Polisemia EDICIÓN AGOSTO-SEPTIEMBRE 2020
Gatos
dirección editorial corrección de estilo autores en redes sociales
Dennise Alcíbar Andrés Castellanos Ariadne Alcíbar Carlos E. Saldívar Juan Patarroyo Jorge J. Barriga Eliana Soza Luis Muñoz David Galicia Juan Jesús Martínez Brian Ríos Patricia Rivas M. Patricia Martín Rivas Ronnie Camacho B. Tania Huerta
Colaboradores Ángela Escobar Mónica Castro Lara Manuel Serrano Luis Eduardo Alcántara Priscila Tenesaca Ana de Lacalle Ramsés Guerrero Angélica Santa Olaya Ajedsus
CON T E N I DO
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DEDICATORIA
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ALUCINACIONES
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PLANTEAMIENtos
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instinto felino
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confesiones de medianoche
ร ngela Escobar
AJEDSUS
Mรณnica Castro Lara
Luis Eduardo Alcรกntara
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cosita scarlett
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el morroño transparente
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SIETE ESTADÍAS DE CABEZA
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gatos y arena
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el salvador
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el príncipe destronado
Miriam Guevara García
Ana de Lacalle
Priscila Tenesaca
Ramsés Guerrero
Angélica Santa Olaya
Manuel Serrano
EN memoria de todos ellos
ALUCINACIONES
Ángela Escobar
Una rata se dejó capturar por el gato igual que un zombie fue en búsqueda de su verdugo. La rata se había convertido en marioneta de los parásitos que vivían en su cerebro. La cadena microscópica apenas comenzaba su ciclo. Tiempo después el viejo ansiaba matar al gato. Sentía que el animal lo observaba. Los comportamientos extraños empezaron con los rasguños intensos que le propiciaba el animal hasta hacerlo sangrar. Le clavaba los colmillos filosos con tal odio que el viejo llegó a azotarlo contra la pared. El felino tiraba todo lo que tenía en la casa, una vez intentó ahorcarlo con su cola mientras dormía. El gato lo torturaba todas las madrugadas con los maullidos agudos y los arañazos constantes en la puerta de su cuarto. El viejo cada vez dormía menos, por ello intentó en repetidas ocasiones ahorcar al animal sin poder lograrlo. Los maullidos se habían clavado en su cabeza de tal forma que le provocaban constantes migrañas. El minino le había contagiado toxoplasmosis a través de sus heces. Las condiciones de limpieza en la casa del viejo eran deplorables. El parásito vivía en el cerebro del anciano provocándole pensamientos esquizofrénicos. Él buscó al gato para cumplir su deseo. No pudo. El animal y la infección dominaban al viejo convirtiéndolo en un títere. Demostrando así que en el mundo microscópico se encuentran los verdaderos dueños del Universo. El viejo murió de esquizofrenia y el gato vagó por las calles hasta que encontró otra familia cariñosa.
PLANTEAMIENTOS
AJEDSUS
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—¿Por qué ustedes se complican tanto la vida?—Preguntó el pequeño gato, mientras se lamia una de sus patitas. El chico se mantuvo sentado en el pasto y dudó por un momento la respuesta. Al cabo de unos segundos respondió. —Nos hemos enfocado a buscarle significado a cada una de las cosas que nos rodean y de volver nuestra existencia un vaivén de acciones que nos convierten en algo en esta sociedad. Lo que hagas hoy, será el fin de tu mañana. Todos somos artífices de nuestros destinos. El gato observó detenidamente a su amo. Trató de asimilar cada una de las palabras. —¿Por qué preocuparse por un destino? ¿No pueden dejar que todo suceda mágicamente por acción del azar? A nosotros los gatos nos gusta disfrutar de la vida, de sus riesgos y recompensas. Hoy me podré arriesgar para escalar aquel muro y escapar de casa. Tal vez mañana me salve de que un perro me atrape desprevenido en la calle. Yo no desearé fijarme un destino, si no más bien forjar un camino que me haga feliz y me mantenga vivo . No buscamos los porqués de las cosas... solamente pasan. El chico se carcajeó. Más allá de hablar con su mascota, él disfrutaba de los puntos de vista filosóficos de su amigo. Era agradable ver al mundo desde otra perspectiva. Se acercó al gato y lo abrazó. El pequeño gato negro empezó a ronronear y movió su cola de forma amigable.
