REPTIBLES BAJO MI CAMA

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REPTILES BA.JO MI CAMA


REPTILES BA.JO MI CAMA ANTONIO RAMOS REVILLAS

PIELDE

TALLINA


Para mis hermanas Ruth y Elda, la novela de terror que nunca les conté.

Ypara 0, esta novela que le cuento.


Han visto algún reptil en medio de su cama,

arrastrándose sobre sus rodillas o echado sobre su pecho? No? En serio? iLes parece muy extraño? Algo que leerían en un libro? Pues a mí me pasó. Una noche de luna, de las pocas que se podían ver en el orfanato donde viví más de lo que hubiera querido, encontré un inmenso reptil ern medio de mis pies. Nunca supe a ciencia cierta qué era, porque parecía una iguana,

pero no era una iguana. Tenía la piel reseca y arrugada, rojiza, de la espalda le crecían unas crestas de piel que parecían afiladas e iban desde el cuello hasta la cola. Sus patas alargadas y las garras puntiagudas me provocaron escalofríos.

Pensé que era un dragón de los que a veces imaginaba que volaban sobre el orfanato y de quienes había leído en unos libros, en mi cuarto de los tiliches; bueno, no era propiamente mi cuarto, sino una pequeña bodega donde guardaban objetos y en la que

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nos encerraban cuando nos portábamos mal, pero no era un dragón. No parecía una víbora, porque sé cómo son; si hay un animal que conocí durante esos añños en el pantano, en las contadas ocasiones que podiamos

salir, era ése. Pero tampoco era una víbora. En aquel tiempo sólo tenía diez años y me faltaba un mes exacto para cumplir los once, y todo niño huér-

fano de diez años a punto de cumplir los once sabe que el tiempo de adopción ya pasó y que no le queda más que esperar un buen pastel el día de su cumpleañosso al menos una buena palmada de parte de alguno de los otros niños del orfanato; pero, donde yo me encontraba, eso era mucho pedir. Con suerte el Sr. Papis me

dejaría comer un poco má de gelatina. Nada de abrazos, diría. Para él, las muestras de esperanza estaban

fuera de lugar y resultaban patéticas. Para él, nada era mejor que vivir en la realidad donde no hay dragones,

ni brujas, ni duendes, ni fantasmas, y menos reptiles bajo la cama. Aunque nos lo repetía todas las noches antes de apagar las luces del dormitorio, después de una breve jornada de estudios y una larga de trabajo en los


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talleres donde cosíamos y cosíamos, yo, muy a flor de piel, seguía creyendo en los reinos que había del otro lado del pantano y en un gigante que por las noches bajaba a meter los pies en los estanques de lodo; y en ejércitos de insectos que intentaban tomar la casa por las noches. Crujía la madera de los dormitorios, rechinaban las vigas del techo ante los ataques de aquellos ejércitos invencibles. Imaginaba que nadie quería ir al baño por el miedo a que un batallóón de ciempiés o de escarabajos los atacara por sorpresa. Por eso, aquella noche en que el reptil apareció a los pies de mi cama, pensé que todo ese mundo en el que había creído por fin se volvía realidad. Ese mundo de gigantes, ejércitos de insectos con valerosos soldados en la primera línea de batalla, y dragones que tomaban baños de lodo se volvía algo cierto. Por fin, un poco de esperanza me alumbraría en las noches cálidas del orfanato, cuando los zancudos picoteaban a diestra y siniestra, por fin habría algo bueno que contar a los demá, algo que causara emoción en el resto de mis compañeros. ";Hey, anoche me visitó un reptil!", les diría ante la sorpresa general. Ellos me preguntarían:

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En serio?". "2Cómo era?". "zEra grande?". "De qué color tenía las escanmas?". "Y los ojos?". ";Y las patas?". "Es cierto que sacan la lengua y la tienen cortada?". Les contaría entonces

una

buena historia de aven

turas y de reptiles, de un ejército de reptiles queya

avanzaba por el pantano para sitiar el orfanato. Vaya que les contaría una historia de aventuras como el niño mayor que todo lo sabe y a todos defiende, el niño mayor que ha estado más tiempo aquí y para el que no

hay ninguna sorpresa. Les contaría que, antes de que el reptil huyera con su ejército que esperaba tras los muros del orfanato, lo tomé y lo dejé sobre una roca en el sembradío de papas

y cebollas. Le di la orden, les diría a los otros huérfanos, de que le avisara a su ejército que estábamos pre-

parados, que la batalla sería hasta el amanecer. Les describiría que el animal apenas me dio la espalda, empezó a correr moviendo mucho la cadera y las patas traseras, agitando su larga cola espinosa, resplandeciendo la piel verdosa de la iguana igual a un yelmo de batalla; arrastrándose sibilante en la oscuridad hasta perderse en la inmensidad del sembradío

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gris con hierbajos por todas partes, la enfermería con techos de lámina y paredes de madera, y la

tenebro

sa casucha de don Ulises, el jardinero y encargado del

mantenimiento de los talleres y el inmenso tinaco oxi-

dado que nos daba agua. Eso les contaría. Vaya, una buena historia. Sin duda alguna. Pero no fue eso lo que pasó. No fue una historia de aventuras lo que pasó.

Ojalá. Habría sido muy bonito vivir una historia así.

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No puedo empezar esta historia sin presentarme. En ocasiones hay personas que cuentan historias fa-

bulosas, pero al terminar de leer el libro nunca sabemos

cómo

se

llamaron

o

qué fue de ellos.

Me parece

una descortesía, algo de mal gusto que no haré contigo. No sé cómo te llames tú, que tienes este libro en tus manos, pero eso no me impide decirte cómo me

llamo yo. Soy Daniel. Daniel, así, a secas, sin apellidos, porque los niños huérfanos no los tenemos. No importa. Mi nombre me gusta, me parece muy bonito. Así me puso

el Sr. Papis cuando me trajeron a este lugar, aunque no recuerdo mucho cómo fue que llegué aquí. Ser huérfano puede ser duro. A cada mañana quisieras recordar a la familia que no tienes. Cada cierto tiempo yo despertaba así, con la sensación de que ése no era mi lugar. Me sentía incómodo. Claro, yo no tenía más familia que a

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mí mism0; pero esta sensación de la que les platico era

diferente, como si en realidad allá afuera yo tuviera un padre y una madre e incluso, alguna hermana. Si bien me llamo Daniel, debo decirte otro secreto. Daniel

no es

mi nombre ni mi

apellido verdadero;

sin embargo, para fines prácticos de esta historia me

llamaré Daniel y tal vez, si llegas al final de la novela y no abandonas el libro, o lo cuento de una manera que te haga llegar hasta el final, encontrarás cuál es mi

verdadero nombre. Esto tiene un motivo, tú sigue leyendo y lo sa-

brá. Cómo llegué aquí? Eso es algo que dejé de preguntarme hace tiempo. Según el registro que una vez me mostró el Sr. Papis para darme una fecha de cumpleaños, cuando le pregunté por ella, llegué al Orfanato Caridad un 26 o 27 de mayo y no pasaba de los dos o tres meses de nacido, o al menos eso me dijeron, pero nunca hubo fotos mías de esa edad ni de los cinco o seis años. De hecho, en el Orfanato Caridad no había

fotos de ningún niño de esa edad; las pocas que había eran como de los seis años en adelante. No más.

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Algunos niños del orfanato tampoco recordaban mucho de

sus

años

anteriores,

aunque

no era

algo

que hiciéramos con frecuencia por una sencilla razón: nosotros los muchachos vivimos el día a día. Han visto a algún grupo de niños sentarse a recordar

tristemente los años que se les fueron? Pues no. Mi recuerdo más viejo era uno de los siete años, cuando estuve a punto de caerme del techo mientras repara-

ba una gotera. Así que, oficialmente, mi cumpleaños es por ahí de finales de mayo, es imposible saberlo con exactitud. Durante mucho tiempo, tal vez mientras tenía

ocho o nueve años, me pregunté mucho por mis papás y por cómo era la vida fuera del orfanato y me preocupéé mucho por tener al menos una verdadera

fecha de cumpleaños ya que, no sé si por flojera del Sr. Papis o por cuál motivo, resultó que al menos la mitad de los niños del Caridad cumplían años el mismo día que yo. Luego decidí que eso no me importaba sino,

simplemente, pasarla bien, ir matando el tiempo. La

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rutina era sencilla en el Caridad. Levantarse -si era

lunes, miércoles o viernes, darse un chapuzón rápido en

los

grandes baños que estaban junto al dormitorio, sus paredes de madera y pisos de tierra en par-

con

tes-, ir a desayunar al inmenso comedor, tomar tres

horas de clases de lectura y matemáticas, comer y, por las tardes, trabajar en los talleres que se encontraban a un

costado del edificio

principal.

