Polisemia XV

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POLISEMIA XV

NOMBRE DEL AUTOR



en esta edición:

SARA ROBLES URIEL A. RODRÍGUEZ GABRIELA TORRES HERNÁNDEZ VÍCTOR M. CAMPOS JULIA GARCÍA ANTONIO DE JESÚS CORTÉS TOLEDO CAROLINA CHAVARÍN ABRAHAM OSORIO SILVIO JOVARNY

diseño editorial: DENNISE ALCÍBAR


OJOS DE NIÑO

SARA ROBLES


H

omicidio en primer grado. Intento de privación de un órgano de los sentidos. Los ojos, para ser más exactos. La víctima: un menor de edad, había declarado que su padre luchó por defenderlo al ver las intenciones del escritor. Un disparo en la cabeza y trazas de materia encefálica salpicaron las paredes. El detective pasó las fotografías asqueado. La escena por sí sola daba arcadas, pero verla en papel era aún más desagradable. Pasó una mano por su frente, masajeando levemente las sienes, intentando encontrar una respuesta lógica. Llevaba años con aquel empleo y seguía sorprendiéndole cómo un hombre empapado de mundanidad pudiera, en cuestión de segundos, convertirse en psicópata. ¿Su argumento? Necesitaba ojos de niño, y la solución más sencilla era sacándoselos a uno. Cuando lo sorprendieron, la mano del acusado aún oprimía uno de los globos oculares del pequeño y le habría arrancado ambos, si la policía hubiera tardado un poco más. Con pereza, pasó los papeles uno a uno hasta llegar a la breve declaración que había tomado uno de los agentes. «Las indicaciones eran sencillas. Si cumplía con ellas podría llegar a convertirse en una obra maestra. Tenía que crear un hombre joven, con ojos de niño y pensamientos enredados en el silencio. El plazo para entregar el bosquejo se acababa y aún faltaban los ojos de niño.» La mente de un filósofo bastó para diseccionar sus pensamientos y acomodarlos a su figura. Una tarde al aire libre, con la sonrisa extraviada y la pluma al punto fue suficiente para apropiarse de una voz joven. Y aún faltaban los ojos de niño. Había pasado meses observándolo. Tenía la inocencia y la picardía en la mirada. El brillo perfecto, el matiz exacto. Tras varios intentos, logró entrar a la casa y haciéndose pasar por un escritor de renombre, logró envolver al padre y al hijo en tres metáforas placenteras.

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Una copa de vino, la cena a medio terminar y las intenciones del hombre cortaron el silencio. Un movimiento de la mano y sus dedos se clavaron en el ojo del niño que gritó, dividido entre el dolor y la sorpresa. La silla arañó el suelo y un golpe en la sien dejó al hombre aturdido unos segundos. Cuando logró enfocar la vista, el niño estaba en el suelo intentando contener la hemorragia que salía de la cuenca izquierda, donde momentos antes, había tenido el ojo. El padre llamaba por teléfono con voz entrecortada. Un disparo se escapó de la pistola que llevaba en la mano derecha. Un disparo que se mezcló con el grito del niño y con la incredulidad que tiñó su rostro segundos después. La debilidad se apropió de sus miembros y se dejó caer en una de las sillas de la estancia, arma en mano. Miró de soslayo al niño que sacudía a su padre mientras lloraba con un sólo ojo. Sangre mezclada con lágrimas. Las voces de personas entrando en la estancia. Un arma apuntándole a la cabeza. Se escucharon arcadas, un ruido desagradable y el olor a bilis perforó el aire. “¿Qué ha pasado?” preguntó uno de los agentes apuntando al hombre sentado en la silla. “¡Contesta!”. El escritor miró al agente con las retinas empañadas y ausentes. “Es culpa mía” murmuró. “Buscaba ojos de niño. Tenía que acabar la historia”

