13 minute read

Nicanor Parra y la trampa del teléfono

Next Article
Citología

Citología

n POR NIALL BINNS

Stop all the clocks, cut off the telephone. W. H. A de

Advertisement

—Don Nicanor no está —me respondió la voz.

Llevaba días preparándome mentalmente para la llamada, y más de media hora delante del teléfono dándome ánimos. Eran, y son, manías mías. Odio los teléfonos, siempre los he odiado, y aún formo parte de esa escueta minoría, una especie en peligro de extinción diría yo, de los que viven sin teléfono móvil.

No hubo excusas que valieran. Era el invierno austral de 1991, llevaba seis meses viviendo en Santiago de Chile y acababa de experimentar lo más cercano a una epifanía de mi breve vida de lector al toparme en una antología de poesía chilena con dos poemas de Nicanor Parra: «Soliloquio del individuo» y «Los vicios del mundo moderno». Tuve la extraña sensación de que esos poemas habían sido escritos para que yo los leyera. Por las librerías de segunda mano de la calle San Diego, la galería de Tajamar y la calle Merced salí de inmediato en busca de todo lo que encontrase de Parra. Incluso descubrí, en una librería de la Plaza Mulato Gil, un ejemplar casi intacto de los Artefactos (recuerdo que me costó sesenta mil pesos). Vi anunciado un recital de Parra para esa misma semana y asistí deslumbrado a su lectura de los sermones y prédicas del Cristo de Elqui.

Alguien de la universidad, no recuerdo quién, me dio su teléfono, me dijo que lo llamara. Y así lo hice, tras largos titubeos. —¿Aló?

Era la voz inconfundible de Nicanor Parra. Respondí como se responde. Como un imbécil: —¿Está Don Nicanor? Hubo un silencio. Y luego: —Don Nicanor no está —me respondió la voz. Un nuevo silencio, y luego: —¿De parte de quién?

Empezó entonces un extraño diálogo en que evidentemente me estaba poniendo a prueba el Nicanor-que-no-lo-era al otro lado de la línea. ¿Valía la pena hablar con esa voz agringada con su ceceo español? Yo venía, eso sí, pertrechado

El teléfono de Hitler, uno de los «artefactos visuales» (trabajos prácticos) de don Nicanor. Tomado de:

Artefactos visuales (Universidad de Concepción, 2002).

para el caso. Tenía mis armas, dos armas. Había estudiado en la Universidad de Oxford, donde Parra pasó años fundacionales como becario de posgrado de matemáticas a comienzos de los cincuenta; y había hecho una traducción de Lisístrata, y con Aristófanes precisamente terminó Nicanor el primero de sus antipoemas, «Advertencia al lector». Funcionó mi estrategia. En algún momento, sin reconocimiento explícito del juego o prueba del inicio, cayó el disfraz, conversamos de Oxford, Aristófanes y Neruda, y Nicanor me invitó para el fin de semana siguiente a su casa en La Reina.

Recuerdo esos comienzos de lo que terminaría siendo una larga amistad porque algo dicen, me parece, de quién era Parra y de cómo era su propuesta estética, hecha de juego, de enmascaramiento y de búsqueda. En una de las tarjetas postales de Artefactos, un hombre trajeado y sin cabeza habla por teléfono diciendo: —Aló Aló / Conste que yo / no soy el que habla.

En el colegio y en la universidad los profesores de literatura machacan –machacamos, mejor dicho– a nuestros alumnos diciendo que el que habla en el poema no es el autor: es un yo lírico, un hablante lírico, un sujeto poético u otra cosa de esa índole. Así logramos olvidarnos del autor y centrarnos en los textos, su estructura, su ritmo, su métrica y sus imágenes. Es útil hacerlo, porque evita hablar de la vida de los poetas, pero a la vez es casi siempre inútil, porque en la poesía moderna, hasta épocas muy recientes, es como si el yo del poema y del autor fuera uno solo; el hablante lírico, o llámese como se llame, era algo así como un portavoz del autor, contaba con una especie de beneplácito silencioso por parte de este, recibía un visto bueno a todas las búsquedas, ideas y emociones que expresaba. Con Parra, no. Con muchos poetas actuales, no. Se ha instalado en la poesía una grieta entre el sujeto y el autor. Una y otra vez el lector se percata de que esto no puede ser lo que piensa, lo que siente el autor... Así como en la narrativa, a partir de Henry James, sabemos que los narradores a menudo son falibles y no fiables, esa misma sospecha, esa misma desconfianza se ha hecho parte, hoy, del bagaje obligado del lector de poesía.

