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La mitad del poema
Foto: Charol Gualteros, B iblioteca J.G. Cobo Borda.
n POR ÁLEX CHICO
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En ocasiones nuestras lecturas se rigen por el azar. Los libros suelen conducirnos a nuevos libros, como en un juego de dominó en el que caen algunas fichas y otras se mantienen firmes, erguidas. Si es inexplicable el camino que hemos seguido para llegar a esas piezas, resulta igual de misterioso la ruta que trazamos para volver a ellas. Siguen ahí, tiempo después. Son imanes que tiran de nosotros con una fuerza que nos atrae directamente o a través de otros. En mi caso, creo reconocer algunas de las piezas que han acompañado a mi vida lectora. Una de ellas es José Emilio Pacheco.
Recuerdo cómo llegó por primera vez. Hace poco más de quince años, cursaba materias de literatura hispanoamericana en la Universidad de Salamanca. Debió ser por aquel entonces cuando descubrí la poesía de Pacheco, a partir de las clases de María Ángeles Pérez López y Francisca Noguerol. De aquellos años y de aquella lectura recuerdo versos sueltos, imágenes, ideas que podría aplicar y asumir como una poética propia. Algo que confirmé más tarde, mientras leía con auténtica pasión a poetas extremeños, especialmente al escritor placentino Álvaro Valverde. En un texto en el que explicaba su visión de la poesía, echaba mano de un verso de Pacheco, este: «No leemos a otros: nos leemos en ellos». Un
verso que permeó en mí y, me parece, cumplió su objetivo: no solo leía a Valverde o a Pacheco, me leía en ellos. Yo era la lectura de sus poemas, como me sucedió, también por entonces, con otro poeta que estimo, el barcelonés Jaime Gil de Biedma.
Si el primer encuentro con un autor tiene algo de mágico y azaroso, el reencuentro también guarda esas mismas trazas. Con un añadido: si continúan en nosotros, es porque nos sirven de faro, de punto de referencia. Los necesitamos. Necesitamos volver a leerlos, porque sabemos que en ellos se encuentran claves, señales, propuestas de apertura, como en una partida de ajedrez. La literatura es una cadena afortunadamente ilimitada. Por eso volver a Valverde era volver a un verso de Pacheco, y volver a un verso de Pacheco significaba releer el poema en el que estaba inscrito. Se titula, tal vez no haga falta recordarlo, “Carta a George B. Moore en defensa del anonimato”. En ese poema no me encontré únicamente con un texto espléndido que encerraba un verso magnífico, también con unas palabras que me han rondado desde hace mucho tiempo y que ahora, casi veinte años más tarde, vuelven a mí con frecuencia. En “Carta a George B. Moore en defensa del anonimato” escribe Pacheco algo que me parece fundamental para aproximarnos a la extraña realidad de quien construye una pieza literaria. Nos dice: «Escribo: doy la mitad del poema». La mitad del poema, sí, porque el hecho de escribir, de buscar un lenguaje, de armar una arquitectura que sea capaz de albergarnos y albergar a otros, es una empresa que siempre se queda a medias. El mismo Pacheco vuelve a darnos la clave en tres versos: «Y no es esto / lo que intento decir. / Es otra cosa». En el fondo, es casi imposible nombrar en su justa medida los estímulos, los recuerdos, el paisaje que nos rodea. Es casi imposible y, sin embargo, de esa incapacidad nace la escritura. Parafraseando a Juan Ramón Jiménez, la poesía es casi perfecta. Es en ese casi donde reside su perfección.
