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Apuntes para un posible estudio de la poesía ecuatoriana actual

Por Edwin Madrid

Los Tzántzicos de los años sesenta reunidos en la casa de Guayasamín.

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Las más recientes promociones de poetas ecuatorianos nacen a partir 1947 hasta 1989, una seña cronológica que no advierte nada más que un paréntesis en el discurrir de la poesía ecuatoriana, pero que recoge nombres que han venido y vienen trabajando con sus convicciones poéticas tan particulares como disimiles. Varios de estos darán sus mejores frutos en las próximas décadas, lo que, de alguna manera, es una apuesta por la poesía ecuatoriana del siglo xxi. En este sentido, no deseo hablar de tendencias o aristas literarias que definan o traten de indicar el presente de una poesía que es vigorosa, múltiple y diversa, pero que, bien sabemos, necesita del cedazo del tiempo para hablar de ella con mayor objetividad.

A manera de información señalaré algunas líneas generales sobre las que se mueven los poetas, siempre en el entendimiento de que, más que mi juicio, lo que importa es el diálogo.

Fernando Artieda (1945-2010), Manuel Federico Ponce (1947) y Sara Vanegas (1950) son poetas que surgen de la confrontación entre el lenguaje de una poesía social con el de una poesía de corte popular. En el caso de Artieda, sin los atisbos políticos tzánzicos y con una gran carga de ironía y humor, para imponer un lenguaje donde la jerga o lo marginal alcanzan a decir aquello que para la poesía estaba negado por vulgar y chabacano, logra transmitir, como en su poema que canta la muerte y el entierro de una de las leyendas de la música popular ecuatoriana, la desolación en la que se ha quedado una parte la población ecuatoriana que se identificaba con su ídolo: Julio Jaramillo, «el cantante más pesado que ha tenido el Ecuador / y el mundo / más claro ya / mucha nota con mi persona».

Manuel Federico Ponce es un poetapersonaje infaltable en la vida literaria quiteña. Se lo puede ver en presentaciones de libros, lecturas, conferencias de cualquier bando, siempre con gentileza y predisposición para dar a conocer sus novedades poéticas. Una poesía amatoria, bordeando

la incidencia indígena, pero que llega a sus mejores versos en lo erótico, de corte sexual y telúrico: «quiero tomarte entre mis manos / tomar tu sexo y hacerlo andar por todo este silencio/ eres mía desde los tiempos del barro indígena». Ponce trabaja su poesía en ese intento por unir lo indio con lo mestizo en un todo.

Sara Vanegas, poeta que ha afianzado su trabajo poético en las formas más concisas y rigurosas de su expresión, llega al poema epigramático lleno de sensualidad, exquisito en las referencias que se desprenden de imágenes bien construidas.

Impulso de los talleres literarios

Luego, viene un grupo de poetas importantes que empiezan a dar sus frutos desde la década de los noventa, gracias a la actividad que produjeron los talleres literarios que cobraron fuerza en los años ochenta y que ampliaron la visión poética, poniéndola al día con las nuevas tendencias de la poesía hispanoamericana. Los talleres de escritura en nuestro medio fueron una gran cantera que sólo años más tarde consolidó nombres y obras, como es el caso de Jorge Martillo (1957), Maritza Cino (1957), Carmen Vásconez (1958) y Fernando Itúrburu (1960), poetas en actividad constante, de la ciudad de Guayaquil, con características tan diferentes como enriquecedoras, ineludibles en el panorama de nuestra poesía.

Las mujeres no nos ne esitan

Cada una con su ritmo, proponen una poesía de corte erótico, abriendo con su lenguaje un tema que no había sido muy tratado hasta entonces dentro de la poesía de los ochenta: nombrar al cuerpo desde el propio cuerpo de las mujeres. Sus primeros libros, al final de esa década, producen una especie de boom erótico; las poetas ya no necesitaran más la voz de un varón para nombrar el placer y la lujuria de su cuerpo, van a dejar en claro que son ellas las que se hacen cargo de las palabras desde su infinita sabiduría, y construyen una poesía con varios registros de lo erótico. Nadie volverá a proponer una conjetura como la de Márgara Sáenz (1937-1964) y su poema «Otra vez Amarilis», la invención (biografía y poema) de una atribulado amante que a través de su texto envía un mensaje a su querido.