Don Nicanor no está. Conste que yo no soy el que habla.

En esa pieza inaugural de los antipoemas, «Advertencia al lector», se advierte lo siguiente:

Según los doctores de la ley este libro no debiera publicarse: La palabra arco iris no aparece en él en ninguna parte, Menos aún la palabra dolor, La palabra torcuato.

Sillas y mesas sí que figuran a granel, ¡Ataúdes!, ¡útiles de escritorio! Lo que me llena de orgullo Porque, a mi modo de ver, el cielo se está cayendo a pedazos.

Portada de la primera edición de Poemas y antipoemas (1954).

Es mucho lo que podría decirse de esta estrofa. Aquí tenemos, como tantas veces, en Parra, el diálogo con un discurso ajeno: el de las «advertencias al lector» que figuraban antes al inicio de los libros; está el verso libre de tono prosaico y conversacional; está el ataque a los dogmas de la poesía anterior y la necesaria provocación que esto acarrea para críticos y lectores defensores de la lírica dominante; está el cambio temático y lingüístico que propone la antipoesía; y queda registrada también la urgencia de ese cambio (el cielo se está cayendo a pedazos), como si la nueva poesía –la antipoesía– fuese capaz de hacer algo para frenar el apocalipsis, arreglar los problemas de nuestros tiempos.

Quisiera, sin embargo, fijarme en otras cosas. En primer lugar, «Advertencia al lector» pretende ser un manifiesto para la antipoesía: tiene la beligerancia rupturista de los manifiestos de la vanguardia, la exigencia de un cambio abrupto de temas y lenguajes, la necesidad de partir otra vez de cero. Como Huidobro o Borges, Parra estaría argumentando aquí (y en el resto del poema) el porqué del cambio que propone. Basta de poemas del yo adolorido, basta de poemas decorativos, vayamos a lo cotidiano, nos estaría diciendo. Pero ojo, la argumentación se agrieta: «La palabra arco iris no aparece en él en ninguna parte, / Menos aún la palabra dolor, / La palabra torcuato». Dolor se entiende, arco iris se entiende, ¿pero torcuato? ¿Será, como se ha dicho, un insulto de otros tiempos del habla popular chilena: ese hombre es un torcuato, un tonto? En el contexto del poema, da lo mismo; lo que importa es que la ilusión de un argumento racional, coherente, se ha roto. Nicanor Parra, el autor, era por supuesto perfectamente capaz de hablar de los antipoemas con lucidez y sin contradecirse (por si hicieran falta pruebas, hay reflexiones en prosa fascinantes de la época); el que habla en su poema no lo era. No es Nicanor Parra el que habla ni en «Advertencia al lector» ni en los otros antipoemas. Puede ser, a veces, una versión distorsionada, esperpéntica del autor, como un doble mal hecho, que no funciona bien, pero Nicanor Parra no es. Don Nicanor no está.

El sujeto de «Advertencia al lector» se enorgullece porque ha creado su «propio alfabeto», hecho de sillas y mesas, ataúdes y útiles de escritorio. Adiós, metafísica: se trata de una poesía de las cosas. No ideas but in things, diría William Carlos Williams. Metonímicamente, hablar de sillas y mesas es hablar de la vida cotidiana; los útiles de escritorio remiten al mundo de la burocracia, al mundo de la escritura; y los ataúdes, por supuesto, remiten a la muerte, y hay mucha muerte y mucho ataúd en la obra de Nicanor Parra. A través de las cosas, se llega a las ideas.

