de las plazas, Fluye el agua corriente, entre Himnos de glosas de tristezas, De gatos que desfilan entre pírricas traiciones. Densidad trivial, muchachos desatando las costuras de la herencia, pena y vino, señoritos de los pecios de su infancia, a merced del vaivén de las olas. El poema miente siempre, Es un rumor plañidero de formas preciosas Lo observo en acto consciente Interrogando al reflejo de un cielo obscurecido Por ese supuesto porvenir que nos fiaron. 204
ZETA Redención
Su grito era como el de miles de seres adimensionales que taladraban mi alma mientras intentaba evadir su llanto y sosegarme. Mas todo era negro, opaco y sin fondo, los lamentos no salían de mi cabeza y yo rezaba por mi vida. Oscuridad, solo oscuridad. Irónicamente, en el lugar más iluminado existente. Este plano de energía pura que destila argón entre brillos del color de agua caribeña. Lo poco construido era de un mármol desgastado de color perla y de un brillante oro nacarado con el brillo de las mismisimas estrellas. Tanto por observar y apreciar, y en cambio, me sentía tan solo aquí encerrado. Sin vista ni oído que fuesen válidos. Sin distinción plausible del tiempo. Sin concepción de un espacio propiamente dicho. Todo se difuminaba excepto eso. Aun sin ver, podía observarle. Aún sin oír, podía escucharle. Lo sentía en mi médula, mis dedos y mi piel. El metal de mi cuerpo se calentaba hasta arder al entrar en contacto con esa energía azulada. Notaba como me arrastraba hacia su interior. Las paredes sangraban y la vegetación gritaba. Plantas cristalizadas en energía pura. Muros vivos, de tejido que 205
no es ni orgánico ni sintético. Todo formando parte de eso. Puedo sentirlo, palparlo y sufrirlo. Todo lo que me envuelve se equipara a la nada en un espacio en el que todos son almas listas para ser devoradas. La prepotencia entraba por las brechas y los portales, pero no duraba mucho al ser asimilados, absorbidos, devorados por eso. Y yo ahora formaba parte de su plan. Notaba el poder, la energía y el miedo. La muerte y la vida eran tan efímeros como el propio tiempo, como la relación entre las tres ilusiones. Todo era plausible. Todo se solaparía en la próxima rotación y vuelta a empezar. Y de pronto, lo vuelvo a escuchar sin oírle. Un ronroneo sordo y metálico se arrastra y golpea por los conductos y las galerías. A veces aullaba atemorizando a los intrusos, que intentaban en vano huir, salir de la Torre. Sonaba como una maquinaria vieja, obsoleta, ruidosa y carraspeante. Traía melancólicos recuerdos de un pasado mejor, de antes de la Vieja Guerra. Miles de anillos de acero, oro, nácar, mármol y seguramente más materiales. El argón puro movía esa bestia, desconocida para mi. Sabía que sus tentáculos, afilados y violentos, torpes y ciegos como yo, se ocultaban en el corazón de la magnánima catedral. Solo salían cuando había almas que segar. Hasta entonces, yo sería su ciego conserje. Los tubos de los órganos ancestrales y los tambores de las salas instrumentales indicaron que la disposición laberíntica de las estancias de la torre había vuelto a cambiar. Nueva rotación orbital al 206
brazo nebular de Karimea. Otros ciento treinta y nueve días aquí. Por muy aleatorias que fuesen las configuraciones de las salas y las paredes, siempre me aprendía rápido la infinidad de caminos que había en esta suprema construcción erguida. Pero no todo fue la estruendosa y melancólica melodía de batalla. Vino eso también. Sus gusanos metálicos, su millar de anillos en forma de tentáculos energizados subieron por pasillos, ascensores y conductos, buscando al intruso. Era la primera vez en los últimos siete siglos y medio que me venía a buscar. ¿De qué serviría intentar huir? Mi castigo era un pacto sellado en una bóveda oculta y secreta de la torre, y mi redención se acercaba peligrosamente a una eternidad, llegando a ser protegido hasta