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La paideia como paella
Por Ar mando Romero
Empiezo por decir que no debemos confundir la poesía con el poema. Creo que esto es claro para quien sabe reconocer que la belleza está en la forma, en la estructura y factura del poema, no así en la poesía que va más allá de los juicios estéticos. Un gran poema es el camino para acceder a la poesía, y son las palabras y la multiplicidad de sus combinaciones las que logran esta meta final, porque más allá de la poesía reina el silencio, así como el ser del poema lo tenemos en sus sonidos, en la variedad de sus ruidos.
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Reflexionemos a partir de este presupuesto en la relación entre poesía y los espacios académicos, tema de estas palabras e ideas al azar.
Cuando la poesía se acerca a la educación se convierte en una pregunta retórica, un erotema. Da vueltas sobre sí misma e ignora conclusiones o respuestas. La educación es dual, tiene su antes y después, su ser y no ser. No así la poesía que se materializa fuera del tiempo, o mejor, en un presente que nadie puede aprehender. Síntesis que desafía la tríada dialéctica, que no reafirma una tesis ni su antítesis, la poesía contradice el pensamiento lógico, el simple razonamiento. Aunque sea ir un poco lejos, la idea que se trasluce es la del koan, la de una iluminación, un satori.
Cuando yo era joven y me paseaba distraídamente por las calles de Cali, mi ciudad allá en Colombia, una frase que me habían dejado como incógnita mis amigos nadaístas me daba vueltas y revueltas por todo el cuerpo: «La poesía debe ser hecha por todos», había dicho Lautréaumont, y así debía ser. Lo que más me gustaba de esta frase, y eso se prolonga hasta hoy día, es que no la podía comprender. Es imposible saber qué buscaba el espíritu maligno y sagrado de Maldoror con esta aseveración definitiva. Los surrealistas la habían hecho suya y la usaban para disparar sus armas milagrosas, los agentes de las izquierdas querían ver en ella a ese pueblo dejado atrás enredado en boleros y poemas de
la poesía ontradi e el pensamiento lógi o, el simple razonamiento. Aunque sea ir un po o lejos, la idea que se traslu e es la del koan, la de una ilumina ión, un satori.
Barba Jacob, los profesores de retórica hablaban de la inmensidad. Pero yo era joven e iluso, y quería que la poesía me enseñara a ver y sentir la poesía, que me abriera caminos por un espacio desconocido, como si estuviera intentando ser un conquistador de lo impenetrable.
Mal está prendernos de la poesía para que nos enseñe algo. Veamos esto: se habla de la maestría del poeta, de su poder como demiurgo; se habla del poema como
camino, forma. Envuelto en estas ideas aparece el poeta construyendo en carne y hueso un ser que se supone refleja la poesía. Doble juego ilusorio: no hay realidad palpable en esta transubstanciación que de lo físico aspira a lo metafísico, y sin embargo no podemos acceder a la realidad de la poesía sin las premisas de lo imaginario, de lo inefable e intangible. Por eso la poesía no puede ser educación, porque no es un proceso, es una realidad dada, repito. Ya lo decía Lezama, «la poesía es un caracol nocturno en un rectángulo de agua». No hay nada aquí que nos lleve a otra cosa que no sea la poesía. Nada podemos aprender, nada nos enseña Lezama cuando nos permite ver.
En este siglo de pose posmoderna, ahora que nos hemos llenado de poetas re entado ersos por todas partes, es nuestro deber defender la poesía de los efe tos terapéuti os de los buenos sentimientos, de la belleza estable ida, de la erdad otidiana, de las buenas ostumbres, de las de lara iones de amor, de los talleres literarios, de los fa ilismos del internet.
Si Sócrates, Buda o Jesús eran maestros, lo fueron porque al seguir sus pasos encontramos el camino, la enseñanza. Pero no eran poetas, a menos que busquemos hacer de este oficio con palabras un magisterio, y si es así es porque empezamos a confundir el poema con la poesía, el estudio y aprendizaje literario con el oficio de escribir, la crítica de poesía como la manera de llegar a ésta. Bien sabemos que no todo el que escribe versos es un poeta. En este siglo de pose posmoderna, ahora que nos hemos llenado de poetas reventado versos por todas partes, es nuestro deber defender la poesía de los efectos terapéuticos de los buenos sentimientos, de la belleza establecida, de la verdad cotidiana, de las buenas costumbres, de las declaraciones de amor, de los talleres literarios, de los facilismos del internet.
