Polisemia|Mirada|Edición abril 2019

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Polisemia Pluralidad de significados

Ediciรณn bimestral

Abril 2019

Polisemia 1


M Pluralidad de significados de la palabra

Mirada

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Dirección editorial Dennise Alcíbar Consejo editorial Gabriel Leonardo Imer Anayeli Ambrocio Andrés Castellanos Jonathan Alburo Corrección de estilo Karla Michelle Nevarez Andrés Castellanos Colaboradores Bruno del Barro Ana Lacalle Misael Gárpe Jhön AC Mixtli Nevarez Dante Vázquez M. Javier Trejo Felipe Guerras Ella Marday HugoVera

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Editorial

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Me miro

Dennise Alcíbar

Mixtli Nevarez

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La mirada de Medusa

El lenguaje de la ausencia y la mirada del Otro

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Dante Vázquez M.

Bruno del Barro

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La mirada infinita

Anverso y reverso

Ana Lacalle

Jhon AC

Empatía visual

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Derecho de petición

Misael Gárpe

Felipe Guerras

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Reflejos Ella Marday

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Más allá del día Javier Trejo

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Escaramuza Hugo Vera

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EDITORIAL

La palabra mirada es resultado de un proceso morfológico llamado sustantivación. En este caso consiste en convertir el verbo “mirar” en un sustantivo: “mirada”, a través de la adición del sufijo -ada cuyo significado es ‘acción y efecto de’. La RAE recoge tres acepciones, la primera se relaciona con el proceso de sustantivación: “Acción y efecto de mirar”; la segunda ofrece dos posibles sinónimos “Vistazo, ojeada” y por último el uso más recurrente en esta edición de Polisemia: “Modo de mirar, expresión de los ojos.” En “El lenguaje de la ausencia y la mirada del Otro”, el autor explora las conductas del discurso amoroso en ausencia del objeto amado, además enlista los cuatro tipos de mirada que propone Milan Kundera en La Insoportable levedad del Ser. La filósofa Ana Lacalle entiende visión y mirada como sinónimos. Defiende la idea de la mirada como una habilidad elevada que ostentan algunos filósofos, quienes son condenados finalmente a la angustia metafísica. La galería fotográfica del artista Misael Gárpe está conformada por una serie de imágenes que concentran su valor expresivo en la mirada de los protagonistas. El título “Empatía visual” hace alusión a sentimiento de identificación humana a través del lente de la cámara. Mixtli Nevarez y Dante Vázquez exploran la mirada a través de un elemento externo. En “Me miro” la voz poética se vale del símbolo del espejo para re-conocerse a sí misma y sus antepasados. Mientras que en “La mirada de Medusa” la reinterpretación del mito le concede todas las glorias al monstruo ctónico femenino, que encarna la amada en el poema. Los cuentos que presentamos en esta edición indagan en los efectos de la mirada, a veces desde el hastío, como en “Anverso y Reverso”; otras ante la renuncia de lo físico para evadir lo sensorial (“Derecho de petición”). Se valen de objetos externos los cuentos de Javier Trejo y Ella Marday, en ambos hay una búsqueda de la mirada. Para cerrar la edición, Hugo Vera en “Escaramuza” asocia el sentido de la vista con el gusto y el tacto para intentar retener a la mujer efímera que sólo llega con la lluvia, es una conjunción de acciones sensoriales que permiten al lector recrear una atmósfera de melancolía. La mirada es polisémica: literaria, filosófica, artística, mística, mítica, ausente y difusa; todo depende de quien mira.

DENNISE ALCÍBAR Polisemia Polisemia 77


E El lenguaje de la ausencia y la mirada del Otro Por Bruno

del Barro

“Todos necesitamos a alguien que nos mire. Sería posible dividirlos en cuatro categorías, según el tipo de mirada bajo la cual queremos vivir...” La Insoportable Levedad del Ser, Milan Kundera (1984)

Alejandro Dolina gusta referir aquellos momentos de la historia y la ficción donde el desamor y su inevitable agonía, eran metamorfoseados en obras de arte —muchas de ellas inmortales, como las de Goethe—. Dolina nos recomienda un proceder digno, no una medicina. Esta alquimia no transforma los metales en oro; no consuela, ni pretende hacerlo. Pero, asegura, es lo único decente que se puede hacer en una instancia de desesperación irremediable: sobrevivir dignamente. Toda actividad, sin embargo, que procure entretener el cuerpo y la mente en tales Polisemia 8 circunstancias, quizá posea

su porción de nobleza, su investidura heroica —anónima y silenciosa, como todo heroísmo verdadero—. Dicho de otra forma, es atendible hacer cualquier cosa menos el intento patético e infame de retornar al pasado, de buscar a la persona que desea olvidarnos. Las ciencias de la comunicación aportarían que el arte del desamor es una extensión de un acto dialógico, en solitario. El momento posterior a una ruptura en las comunicaciones, es cuando el abandonado más desea seguir hablando —polemizar sobre esa ruptura, tratar sus consecuencias, su injusticia, su sinrazón, su locura—.


Es una situación de impotencia por excelencia, porque es paradójica: a causa de una ausencia, más imperioso es hablarle al ausente. Su presencia invalidaría la motivación del decir. “Dirijo sin cesar al ausente el discurso de su ausencia; situación en suma inaudita; el otro está ausente como referente, presente como alocutor1”. Seguimos delirando, gritando, llorando, pataleando —es decir, enviando mensajes, misivas— aunque no haya nada ni nadie enfrente, pero justamente porque no hay nada ni nadie enfrente. La soledad nos hace grandes oradores. Esto suele acabar en una conversación verdaderamente pasional y extrema con uno mismo, durante terribles insomnios. Si los astros son propicios, puede desembocar violenta y estrepitosamente en arte, en poesía o música donde lo pasional y extremo tienen lugar y son un valor. El poema o la canción de amor puede correr el misterioso albur —para continuar homenajeando secretamente a Borges— de ser públicamente considerada o elogiada, pero sin cumplir su único y secreto objetivo: buscar la atención de quien la inspiró; reclamar, mediante el sincericidio y el autoflagelo, el regreso y 1

la entrada en razón del amado ausente, que posiblemente desdeñe los versos al llegar a sus manos con una media sonrisa irónica, pues conoce al verdadero autor, a diferencia del resto del público, y sabe de su artificio. Se puede ser excelente poeta y pésimo amante, y una cosa puede ser consecuencia de la otra —un buen amante es monótono y predecible—. Pero la Comunicación va aún más lejos en su ambición interpretativa del universo: todo es mensaje. Toda conducta, por más íntima, quieta o silenciosa que sea, está dirigida a Alguien, por más inmerso en la inconsciencia, por más fantasmal e impreciso que ese alguien o algo sea —un muerto, un arquetipo, una ciudad, un dios, un orden, un antepasado, un pasado, un otro yo—2. Cometer un enigmático gesto en solitario, en la soledad de la casa o la calle, una agitación brusca y aparentemente arbitraria, patear o mover algo, acomodarse el cuello de la camisa, cambiar el orden de ciertos objetos irrelevantes, una mirada, un rictus, pueden ser las reacciones o respuestas a preguntas o acciones remotas que ya hemos olvidado.3

Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes (1977)

2 “En primer lugar, hay una propiedad de la conducta que no podría ser más básica por lo cual suele pasársela por alto: no hay nada que sea lo contrario de conducta. En otras palabras, no hay no-conducta, o, para expresarlo de modo aún más simple, es imposible no comportarse. Ahora bien, si se acepta que toda conducta en una situación de interacción (incluso cuando se está solo) tiene un valor de mensaje, es decir, es comunicación, se deduce que por mucho que uno lo intente, no puede dejar de comunicar. Actividad o inactividad, palabras o silencio, tienen siempre valor de mensaje…” Teoría de la Comunicación Humana, Paul Watzlawick (1969) 3 “El enunciado está lleno de ecos y recuerdos de otros enunciados […] [y] debe considerarse, sobre todo, como una respuesta a enunciados anteriores dentro de una esfera dada […]: los refuta, los confirma, los completa, se basa en ellos […] Por esta razón, el enunciado está lleno de reacciones-respuestas a otros enunciados en una esfera dada de la comunicación verbal […]. El enunciado siempre tiene un destinatario (con características variables, puede ser más o menos próximo, Polisemia concreto, percibido con mayor o menor conciencia) […]” Polisemia 9 Polisemia Estética de la creación verbal, Mijaíl Bajtín (1979)