En qué trabajábamos? Bueno, pues cosíamos bolsas para mujer. Sí, bolsas. Y pegábamos adornos en mochilas y a veces hacíamos cosas más bonitas, como juguetes para otros niños, o cosas más raras como po-

nerles botones a camisas. Descansábamos una hora antes de la cena y por último, a dormir. En contadas ocasiones don Ulises, quien no tenía más de dos años en el orfanato, nos sacaba al pantano a pescar sapos y recoger flores y plantas con los que, decía, podían

hacerse grandes brebajes. Ibamos en grupos pequeños y volvíamos para la hora de la cena.

Mi vida habría sido muy aburrida de no ser por aquel reptil en mi cama que me despertó pasadas las doce de la noche, una hora después de la última ronda

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que daba el Sr. Papis por los pasillos, antes de irse a

dormir. Antes de la ronda del Sr. Papis

nos

quedábamos

platicando al menos hasta las diez o diez y media de la noche. Era muy padre oír los susurros que iban y venían de un lado a otro del inmenso cuarto con casi veinte camas de un lado y otras veinte al

frente. Todos contaban sus pequeños descubrimientos y aventuras del día. Si uno aguzaba bien el oído podía armar una historia fabulosa sobre alguien que le ha-

bía puesto café al huevo, y sal a los anteojos del Sr. Papis; después se comía un tiburón y saltaba a una de las pozas del pantano; al salir llevaba una hermosa camisa roja y capturaba un trozo de pan con un libro de matemáticas que

no

podía atajar la Sra. Eduviges

con sus manos de mariposa. 0 del niño topo que ha-

bía descubierto

canal sobre la cabeza del Sr. Papis, quien había gritado mucho al ver cómo le bajaban un

cebollas desde el techo. En aquellas noches solitarias me gustaba armar los relatos y me quedaba en silencio para cazarlos:

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Daniel, el cazador de cuentos, ése sí que sería un buen libro. Historias ya tenía muchas en los libros en aquel cuarto o bodega de los tiliches; pero las que oía

en el galerón donde estaba el dormitorio siempre parecían vivas, cambiaban a cada rato, llenáándose con la

imaginación de los niños, haciéndose revoltijo entre las camas; cuentos que nunca estarían en un libro y,

tal vez, así era mejor Las voces se apagaban o se escondían mientras

el reloj en lo alto de la puerta empezaba a llegar a las nueve de la noche y después a las diez y las once, hasta que sólo yo me quedaba despierto hasta oír al Sr. Papis por el corredor. Se detenía frente a la puerta. Metía la llave en la cerradura y asomaba la mitad del cuerpo para ver si estábamos dormidos. Terminada la inspección nos volvía a dejar encerrados y se iba.

Esa noche del reptil, apenas el Sr. Papis cerró de nuevo la puerta y se alejó, escuché algo que se arrastraba bajo mi cama. Las ratas, me dije, porque no es

raro encontrarlas en el orfanato, pero aquel sonido

parecía muy distinto. Me moví en el colchón y chillaron los resortes. El ruido se dejó de oír.

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Por un momento no escuché nada más, pero al minuto aquel ruido regresó. Intenté acomodarme en otra posición, se quejaron los resortes y el ruido vol-

vió a desaparecer. A mi lado Agustín dormía boca abajo; se le alcanzaba a ver un pedazo de la cabeza bajo la

almohada.

-Ey, ssshhtt, Agus. Agustín no se despertó. Miré hacia el techo. Tal vez sería una rata entre las vigas, pero, insisto, el ruido era diferente. Arañaban la madera con alguna especie de garras que se

desplazaban pesadamente sobre el piso. A lo mejor era un animal del pantano. Recordé la vez que un jabalí se metiera al patio justo cuando tendíamos la ropa y cómo el Sr. Papis lo había matado con una escopeta. Pero era imposible que un jabalí estuviera ahí adentro.

-Ey.. Agus... Agus... Seguía sin despertarse. Ustedes ya saben que era un reptil. Lo saben por-

que se los dije desde el principioe incluso, asíse lama esta novela que leen y para decirles la verdad me siento

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un poco tonto al querer contarles y decirles qué era lo

que había ahí, bajo mi cama, creando una tensión que seguro no está resultando. Pero sí les diré que tuve

mucho miedo. Podía ser cualquier cosa y... jvaya!, dicho esto de una vez, pasemos a lo que en verdad im-

porta, cómo era el reptil. No parecía un camaleón sino... esperen, ya

también les dije cómo era el reptil. Pasemos a lo siguiente, cuando ya lo descubrí entre mis piernas. Nunca en la vida había visto un animal como ése. Pensé que se subiría hasta mi pecho pero en lugar de eso reptó por las sábanas y cayó al suelo. Avanzó rápidamente, se quedó quieto, volvió a avanzar y

volvió a quedarse quieto, ahora a la mitad del dormitorio. Era como si buscara a algo o a alguien. Aún aterido por el miedo podía verlo de reojo. El reptil movía la cola débilmente, jadeaba, aunque, quien jadeaba de verdad, era yo. Quise moverme, ahuyentarlo0, hacer cualquier cosa, pero en lugar de eso seguí inmóvil. Qué podría

hacerme? Avanzó de nuevo, había encontrado a su presa. Se encaminó hacia una de las camas, no supe por

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y


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la noche y la hora si era donde estaba Pedro o donde dormía Manuel, pero of cuando el animal trepaba aferrándose a la madera de las patas de la cama y como

luego se metió bajo las sábanas. Tenía que armarme de valor, pero no tenía nada a la mano para defenderme más que la almohada y eso no me iba a servir. Empecé a enderezarme y vi

cuando el reptil pasó junto a la cabeza del niño de esa cama. Se quedó junto a él y después bajó rápidamente hasta perderse por la puerta que daba a los baños, seguro el mismo lugar por donde había entrado. Pasó rápidamente junto a mí y sus ojos fríos, y al mismo tiempo luminosos, me vieron por un par de segundos.

Me quedé helado y no pude ni mover la cabeza para esconderme. El reptil se fue y todo quedó en calma en el cuarto, menos mi corazón, que latía como si el animal se hubiera metido en él.

No pude dormir el resto de la noche por el miedo a que el animal volviera. En la cama de aquel niño tampoco había señales de movimiento. Al ama-

necer lo primero que hice fue mirar hacia la cama y descubrí que era la de Julio. No quise ni acercarme

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REPTILES BAJO MI CAMA

cuando el resto de los niños

se

pusieron

en

pie y

se encaminaron al baño. Fue mejor no hacerlo. Me

habría delatado. Les digo esto porque Julio

no

des

pertó, estaba perdido, extraviado en un largo sueñno al que nadie prestó atención sino hasta una media

hora después.

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2

Esa mañana fue inusualmente tranquila. Los

otros niños se levantaron mientras a mí me comía el miedo al ver que Julio no se movía. Decidí tranquilizarme. Me asomé por la ventana con sus barrotes, corrí un poco las cortinas mientras revisaba de reojo aquel bultito bajo las sábanas, como un animalito en la bolsa de su madre, igual que las zarigüeyas que viven en los árboles cerca del orfanato. El sembradío de cebollas se veía tan gris como siempre; más allá se levantaban las ramas flacas y caídas de los sauces llorones que rodean el Caridad. Don Ulises estaba en el sembradío, con una mano apoyada en un inmenso azadón, mientras recogía los bulbos de las cebollas. Cuando volví el rostro casi todos tendían las camas y los más atrasados se quitaban las pijamas grises y se vestían a las prisas. Todo lo hacíamos muy rápi do, con ansiedad, burlándonos entre nosotros, porque después de sonar la campanilla teníamos que estar en