por mi propio carcelero. La penitencia que me había sido otorgada había decidido sorprenderme. El primero de sus extensos brazos atravesó mi costado derecho. Apenas sangré. Luego llegaron dos, tres, cuatro… hasta diez punzones perforaron mi torso en cristales de argón sobre mi cuerpo. Así era como esa valiosa joya era creada. Los intrusos eran recipientes perfectos para el poder de nuestra atemporal dimensión. Y parecía que el caprichoso destino quería hacerme a mí otra escultura de cristales. No sentía dolor, pero si el como los arpones, las garras, los dientes y las sierras de metal rasgaban mi ser para atraparme. Como niños pequeños, cada uno tiraba a una dirección, buscando hacerme los suficientes trozos. Hasta que llegó uno de los Pri207
marix, esos gusanos anillados más grandes que el resto, la nodriza de los lacayos que me hacían doblegar mi férrea constitución al clavarse en mí. Los órganos y los tambores volvieron a sonar, acompañados por ese angelical coro anónimo, procedente del eco, de eso. Las melodías eclesiásticas subían de tono ornamentalmente. Los cantos, profundos, sacados de un oratorio, capaces de calar un alma y saciar cualquier deseo, me evocaban tiempos mejores, me anunciaban un terror ornamental que el Primarix resaltaba arraigando su cuerpo en el mío. Me arrastró durante galerías que por su sonido y energía conocía bien. Aposentos, bodegas, distribuidores, salones ceremoniales… hasta que entre en la parte prohibida. El primer día me lo dejó claro, una norma impuesta de generación en generación de guardianes. Terminantemente prohibido acceder por esos pasillos de mantenimiento. Me llevaba cerca del corazón. La penitencia tenía como característica que termina cuando el guardián muere o cuando la Torre muere. Mas todo ese frío… ahora lo sentía. Estaba solo y a la vez estaba más acompañado de lo que me gustaría. Todo el calor que había llegado a almacenar en este recipiente cárnico que me envolvía se desvanecía a cada tirón, golpe y mordisco del Primarix. Notaba cada pasillo, localizando geográficamente cada esquina, cada pared, cada ornamento, cada decoración y cada planta situadas en cada sala de la Torre. Calculé a ojo unos 208
siete u ocho corredores hasta la entrada a mantenimiento. Frío. Aprendí a contar el tiempo gracias a mi cuerpo. Aunque aquí eso no existiese. Aquí no pasaba el tiempo como siempre lo había comprendido, aquí no se puede entender algo tan real, tan físico. Mi corazón latía cincuenta y dos veces por minuto, y aprendí a contar cada sesenta segundos, las salas eran diferentes y nuevas para mi. Descubrí patrones. En aquella época podía ver. Había placas y barreras, en techos, paredes y suelos, que basculaban cada mil ochocientos veinte latidos. Tengo paciencia, y todo el tiempo, no tiempo, del mundo. Mucho para contar. Cada 35 minutos, las salas movían parte de su fisionomía. Oro, nácar, mármol. Acero, yeso, argón. Yo tardaba siete u ocho movimientos en recorrer tres pasillos cercanos a uno de los oráculos que miraban a Karimea. Cuatro horas y media en pasear por esos corredores acristalados. Mi propio reloj. Cada veintiséis horas, el brazo nebular soltaba una descarga de energía, una explosión de argón. Y así, día tras día. Cuento las reconfiguraciones de la Torre, para saber cuánto tiempo llevo aquí vagando. Mil novecientas setenta veces he tenido que volver a aprender a pasear por aquí sin perderme las vistas. Aunque eso me quitó los ojos hace tiempo. Así conocí a uno de los Primarix. Viene, me mira, abre sus fauces enroscadas, pierdo la consciencia. Y ahora no veo nada, apenas recuerdo siquiera el aspecto de la Torre. Apenas recuerdo el tiempo. Los gusanos metálicos me arrastran en vertical 209