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SANTIDAD, PECADO Y CASTIGO URIEL A. RODRÍGUEZ


A

penas son visibles los primeros rayos de sol, han pasado siete días desde la última vez que la vi, hoy la veré de nuevo, hoy podré limpiarme nuevamente por mis pecados. Soy sacerdote, pero incluso yo puedo pecar, Dios la envió a ella para castigarme y pagar mis penitencias, de esa forma lavo mis pecados y soy renovado de toda culpa y me acerco cada vez más a la santidad que mi santísima madre María espera de mí, ella sabe que lo hago por amor a ella, para poder estar cerca de ella y usar su poder y sabiduría para dirigir esta pequeña parroquia. Sé lo que debo hacer hoy, hoy la parroquia está cerrada y debo prepararme para ella, tengo que presentarme limpio y con mis mejores prendas; una ducha, arreglar mi cabello y no llevarlo oculto solo amarrado en una coleta, depilar bien todo mi cuerpo y llevar mi uniforme de servicio. Pasan las horas y mientras más se acerca el momento de nuestro encuentro, siento mis latidos con mayor intensidad, mi boca se inunda con solo imaginar en estar con ella siendo un buen siervo, una corriente recorre mis piernas y se deposita en mi abdomen dejando una sensación de vacío y desesperación. Me presento a la hora de siempre, en el sitio de siempre esperando a que me indique que puedo pasar —Adelante— la escucho decir con su voz tranquila y poderosa. —Permiso, mi señora— respondo con sencillez y respeto. Abro la puerta y me presento ante ella vistiendo un traje de sirvienta, con mis ojos delineados y sombras de un color azul metálico; como siempre ella viste su corsé negro habitual, una corona con cuernos negros, medias de color tinto y tacones altos negros. Me quedo de pie ante ella con la cabeza agachada esperando su aprobación, se acerca y se pasea alrededor mío revisando que vaya como ella lo pidió, acaricia mi rostro y juega con mi cabello, levanta la falda que llevo puesta asegurándose de que todo esté en forma.

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—Tan eficiente como siempre Sebastián, ¿a qué has venido?— pregunta sin dejar de observarme. —Mi señora he venido aquí porque he pecado—le respondo con un tono de desagrado— vengo a expiar mis pecados y pagar la penitencia que Dios designe. —¿No te he indicado que te guardes en santidad?— dice ella mirándome fríamente y asestando una bofetada en mi rostro. —Lo… lo ha hecho, mi señora—digo soportando el dolor— trate de entender, solo soy un siervo inútil he caído ante la tentación del enojo y la ira. Me toma por la coleta y me jala al suelo arrastrándome hacia nuestro cuarto especial, no muestro resistencia y me dejo llevar por ella disfrutando de su fuerza; el cuarto luce diferente hoy, se siente un magnetismo y una presión excitante y sobrecogedora. Me levanta con fuerza aun tirando de mi cabello y aventándome al fondo de la habitación. Una cama grande con sabanas negras al centro y las paredes rojas le dan un aire tétrico al lugar, diversos juguetes sexuales, paletas, látigos, arneses, sogas y esposas decoran las paredes y pequeñas luces de tonos cálidos cuelgan del techo. —De rodillas— me ordena mientras toma un collar y una correa de una de las paredes. Obedezco mientras la observo ponerme el collar para pasearme por la habitación a su antojo, es tan humillante, puedo sentir su rechazo y su molestia, necesito ser tocado y otorgarle placer con mi dolor, me resisto a refutar porque sé que merezco esto al no haber sido obediente, mi castigo debe ser mayor y lo entiendo; lo acepto. La sesión transcurre entre órdenes y humillaciones de todo tipo, soy insultado, azotado y tratado de la manera más miserable posible, sin embargo, sé que es lo que Dios le ordeno, solo así podre limpiarme.

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—Te permitiré terminar esta vez, toma tu lugar. —Sí… sí mi señora— respondo de vuelta con un tono agudo. Mis pupilas dilatadas me delatan, estoy desesperado por darle lo que ella espera. Me recuesto en la cama, mientras ella me amarra brazos y piernas a cada extremo inmovilizándome y marcando su posesión sobre mi cuerpo, espíritu y placer. Al igual que a Dios y el servicio espiritual, me entrego completamente a ella, pidiéndole que me limpie y purifique mi cuerpo. Ella se acerca a mí sin su corsé, dejándome ver su cuerpo y sus senos permitiéndome tener un estímulo más allá del físico, deposita besos y mordidas en mi cuerpo logrando que una explosión recorra mi entrepierna causando una erección necesitada de atención y caricias. —Por favor, ama, empiece—suplico con la voz ahogada— se lo ruego. Ella camina a un lado de la habitación y de una de las paredes toma un cuchillo no muy largo, pero sí filoso, al igual que alcohol de un pequeño botiquín en una esquina; se acerca nuevamente y dejando el cuchillo reposado en mi vientre derrama el alcohol sobre mí y en mis brazos para empezar a desinfectarme, el frio del líquido transparente me da escalofríos y el aroma impregna mis fosas nasales provocando que suelte algunos suspiros. La siento tomar mi miembro con una de sus manos y frotarlo, gimo despacio y disfruto de su toque, siento cuando toma el cuchillo y lo recorre por mis brazos. Entre gemidos y suspiros asiento con mi cabeza entregándome por completo al dolor y al placer que solo ella puede causarme.