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—Es muy agradable pasar tiempo contigo mi querido y peludo amigo. A veces hace falta ver las cosas de manera más minimalista. Como tú dices, nosotros los humanos nos complicamos mucho la vida dándole un significado a cada una de las cosas. Tal vez un día salte un muro contigo sin pensar en las consecuencias de un mañana. ¿Qué es lo peor que podría suceder?—Dijo el joven animado. —Me alegra escuchar eso amigo. Un día de estos te invitaré a cazar unas palomas en el parque. Es muy divertido atrapar a esas condenadas ratas emplumadas… —Seguramente… Sería fantástico. Los dos amigos se rieron. Disfrutaban del tiempo que pasaban juntos. El gato vivía sus días sin percatarse de los peligros que podía encontrarse. Solamente el instinto lo salvaría. Al menos podría valerse de cada una de sus nueve vidas, condición que su querido compañero... no lograría. La tarde avanzaba y los minutos pasaban. El joven se haría viejo y el gato reencarnaría sucesivamente, hasta agotar sus oportunidades. Mientras el humano se vale de una sola vida, la estructura demasiado, para lograr construirla de la manera más adecuada. Para así hacer de esa oportunidad, la rampa para un mejor mañana. Tal vez siempre se necesitaría de la valentía de un gato, para explorar las infinitas posibilidades ante un destino incierto lleno de sorpresas y gatunas ocurrencias.
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instinto felino
Mรณnica Castro Lara
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Parecía un cuadro del mismísimo Pollock, una estética perfecta. Casi todo en la sala quedó salpicado de sangre; vasos, botellas de cervezas y un cojín agujerado. Eran solo seis personas, nunca imaginé que nueve balazos armarían tanto desastre. ¿Nueve balazos, se preguntan? Pues bien, a Érika mi vecina tuve que darle tres, por ser la dueña de la casa y porque –con toda franqueza- era la que más quería que sufriera. Le di dos en la pierna y uno en la frente, mientras apanicada, rogaba misericordia. Aún con los audífonos puestos, alcanzaba escuchar algo de reggaetón pero, decidí ignorarlo y subir el volumen a ‘I Love You Always Forever’ de Donna Lewis, una canción que desentonaba con los placenteros asesinatos que cometí. Mientras atravesaba el estacionamiento del condominio rumbo a mi casa, vi a Mittens esperándome en la jardinera. No sabía cómo reaccionaría al verme tan agitada y rociada de sangre pero por fortuna, su ronroneo me reveló que esa noche lograríamos por fin dormir. Bien me advirtió mi madre que si optaba por darle de comer, no se iría nunca. Y aquí está, siete años después, dejando sus finos pelos avellana en lugares peculiares: el teléfono, la estantería de la cocina, la orquídea del estudio, en mi nariz. Me gusta creer que de esa forma, va adueñándose poco a poco de los treinta y cuatro rincones de esta casa y de mis sesenta y ocho kilos. Mittens, su nombre oficial; Mimis, su alter ego. Es bellísima: sus ojitos verdes, su naricita rosada con un diminuto lunar, sus extensos y blancos bigotes y sus regordetas patitas delanteras; una gata encantadora y hasta seductora, me atrevo a decir. Come sólo cuando está acompañada, toda ella vibra cuando acaricias su mentón, es traidora y violenta cuando debe serlo.
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Otra gran particularidad de esta mística gata: no deja pájaros o ratones muertos en el patio como el gato común. No. Mimis trae armas blancas: cuchillos, navajas, puños de acero, incluso pedazos de vidrios. Comenzó a hacerlo hace un par de meses pero, nunca lo conté porque estaba empeñada en descifrar tan anormal situación. Hasta ahora, no había encontrado una respuesta coherente. Ocho meses ya desde que Mittens y yo no dormimos. Karaokes, fiestas, reggaetón, peleas escandalosas, un sello característico de la vecina de enfrente. Enardezco noche tras noche y Mittens lo sabe y por supuesto lo resiente; ya no es capaz de absorber tanta energía negativa y no hay sueño al cual velar conmigo a un lado, revolcándome en mi propia furia. He intentado reubicar mi habitación, incluso cambiarme de casa, todo sin éxito. Pero para mi suerte, Mimis dejó una pistola de 9mm en el patio, lo que parece ser la salida más fácil ante tanta iniquidad. No resulta tan complicado asumirse una mujer violenta cuando se tiene una pistola entre las manos. Miro a Mimis de reojo y alcanzo a ver cómo su cola se agita, anunciando el inicio de una interesante cacería.