por un enorme conducto entre paredes. Sin protección, noto mi cuerpo frotarse y arañarse con tuberías, amarres, cables y demás ferrerías. Negro y frío, noto como vuelvo a sangrar. ¿Para que sangrar si no puedo morir? Las extensiones curiosas y revoloteadoras del Primarix laceran mi cuerpo una vez caigo al suelo rugoso, y a la vez liso y viscoso, de uno de los jardines. La divaraduria aumenta, lo noto y soy consciente de que se acerca el momento final. Sentía el gorgoteo de los líquidos, la presión de los refrigerantes y el aire contaminado a través de los conductos. Su grito era como el de miles de seres adimensionales capaces de asustar al más denodado y osado, de hacer dudar al más tenaz. Lívidas paredes alrededor mías, únicas testigos de lo que hoy acontece. Las galerías prohibidas son algo borroso, opaco y negro para mi mente. Intuyo que la lustrosa decoración ostentosa será similar sino idéntica, con secciones quizá diferentes. Huelo la vegetación, esquirlada en argón, con la energía pura fluyendo por sus entrañas y liberándose a mi alrededor. Tintinean los cristales melódicamente; de fondo, campanadas, tambores, música de órganos lustrados en oro y cantos de un coro eclesiástico de unas almas olvidadas hace eones. Otra vez esa sensación tan familiar. Otra vez eso. Está aquí, le siento a mi lado. Aún sin verle conozco bien su aspecto. Aún sin oírle sé lo que me dice con sus gritos y sus llantos. Llora melancólicamente para atemorizar a sus presas. Llora para mostrarse 210
débil y atacar los puntos flojos. Llora para decirte cuando está el final, tu final. El aire se vuelve más denso, helado y cargado alrededor nuestra. El tintineo de las esquirlas acompaña la melodía eclesiástica. El golpear de las gotas de mi sangre sobre el suelo pulido alzaba el ruido melancólico de la fricción del metal sobre el metal, del argón y la energía moviendo al temible Primarix. A lo lejos, si me concentraba, podía escuchar a otro Primarix vagando en dirección a las salas superiores. Un nuevo sonido llega a mi psique. Suena a corrosión, a dolor, a vida, a energía. Intuyo que es el ruido de los sistemas gravitacionales. Cada vez me acerco más. Cada vez reconozco menos mi hogar, apenas recuerdo ya mi antigua vida. Ahora todo era de argón, mármol y oro. En mi mente, aparece la imagen de una piel ligeramente azulada, unos rizos oscuros con implantes de oro. Una desconocida, un prosopagnóstico rostro en algún rincón de mi ser. La energía de las salas me decía que me acercaba a las capillas y oratorios de la sección de la Iglesia, una parte muerta eones atrás, cuando los antiguos se fueron de aquí. Recuerdo vagamente la Vieja Guerra. Enormes mastodontes en el frío espacio. Gigantescos enjambres de cazas. Naves de desembarco lanzándose contra cruceros. Explosiones, radiación, sangre, metales… Humo y ruido. Tambores de guerra. Experimentos y desolación. Ahora, este es uno de esos vestigios. El Primarix me soltó en un frío suelo de oro, a juzgar por su tacto. Escuché como se arrastraba, 211
anillándose y girándose sobre sí mismo, en dirección a alguno de los conductos desde los que salía, de vuelta a su madriguera. Olía a aceite, sangre y cenizas. La energía se alejaba y se renovaba en una que me era desconocida. Otra vez el llanto. Detrás de mí, eso se acercaba aún más. Ahora tenía pasillos totalmente nuevos que recorrer, durante una cantidad de existencia desconocida. Anduve por setecientos quince latidos a tientas cuando, inusualmente, volvieron a crepitar con fuerza los órganos y tambores. Escuche el sonido mecánico de los engranajes y el argón. Paredes, suelos, techos, revestimientos, muros, pilares y columnas. Salas, galerías, bóvedas y jardines. Todo en movimiento perfectamente engranado, espada contra escudo buscando carne. Sangre saltando buscando más sangre. Ceniza evaporando cuerpos enteros. Noté como todo se cerraba a mi espalda, dejó de entrar el aire fresco. Tardaba demasiado para ser un reajuste del sistema de ventilación. Los espejos me rodean y siento el frío en la nuca. Las cenizas y la energía saturan mi sistema respiratorio. La sangre se me va drenando, consiguiendo que mis movimientos sean más lentos y pesados. Me choco con paredes, columnas y ornamentos. Y noto como delante la temperatura sube. El suelo cambió. Estaba en un conducto de mantenimiento entre secciones. Si la torre variaba la disposición, me perdería aplastado. Conocía este recorrido. La zona vetada, pero noté la energía de las indicaciones: la cripta y el cementerio. Veintisiete 212
