Polisemia DESCUBRIMIENTO

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Polisemia2021 Año 3 No. 1



DESCUBRIMIENTO


DIRECTORIO

DIRECCIÓN EDITORIAL Dennise Alcíbar EDICIÓN Dennise Alcíbar Ariadne Alcíbar CORRECCIÓN DE ESTILO Andrés Castellanos


COLABORADORES COLABORADORES COLABORADORES

Nai Roble ale Montero José Luis Machado Tomás vio alliende Ronnie Camacho Barrón angélica Santa Olaya Ramsés Guerrero ana de Lacalle amado Salazar Omar Honey


CONTENiDO


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La Gotera Tomás Vio Alliende

El Secreto Ana de Lacalle

Alegoría del descubrimiento Amado Salazar La Intrusa

El Libro secreto

José Luis Machado

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Profundo Ronnie Camacho B.

Pan de muertos Ramsés Guerrero

Silente Ale Montero

Epifanía Angélica Santa O.

Corporale Rimor Omar Honey

Curiosidad Nai Roble


PROFUNDO Ronnie Camacho Barrón

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esde niño, soñé en convertirme

en biólogo marino, me encantaba pasar horas frente a la playa recogiendo pequeñas conchas, tomando como mascotas a los cangrejos y observando ballenas en el horizonte. Pero mi padre se opuso, dijo que no pagaría mis estudios a menos de que me inscribiera a ingeniería aeroespacial, quería que siguiera sus pasos en la NASA diseñando cohetes. Traté de hacerle entender que el mar era mi vida, por su parte, él aseguró que el océano ya no tenía nada que ofrecernos, que era en el espacio donde se encontraba el futuro de la humanidad. Discutimos por horas, hasta que harto, puso un ultimátum, estudiaba lo que él quería o me iba de casa, escogí la segunda. Fue difícil, pero no me rendí y aunque no pude convertirme en biólogo marino, como buzo del ejército, pude estar tan cerca del mar como siempre quise. Pasaron diez años antes de que me reencontrara con mi padre, fue durante una misión en el triángulo del diablo, después de un despegue fallido, un componente radiactivo se hundió en la zona y era deber de mi unidad recuperarlo. Cuando me vio pensé que se mostraría sorprendido, pero en su lugar, se acerco a mí y me susurro al oído lo siguiente. “Ahora entenderás por que el futuro está en el espacio”, después de eso, se marchó sin más y yo me sumergí. Todo fue normal hasta los novecientos metros, apenas vislumbramos el objetivo,

lo enganchamos con un cable que lo subiría a la superficie, pero cuando estábamos por alar de este, algo sucedió. Un colosal ser blanquecino, con cuerpo de serpiente, rostro de hombre, seis ojos de cabra y un conjunto de cuernos asimilando una corona, apareció ante nosotros. Sin previo aviso, la cosa nos atacó, perdimos a tres elementos antes reaccionar y en venganza, le hicimos retroceder a base de arpones, iracunda, la criatura abrió la boca y nos lanzó un potente gruñido que aún debajo del agua, reventó los tanques de oxígeno, matando a mis compañeros en el acto. Con las pocas fuerzas que me quedaban me aferré al cable y tiré de este con la esperanza de que también me subieran, mi plan funcionó y mientras ascendía, la bestia trató de alcanzarme, pero le disparé una bengala que al impactar uno de sus ojos le hizo volver a la oscuridad del océano. Al llegar a la superficie, mi padre y su equipo me sacaron del agua junto al objetivo, encendieron motores y de inmediato nos fuimos de ahí. Mientras me recuperaba pude ver como todos me miraban consternados, pero no por mi estado, sino porque estaba ahí. Entonces lo entendí, ellos sabían de aquella cosa desde el principio; eso, es la razón por la que exploramos el espacio y nos olvidamos del mar, después de descubrir lo que se encuentra debajo, comenzamos a buscar una ruta de escape.