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fila, listos para ir al comedor o si no, los castigos eran

durísimos. Julio no se levantó. A mí me seguían temblando las manos. Me escurría un sudor, me castañeaban los

dientes cuando salimos. Cada paso que daba fuera del dormitorio me aterraba. Las paredes del pasillo me

rasparon cuando me pegué demasiado. En el comedor, una sala grande, sin ventanas, con la cocina al fondo, la Sra. Eduviges ya le daba vueltas al inmenso cazo donde calentaba la avena y sobre otro caldero chirriaba una tetera inmensa que más parecía el de-

dal de un monstruo. Sobre las mesas de plástico sólo resplandecía el logotipo de la cervecera que las había donado al orfanato. Estaban sucias y algunas tenían

pegado atole resecoo migajas. Si el Sr. Papis era de temer, la Sra. Eduviges también lo era, sólo que un poco menos. A veces se ponía

sentimental y nos daba un pedazo de pan extra o nos

contaba brevemente de su vida, pero después regresaba su carácter agrio y nos castigaba por haberla visto en aquella situación de debilidad. No pocas veces la

había visto rascándose las narices y luego metiendo

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los dedos en la cazuela de avena para comprobar Si ya estaba lo suficientemente caliente. Me sorprendía su

facilidad para aburrirse en las clases que nos daba de español, que casi siempre terminaban con un largo silencio cuando alguien le hacía una pregunta. Pero, incluso aburrida o desmañanada, no perdía

oportunidad para agitar un cinto delgado y de piel, creo que de cocodrilo, con el que nos castigaba a la menor provocación. Podía dejarnos sin desayunar o

cenar o nos decía: "miserables huerfanillos". Una vez la vi discutiendo con el Sr. Papis sobre no sé qué cosa, se gritaban en el pasillo como dos lobos a punto de tirarse la mordida. Ahí me quedó claro quién era el que mandaba y no era, por supuesto, la Sra. Eduviges, aunque poco le faltaba.

Algo tenía el Sr. Papis que era siniestro. Era delgado, seco de mirada, con una calvicie que sólo le había dejado una mata de pelo al frente, sus manos resultaban huesudas, grandes, y con ellas nos daba coscorrones certeros. Su autoridad no tenía límites.

Algo en él nos atemorizaba, teníamos frente a nosotros a un monstru0 de los de a de veras, no un vampiro

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despistado ni un hombre lobo hambriento, sino un hombre desconfiado, que no se tentaba el corazón al momento de herir con las palabras, el cinto, o cuando

aplicaba los castigos. Esperábamos en la fila, pegados a la pared. Finalmente nos dieron la orden de pasar para que nos sirvieran. Cuando llegó mi turno, tomé mi tazón, mi cuchara y mi plato para el pan. La Sra. Eduviges vació una generosa porción de avena caliente, me dio la

mitad de

una

dona,

no

sé si

un

poco

relamida, y seguí

hasta mi lugar. Mateo, Julián y Agustín ya estaban en la mesa. Platicaban en medio de susurros cuando me senté. -Julio no se despertó--dijo Mateo entre dientes mientras mordía su pedazo de dona. -Ha de estar

enfermo-Agustín sopeó la avena.

-:Vieron si metió los dedos la Sra. Eduviges? Yo estuve muy atento, pero le perdí la vista cuando éste

empezó con lo de Julio -tristeó Mateo. No les dije nada porque a cada rato volvía a re-

cordar al reptil sobre la cara de Julio. Me temblaron las rodillas sólo de revivir la escena. El temblor subió

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

hasta mi mano y la cuchara se balanceó débilmente sobre la avena. -Tú sabes algo? -murmuró Agustín. Debo hacer una pequeña pausa para decir quié nes son Agustín, Mateo y Julián; es muy raro que, de

la nada, venga y les cuente y ustedes lean que estos tres niños me preguntan cosas como si me conocieran

de toda la vida. Así es, me conocen de toda la vida; y cuando no paso de tener los diez años, a un mes de cumplir los

once, creo, eso tiene un significado mucho más fuerte. Me imagino que no se tiene a los amigos para siempre. Unos llegan, otros se van, algunos se quedan uno, dos, tres años, mientras dura la escuela o mientras viven en la casa de junto, pero créanme, los amigos a los diez años son insustituibles.

Julián tenía diez años apenas cumplidos, aunque tampoco sabía cuándo lo habían traído al orfanato ni yo recordaba a ciencia cierta su llegada. Era muy delgado, tenía el pelo negro, rizado, una nariz chata, y

manos muy grandes. Un tiempo se acostó en la cama cerca de la puerta. En ese entonces no éramos muy

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amigos y yo dudaba que siguiéramos siéndolo si lo volvían a cambiar de colchón. En un orfanato, la amistad se rige por el compañero que duerme al lado.

Mateo tenía dientes un poco grandes. Era un chillón. De todo se quejaba. Mateo tenía esa facilidad para hacer rabiar a cualquiera cuando se le metía el gusanito de que todo estaba mal. Casi siempre se peinaba con raya en medio. Nunca supe porqué, ni de dónde

le había nacido eso, pero era muy divertido verlo por las mañana separándose el pelo de un lado a otro de la

cabeza para sacar una raya perfecta. El dormía junto a Julián. Del otro lado de la cama estaba Agustín. Era el más pequeño, apenas tenía ocho años. Una tarde le estaban pegando los niños del otro lado del galerón de

camas. Julián, Mateo y yo salimos a defenderlo. El Sr. Papis miraba a lo lejos, en el patio, feliz. Cuando la pelea terminó nos mandó llamar a los tres. Nos regañó por defender al más pequeño del grupo. Nos dijo que eso no se hacía, que cada quien, en el mundo, debía

rascarse con sus propias uñas. Le miré las uñas al Sr. Papis y pensé: "Ha de ser terrible rascarse con eso".

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-Prométanme que no ayudarán a nadie más en la vida

o

si no,

se van

castigados.

Nos

quedamos en silencio. -Les digo que me lo prometan. A los tres nos castigaron con dos días de trabajos en el sembradío de cebollas. El olor se nos quedó por varias semanas. También limpiamos la cocina por no abrir la boca ni prometer nada. Pero al día siguiente, cuando llegamos al galerón, la cama de Agustín estaba junto a la mía. Le escribí algo en un pequeño papel y se lo pasé cuando cayó la noche: "Lo prometimos, seremos amigos para siempre." Esos eran mis tres amigos en el Orfanato Caridad. Ahora cuchicheábamos sobre el por qué no se había levantado Julio. Su lugar en la mesa succionaba todo a su alrededor. Fue el Sr. Papis quién alzó la voz. pre-

guntando por él.... -Saben dónde se encuentra Julio? Las cucharas dejaron de ser sorbidas y nos erguimos. El Sr. Papis hizo una mueca de fastidio, buscó con tranquilidad en las mesas, como si la ausencia de Julio fuera simplemente un mal conteo.

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-Espero, por su propio bien, que no se haya es-

capado-dijo con fastidio. Mandó a un niño a investigar. Regresó a los pocos minutos, diciendo que Julio estaba dormido, pero, algo petrificado. Una ola de vocecillas se levantó entre las mesas seguida por el taconeo furioso del Sr. Papis y la Sra. Eduviges camino al dormitorio. Los seguimos por el corredor, doblamos hacia el galerón del dormitorio. Rechinaba el piso de madera cuando entramos. Sí, ahí estaba. El director descorrió la sábana y encontramos a

un Julio pálido, blanco, con las manos engarrotadas y las mejillas violáceas. Respiraba débilmente. El

Sr. Papis tronó de furia. Se comióa la Sra. Eduviges con la mirada, echándole la culpa de lo ocurrido. La Sra. Eduviges se puso más pálida que el mismo Julio y salió del dormitorio. Corrimos a una orden, siguiéndola, mientras adentro, quién sabe qué ma-

noteaba o le decía el Sr. Papis al cuerpo petrificado de Julio. -:Qué habrá sido?-murmuróAgustín. -Se enfermó?-chilló Julián, muy asustado.

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-Esto ya me dio más hambre-se quejó Mateo,

llevándose las manos al vientre. -£Tú qué crees que pasó?-finalmente me preguntaron. No les dije nada, pero yo sabía. Me quedé en silencio mientras en su abrazo tibio un reptil imaginario frotaba su piel escamosa sobre mi espalda, enredando su cola filosa en mis tobillos.

