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Paisaje con sapos y sueños. Dos talleres de poesía en la Ciudad de México

Antonio Deltoro José Ángel Leyva

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Paisaje con sapos y sueños.

Dos talleres de poesía en la Ciudad de México

Por Pablo Molinet

¿Qué se enseña cuando se enseña poesía? El claustro universitario ofrece relevante conocimiento filológico y crítico, método y claridad, pero pregunto por un sitio, el taller, más huidizo a la descripción y la definición. Un sitio sobre el que pesan sospechas contradictorias: se le acusa lo mismo de informal que de excesivamente formal; de guarida de vivales y de campo de entrenamiento de agentes de la cia. Suspicacias que no levanta un taller de artes plásticas o de reparación de automóviles, acaso por la obstinada superstición de que no se puede enseñar a escribir literatura.

El argumento convencional de que nadie le enseñó a Rimbaud a ser Rimbaud no se sostiene: el Liceo le enseñó lenguas y metros clásicos y versificación francesa; sin ello y sin Izambard, no hay soneto de las vocales, no hay barco ebrio. ¡Emily Dickinson!, exclama orondo mi contendiente imaginario. Yo le respondo que ella tuvo un maestro formidable, su aislamiento sin fondo, y que si tiene la caradura de invocar a miss Dickinson para ganar una discusión, me haga el favor de confinarse a la casa de sus padres por el resto de su vida.

Nadie te puede enseñar a escribir, afirma en pleno 2015 un posromanticismo tardío que no se percata de su condición. Emborrono estas cuartillas en el escritorio de mi abuela, maestra e hija de maestros, y la posibilidad de que una actividad humana, cualquiera, no sea susceptible de enseñanza me parece, antes que una blasfemia, una ridiculez. Nadie me puede enseñar a escribir mis poemas, pero necesito que alguien me enseñe a escribir poemas. Y si bien la enseñanza debe apoyarse en los poemas

grandes que la especie ha escrito, no reside en ellos, porque no fueron concebidos con ese fin. ¿O de veras alguien cree que puede aprender física con la Teoría general de la relatividad en una mano y una calculadora científica en la otra?

Zanjado el punto, al menos para fines de este texto, vuelvo a la pregunta inicial, ¿qué se enseña cuando se enseña a poesía?, y descubro, con cierto azoro, que la respuesta me demanda trazar un paisaje.

Imaginen ustedes un barrio pobre y fervoroso que todos los años entrega decenas de muchachos al seminario; más de seis llegan a sacerdotes y más de tres a obispos. Uno de ellos escala con enérgico talento la jerarquía eclesial. Imaginen el júbilo de su parroquia el día en que, tantos años después de oficiar su primera misa, vuela a Roma a ceñir la púrpura cardenalicia. Ahora llamen ‘literatura mexicana’ a ese barrio y Octavio Paz a ese cardenal, y se percatarán de que, en México, la práctica de la poesía se aproxima peligrosamente a una pintoresca opereta del subdesarrollo, toda pompa y relumbrón y superchería.

El fenómeno que refiero no es sino la réplica local de uno occidental, la hipertrofia del prestigio de la poesía desde principios del siglo xix, que ya era lo suficientemente engorrosa hacia la segunda mitad del xx como para que Gombrowicz escribiera los textos que, reunidos en español, reciben el título general Contra los poetas.

En México, ese malestar se ha ido decantando en años mucho más recientes en una transformación de postura ante el oficio; en una reticencia al alarde, en un horror a la exageración, en modestia y mesura. No obstante, esa postura es, por naturaleza, minoritaria; los hechos no desmienten la afirmación de que en mi país endilgamos a la poesía un prestigio desmedido que actúa como fuerza deformante sobre la enseñanza, la práctica, la recepción y la crítica.