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Con cada corte que hace en mis brazos y vientre acompañado de múltiples caricias a mi erección, suelto un gemido más agudo y fuerte que el anterior, me siento fuera de mí, en cualquier momento podría llegar al orgasmo solo hace falta que ella lo ordene y mientras más tarda más frustrante y excitante se vuelve el dolor, ella va cada vez más rápido forzándome a retorcerme y gemir como un animal desesperado. —Ahora, quiero que termines— la escucho ordenarme. No me resisto y termino sobre mi vientre, dejando que mis fluidos se mezclen con la sangre, el alcohol y el sudor. Me siento fuera de mi cuerpo, puedo sentir como mi alma y espíritu se purifican y mis pecados quedan más que expuestos, se encuentran a flor de piel. —¿Estas bien, Sebastián? — me pregunta. —Sí… solo, necesito unos minutos. Sale rápidamente de la habitación y escucho el agua llenar la bañera, regresa y sin perder el tiempo libera mis piernas y brazos. A diferencia de mí ella es alta y de cuerpo grande y fuerte, yo solo soy un escuálido joven de 22 años con un peso desproporcional a mi altura. Me acerca un vaso de agua y me hace beber, ingiero el líquido despacio y me levanto para llegar a la silla de ruedas que está ya junto a la cama, me ayuda a sentarme en ella y me lleva al baño para poder limpiarme. —¿He sido bueno ama?— pregunto con timidez. —Bastante, ahora déjame cuidarte. Con cuidado me ayuda a entrar a la bañera y con un paño húmedo y enjabonado limpia mis brazos y espalda, hace lo mismo con mi vientre teniendo el mayor tacto posible para evitar lastimarme, suelta mi cabello que cae a mis hombros y lo cepilla un poco antes de lavarlo. Me deja ahí descansando y regresa un par de minutos después con chocolates y leche tibia.

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—Gracias… —Shh—me sentencia ella— es lo que tengo que hacer, es mi responsabilidad. Lo hiciste bastante bien, estas bien y no pasó nada malo, tus heridas sanarán. —Lo sé— respondo sin verla —Recuerda lavarte mañana también— me toma el rostro y me hace verla— no tienes que temerme, todo está bien. Lo hiciste bien. Deposita un pequeño beso en mi frente y me da chocolates y leche mientras me relajo en la bañera. Una vez fuera, me ayuda a secarme con cuidado, limpia los cortes con alcohol y les pone ungüento y gasas mientras me tranquiliza con sus suave voz y palabras reconfortantes y de orgullo. Dios y la virgen hablan a través de ella, me están hablando a mí, he quedado limpio y mi culpa fue expiada. Apenas son visibles los primeros rayos de sol, han pasado un par de horas desde la última vez que la vi, hoy la veré de nuevo. Pienso en lo que tengo que hacer, rezar y prepararme para la misa. Hoy hay muchas confesiones, viernes sin falta aquella mujer mayor se confiesa por lo mismo, humillar a un hombre justificándose en que es una labor divina indicada por Dios mismo y la virgen para ayudarlo a expiar sus pecados, eso siempre me enfurece, me hace caer en la tentación del enojo y la ira para pecar.

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CAMINO NEVADO

GABRIELA TORRES H.


U

na carretera vacía en la madrugada, rodeada de nada más que un par de postes de luz a cada doscientos metros y un viejo auto color bruma andando entre hielo. ¿Quién conduce? Quizás nunca lo sepa con exactitud. Podría ser un ciudadano normal, regresando a su hogar después de una jornada extra, esperando llegar pronto para tirarse en la cama y levitar hasta el plano del sueño. O puede ser que se trate de alguien que viene huyendo, huyendo de algo intangible; las consecuencias de sus acciones o remordimientos del pasado, secretos sin articular. ¿Y si estuviera perdido? No se le percibe así. ¿Qué tal que en lugar de huir esté persiguiendo algo? La palabra inconmensurable. Un deseo, una aspiración. Tratar de atrapar para no soltar. El interior del auto apesta a tabaco y brandy derramado. Papeles amarillentos, colillas, y una que otra envoltura de chicle mentolado ensucian el fondo. El roce de asfalto fino contra las ruedas mezclado con el rugir del acelerador produce un sonido parecido al de un zumbido. ¿Habrá un destino al cuál se debe o se intenta llegar? ¿Existirá una palabra para algo que no se sabe y no se entiende, pero se siente?

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¿QUÉ ESTÁS PENSANDO, VÍCTOR? VÍCTOR M. CAMPOS


T

odos me ven, pero se hacen los disimulados. Hace siete minutos que me inventé un epígrafe y los puse en mi muro, pero nada. Ni una reacción. Sé que les molesta que ponga cosas como esas, y su forma de demostrarlo es no reaccionar. Cuando publico alguna pendejada luego-luego llegan los me gusta, los me divierte, etcétera. Siempre es lo mismo. Ocho minutos y contando. Si hago un recuento de las publicaciones que más reacciones tienen, van más o menos así: fulana está en la playa, ciento cincuenta y cinco reacciones; zutano se graduó, doscientas; mengana actualizó su foto de perfil, trescientas. Pero si subo cosas como las que a mí me gustan, resulta que, ahí sí, no hay nadie. Tantito y algo los incomode porque, entonces, puro chile. Dime si no son idiotas. Sé que reconocer estas emociones conflictivas es sano, que requiere esfuerzo, que es constructivo. Pero no como para hacerlo en mi muro. Mi terapeuta en línea dice que Facebook no es para eso. Ajá, sí. Ah, pero qué tal cuando me pongo a su nivel: ahí sí, ten tus tres laiks; ahí sí que me miran porque, de un modo u otro, los complazco. Me granjeo a ese montón de idiotas a los que desprecio, pero que, contradictoriamente, son de quienes busco atención. Sí, también estoy todo idiota. Pero eso no me impide tener un alto concepto de mí. En eso sí que estamos al mismo nivel. El problema es que no me conformo con la reacción fácil, con la atención superficial, con tamaña frivolidad. Siempre quiero más. 16