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CONFESIONES DE MEDIANOCHE
Luis Eduardo Alcรกntara
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Nos llaman los Gatos del Centro Histórico. Vivimos escondidos en edificios famosos, esos que la población considera monumentos. Nadie sabe cómo llegamos aquí, pero eso no importa. Tampoco importan los comentarios negativos acerca de que nos creemos mucho, a diferencia de nuestros compañeros humildes que habitan vecindades, también dentro de la misma zona. Por lo regular salimos de noche, cuando las horas de visita han expirado y los empleados ya cumplieron la jornada de rigor. Subsistimos de lo que logramos cazar, también del alimento que la gente comprensiva deja esparcido en diferentes puntos del inmueble. Nuestra misión consiste en ahuyentar plagas incómodas para la especie humana, como es el caso de cucarachas, fantasmas errabundos, y por supuesto, roedores. En Catedral existen variados ejemplos de esos tres grupos, lo mismo en el edificio del Ayuntamiento, el Palacio de Minería y hasta en Correos. Yo vivo en el Museo del Estanquillo. Por la noche he llegado a toparme con el fantasma del escritor que donó las colecciones que alberga el sitio. Le observo deambular arrobado de un piso a otro, mirando las fotografías que con tanto trabajo logró juntar durante décadas, lo mismo carteles, libros y muchísimos otros objetos, como revistas. A cada vistazo el hombre denota signos de profunda satisfacción. Si por casualidad quedamos de frente, a veces me acaricia con sus manos yertas. Con él no tengo problema, permito que lo haga, inclusive, ronroneo satisfecho, lleno de melosa complicidad, con la piel erizada desde la punta de la cola hasta el último de los bigotes, como acostumbraba hacerlo antes, hace casi medio siglo, cuando aún gozaba de mi última vida.
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cosita scarlett Miriam Guevara GarcĂa
Se lo había advertido, pero era corta de entendimiento. Se quedó con esa conclusión pueril de que todos los gatos somos teléfonos. “Según Cortázar”—me decía y me lo repetía una y otra vez como una autómata—. Grave error. Somos mucho más que eso. Por eso jamás nos entienden. Siempre había sido yo quien terminaba sacrificando los pelos por ella. Cuando fui su guía en el antiguo Egipto, acabé en la hoguera: —Perdóname, sabes que he cometido algunos crímenes, los humanos me parecen despreciables, no me arrepiento por eso, pero ahora que te vas a quedar sola... siento culpa por eso.—Y se echó a llorar. No sabía si sentir compasión o reclamarle su estúpida imprudencia. Era evidente que no la dejaría sola. Antes de venir a Egipto habíamos hecho un pacto. Quiero decir, antes de hacerla mi humana y venir juntas por primera vez a la tierra. Mi alma le había prometido ser su guía y enseñarle sobre el amor incondicional, y la de ella, con su aprendizaje, ayudaría a la mía a evolucionar hacia otras encarnaciones. Dependíamos la una de la otra, por eso me lancé sobre ella apenas la vi arder en las llamas. Y el fin trágico se repitió en otras vidas en Polonia, Rusia, Haití, China, etc., solo que elegí otros desenlaces: despanzurrada en la pista, mordida por un asqueroso perro, despedazada en la lavadora, tomando veneno… Mi destino había sido, hasta hoy, seguir devotamente a mi humana en su peregrinación por el infierno. Y todo por una razón: ella evitaba mi mirada. Porque los gatos no somos teléfonos, somos oráculos, y hay quienes temen ver su verdad revelada en nuestros ojos.
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En nuestra última vida en Perú, logré lo imposible. La primera vez que me miró, mis ojos se transformaron en zarzas con demonios llamándola desde adentro. Se asustó y despegó la vista. ¡Qué bueno!, eso solo confirmaba que ya no le gustaba el infierno. La segunda vez, le mostré el cielo: pronto su alma empezó a flotar, y en el aire, reconoció la mía y se abrazaron como una sola. Mimi, mi humana, ¡por fin!, había aprendido a amar. —¡Ya podemos dar el siguiente paso!— le dije al Mago de los Cielos. Y él me envió, esa misma noche, un ataque al corazón mientras dormía. Un deceso tranquilo a mis 18 años felinos. Por primera vez, en todas sus vidas, mi humana lloraba la muerte de alguien. No quería volver a tener gatos. Pasaron un año, dos. Ante el abatimiento, estaba decidida a pisar nuevamente el hades. Sin embargo, una noticia la salvó: —Puje, señora, ¡ya falta poco! Había salido embarazada. —¡Es una niña, mire! Lanzó un grito de angustia sintiendo, por primera vez, el dolor de todos sus muertos. De pronto escuchó mi voz en el llanto de la bebé. Y ya entre sus brazos, busqué sus ojos, y mirándola hondamente, le susurré: —Soy yo, ¡pero no digas nada!