pisos de pozo rodeado de mausoleos y criptas. Centenares de miles de expiados. Centenares de miles de Antiguos y de Guardianes. Oía su melancólico susurro. Sus voces y sus almas. De lejos, su incansable grito atormentando estas almas placientes. Ellas lloraban y chillaban de dolor, de ira, de miedo. El frío para la conservación de los cadáveres había desaparecido y les oía en lo más profundo de mi mente. Querían que lo apagase, que les devolviese a la vida, que les llevase a la luz. Notaba como mis neuras se iban descomponiendo y deshaciendo cada vez que me acercaba más al centro. Singularidades cósmicas en un lugar que no existe en el que no pasa el tiempo. Mi cuerpo, lacerado, siendo conducido al interior de mi carcelero, cumpliendo con mi eterna penitencia. Redención, argón, oro y mármol. Ya ni recuerdo el porqué yo estaba aquí. Perdí la vista. Perdí mi cuerpo. Me transformaron en lo que soy y no recuerdo ni el color de mis ojos. Otra vez, su poderoso grito taladrando mi alma. Noto la radiación del argón. Tengo cerca su corazón, oigo como late, como palpita rebosante de la vida de las almas que consume, consumió y consumirá. Pero aquí no hay tiempo. Noto el poder de Karimea envolviendo toda la Torre, noto su llamada, su angustia, su divinidad. Noto como abrasa y desintegra mis células, degradandome a polvo estelar a medida que me acercó al noble corazón argónico de mi penitencia. La divaraduria aumentaba, y podía sentirlo, pero no palparlo. Me envolvía como a ti te abraza el frío en estas fe213
chas, por mucho que te arropes cuando leas esto. Cien pasos, veinte pasillos y salas diferentes. La nebulosa crece con hambre a mi alrededor. Otro ciclo inicia, intuyo que el último para mí. Órganos y tambores entre los coros, escucho el mecánico ruido de las salas cambiando. Demasiado pronto. Preocupación, lo palpo. Dolor e ira, lo siento. Las ramas, tendones y ligamentos se extienden y brotan. Oro y mármol, todo el revestimiento y la fachada es igual. El movimiento del laberinto me golpea en las sienes a la vez que me tambaleo. Me sujeto al aire, ha desaparecido cada pared que me rodeaba. No sabía dónde estaba, pero no importaba. Rap, Tap, Tap. Está detrás de mí. Noto sus fríos dedos acariciando mi espalda, mi médula. Su aliento golpeaba mi nuca, recordándome con sus gritos que no estaba solo. El rugido se colaba de su alma a mi mente, como un arco voltaico entre cuerpos conductores. Vacío, dolor, soledad. Los fantasmas de mi pasado atormentaban mi existencia, poco a poco los voy recordando. Energía, radiación, oro, mármol. Seguía descendiendo a su corazón, acompañado por eso, por sus latidos y su tormento, por su angustia y su grito. Choco con paredes, ornamentos y decoraciones, aún no sé qué pasillos o qué salas tengo por delante. Y le escucho vivir; pero no le veo. Noto su irradiado calor, pero no lo siento. El rugir del roce metálico sobre el nácar volvió a mis alrededores. Otra cacería, o un simple letargo. Sus espinas se clavan en mi piel, un millón de agujas atravesando 214