Más qué, pregunta mi terapeuta. Yo qué voy a saber. Más, no sé, ¿laiks? ¿Qué tal una conversación en la que alguien se tome la molestia de escucharte, de interesarse por lo que escribes, de hacerte sentir que eres algo más que una méndiga sombra proyectada contra el muro? Nada de eso es fácil, responde. Y menos en Facebook. Todo el mundo está viviendo su propio proceso. Debo de ser compasivo, empático; tratar de entender. ¿Qué? ¿No tengo todos esos atributos ya? ¿Quién les canta sus verdades y los aterriza cuando se dejan llevar por su mentira? Pero mi terapeuta insiste en que debo esforzarme un poco más: averiguar de dónde saqué la idea de que es mi obligación aterrizar a los demás sería de ayuda. Sí, güey, ¿y tu nieve de qué la quieres? No sé de qué lado está. ¿Por qué no le dice eso al montón de idiotas que me ignoran cada vez que los incomodo? Yo intento ser comprensivo, los escucho, laikeo sus estúpidas publicaciones, soy empático, pues, pero, ¿y mis laiks cuando publico lo que a mí me gusta? ¿Verdad que no? ¿Y así quieren que sea compasivo? ¡No mamen! Ya sé que tampoco soy una perita en dulce, qué también tengo lo mío; que soy medio patán, alzado, un chancho. Oing, oing. Y lo sé porque no temo verme al espejo. Me conozco y nadie me va a venir a decir cómo soy. Pero si yo puedo, ¿por qué ustedes no? ¿Qué ganan con adornarse?

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Antes solían decir que conmigo se podía hablar como con nadie. Sí, ya me imagino al pobre don Nadie aguantando toda esa verborrea. Pero me les fui haciendo el difícil. Hablarme o verme, tenerme cerca, ya casi no se podía. Dejé de ser como era para ser sólo como soy. Y así cada vez aguantaba menos sus pendejadas y si algo me molestaba, bueno, pues se las cantaba derecha, me levantaba y hacía como que me iba. Lo malo es que no intentaban detenerme y, entonces, sí tenía que irme. Y sufría también por eso. Nueve minutos y contando. Ya sé que se consiguen más moscas con miel. No necesito que un terapeuta robot me lo diga. Si me aferro es porque siempre he tenido una fe secreta en que la atención que busco no es la atención de las moscas. Fe en el hecho de que estos idiotas no lo sean tanto y que de cuando en cuando se pueda entablar una conversación más o menos pasable con ellos. Pero no. Todo es regodearse y así qué conversación se puede tener. Sí, antes se podía hablar conmigo y no tenía bronca hasta que me cansé de que sólo me buscaran para escucharlos, pero no para que me escucharan. Hablo de contarles cosas personales y ciertas; cosas, a veces, hasta medio importantes. Igual que ellos cuando yo les preguntaba con el fin de ahondar en sus inquietudes y preocupaciones o simplemente de ayudarlos a soltarse. Asentía, los acompañaba; me obligaba a poner atención a cosas que no me interesaban con tal que pudieran desahogarse, escucharse y convencerse de lo que necesitaran convencerse mientras trataban de convencerme a mí. Pero ahora, nel. Nueve minutos que casi se convierten en diez. Alguien se toma la foto comprándole a un anciano que vende artesanías en la calle e invitando a otros a seguir su ejemplo. 18