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el morroĂąo transparente Ana de Lacalle
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Su pelaje tozudamente azabache le permitía transitar sin obstáculo, como si fuese transparente, en esa oscuridad nocturna por la que se deslizaba cual felino receloso. En un pueblo urbanizado con casas unifamiliares y de escasa altura, el micho se infiltraba por las chimeneas vulnerando la intimidad de sus habitantes. Mas, merced a esa reprobable y gatuna actitud, sucedió que hallándose en un lugar que no le pertenecía, la fortuna lo ubicó en el momento y el sitio apropiados. Los quejidos emitidos por una vocecita aguda que iban revirtiendo en alaridos angustiosos, antes que provocar su espanto, le indujeron a rebuscar de dónde procedían, y qué tipo de ser profería, esos quebradizos bramidos. Así es que, con la elegancia natural que le caracterizaba, el lomo elevado, las patas desplazándose juntitas y las uñas en posición defensiva, fue sigilosamente adentrándose en los habitáculos que salían a su paso orientándose hacia el punto de origen de aquel clamor desgarrador. Cuando los gritos que habían atraído su curiosidad se intensificaron, tuvo que hacer un requiebro ágil y rápido para esquivar un objeto que salió expelido de una de las habitaciones. Tras ese sobresalto -nunca mejor dicho- la postura defensiva del gato adquirió una ambigüedad entre el ataque y la protección. Pero haciendo alarde de un coraje que ya ha quedado de manifiesto en cuanto hemos relatado, se adentró en la habitación observando una escena espeluznante, incluso para esa sensibilidad felina hacia lo ajeno: un humano provisto de una correa con pinchos perseguía y azotaba a un pequeño con aspecto salvaje que era, como no podía ser de otra manera, el protagonista de esos bramidos aterrados.
Sin titubear ni un segundo, el morrongo se alzó por encima de una mesa que le sirvió de trampolín para aterrizar en la cabeza de ese agresor -según la percepción del animal, claro- aferrándose como una lapa a la cabeza y la cabellera; lo cual propició que ipso facto el humano energúmeno soltara la correa y se afanara en desprenderse de ese animalejo que sin saber de dónde había salido estaba sangrándole el rostro y descabellándolo sin piedad. El niño, aturdido y apaleado aprovechó esa tregua para huir despavorido corriendo y desplazándose, como si de un gesto de agradecimiento se tratase para su liberador, a cuatro patas, con una velocidad impropia de un humano. Mientras el valeroso felino, que se había mantenido agazapado el tiempo suficiente para garantizar la huida del infante, se desprendió del monstruo humanoide para escabullirse rápidamente y abandonar aquella casa que había resultado ser un antro de terror. Al día siguiente en los noticieros se decía: “Un niño salvaje, encerrado desde su nacimiento en una habitación, consigue huir espectacularmente de su verdugo. Es hallado malherido por unos vecinos de la zona que se vieron forzados a defenderse de la víctima para poder neutralizarla, como si de un gato enloquecido se tratase”
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Priscila Tenesaca
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siete estadĂas de cabeza
En el día zoomorfo y en la noche humanoide. Mi evolución depende de las travesuras que guardo en mi mente, una cajita de sorpresas y anagramas (gracias a que leí hasta las instrucciones de cómo hacer sopa de sambo). Como todo origen, mi forma natural es la de un niño, pero no cualquier niño, soy un niño gato. Mi nombre es Filpo. Mi difunta dueña me bautizó de esa forma en honor a su libro de preescolar. Creo que mi signo zodiacal puede caracterizarme mucho mejor, soy virginiano. Para los no esotéricos, puedo ser un perfeccionista de alcurnia o tan solo parecerme a Charlie Brown. Bueno, desde que ella murió, yo me trasladé a la ciudad. Sin embargo, extraño el olor a ruda y floripondio del campo. Con afán de aventurero me sucumbo entre las callejas citadinas. Habito en un pequeño desván de color púrpura y olor a incienso. Acostumbrado a la vida de un durmiente, creí ser clarividente y amotinador de premoniciones, y ahora ando en busca del significado de los sueños, mientras, aprendo a leer el tarot. Desde la noche del 13 de marzo, varios enigmas con espasmos cadavéricos recorren mi suite. Llegan, me estrangulan e ipso facto se van. Aunque uno de ellos me susurró al oído: ¿Eres un locuaz de Babilonia o un simple gato? Entre quejidos, sentí responder: ¡Un cazafantasmas!, ¡largo de aquí, rufián! Por eso, desafío su tentación y busco encerrar