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El nadaísmo en Colombia

Retomamos aquí un fragmento emblemático de la reflexión sobre la poesía colombiana escrito por el poeta Samuel Jaramillo a mediados de 1980. Un fragmento de un todo que acaso fue excesivamente ambicioso frente a los resultados que a la fecha podemos constatar: es una verdad de a puño el hecho de que todavía no se puede hablar de apuestas coherentes y significativas para la poesía después del nadaísmo. Salvo una excepción en marcha: los poetas que ha venido homenajeando a lo largo de 25 años el Festival Internacional de Poesía de Bogotá (*), más poetas como Elkin Restrepo, Raúl Gómez Jattin o X 504, entre no muchos más.

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De la hipótesis general sobre el carácter integrado de la poesía colombiana, como elemento indispensable para la comprensión de la última poesía en nuestro país, se desprende otra hipótesis aún más específica: se trata del planteamiento de que el Nadaísmo ha tenido una poderosa influencia sobre los poetas que le siguen cronológicamente.

La anterior proposición puede despertar muchas reservas que este texto espera resolver, pues existe una opinión muy extendida sobre la esterilidad de la experiencia nadaísta, idea que comparten, y en forma militante, no pocos de los poetas colombianos más recientes. No obstante, la noción que propongo sobre el influjo de los nadaístas no consiste en suponer que los poetas ulteriores son los continuadores de sus postulados, pues son conocidas las reacciones encendidas que los nadaístas suscitan entre los poetas subsiguientes. Mi planteamiento se enrumba más bien en el sentido de considerar que el proyecto nadaísta significó una propuesta de tal envergadura para la poesía colombiana, que los poetas que lo suceden cronológicamente no pueden evitar definirse en pro o en contra de una serie de sus postulados centrales. Aunque no le asigno un papel de causa eficiente, creo que es posible y útil ordenar las diferentes corrientes posteriores como conjuntos de aceptaciones y de rechazos de la propuesta nadaísta que, claro está, no son necesariamente coincidentes, y que revelan las diferencias entre estas opciones diversas.

Es evidente que para desarrollar la línea de reflexión así esbozada se debe partir de un análisis del sentido del Nadaísmo en la poesía colombiana, tarea que, desafortunadamente, no está concluida aún, ni siquiera de una manera rudimentaria. Ante la ausencia de este elemento básico, a continuación se aventuran algunas observaciones sobre los rasgos generales de este movimiento, que solo tienen la pretensión de hacer comprensible esta exposición.

Tal vez la característica más visible del movimiento nadaísta es su ambigüedad, que abarca varios planos. El primero de ellos, es el de su definición, en la medida en que trasciende los límites de un movimiento poético. Y esto no sólo en el sentido de que se mueve en distintos campos de la expresión artística y literaria, sino porque se presenta como una rebeldía que pretende ser total: más que una nueva forma de expresarse, lo que se propone es una nueva manera

(*) María Mercedes Carranza, Mario Rivero, Fernando Charry Lara, Rogelio Echavarría, Jotamario Arbeláez, José Manuel Arango, Nicolás Suescún, Darío Jaramillo Agudelo, Juan Manuel Roca, Giovanni Quessep, Miguel Méndez Camacho, Matilde Espinosa, Maruja Vieira, Juan Gustavo Cobo Borda, José Luis Díaz Granados, Álvaro Miranda, Álvaro Rodríguez Torres, Jaime García Maffla, Raúl Henao, Guillermo Martínez González, Víctor Gaviria, Fernando Linero y William Ospina.

Darío Lemus, Eduardo Zalamea, Eduardo Escobar, Juan Manuel Roca y Jotamario Arbeláez frente al Planetario (1972). Fotograf ía : Rogel io Darav iña

Pablus Gallinazo, Eduardo Escobar, Samuel Ceballos, Elmo Valencia y Jotamario Arbeláez reunidos en el Café de los Poetas en 1974.

de sentir, de percibir la realidad, de practicar la vida cotidiana, que se dirige a una amplia faja de la población, esencialmente juvenil. Es en este punto donde la consabida connotación de anacronismo se torna complicada. Es indudable que muchas de las formas de manifestarse de los nadaístas, como son el tremendismo y la irreverencia, recuerdan movimientos de vanguardia bastante lejanos en el tiempo, en particular el grupo dadá y los surrealistas, pero debemos reconocer que tiene elementos muy similares a un fenómeno social plenamente contemporáneo y de alcance mundial, como es la rebeldía juvenil que irrumpe con espectacularidad a partir de los años cincuenta en los países capitalistas occidentales, con distintas modalidades sucesivas, en muchas de las cuales, para ser justos, el Nadaísmo colombiano es una manifestación temprana. ¿Cómo no ver las coincidencias sorprendentes, por ejemplo, con la beat generation norteamericana que florece más o menos en los mismos años?