Hoy en día, esa hinchazón es perceptible en el encarnizamiento de la lucha por establecer un polo de prestigio dominante; en el surgimiento de bandos, que formulan syllabus despóticos y excluyentes: lecturas prescritas, lecturas proscritas, y determinadas nociones críticas o compositivas vueltas artículo de fe.

Hay quien exige distancia irónica a todo lo que lee y, por el contrario, quien le demanda «carnita» –conflicto, ay, desgarradura–. Hay quien cree sinceramente que «duende» es un baremo crítico. Hay quien desautoriza si no halla patrón métrico, y quien no distingue un endecasílabo de un hipopótamo.

Hay quien exige distan ia iróni a a todo lo que lee y, por el ontrario, quien le demanda « arnita» –onfli to, ay, desgarradura–. Hay quien ree sin eramente que «duende» es un baremo ríti o. Hay quien desautoriza si no halla patrón métri o, y quien no distingue un ende asílabo de un hipopótamo. No leo pues nue os ánones de poesía en Méxi o. Leo, eso sí, anon itos.

No leo pues nuevos cánones de poesía en México. Leo, eso sí, canoncitos: en un extremo acechan los que exigen innovación formal y trasfondo político, y están a nada de organizar una Checa en Twitter; en el otro, los que profieren «Tradición y lirismo», como en el siglo xix la facción conservadora exclamaba «Religión y fueros».

El clima moral e intelectual no genera una atmósfera propicia para aprender a escribir poemas, pues ello exige una serenidad difícil de alcanzar si lo que está en juego no es la precisión de un adjetivo sino la posesión de una diocésis.

Conozco, por supuesto, varias excepciones; de ellas destacaré dos: los talleres de Antonio Deltoro en la Fundación para las Letras Mexicanas, y de José Ángel

Octavio Paz

Leyva en la Facultad de Economía de la unam. Tan diametralmente opuestos y tan profundamente similares entre sí como los poetas que los conducen.

Me inicié en el oficio en los distantes años noventa, cuando Leyva publicaba sus primeros libros y Deltoro llevaba ya varios. Si la memoria no distorsiona de más los hechos, en aquel entonces imperaba una concepción del texto poético como objeto verbal radiante, que aludía a una dimensión de absoluta transparencia, un éter inefable. Aquello se bifurcaba en dos posibilidades: por un lado, se tendía a hacer del escritorio de un poeta la mesa de trabajo de un químico atareado en aislar por reducción sustancias puras; por otro lado, cualquier asidero de lectura, cualquier esfuerzo para hacer inteligible el poema, era repudiado como prosaico, explicativo y contrario a la economía del texto poético: el aura de misterio, de revelación sibilina, debía preservarse a toda costa.

En general, la tarea compleja de componer un texto poético se reducía al acto, potencialmente fraudulento, de encriptar una experiencia cotidiana. Imperaba también un sacro horror a la métrica, grillete de la auténtica inspiración auténtica.

Veinte años después, quedan escasos paladines del purismo noventero pues el péndulo se arrojó con violencia al extremo opuesto: irrupciones brusquísimas y arbitrarias de cultura popular o de información noticiosa, juegos sonoros y semánticos con fines de perturbación, o bien, en otros confines del tablero, puestas al día lúdicas, políticas o hasta sentimentales de los metros castellanos.

Las obras de Leyva y Deltoro (los libros, los talleres) se asemejan en una vocación de resistencia a las presiones y demandas de la moda; y esa vocación es una de las primeras enseñanzas que, desde mi punto de vista, debe ofrecer un taller de poesía en México. Otra que también se aprende con estos poetas es que debe desarrollarse una suerte de ‘rechazo reflejo’ ante esa pompa y circunstancia que referí hace unas páginas, pues una y otra se interponen, a veces irreversiblemente, entre el poeta y su poema.

Cierto desapego, cierta objetividad, cierta mesura, son también lección de estos talleres: lo que usted trajo, señor, no es un recado de puño y letra de Apolo Musageta, es un texto literario que debe someterse a escrutinio y corrección puesto que usted es un profesional de esta clase

de textos, no el oráculo de Delfos en jeans.