a esos espectros en botecitos de mermelada, porque el dulce empalaga y mata. Al no cumplir con ello, mi peor pesadilla se hará realidad, viviré en un mundo invertido, donde la luna cae y se hace pedazos. Además, yo caminaré al revés y seré un gato para siempre, sin mis artimañas camaleónicas, ¡terrible!, del miedo, tengo ganas de vomitar. Pensándolo bien, debería aceptar ser polución y cadáver. Para iniciar con la cacería, no basta solo con dormir. Hoy tengo aspiraciones profanas, la muerte ayuda. Entonces, cierro los ojos, hago espirales en una hoja en blanco e invoco a un muerto querido. Claro, será Alondra, mi dueña. Ella me sirve de guía, abre un portal y traza un camino con esporas y hojas de pera, para iniciar con la captura de los devora sueños. Tengo miedo, pero estoy enojado. Atacaré a cada espécimen austero, que reposan escondidos entre péndulos y hojalatas. Un paso en falso me costará siete vidas de cabeza, sin luna que me acompañe a jugar entre los tótems.
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gatos y arena
RamsĂŠs Guerrero
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A Cuco, que sin ser gato me acompañó fiel en la infancia.
La reciente muerte de Kuko, mi gato, me hizo recordar las tardes en que mi abuelo me narraba historias felinas. Yo era un niño pequeño, fácil de engatusar con cuentos que explicaran cosas que no entendía. Me decía, por ejemplo, que los gatos fueron en realidad saquitos llenos de arena que habían sido dotados de vida para liberar a los egipcios de la soledad que el desierto les provocaba. “Yo no sé cómo les insuflaron vida, quizá por la gracia de los dioses o por algún sacerdote hábil, pero no en vano eran animal sagrado”. Argumentaba que los gatos tenían vestigios de arena en su vientre y en su escurridiza cadencia “Porque no hay nada más ligero que la arena disipándose en el horizonte, porque no hay nada más hermoso que el andar de un gato en el filo de la ventana”. Que fueran de arena explicaba su aversión por mojarse, su material primigenio los alejaba del agua porque temían comprimirse; de paso explicaba que acudieran al arenero, pues les gustaba que todo regresara a su origen. Según mi abuelo los gatos sabían hablar perfectamente, conocían secretos que principiaban hace miles de años atrás, tenían el saber de los padres de sus padres, tenían el conocimiento de tantos años conviviendo con la humanidad. “Los gatos saben de política, las peleas de techo son rencillas ideológicas, discusiones de madrugada que nunca acaban”, explicaba así las peleas de gatos no como una salvajada animal, sino como un choque de ideas. Los gatos de sofá naturalmente provienen de castas privilegiadas y juzgan desde el privilegio, mientras que los gatos de techo que te esparcen la basura en el patio por un atún a medio acabar, saben de carencia y ansían una sociedad felina más igualitaria. “Gato de techo o de sillón, de todas las mascotas es la mejor”, finalizaba. Atónito lo escuchaba decirme que habían convivido tanto con nosotros que sabían sobre nuestro gusto por el cariño incierto y a ratos, “son tan astutos que saben que nos fascina su manera sofisticada de ser”. Me contaba que los gatos regalaban hojas, pájaros, monedas o ratones porque saben que somos amantes de las sorpresas, “esos pequeños regalos que ahora te pueden parecer banales, fueron quizá las plumas de un pavorreal en otros tiempos, una moneda con la cara del césar o el alimento para sobrevivir un día más”.
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A los gatos les gusta la literatura, la música y la elegancia “¿No los has visto junto a las estrellas, mijo?” me preguntaba mientras me enseñaba fotos de celebridades acompañadas de sus gatos. Mi parte favorita era la manera en que explicaba su muerte “los gatos no se mueren, se aburren de nosotros y vuelven a ser arena del desierto”. Me impactaban tanto los relatos de mi abuelo que acosaba a los pobres felinos para encontrarlos argumentando contra la república o contándose los secretos de zares, reyes, emperadores y ministros. Les tocaba el vientre para hallar la arena egipcia que heredaron de sus antepasados, pero nunca encontré nada. Hasta que crecí lo suficiente para entender que los gatos sangran y se pudren como cualquier ser vivo. Cuando Kuko murió y tomé su cadáver entre mis brazos, su cabecita negra y sin vida se venció por la gravedad, dejando caer un hilito de extraño líquido amarillo. De cara a la muerte deseaba con vehemencia ser niño otra vez, para que me dijeran que Kuko se había fugado al desierto para volver a ser arena del desierto.