La anterior consideración nos da una pista para adelantar una interpretación tentativa del contenido social del movimiento nadaísta. Sería una manifestación de la consolidación definitiva de capas medias urbanizadas que surgen de las importantes transformaciones que durante esta época, y la inmediatamente anterior, experimenta la sociedad colombiana. Pero estas transformaciones se presentan en un momento en el cual la legitimación ideológica del capitalismo como un todo comienza a resquebrajarse: ciertos sectores de estas capas medias, fundamentalmente la juventud, que adquiere un estatuto particular, comienzan a entrar en conflicto con el proyecto que les ofrece la sociedad capitalista, y el destino social que les asigna de manera concomitante. Esta ruptura se canalizará en distintas direcciones (con diversos tintes políticos), y una de estas alternativas es la disidencia en el plano de los valores culturales.

Ahora bien, si este proceso general mal comprendido por el momento, aunque muy estudiado por pensadores a la escala mundial, enmarca de manera global las grandes líneas del movimiento nadaísta, existen especificidades locales que explican muchas de sus peculiaridades. El capitalismo no se afianza en Colombia siguiendo el itinerario clásico de los países centrales, sino en las condiciones particulares de los países periféricos, circunstancia que tiene como una de sus consecuencias la pervivencia, y aún la consolidación, de clases dominantes antiguas que insisten en preservar sus modelos políticos y culturales. De esta manera, el Nadaísmo no se rebela únicamente contra el capitalismo, sino que también, y tal vez con mayor ardor, enfrenta las estructuras ideológicas y los moldes culturales de estas clases arcaicas: baste recordar el anticlericalismo militante y la irreligiosidad que nos parecen hoy tan ingenuos y tan fuera de lugar, con sus escándalos y profanaciones que ya no nos remiten al grupo dadá, sino a los poetas malditos del siglo xix, o su lucha denodada y

altisonante contra el provincialismo y el bienpensar tradicional. Tal vez esto haga comprensible, dadas las apuestas que se toman, que sus manifestaciones se hayan concentrado precisamente en el escándalo y el sensacionalismo. Sin embargo, es esta superposición de conflictos, y la incapacidad del grupo de discernirlos, lo que marcará los límites del movimiento y lo condenará a su reabsorción y desaparición posterior. Sin duda los rasgos culturales más odiosos y visibles que enfrentaban estos jóvenes correspondían a la Colombia patriarcal y tradicional que comenzaba a desmoronarse, y no es de extrañar que apuntaran en esa dirección el grueso de su ofensiva. Pero nunca lograron vislumbrar una alternativa, ya no eficaz, sino diferente a la del capitalismo liberal.

De allí emerge otra de sus grandes ambigüedades: su perplejidad política, que será uno de los estigmas que sus críticos posteriores no dejarán de recalcar. Paradójicamente, ésta es la época de la Revolución Cubana, que tan grandes repercusiones tuvo en el continente, y de manera especial en su intelectualidad. Pero a pesar de algunas muestras aisladas de simpatía, el discurso cubano del momento, ascético y heroico por excelencia, incluso moralista, difícilmente podría haber capturado la imaginación de estos jóvenes que venían librando una batalla contra moldes que juzgaban opresivos, como los ideales, la autoridad, el sacrificio. Ante la ausencia de un proyecto político coherente con sus opciones (no me refiero a la incapacidad de los nadaístas de crear un proyecto propio, sino a que éste no existía a nivel social: las épocas en que Trotski y Breton firmaban manifiestos conjuntos estaban hace tiempo sepultadas), los condujo a un apoliticismo insostenible, que finalmente desembocó en situaciones absurdas: Gonzalo Arango, el papa negro de la rebeldía nadaísta, elevando al Presidente de la República a la categoría de «poeta de la acción», y otros espectáculos igualmente lamentables. Acontecimientos como éste, que no eran sino el reflejo de una aguda descomposición, no pudieron menos que escindir el movimiento y, lo que es más grave, robarle la atención de su generación, que había visto aparecer con mucho interés a los nadaístas, pero que en lo político se movía por otros derroteros. Este triste destino final no quiere decir, por otro lado, que su impacto en sus compañeros de generación no haya sido real, que no hubieran encauzado durante un tiempo la imaginación de una gama muy amplia de jóvenes colombianos que los leyeron, los imitaron, los admiraron, especialemente en lo que a literatura se refiere. La forma de expresión a la cual recurrieron los nadaístas con más frecuencia y con mayor éxito fue la poesía. Y en esto no tuvo nada que ver el azar. La poesía, con su enorme potencial de concentración expresiva, se les ofrecía como el medio de privilegiada eficacia para canalizar su mensaje desafiante y perturbador. Y fue allí donde los nadaístas brillaron con más fulgor y con una voz más propia, donde pudieron proyectar con una nitidez más definida su nueva noticia que pretendía ser a la vez destructiva, corruptora, purificadora.