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PAN DE MUERTOS Ramsés Gurerrero

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o me atrevería a decir que era el mejor pan, ni siquiera el más limpio, pero era la única panadería que me encontraba abierta a las dos de la mañana. Yo tomaba la charola y las pinzas oxidadas, pasaba de plato en plato para observar el pan que me ofrecían, pero siempre parecía ser el mismo. La encargada en cuanto me veía entrar iba y venía con su mandil harinoso, fingiendo acomodar las charolas con la verdadera intención de vigilar mis manos para cerciorarse que no me robara un bolillo. Cuando finalizaba mi selección me acercaba a la caja y desde ahí me embolsaban mis bizcochos, dándoles vueltecillas en el plástico y llenando con cuidado la bolsa de papel. La encargada hacía sonar las fuertes teclas y me entregaba un ticket casi invisible. Y así fue durante años. Hasta que descubrí que el pan era el mismo, y no me refiero a una variedad limitada, en verdad era el mismo. Todo tenía los mismos detalles que el día anterior, el chocolate escurrido de la misma forma, el azúcar igual de brillante, la mosca revoloteando en la misma crema pastelera y los bolillos igual de tostados. Hasta yo era el mismo, llevaba siempre el mismo producto, las uñas de la tendera eran siempre azules y su peineta siempre café. La madrugada del siguiente día, la panadería estaba cerrada, en su lugar había un muro que marcaba la clausura de una cortina de acero. Me costó mucho aceptarlo, a la fecha no lo creo del todo, porque recuerdo haber comido ese pan con leche, café o té, recuerdo que tenía un sabor y aunque estaba ligeramente duro por fuera su interior era suave. Solo encuentro una solución a ese rompecabezas de merienda: comí pan de muertos.

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SILENTE Ale Montero

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ra un espacio multidimensional, oscuro, postapocalíptico. Flotaba en aquel negro cosmos. ¿Este universo era astronómico o microscópico? Tal vez me desplazaba dentro de un átomo. Vi una puerta en medio de la nada. Me acerqué flotando con lentitud. De la mirilla se escapaba un penetrante resplandor. Observé por ahí. Quedé inmóvil. Me vi observándome por la mirilla. Mi yo alterno exploraba el interior de una casa. Identifiqué la época de mi vida que estaba mirando. Un sujeto apuntó en la nuca de mi yo alterno con una pistola. Grité desgarradoramente golpeando la puerta; las punzadas de mi desesperación se manifestaban de manera impetuosa en mi estómago y brazos. Se escuchó un disparo escalofriante. Un refulgente destello cegó mi vista. La puerta desapareció. Desde entonces permanezco flotando en este silente universo por toda la eternidad.

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LA GOTERA Tomás Vio Alliende

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levaba noches sin dormir. La gotera de la tina no dejaba de sonar. Había tratado de detenerla de muchas formas, pero era imposible. Llamé al conserje y no pudo con ella. El vecino del 315 tampoco. Parecía que el baño iba a estallar en cualquier momento. Dejé de usarlo. Lo clausuré por semanas. El ruido siguió de manera constante. Un día no soporté más y llamé al conserje y al vecino del 315. Abrimos la puerta y una criatura acuática, una especie de anfibio gigante, se asomó por la bañera. De su boca dentada salía baba, mucha baba.

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EL SECRETO Ana de Lacalle

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urante mi infancia, cada jornada me gratificaba con alguna novedad: desde descubrir, tras una paciente observación, la existencia cooperativa de las hormigas, hasta apercibirme de que había personas incapaces de reírse. Este último hecho producía en mí cierta desazón porque deseaba, impulsada por una curiosidad ingenua, comprender qué distancia había entre el regocijo y la seriedad. Intrigada por este afer, un día en el que mi hermana se hallaba cómodamente repanchingada en el sofá, sin ocuparse aparentemente en nada, le espeté: - Nora, ¿tú de qué color ves al primo Víctor? Mi hermana hizo una mueca estupefacta que se tornó en desdeño, y me ignoró. Yo, algo compungida, volví a exigirle una respuesta; lo cual provocó su respuesta airada: “¿Qué bobada es esa? Veo al primo de distintos colores, depende de la ropa que lleve, ¿no te parece?” La respuesta no me satisfizo en absoluto y me reafirmé aclarándole que las personas varían de color según el grado de relación próxima o no que tenemos con ellos, y que hiciera el favor de responder a mi pregunta. Nora, incipientemente inquieta y preocupada, debido a la retahíla incomprensible que le había enjaretado, se apercibió de que mi indignación respondía a algo fundamental para mí. Así que se viró el turno y me preguntó: “Aida, ¿de verdad que ves a las personas de colores?” Ante su pregunta conciliadora me sentí algo avergonzada y tímidamente susurré que sí. Mi hermana con decisión y firmeza cogió el ordenador que tenía en la mesa lateral del sofá, y se dispuso a rebuscar qué tipo de patología era esa. Tras minutos, que fueron infinitos para mí, motivo por el que me fui agazapando progresivamente en un recodo del comedor,