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3

Lo llevaron a la enfermería que se encontraba en una pequeña choza afuera del edificio principal y que parecia todo menos enfermería. Había que salir al patio y en lugar de tomar hacia la huerta y la casa de don Ulises. girar hacia la derecha, a un costado del sembradío de cebollas, junto al tinaco donde a veces se amontonaban bancas, sillas y bases oxidadas de camas. Viviendo en el Caridad, no sé qué era peor, Si estar

enfermo o sano. La enfermería del orfanato era lo más parecido a una sala de torturas. Una vez había llegado ahí a causa de unos raspones y la Sra. Eduviges, que hacía de todo. sólo me había puesto trapos con alcohol. Después, otro niño llegó porque le dolía una

muela y lo había "curado" con lo mismo. Nos dejaban sentados en sillas viejas mientras ella jugaba a la enfermera. EI Sr. Papis le ordenó a la Sra. Eduviges que escogiera a los niños más grandes para que cargaran a

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Julio y lo llevaran hasta allá. No había que buscar mucho para saber que Mateo, Julián y yo éramos de los mayores. También llamó a otro niño; entre los cuatro trepamos a Julio en una sábana. Cada quien jalaba una punta de la frágil camilla. Julio se nos balanceaba a cada pas0, tétrico y dormido. Mateo soltó una risita y me susurró un: "Hasta parece que lo llevamos en el

volatín". La Sra.

Eduviges volvió el rostro para regañarnos

y nos quedamos en silencio. En cuanto salimos del

dormitorio el grupo de niños se hizo a un lado, pero0 un murmullo avanzó con nosotros. Al frente la Sra. Edu-

viges, luego nosotros y al final el Sr. Papis. Julio se sumía y casi rozaba el piso de madera y lo volvíamos a subir. No era que pesara tanto, pero se nos resbalaba a cada

ciertos pasos. Salimos del orfanato y nos recibió una neblina blanca y rala. Aún no era invierno, pero pronto lo sería y ya del pantano nos llegaban los rugidos

de las bestias y esa neblina que todo lo enredaba. Don Ulises nos espiaba desde lejos. Su aliento siempre olía a cebollas porque casi era lo único que comía, al igual que nosotros. Estaba un

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REPTLES BAJO MI CAMA

poco jorobado, tenía las mejillas flacas y los brazos largos. A veces nos daba clases de horticultura y le

gustaba asustarnos con animales, pero en sus ojos grises se alcanzaba a vislumbrar como una impotencia o tristeza por vivir sus últimos años en el Caridad. Tenía los ojos apagados, el cabello canoso con una calvicie rara y el pelo le crecía, largo y lacio a los lados, como raíces blancas. No tenía mucho tiempo ahí.

-Adelántese y abra la puerta de la enfermería ordenó con gravedad el Sr. Papis. -Pues qué diablos pasó? -los ojos grisecillos del viejo brillaron al ver a Julio. -Nada que le incumba, abra la puerta y lárguese. Don Ulises hizo una mueca, apretó los labios y se

adelantó hasta la enfermería. La puerta chirrió cuando la abrimos y un tufo a polvo y alcohol emergió del interior. El olor se disipó pronto y sólo me quedó el

aroma de don Ulises. -A ver, échenlo sobre esta mesa.

Depositamos a Julio con mucho cuidado y ya nos bamos cuando el Sr. Papis me tocó el hombro. -Tú te quedas, necesito alguien que me ayude.

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

-Pero... -

Te callas y

Mis

me

ayudas.

amigos hicieron

una mueca

de solidaridad y

marcharon junto con el otro niño y la Sra. Eduviges. Empecé a sentir calor. Algo me quemaba por den-

se

tro. No sé si era el miedo. O la ansiedad. No sé si era

la débil certeza de que estaba por ver algo misterioso

y trágico. -Por qué no le dice a la Sra. Eduviges que le

ayude?-alcancé a protestar con la voz temblorosa, porque, gué otra voz puede tener alguien de mi edad Cuando sabe que algo terrible se acerca? El Sr. Papis sonrió. Se rascó la barbillay entrecerró los ojos mientras se frotaba las manos. Te voy a dar un consejo para tu vida: cállate y ayuda. Tráeme el instrumental. -El instrumental? -No repitas las cosas, es de mal gusto y te hace ver como un tonto. Está allá, en un baúl. Apuntó con la mirada hacia una esquina de la enfermería. El piso de madera también crujió cuando avancé. El baúl era muy grande, casi del tamaño de

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REPTILES BAJO Mi CAMA

una cama. Se veía que hacía mucho que nadie lo abría, pues encontré polvo sobre él y la cerradura estaba más

dura que otras de la casa. /Qué iba a hacer el Sr. Papis? Cuando finalmente lo abrí dejé caer la tapa de golpe.

-Qué pas6? -Hay algo ahí adentro. El Sr. Papis se puso serio. -:Qué viste?

-Algo... algo... como un reptil. Su rostro se puso sombrío, pero luego retomó la dureza de siempre. -Esto es un pantano. Qué, no sabes? Lo más lógico es encontrar reptiles por aquí. Creo que estás

algo bruto. Se acercó al baúl y lo abrió; sacó una bolsa grany lo cerró. Lo seguí a pocos pasos mientras Julio permanecía dormido sobre la mesa. El Sr.

de, de

cuero

Papis extendió la bolsa de

cuero, que no era

una

bolsa

de cuero sino un estuche, y dejó al descubierto pin zas y tijeras, vendas, gordas jeringas de cristal con

números verdes en las orillas, bisturís y coderas para

escayola.

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ANTONIO BAMOS REVILLAS

-iLo va a operar?

Me hizo una seña para que le acercara las vendas y así lo hice. Me temblaban las manos. Qué iba a

hacer? Las desenredó

con

paciencia. Parecían usadas,

porque estaban amarillentas y algunas tenían opacas manchas de sangre. Comenzó a aprisionar la cabeza de Julio

a

la

mesa.

Después

me

ordenó que le pasara

las tijeras. Cortó las vendas, le anudó los tobillos, las muñecas y la cadera de tal recía

un

manera

que Julio más pa-

títere echado sobre la mesa,

atrapado

para

siempre. Mientras hacía todo esto el Sr. Papis tenía un brillo de maldad

los ojos. Casi puedo decirles que sonresa. Temía ver que en cualquier momento sacaría un

en

bisturí y le abriría la cabeza

a

Julio

con un

golpe

certero. Entonces se acercó hacia una vitrina con repisas

que estaba junto a la ventana. En el interior había frascos de diversos tamaños y colores. La poca luz que entraba se proyectaba sobre la mesa, arrancándole colores a los frascos que eran pequeños, con tapones de corcho. Uno tenía una calavera y dos huesos cruzados, pero no tomó ése. Agarró otro pequeñito, inofensivo,

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REPTILES BAJO MI CAMA

con una sustancia anaranjada en su interior. Me lo ex-

tendió y sentí el vidrio muy helado. Luego el S. Papis se sentó junto a la mesa y puso las manos sobre la

frente de Julio, midiendo si tenía temperatura. Negó con la cabeza e hizo un gesto de fastidio. -Esa botellita que tienes en las manos tiene

poderoso medicamento

que levanta

los que duermen durante años. Está hecho con el extracto

un

a

de las plantas que hay en el pantano y de otras que yo desconozco. En el pantano hay muchas plantas que sirven para todo: para quitar la memoria, para

recuperarla, para poder, incluso, hablar con los animales. Este pantano es misterioso, sin duda, por algo estamos aquí. Quiero que aprietes los pies de Julio. Voy a inyectarle esto y le va a doler -y sonrió en

ese momento como si lo disfrutara-, porque este líquido duele como si te mordieran por dentroy va a causar un efecto grandísimo, muy fuerte, pero seguro lo despertará. Era peor de lo que me imaginaba. El Sr. Papis se acercó a la mesa con aires ceremoniosos y se tronó los dedos. Siempre lo hacía cuando

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

quería imponer silencio en el orfanato o en clase o para dar alguna indicación de seriedad. Debo decir que le tronaban los dedos muy bien, con mucha sa-

brosura, como si le retumbaran los huesos de todo el cuerpo.

-No quiero problemas ni desatenciones. Te irá mal si te

equivocas.

Asentí de nueva cuenta y puse mis manos sobre los pies. Sentía mis manos muy pequeñas y los pies de Julio grandes, igual que dos inmensas lagartijas o dos

poderosas iguanas, tan grandes como cocodrilos que a pesar de estar en silencio me morderían en cuanto

despertaran. La luz del día entró entonces, débilmente, e iluminó la enfermería, dejando ver los estantes de hierro que parecían sacados de hacía mucho tiempo atrás. La vitrina con los frascos resplandeció, dejando una estela de colores sobre el cuerpo de Julio. Me recordó

al único arco iris que habíamos visto una tarde, hacía un año, y que nos había dejado sorprendidos; era una luz

nueva

y

poderosa

que salía del pantano y

crujía

en el cielo, partiéndolo en dos: un lado oscuro, triste,

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ANTONO RAMOS REVILLAS

donde estaba el orfanato y el Sr. Papis, y otro claro, hermoso, donde había algo que no sabía cómo explicar pero que era tan bueno como un día soleado.