carne, metal y partes de mí que desconozco tras el primer cambio. Escucho su latido, fuerte, lento y acompasado con mi corazón. Puedo ver la luz colorida de su corazón inverosímil. Sus tendones de oro y mármol, lustrados en argón de los intrusos. Su pura energía, tan noble como todos los ornamentos. Entonces, me habló. Todo el torrente aplastando mi esqueleto. “Te equivocas por tanto… Intentando comprenderlo todo, sin saber que este lugar no es algo que veas, que describas o que puedas comentar. Si, te leo la mente, sé que piensas, que sientes. Este lugar… Tienes que sentirlo, verlo, oír su crepitante lamento. No estamos en ningún sitio explicable, más bien todo lo contrario. Ahí radica el poder principal de la Torre. El jugar con la realidad, el tiempo y la materia a su propio gusto. El transformar a las criaturas vivas en esquirlas de argón cristalizado. El someter a cualquiera a su voluntad. El proteger a quien vea noble en su alma. Podría decirse que toda la torre en sí tiene un enlace somático y neural con cada habitante. Aunque seas tú el único que está aquí ahora. Realmente, no. No eres el único ahora. Ahora hay miles, como tu antecesor.” Recuerdos. Sangre. Su propia mano arrancando sus venas, su tráquea. Su cuerpo golpeando el suelo. Su mirada inerte dándome el propósito de mi penitencia. “No, no murió como creíste, aquí no hay antes, ni después. No existe el ayer ni el mañana, nimiedades banales de unos seres que creen que pueden pensar y comprender lo que es impensable e incomprensible. Por eso estás tú aquí. Vosotros. Con miles de preguntas, con mi215
les de caprichos. Insulsos insectos, existís solo porque nosotros lo permitimos, vives porque así lo quiero. Jamás lo entenderás, y en parte es ese nuestro propósito.” Al dejar de sentir su voz, su risa tenebrosa en la mente, su llanto desolado en mi alma, pude verlo todo. Naranja, morado, azul. Argón, oro, mármol. Y todo desconocido. Tendones, ligamentos, venas, arterias. De metal, piedra y energía. De dolor, ira y fuerza. Veía la energía fluir entre sus aurículas y ventrículas. Entre el argón morado y azul distinguí un rostro. Vi mi cara, mis facciones celestes, sus ojos opacos y dorados. Me veo ahí, parado de pie, en una sala lustrosa, amplia, lejana a la Torre. Estoy en mi apartamento de la capital imperial, sé que debo investigar algo que no recuerdo, referente a ese nuevo secreto. Oro, dolor, energía. Rap. Tap. Tap. Él sufre cuando yo sueño, eso ha vuelto a por mi, no entiendo nada. Me vi reflejado en el enorme corazón de la Torre. Era apenas una amalgama, un esqueleto distorsionado de metal y carne irradiada y corrompida por el argón. La energía une en ramificaciones las partes de mi esqueleto. Mi cabeza es apenas una esfera de metal del tamaño del puño. Aún así, me veo. Aún así, le escucho latir. Y consigo entrar, no sé como, la singularidad me absorbe. Mi metal se funde con su tejido, mi carne se solda a su oro. La apoplejía me inunda el alma, la paradoja aumenta. Divaraduria. Desde aquí, lo noto todo. Karimea me acaricia con cada explosión sucedánea de energía argónica. 216
Todo esquirlado, lustrado y ornamentado. Los cantos, y mi tristeza. La perdí, y jamás volverá. La divaraduria crece, noto como camina. Me noto andar y pasear por las salas. Es su primera vez en mí, he notado el estallido temporal de su llegada. Camina sin rumbo, sin saber a dónde, sin saber por qué. Veo la energía, veo mis paredes, veo mi oro, y entonces lo entiendo. Ha llegado el momento final. La redención. Solo termina la penitencia si la torre o el preso mueren. Ahora entiendo por qué es imposible. Eso llora. Karimea estalla de nuevo, para reiniciar su ciclo, tengo que parar mi caminar. Me extiendo, me muevo hacía él, degradado y desolado, olvidado y ciego como yo. Debo prohibir que sus impíos ojos, su alma carente de fe, disfruten de la belleza de algo tan inusualmente perfecto como para explicárselo. Por fin, mi redención y mi comprensión, mi propósito terminó. Me acerco. Vuelvo a sentir como eso se arrastra. Ví al Prímarix, ahora siento todos sus gusanos. Nos movemos rápidos. La divaraduria llega al final. Mi grito será supremo, podré pararlo todo, salvarnos y matarnos. Rap. Tap. Tap.