Otra vez Amarilis

El tiempo ha pasado y vuelves a mi memoria.

Tu auto trepando hacia la sierra, la Cream-Rica ¿recuerdas?, volteando a la derecha, todos esos moteles.

Entonces éramos nosotros; no tú, no yo. Me quiérote, te gózame, me amándonos, decíamos.

¿A quién llevas ahora? Contigo entre las piernas ¿quién pega de alaridos y triza los espejos donde nos repetíamos bestiales y dulcísimos?

¿Qué otro vientre recibe tu miel mía, peruano? Di qué frívola puta, qué sórdida hipócrita limeña, qué casada cuidadosa del cornudo.

Hijo de perra, ¿lo haces? Pero allí no, nunca, con nadie vuelvas a la habitación 35. Que se te muera para siempre, que se te pudra si regresas.

Una vez dije allí no ¿recuerdas?, dije después donde quieras. Tú me observabas igual que un entomólogo, eras un médico lascivo examinando una muchacha muerta de amor: no hables, eres una muñeca, un cuerpo sin voluntad, y me tocabas probándome y fui un durazno de esos que se abren con la mano.

Un durazno, dijiste a mis espaldas, a la luz de la tarde, separando con suavidad mis carnes, descubriendo lo que ni yo conozco, mi zona más oscura, la que guarda esa caricia atroz, obscena y tuya que no olvido.

Júralo: no has de volver a esa cama con nadie. Me has negado tu cuerpo, el que gustaba mirar impúdico y erecto viniendo a mí, el tuyo que era el mío. Concédeme esto entonces: anda a otro sitio a hacer tus porquerías.

O vuelve a la habitación 35. El tiempo ha pasado, ya no hay sino recuerdos y Amarilis qué puede sino juntar palabras. Ahora somos tú y yo, no existe más nosotros. Uno y uno, dos solos: yo y esa mierda que tú soy y yo añoras, desgraciado.

Aleyda Quevedo

Los poemas de esta nueva camada de poetas ecuatorianas pueden ser tan osados y lujuriosos como el texto de marras.

Otro ejemplo es el de Aleyda Quevedo Rojas (1972), quien publica, junto a la generación que surge de los talleres literarios, su primer libro, Cambios en los climas del corazón, cuando apenas tiene 17 años. Desde este primer título, su poesía traza un arco que va desde el erotismo desenfadado, irreverente, hasta alcanzar uno de corte místico en La otra, la misma de Dios (2011), cuyos poemas exhiben una apropiación del cuerpo que, a veces, es solo un pretexto para mostrarnos el mundo mucho más allá de una postura de género, sugiriéndonos una crítica a las convenciones sociales y construyendo conceptos más verdaderos a través de hurgar en el lenguaje, única herramienta para dar cuenta de una de las visiones más lúcidas que hoy tiene la poesía ecuatoriana:

Cuidaré tus pájaros pero me niego a hacer el amor en la jaula.

En este haikú, Aleyda Quevedo nos propone todo un manifiesto feminista pero sin ser feminista, solo para recordarnos la frase de Virginia Woolf que señala, algo así, como que no se puede ser hombre sin

un poco de mujer o mujer con un poco de hombre.

Prin ipios del siglo xxi

Pedro Gil (1971) es uno de los que perteneció a la época dorada de los talleres de escritura. En su Manta natal se convierte en referente de la nueva poesía, con una propuesta que husmea los meandros de lo marginal, entre drogadicción y precariedad. Pedrito hace todo lo posible por convertirse en el beatnik ecuatoriano, su poesía emula a esa saga de norteamericanos comandada por Ginsberg y Kerouac. Un mundo casi sórdido que lleva a consumir todo tipo de substancias y a escribir entre el manicomio y las clínicas de recuperación:

Aquí las enfermeras no se cansan de ser dulces y nobles. Afuera demasiado pronto se agota la ternura se hace bazuco se hace internet.