Todo esto no le importó al Sr. Papis, porque en ese momento abrió el frasco, introdujo una aguja y

succionó algo del

líquido. La ansiedad me había rese

cado la garganta. Las manos me sudaban y de pronto, la luz del sol desapareció y volvimos a quedarnos en semi penumbra. El Sr. Papis sudaba cuando golpeó la

jeringa con sus dedos flacos y unas gotas color naranja temblaron en la punta de la aguja. Antes de que lo inyectara, una corriente eléctrica sacudió el cuerpo de Julio como si éste supiera lo que iba a pasarle. Julio no despertó pero tiró un par de patadas que contuve haciendo mucha fuerza, después manoteó con brusquedad. No podía dejar de observar aquel pequeño cuerpo en tensión al máximo, despertándose con tanta violencia. Vi cuando Julio abrió la boca; iba a gritar, o a escupir, o a vomitar, o a hacer algo verdaderamente

fuerte. Creo que ni el Sr. Papis ni yo esperábamos aque-

llo que dijo, aquellas palabras que vomitó, calientes,

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REPTILES BAJD M CAMA

ásperas, no sólo para él, también para mí, palabras que me recordaban cosas, sueños, y un poco de esperanza.

Julio abrió los ojos y gritó: -

Mamá...! Papá...!

Volvió a verme; me sonrió. Su rostro se encontraba pálido, tenía los labios resecos, pero aun así un reflejo de paz lo invadió y me sonrió como nunca cuando repitió:

-Mi mamá... mi papá... El Sr. Papis cambió rápidamente de inyección. No supe en qué momento ocurrió porque, cuando menos me di cuenta, ya era otra jeringa que, con un líquido azul, se balanceaba en el brazo de Julio. A las prisas el líquido rugía dentro de sus venas. Aquel grito me había hecho pensar como nunca

antes en mis padres.. de dónde venía?, quiénes me habían dejado en el Orfanato Caridad?, quiénes eran

mis padres?, por qué Julio había gritado eso? Peroel Sr. Papis estaba más tenso, tenía la mirada nerviosa, sudaba mucho, quién sabe qué fantasmas había visto

con aquellas palabras.

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ANTONIO BAMOS REVILLAS

Después, el temblor de Julio desapareció y volvió a quedarse dormido. Cuando lo toqué de nuevo, su

piel estaba fría y fue quedándose suave, suave, como estaba antes de que el reptil se acostara sobre su pecho, con una respiración tranquila.

-iLargo de aquí!-gritóó el Sr. Papis y yo lo obedecí de inmediato.

-iFuera! jSalte! ¡Ve por Eduviges! Quería llorar a causa del miedo. Afuera de la enfermería no había nadie; cerca, en medio de la bruma matutina, don Ulises se alejaba.

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4

Aveces pienso en mis padres. Cómo habrán sido? Quiénes eran? Cómo se llamaban? Los veo al reflejarme en el espejo de mi cuarto escondido. Digo que los veo, porque algo tengo de ellos en el rostro, algo que sólo el espejo me revela. No sé si mis pestañas son cortas porque mi pap así las tenía, y no sé si mis orejas son pequeñitas porque así las tenía mi mamá,

o si mis cejas medio gruesas vienen de algún abuelo o de un tío loco. En ocasiones me muerdo los labios y me pregunto si así eran los labios de mi mamá o los de mi papá. Sé que es imposible saberlo, pero cuando estoy triste o aburrido, me quedo frente al espejo y me pongo a ver a mis papás. Imagino que me sonríen cuando yo

sonrío o que me guiñan el ojo cuando yo guiño el mío yaveces los veo furiosos o alegres, aburridos o indiferentes, cuando en realidad el único furioso o alegre,

aburrido o indiferente, soy yo.

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

Después de aquel grito que emitió Julio, mis padres en el espejo me miraron con tristeza. Por qué Julio tuvo que gritar "eso", precisamente? Por qué el

Sr. Papis

quedó pálido

al escuchar aquello y qué diablos le había inyectado? Qué tenía que andar hase

ciendo don Ulises, espiando por las ventanas de la

enfermería? Me había encaminado al orfanato, donde el resto de los niños seguía a la espera de noticias y

llamé a la Sra. Eduviges, todavía asustado por lo que había ocurrido. No fue inmediatamente. Sus ojos tenían un brillo seco, como aburrido y fastidiado, cuando al fin salió del orfanato rumbo a la enfermería. Encontré a Agustín, Julián y Mateo a un lado de

la puerta. Los nervios les cruzaban sus rostros cuando me les acerqu .

-iQué pasó? -Ya se curó? -iEstá todo bien? Me bombardearon los tres al mismo tiempo, pero

yo sólo bufé mientras pasaba de largo. -iDaniel!-gritaron los tres, pero no me detuve.

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REPTILES BAJO MI CAMA

Tenía ganas de llorar. Es cierto. Yo sé que los ni ños, se supone, no debemos llorar; pero hay algo que

he aprendido a mis largos diez años: es importante llorar. Ni cómo ni dónde, ni cuándo es lo interesante,

pero hay que hacerlo. Yo quería hacerlo por el miedo de ver a Julio en aquella mesa, por tristeza al recordar a mis padres, quienes me habían abandonado, y por

curiosidad al volver a ver aquel reptil que había subido a la cama de Julio, haciéndole lo que al final lo tenía en la enfermería. Avancé por el pasillo, crucé el par de salones donde reinaba el caos ante la ausencia de los mayores del orfanato, y me fui directamente al sanitario. Me colé entre los tablones que hacían de pared y, ya afuera, volví a colarme, sólo que ahora en los otros, los que eran de mi cobertizo o mi cuarto escondido. Sólo me sentí en casa cuando puse un mueble para bloquear la entrada. Mi escondite no es muy agradable que digamos. Hay viejas camas y colchones, pupitres y bolsas de ropa abandonada, libros y más cosas que no sé para qué sirven. El piso es de tierra, igual que en los baños, pero es un lugar grande.

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ANTONTO RAMS REVILLAS

Una pequeña ventana da al patio y al sembradío de

cebollas. Los espejos

se

encontraban protegidos por man

tas blancas y eran mis objetos favoritos. Quería ver a mis papás. Me encerré bajo unas camas que estaban de pie y juntas por un lado, formando una especie de

casita. El lugar olía a humedad y muy poca luz se colaba al interior. Busqué un sitio donde echarme y me senté.

Sí, tenía muchas ganas de llorar, pero al entrar al cuarto esta sensación fue desapareciendo. Me pregunté por Julio y qué harían ahora con él la Sra. Eduviges y el Sr. Papis.

-Concéntrate-me dije. Y despué's me escabullí entre las bolsas, las camas y los pupitres hasta una es quina donde se encontraba un gran espejo con bellos

retoques dorados a los lados. -Concéntrate -repitieron mis padres cuando los vi en el espejo.

A todas luces pasaba algo inesperado. No todos los días un reptil aparece bajo tu cama, deja en un sueño profundo a un niño y éste al despertar pregunta

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REPTILES BAJO MI CAMA

por su papá y su mamá, a quienes no ha visto en la vida. Quien hubiera enviado el reptil tenía sus claras intenciones de causar un alboroto en el interior del orfanato. Pocas personas tenían el poder para amaestrar reptiles. Es más, aún dudaba que eso fuera posible, pero me concentré y recordé aquellas palabras del Sr. Papis sobre el poder de las plantas del pantano. Si había gente que amaestraba elefantes, gatos, ratas, pa-

lomas, caballos, zorros y hasta jvíboras!, por qué no habría un amaestrador de reptiles que usara de esas

plantas? Aclarado ese punto, por qué el amaestrador o

quien fuera, lo había enviado? Miré en el espejo y noté que mis padres se habían ido. Eso significaba que ya no me sentiría tan solo y que muy bien podría seguir adelante. Es algo que me gusta acerca de mis padres en el espejo. Sólo aparecen cuando estoy muy necesitado, pero, una vez que me controlo y me domino, se van a su mundo.