En el taller de Deltoro, los becarios de poesía de la flm se ponen por uno o dos años «al servicio del poema». Si las intenciones del autor tiran para un lado y el texto para otro; si éste exige mayor elaboración o, por el contrario, está sepultado bajo versos redundantes; si el epígrafe, si el título, si tales o cuales decisiones formales. En todos los casos, el texto manda; la premisa es que sólo transfiriéndole esa autoridad adquirirá una vida propia e independiente de la del autor.

Un poeta que haya decidido aprender de Antonio Deltoro se propone descubrir qué le pide un texto para crecer, provenga ello de donde provenga: un libro de Oliver Sacks, una película de Buñuel, la recapitulación de una experiencia –y si, contagiado de ciertas gripes estacionales, usted bosqueja un proyecto de 30 textos sobre el árbol del alcanfor y su tía Ifigenia, se le informa que en ese taller se trabaja con poemas, no con proyectos–.

Para obedecer a su texto, quizá un devoto del Siglo de Oro deba arriesgarse a la intertextualidad y la impureza, y un adorador de las vanguardias a repasar su Góngora. Y viceversa. Y siempre viceversa, pues Deltoro suele decir que su taller también es un laboratorio.

Leyva propone otro tipo de búsquedas, que consisten en una especie de prolongación telescópica de un texto dado: un extraer versos de versos y estrofas de estrofas que puede o no dar resultados pero que le confiere a un poema su naturaleza de antena tendida hacia quién sabe dónde. Para Leyva, escribir un poema bien puede consistir en entregarse a una jornada de doce cuartillas que se reducirán a tres; el imperativo es que un poema contemporáneo, o sea un texto flexible y abierto a lo imprevisto, no desperdicie ninguna posibilidad de indagación ni crecimiento.

Deltoro privilegia una definición de Eliseo Diego, «La poesía es el acto de atender en toda su pureza», y en su taller se aprende que ese acto se cumple cuando, en un esfuerzo de concentración y tensión, el poema atiende a su asunto y el poeta atiende al poema; ambos, por supuesto, en toda su pureza. Tengo la convicción de que sólo cuando ocurre ese desdoblamiento en lo profundo del texto se está escribiendo poesía.

Leyva procura imbuir en sus discípulos una voluntad de desafiar la sintaxis de la percepción convencional, de empujar el texto más allá del último umbral del orden y la certeza; el texto poético comienza allí donde la certidumbre, cualquier certidumbre, vacila.

¿Qué se enseña uando se enseña poesía en un taller? ¿Té ni a, perspe ti a, dis iplina, ofi io? Seguro. ¿Responsabilidad frente al texto propio y el género en su onjunto? Por supuesto.

El sueño, el universo onírico, clave para leer el trabajo de Leyva, no es ajeno a su taller, que exige del trabajo de escribir un poema, un esfuerzo y una concentración similares a las de quien intenta un sueño lúcido. Deltoro trabaja con un principio: «A cada sapo su pedrada»: lo que quiere decir que, en su taller, no impera más preceptiva que la de empujar a cada muchacho en la busca, a veces descorazonadora, a veces terrorífica, de su propia voz. ¿Qué se enseña cuando se enseña poesía en un taller? ¿Técnica, perspectiva, disciplina, oficio? Seguro. ¿Responsabilidad frente al texto propio y el género en su conjunto? Por supuesto.

No son respuestas triviales, pero acaso esta sea más relevante: que un taller, al menos uno como los de Leyva y Deltoro, enseña a escribir la poesía que cada uno tiene que escribir, y no la que fulano y zutano van a recompensar; el texto de uno, digo, no el que la Tradición ampara, no el que el Zeitgeist veleidoso celebra. Nada más, pero nada menos. 

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