Debo volver a mi juventud, esos años cuando las palabras maestro, profesor, educación, enseñanza, dada mi ignorancia, representaban para mí cárcel, encierro, parálisis. Quería a toda costa ser poeta y había aprendido que la calle era la mejor maestra, que el andar por el camino era la solución. Así, mis mejores profesores de literatura fueron los que no me enseñaron a leerla, los que amparados por sus probetas químicas o sus tablas de logaritmos se reían de mis aventuras con palabras e imágenes inesperadas. Quiso la suerte que ninguno de mis profesores de bachillerato en el colegio Santa Librada de Cali necesitara enseñarme a escribir o leer poesía. Se limitaban ellos a levantar los hombros, o simplemente invitarme a tomar un buen trago de aguardiente. Sólo uno de ellos, por mala suerte el vicerrector del colegio, puso una prohibición a mis actividades literarias con estas palabras: «Yo no sé lo que es el nadaísmo, lo único que sé es que es una cosa abominable». Y de hecho quedó para siempre en la historia del nadaísmo.
Ya en la Universidad del Valle, hacia el año 1966, donde mi tiempo de estadía fue tan corto que no recuerdo sino cómo salí corriendo, fue otro vicerrector quien sentenció que mi presencia en ese antro sagrado, dado el nadaísmo, sería, gracias a su devoción cristiana, un infierno para mí. Y así, el día que se suicidó mi profesor de francés, con quien leía a Prévert y traducía a Breton, no volví más. Me salvé, ahora lo pienso, de ese entuerto de filósofo en sopa de letras gracias al sacrificio de mi recordado amigo Pacavita.
Creo que la educación y la poesía se encuentran en el hacer del poema. El camino que lleva al poeta en la factura del poema es paralelo al que toma la educación para conseguir pasar de un estadio al otro nuestro nivel de conocimiento de la realidad. La educación está en el dos más dos, la poesía en el cuatro. Así, es en el poema
«Haces burbujas de silencio en el desierto de los ruidos». Paul Éluard.
donde descubrimos que las palabras son nuestras maestras. Cuando los surrealistas hablaban de la escritura automática hicieron visible ese camino. Mal se interpretó esto por algunos como una búsqueda definitiva: era un simple ir el que dejaba que se colaran sin las riendas de la razón palabras hilvanadas en el desorden de nuestro subconsciente, piedras que construían un edificio para poder acceder a la poesía, luego de la criba de la razón. Asimismo, cuando Ezra Pound le da los toques finales y definitivos al poema «Tierra baldía» de Eliot, el proceso es educativo, y nos enseña que así como en la ruptura de la tradición hay elementos que nos iluminan, también los hay en la permanencia y defensa de esa tradición. Recuerdo un hermoso verso de Paul Éluard: «Haces burbujas de silencio en el desierto de los ruidos». Podemos argüir que dentro de estas palabras comulga la poesía, sin embargo ella no está allí para enseñarnos algo. Es el verso mismo, el encuentro fortuito de esas palabras las que nos proporcionan una enseñanza, las que nos educan en el ver, porque al adentrarnos en ellas extraemos una lección que torna estos sonidos y silencios, opacos en la página, en luz en nuestros adentros, color. Más allá de eso está la poesía.
Entonces, ¿cómo educar sin educar? ¿Cómo dejar libre el pájaro para que vaya a vivir en su propia jaula? He allí el juego retórico, el erotema. La enseñanza de la literatura, la crítica literaria y los talleres literarios son instrumentos útiles para el joven aprendiz de poeta, e incluso para el poeta que ya ve su obra materializándose con los años. Sin embargo su mecánica se torna altamente peligrosa cuando conlleva un plan de domesticación preestablecido.
Dos formas de talleres literarios en América latina han llamado mi atención: la de los poetas Juan Calzadilla en Venezuela y Jaime Jaramillo Escobar en Colombia. Calzadilla utiliza los instrumentos que le provee el juego lúdico surrealista, la invención creacionista o el desperdicio gozable del dadaísmo para ayudar al tallerista a encontrar los caminos de su imaginación con amplia libertad. Su taller educativo se convierte así en un centro de placer, a la vez que lo ayuda a concentrar su atención
Jaime Jaramillo Escobar
Juan Calzadilla
en el lenguaje. Jaime Jaramillo es más teórico que práctico, y su intención educativa es liberar al tallerista del andamiaje de la literatura vista como tradición, como canon, como escuela. Los talleres literarios norteamericanos, que tanto éxito tienen hoy en día, son formas del aprendizaje académico, regulados por métodos educativos establecidos para aprovechar la experiencia literaria de poetas de prestigio nacional, aunque sus aparatos metodológicos se alinean en la dirección estética de estos poetas. Debería agregar aquí que incluso, poetas como Allen Ginsberg, el prototipo de la rebelión beatnik, dirigió un taller de poesía en Boulder, Colorado.