Hice una larga lista de posibilidades. Querían asustarnos. Querían acabar con nosotros. Querían ma-

tarnos. Querían jugarle una mala pasada al Sr. Papis.

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ANTOND RAMOS REVILLAS

Alguien se quería vengar de la Sra. Eduviges por ser tan sucia para cocinar. Algún niño de los que habían

sido adoptados, ahora ya grande, volvía para vengarse del orfanato. En realidad, las posibilidades eran múlti-

ples, y ofrecían muchas líneas de investigación. Lo importante era, por lo pronto, ver cómo estaba el temporal. Me trepé por entre las cajas y los

colchones hasta que alcancé la ventanilla, en la parte alta del cuarto. Desde ahí se dominaba el patio, las huertas, la casa de don Ulises, la enfermería y el muro. Don Ulises rondaba armado con un palo, como si te-

miera que alguien fuera a robarse algo. Lo arrastraba y más me pareció un orangután flaco y furioso que un viejo vigilante. Vi cuando la Sra. Eduviges salió de la enfermería. Desde mi lugar podía sentir su enojo. Avanzó rápido bajo la luz sucia de la mañana, hasta que la perdí de vista cuando entró al orfanato. Pensé que debía salir y quedarme con los demás por si me buscaba, pero algo me impulsó a seguir en mi lugar de vigía. No pasaron ni quince minutos, creo, cuando la Sra. Eduviges volvió a salir, ahora con unas mantas y un capuchón.

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REPTLAS BAJ0 Mi CAMA

No tenía idea de para qué lo iba a usar. Se volvió a encerrar en la enfermería mientras don Ulises se asomaba por las ventanas. Me

quedé vigilando, ayudado

por el hecho de que la ventana estaba empañada y sucia y mi reflejo nunca saldría. Pasaron algunos minutos, no sé si veinte o más, y nadie salía de con Julio.

Aquello se había vuelto aburridoy lento. Pensé en los espías que se pasan todo el tiempo vigilando a sus presas. Con seguridad era un trabajo muy aburrido. Si los adultos del orfanato estaban junto a la enfermería, eso significaba que adentro había fiesta o un caos feliz. De pronto me dieron ganas de estar con el resto, en el alboroto total, pero recordé que debía

concentrarme. Hasta ahora, yo era el único que sabía qué había pasado en realidad. Estaba en mí develar el misterio. Yo sabía, y por saberlo, debía actuar. No po día quedarme con los brazos cruzados, aunque fuera lo más fácil de hacer. Me sentí como un héroe, aunque ustedes saben que los héroes tienen súper poderes y yo lo único que

había tenido era un poco de insomnio. Pasaron no sé si una hora o dos, cuando oí que tocaban a la puerta

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

de la bodega. Me quedé helado. No había visto salir a nadie de la enfermería. Don Ulises continuaba con su

guardia alrededor de la misma. Volvieron a tocar con más fuerza y me llamaron:

-Abre, Daniel, déjanos entrar. Bajé rápidamente de mi lugar de vigilancia y por poco me caigo de un colchón a otro. Afuera estaban

Julián, Agustín y Mateo. -iPues qué te traes?-quiso saber Julián. -Sí, Daniel, por qué estás escondido?-insistió ahora Agustín. -Encerraron a todos en el dormitorio -dijo Mateo. Estábamos en eso cuando oí que abrían la verja principal del orfanato. No les contesté a mis ami

gos y me trepé de nuevo hasta la ventanilla, seguido por ellos. Una gran camioneta negra, de esas que no tienen vidrios a los lados, y la que recogía nuestras bolsas del taller, entró y se estacionó a un lado de la enfermería, muy cerca de la puerta. Un par de hombres grandes, uno barbudo y el otro calvo, bajaron y abrieron la puerta trasera de la camioneta.

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A


ANTONIO RAMOS REVILLAS

No sé ustedes cómo

se

malos, pero éstos tenían la

imaginen a los hombres pinta de espantar a cual-

quiera. Lo siguiente que vimos me llenó de más dudas y

misterio. El asunto

Mis

era en

realidad más

complicado.

amigos estaban al lado, entre curiosos y asustados.

Casi no se movían. A una orden del calvo, se abrió la puerta de la enfermería. Primero salió la Sra. Eduviges. Tras ella llevaban a Julio, despierto. Lo sé porque se movía. Alcancé a verlo amarrado de los brazos y las

piernas y con la capucha en la cabeza. Iba en una silla de ruedas, a la que también estaba amarrado. -Por qué se lo llevan?-preguntóAgustíny no

supe qué contestarle, porque eso mismo me preguntaba yo.

Lo subieron a la camioneta ante la mirada de complacencia del Sr. Papis. La Sra. Eduviges se quedó junto a él cuando finalmente cerraron las puertas y el par de hombres subió a la camioneta. El ruido del motor quemó el aire en el patio. A lo lejos los árboles se estremecieron por una corriente cálida y una

cigüeña (había cigüeñas en el pantano) planeó por encima de los árboles hasta perderse. La camioneta

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REPTILES BAJO MI CAMA

dio una pequeña vuelta en el patio y salió, dejando atrás

una polvareda. Después, don Ulises cerró la puerta y volvimos a quedarnos atrapados. Al centro del patio

sólo estaban el Sr. Papis y la Sra. Eduviges, inmóviles, como estatuas en medio de las hierbas, la basura y el sol del mediodía. Los vi sonreír. -Qué miedo-dijo Julián, arrebatándome las

palabras. La historia, amigos, se pone aún más fea.

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5 Aquella noche no pudimos dormir sólo de imaginar a dónde se habían llevado a Julio. Los hombres se

veían mal encarados, pero lo que más

nos

preocupaba

era la sonrisa de satisfacción del Sr. Papis cuando se lo

llevaban; aunque, de lejos, la Sra. Eduviges se notaba tensa y miedosa. Ya sabíamos que ninguno era de fiar.

Ejemplos, había muchos. No sólo era el hecho de ponerle mocos a la avena, que, bueno, debo decir, ya nos ha-

bíamos acostumbrado y aún pienso que la avena y los mocos

deben de saber

igual. No,

no era

sólo

aquello.

A veces organizaban clases de castigos que reventaban a cualquiera.

Uno de los más famosos y terroríficos no era encerrarnos en aquel cuarto de triques que a muchos les

daba miedo y que

era

mi sitio

preferido, claro, porque

sabía cómo escapar de ahí, sino otro en que nos aban-

donaban durante la noche para sembrar y limpiar el sembradío de cebollas y papas. Nos ataban del tobillo

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

a una

estaca y

/listo!;

el Sr. Papis se iba a dormir y nosotros permanecíamos a la intemperie. Uno tenía

que arreglárselas mientras el orfanato susurraba, crujían las maderas, el aire chillaba afuera como si hubiera brujas que salieran del pantano,

o

aparecidos

que deambularan por el patio principal, dejando una estela blanca y fantasmal tras ellos. Sólo se escuchaban nuestros pasos sobre la tierray la sensación de las plantas malas que arrancábamos, algunas con espinas y uno así, solo, con miedo y mucha prisa. Lo mejor, en ese caso, era grabar un poco en la

memoria alguna canción que a veces alguien se inventaba en el patio, o recordar los chistes posibles o

las adivinanzas mientras seguíamos inclinados, recorriendo los surcos donde a veces había hormigas o más

insectos. En épocas de frío, cuando todo el pantano se adormecía tanto que la neblina se escondía a ras del suelo y las ramas de los árboles se ponían quebradizas, al Sr. Papis le daba por castigarnos, dejándonos

en el patio, sólo con una escoba y un contenedor de basura. Ahí estábamos todo el día, con el frío soplando y metiéndose y girando y levantando susurros entre

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REPTILES BAJO MI CAMA

las hierbas, alimentándose de nuestro calor; y el frío, casi puedo sentirlo, adrede se embarraba en nuestras

mejillas y espinaba nuestra nuca. Pero, incluso en esos momentos, uno se las ingeniaba para ser feliz. O intentar ser feliz. Eso es algo

que nadie puede quitarnos, ni en las condiciones más desesperadas. Cuando me tocó estar en el sembradío por primera vez, me puse a cantar quedito y me sentía todo un granjero que necesitaba limpiar y sembrar sus cebollas. Ya había empezado la cosecha y tenía que sacar aquellos tubérculos. Resplandecían las cebollas

sobre la tierra igual que grandes monedas dejadas por ahí. Las olía, porque el olor de las cebollas me pareció durante mucho tiempo algo muy bonito; cebollas recién nacidas de entre la tierra, gordas, frías y que luego nos servirían en el desayuno como caldo, en la comida de guarnición, y en la noche en algún postre; pero al verlas ahí, nuevecitas, eran muy hermosas. Yo sería

un

granjero estupendo.