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SAM GERARD AS BLUE C.R.O.W
INTRO Plath, Smith and Grant were ill the day the earth stood still but they told me where I stand... What is this? Who is this for? Where is that? Let me tell you about all that. Let me tell you about the crow...since you’re probably in the early stages of a crow you might want to know about the long road... But we’re the voices in your head... — —so please, now stop wandering around my fields; let’s gather around the stream of blue fire, would be so kind as to lie down under the paps of this night, hey, would you? Tell us about it! I The resilience of the crow Is to wallow in nostalgia and afterglow Knowing that the brain might overflow And then re-think: who is the harshest foe and where’s the land that will eventually grow 218
They still crawl into their chain link fences, against the wind that blow You know, the current has been dusty since many years ago Dusty enough to raise a fear for flying and spinning and so Kind of always stuck with this and that Bloody fingers of our crows! Poor them they have no more nails to bite! Hush now, there is no need to explain, they sit on their solitude, they sit on fright and despair and then... Then they step silently and wonder how long must their wait for their light to glow Their breathing and their blinking, no one seems to care at all so they stare at the blue sunset, undecided yet where’s the place they ought to go II oh my god like oh my god keep on telling… The lifetime of a crow Of this fictional creatures with the spacey black features that look like sisters of the moon from head to toe It is just like any other, they contemplate the noises the voices the choices of this gilded show They look around and all they see is birds 219
blowing songs of fake confessions or not giving a shit, in both cases all of that is about to make them explode… There are paths that cross and there are crows that reclaim their truths while others keep believing in the sprawl of lies and the ordinary bullshit that has been erasing them for more than five hundred years now... Our words and their chords, they do belong to the first teenage prayers Let it be known that the witch hunt was not for the white sluts who played Jimmy later on. There are fires you can’t light up Many knew it was all wrong and looked away anyway Everyone should actually know That those crows will cast a spell on time and the flow They will gather in all directions and spit on the fields of frozen snow… III why is it so hard to shut up and listen? you tell me. yeah right, enough with the fake revolutions. spread the loud evolution. Higher learning, fire burning. what’s a fake revolution? A sick rose. can I say something? 220
yes, this is not the goddamn school. Do me a favour please dear Paul / keep telling me about this shit / cause I am barely 20 years old / and there is not castle on the clouds… Of course there’s not. The rambling of a crow is through those solitary fields Smoking plenty of fags by a lake Singing the only song they know which, by the way, is that one that never actually made it to the radio. Down by the fields, unfolding weird dreams, they lie down under a willow and remember all the things they’ve stowed between the flesh and the blood It all collides so deep inside… It devours and drags them down to memories they’ve been weaving since they were born... And also the bullshit they do strive to throw away Fading into the stilled suburbs of the mind they find an inner voice telling them: no! Don’t waste your mind ’til the point you hardly hear the soughing of the wind, dear crow Try not to hate the one you look up to The struggle of these days will seize you so hard perhaps you even faint, we all know boo but what’s a crow? I want to know! hush now, it’s just fine. I am so bewitched by the 221
words and this time. if you wait you eventually will tell it yourself. no I won’t yes you will how to express this confusion don’t blame it on you, blame it on language. what’s next in the long road of a crow? IV The speech of a crow, is for the turds who cracked all this crap, who braided the lashes even of the blind under a so called enlightened sky Sometimes the old ones ignore the young ones when they say “hello” And it might be the call of a crow From those isolated fields below the contrails above the stars… …oh kids, they are so looking forward to whirling and billowing there, breaking the western circles of the azure… They have told you so… (I still don’t know what the fuck it is a crow) That bird that heads up to the moon but not the one above us… The moon with cracking stars drilling its surface… Gods don’t care about them anymore, they don’t care ‘bout Gods, that’s for sure. They cried out in the hollows and strained to stretch their wings as much as they could… 222
Blending words and bubbles made of spit: the night or day, the up and down, the X or Y, the yes and no Sometimes, deep in their minds the only option is to leave or to hide their pensive mood inside... A variety of blue storms complete their nights, over and over… Had you believed in their plurality, they would have not been so deeply hurt Yet you can see the rage in their crimson eyes, eating silence to protect their solitude But do not let them be misunderstood; they are not alone, despite you have told them so. They are coming; streams of them are coming in silver and platinum ships… May you ask what is it a crow? But what the fuck is it a bird? Think about it, turd. Read my words and I tell you what I am; that’s what they say. But don’t expect them to be nice. (You don’t know me, you don’t know us. You can’t trip with us, bitch you don’t live with us, you can’t be with us. We don’t see you) The world dying is real but so are we. So listen to the crow Perhaps you could not hear them before but you hear them now They have told you so Listen to the crow They have cast a spell on time and the flow 223
They have told you so. ENCORE And well, here’s the lecture of the crow... When past is closer than future and hence the present seems like nothing but a walk through the well-known lonely fields at twilight... ...a gloomy day slides into the Creatures of the Resilient Outspoken Whispers And here we are...a few sounds in your head listening to the voices that think about stories already told and retold You don’t need to wake up What you need is to hear out The world is led by a stupid ball; I guess they’re so burned out after all The culture, the crow, the world; they all are waiting for your call, Human era is indeed gone; a loud evolution is now on Don’t you fucking hear the song? Trying to figure out what’s in their heads, the crows stare at the mirror saying I’m out I’m out I’m out Meet me at Uranus Apartment Complex So long, my dearest, no further points to be made.