Mil reacciones. Otros se muestran construyendo una casa, con sus propias manos, abrazados al albañil quien es realmente el que la va a construir una vez que terminen de posar para la foto. Otras mil. No falta el de la selfie que se dice de piel morena y está orgulloso mientras enumera los atributos supuestamente ligados a ese color de piel al que le pone filtros y más filtros. Está más prieto el albañil. Estoy más prieto yo y lo único que va con mi color de piel es la rabia de saberme desplazado, marginado, ignorado. Van otras mil reacciones para el que está orgulloso de sí mismo. Para mí, luego de casi diez minutos, puro chile. Dejen me hago un taco. ¿Quieren? No, olvídenlo. Alburearlos también es ponerme a su nivel. Olvídenlo. ¿Pero a poco es verdad que nadie-nadie me mira? ¿No será que estoy exagerando? Bueno, a muchos los he agarrado en la maroma. A todo el mundo se le escapa un like de vez en cuando. Y luego ahí anda uno queriendo borrarlo como sea. Igual ellos. Pero Facebook es como es, y no les ha quedado más remedio que apechugar mientras se recriminan la torpeza. Me los he agarrado en la maroma, pero se hacen los que no. Ni te veo. Ni te leo. Idiotas. Merezco la atención que todo el mundo merece. La que todo el mundo reclama. La que muchos reciben por sus publicaciones. ¿Qué hay de malo en incomodarlos alguna vez? ¿No se dan cuenta que es una actitud amigable la de aquél que nos ayuda a mirarnos como realmente somos? ¿No? ¿De verdad les interesa la pura miel? ¿Quieren ser tratados como pinches moscas? A las moscas sólo se les atrae para matarlas de un golpe. ¿No les importa eso? 19


Se dan los diez minutos sin reacción alguna. ¡Puta madre! No voy hacer como que esto no me molesta. Más bien al contrario: lo que sigue es borrar la publicación anterior y poner otra en la que la agarro contra todos. Sí: soy ese loco que siempre hace lo mismo esperando resultados distintos. ¿Algún pedo? Supuestamente no hay nadie aquí, pero igual alguien tiene que pagarla, ¿no? ¿Y quién sí está? ¿Quién no me queda duda que está escribiendo y probablemente leyendo estas palabras? ¡Claro! ¿Quién más? Así que es contra mí, primero, y luego contra el que lo lea y se haga pendejo, contra quien va mi siguiente publicación: ¿Qué estoy pensando? Ahí les va. Se obtiene más con miel, ajá, pero lo mío no son las moscas. Lo mío-lo mío es este enojo de todos los días porque no logro superar mis contradicciones y cerrar Facebook de una puta vez. Lo que es peor es que dependo de sus likes para sentirme bien conmigo mismo. Cuando me puse en sus manos una parte de mí valió madres. Así que lo que haré es simple: compraré likes y amigos robots. No puede haber peores amigos que ustedes así que qué más da. Sigamos haciendo de cuenta que no me ven y que yo estoy hablando solo. Ajá. Sigan inventándose una mejor versión de ustedes tratando de parecerse a lo que no son. ¿Quieren más comprensión o ya con esa? Váyanse a la verga. Publicar.

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JÚPITER

JULIA GARCÍA


L

a vida del gato casero es difícil: tareas largas y pesadas, constante mantenimiento de la imagen, agradar al dueño y rogar por comida o alguna recompensa. Los brochazos de la edad comienzan a volverse más notables, más obvios. Los gatos que envejecen dejan de “jugar”, injurian a sus dueños longevos y los envidian, pues en su rostro no se refleja la sombra del tiempo. Esto he aprendido en mis 6 años de vida y aunque aún no soy un gato tan viejo, muchas veces la vida corre más aprisa que yo. Estaba sentado frente al gran ventanal mientras los destellos de la mañana acariciaban mis bigotes. Mario y Carizzo habían salido rumbo al mercado desde las ocho, y no regresarían hasta pasado el mediodía. Yo dormitaba, amasando con mis garras, de vez en vez, la alfombra persa que compraron en uno de sus viajes de trabajo. Aun cuando quería dormir, me daba a la tarea de mantenerme lo más despierto posible, pues debía resguardar la vivienda a toda costa. Una obra de caridad, realmente. No habrá sido por deber conferido, sino adoptado, que me mantuve atado a mis convicciones y no desistí ni por un momento. Es verdad que recurrentemente cambié de posición o de puesto, descansando en el patio bajo el sol o saltando de mueble en mueble para despistar a los intrusos que, en potencia, mirasen desde lo lejano para atacar; mas nunca dejé de estar alerta. Mis dueños lo sabían, que nuestro hogar era propenso a forasteros: esas alimañas del campo que traen enfermedades desde sus madrigueras; infiernos terrenales, como les llamaba Carizzo. La rutina era la misma: cuando mis dueños salían por la puerta, la casa era mía. Y claro que no me quejo, pues algo valioso debían ver en mí. Ya fuese por mi pardo pelaje o puntiagudas orejas; mis amenazantes garras o fieros ojos esmeralda; mi frondosa cola, siempre alerta (crespa bajo ataque), o mis largos bigotes que le daban seriedad a mi semblante; pero en alguno de mis atributos debían confiar para asignarme la tarea de protector.