Yo evadía la maldad como quien saca un sapo de un sombrero de mago; e incluso intenté, durante una

temporada, buscar un sapo para intentar el truco, pero

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ANTONTO RAMOS REVILLAS

sólo había ratas y

eso no era

muy

padre

que

diga-

mos.

Pero

ahora, qué podía hacer?

Lo malo de haber visto aquella camioneta negra era que nuestra imaginación no podía pintar-

nos algo bueno. Ahí, en ese momento, ya nos ima-

ginábamos cosas espantosas, tal vez tú las imagines en este momento. Para qué quieren dos hombres

llevarse a un niño que hasta el día anterior era un niño normal, un poco achicopalado, un poco juguetón, como cualquier niño o muchacho del mundo, sin nada en especial y al mismo tiempo ya con una luz propia?

Todo eso pensaba ya en la noche de ese día revuelto, en mi cama, sin poder pegar un ojo. La luz de la

luna entraba por la ventana, una luz pegajosa y caliente. Agustín me chistó en ese momento y dijo algo que yo no había querido decirme desde que vi al reptil bajo mi cama y después en la cama vacía de Julio.

Tengo miedo. -Yo también. -Por qué se lo llevaron?

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REPTILES BAJO MI CAMA

-No lo sé. Algunos niños se pierden -le dije, pero no sé por qué le dije eso.

Agustín no me respondió. /Sabes que mi papá es aeronauta?- dijoAgustin, y yo rápidamente entendí a qué quería jugar. -2Como el mono ése que fue a la luna?

-No.

-Como el perrito ése que fue a

la luna?

-No. Nos reímos un poco. Agustín se movió bajo las

sábanas y su rostro quedó frente al mío. -/Por qué dijiste que los niños a veces se pier-

den? -No lo sé. Era cierto. No sabía por qué le había dicho eso. -Yo sé lo que le pasó a Julio. Agustín peló los ojos. -/Sabes a dónde se lo llevaron? -No, pero sé por qué se quedó dormido.

-Cuéntamelo. -Vino un gigante y se lo llevó. Agustín sonrió con aburrimiento.

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

-No te creo. -Es cierto. Entonces escuchamos ruidos en la puerta y cerra-

mos los ojos. Yo los apreté muy fuerte porque imaginé un gran lagarto con sus fauces enormes, que golpeaba las puertas con sus temibles pezuñas. Apreté los ojos como si viera decenas de camaleones que aparecían de

la nada por el piso y lagartijas que se descolgaban de las paredes con sus colas brillosas embadurnadas de aceite; una pared de ojos, pezuñas, colas y crestas de reptiles que sacaban sus lenguas ácidas y jugosas para ence-

rrarnos en la noche. Entrecerré los ojos cuando abrieron la puerta, y quien entró fue don Ulises. Llevaba una pequeña lámpara de petróleo. Traía puesto un chal. La luz de la lámpara iluminaba las camas y noté que bajo las sá banas algunos se movían agitados, presintiendo también la llegada del reptil, en esa noche que se nos caía como escamas, una sobre otra.

Don Ulises dejó la lámpara de petróleo en el suelo y dio unos pasos hacia la primera cama, donde dormía un niño que se llamaba Felipe. Lo oí cuando se quedó junto a él y luego dijo algo que me heló la sangre.

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REPTILES BAJO M CAMA

-Mis niños queridos... mis preciosos niños... Entonces se oyeron más pasos en el pasillo. Don

Ulises dio un salto hacia atrás y tomó la lámpara justo cuando apareció el Sr. Papis en la puerta. Su sombra rebanaba la luz, como si se hundiera en un lodo muy suave.

-Todo está bien? No nos falta nadie? -Nadie, señor director-respondió don Ulises rápidamente, y volvió el rostro hacia donde yo estaba. Su mirada era como la contemplación fría de un cocodrilo cuando asoma sólo los ojos para pescar al

del agua

la noche está tranquila.

-Pues a hacer guardia. No quiero que te muevas de aquí. -Aquí estaré.

Luego cerraron la puerta con un golpe suavecito, queriendo no despertarnos, pero habíamos oído todo.

Agustín temblaba bajo las sábanas. Yo también. -Me quiero ir-susurró Agustín y yo asentí.

La noche nos fue cerrando los ojos. Intenté dor-

mir, pero no lo logré. No sé a qu¿ hora de la madru gada of un breve chirrido. Una delgada línea de luz detrás de la puerta entró a las habitaciones. Quise

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ANTONDO RAMOS REVILLAS

pensar en historias de héroes y bandidos, de nuevo en sapos que salían del sombrero de un mago; pero entonces me di cuenta de que tenía que concentrarme.

Lo que entró era un pequeño reptil, más pequeño que el anterior. El corazón me latía de prisa cuando el animal trepó hasta la cama de Felipe, igual que con Julio. Lo vi cuando se le subió al pecho y cuando se hizo bolita sobre la cara de Felipe. Pero ahora supe algo más.

Alguien lo recogió cuando el reptil bajó y salió por la puerta entreabierta. Después la luz de la lámpara de petróleo se hizo nada en la oscuridad.

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6 A veces nos adoptaban. En esas ocasiones el orfanato se llenaba de felicidad. A qué niño huérfano no le agrada la idea de tener una familia? El Sr. Papis cambiaba su tradicional traje gris y corbata ne-

gra por un traje más bien negro; se untaba brillantina en el pelo, que le quedaba aceitoso y duro como la quilla de un barco. La Sra. Eduviges se ponía un chillante vestido amarillo que paseaba su color por

los salones, por el patio que decorábamos un día anterior con papel picado y flores que crecían en el

pantano. Por la mañana empezaban a llegar los flamantes coches negros, brillantes bajo el sol. Se estacionaban afuera del orfanato y de ellos bajaban, primero, hom-

bres muy misteriosos que miraban hacia todas partes, buscando enemigos. Aquella colección de coches se nos metía en la

imaginación y anhelábamos ser adoptados por el que

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ANTONIO RAMoS REVILLAS

trajera el mejor. Pero decía Agustín que él se confor maba con ser adoptado por un señor que anduviera en bicicleta, que no necesitaba un papá con coche bonito, sólo uno que anduviera en bicicleta para tre-

parse en la canastilla trasera y sentir el aire y oír el esfuerzo de su padre mientras lo llevaba a un día de campo.

Pero el portón principal no se abría sino hasta las once de la mañana. EI Sr. Papis se encargaba de hacerlo. Sonreía y daba la bienvenida con engominados "buenos días" a los choferes, quienes en ese momento asentían ceremoniosamente, y emitían un sonido de aprobación a los alrededores, antes de volver a sus au-

tos. Los motores de esos bellos Buicks y Cadillacs se encendían (sé que los coches de hoy se llaman de otra

manera, pero en mi época así se llamaban y llevaban, como ahora, los nombres bien escritos con letritas plateadas sobre el cofre). Para entonces, nosotros ya estábamos formados

en el patio y recién bañados. Pálidos, flacos, pero sonrientes, con nuestra ropa limpia después de mucho tallarla; y todo el mundo sabe que una buena sonrisa

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REPTILES BAJO MI CAMA

puede iluminar el rostro, engordar la autoestima y blanquear los dientes. Cada uno de nosotros tenía

en el pecho ya su número asignado, que cambiaba con cada visita. A mí me tocó ser el 14, el 9, el 23, y la última vez fui el 16. Los coches entraban lentamente al inmenso patio del orfanato y detrás de sus

vidrios oscurecidos estaban nuestros futuros padres o madres. Nunca, hasta ahora lo sé, me pregunté por que

había que tener tal cuidado, pero a nuestros padres nuevos no los conocíamos sino hasta que el proceso de adopción terminaba. Los coches pasaban lentamente por las filas. El ruido del motor nos calentaba la esperanza. Los rayos del sol reflejaban optimismo cuando golpeaban la pulida lámina negra y nos cegaba momentáneamente el rostro. Atrás estaban nuestros nuevos padres. Cuando el coche se detenía frente a al-

guno de nosotros el corazón nos palpitaba con fuerza. Una ventana se bajaba un poco y alcanzábamos a ver la silueta de unos ojos femeninos y tras ellos la mirada

adusta de un posible padre, envuelta por el humo del

cigarro.