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Según este omnipresente axioma comunicacional, el joven Werther fabulado por un joven Goethe, o el joven Grisóstomo de Cervantes, cuando se matan por amor, no están haciendo otra cosa que la continuación de sus escritos, de sus recados al objeto—amado— ausente. Un disparo en la cabeza puede ser el trazo que le pone punto final a un verso exquisito, puede ser la firma de una esquela, una despedida, un post scriptum, o el epílogo que confirma el título: Canción desesperada (El Quijote, capítulos XIII y XIV). El suicidio como mensaje de amor o como su confirmación, es el más sincero por más desinteresado. El “no puedo vivir sin ti” son palabras vacías hasta que se certifican de esta sublime manera. Estar enviando mensajes sin saberlo no sólo revela un destinatario ilusorio, sino una mirada constante, como un Gran Hermano, por sobre nuestras cabezas. Milan Kundera, mitigando la dureza de su teoría con la excusa de la ficción, asevera en su Insoportable Levedad del Ser:

Todos necesitamos a alguien que nos mire. Sería posible dividirlos en cuatro categorías, según el tipo de mirada bajo la cual queremos vivir. La primera categoría anhela la mirada de una cantidad infinita de ojos anónimos, o dicho de otro modo, la mirada del público [Verbigracia, actores, bailarines, oradores, políticos]. […] La segunda categoría la forman los que necesitan para vivir la mirada de muchos ojos conocidos. Estos son los incansables organizadores de cócteles y cenas. […] Luego está la tercera categoría, los que necesitan de la mirada de la persona amada. Su situación es igual de peligrosa que la de los de la primera categoría. Alguna vez se cerrarán los ojos de la persona amada y en el salón se hará oscuridad. […] Y hay también una cuarta categoría, la más preciada, la de quienes viven bajo la mirada imaginaria de personas ausentes. Son los soñadores… 4

4 La Insoportable Levedad del Ser, Milan Kundera (1984)

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Por último, mencionar que el arte del desamor suele tener más popularidad y solvencia que el de la estabilidad emocional, la del espíritu domesticado, la aburrida y serena correspondencia entre dos (Dolina dice que el tango “Me encuentro muy feliz con mi señora esposa” sería un fracaso). Una de las posibles explicaciones sobre la mediocridad de un arte en la conformidad, es que el objeto a referir está enfrente, sin distancia, sin tensa incertidumbre, sin ausencia que nos someta a las revoltosas aguas de la desesperación, para volcar luego sus desechos a la guitarra o al papel. Para invocar, para simbolizar y revalorizar, se necesita, por lo menos, extrañar, pensar en alguien que no está. ↡

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LA MIRADA

¿

I N F I N I TA POR

Ana Lacalle

Existe una idea recurrente a lo largo de la historia de la filosofía, que en tiempos duros como estos no puedo evitar recuperar. Desde los griegos, parece que algunos filósofos han coincidido en distinguir dos tipos de hombres: los que han visto por su habilidad más elevada que la mayoría, hombres sabios, despiertos, más desarrollados, lúcidos como serían según su pensamiento: Heráclito, Platón, Mill, Cioran, Camus, por citar algunos ejemplos, y el resto de humanos que viven una vida más vulgar porque no han lanzado su mirada tan lejos. Esta visión aventajada es una virtud y un camino hacia la felicidad, podríamos decir en términos generales, hasta que a finales del siglo XIX Nietzsche predice la muerte de Dios y el advenimiento del nihilismo. A partir de aquí la nitidez del mundo, de las ideas y de todo lo que rodea al hombre se enturbia de una neblina difícil de evaporar. Los lúcidos, los aventajados se topan con el absurdo, la nada y el sin sentido.

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¿

¿Es esto ver más allá que los demás? ¿Es esto la sabiduría? Visto así, tendremos que reconocer que, esa capacidad de ver más allá, no es una virtud orientada a la felicidad. Puede ser una virtud, en cuanto el que reconoce el abismo que le espera puede actuar en consecuencia, sin engaños, pero estaremos de acuerdo con Kant en que la virtud no necesariamente implica la felicidad en este mundo —y no estamos por reconocer otro—. En definitiva, algunos están condenados a ver y a orientar sus días desde esa atalaya particular, porque el que ha visto ya no puede vivir como si fuera ciego—esto no es una escenificación política—. Otros, tal vez no vean nunca y esa ignorancia los haga volubles, pero al menos no padecerán angustia metafísica. ↡

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Empatía VISUAL Por

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Misael Gárpe


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Lapsus

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ArtesanĂ­a

Sudor Polisemia 17


MĂşsicos, desafiantes de la realidad

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Basura, una olla de oro


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ME MIRO “and is you when I look in the mirror”

Es mi herencia la que miro en el espejo: esta cara: la forma incierta; las cejas disparejas; las pestañas, marquesinas de esos vidrios que “limitan” el adentro y el afuera; la boca, de palabras y silencios llena. Pero es también mi esencia un revoltijo de lo actual y lo remoto; donde lo que es y lo que fue se presentan, en estos ojos que ya no saben si lo que observan es una irrevocable presencia, o una ilusión voluble, etérea. ¿es que me engañan los ojos con que observo o lo que engaña es esa realidad que se escurre y que no deja prenderse ni entenderse? Cuando me miro, en el espejo, soy yo, soy todos, presente, pasado, incluso un futuro, confusión, amalgama: universo ocelar.

Mixtli Nevarez

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La mirada de

Medusa

Para Medusita

Koré tallada en mármol almendrado. Abre las puertas del infierno Edén. Renueva el corazón amoratado. El ser frente a ella mortales pierden. Nace donde rompe el sueño azulado. Perseos a su amparo se conceden. Unge con su vida al mundo alterado. Genuina cicuta que dioses piden. Al verla alza el vuelo el caballo alado y el gigante de la espada dorada a duelo desafía a la diosa Hécate, guarda nocturna de la encrucijada. La mirada de Medusa, en el vate, es maleficio inspirador, combate.

Dante Vázquez M.

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Anverso

&

Reverso

Anverso

Todas las mañanas parecen la misma. Martes, viernes, domingo, da igual. Desde que te fuiste el tiempo pasa lento y la vida luce como un único e interminable día. El trayecto es siempre idéntico, una vieja animación de paisajes que se repiten hasta el infinito: un restaurante donde comimos una tarde de lluvia, la calle por la que anduvimos una noche saliendo de un concierto, el rincón donde un beso intempestivo nos ayudó a exorcizar los problemas, luego otra maldita calle y otro maldito resturante y otro maldito recuerdo. Pienso en lo que dicen los amigos, que debería sanar, olvidar y conocer a alguien más, para reafirmar la superación. Acaso no entienden que no eres dolor, eres cicatriz. Pero hoy he decidido hacerles caso, y ensayo una sonrisa en el espejo, e intento disimular los ojos rojos. Salgo de casa con la decisión de acercarme a la primera persona que me recuerde a ti. Tomo el camión y me siento a esperar. Los minutos pasan, y comienzo a aburrirme de este juego, de mirar con estúpida atención a quienes suben. Una señora con bolso del mercado, un anciano con una sonrisa extraña, dos parejas adolescentes y una chica con un bebé en brazos. Y cuando me he resignado a hundirme nuevamente en tu recuerdo, las puertas se abren. Miro unos ojos apagados, cuya mirada cansada recorre todo el trayecto, pasa sobre mí, y se posa enfrente, hacia el asiento que ocupará con prisas.

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Por Jhön AC


Yo, que no recuerdo lo que es estar lejos de ti, tomo esta aparición como una promesa, y decido jugarme todo a ese número, y le miro fijamente, tras lo cual me corresponde. Sonrío de modo natural, con sorpresa, al notar la tonta función que ahora desempeño, y recibo por respuesta unos ojos que se cierran. Ante su indiferencia, nueva derrota que agregar a mi historial, me recuesto y decido concentrarme en algo más. En ti, por ejemplo. Aun sin llegar a mi destino decido levantarme y terminar el trayecto caminando. Al pararme en la puerta y tocar el timbre para descender del camión doy un último vistazo a mi frustrado amorío, que ahora parece ir despertando. Hay quienes hemos nacido para ser invisibles a todo, excepto a la soledad.

Reverso

Otro día de la semana. Sube con cansancio los escalones del camión, pasa los ojos y ve ahí un oasis a su fatiga: un lugar vacío que parece estar esperándole, junto al vidrio, a su derecha. Paga al chofer y huye a sentarse. El sueño acumulado comienza a aplastar sus ojos cuando, de pronto, siente una mirada. Voltea a su lado y se encuentra un rostro que le observa fijamente. Y en la boca una ligera sonrisa. Se acomoda un poco, baja los párpados un instante, y, al abrirlos, se percata de la consonancia entre ojos, mirada, cara, cuerpo: todo le parece perfecto. En un instante se percata que quien hace un momento le pareció que le coqueteaba, se ha cambiado de asiento a su lado. Al notarlo tiembla, se estremece. Parece no creer lo que sucede. A través de los 30 centímetros que les separa siente la tibieza de aquél cuerpo, percibe su olor. Cuando escucha un “Hola” ya ha decidido dejarse llevar, y tras un breve intercambio de fútiles palabras de compromiso, pasan de la plática a los besos.

Sus labios se le antojan como dos delicadas lianas que comienza a recorrer con la lengua, a lo que las manos ajenas corresponden, no sin sorpresa, palpando sus muslos. Sus ojos parecen suplicarle Salgamos de aquí, y, sin mediar palabras, bajan del autobús y buscan el hotel más cercano. El aire frío, una puerta promisoria, pasos por la alfombra, recepción, llavetarjeta, elevador, (besos frente al espejo), cuarto 307, cama, sábanas blancas, ropa que cae, encaje negro, vello púbico aún más negro, el placer que crece, como crece el deseo, saliva, lengua, carne trémula, más besos, abrazos, sudores, jadeos, placer, orgasmos, paz. Mira al techo y se pregunta la hora. Decide desechar ese pensamiento y voltea a su lado, para ver el cuerpo que ahora sueña boca abajo, a su lado. Acerca la mano para acariciarle, y, en el último instante, cambia de idea y decide recostarse en sus muslos antes de dormir un poco, para percibir de cerca el olor de su piel. Los ojos le pesan cada vez más, y lo último que ve antes de dormirse es el sol de mediodía entrando por la ventana, bañando en un tono cobrizo todo lo que toca. Duerme. Escucha el ruido de un timbre, y despierta de un sobresalto, con la cabeza recostada en el vidrio. El cansancio ha cedido ante la confusión, y la memoria llega como un relámpago, de la mano de una ligera excitación. Se despabila y voltea al lado, para darse cuenta que no hay nadie. Nunca lo hubo. Mira el reloj, y tras avanzar seis calles más, se levanta y toca el timbre para descender del camión. Otro día más. ↡

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D erecho de petición Por Felipe Guerras Pueblo de San Alfonso, a 12 de octubre de 1999. Calle Álvarez, Municipio Mictlán, #7, CP. 2503

Al Presidente Municipal, Licenciado Josué González Cruz. Desde esta carta le envió un cordial saludo, señor Presidente. Le ruego que lea mi derecho de petición porque me parece urgente que resuelva este asunto encaminado a mi salud y a Sandra Vázquez; estoy seguro que le interesa. Según mi casi nulo conocimiento del derecho, debo iniciar con los hechos. Aquí van: A Sandra la conocí en agosto ocho, en la Plaza de San Alfonso junto a la Catedral. Lo recuerdo como se recuerdan las caídas, las tragedias o los sucesos vergonzosos, con ese aire mixto de risa y tristeza. Yo estaba dándole mantenimiento a los tulipanes blancos de la jardinera central; siempre me he concentrado en mi labor porque amo todo lo que puedo contemplar y tocar sin dañarlo o molestar. Amaba mi trabajo de jardinero del ayuntamiento y era cuidadoso. Por eso fue insólito que mis tijeras cayeran al suelo sorpresivamente, pero no fue un suceso aislado, fue una señal de San Alfonso para desviar mis ojos a un vestido blanco y dos bellos ojos negros, blanco como los tulipanes, como la piel desnuda de Sandra y como el vestido de novia que usó años más tarde. Después de mirar a esa bella jovencita, me animé a saludarla —tome en cuenta, señor Presidente, que yo no era el horrible ebrio que soy ahora—, abandoné mi puesto de trabajo y dejé a mis amigas tijeras en el suelo. Debo admitir que no logré demasiado, pero al menos me enteré de su nombre completo, solo así pude hallarla días después. Dejé pasar un tiempo para no asustarla, pero investigué un poco de ella para provocar encuentros “fortuitos”. Cuando me volví a encontrar con la bella Sandra, no me reconoció y se negó a salir conmigo. Entonces empleé toda mi magia de jardinero y florista, comencé a enviarle arreglos de tulipanes, girasoles, narcisos, azucenas y ninguno daba resultados; jugué mi última carta y envié gerberas de diversos colores, eso sí que surtió efecto y aceptó salir con el jardinero del ayuntamiento. Por favor no lo olvide: a Sandra le encantan las gerberas.

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Las salidas se hicieron cotidianas y

Siguiendo el formato tradicional,

sus padres me aceptaron como un buen

ahora debo formular mi petición:

yerno; sin dudarlo pusimos fecha de

Quiero que usted emita algún

boda. Tengo que confesarle que no soportamos el ansia de amarnos, nos bastó la promesa de matrimonio para lanzarnos al amor enloquecido. Tuve el gusto de desnudar a Sandra con todo el amor que cabe en un hombre

documento para que un doctor me saque los ojos, nadie quiere hacerlo. Díctelo por compasión, pena, enojo o envidia. Yo ya he visto la flor más hermosa, la

de mi estatura. Contemplé su carne

de Sandra. No necesito más la

blanca como contemplaba las flores

endemoniada vista que por más

en mi trabajo; colmé mi mirada de sus

que fluye no se seca, parecieran

pezones rosados, mi tacto se atiborró

lagrimas eternas.

de sus relieves; mis ojos contaron

Usted debe pensar que si estoy

cada lunar que adornaba su cuerpo,

desesperado, es muy extraño que

mi favorito es el que se encuentra a la puerta de su flor. El resto de la historia bien la sabe usted, porque ahora es su esposa. No la culpo a ella y menos a usted, esas cosas pasan con todo y el dolor que me

hasta hoy no me haya quitado los ojos personalmente y que en su lugar esté enviando peticiones. La respuesta se divide en dos: lo principal es que lo hago con

cuesta aceptarlo, señor Presidente.

ánimo de sacudir la estabilidad

Lo único que me atrevo a reprocharle,

de su bello hogar hundiéndola

es que además de enamorar a la mujer

en celos y desconfianza; por otra

que amaba me haya quitado mi trabajo

parte, tengo miedo de morir en el

de jardinero del ayuntamiento; esos

proceso de extirpación.

tulipanes se ven tristes, les falta amor y dedicación.

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Yo soy católico y el suicidio me llevaría al infierno, además, el suicidio no me parece una solución a mi tragedia amorosa, basta con que usted permita que me saque los ojos un doctor —disculpe usted si soy reiterativo—, porque yo no tengo conocimientos médicos. De lo que tampoco tengo conocimiento es de fundamentos jurídicos, eso lo sabe usted que es licenciado, así que lo omito. Si le sobra tiempo, agradecería que le pusiera abono a esos tulipanes o se le van a morir. Eso no lo haga por mí, hágalo por San Alfonso. Protesto lo necesario.

Ramiro Gómez Asturias ↡

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REFLEJOS Por Ella

Marday

“Yo temo ahora que el espejo encierre El verdadero rostro de mi alma, Lastimada de sombras y de culpas” J.L. Borges

Encontré una misteriosa fotografía. Aparezco en ella, pero no me reconozco, no recuerdo haber estado en esa situación. Ojalá supiera quién fue el camarógrafo. Sólo puedo describir el retrato: estamos frente a una fogata una niña y yo. No es lugar propio para encender fuego porque es un cuarto con espejos. La llama parece multiplicarse infinitamente, es difícil distinguir cuál es la fogata original. ¿Quién es la niña y cuál soy yo? Ambas nos miramos, es decir, todas miramos el fuego y la incandescencia nos ilumina mil millones de veces con tonos amarillos y anaranjados. Jamás había visto algo parecido, no recuerdo haber visitado un sitio así. Estoy confundida porque no se distinguen con claridad los ojos de la niña, pero en mi semblante puedo ver el suyo. ¿Los destellos borraron la mirada de la niña o me borraron a mí? ¿Yo soy el reflejo? Me coloco frente al espejo y repito por última vez: “Silencio, demente”. ↡

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Más

allá del

día Por

Javier Trejo

Durante la ceremonia de la fertilidad, el hombre de la prehistoria miró al interior del espejo mágico y pudo ver a una mujer que viajaba en barco. Ella vivía en el tiempo futuro. Los dos tocaron el cristal que los separaba, se miraron a los ojos y la magia terminó convirtiendo el espejo en un opaco cristal. El espejo se quebró separando las dos eras. El brujo le dijo al hombre de la prehistoria que para volver a verla tenía que iniciar un viaje más allá del día. El brujo le entregó un collar de piedras brillantes para que nunca se olvidara del paso del tiempo. El hombre de la prehistoria conquistó valles y grandes montañas. Atravesó bosques y ríos hasta llegar al mar. Pasó largas noches recostado en la playa mirando las estrellas, soñaba con el rostro de la mujer del espejo. Construyó un rústico cayac y continuó su viaje sobre el agua. En el otro extremo del mundo todo estaba cubierto de hielo. Él sabía que se encontraba cerca de la puerta del tiempo. Hacía mucho que el sol no salía. Él recordaba las palabras del brujo y seguía su camino más allá del día, sobre los hielos perpetuos. El soplar del viento semejaba puntas de lanza que le cortaban la carne. De pronto, tropezó, cayó por una fisura y quedó congelado.

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Miles de años más tarde, una mujer, una antropóloga, viajaba en barco por el océano ártico. La expedición tocó tierra. Descendieron en un iceberg en el que, preservado por el hielo, encontraron al hombre de la prehistoria. La antropóloga sintió compasión al contemplar el gesto de sufrimiento en el rostro del hombre, pero no lo reconoció. Lo descongelaron. Por poco no despierta, había dormido demasiado. Quisieron matarlo para ver cómo era por dentro, pero ella lo defendió. A partir de entonces el hombre de la prehistoria y la antropóloga pasaron mucho tiempo juntos. Él aprendía lo que ella le enseñaba. Cuando pudo hablar, la mujer comenzó a quererlo. Luego él le confesó su origen. La mujer recordó aquella noche: cuando el espejo mágico apareció frente a ella en la proa, mientras el barco surcaba el océano. Recibió el collar de piedras que simbolizaba un afecto interminable. Y ocultos en la sombra, ella y él, escaparon del tiempo para escribir su propia historia.↡

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Escaramuza Por

Hugo Vera

“Lo extraño es que no sólo llueve afuera otra lluvia enigmática y sin agua nos toma de sorpresa /y de sorpresa llueve en el corazón/llueve en el alma” Mario Benedetti Comenzaré esta historia con una gota que nada tiene que ver con la trama. Nació de una nube, que también es irrelevante, para caer más rápido que un suspiro en un tejado. La gota se convierte en eco y aquél sonido sordo y lejano llegó a los oídos del hombre, quien muy de mal humor se liberó de las sábanas y puso las manos sobre el reloj al costado para notar que ya era tarde, pero tarde sin ningún motivo, porque ese día era sábado, y aquellos días, por lo menos para él, nunca podía ser tarde. Continuaron los golpeteos tercos en el techo, y cada uno retumbaba más en su matutina jaqueca. Rumbo al baño miró a través de la ventana y suspiró ante la imagen que se le presentaba. “Otra vez lluvia”, pensó, “y la lluvia significa que ella viene, o que hay que correr a solucionar lo de las goteras en la sala”. Y en verdad prefería que fuera lo segundo antes que lo primero, porque si era sincero, aquella mujer no traía nada bueno consigo. “Sólo el olor a la imposibilidad y a jamás”.

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Colocó baldes donde caían las gotas. Fue a la cocina a preparar el café. Escupió un par de maldiciones al apretarse un dedo con la puerta de la despensa y juró a Dios y al Diablo que picaría aquel mueble viejo para leña. “Maldita sea tu existencia, vejestorio”. Tomó un poco de pan duro que había sobre la mesa y lo colocó en el horno, de la heladera sustrajo un pedazo de queso fresco, que ya no hacía honor a su denominación, y lo colocó en la mesada poblada de platos sucios de la cena. El olor a humedad se mezcló con el del café y el pan tostado; aquello mejoró su humor y alivianó el dolor de cabeza. El timbre del teléfono rompió el virtual silencio y la jaqueca volvió a retumbar “No voy a preguntarme de quién se puede tratar a esta hora, cuando estoy seguro de quien llama”. No dijo nada al descolgar, y fue la mujer la que rompió el silencio, con aquellas palabras frías y trilladas: —Hola, ¿cómo estás? Y él le contestaba con la misma frase, que cierta o falsa, era inmutable: —Bien, ¿y tú? Soltaba la charla de siempre sobre su vida que a él no le interesaba (tanto como ella y su lluvia) sobre su trabajo, sobre sus sueños aburridos y patéticos. Le interrogó sobre la posibilidad de pasar a verlo y de llevarle “unos pastelillos de carne, de esos que te gustan, los sin pasitas”. Y él se vio obligado a contestar que sí, mientras caía en cuenta que el pan se quemaba en el horno y que llovía cada vez más fuerte. Colgó sin darse cuenta y se abalanzó al horno para rescatar unos pedazos de pan que al final resultaron pasables con el queso. El café supo a gloria, le recorrió un escalofrío que hizo que la piel se le erizara. La luz de un rayo penetró por la ventana y luego rugió un trueno. Puso a calentar un poco de agua para bañarse, tomó el poco tabaco que le restaba y armó la pipa para la espera. “Seguro mencionará algo si me ve

fumando, y a mí no me importará, porque hace rato no me importa”, pensó sabiendo que no era así, de hecho, si lo encontraba fumando, ella le diría algo tan cliché como “no te hace nada bien fumar”, y eso daba indicios tenues de preocupación, o por lo menos de interés, y no podía mentir, la percepción le resultaba más importante que la realidad en sí. Mientras el agua tibia le caía por el cuerpo, trató de recordar aquel rostro. Ya hacía meses de la última lluvia, podía recordarla con levedad, pero no algún detalle preciso. Sabía, por ejemplo, que su rostro era delicado, de rasgos finos, como si la hubiesen dibujado con un lápiz de manera muy precisa. Recordaba que el cabello era de un azabache noche, pero quizás, también podría ser un castaño muy oscuro. La boca era curiosa: tenía los labios superiores casi tan gruesos como los de abajo y de un color rojo muy intenso. Contaba con todos aquellos detalles, pero resultaban como piezas de un rompecabezas, piezas desparramadas. El olor del jabón le recordó al perfume. No era para nada parecido a ese aroma industrial de la pastilla con que se lavaba. El aroma que recordaba, también de forma imprecisa, era floral, dulzón, delicado. Era un olor real, verdadero, tangible. Quizás lo más palpable de aquella extraña existencia. Era olor a ella. Pensó un momento en el tacto que le había proporcionado aquella piel que albergaba la esencia. Era tibia y suave cuando la recorría con los labios, y apuraba un ligero toque con la lengua, juraba que había sentido sabor. Una vez se lo había comentado y ella se rió mientras se acomodaba debajo de las sábanas, “¿y a que te sabe?”. Él no supo qué contestar, sin embargo, hizo un disparo a ciegas. “Es un gusto a frutas, a naranjas, no sé, yo creo que debe ser el gusto tuyo”. Ya vestido, tomó su pipa, la encendió y se dedicó a ojear el viejo periódico para hacerle compañía al humo. Las noticias eran viejas, pero había muchas sin leer.

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A veces le resultaba divertido recorrer el periódico en busca de errores que cometían los redactores. Muy de vez en cuando, sobre todo si compraba La República, donde trabajaban periodistas jóvenes e inexpertos, se encontraba con una buena cantidad, que iba marcando con un bolígrafo rojo, para luego contar el total y anotarlo en un cuaderno. Con este pequeño pasatiempo había descubierto que los periódicos de los viernes eran los que más faltas solían contener. Tomó una enorme bocanada de humo y luego jugueteó exhalando y tratando de formar círculos. Las cubetas en la sala estaban casi llenas y sabía que la lluvia no bajaría su ritmo, así que en cualquier momento debería dejar la pipa para ir a vaciarlos. Se cansó de leer y dejó el periódico a un lado. El techo resonaba con el martilleo de las gotas cada vez más intenso. De vez en cuando los truenos rompían el silenció y hacían vibrar todas las ventanas de la casa. Con uno de aquellos rugidos sonó el timbre, al unísono. El pecho le retumbó en un martilleo creciente como los golpes de las gotas. Dejó la pipa sobre la mesa y tuvo que pasar un buen par de segundos hasta que decidiera caminar hacia la puerta sin siquiera mirar los baldes que ya estaban a centímetros de desbordarse. Al mirar a través del ojo de buey, reconoció aquella inconfundible figura. Abrió la puerta sólo para encontrar que su cabeza era un desierto y que las palabras que había pensado, ni siquiera las más comunes, saldrían de su boca para dar una nueva bienvenida. —Hola —dijo ella contemplando la cara de idiota que él mantenía. Y como un pajarraco obediente, él repitió el mismo saludo, con una voz cavernosa que no parecía provenir de él, sino de mucho más lejos, quizás desde donde se encontraban todos sus pensamientos. —Si no te conociera tanto como lo hago, diría que no te da ni un poquito de alegría

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verme —pronunció ella entrando a la casa — pero sé cómo eres. Él la observó un momento más hasta que la conciencia le volvió al cuerpo. —No es exactamente alegría lo que me trae tu llegada, mujer. Y en verdad, ojalá tuviera el coraje para preguntarte cómo crees, o cómo dices que soy. De los labios de la mujer brotó algo parecido a una sonrisa. Ahora todo era claro, las piezas de los recuerdos que yacían desparramadas, ahora de juntaban y la formaban en su totalidad. — ¿Por qué no pasas y te sientas mientras yo vacío los cubos? —alcanzó a decirle. Ella prosiguió a la cocina sin decirle nada, y él acometió contra los recipientes que ya comenzaban a ceder. Mientras vaciaba los cubos, escuchó que ella se movía en busca del trapo de piso. Al llegar a la sala ella o esperaba sonriente y brillante. —Gracias —le dijo— no es necesario—. Ella se limitó a sonreír y ejecutar el trabajo. —No me vengas con orgullos a estas horas del asunto —espetó— tengo años de conocerte y de venir a verte. ¿No crees que es tarde para el tratamiento de visita? —Nunca es tarde para algunas cosas, pero creo que tienes razón, para eso sí que es tarde —contestó él. Al finalizar con los cubos, regresaron a la cocina. Ella se lavó las manos en el fregadero y comenzó a lavar los platos de la cena. Un reflejo quiso impedírselo, pero él supo que era inútil tomando en cuenta el anterior comentario. Aun así vio un gesto de desaprobación sobre el estado de la cocina y le dio un poco de temor sacar la pipa pensando que sería demasiado, pero aun así lo hizo. —Estás hecho un desastre —le recriminó— platos sucios y hecho una chimenea, vas a morirte joven y sucio. —Tampoco es para tanto, unos platos sucios que iba a lavar más tarde y una fumada de vez en cuando, hay gente que nunca fuma y también muere joven.


—Sé que vas a decir que no soy quién para decir algo —la voz sonaba a reproche, y aunque estaba de espalda, sabía qué expresión se dibujaba en aquel rostro— pero estás tentando al diablo, Jorge. Un estremecimiento le recorrió la columna cuando la escuchó pronunciar su nombre. En ese momento, cayó en cuenta que aquella mujer que lavaba la loza estaba realmente ahí y que en cualquier momento se voltearía y la podría admirar como otras veces, y que su corazón se alegraría aunque supiera que luego se marcharía sin dar ninguna explicación y todo volvería a ser igual a todos los días: tranquilo, aburrido y seco. Ella terminó con los platos, se secó las manos con una tranquilidad que le pareció eterna, para luego sentarse a su lado y mirarlo desafiante. — ¿En serio no vas a dejar de fumar esa porquería?—Inquirió—Por lo menos mientras esté aquí, ¿te podría pedir que lo dejaras? El semblante duro como roca no dejaba lugar a la duda, hablaba con seriedad. Obedeció de mala gana y dejó la pipa a un lado. Luego él la imitó dedicándole la misma mirada fija a sus ojos. Así estuvieron por casi dos minutos hasta que ella rompió la calma. —Si no querías que viniera sólo me hubieses dicho, no te voy a decir que me hubiera gustado, pero por lo menos no me sentiría como si te estuviera molestando. —No metas palabras en mi boca, Sofía— gruñó él. —No son palabras las que me dicen que no te agrada que haya vuelto —lanzó ella con voz serena —creo que lo correcto sería decir que no te atribuya gestos y miradas. —Tampoco es un acto tan común eso de tus apariciones —espetó él con notable sarcasmo —no es algo que me incomode mucho, a decir verdad. Hubo otra breve pausa. Ella parecía haber bajado la guardia con lo mencionado. —Acabo de llegar y vas a comenzar con eso —dijo—, tú sabes de razones y si quieres que

te explique... —No— interrumpió él —mejor cambiamos el tema, me sé de memoria lo que vas a decir y todo lo que implica después. Sintió que la jaqueca le volvía y le retumbaba en cada lado. Afuera la lluvia traía un ruido ensordecedor: los rayos y truenos eran cada vez más constantes. Los cubos de la sala retumbaban con cada gota y simulaban un tamborilero con mal ritmo. Todo aquello le acrecentó el mal humor y no pudo ocultarlo en el rostro. Ella por su parte lo contemplaba sin saber que decir. “Pero pronto encontraré algo dentro de ella, algo que me haga ceder, que me haga pensar que soy yo el que está mal y no es ella la que hace daño, la dueña de la falta”. —Si quieres comemos los pastelillos que traje, y luego, para el almuerzo, preparo algo— esquivaba el tema, como siempre solía hacerlo, pero él sintió que esta vez le había abierto las puertas para que saliera huyendo. —Te veo bastante mal en ese sentido, en la despensa hay pocas cosas o nada y en la heladera una cerveza y un pedazo de queso— contestó —no me extraña para nada, veo que andas en una especie de plan de abandono, aparte de eso no te sobra mucho de buen anfitrión —le recriminó ella con el rostro impasible. —No es que haya tenido mucho tiempo para salir a buscar cosas, y menos con este clima. Pero si quieres agarro ahora la capucha y salgo hasta la tienda, no tengo problema en mojarme. Comenzó a extrañar la sensación del humo, necesitaba algo para controlarse, algo para controlar aquél sentimiento de inquietud que ella alimentaba. —No voy a dejar que te mojes. Ambos sabemos que sos muy susceptible a las pestes y yo creo que esa costumbre de ahogarte con la pipa no debe estar ayudando para nada a las defensas —dijo ella.

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Su mirada le resultaba afilada. Podía decir que tenía profundidad, que más allá de verlo a los ojos estaba revolviendo el baúl de ideas que era su cabeza. Pero siempre era así de intensa, así de extraña, y no había cambiado ni un poquito, y de cierta forma eso lo alegraba. —Y yo ya estoy mojada, así que a las horas voy yo —señaló un envuelto de papel que había sobre la mesada — ¿Te apetecen los pastelitos?, te los hice sin pasas. —No te los voy a despreciar, y menos con sólo un poco de queso y un pedazo de pan quemado en el estómago. — ¿Cómo te trata el trabajo? —le preguntó ella mientras se levantaba— siempre soy yo la que cuenta de mis cosas, pero en cuanto a vos todo parece ser un misterio. Sus manos se deslizaron sobre la envoltura y dejaron al descubierto cinco bocadillos de muy buen aspecto. — ¿Los caliento un poco?, no hace mucho que los saqué del horno, pero se enfriaron. —Para mí estarían bien así —respondió él. —Pero bueno, cuéntame cómo te va. ¿Sigues trabajando en aquél periódico?, no recuerdo su nombre, era el... —Universal —intervino tosco—, sí me está yendo bien, no hace mucho pasé a editor de política y ahí se me han hecho un poco más fáciles las cosas. No mentía, la vida del editor era mejor que la de reportero que llevaba antes. Le había comenzado a resultar tedioso eso de buscar noticias donde casi no las había y cuando le anunciaron la promoción, no pudo más que alegrarse. Ahora su vida consistía en asignar y corregir. —Pues estás en lo tuyo, sé que te gusta la política y lo de mandar se te da muy bien — hizo un pausa para buscar un plato en uno de los cajones y luego colocar los pastelitos en él —pero pobres de tus subordinados, eres un tipo de lo más impaciente, aparte de que es a tu modo o no es.

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Se acercó a la mesa y depositó el plato con los pasteles sobre ella, puso uno sobre una servilleta y se lo entregó. Estaba tibio y el olor era muy bueno, le recordaba a viejos días, no tan cercanos, no tan lejanos, pero igual de lluviosos y con ella a su lado. Le supo divino el primer bocado, y los próximos, y como había hecho el café en la mañana, aquello mejoró su humor. La jaqueca desapareció y el panorama pintó mejor. “¿Qué diablos importa si luego no puedo con mi vida, si luego se larga y me quedo como siempre?, ¿qué importancia tiene algo en este momento? La misma importancia de un sueño muy bueno, pero del que estás cociente que despertarás”. —Te gustaron por lo que veo —exclamó sonriendo—, vas a ver que lo que haré más tarde te va a gustar aún más, ojalá esté bien abastecido el almacén. —Vi al suplidor llegar ayer, así que no deben andar cortos de nada —respondió él. —Me vas a tener que prestar la capota esa de la que hablabas. —Ni hablar, yo no voy a dejar que te mojes, por más que insistas, más tarde iré yo, vos me haces la lista de las cosas pero yo voy — dijo él. —Pues vaya que cambias el humor cuando comes —le dijo ella con la sonrisa aún en el rostro —no miente ese dicho con los hombres. Cuando terminó de devorar aquella delicia, recordó los cubos de la sala. Se incorporó y ella lo siguió con el trapeador en la mano para repetir la misma maniobra. Afuera, la lluvia no mermaba, por el contrario, se iba haciendo cada vez más fuerte, y por si fuera poco, entre las ventanas se podía escuchar el silbido del viento embravecido. Cuando regresaron a la cocina, ella observaba impávida la ventana. A través de ésta pasaban de vez en cuando, acelerados, por las ráfagas, hojas y otras menudencias de los árboles.


También hombres que regresaban a sus casas y que la lluvia los había tomado en el camino, algunos preparados con sus impermeables, otros empapados y de notable mal humor. — ¿Sigues con los cuentos? —escupió ella—, te iba bien con eso, y si la memoria no me traiciona, estabas escribiendo una colección la última vez que te vi. —Hace rato que no toco eso —le contestó—, todavía tengo esa costumbre de dejar todo a la mitad en la escritura, pero, ¿no era Chejov el que decía que se puede escribir sólo cuando se tiene el humor? —Ese u otro ruso, pero tú no eres ruso, ni Chejov, ni Molotov. —Eso lo tengo más que claro —Aquella mujer sabía cómo buscarle el mal humor. —No me refiero a la calidad, me refiero a que no puedes ampararte en ese tipo de cosas para dejar todo a medias, y si me permites corregirte, no es sólo en la escritura que tienes la costumbre. Aquello encendió la mecha. Si había optado por la calma, ella parecía buscarle el interruptor para hacerlo explotar. Sabía que no debía seguir el juego, sabía que si lo hacía quizás más tarde se iba a sentir miserable y no habría forma de volver hacia atrás, porque no existía tal botón para borrar las cosas que ya se dijeron, y más cuando son palabras que duelen, porque son esas las que calan con profundidad en eso que algunos llaman alma. Pero no pudo controlar el impulso. —Me sorprende lo bien que me conoces a pesar de desaparecer como lo haces, aparte hablas con tonos de reclamo como si fueras tú la que tiene algo que decir en ese sentido. Ella lo observó sin dibujar ninguna expresión. —Al final del día, por más que quieras liberar eso que tienes reprimido, vas a estar conmigo en la cama, como todas las veces, y ahí se te van a ir de la mente todos los reclamos y no va importar para nada el tono en que yo te hablo. Él guardó silencio. —Y si preguntaba por los cuentos —continuó ella—, era porque me causaron curiosidad.

Y no te iba a ocultar que me gustaría verlos terminados. —Te gustan mis cuentos porque todos hablan de vos —respondió él un tanto seco— porque son la ventana más sincera hacia lo que tengo adentro. —Yo no lo pude decir mejor, ni tan dramático—una sonrisa asomó, luego retornó la neutralidad—me gustan, te soy sincera, sobre todo esos donde haces referencia a los cafés que tomamos en Utópica y a los tormentones que se nos venían encima. —Son cuentos mediocres —refunfuñó él. —Eso solamente porque la mayoría no están terminados. Más silencio roto por la lluvia. El viento había aflojado un poco y ya no hacían ruido las ventanas. Desde la sala llegaba el repiqueteo de los cubos, pero luego silencio, sólo silencio. Y consideró que era propicio ir por las cosas antes de que llegara ese punto álgido donde no había nada que decir. Por eso, sin mucho farfullar, ni pensarlo, tomó rumbo por la capota y entonó en su mente un viejo ritmo, que no supo de donde venía, pero le importó tan poco como a ella le había importado marcharse tiempo atrás. Ella se quedó sola, organizando las pocas cosas que había disponibles. No había dicho mucho mientras elaboraba la lista de lo requerido. —Va a ser la pasta que tanto te gusta, eso sí, que no se te vaya a olvidar el queso— dijo, luego lo demás fue silencio, de ese que simulaba un ambiente donde él no existía, no tenía cabida. Al enfrentar la puerta divisó la muralla que fundaba la lluvia. No lo asustaba, en el momento que las gotas rompieron contra la capota como piedras, le alegró comprobar la intensidad que indicaba que se extendería. Pisó entre charcos y sintió el frescor en el rostro. El olor de la tierra ahogada asomaba por las fosas nasales y entre los huequecillos de las botas viejas penetró una humedad poco confortante.

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Vislumbró el comercio entre el torrente, con sus luces vagas de mortecino blanco. Los toneles de fruta y verdura que solían estar afuera, seguro reposaban en los interiores a salvo del agua, como lo hacían, en sus casas, los hombres que se reunían en tardes soleadas a beber cerveza mientras parloteaban de cosas viejas. La puerta cerró con un chirrido, y en el mostrador, la vieja Ramona lo miró y le dedicó una sonrisa desdentada. La nieta, una chiquilla de cuatro años, juagaba con una muñeca mugrosa y desnuda entre los cajones de la acelga y sobre el mostrador, un gato marrón dormía una profunda siesta. Pidió un poco de pasta, cinco tomates, una bolsita de adobo, medio kilo de pan y un trozo de queso fresco que de seguro duraría una semana. Miró la alacena en busca de algo que pudiera faltar y dio con una barra de chocolate que no estaría de más. Un trueno resonó entre las tejas y el gato emprendió carrera, con la niña detrás de él. —Es un clima de mierda —oyó que la vieja decía—, sólo trae goteras y pestes. No pudo más que asentir, para no entrar en una conversación que alargara más su estancia. — ¿Le empaco algo más, compañero? — preguntó —Así está bien, me lo anota. —Sin problema. Se despidió y notó al salir que lejos de amainar, la lluvia había embravecido su ímpetu. Volvió a encharcar sus botas en la tierra suelta por el agua, protegiendo bajo la capota, la compra. “Ojalá no pare nunca, pestes y goteras, pero para mí”. Un rayo interrumpió sus cavilaciones y dibujó la sombra del árbol del costado de su casa. Aquel árbol que aún conservaba una bala de la vieja guerra, y donde dos años antes, dos manos habían tallado en letras tan diferentes: “Hasta la próxima lluvia. Que no pare” Cuando llegó no la encontró en la cocina, tampoco en la sala. Supo que aún estaba

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porque sobre la mesita del comedor estaba su bolso y una pulserita. Se sentó a esperarla, y en segundos escuchó los pasos que venían desde el baño. Se había cambiado de ropa, los pantalones y la camisa habían sido sustituidos por un traje entero que le delineaba el cuerpo. Se había soltado el cabello rizado, y percibió un olor que no podía ser otro que el de la colonia de siempre, la del dejo a naranjas u otra fruta que quizás no fuera más que como aquello olía en ella. —No demoraste casi nada— le dijo mientras pasaba pavoneándose —aproveché para cambiarme a algo más cómodo. Revisó la bolsa de la compra y no dijo nada. —Te traje chocolate —le dijo él—, para que no digas que soy un seco. —Nunca lo dije. —Sí, y si no lo hiciste, lo insinuaste. —Mojaste todo con la capota —era costumbre de ella cambiar el tema—, por qué no me haces el favor y secas eso mientras yo te hago de comer. No dijo nada, tomó el trapo de piso y se dedicó a eliminar la senda de gotas que había dejado. Aquello no lo habría molestado ni un poco de estar solo, pero había llegado ella, y cuando llegaba, la vida se complicaba, dejaba de ser simple. Miró por la ventana, más lluvia y rayos a lo lejos. De cuando en cuando, los truenos retumbaban en el techo. En solo unos minutos, el humor a tierra mojada se mezcló con olores de la cebolla y el tocino inmolados contra el sartén hirviente. Los pastelillos de la mañana pasaron al olvido, tal como los sentimientos que albergaba antes de su llegada. Ella ni se inmutó, ni se preocupó en voltear cuando él regresó de la faena. Revolvía la sartén y en el fondo la ventana y más allá la lluvia, y mucho más allá el violeta furioso de un rayo, luego su sonido. Se sentó a mirarla y ella paralizó un momento todo movimiento, como si esperara que algo ocurriera.


—Me hubiese gustado que te aceraras a ver si podías ayudar —le reclamó sin voltear a verlo—, o por lo menos que hubieras dicho algo. Pero, a decir verdad, si lo pienso bien, ese no eres tú, o digo, no serías tú si lo hicieras. Él no dijo nada. Sabía que si decía algo, seguro iniciaría un alud de reclamos. “Es irónico, temo a los reclamos de la persona que no soporta uno”. Y cambió el tema. —Cuando te pregunto algo —dijo él—, tengo miedo a que el tema derive en algún tiempo más atrás de aquel en que pasas por el umbral de la puerta de mi casa. Ella, dándole la espalda, se movía incesablemente de lado a lado en la mesada. —Por cobarde, quizás—contestó ella—, o puede ser también, que sea porque un hombre inteligente sabe que no debe escuchar nada que le genere incertidumbres. Y tú, así como eres, que todo lo piensas, que todo lo miras con malicia, eres incapaz de vivir con incertidumbres, ¿cierto? —Por cobarde me inclino más a eso. Lo demás es lo que me genera la cobardía. Verte cada tanto genera un vacío apreciable, tú debes ser consciente de eso, y prefiero rellenar esos espacios con nada, a saber de cosas que me hagan generar ideas. —Celos. — Incertidumbre, como bien habías dicho.

—No hay tal, tienes la certeza de que cada día que pasa hay posibilidades de que llueva, de que venga. —No hay certeza en eso. Cabe la posibilidad de que un día no vengas, punto. No hay poesía en todo esto. Yo de vos no sé nada más que lo que hablamos en estas cuatro paredes. —¿Hace falta más?—preguntó ella—, ¿te falta más de lo que te doy? No hubo respuesta, solo un silencio invadido por gotas rematadas contra el techo, el hervor de la salsa, el goteo de los baldes de la sala, los pasos de ella, de lado a lado, con su vestido ceñido al cuerpo ¿Cómo era su figura desnuda? Apenas lo recordaba. Sus pechos eran delicados, su pezón apenas tenía sombreado el contorno y siempre se erigían al tacto de sus dedos. Sus poros emulaban suaves erizos, y al besarlos, eran dulces, salados, o quizás neutros, eso sí no lo recordaba. ¿Qué más? Su piel, había una delgada memoria soluble de cómo era por debajo de la tela, y mucho más abajo, donde la belleza se confunde con otros sentimientos. Lo único claro eran las memorias de su sexo, húmedo, caliente y deseoso de él, la última vez, la última maldita lluvia.

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—No te queda más que confiar, y confiar a ciegas —dijo ella sacándolo del ensueño—, algo que, conociéndote, debe ser lo más cercano a tener fe. —Rendirme— contestó él huraño—, uno se rinde, y como en toda guerra, el vencido siempre habla de las pequeñas batallas ganadas. —Es mala tu analogía, acá nadie ha perdido ninguna guerra— sonrió con la sonrisa socarrona que él tanto odiaba —y por lo visto nos quedan batallas por librar, de lo contrario no estaríamos acá, ni me hubieras abierto las puertas de tu casa. —La guerra está perdida desde el momento en que me rindo a tu voluntad, mujer —dijo él—, las batallas que libro son escaramuzas, que tanto vos como yo sabemos que no nos van a conducir a nada de nada más allá de la espera, la expectativa, la duda, y todas esas mierdas de siempre. Eso es perder la guerra. El objetivo está ahí, pero se sabe imposible por las circunstancias, o las posibilidades. —Pues a mí la analogía me parece terriblemente mala. Al contrario de los fideos, que al parecer son buenos, nada que ver con los que venden allá en Utópica —replicó ella—, las cosas de las capitales suelen ser malas, y eso lo digo por la pasta y por vos, hombre del interior. —No pierdes la habilidad de cambiar el tema, pero si a eso vas, las cosas por la capital no deben ser tan malas si es que sigues por allá. —Hay motivos—contestó la mujer. —Que están mucho más allá de lo que yo puedo entender— interrumpió él. —De lo que necesitas entender, Jorge. Pocas veces lo llamaba por su nombre, y sabía que cuando lo hacía era para aclarar que hablaba enserio. La vio sacar la pasta de la olla, meterla en el colador, rociarla de aceite y luego colocarla en el recipiente y bañarla en salsa. Un ritual conocido, como también lo era lo que ocurriría después de la

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cena, si es que esa vez iba a ocurrir, igual que las otras veces. — ¿Puedes hacerme el favor de poner la mesa?—le espetó—, ya esto está listo, caliento el pan un rato y nos sentamos a comer, todo este asunto de la lluvia y la conversación con vos alborotó el hambre. Puso la mesa y se paseó por la sala para escrudiñar los baldes. El aroma del pan al horno suplantó la humedad y se mezcló con el perfume de la salsa. Cuando llegó a la cocina, todo estaba listo y ella lo aguardaba sentada. — ¿Te vas a quedar parado o vas a comer? Él no le contestó. La comida le pareció deliciosa, resaltada por el hambre de la mañana de estómago vacío y sobresaltos. Debe ser por eso que hablaron poco, un comentario de vez en cuando para resaltar cosas sin importancia, como las goteras del techo, las calles empantanadas, o cuánto hacía que no llovía. Después de la cena, ella recogió los platos y él vació los susodichos baldes. Ella preparó el café, y él la pipa, ella se sentó a mirar por la ventana, y él a ella. —Debes tener una vida muy vacía como para darle tanta importancia a la mía— dijo ella rompiendo el encanto del silencio, y luego volteándose hacia él. —Te pones modesta a estas horas de la tarde —contestó él—, en todo caso, tu vida está vacía si vienes hasta aquí, ¿no?, y si eso es cierto somos piezas que calzan. —O piezas iguales, mi estimado, y esas no encajan. Ella se levantó a servir el café. Él notó que la lluvia había amainado un poco, y se le hizo un nudo en la garganta. Se acercaba la noche, y si escampaba… —Hay lluvia para rato —exclamó ella mientras le arrimaba la taza—, pero el viento te hace pensar que hay calma, y después la tormenta vuelve.


El destello de un relámpago y luego el retumbe del trueno que le precedió, le dieron la razón y en un segundo aquella sensación se fue. El aire volvió a lo normalidad, poblado de los aromas del café, acariciados por el dejo del perfume de ella, y el aroma de la tierra mojada, que cada vez era más persistente. —Volviendo al tema que habíamos dejado, creo que deberías terminar todos esos cuentos que quedaron inconclusos. — ¿Y para qué? No hay nadie que los lea salvo yo, o vos—replicó él un tanto huraño. —Para no dejar las cosas inconclusas, sólo por eso. —Creo que mi vida está llena de cosas inconclusas, ¿no crees? —Se encausa otra vez el río a la culpa, ¿no? —No es culpa, reclamo, ni reproche. No digo nada que no sea cierto. —Termina los cuentos, Jorge, nada más— sentenció ella. —Eso ya se verá. Ella tomó las tazas y procedió a lavarlas. Lanzó humo con la pipa, lo que provocó que ella volteara la mirada y le dirigiera un gesto de desaprobación. No, no le gustaba, lo sabía, pero había mil cosas de ella que él no soportaba y sin embargo, no quería que escampara. —A veces te detesto tanto —dijo ella sin mirarlo—, pero siempre termino haciendo lo contrario, es como estas cosas de la naturaleza, cosas que pasan porque sí, como cuando llueve y debe escampar. Creo que es una fase, te odio, no quiero saber de vos, pero ahí vuelvo, acá me tienes, para ti. —Por el momento— refutó él. —Pero igual acá estoy. —La analogía de la lluvia te hubiera salido más a esa que viene después de la sequía y arrasa con todo. Todos la pidieron, pero cuando vino cobró su precio. — ¿Cuál es el precio que yo te cobro? —Lo que me queda después. O lo que no me queda— contestó él. —Ves, es eso lo que digo. La certeza de nada,

la duda, la incertidumbre. —¿De qué? —De vos, supongo. Ella tomó una silla y la acercó a él para quedar frente a frente, muy cerca. Sintió su olor, era como el de las naranjas, la cáscara. La deseaba. —Yo sé —dijo ella—, sé que soy efímera, que estoy de paso y todo eso que vos vas a decir. Pero, Jorge, la lluvia, demore o no, forma parte de un ciclo, y al final, aunque escampe, siempre va a volver a llover, entiéndelo así. Al final, sólo lloverá para vos. —No lucharé contra eso. Siempre he dicho que hay dos cosas que son indomables: el clima y los sentimientos de los hombres. Supongo que me tocará esperar en tus sequías… —Aprovecha esta lluvia —dijo ella—, y puso sus labios sobre los suyos. Su memoria, sus recuerdos no habían fallado. El cuerpo, aquel que recordaba tan blanco era preciso en su imagen. Sus pechos eran firmes, con los pezones erectos, y cuando los recorrió con su boca, en aquella tormenta de las manos que se paseaban sin rumbo, sintió aquel gusto al azar, que se mezcló con el aroma dulzón de los sudores. No supieron cómo llegaron al sillón de la sala, donde ya los baldes rebozaban y desparramaban el agua. Pero eso ya no importaba. No hicieron caso de los truenos, de la lluvia, ni el viento que se colaba por las aberturas de las ventanas, ni la base de la puerta. No importaba la incertidumbre, ni las promesas, ni el rencor que le produciría su inevitable partida. En el febril instante que penetró su sexo húmedo e hirviente, sintió que no existió nunca en el mundo momento como aquel, aunque supiera, muy a lo lejos, en ese rincón consiente que nunca desaparece, que luego de aquella lluvia, ella se iría y comenzaría la tormenta, la tormenta de la soledad, y en la soledad, sabía, habitaban todos los fantasmas, y no los buenos o los amigables que consuelan, sino aquellos que atormentan sin tregua.

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El clímax llegó y todo fue más claro. Ella volteó su cuerpo y se dejó abrazar. No dijeron palabra alguna, ella pareció dormirse. Ahí se quedó él, con miedo a dormirse, mirando el cubo derramándose rodeado de un inmenso charco, y contemplando con cierta tenue alegría los resplandores de una tormenta que parecía con pocas ganas de cesar su ímpetu. Así fue, hasta que le llegó el sueño. Se despertó de golpe, sudado y solo. Afuera, el sol burlón se colaba por cada ranura. Se levantó y chapoteo en los charcos alrededor de los baldes. Tenía el dolor en el pecho que se transformaba en un gusto amargo cuando subía a la garganta. Caminó a la cocina con la esperanza de verla ahí de espalda, preparando el café, o algo. Pero no hubo nadie, sólo el crujido matutino de las maderas del techo. Fue a la sala, se medio vistió y abrió la puerta. La calle estaba vacía. Tomó rumbo al árbol de la bala, donde hacía años, después de algunas de esas infrecuentes lluvias, había escrito algo sobre ella. Lo encontró, ahí, cicatrizado y resinoso.

Las go tas pe rla

de tu llegad de tu exist e

a,

beben

n la i ncert

idumb

re,

ncia,

raíce s

que t ú sem bra

las so leda

des,

ste co n la t ristez Si bie a. n es c ierto, que n o con en el fío, regre so, de tu tor menta no sé , mover me en el vac ío, de cad a dud a, de cada ausen cia.

A

hí lo leyó y ahí se quedó parado hasta que el árbol explotó partido por un rayo y él volvió a despertar, otra vez, sudado pero no solo. El trueno aún resonaba, mientras él se aseguraba de que era ella. Sí, lo era, ahí estaba el cuerpo, su olor y su tacto tibio. La apretó a su cuerpo y sintió una alegría chiquita al mirar por la ventana y descubrir que la tormenta no amainaba. Pero sabía, con amargura, que al final siempre escampa. ↡

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“—¿Nunca te hartas de mirar?—preguntó ella.” Kjell Askildsen

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