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Rodé sobre mi panza tres veces, rascando mi lomo contra la polvorienta alfombra y ronroneé, demostrando que nada me asustaba, que nada podría perturbar mi ritual; ya que, como guardián, debía demostrar gran seguridad en mis habilidades. Me mantuve un rato divagando en mi mente hasta que, por el rabillo del ojo, vi a esa mosca pasar. Aquel engendro: la desgraciada que regresaba cada día a la misma hora, la que se burlaba de mis habilidades de caza y, por ende, de Dios; pues volvía de entre los muertos un día después de muerta. Pasó volando o, mejor dicho, revoloteando: jactándose de mi indiferencia al peligro. Lázaro dio una pirueta y se postró del otro lado del comedor, justo sobre mi comida, mirándola con su infinidad de ojos. Se hacía la digna, uno podría llegar a pensar que igualaba mi seguridad, aunque era, claro, abismalmente más despistada. La ególatra se giró, descubriendo mi agua y metió sus sucias patas dentro de mi elixir, bebiendo solemne, como si mi hogar fuese su reino; como si yo fuera el que debía ir de puntitas por ahí. Un sentimiento de cólera me invadió y, abandonando mi posición, me dispuse a atraparla. «Condenada, condenada», maullé para mis adentros. Me acerqué a gatas para echarle un mejor vistazo, enfocándola con mis dilatadas pupilas; moví mi felpuda cola con cuidado, erizando mi lomo. «Ahora sí que te tengo, infeliz», y salté. La persecución había comenzado. «¡Miau, miau!», rugí, corriendo detrás de la desgraciada. Lancé un zarpazo al aire, intentando atraparle, pero tumbé mi platito con todo y agua. La mosca voló hacia la mesa y, preso de mis impulsos, le seguí, tirando una a una las sillas hasta que llegué al comedor. «Espera a que te alcance», advertí con todas mis fuerzas. No terminé de correr cuando, procurando no tumbar el jarrón francés de Mario, me resbalé, haciéndolo caer con un estruendo. El florero rebotó contra el suelo antes de romperse en pequeñas piezas.

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Parpadeé atónito, dedicándole un momento de silencio a la artesanía y apreté mis ojos cerrados, retomando el aliento. Lo siento, pero en la guerra y el amor, todo se vale. Retomé la cacería. El endiablado insecto se burló una vez más cuando besó las partículas de sol que caían por la ventana sobre mí alfombra y, haciéndome una mueca, se metió bajo el mueble. Me deslicé hasta su escondite e intenté sacarla con mi regordeta pata. «Apuesto a que estás temblando de miedo, ¿eh? ». Metí mi brazo con un poco de trabajo. «Te voy a comer, a ti y todas las de tu especie. No te me vas a escapar». Seguía manifestando mi enojo, cuando la puerta se abrió y la condenada salió por detrás. —¡Júpiter! —anunció Mario. —Maaaau —respondí, intentando zafarme del mueble. La mosca se dirigía a la salida. —¿Dónde estás minino? —preguntó Carizzo. —Mi-miau, mimimau —dije cual letanía. Los hombres entraron, cerrando la puerta detrás de ellos. La mosca había salido con una carcajada en los labios. —Júpiter, ¿cómo es que te atascaste ahí? —Mario tiró de mi torso, tratando de sacarme a la fuerza. —¿Miau? —pensé en lo humillante que era. —Mamma mia, ¿qué hiciste ahora? —Carizzo se hincó junto al destrozado jarrón. Mario terminó de sacarme tirando de mis patas. —¡A casaccio! —se hincó junto a Carizzo y tomó las piezas—. Lo rompiste.

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Parecía como si su oscuro cabello fuese a teñirse de blanco. —Podemos comprar otro cuando regresemos a Sevres en invierno —aclaró con una sonrisa su rubio acompañante. —Era una fregatura —Carizzo no dejaba el tema. —Lo sé, lo sé. Estoy seguro de que Júpiter tiene una excusa, ¿o no? —ambos me miraron, juzgándome. Les conté que un intruso había intentado usurpar nuestro hogar, perjudicar las pertenencias y dejarme sin comer. Ambos se miraron sonriendo. —Está bien, creo que puedo perdonarte —Carizzo me cargó y restregó su rostro contra el mío. —Miau —dije con un ronroneo, quedándome dormido en los brazos de mi dueño. «Mañana la atraparé. Mañana será».