¿Y a través del teléfono? ¿A qué remite el teléfono en Parra? Porque hay, también, muchos teléfonos en la antipoesía. «Mi peor enemigo fue el teléfono», asevera el sujeto muerto en «Lo que el difunto dijo de sí mismo». Y en «Hombre al agua», otro poema de Versos de salón (1962), un ser desquiciado, harto de hacer el ridículo «escribiendo poemas espantosos / y preparando clases espantosas», argumenta a trompicones su decisión de abandonar el trabajo y regresar a los «lugares sagrados» de su infancia. En cierto momento del poema –que es la escenificación de un momento dramático, en el que el sujeto instruye a un interlocutor anónimo para que explique y excuse su ausencia: «Digan que ando en el sur»; «Digan que estoy enfermo de viruela»–, suena el teléfono y el sujeto estalla:

Atiendan el teléfono ¿Que no oyen el ruido del teléfono? ¡Ese ruido maldito del teléfono Va a terminar volviéndome loco!

El teléfono remite, metonímicamente, al mundo moderno que ha hecho de los sujetos de Parra seres histéricos, neuróticos, incapaces de relacionarse con el otro. Remite a un mundo en que la comunicación falla: de ahí ese Artefacto de antes: el que habla por teléfono (como el que habla en el antipoema) no está, o no está por lo menos del todo, le falta la cabeza, y el interlocutor tampoco está del todo, no se ve (como el que lee un poema)

e intermitentemente se pierde («aló? aló?»). La obra de Parra nos dice: hablar por teléfono es participar en una comunicación fallida, mutilada, frustrada, pero así es nuestro mundo, y así somos.

El máximo protagonismo del teléfono en Parra se encuentra en «La trampa», de la última sección de Poemas y antipoemas (1954), un antipoema en que un yo aspirante a escritor desgrana su soledad y sus fracasos. Más de la mitad del poema se centra en la «trampa», el refugio o catarsis fallido que constituía para el sujeto el teléfono:

Comenzaba a deslizarme automáticamente por una especie de plano inclinado, Como un globo que se desinfla mi alma perdía altura, El instinto de conservación dejaba de funcionar Y privado de mis prejuicios más esenciales Caía fatalmente en la trampa del teléfono Que como un abismo atrae a los objetos que lo rodean Y con manos trémulas marcaba ese número maldito Que aún suelo repetir automáticamente mientras duermo. De incertidumbre y de miseria eran aquellos segundos En que yo, como un esqueleto de pie delante de esa mesa del infierno Cubierta de una cretona amarilla, Esperaba una respuesta desde el otro extremo del mundo, La otra mitad de mi ser prisionera en un hoyo. Esos ruidos entrecortados del teléfono Producían en mí el efecto de las máquinas

perforadoras de los dentistas, Se incrustaban en mi alma como agujas lanzadas desde lo alto Hasta que, llegado el momento preciso, Comenzaba a transpirar y a tartamudear febrilmente. Mi lengua parecida a un beefsteak de ternera Se interponía entre mi ser y mi interlocutora Como esas cortinas negras que nos separan de los muertos. Yo no deseaba sostener esas conversaciones demasiado íntimas Que, sin embargo, yo mismo provocaba en forma torpe Con mi voz anhelante, cargada de electricidad. Sentirme llamado por mi nombre de pila En ese tono de familiaridad forzada Me producía malestares difusos, Perturbaciones locales de angustia que yo procuraba conjurar A través de un método rápido de preguntas y respuestas Creando en ella un estado de efervescencia pseudoerótico Que a la postre venía a repercutir en mí mismo Bajo la forma de incipientes erecciones y de una sensación de fracaso. Entonces me reía a la fuerza cayendo después en un estado de postración mental. Aquellas charlas absurdas se prolongaban algunas horas Hasta que la dueña de la pensión aparecía detrás del biombo

Interrumpiendo bruscamente aquel idilio estúpido, Aquellas contorsiones de postulante al cielo Y aquellas catástrofes tan deprimentes para mi espíritu Que no terminaban completamente con colgar el teléfono Ya que, por lo general, quedábamos comprometidos A vernos al día siguiente en una fuente de soda O en la puerta de una iglesia de cuyo nombre no quiero acordarme.