La escritura tiene su origen en la imposibilidad, en la frustración, en el ajuste imperfecto entre significado y significante. Puede ser una empresa abocada al fracaso, pero precisamente porque puede serlo, precisamente por no encontrar del todo lo que nos hemos propuesto encontrar, asumimos el estímulo que nos empuja a buscarlo. No solo al poema, sino a la posibilidad del poema. Pacheco lo ejemplifica muy bien cuando se detiene en el instante fugaz, huidizo. Buena parte de sus poemas buscan lo efímero constante, como el deseo que expresa en tres versos de “En la noche de todos”: «Debería ser perpetua esa visión, / Debería / Iluminarnos para siempre». El tiempo es limitado, finito, al menos el tiempo de nuestra propia existencia. Todo está teñido de un acabamiento inevitable. Poco podemos apelar en ese sentido. No obstante, de esa fatalidad puede nacer un sentimiento distinto. La emoción, el abatimiento que nos genera esa limitación se convierte en un incentivo, en un motor de arranque. Es un punto final y un punto de partida. Una motivación o una invitación al viaje, a la vida, como escribe en un poema de Como la lluvia: «tesoro al fin / Ya que cada momento / Vale más que ninguno anterior / Porque se sabe último». O en el verso que cierra el libro La edad de las tinieblas: «Lo único de verdad nuestro es el día que comienza».
En este sentido, se equivoca quien vea en la poesía de Pacheco a un militante de la negatividad, o de la nostalgia. Diría que es todo lo contrario, porque para apreciar el tiempo que nos queda es indispensable ser consciente del tiempo que se ha ido. Buscar lo efímero, consignarlo por escrito, es una constatación de que algo, al menos, se ha vivido. Puede que su único tema sea, como nos explica en “Contraelegía”, lo que ya no está. Tal vez parezca hablar solo de lo perdido, repitiéndose el punzante estribillo nunca más. Sin embargo, no se detiene ahí, no se vuelve inmóvil y se resigna. Pacheco ama el cambio perpetuo, «este variar segundo tras segundo, / porque sin él lo que llamamos vida / sería de piedra». Eso le debo a la lectura de grandes autores, eso le debo a Baudelaire o a Benjamin, a W. G. Sebald o a Pacheco. Nos enseñan que toda
generación encarna una extinción y un renacimiento. Todo transita y evoluciona, aunque cueste asumir que las cosas estén condenadas a concluir algún día. Con toda la desesperación, pero también con todo el asombro y fascinación que conlleva admitir una realidad insoslayable. «Otra vez desenlace y recomienzo», leemos en un poema de su libro El reposo del fuego. O como escribe en Irás y no volverás, «También en la memoria / las ruinas dejan sitio a nuevas ruinas».
Los minutos trascurren, no se paran, igual que un río. Si deja de fluir, es porque no tiene ningún caudal de agua. Interiorizar el paisaje nos permite entender algunas de esas claves, tan paradójicas e inexplicables. Así es el amanecer que encontramos en “De algún tiempo a esta parte”: «El despertar es un bosque donde se recupera lo perdido y se destruye lo ganado». En ese estado intermedio se sitúa, a veces, la poesía: en la indefinición de un tiempo que concluye y un tiempo que comienza. En el intervalo entre vigilia y sueño, entre la noche y el primer momento del día. Esa es la pregunta que se formula en el primer texto de Islas a la deriva: «¿Son las últimas horas de este ayer / o el instante en que se abre otro mañana?». La indefinición de ese segundo entre paréntesis nos lleva a perder el mundo, a no saber cuándo «comienza el tiempo de empezar de nuevo». El gran enigma reside en esta pausa que ocupamos, en el lugar fronterizo que nos genera la extrañeza de «estar aquí un solo largo instante entre el porvenir y el pasado», como nos recuerda en “Época”.