Poesía auténtica que el autor firma con su vida.

Por otro lado está Enver Carrillo (1973), uno de aquellos poetas de los que

me hubiera gustado leer más: poesía sin aspavientos ni cortapisas, natural y alegre, que celebra la vida y se regodea en las cosas sencillas. Su libro Poemas para leer en el excusado (2005) es suficiente para dar cuenta de un voz que no se toma la poesía a pecho, sino que la disfruta; en estos poemas de amor él es el antihéroe:

me abstuve de llamarla no por las muletas o porque tuviese una pierna más corta que la otra... en la primera cita dijo que era la líder de una pandilla.

El ‘soundtrack ’ global de la es ritura

Lucila Lema (1974), Javier Cevallos Perugachi (1976) y David G. Barreto (1976): tres visiones contemporáneas y diferentes de abordar la poesía.

Lema, poeta kichwa, al igual que Kowii, es oriunda de la provincia de Imbabura, pero vive en Quito, donde desde hace muchos años realiza actividades de difusión de la literatura indígena. Su voz trae la calma de las montañas de su tierra, la sabiduría del contacto con la naturaleza y el ritmo natural de los seres vivos:

En principio no había dioses ajenos, estaba la luna vestida de escarcha tocando con sus largos cabellos los aposentos sagrados del sol.

Vuelve sobre la mitología indígena y da aliento a los seres inanimados para entender que vida es una sola, recrea el mundo desde la cosmovisión andina: «Achill tayta y su esposa haciéndose humanos bajaron a la tierra, y con una rama de lechero iban castigando a los soberbios». Es como si la riqueza de la literatura oral de su nación hallara sitio en la pluma de Lucila Lema Otavalo.

Javier Cevallos Perugachi, un enamorado de la ciudad, la explora y se maravilla con cada iglesia, calle, casa, del Quito colonial. Conoce historia y leyenda, es capaz de llevar de la mano a neófitos y eruditos para mostrarles un Quito que siempre está allí pero que muy pocos conocen. Esta misma pasión se aprecia en sus poemas, construidos con fragmentos de su lengua milenaria y la del poeta mestizo, que amalgama kichwa y castellano para sacar a flote una

manera de encarar la escritura y de nombrar las cosas:

Lengua que se re(v)bela, que no termina de blanquearse: changa, achachay, shungo. Mundo que se amolda a un nuevo mundo: chaquiñán, chuchaqui, guachimán.

El poeta toma el kichwa que se filtra en el habla de todos los días y lo monta en sus versos, no como un decorado, sino como una incisión en la lengua para indagar de dónde viene y quién es. Al decir, «Yo, que hablo yanka shimi, / lengua que no sirve para nada», levanta una crítica al mundo mestizo que no supo apropiarse de esa lengua como parte de una identidad más fuerte y más auténtica. Mas en esta era global, no solo el kichwa forma parte de un poeta contemporáneo de Ecuador, sino otras lenguas extranjeras, tal como aparecen en este trabajo de Javier Cevallos Perugachi.

«Toda escritura señala el terror de la escritura», apunta David G. Barreto en uno de sus textos, con lo que emprende una búsqueda a través del lenguaje tratando de discernir sobre quién escribe, para qué escribe y cómo escribe, grandes preguntas para un poeta, pero de las que G. Barreto sale bien librado en su libro Lisboa Soundtrack, perfecta banda sonora para las reflexiones de una voz intimista que va más allá de la escritura y se reinventa en cada poema.