Pero si los nadaístas pretendían ser disidentes a nivel general, no tenían más remedio que serlo también en términos de las formas poéticas. Y por lo menos en lo que respecta al contexto nacional, desempeñaron un papel importante de renovación y, si cabe la expresión, de modernización de la poesía colombiana. Esta noción por lo general se pone en duda, y se afirma que los nadaístas fueron poco originales, exhibiendo como hallazgos elementos que en el plano internacional habían ya envejecido. Se podría agregar que no demostraron una particular agudeza de percepción para captar los elementos novedosos que desarrollaban por esa época los mejores poetas de la generación inmediatamente anterior, en particular Álvaro Mutis, Fernando Charry Lara, Eduardo Cote Lamus, Jorge Gaitán Durán. Pero a pesar de ello, fueron renovadores, y la poesía colombiana no fue la misma después de ellos.

Quizás la propuesta más seductora de los nadaístas tiene que ver con el nuevo lugar que quieren asignarle a la poesía, y por lo tanto, con un nuevo principio que la informara. Fueron virulentos denostadores de la poesía concebida como una disciplina de cultos iniciados y de su función como intermediadora de la vida, por no decir que como muralla protectora del poeta de una realidad degradada y amenazadora. Retrotrajeron la poesía a la vida, la

utilizaron como su gran estandarte, como un arma difícil con la cual instalarse en su realidad contradictoria. Y para esto desencadenaron una crítica masiva, desordenada pero devastadora, de todo el repertorio de instrumentos y referencias aprestigiados por una larga tradición. Nada nuevo, se dirá. Pero sí lo es. Sí lo es en la poesía colombiana, que en lo que iba corrido del siglo no había tenido la experiencia purificadora de una vanguardia, si se exceptúa la figura corrosiva, pero solitaria, de Luis Vidales, treinta años atrás, cuya semilla sólo florecería precisamente a partir de la irrupción de estos jóvenes.

E intentaron introducir, algunas veces reavivar, nuevos sentimientos, nuevos escenarios, nuevos parajes del lenguaje, un tono diferente, otras preocupaciones. Aparecieron las ciudades, con su banalidad contradictoria en la que los nadaístas se esforzaron en encontrar otra belleza, su belleza propia. Aparecieron personajes excluidos, no solo de todo disfrute material, sino de cualquier residuo valorativo: asesinos, prostitutas, con quienes estos poetas intentaron establecer una alianza que solo era imposible en el nivel más externo de la realidad. Y fueron eficaces. Lo atestigua la admiración de millares de jóvenes que sintieron interpretadas sus preguntas, sus temores, sus sueños, de una manera mucho más radical que lo que había demostrado poder ofrecer la poesía inmediatamente anterior.

Claro está que exageraron. La mesura y la reflexión no fueron precisamente sus virtudes. Su ardorosa iconoclastia ante las formas poéticas tradicionales, que los llevó a un desprecio sin límites por cualquier preocupación con respecto a la factura del poema, permitió no solo contrabandos de la más baja clase, sino que fue una constante amenaza para los poetas más valiosos del grupo. Porque hubo poetas muy valiosos y, en medio de la hojarasca innegable, su obra perdurable se presenta hoy ante nuestros ojos sin necesidad de nuestra parte de forzar la mirada:

X-504 (Jaime Jaramillo Escobar), fue un poeta que logró crear un universo poético propio, supremamente coherente y enriquecedor: allí los jóvenes perdidos de las ciudades tomaban la piel de Caín y de todos los condenados y proscritos de todos los mitos, dando, con su rara combinación de preocupación religiosa y profana, un nuevo sentido a la búsqueda y perplejidad de estos hijos del desconcierto. Jotamario (Arbeláez) dota a su poesía de un arsenal bastante peculiar: el humor corrosivo, la imagen dislocada, la irreverencia y el desenfado, que puestos al servicio de una inteligencia despierta y ambiciosa, se convirtieron en armas poderosas de una crítica supremamente eficaz (o por lo menos, muy urticante), de todo el contexto cultural precedente. Sin duda Jotamario, con menos arrogancia que otros en este sentido, ha sido mucho más incisivo y ha logrado mayores resultados en la práctica de un nuevo acercamiento a la cultura, que parte de una situación

Gonzalo Arango, el papa negro de la rebeldía nadaísta.

social tradicionalmente excluida de la sanción social en este terreno: la de los sectores populares urbanos.