Quizás sea ahí, en su forma de asumir lo que le rodea, en su manera de abordarlo y descodificar los elementos, en donde sitúo una de las mayores afinidades con la poesía de Pacheco. Aunque el tema sea grave, intenso, inabarcable, no produce una literatura agónica, porque está expresado con una sobriedad que apabulla. En el mejor sentido del término. Su actitud, por momentos, es la de un estoico que espera a su enemigo para mirarlo de fren
te, como sucede en su poema “Prosa de la calavera”. Mantiene una intensidad serena, y quizás por eso más penetrante. Pienso, por ejemplo, en “El futuro pretérito («Nuevos poetas», 1925)” o en “Adiós, Canadá”, entre otros muchos. Su tristeza, lejos de cargar con una inútil melancolía, se convierte en una desolación creativa, generadora. La realidad, entonces, se dispara, se llena de posibilidades, de hipótesis. Lo que nos rodea adopta una consistencia distinta, «más real que la realidad porque se sabe mentira», como nos dirá en El silencio de la luna. Las formas arbitrarias del mar dejan ser espuma para transformarse en una conjetura, en una metáfora. Es esa realidad disparada la que entronca con la ficción que implica lo conocido. Algo similar dijo Mario Benedetti cuando mencionaba aquellas palabras conocidas con las que se accede a un mundo que desconocemos. Si nos fijamos bien, todo lo que forma parte de nosotros, todo lo que configura nuestras rutinas, está impregnado por una pátina de irrealidad, de engaño, de mentira. De ficción, nuevamente. De ahí que me resulten tan significativas algunas de las hipótesis que lanza en su “Santa María”: «Y todo se vuelve aún más extraño / porque lo reconozco». Y un poco más adelante: «O todo, a fuerza de ser real, / ¿me está volviendo un fantasma?». Igual que el magnífico y esclarecedor poema “Meditación del autobiógrafo”, que se abre con esta dos interrogaciones: «¿Con cuál ficción me quedo para no ver lo que soy? / ¿Qué otra mentira invento para justificar mi vacío?». Tenía razón Elias Canetti: el miedo inventa nombres para distraerse.
Todo en la poesía de Pacheco es susceptible de convertirse en literatura, en probabilidad, en una ficción real. Pone el foco en objetos dispares, por pequeños o insignificantes que parezcan, como un director de cine que acercara la cámara y, con sus técnicas de iluminación, nos invitara a contemplar en primer plano una pieza cualquiera. Para entender el conflicto conviene reducirlo, nos
recordó Walter Benjamin. Algo parecido propone Pacheco en “Altar barroco”: «debo intentarlo, debo reducir / a mi limitación lo ilimitado». Perpetúa un instante minúsculo y lo convierte en algo imperecedero, poco antes de que se extinga por completo. Su simplicidad se vuelve compleja, casi inabarcable, porque siempre nos dice más de lo que aparenta. El pulgar de una mano, o la ceniza, o un lápiz, o una pastilla de jabón, o el reverso y el anverso de una moneda, o la proyección infinita de un espejo, se nos aparecen como portadores o emisarios de otro mundo, como los muertos que se convocan en un poema mientras observan a quien lo escribe y convierten al autor en una confederación de desaparecidos. Su ausencia no solo le confunde, también le proporciona, a su manera,
LO QUE ENCUENTRA EN SU DESCENSO. POR ESO
una lección de permanencia. Es una casa en ruinas que logrará sobrevivir a sus sucesivos inquilinos, conservando sus voces y sus vidas, como un eco lejano. O una rosa que, al morir, sea reemplazada por una misma rosa, como las «pasajeras flores que no cambian» de “Ciudad maya comida por la hierba”. Puede desaparecer el jardín, pero no las raíces que lo construyen. Probablemente el escritor deba bucear en la profundidad que se esconde detrás de la superficie, con el fin de acercarse a esas mismas raíces que se solapan bajo tierra. Siempre he pensado que una de las tareas del escritor es arrojarse al vacío y trasmitir lo que encuentra en su descenso. Por eso me interesa tanto la poesía de Pacheco: porque es capaz de narrar la experiencia de una caída y porque logra trasmitirlo con la intensidad tranquila de quien espera reconocer lo que aparece a su paso.