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el salvador
AngĂŠlica Santa Olaya
Eva cortaba florecitas en el paraíso cuando su tripa comenzó a rugir. A su lado, un árbol grande y frondoso, lleno de manzanas, se agitó con el viento. La serpiente, enredada entre la fronda, se dispuso a arrojar las venenosas palabras. Pero el tarascazo de una garra la sorprendió impidiendo la tragedia. Desde la cima del árbol, un gato sonreía con la sierpe entre las fauces. El gato, inteligente como suelen ser los gatos, sabía que ese no era el paraíso prometido sino Cheshire, y que Eva, no era la costilla de un hombre sino una hermosa loca que sabía muy bien a donde quería llegar. Desde entonces, Eva y sus descendientes vagan desnudas, sin vergüenza, por el mundo.
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EL PRÍNCIPE DESTRONADO
Manuel Serrano
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Me llamo Pinki. Me lo puso Laura. Soy un gato callejero. Era el príncipe de la casa hasta que apareció él. Cierto día llegó un objeto extraño. Lo trajeron tapado con un trapo negro. Yo oía algunos ruidos metálicos. No pude apartar los ojos y cuando lo destaparon no era ni más ni menos que una enorme jaula con un pájaro dentro. ¡Qué alegría! Un pájaro. Un manjar. Toda corrieron a decirle tonterías al pajarito que ya imaginaba en mi tripa. Me fueron dando de lado. No querían que me acercara al bicho alado, a Piolín. Se pasaban horas diciéndoles cosas para que las repitiera y cuando le salía algún ruidito, enseguida decía, “ha dicho papá”, “no, ha dicho mamá”. Y yo desde el sillón solo. Después del entrenamiento vocal, pasaron al de vuelo. Lo sacaban y querían que fuera con ellos, que les diera besitos y chorradas de esas. A mí me mandaban fuera. ¿Quizá porque el primer día casi lo engancho? Yo estaba triste. Solo me hacía caso Laura por la noche, cuando le ponían el trapo al pajarraco. Ayer toda la familia salió y dejaron a Piolín suelto en el comedor y a mí, en la cocina. Cantaba feliz. Me ponía nervioso sus trinos. Sin dudarlo me lancé contra el picaporte y, ¡oh milagro!, se abrió. Solo me faltaba abrir la puerta del comedor. Di dos saltos y conseguí flanquear la puerta. En cuanto el amarillo me vio presintió algo. Me miraba y piaba. De miedo, seguro. Incluso vi cómo se hacía caquitas. Volaba de un lado a otro. Yo lo seguía con la mirada y cuando se me acercaba, saltaba a por él. Tanto voló, el bobo que quizá fatigado, midió mal el aterrizaje y se pegó contra un mueble. Cayó como un saco. Esa era la mía. Me acerqué. No se movía. Le di un golpecito con la pata. Nada. A lo peor se había matado. Hubiera sido un fastidio. Pero no. De repente abrió los ojos, me miró asustado e intentó escapar volando. Eso quería yo. Lo alcancé entre mis zarpas y me llevé a la boca. Suaves plumas y sangre caliente llenaron mis bigotes. Lo dejé sobre la alfombra y me fui a beber. Mientras estaba en la cocina, llegó la familia. No veas el grito que pegaron cuando vieron al animalito amarillo pintado de rojo.
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Lo llevaron al veterinario. Aunque no hacía falta que se gastaran el dinero: el bicho estaba bien muerto. Volvieron tristes y abatidos. ¡Ni que se les hubiera muerto el gato! Me pegaron una bronca enorme. Laura lloraba y me decía. “Pinki, eres malo” apuntándome con el dedo. Cavaron un hoyo en el jardín y lo enterraron. Lo podían haber tirado a la basura y ya está. Pero no, le hicieron un funeral de estado. Lloraban desconsolados mientras enterraban al perico. Y yo pensaba: «si lo llego a saber, me lo como con plumas y todo y después digo que se ha escapado»
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