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UNAS MEDIAS DE LODO

ANTONIO DE JESÚS CORTÉS TOLEDO


H

acía ya un buen tiempo que en el zoológico de la ciudad no recibían a un nuevo integrante. Los animales que ahí vivían lo hacían de manera amistosa pues estaban muy acostumbrados a convivir como una gran familia. Una mañana, cuando el sol apenas lanzaba sus rayos por el horizonte, la brisa se evaporaba del pasto verde y un aire apacible mecía las ramas de los árboles más altos, una caja de madera fue entregada en la zona aviaria. Todos los animales sabían que sería un vecino nuevo; quizá muy grande, pues la caja se veía enorme. Poco a poco se fueron acercando al barandal pero como no conseguían ver un solo rastro de él, decidieron hacer una asamblea urgente para tratar de adivinar quién venía dentro de la caja. Las cebras dijeron que posiblemente sería una de sus hermanas. Los pericos quisieron decir que fueran periquitas para platicar con ellas, pero por hacer un gran alboroto nadie pudo entenderles. Todos dieron su opinión intentando hacerse escuchar entre la multitud. Así continuaba la reunión, en medio de fuertes discusiones, hasta que un ruido los alertó: la caja estaba a punto de ser abierta por el guardia del zoológico. Entonces, corrieron a sus jaulas para no levantar sospechas de la asamblea. Desde ahí verían lo que ocurriría. Una vez abierta la caja, salió de ella un enorme pavo real de cuello y pecho azules, con una cola tupida de plumas verdes que arrastraba al caminar. Sobre su cabeza portaba unas plumillas a modo de sombrerito dándole un toque extra de elegancia. Su garbo era fino, superando por mucho su plumaje. Todos estaban sorprendidos, pues nunca habían visto algo similar. Esos brillantes colores llamaban mucho la atención, era imposible pasar junto a aquel animal sin que saltara a la vista. 27


Así, alentados más por curiosidad, fueron juntos a saludarlo quedando boquiabiertos cuando este, batiendo su cola como abanico, dejó ver unas plumas que aparentaban tener mil ojos. Esa fue la iniciativa para hacerse amigos del nuevo miembro de la gran familia, pero sucedió algo que disgustó a algunos: aquel pavo real era bastante vanidoso. Presumió exageradamente su plumaje hasta el punto de compararse con todos, incluso aquellos con pelambre. —No hay plumas ni abrigos que logren cautivar tanto—dijo.—El atavío más bello es el mío, nadie me puede igualar. Ese comportamiento provocó molestias, por lo tanto, decidieron apartarse de él. Al percatarse de esto, el muy pío decidió salir y dar una caminata. Entonces, encontró a la rinoceronte a quien saludó amablemente: —Buenos días—le dijo. —Hermosa mañana tenga usted, señor pavo real—continuó aquella —¿cómo le está yendo en su primer día? Permítame acompañarlo a un recorrido… La plática se extendió volviéndose amena y, recorriendo cada rincón del zoológico, saludaron a todos: en la alberca al hipopótamo, en una grandísima jaula a los canarios, pericos, loros y búhos; en unas pequeñas habitaciones, a las víboras. Llegaron hasta los espaciosos hogares del león, los osos y las hienas, sin olvidar a las jirafas, elefantes y cebras. La rinoceronte pensó que aquella ave no era tan fastidiosa como habían pensado, pero poco duró esa idea cuando ésta le manifestó: —No entiendo cómo pude llegar hasta aquí, un lugar lleno de seres extraños; definitivamente, ¡éste no es un sitio para alguien como yo! 28


Al escucharla, la rinoceronte tomó con calma aquella ofensa y le replicó: —Aquí nadie ve al otro con extrañeza, simplemente convivimos sin fijarnos en esas cosas, así son las familias—. El pavo real soltó una gran carcajada respondiéndole: —Cómo no fijarse en lo extraña que eres pues tienes un cuerno en la punta del hocico. ¿Qué tipo de bestia eres? Estas palabras la hicieron llorar tanto que corrió a esconderse sintiéndose humillada, pues nadie antes le había dicho semejante cosa. Así permaneció tres días, acurrucada en un rincón evadiendo todas las miradas. No salía a comer ni a caminar, no era la misma de antes, había cambiado por completo su ánimo. Algunos de los animales, al enterarse de lo que le pasaba, se acercaron apresuradamente. La rinoceronte, entre lamentos, explicó con detalle aquella penosa situación. De inmediato intentaron animarla pero ésta seguía sumida en su tristeza; por ello, decidieron llamar al viejo búho, quien destacaba por decir siempre palabras sabias. Al llegar, escuchó atento la historia y con voz serena dijo: —A pesar de considerarnos como familia somos muy distintos, cada uno posee su propio atractivo, esto no es relevante. Lo que realmente importan son las cualidades y defectos y estos, nada tienen que ver con el aspecto físico, sino con nuestras acciones—. Terminó el búho y al instante emprendió el vuelo esperando que su discurso hubiera servido de algo.