me dijo: “Aida, no todo el mundo ve a las personas de colores, lo que te pasa es que eres sinestésica”. Asentí y fui a refugiarme azorada a mi habitación. No sabía qué significaba esa palabreja; ni si me había insultado o me estaba diciendo que tenía una tara. Así es que no volví a hacer comentario alguno, a nadie, sobre la gama cromática que iban adquiriendo las personas con el transcurrir del tiempo. Cuando contaba con doce años, me armé de coraje y decidí que si mi hermana, hacía años, había sido capaz de encontrar en el buscador de internet ese término, que parecía describir eso que me pasaba, yo también. Tras introducir la palabra sinestesia se abrió un nuevo mundo para mí, una manera distinta de percibirme. Ahora ya no sentía ni vergüenza, ni culpa, sino que me afané en detectar todas las habilidades perceptivas que me proporcionaba esa peculiaridad que me hacía diferente, aprendiendo, además, que cada persona es única e irrepetible. Descubrí que era una persona especial y que, ante la ignorancia de la mayoría, ese sería mi gran secreto y descubrimiento.

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ALEGORÍA DEL DESCUBRIMIENTO Amado Salazar

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ací en esta cueva hace décadas y, al igual que los otros, jamás he puesto un pie afuera. Los más viejos no saben de dónde venimos. Dicen que sus ancestros, si lo sabían, eligieron privarnos de su conocimiento. Tal vez por vergüenza, tal vez por compasión. Puede que incluso ambas, si hemos de creer a los heresiarcas. Yo sospecho que simplemente lo olvidaron. O quizás se refugiaron aquí precisamente para evadirse del acoso de su memoria. No lo sé. Nadie puede saberlo. Pero eso es lo que yo creo y otros lo creen conmigo. Eso nos basta por ahora. No nos inquieta el desconocimiento de nuestros orígenes; tampoco anhelamos su esclarecimiento: de poco nos serviría ya. Pese a ello vivimos pacíficamente, tanto como la oscuridad nos lo permite. Sobrevivimos a base de escrupulosa frugalidad. No somos felices, pero tampoco conocemos la desgracia. Jamás hemos visto la luz y no la codiciamos, aunque a veces, muy excepcionalmente, soñemos con ella. He oído que algunos despertaron ciegos tras soñar con una ráfaga de destellos. Pero sólo son rumores. Nada más que vanos rumores. Nuestro día a día es monótono. Asistimos a nuestra rutina con vigilante meticulosidad; quizás para no aburrirnos, quizás para darle sentido al aburrimiento. Por eso es comprensible que la especulación filosófica merezca nuestro mayor entusiasmo. También sabemos apreciar una buena historia, aunque lamentablemente sólo conservemos un puñado de éstas y todas enfadosamente similares.

Esta es una de ellas: Hace siglos uno de nuestros mejores sofistas promovió el culto del laberinto, hoy extinto. Para aquel filósofo, nuestra caverna no era sino un laberinto por el que debíamos errar hasta merecer la liberación. «El laberinto —sostenía— es una quimera infinita, pero vulnerable a las armas de la razón. El día que consigamos domesticar nuestros pensamientos, caerá su reino de tinieblas y un mundo nuevo se abrirá a nuestros corazones.» Sin embargo, cuenta la leyenda —sin que pueda comprobarse o desmentirse—, que cuando aquel sabio conquistó los confines de nuestra gruta, el pretendido laberinto, enloqueció irremediablemente. Allí donde debía encontrarse la salida, no halló más que la embocadura hacia otra caverna, aún más inmensa que la anterior.

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LA INTRUSA

EL LIBRO SECRETO José Luis Machado

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a intrusa se quedó escondida en un baño del fondo, hasta que cesaron todos los ruidos del lugar. Buscó entonces la tarjeta, y abrió la puerta de la vitrina de las primeras ediciones. Encendió una linterna y se paró frente al gran libro que guardaba el secreto de los fundadores, y que tenía los nombres de todos los personajes que participaban en los ritos orgiásticos de fines del siglo XIX. La intrusa extendió las manos y acarició las letras de los nombres que sobresalían del papel. Cada nombre que tocaba emitía un murmullo, un llamado primitivo y sexual, hasta que de pronto una voz clara dijo: -¡Atrévete! ¡Escribe tu nombre! Así lo hizo y las letras comenzaron a convertirse en las personas que sus dedos tocaban y cobraron movimiento y fueron apareciendo en la sala. Comenzó la orgía, y los libros en los vértices de los estantes se encendían como pequeños fanales. Ante la intrusa, los personajes del libro iban postrándose en agradecimiento. Así la amaron y la gozaron uno a uno, las mujeres y los hombres. Antes del amanecer, como era costumbre, tacharon el nombre del más viejo de todos, para que la intrusa pudiera ocupar su lugar. Y así se hizo. Doña Teresa Saavedra de Moncada, sería esta vez la encargada de volver a cerrar el libro para vivir sus últimos años en el Montevideo del siglo XXI.