Alberto Escobar es un poeta nadaísta a cuya obra particularmente otorgo más importancia de la que usualmente se le concede, subrayamiento que de mi parte se desprende de las resonancias sorprendentemente cercanas con algunas tendencias poéticas posteriores a las que me referiré más adelante. Lo que distingue a la poesía de Alberto Escobar es la búsqueda sistemática de un nuevo lenguaje, apoyado fundamentalmente en la imagen ambiciosa y multivalente, que sirviera de recipiente a los nuevos contenidos que el grupo en conjunto pretendía plasmar. Sin duda existen allí parentescos con el surrealismo, pero con notas bastante peculiares, en donde las imágenes más

desarticuladas y disparadoras de la imaginación se pasean por las calles de Medellín, conviven con muchachos de blue jeans y motocicletas. Es uno de los poetas más ambiciosos del grupo, con la particularidad de que apunta con mayor insistencia que sus compañeros al contexto exterior: el protagonista de su corta obra poética, más que los nadaístas mismos, como es el caso en casi todos sus compañeros, es la visión de su circunstancia en los ojos de estos jóvenes de finales de los años cincuentas en nuestras grandes ciudades.

Finalmente, es imposible dejar de destacar entre los poetas nadaístas más valiosos, la figura de Mario Rivero. Su inclusión dentro de este grupo es discutible, sin embargo, porque él mismo ha hecho declaraciones explícitas (a posteriori, hay que advertir), en el sentido de que él nunca formó parte del grupo, y de que nunca se consideró un nadaísta. He decidido incluirlo, no obstante, por dos razones: de una parte, para los lectores Rivero siempre apareció como uno de los integrantes más destacados del grupo, y su nombre apareció en todas las antologías y publicaciones nadaístas, con su pleno consentimiento. De otro lado, su poesía, aunque con un tono peculiar, como es esperable en todo poeta de relieve, no es fundamentalmente divergente de la de los otros nadaístas, y no está más distante de lo que pudiera considerarse como el cuerpo central del grupo de lo que está la de otros poetas que sin vacilación se les considera nadaístas.

Ahora bien, la poesía de Rivero es, en este grupo, la que más ha atraído la reflexión crítica, sin que haya de todas maneras una evaluación sistemática de ella. Repito entonces los convencimientos más extendidos que existen a este respecto. Mario Rivero es el introductor más consciente entre los nadaístas del tema de la ciudad, de su vida cotidiana y de sus expresiones culturales. Su poesía indaga precisamente en el prosaísmo y las situaciones reconocibles, buscando una belleza latente y contradictoria que el poeta se esfuerza en develar. Tal vez sus notas peculiares más destacadas sean, de una parte, la representación misma del poeta, al cual Rivero busca, con mucha mayor decisión que sus compañeros, de integrar y fundir (y no solo establecer alianzas y simpatías), con estos personajes urbanos que pueblan su poesía: las secretarias, los obreros, los cantantes, etc. De otro lado, Rivero insiste en la elementalidad en la expresión, que lo entronca con cierta poesía norteamericana, y lo diferencia de sus compañeros que buscan siempre una segunda lectura de esta misma superficie de cotidianeidad urbana.

Sin duda la obra de estos y de otros poetas nadaístas merece una observación detallada y disciplinada. No es ése, sin embargo, el propósito de estas líneas, y las rápidas referencias a los poetas mencionados se encaminan a llamar la atención sobre los indudables aportes, tanto individuales como colectivos que los nadaístas proporcionan en el campo específico de la poesía colombiana.

Así como el surgimiento del Nadaísmo fue fulgurante y repentino, su desaparición también fue súbita. Este hecho amerita una consideración final con respecto a este movimiento. Ya se ha dicho algo sobre los condicionantes históricos de tipo general que a mi entender determinaron sus límites, pero esto no explica la forma abrupta de su interrupción, ni el fracaso de los intentos de algunos de sus integrantes por prolongarlo o revivirlo: el Nadaísmo floreció con vigor en los últimos años de la década de los cincuenta y durante toda la década de los sesenta, pero a partir de ese momento, aun cuando muchos de sus animadores por su edad cronológica muy bien pudieran catalogarse como poetas jóvenes, y que algunos de ellos incluso siguieron produciendo y publicando, es indudable que la hora del movimiento como tal había pasado definitivamente. Este temprano marchitarse y su carácter repentino se vieron acentuados por una circunstancia particular del contenido de la propuesta nadaísta: su voluntad de dirigirse en forma exclusiva a la juventud, y casi podría decirse, a la adolescencia; esta particularidad hacía al Nadaísmo especialmente vulnerable a la madurez de sus integrantes más destacados, que encontraban insoportable o incongruente, o así aparecía ante sus lectores, el continuar con discursos similares en una edad diferente, cuando todas las apuestas habían sido hechas a la primera juventud: recuérdese que ésta precisamente ha sido la tragedia de movimientos de contracultura juvenil como los beatnicks, los hippies, etcétera, sin duda sus homólogos en el plano internacional. 

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