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Entonces las víboras, muy furiosas, decidieron darle su merecido al pavo real pues no estaban de acuerdo en que tratara así a uno de los suyos. Rápidamente llegaron hasta donde descansaba, lo rodearon e intentaron intimidarlo; incluso este, desconcertado, quiso propinarles un picotazo pues se sintió amenazado por una cobra, una cascabel y una coralillo. —No debiste ofender a nuestra hermana—dijo la cobra siseando repetidamente. —Mereces un castigo por tu falta de respeto, ese es tu principal defecto—. Continuó la cascabel meneando su castañuela. Al escuchar esto, el pavo real se rio demostrando poca importancia a aquellos reclamos. —Belleza y hermosura poco duran—dijo la coralillo—por eso es mejor que te dirijas con cordura hacia los demás. Presumes un destacado vestido y un fino sombrero, pero a tu atuendo le hace falta un par de zapatillas para tus escamosas patas. Con eso, tu conjunto estaría completo. El pavo quedó asombrado ante aquello pues nunca lo había notado, por largo rato se miró las patas horrorizado. Sintiendo tanta vergüenza, quiso ocultarlas sumergiéndolas en el fango y así disimular su aspecto usando unas medias de lodo. Los animales quedaron sorprendidos al darse cuenta que esa característica no agradaba a la vanidosa ave y pudieron comprobar que, efectivamente, el peor defecto de ésta es su mala actitud. Esa misma noche todos durmieron tranquilos en el zoológico, excepto el pavo real. Hoy en día aseguran que el pavo real logra fascinar y asombrar a quienes lo observan en un acto de hipnosis, haciendo imposible mirar sus patas y, de esta forma, no pierdan el encanto de contemplar sus plumas. 30


ME QUEDÉ AL SILENCIO

CAROLINA CHAVARÍN


M

e quedé al silencio de una noche sin luces, recorriendo tus frases ya desordenadas en una memoria difusa. Las escenas aparecían en fragmentos mal cortados que confundían cada vez más la poca cordura que retomaba por momentos un amor inconcluso. Ya no había lugar en el firmamento, ni estrella que brillara tanto como para detenerme en el punto en el que guardé tu primer beso. El azul degradado al horizonte tampoco pintaba el fragmento de un cuadro del primer abrazo; y ciertamente el rugir de una tormenta que pareciese comerse al cielo en deslumbres de luces medio ocultas en las nubes, ni siquiera marcaban un tono de la primera estrofa de nuestra canción. No faltó mucho para cuestionarme a dónde iba el recuerdo, como si de archivos se tratasen y se apilaran uno a uno en una bodega con cerradura sin llave, una de esas que se cierran para siempre y que su guardia habría de caer rendido en un sueño profundo. Pero que despertase, que de vez en cuando y en esos pequeños instantes en los que un sabor se siente, cuando un olor se percibe, cuando un sonido se escucha o cuando simplemente un día llega, se levanta el guardia somnoliento y del bolsillo en su chaqueta saca la llave, esa que abrirá la bodega por un momento, que dejará para la conciencia un archivo, quizá el del primer abrazo, quizá el de nuestra canción. Creo que sólo me queda esperar esos días de recuerdo, esos donde la llave abra por un momento la cerradura, y del archivo salga nuestro primer beso; que quizá en una carpeta se encuentre la fotografía de tu sonrisa, y que también un poema se encuentre al lado de ella; que con faltas de ortografía lo lea de nuevo, y que visualice los días en los que caminábamos de la mano por el campo a la luz de las estrellas. Sería lindo pensar que no sólo había una sonrisa, que en el archivo también encuentre la mía, que me haga verla de nuevo y quizá sentirla... Pero no. Se fue a la deriva, como un barco que lucha contra un mar imponente y que aun así al borde de la siguiente ola se desploma sin esfuerzo, como si no valiese la pena seguir intentando.

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Es triste reconocer que me rendí ante la idea de seguir sonriendo, pero lo es más el hecho de saber que el tiempo ha borrado poco a poco la historia, como garabatos mal grabados en una hoja de cuaderno viejo. Y así, como si me siguiera mintiendo, de manera consciente trato de jugarle una mala pasada a mi inconsciencia, convenciéndola de que el olvido es sólo una excusa para ya no reír, para pasar página mientras el guardia se queda dormido para siempre y la llave jamás regresa a la cerradura; una mentira que oculte las diez mil bodegas en la memoria que nunca se abrirán.

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UN FINAL FRUSTRADO

ABRAHAM OSORIO


M

está en la cocina, su atención está fragmentada en el vaso de agua y en su celular. M desea que el tono de llamada sea de algunas de las empresas que solicitó empleo y no solo la alarma de las siete. M está quebrado y no celebrará el «viernes negro» como todos los años. En cambio, solo se sentará en el rincón de su habitación a recriminarse por todas las cosas que le falta empezar y concluir. Nadie, ni siquiera M sospechaba que hoy la fuerza gravitatoria terminaba por desaparecer, arrancando en el proceso a los cuerpos con jorobas en las nucas de mi esfera terrestre y de mi narración. Esto aún me hace reír. Pero, por favor, no lo malinterpreten, no soy un dios déspota ni cruel. Es que mi fin del mundo, en conclusión, no significó ningún cambio en sus solitarios estilos de vida. No los liberó ni siquiera de su interminable carrera por más tiempo.

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UNA COBIJA

SILVIO JOVARNY


—¿Puedo taparme? Es que tengo mucho frío —dijo un cadáver en la mesa de autopsias.

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