«La trampa» figura en el lp Poemas y antipoemas que grabó Parra en 1965. Durante varios años tuve, en el contestador de mi teléfono de casa, la voz de Nicanor leyendo «Caía fatalmente en la trampa del teléfono / Que como un abismo atrae a los objetos que lo rodean / Y con manos trémulas marcaba ese número maldito / Que aún suelo repetir automáticamente mientras duermo». Fue todo un éxito. Tengo amigos que aún saben de memoria esos versos. A veces los mensajes que recibía no eran más que una carcajada. En una ocasión, a una telefonista de no sé qué compañía le gustó tanto que todos sus compañeros llamaron para escucharlo y celebrarlo en sus mensajes. En un par de ocasiones me dejó mensajes el propio Nicanor. No sé qué habrá pensado al oír su propia voz desde el otro extremo del mundo. En la primera me decía que me iban a invitar a un homenaje que se le hacía en la Universidad de Harvard. La invitación me llegó, por fax, a la facultad. Era una invitación a un almuerzo; el viaje, el alojamiento y las dietas corrían por mi

Carátula y contracarátula del lp Poemas y antipoemas, de Nicanor Parra (1965)..

cuenta. Nicanor tampoco fue. El segundo mensaje llegó mientras preparaba la edición del primer tomo de sus Obras completas & algo +. Me decía en el mensaje que había salido en la prensa una noticia según la cual él no estaba contento con la introducción que había escrito. —No es cierto —me dijo. Estaba encantado con la introducción; lo que no le había gustado era el prefacio de Harold Bloom.

Me apena enormemente haber perdido ese mensaje cuando cambié de casa.

En sus últimos años de vida, se hacía difícil hablar por teléfono con Nicanor. Oía cada vez peor y lo normal era que el aparato sonara y sonara sin que nadie contestase. Con un interlocutor cada vez más distante, más difuso, el teléfono se convertía de nuevo en el peor de los enemigos.

Recuerdo nuestras últimas conservaciones por teléfono (entre tanto, seguíamos viéndonos en persona casi cada año en mis viajes a Chile). El día antes de la recepción del Premio Cervantes, pasamos la tarde en mi casa en Madrid con Cristóbal Ugarte Parra, el Tololo, que iba a recoger el premio en Alcalá de Henares en representación de su abuelo. Llamé esa noche a Nicanor para decirle que habíamos reunido algunos antipoemas y artefactos que hablaban de Cervantes para la lectura del día siguiente; por teléfono me dictó un nuevo poema, que a la mañana siguiente pasé subrepticiamente al Tololo mientras avanzaba, rodeado de los príncipes y sus guardaespaldas, camino de la ceremonia.

En 2012, estuve en el jurado que otorgó a Nicanor el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda y me pidieron que preparara una antología de su obra. Ya hechos la selección y el prólogo, quedaba pendiente el título del libro y llamé a Nicanor en varias ocasiones, proponiendo, entre otros, dos de los títulos que él había barajado en su momento como alternativas a Poemas y antipoemas: Material de lectura y Pan y agua. Me rechazó cada propuesta con un «Nooooo» alargado, asegurándome que había que plantearse el siguiente asunto: ¿qué nombre le pondría a nuestro libro la Enciclopedia Británica? Después de tres o cuatro llamadas infructuosas que desembocaban en este mismo planteamiento, y cuando ya me veía asediado por las prisas de la editorial, me llegó en un sueño el título: En resumidas cuentas. ¡Eso era, así lo diría la Enciclopedia Británica! Pero no. Nicanor me contestó que de ninguna manera, y menos mal que fue así, porque resulta que era un título ya utilizado para una antología de José Emilio Pacheco. Ese día, no obstante, conseguimos por fin llegar a una decisión. —¿Qué es este libro? —me preguntó. Silencio. Y se respondió a sí mismo—. Es una antología. ¿Cómo la vamos a llamar, entonces? Antología de Nicanor Parra.

Durante las semanas siguientes, sin que yo lo supiera, Nicanor habló con los editores y les propuso el que sería el título definitivo: La antología de Nicanor Parra según Niall Binns. No he conocido un regalo más conmovedor.

Parad los relojes, desconectad el teléfono. —Aló? Aló? Murió el 23 de enero de 2018.

Una tristeza enorme me provoca pensar que hoy y para siempre «Don Nicanor no está». 

This article is from: