POLISEMIA|TIEMPO|MARZO2020

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Polisemia Pluralidad de significados

EDICIÓN FEBRERO MARZO 2020



pluralidad de significados de la palabra

TIEMPO DIRECCIÓN EDITORIAL

Dennise

Alcíbar

CORRECCIÓN DE ESTILO

Enrique Karla

Reyes

Michelle

Ruíz Nevarez

CONSEJO EDITORIAL

Anayeli Andrés

Ambrocio

Castellanos

Jonathan Gabriel

Alburo

Leonardo

Imer

COLABORADORES

Ana

de

Lacalle

Pablo

Torres

Óscar Chris

Páez

Morales

Andrea Diego Percy

Pereira

Despreciado

Taira

Daniel

Bojorge

Daniel J.

R.

Matayoshi Frini

Spinoza


CONTENIDO

06 08 1 1 16 18 20 22

e d i to r i a l Dennise Alcíbar EL TIEMPO COMO EXIGENCIA DE LA IDENTIDAD Ana de Lacalle EL MUNDO DE ZENÓN Y SU TORTUGA Pablo Torres LA BREVEDAD DEL TIEMPO Óscar Páez GRAVE CONFUSIÓN Chris Morales UNA SOLA VEZ Andrea Pereira

LA MÁQUINA DEL TIEMPO Diego Despreciado


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E N OT R O T I E M P O Percy Taira Matayoshi SEIS DE LA TARDE Daniel Bojorge SIEMPRE LLEGO TARDE A TODOS LADOS Daniel Frini GUÍA PARA PASAR DESAPERCIBIDO CUANDO SE VIAJA POR EL TIEMPO J. R. Spinoza


EDITORIAL DENNISE ALCÍBAR


En la actualidad el tema del tiempo se aborda mayoritariamente desde la ciencia, sin embargo, es fundamental dialogar también con la filosofía, pues ésta busca exceder lo que el tiempo condiciona. Es un concepto difícil de definir, como todos los sustantivos abstractos, porque no hay distancia suficiente entre ellos y nosotros, es decir, los humanos habitamos el tiempo y debemos mirar hacia afuera para discutir sobre él, pero es imposible salir de éste hablar de él objetivamente. Los diez colaboradores de esta edición de Polisemia contribuyeron con su visión de tan complejo tema y la suma de sus discursos arrojó muchas posibilidades: el tiempo es una de las primeras angustias existenciales. Lo insoportable del tiempo es que sea irreversible. Somos tiempo y no somos a la vez. La medición del tiempo significa poner orden: el reloj y el calendario sirven para ordenar el tiempo, pero no son el tiempo. El presente devora lo que toca y a la vez no toca nada, pues vivimos en un eterno presente que ya se terminó. Por último, lo más terrible son los destiempos: lo que pudo ser y no fue. Cuando la razón no alcanza para comprender en su totalidad un tema tan problemático, en lugar de entenderlo racionalmente, lo sentimos emocionalmente a través de la literatura.

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EL TIEMPO Como exigencia de la identidad A N A

D E

L A C A L L E

Mudarse micrométrica e imperceptiblemente desde el nacimiento, es un tránsito inexorable y necesario para vivir. El dinamismo de lo existente garantiza la sostenibilidad de ser, aunque esa naturaleza se sostenga precisamente porque cambiar implica pasar de ser de una manera a ser otra, pero al fin y al cabo Ser. Como ya percibió Aristóteles, esa modificación continua se despliega entre un momento X y otro momento X1, a saber: un tiempo que solo constatamos por las alteraciones perceptibles en la cosa. No obstante, precisamos de un umbral mínimo para que lo vivo se nos aparezca como lo mismo y distinto a la vez, con la suficiente estabilidad para contrastar que se trata del mismo siendo, pero mudado por la acción del paso del tiempo. Se puede en consecuencia vislumbrar esa conexión kantiana entre el espacio y el tiempo: sin el primero, el segundo no tendría lugar alguno para mostrarse a nuestra capacidad sensible. Y, fijémonos que parecen por tanto condiciones subjetivas sin las que no podríamos percibir ni las cosas, ni sus cambios.

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Sirva este recorrido previo para situar lo que hallamos problemático: ¿Si el espacio y el tiempo solo son a priori de la sensibilidad, estamos afirmando que al margen nuestro, desconocemos si los hay o no? Esto plantea una sugerente dificultad. Hagamos una reducción al absurdo y supongamos que el espacio y el tiempo son realidades en sí mismas, al margen de nuestra percepción. Si así fuese podría ocurrir que estas fuesen transformándose sin que nuestra sensibilidad se viera estimulada y, por ende, no obtuviéramos ninguna aprehensión de tales variaciones. Entonces, nos enfrentaríamos a un problema, si cabe, más complejo ¿Qué afectación tienen en nosotros “entes” que son al margen de nuestra existencia? ¿Pudiera darse la circunstancia de que nuestros cambios tuvieran lugar al margen del espacio que habitamos y el tiempo en que vivimos? La conclusión de semejante razonamiento se muestra menos satisfacible —expresándonos en términos lógicos— es decir, poco posible de hallar hechos que la corroboren que el presupuesto anterior; recordemos: que el espacio y el tiempo son condiciones sin las cuales no podemos tener percepción alguna del mundo. Llegados a este punto, y centrándonos en el concepto de tiempo, diríamos que nuestra identidad exige de él para que se produzca la autoconciencia, ya que somos existentes fluctuantes que mantienen un sentido del sí mismo, gracias a que la franja de tiempo, el espacio temporal —curiosa intersección—, mantiene inmutables cualidades o rasgos del yo que nos permiten reconocernos, a pesar de los cambios experimentados.


Así, no somos más que discurrir, tránsito persistente que nos sostenemos en la medida en que el tiempo es la condición que hace posible la permanencia de la propia identidad, del yo. La existencia es tiempo que se consume al margen de nuestra voluntad de vivirla o despreciarla. Y lo es, porque no podemos pensarnos más que como seres finitos que nacen, crecen, se desarrollan y mueren, atravesados por esa flecha que una vez lanzada solo se detiene por un impacto mortal.s


EL mundo

d e z e n ó n y s u to r t u ga P A B L O

T O R R E S

Las famosas paradojas de Zenón son un conjunto de problemas filosóficos que, en general, se cree que fueron planteados por el filósofo de la Antigua Grecia, Zenón de Elea, para respaldar la doctrina de Parménides, en la que se afirma que, contrariamente a la evidencia de los sentidos, la creencia en el pluralismo y el cambio es errónea, y en particular que el movimiento no es más que una ilusión de los sentidos. Tal vez la paradoja más famosa, que llamó la atención, hasta sus últimos días, al mismísimo Borges, fue la de Aquiles y la Tortuga: El afamado héroe de pies alados, Aquiles, está disputando una carrera contra una desconocida y torpe tortuga. Aquiles concede a la tortuga una ventaja, por ejemplo, de 100 metros. Suponiendo que ambos comiencen a correr a una velocidad constante —uno muy rápido y la otra muy lenta—, tras un tiempo finito, Aquiles correrá 100 metros, alcanzando el punto de partida de la tortuga. Durante este tiempo, la tortuga ha corrido una distancia mucho más corta, digamos que de 10 metros. Aquiles tardará un poco de tiempo más en recorrer esta distancia, intervalo en el que la tortuga habrá avanzado un poco más; por lo que a Aquiles aún le queda algo más de tiempo para llegar a este tercer punto, mientras la tortuga sigue avanzando.

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Por lo tanto, cada vez que Aquiles llega a algún lugar donde ha estado la tortuga, todavía tiene algo de distancia que recorrer antes de que pueda alcanzarla. Por supuesto esto son zarandajas de viejos filósofos, charlatanes de feria, gitanos llegados con hielo a Macondo y escritores medio ciegos. Ahí están los sesudos científicos de birrete de colorines que desde el altar mayor de su Academia nos destripan la engañifa: Desde el punto de vista matemático, el concepto que subyace a la paradoja es el de serie, más precisamente, la existencia de las series convergentes. Lo que aplica a la situación que plantea la paradoja es que la suma de infinitos términos puede ser finita. Si se suman los segmentos recorridos por Aquiles se obtiene una serie geométrica convergente. Así, en la interpretación moderna, basada en el cálculo infinitesimal que era desconocido en época de Zenón, se puede demostrar que Aquiles realmente alcanzará a la tortuga, sobre la base de la demostración del matemático escocés James Gregory (1638-1675) acerca de que una suma de infinitos términos puede tener un resultado finito. Los tiempos en los que Aquiles recorre la distancia que lo separa del punto anterior en el que se encontraba la tortuga son cada vez más y más pequeños (hasta el infinito más pequeños), y su suma da un resultado finito, que es el momento en que alcanzará a la tortuga. ¡EUREKA! Grita desde su tumba Arquímedes, que siempre consideró un sofista al viejo Zenón. Para la ciencia, esa nueva religión del Leviatán que tanto admira mi sobrino, está muy claro: la suma de infinitos debe tener un resultado finito…Toma castaña. Hombre, yo sé que Zenón, viejo deslenguado e intratable, les contaría entonces la paradoja del grano de mijo.

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A saber: El argumento es que un solo grano de mijo no emite ningún sonido al caer, pero mil granos sí emiten un sonido. De ahí que mil nadas se conviertan en algo, se considera una conclusión absurda. Diría rascándose la barriga con fruición: “Así que estos zoquetes aseguran que la suma de infinitos nada, hacen un algo… Ahora me hablas de la antimateria…”, y se partiría de risa, dejando cuajados a los académicos de lustre birrete naranja. Y es que resulta que, a estos sacerdotes de la ciencia académica, en 1977 les asaltó el efecto cuántico de Zenón —también conocido como paradoja de Turing— es una característica de los sistemas de mecánica cuántica que permite detener la evolución temporal de una partícula midiéndola con la frecuencia suficiente con respecto a algún ajuste de medición elegido. —Para tontos: en la física cuántica no se puede hacer ningún tipo de medición científica que no altere los resultados, es decir, que al final no podemos demostrar que, en nuestra realidad, Aquiles fuera capaz de alcanzar a la tortuga…—. Se escuchan las carcajadas de Zenón junto a los maullidos del gato gordo de Schrödinger. Y es que vivimos en un mundo paradójico, sin certezas. Lo que sirve a los filósofos para seguir queriendo entender la realidad sin dogmatismo, hace bajarse a los científicos de sus altos caballos y aprovechan los sofistas para tocarnos las pelotas. Así siempre habrá un capullo con poder que sea capaz de negar el cambio climático, un libertario que ponga en solfa el Imperio de la Ley, un revolucionario que quiera asaltar los cielos y un utópico que quiera la paz en el mundo.

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Y es que la ciencia, que debería ser la respuesta, es el principal problema. Resulta que son los países más industrializados y que gastan más recursos en investigación científica los que se están cargando el planeta. Menuda paradoja, y esta no es de Zenón. Si el número de hombres en la tierra es finito, cómo la ciencia con su infinita capacidad no ha conseguido que todos tengan condiciones de vida mejores. Que todos tengan comida, agua, educación, sanidad y todo aquello que recoge la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Es muy sencillo, es simplemente aplicar una sencilla serie geométrica convergente apoyada en el cálculo infinitesimal. Pero claro, para eso hay que distribuir las riquezas de aquellos que hoy son dueños de la ciencia, y que la dedican a hacer instrumentos de control social como los móviles, la privatización del saber, el monopolio de los recursos energéticos, y el pastoreo de los medios de comunicación. Así, la cumbre del clima, la financian las grandes corporaciones que invierten en contaminación, y los países más contaminantes ni siquiera están presentes. Ellos son la tortuga, y por muy lentos que vayan, nunca los alcanzaremos, en esta “realidad”. Tal vez es el momento de crear otra realidad alternativa menos dogmática y más humana. Sin héroes de pies alados, pero con mujeres y hombres de paso firme.s

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LA BREVEDAD DEL

TIEMPO

ÓSCAR PÁEZ


Ramírez se había quedado dormido. Al abrir los ojos se descubrió sumergido en una oscuridad espesa. Ramírez lanzó un gritó con fuerza, pero esta vez no era de coraje, era un grito lleno de miedo, el cuarto se había reducido y apenas podía mover las manos. La hora y día de su muerte fue declarada un lunes a las 8 AM. Ramírez despertó tres días después y como siempre, de malas. s

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GRAVE CONFUSIÓN C H R I S

M O R A L E S

Tuc, tuc, tuc, tuc, tuc, tuc… Pensó que era el sonido de una minuciosa máquina de reloj. Deseaba que no transcurriera más el tiempo; debía frenarse ahora que ya se sentía mejor y se encontraba plácidamente acostada, relajada, absorta, inhalando y exhalando a profundidad. Se esforzó tanto por callar aquel sonido preciso y lo logró. Lo que no alcanzó a percibir era que se trataba de su electrocardiograma. s

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uNA SOLA VEZ

ANDREA PEREIRA Cuando logramos terminar de construir la máquina del tiempo nos dimos cuenta de que tenía un defecto: nos iba a dejar viajar una sola vez a cada uno. Yo sin dudarlo fui a comprar dos kilos de asado, un par de cervezas, papas y boñatos. Preparé el asadito, y me subí a la máquina. Antes de emprender el viaje mi socio me preguntó si ya sabía a dónde iba y por qué llevaba toda esa comida. Yo le respondí con una sonrisa de oreja a oreja: ¿A dónde más iría un uruguayo? A celebrar con mi abuelo, me voy a julio del cincuenta. s

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LA

MÁQUINA DEL

TIEMPO

DIEGO DESPRECIADO


El niño se internó en su máquina del tiempo para alcanzar la edad de su abuelo. Al cabo de varias horas, salió de la bañera con los dedos de pies y manos tan arrugados como los del viejo. s

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EN

OTRO

TIEMPO

PERCY TAIRA MATAYOSHI


No. No estoy muriendo. Siento que vivo en otra parte. Viendo una ventana distinta a esta, soñando en otro cielo, siendo en otro pecho, tal vez en uno igual de triste, igual de solitario que éste. No. No estoy muriendo. El tiempo pasa y también mi patria. Patria. Qué palabra tan innecesaria para un muerto. ¿Qué palabras de más llevaré conmigo a ese otro lugar de lunas inventadas y cometas suicidas? ¿Qué palabras Soy y Seré en ese otro espacio? ¿Qué labios me pronunciarán? ¿En qué tiempo, si no es éste que vuela y se me pierde como una promesa alada, como un camino en las tinieblas, seré esa palabra que muda se niega hoy a despedirme? No. No estoy muriendo. Quizá slo busco no seguir viviendo entre tanta muerte, o sólo estoy naciendo de nuevo y el muerto es otro, aquel que se va con mi voz y me deja su silencio de sombra en los espejos. s

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SEIS DE LA

TARDE DANIEL BOJORGE


Son las seis de la tarde y aún no se apaga el sol. El reloj sigue marchando de salto en salto, por los peldaños de unos y doces que, en cada ocasión, se vuelven más difíciles de comprender. La tarde está mutilada con cicatrices rojas. Mas, por si hacía falta, pedazos de luna no dejan de brillar. Se abren dos mundos: Uno al poniente y otro al naciente. El uno no existe sin el otro. ¿Alguno de los dos es real? Probablemente no. Son sueños que alguien olvidó soñar. De cualquier forma, dudo mucho que exista mayor pesadilla que un mundo que no muere a las seis de la tarde. s

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Siempre llego ta r d e a to d o s l a d o s

D A N I E L

F R I N I

Tengo un problema: mi máquina del tiempo atrasa. He gastado horas en darle cuerda de la manera correcta —no es conveniente forzar el mecanismo, tal como lo demuestra el trágico incidente del Chichilo Sartori—, pero no hay caso. Intenté encontrar alguna ecuación que me permita compensar los desajustes, mi hipótesis era que cuando más lejos hacia adelante o hacia atrás, más atraso del mecanismo; pero no funcionó. La he llevado al taller del Laucha Micheli —no hay mejor relojero que él—.


Consulté con el Manteca Acevedo, que de motores cuánticos sabe una enormidad. Corregí el flujo de tempiones con una barrera de interacción electromagnética de largo alcance, confiné las fuerzas de repulsión electroestática para limitar la velocidad térmica, interferí en la relación an/cat de manera de aumentar la energía de paso; pero tampoco me sirvió de nada. Y el problema no es menor. Me hice viajero porque fue la mejor manera de aunar mis dos pasiones: por un lado, soy una especie de científico casero al que le fascina construir dispositivos extraños; y por otro, me encantan los episodios anecdóticos de la historia; así que, cuando encontré los planos, no lo dudé; construí la Máquina y me lancé al espaciotiempo, pero no hay caso. Tres o cuatro veces quise ver cómo perdía su cabeza Maria Antonia Josepha Johanna von HabsburgLothringen, el veinticinco de Vendémiaire del año dos de la República Francesa, a las once de la mañana, en la Plaza de la Revolución, en París; y siempre arribé cuando los últimos curiosos están alejándose y el verdugo Sansón limpia la hoja de la guillotina. Incluso una vez llegué en la noche del veinticinco al veintiséis, y sólo encontré a un borracho orinando una de las patas del cadalso. Quise ver a Martin Luther King y su I have a dream el veintiocho de agosto de mil novecientos sesenta y tres, frente al monumento a Lincoln, en Washington; pero sólo encontré las escaleras llenas de papeles y sucias por las miles de personas que las habían pisado; y a un grupo de relegados comentando, mientras se alejaban, lo impactante que les había resultado el discurso.

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Intenté estar entre las catorce horas veinticinco minutos y las quince del 30 de abril de mil novecientos cuarenta y cinco, en los techos del Reichstag de Berlín y resolver, de una vez por todas si fue Melitón Varlámovich Kantaria, o Mijaíl Petróvich Minin o Abdulchakim Ismailov el soldado que hizo ondear la bandera roja en el portal del Parlamento alemán; y ver a Yevgueni Jaldei inmortalizar el momento en una foto —ícono, si los hay, que marca el final de la Segunda Guerra—; pero no llegué, siquiera, a verlo guardando sus equipos. Ya eran las cinco de la tarde, el tejado estaba vacío, y no había bandera. Para cuando pisé la Curia del Teatro de Pompeyo en Roma, en los idus de marzo del año setecientos nueve at urbe condita; Bruto y los conjurados ya habían asesinado a Julio César. No llegué a ver a Perón en el balcón de la Rosada, el diecisiete de octubre del cuarenta y cinco. En Nagasaki ya había explotado la bomba. No quedaba ningún occidental en Saigón. Los militares no me dejaron entrar al Groun Zero de Roswell. Los plomos de los Beatles estaban desarmando los equipos de la terraza del edificio de Apple. Mary Jane Kelly ya estaba muerta en su cama y no vi ni rastros de Jack the Ripper. Los cadáveres de Mussolini y la Petacci ya estaban colgados cabeza abajo en la estación de servicios de la Piazza di Loreto. El auto de Lady Di ya estaba deshecho en el túnel a orillas del Sena, y rodeado de ambulancias y autos de la policía. Apenas quedaban astillas de las maderas del puente sobre el Kwai. De Juana de Arco sólo quedaban cenizas y dos o tres brasas que avivaba un leve viento del norte. Dempsey estaba subiendo al ring después del terrible uppercut de derecha de Firpo. Los árboles de Tunguska estaban caídos y en llamas. Y, por supuesto, la policía ya había acordonado la Plaza Dealey de Dallas y se habían llevado a JFK mortalmente herido hasta el Hospital Parkland.

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No hay nada que hacer. Siempre llego tarde a todos lados por culpa de este cacharro que me costó más de diez años de trabajo, una monstruosidad en dinero, mi matrimonio, el odio de mis hijos y el repudio de mis padres y amigos. Por supuesto, intenté varias veces volver a mil novecientos noventa y ocho para prevenirme de este inconveniente con la esperanza de, en aquellos primeros pasos, encontrar una solución adecuada y tal vez obvia en los planos sacados de la revista Mecánica Popular del mes de marzo; pero, haga lo que haga, siempre llego después de haber cerrado mi taller y mientras, de seguro, estoy dormitando en el colectivo en el largo viaje de regreso a casa a esa última hora de la tarde. Ni siquiera pude llegar a prevenirme para sostener, fuerte, el pasamanos, la vez que el colectivo doscientos noventa y ocho frenó de golpe en la esquina de Brandsen y Quirno Costa, por culpa de un taxista que cruzó el semáforo en rojo; y que me valió una caída y un dolor en la espalda que me duró tres semanas. s

