El Portarró 34 (en castellano)

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boletín del parque nacional de aigüestortes i estany de sant maurici

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Dibujo de Berta Huarte

la esencia de las palabras

de los cerros a las más altas cumbres, pasando por las lomas… Durante los últimos milenios, la riqueza de nombres con que los pueblos de los valles pirenaicos han bautizado sus paisajes cotidianos es tan geodiversa que podríamos sorprendernos durante varios milenios más. Según el campo geográfico que queramos analizar, una serie interminable de topónimos nos acompañará tanto si consultamos una cartografía convencional, como si navegamos por una de digital, o si charlamos con alguna de aquellas auténticas enciclopedias humanas ambulantes -de piernas largas y con una gran memoria- que habitan en todos los pueblos y que conocen su término municipal como la palma de su mano. ¡Cualquier pequeña originalidad, curiosidad o sorpresa paisajística ha recibido un nombre! Un nombre que nos permite situar, en el imaginario de las personas, una porción de territorio, del cual hablar, y a menudo, ¡someter! Una palabra que, a veces, será evidente y otras no. Un ejemplo: Estany Llong es un ibón larguirucho a tenor del adjetivo que lo califica pero, por contra, el Estany de Llebreta, no tiene nada que ver con aquellos simpáticos mamíferos ni con sus gazapos, sino más bien con unas flores que crecen en primavera y otoño: ¡los azafranes de montaña! ¡Hoy hablaremos de montañas! No de las montañas más altas de los Pirineos sino de los nombres de las formas del relieve. Una montaña es una montaña pero ¿qué es un “montanyó” o una “montanyeta”? ¿Una montaña grande, una pequeñita? ¿Un lugar rico en pastos? ¡Empecemos por abajo! A sus pies... Una montaña (del latín montanea, de mons, montis) es un accidente trascendente de la corteza terrestre. La primera vez que un homínido se plantó ante una de ellas, la sorpre-

sa debió de ser mayúscula. Elevadas sobre la llanura, las descubrieron en su trepar hacia el cielo, ¡como un Dios! Durante siglos, por eso y por muchas causas más, fueron consideradas espacios sagrados con poderes mágicos, siempre rodeadas de supersticiones misteriosas en múltiples civilizaciones; tradiciones y costumbres que aún se mantienen vivas en algunas zonas tales como el Himalaya o los Andes. Las montañas pirenaicas, con alturas más modestas pero de una gran belleza estructural, han sido pisadas y conquistadas a lo largo los últimos 10.000 años de forma intensa, a pesar del frío, de la nieve y de los glaciares. Las hemos hollado y ascendido para ganar, como cualquier especie animal o vegetal, nuevos espacios de supervivencia y de convivencia. El legado de nombres que ha sido legado a las generaciones actuales es, pues, riquísimo. Al empezar a caminar, estamos en la base o el pie de una montaña, un territorio rico formado por los materiales que bien han sido arrancados a la montaña o bien han sido depositados por las corrientes de agua. Un terreno relativamente llano que, poco a poco, empieza a hacerse empinado. Si la pendiente mira al norte o al oeste -las orientaciones más frías- será la umbría o “aubac”, y cuando mira al sur o al este -las más soleadas- será el “solà”. Umbrías y solanos tienen apelativos diversos en catalán como el femenino “aubaga”; diminutivos como “aubagueta” o “solaneta”; y otro más curioso: el pago (del latín opacu, obago, sombrío). En el Valle de Boí, por ejemplo, serpentea el camino del Pago, que comienza en la entrada de la Ribera de Sant Nicolau y termina en el Estany de Llebreta. Como podéis imaginar, el trazado discurre montaña arriba, ¡por la umbría! En el Valle del Escrita, este río divide el pueblo en dos barrios: Espot Solau y Espot Obago.

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