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ADRIÀ MULET Luna Negra
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Apuntes para un díptico cinematográfico
Esta sección nace de un amistoso gesto. Bien es sabido que todo autor que consagre sus días a una o varias disciplinas artísticas se enfrenta, tarde o temprano, al angustioso peso que conlleva la productividad (tantas veces insana y mal comprendida). El modo en que decido enfocarla no pretende ser novedoso. Me inscribo en la interminable lista de los que se nutren de la existencia y trabajan, exclusivamente, cuando sienten la imperiosa necesidad de hacerlo. No obstante, una terrible consecuencia acaba imponiéndose. Los proyectos se amontonan y se expanden más y más en el tiempo. Y si a esto le añadimos que los proyectos de uno brotan directamente de la vida y que no provienen nunca de estímulos intelectuales, comprenderemos la razón por la que, a menudo, pueda asaltarnos el deseo de dar un proyecto por cerrado (del mismo modo que dejamos atrás situaciones, épocas y personas). Esta sección encierra mi compromiso con Pluma y de esta unión saco la fuerza para ir soñando, volumen a volumen, mi segundo largometraje y consumación del díptico. Su título de trabajo: Luna Negra. Agradezco, pues, tu gesto, querido Diego. 227
Primera Incursión Si existe alguna verdad en la boca del poeta, viviré. Aún retumba aquel verso en la noche de los tiempos. Hoy es noche de luna negra. La oscuridad parece haber devorado toda realidad visible. Tan sólo percibimos el rumor incansable de las olas. Nuestras pupilas se dilatan hasta que, frente a nosotros, aparece el rostro de una niña. Sus padres la llamaron Alma, que en árabe significa “agua”. Acaba de cumplir sus primeros diez años y sigue viviendo en la misma ciudad costera que la vio nacer. Tiene los ojos cerrados. Sus pensamientos parecen navegar bien lejos. Y, mientras tanto, hace el muerto, dejando que una infinidad de olas negras mezan su pequeño cuerpo. El sonido de unos pasos que se acercan. Surcan el agua a paso firme y se dirigen hacia Alma en línea recta. Parecen haberla localizado. Diríase que los ojos que gobiernan a esos pies conocen los favores de la oscuridad. Los ojos de Alma permanecen sellados. Quizás la protejan de aquel que cada vez está más cerca. Los pasos del visitante nocturno se detienen a escasos centímetros de distancia. Alma contiene la respiración. Una voz, extraña y familiar a un tiempo, rompe el angustioso silencio.
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HOMBRE (O.S.) (en tachelhit, lengua amazigh) Volveré en la próxima luna negra... Y, entonces, vendrás conmigo. Alma abre los ojos asustada. Ni rastro de aquel hombre. De nuevo, tan sólo ella, la noche oscura y el mar.
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Editores Diego Rosado Miguel Almança Diseño gráfico Tiago Almança Ilustraciones Eric Iocco Imprenta Book Print Digital Colabora con Pluma enviando tus relatos, poesías, ensayos u otros escritos literarios a: plumafanzine@gmail.com Puedes leer los números anteriores en: plumafanzine.tumblr.com Síguenos en Instagram @plumafanzine Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra sin autorización previa y por escrito de los editores. Pluma no se hace responsable de las ideas y opiniones contenidas en los escritos, siendo éstas responsabilidad plena de sus autores. © de los textos: sus autores © de las ilustraciones: sus autores © Pluma 2021