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EPIFANÍA Angélica Santa Olaya

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ra tan hermoso que decidió vigilarlo para que no se fuera. Se sentó en una piedra y no le quitó los ojos de encima ni un solo segundo. Ese día no comió, ni bebió ni se preocupó de resguardarse para calmar el calor. De pronto, el sol, aburrido de sentirse observado, corrió a esconderse en el único lugar donde no podría ser visto por el hombre; dentro de él. El hombre, inundado de luz, encegueció. Entonces vino la noche y ambos, hombre y sol, pudieron descansar. Al día siguiente el hombre sabía que, aún ciego, no estaba solo.

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CORPORALE RIMOR Omar Honey

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ntes de llegar a los quinientos kilos decidí ser el Cristóbal Colón de mi propio cuerpo. Desde niño nunca pude apreciar las exquisiteces de mi espalda y mucho menos las beldades de mis glúteos. Trajeron y dispusieron espejos a mi alrededor para poder contemplarme pero lo que vi no me satisfizo. Con razón Borges dice que los espejos tienen algo de monstruosos. Artistas llegaron de cualquier rincón del orbe e hicieron pinturas, acuarelas y estatuas con el fin de congraciarse conmigo. Pensaron, patéticas y difuntas personas, tener una vida asegurada si lograban convencerme que esas representaciones eran fieles a la geografía oculta de mi cuerpo. No les creí. Todas eran burdas ilusiones, metáforas táctiles o simulaciones de mi superior forma y superficie. Así que llegué a una conclusión: sólo creería lo que vean mis ojos sin artificios de por medio. Así que solté a mis sabuesos humanos para que recorrieran hasta el último rincón del planeta. Ofrecí premios que comprarían un reino a quien tuviera la respuesta a mi exigencia. Nuevamente llegaron merolicos desde cualquier lugar. La enorme mayoría terminó ahorcada con sus propias lenguas. A los restantes, un día de buen humor, sólo les mutilé manos o pies. Finalmente, del extremo más remoto de un imperio en oriente, el último de los sabuesos, mi Percival, llegó con un anciano enjunto cuya tez era de un tono broncíneo. Según me informaron, antes de su arribo, llegaba por fin la última esperanza. Encerré en una mazmorra a mi

sabueso por si su hallazgo era una mentira más. Luego dejé que el anciano se aproximara al lecho que es mi trono. Tras su reverencia le pregunté: —Sabes lo que exijo como lo que doy a cambio. Y las consecuencias si fallas. Con la voz tan delgada como un petirrojo el anciano respondió: —Si, Excelencia. Sólo tengo una demanda. Ninguno había tenido tal actitud en mi presencia. Menos habían empleado esa maldita palabra. Con esfuerzo me tragué la orden de ejecutarlo. —¿Y cuál es? —susurré. —Si resulta, tendrá que cuidarse de ellos —señaló a la corte que murmuraba a su alrededor—. ¡Ah! Necesitaré voluntarios para que Su Excelencia no corra riesgos. Intrigado di mi anuencia. El anciano ocupó el área del palacio designada para tales menesteres. Desde sus tierras hizo llegar diversas substancia y aparatos. Las decenas de voluntarios los seleccione entre las personas de mi inmensa corte. Un mes tardó en mostrar el resultado. Al ver su obra, quedé convencido y me puse a su disposición. Ahora, por fin, he recorrido con mis propios ojos los más profundos campos y extensiones de mi cuerpo. He mirado detrás y debajo de mí: me conozco. Recompensé al anciano permitiendo que se retirara en paz a su país. Exterminé a los voluntarios porque debo ser único y especial. Con mis ojos, colocados al extremo de flexibles y largos tubos, puedo admirarme a toda hora. Y también han servido para descubrir a aquellos que siempre se burlaron a mis espaldas.

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CURIOSIDAD Nai Roble

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“¿Cómo acabaste aquí?” me preguntó, me encogí de hombros y susurré “quería ver lo que había detrás”.

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