Qué hay de nue o bajo el sol de la mitad

Cachibache (1979-2000) cumple con trabajar el lenguaje de manera abigarrada, casi como si no hubiera sentido de línea a línea una especie de yuxtaposición de imágenes y frases que fluyen en la elaboración del poema. Recuerdo que Cachibache tenía un método de escritura que parecía un cadáver exquisito porque escribía una frase y luego otra y otra, casi sin pensar, solo escribía, dejando fluir su inconsciente, como aconsejan los surrealistas en su juego. Cuando tenía dos o tres cuartillas, las leía en voz alta y me preguntaba si había algo allí. Como yo siempre respondía: «Tal vez sí, si revisas con mayor detenimiento», el poeta luego rearmaba las líneas o frases, desechaba dos tercios de lo escrito, y ya tenía su poema:

La muerte alarga una pipa de diamante y exhala, y pronuncia un beso una oración interminable sobre la frente de la nube los ángeles del sueño abordan el recogimiento de la tarde y el pediatra frustrado ante el crespón de grillos azules.

Sus poemas son un derroche, un exceso, una exageración, no solo de imaginación, sino de la escritura; como quien trata de ir más allá de los sentidos para crear otro estado de las cosas y para ello apila o recarga al lenguaje de palabras que buscan entre ellas sus verdaderas conexiones.

Ferviente admirador de Lezama y Sarduy, Cachibache emitía los sonidos del pavo o se ponía a cacarear cuando le pedía su opinión sobre el poema de uno de sus compañeros. Esta actitud, desprejuiciada y en contra del sentido académico de la escritura, con sus disonancias, fragmentaciones y excesos, le hicieron dueño de una retórica, rica en imágenes y contrasentidos, como una pirotecnia del leguaje que se cobija bajo una colcha de pedrería y sofisticación, la cual se exhibe en su libro Rojo encanto de marmota (2001), único y renovador de la última poesía ecuatoriana:

Urracas que han bullido en secreto aleteo mientras lamenta encumbrada al pacer un joven enciso

Ca hiba he siempre estu o en la otra orilla y por eso reó un lenguaje o ulto y mara illoso, lleno de imágenes insondables, abigarrado de efe tos donde lo míti o y lo épi o, pero también lo audio isual y el ómi , el thriller y las o es del rock se organizan en un dis urso narrati o que gira en torno a un punto into able que está entre la rea ión y la destru ión del lenguaje

hebillado tejedora solitaria ¿en qué espesa lluvia has sumergido la débil armadura del atardecer?

Cachibache siempre estuvo en la otra orilla y por eso creó un lenguaje oculto y maravilloso, lleno de imágenes insondables, abigarrado de efectos donde lo mítico y lo épico, pero también lo audiovisual y el cómic, el thriller y las voces del rock se organizan en un discurso narrativo que gira en torno a un punto intocable que está entre la creación y la destrucción del lenguaje; de allí la ortografía caótica, pues parecería que inventaba la suya propia como la forma más coherente de escribir lo que quería escribir. Aquello implicó la introducción de gráficos que él mismo acometía, como una manera de trasvasar las letras, los textos a la pintura o viceversa, para darnos una sugerencia más abarcadora de sus mundos.

El último ierra la puerta

No se puede exigir más autenticidad a un poeta, esto es lo que se percibe en el primer libro de Fabricio Angulo (1989): poesía espontánea y rica en la construcción de la imagen que alcanza un tono no muy frecuente. Poemas sugeridos por su vivencia inmediata demuestran el claro oscuro de una realidad que se presenta hostil. Es la voz del antihéroe, ese muchacho urbano, bueno para nada, que vive como un parásito de sus padres, pero que un día saldrá de su cascarón y el mundo verá su faz verdadera:

Quisiera gritar déjenme no servir para nada me largo de una buena vez a la calle, pero el grito se me atora a la altura de la tráquea en cambio miento: perdón papá el domingo buscaré trabajo y sin su perdón sigo tumbado en el piso leyendo.

Hay una crítica mordaz al estado de cosas, a esa inmovilidad frente a la deshumanización de la sociedad de consumo que arremete con todo:

ver como matan miles y miles al otro lado del mundo y no querer hacer nada es mierda.

El poeta no rehúye de la realidad: los objetos y los sujetos están allí, por el contrario, lo que hace es re-mirarlos, re-bautizarlos y re-crearlos. 

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