Antes comentaba que todo lo que rodea a Pacheco es susceptible de convertirse en literatura. Añado algo más: todo es susceptible a reinterpretaciones, a relecturas. Al fin y al cabo, traducimos el universo y, al hacerlo, implantamos nuestros propios signos, nuestra forma personal de abordarlo. Eso exige una continua revisión, también de lo ya escrito por uno mismo, porque todo evoluciona, todo transita. Uno de los aspectos que más me llaman la atención en la poesía de Pacheco es precisamente eso: su voluntad por reinterpretar la historia (con mayúsculas y sin ellas), así como su apuesta por ofrecer una lectura particular de la literatura universal de todos los siglos. El traductor no traduce milimétricamente un poema. Más bien nos proporciona a los lectores un poema distinto, casi autónomo, impregnado por su propia mirada y por la personalidad latente que le conduce a verter un texto en su lengua materna. Sebald ya lo advirtió: el observador siempre afecta a lo que es observado. Si ampliamos ese concepto y admitimos que todo poeta es un traductor, comenzaremos a apreciar, en toda su dimensión, la importancia de las lecturas y homenajes que lleva a cabo un escritor hacia un escritor distinto. Así conseguiremos, por fin, leernos en ellos. Hay un poema de Los trabajos del mar que lo ejemplifica perfectamente. Se titula “¿Qué tierra es ésta?”. En él no solo nos encontramos con un homenaje a Juan Rulfo, con las palabras, el tono y los temas característicos del autor mexicano. Nos encontramos también con Pacheco. Y nos encontramos con nosotros mismos recordando pasajes de El llano en llamas o de Pedro Páramo. Cuando se pregunta «¿Qué tierra es ésta?» / «¿En dónde estamos?», no pensamos únicamente en Comala. Pensamos en la tierra en la que debió escribir Pacheco esos versos. Y pensamos en qué lugar del mundo podríamos escribir nosotros algo semejante. Se trata de una traducción triple, un proceso, más que complejo, rico, inagotable, infinito, porque siempre existe la posibilidad de reinterpretar lo ya dicho.
Agradezco mucho este tipo de relecturas. Siempre nos aportan una mirada distinta sobre un mismo paisaje. Algunas de las que más me interesan de Pacheco son estas: cuando habla de Emma Bovary y su ansia de amores desdichados llenos de gloria, no de éxito; cuando se ocupa del mito de Sísifo y, como Albert Camus, agradece que la piedra no se detenga
Los mexicanos Juan Rulfo y José Emilio Pacheco.
nunca en la cima; o cuando convierte a la Lolita de Nabokov en una muchacha desgraciada y pobre de Tlatelolco que jamás ha leído la novela. Pienso igualmente en la lectura de sus coetáneos, o de los maestros de la literatura española. Como citarlos a todos me parece innecesario ahora, apuntaré una sola cosa, a modo de paréntesis: hubiera deseado conocer a Pacheco por muchos motivos. Uno de ellos es para poder conversar un buen rato sobre la poesía de quien es, para mí, el autor más importante de la literatura española: Jorge Manrique.
En buena parte de todas esas relecturas, o revisiones, o traducciones múltiples, subyace en su poesía algo que ya comentamos al inicio. Leernos en otros es también ser otros, interpretar el papel de alguien ajeno, empatizar con un extraño. Por eso leer a Pacheco supone añadirle más vida a la vida, porque nos permite calzarnos pieles que no son nuestras y que, tras la lectura, nos abrigan como una piel propia. Somos, por un momento, esos otros que inventa en sus poemas, somos heterónimos y hablantes escindidos, somos sus máscaras y su existencia siempre dudosa. Y somos los múltiples animales de un bestiario, como un enorme mosaico que nos enseña que todo importa. También la perspectiva que puedan aportarnos otras especies
distintas y similares a la nuestra. En un esfuerzo casi moral por entender a un ser vivo con el que no compartimos un lenguaje verbal. El no saber exactamente lo que piensan es, de nuevo, un estímulo que inicia la aproximación, la empatía.
Podríamos detenernos en otros aspectos, en otras lecturas. Añadir, por ejemplo, ese rasgo estilístico tan heterogéneo que no se agota en un solo molde, sino que investiga en nuevas y viejas formas de decir, desde el humor y el juego léxico del conceptismo hasta la disposición plástica de los versos, siguiendo la estética del creacionismo. Podríamos continuar sumando más páginas a propósito de la manera en que el poema sucede, con ese hilo narrativo tan atrayente en piezas como “La casa”, “El invicto” o “Los conspiradores”. O, en fin, en cómo Pacheco construye toda una arquitectura poética que es capaz de albergar el pensamiento, como un hogar en ruinas que nos seguirá hospedando cuando ya no estemos. Sin embargo, quizás deba ser el lector, un lector que vendrá y que tal vez aún no exista, quien acabe de completar este texto. Probablemente ese sea el mejor homenaje que podamos hacerle a la literatura: dar medios poemas, medias novelas, medios ensayos. Para que otros consigan concluirlos y que, al hacerlo, inicien algo nuevo.