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guía para

pa s a r d e s a p e r c i b i d o

c ua n d o s e v i a ja p o r e l t i e m p o

J. R.

S P I N O Z A Desde el año 3026 los viajes en el tiempo son posibles. Posibles sí…pero costosos. Un viaje al río Futaleufú en el verano de 1993 para navegar en kayak y beber de sus deliciosas aguas cristalinas cuesta aproximadamente setenta mil euros. Ir al festival Woodstock de 1969, para escuchar a Santana y Jimi Hendrix vale entre sesenta y sesenta y cinco mil euros. La agencia TimeExpress acaba de sacar un viaje a la Deutsche Nationalbibliothek de 1983, para escuchar de viva voz a Michael Ende leer su mayor obra: La historia Interminable. El paseo cuesta ochenta mil euros. Dinero que por supuesto no tengo. Afortunadamente siempre está la piratería. Ahora, existen reglas para viajar en el tiempo. La primera y más importante es no decir que vienes de otra época. La segunda es no revelar información del futuro. La tercera es evitar contacto directo con personajes históricos.


No charlar con Cristóbal Colón, Sócrates o Jesucristo, por citar ejemplos. Hay un libro como de cincuenta o sesenta reglas: los artículos que puedes traer del pasado; las vacunas que debes tener para visitar tal o cual época, no se quiere causar una pandemia que cambie por completo la historia, por lo menos no desde el incidente con los ratones en Europa. Si alguien llegase a romper una de las reglas anteriores los hombres de gris vendrían por él. La policía del tiempo. Quiénes se encargan de mantener el orden cronológico. Ellos detectan las aberraciones del tiempo y dependiendo de la gravedad del crimen puedes ser multado, encarcelado, asesinado o desvanecido. Se creía que la peor manera de morir era ahogado, hasta que descubrieron que podían matar a alguien a los pocos días de nacido. La persona a quien le aplican este castigo se va difuminando mientras grita en agonía hasta que desaparece. ¿Han escuchado la frase: “lo barato sale caro”?, pues fue precisamente lo que sucedió. Se suponía que estaría en la Alemania de 1983, pocos años antes de la caída del muro de Berlín. El turco que me vendió los boletos me lo había jurado por su madre. ¡Qué poca madre debía de tener! Apenas escuché disparos me tiré al suelo. Rodé hasta una de las trincheras más cercanas. Al levantar la vista pude ver una bala grande y lenta. Comparadas con las armas del siglo XXXI, las armas del siglo XX parecían tan arcaicas. Pero sabía bien que no debía confiarme. Una bala de esas, en un punto vital podría causarme la muerte.

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Los soldados se acercaban a mí. Vestían con mascarilla en el rostro. Una delgada gabardina color verde oscuro. Botas militares. Cada uno portaba un largo fúsil con bayoneta en la punta. Saqué mis píldoras, repasé los colores, azul para inglés, rojo para español…la de alemán es de color amarillo. La meto a mi boca y trago. —¡Identifíquese!—me ordena uno de los oficiales. Tras la máscara su voz se escucha menos humana. —¡Soy alemán!, soy alemán. El hombre se descubrió el rostro. Era caucásico, de ojos azules, mandíbula cuadrada y una cicatriz en la mejilla. Si podía hacer que confiara en mí y lograr llegar a algún lugar a descansar. Sólo debía mantenerme a salvo veinticuatro horas, el tiempo que tenía el cronómetro de mi cinturón. Después de ese tiempo regresaría automáticamente a mi época. —¿Qué está haciendo aquí? —¿Dónde estamos? —En la frontera con Francia, estás en la guerra mundial chico. —¿La primera o la segunda? Vi a lo lejos a un par de hombres vestidos de gris. Y sentí como cada célula de mi cuerpo explotaba. Cerré los ojos y lancé un aullido con todas mis fuerzas. Pude escuchar disparos, pero no los sentí. Con la piel ardiendo y los ojos perforados por mil agujas, con la nariz en llamas. ¿Qué eran unos arcaicos disparos de fusiles? Pensé en mamá. En la única vez que fui a la playa. Una tarde lluviosa leyendo, con las orejas rojas y los brazos entumidos. s

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PolisemiaMx


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