Quiso la ley de las costumbres que la academia, gracias a la tentación de una vida cómoda, me domesticara como profesor universitario. No abandonaba mi vida andariega, sólo que ahora no viajaría en burro sino en jet. Mucho lo agradezco, la verdad, porque desde temprano pensé que no era nada romántico viajar en precarias condiciones, y si lo era, mejor ser clásico. La academia, ese comercio con la educación, me permitió tiempo y dinero para escribir sin las presiones del éxito y los aplausos, y como beneficio al margen, la academia, en este caso la norteamericana, consiguió que desde su ángulo de mira apareciera ante mí más claro el panorama de la literatura que comulgaba conmigo en español: lengua y patria para mí. Debo aclarar entre paréntesis que a pesar de que he pasado la mayor parte de mi vida fuera de Colombia, la manía de ser colombiano nunca se me quitó. Tal vez por eso se me quedó pegado el nadaísmo, travesuras de mi juventud que hoy le deben a mi amigo Jotamario su permanencia.
Sin embargo, no creo que la academia norteamericana me haya ayudado a resolver por completo el dilema entre educación y poesía. Pero algo debo reconocer como positivo en esta dirección. Liberado de una presencia física en el mundo literario latinoamericano y español, el panorama poético se me hizo más amplio, más claro y transparente. Vistos así, la crítica y el estudio literario latinoamericanos me permitieron reconocer que divididas en países aislados, las direcciones literarias se tornan parroquiales, tribales. Y esto consigue que sea fácil, con astucia y poder, manipular la crítica, su aparato educativo, para que las direcciones estéticas de un país estén acordes con las ideologías, planteamientos y búsquedas de algunos poetas o críticos, principalmente.
Circunscribiéndonos al caso de Colombia, creo que gran parte de la poesía que hoy se afirma, entiéndase como género literario, responde a posiciones político-literarias determinadas y no a las necesidades de un país en ebullición y crecimiento, diverso. Con excepciones, es una poesía uniforme, de una sola línea
estética principalmente. Ahora bien, la educación es un proceso crítico, repito, y en la literatura debe estar amparado por un pensamiento equilibrado, imparcial, libre de presiones y necesidades exteriores al juicio literario mismo. No hablo del concepto de poesía sino del poema, allí donde lo educativo se condensa. Revisando varios de los libros escritos recientemente por poetas colombianos, tengo la impresión de que muchos de ellos están escribiendo lo que se los ha mandado a escribir, sin darse cuenta de ello. Hacen gala de una libertad condicionada por el desconocimiento y la falta de reflexión. Y esto se debe a que no hay un verdadero aparato crítico en el país, que el juicio sobre poesía se hace bajo la hegemonía del «bueno y malo», por una necesidad de establecer un canon personal o grupal. Y si no hay crítica no hay educación.
Así, la poesía en Colombia no está hecha por todos, sino por algunos que controlan los juicios estéticos, aquellos que limitaron la visión educativa para la factura del poema, los que sacralizaron figuras como modelos definitivos (valga el caso de Aurelio Arturo), los que consagran o desacreditan poetas a su antojo, en fin, los que fingen una libertad crítica para ocultar la imposición de una estética generalizada. Hablo de la generación posterior al nadaísmo, la que estableció las reglas hoy vigentes. Y es por eso que me niego a incluir el nadaísmo en estos centros de poder. Siempre lo he dicho y debo repetir: el nadaísmo no fue una escuela literaria, un movimiento literario, fue más bien un movimiento de protesta, social y político, donde cada poeta, escritor o artista profesaba una estética particular, diferente. Y además ya se consumó hace más de 50 años.
Una vez, hace muchos años, el poeta nicaragüense Carlos Martínez Rivas me dijo: «Odio a esos profesores de literatura latinoamericana en los Estados Unidos, caminando por esos prados verdes con sus chaquetas de tweed». Hoy en día yo soy uno de ellos, tratando de hacer de la paideia una paella en Cincinnati. Con la esperanza de que la poesía pueda ser devorada por todos, gracias a la educación.
Carlos Martínez Rivas Foto: Claudia Gordillo