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

Luego la ventana se volvía a subir y el coche seguía avanzando lentamente. Al final del recorrido, el Sr. Papis se encontraba con una libretita y apuntaba

el número del posible candidato y lo separaba de la fila. Ese niño sí que era afortunado. Así pasaba después otro coche y otro más, hasta que la sesión terminaba. Los coches con sus ocupantes se perdían por el camino lodoso y sólo hasta una semana más tarde, el Sr. Papis llamaba al niño adoptado, quien recogía sus cosas y se iba. El Buick o el Cadillac lo esperaba en la puerta del orfanato y el niño subía. Ahí terminaba su vida en el Caridad y comenzaba en otra casa, con nuevos padres.

Alguna vez le pregunté al Sr. Papis por qué era así la adopción. Me contestó con mucha tranquilidad que las personas que adoptaban niños del Orfana-

to Caridad eran industriales muy poderosos, gente que debía estar siempre protegida y que vivía casi en secreto, para no llamar la atención de ladrones y

contrabandistas; y que, aunque no le creyera (tal vez vio mi gesto de desconfianza cuando me decía esto), el Orfanato Caridad

era uno

70

de los más

prestigiosos


REPTILES BAJO MI CAMA

entre esa gente y ningún niño adoptado cumplía un

mal papel. Pero estas adopciones no eran muy frecuentes, tal vez había una cada seis meses. A mí me había tocado pocas veces estar en las filas, desde que recordaba la

primera, vagamente,

porque hacía mucho que

había pasado, y le tenía más miedo a los coches con choferes rudos, que sentía como mi casa.

sus

a

seguir en

el orfanato que ya

Porque si hay algo que tengo que aclarar es que, el Orfanato Caridad, con sus castigos, rutinas de trabajo para mantenernos ocupados, y clases raras, era nuestro hogar. Nuestra casa. Las hileras de camas eran nuestras habitaciones, donde cada quien procuraba tener la suya como si fuera una mansión. Agustín coleccionaba piedras y las guardaba bajo la cama, en un cajón. Julián coleccionaba recortes de periódicos que después nos leía. Yo no tenía nada, porque todo lo mío estaba ya en mi cuarto prohibido. Me gustaba, a pesar de todo lo malo, el olor de mi cama, sentir el calorcito cuando afuera hacía frío y el aire rasguñaba las ventanas y la luz de la

71


ANTONO RAMOS REVILLAS

luna

se

escondía

mado cariño comer

do

a

entre los árboles. Ya le había to-

desayunar atole

sopa de cebolla

a

por las mañanas y

la hora de la comida. Cuan-

trabajábamos me esmeraba por coser las mejores

bolsas del mundo. No pocas veces me había picado con las agujas, pero cuando terminaba una bolsa me sentía feliz.

Antes de que llegara don Ulises, un muchacho

había enseñado a clasificar hongos y nos había contado sobre los gigantes del bosque; decía que afuenos

ra

vivía también

un

doctor loco que había hecho

un

hombre con pedazos de otros, y le había dado vida con la electricidad. Este día de

muchacho,

que

desapareció

un

misteriosamente, también nos contaba la historia un niño que se volvía murciélago y de un hombre

pájaro que asolaba en los cerros de una ciudad lejana, y un perro diablo o un museo donde los niños eran a

los que

exponían,

o un

carnaval veneciano donde pa-

saban cosas extrañas. Pero todo eso era historia vieja. Todas esas his-

torias de terror nos dejaron de dar miedo cuando nos

empezó

a

contar de otro

72

tipo de

monstruos que



ANTONO RAMOS REVILIAS

andaban en coches último modelo e iban a buenos restaurantes y...

día este muchacho desapareció. El Sr. Papis dijo que el joven había encontrado un mejor trabajo. "Se lo comió el pantano", sonrió, como si la broma

un

hubiera gustado. Aunque a las semanas nos leyó una carta que le había enviado, era imposible no sentir tristeza porque ya no estaba. nos

Así que, por mucho que el orfanato fuera raro,

también era nuestra casa. Nos adoptaban igual que a los niños de otros orfanatos. Eramos felices

como en

otros orfanatos.

Claro, me dirán, en otros orfanatos no aparecen reptiles bajo la cama. En otros orfanatos no

hay niños que pierden el habla, ni jardineros que susurran en la oscuridad, ni hombres de negro que se

llevan

a

los pequeños

en

furgonetas.

Y les daré la razón.

Por eso, cuando al

amanecer

Felipe

no

desper-

tó, me dije que ya era el momento de decir basta. Yo sabía me

qué pasaba en realidad. No podía quedar callado. Hay terrores que es necesario investi-

gar hasta su origen, aunque no sean tan bonitos como un

humano vuelto

a

74

la vida por

medio de la.


REPTLES BA

M CAMA

electricidad o una bruja que construye una casa de dulce o un espejo que dice siempre quién es el más

bonito del reino. Yo sabía. Por el bien de mi casa, de mis amigos, tenía que actuar.

Por eso, cuando aquella mañana el Sr. Papis y la Sra. Eduviges se llevaban a Felipe a la enfermería, me

acerqué hasta mi camarilla y les dije que, seguramen-

te, el Sr. Papis querría encerrar a Felipe en la enfer mería. Les dije que, con seguridad, volverían aquellos hombres de la camioneta y se lo llevarían. Se me quedaron viendo con cara sorprendida, descubriendo en mí a un niño que no había sido antes, a un niño que no habían conocido. Yo también me sentía así, diferente, como si actuary moverme para

defender a mis amigos fuera algo que antes no hiciera pero que, ahora, finalmente empezaba a hacer, sin importarme las consecuencias.

-Va a ser difícil -les dije queriendo crear los pormenores de la tétrica aventura que iniciaríamosPrimero, tenemos que salir de los dormitorios sin ser

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ANTONO RAMOS REVILLAS

vistos. Después, cruzar el patio y, sobre todo, cargar a Felipe hasta un lugar seguro. Si nos descubre don Ulises o peor aún, el Sr. Papis, quedaremos castigados de por vida o tal vez peor, nos mandarán con los señores

de las camionetas negras. Agustín y los demás se quedaron en silencio. Afuera escuchábamos las ranas. Su canto nos llegaba desde la ventana de la pared que daba al patio. Esos se res pequeños, verdosos, nos servían como una alarma

que entraba a mi corazón.

-Para qué quieres hacerlo?-preguntó Julián, y los otros dos se volvieron a verme. Por momentos me quedé en silencio. Quería decirles que debíamos hacerlo por solidaridad, porque teníamos que ayudarnos entre nosotros, porque no podíamos dejar que nos siguieran haciendo esto, pero al final dije lo que en el fondo cresa y empecé a creer por sobre todas las cosas. -Para seguir creyendo-les dije-, creyendo en nosotros mismos. Para ya no tener miedo. Los rostros de mis amigos se iluminaron bre-

vemente por la luz del día que ahora entraba con

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REPTILES BAJO MI CAMA

fuerza al dormitorio. Sus sombras se recostaron en la pared. -Yo te sigo-dijo uno. -Yo también -respondió el

segundo.

-Para ya no tener miedo-afirmó el último.

77


7 Agustín volvió del comedor donde esperaba alguna noticia junto con el resto de los niños, mientras

otros aguardábamos en el dormitorio. No había nada que comentar. Las noticias eran pocas y malas. La Sra. Eduviges no decía ni pío. No nos decía nada, pero es-

taba nerviosa. Iba constantementea la ventana, perdía la mirada en el patio y se tronaba los dedos. -Está más insoportable que nunca-sentenció

Agustín. Julián y Mateo espiaban por la ventana de mi

cuarto escondido. Les había dicho que si miraban algo misterioso, uno corriera a decírmelo mientras el otro

continuaba vigilando; pero no había pasado nada. Uno u otro venían cada media hora sólo para contarme que

no había novedad; sin embargo, yo seguía creyendo que éstas eran las horas más importantes. Me acomodé sobre la cama y extendí los pies. Notaba cómo alcanzaban a llegar hasta la otra orilla. Esta

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

cama

dormí

ha sido en

tro verde

ella con

sienmpre mi me pareció

cama y un

rayas verticales

la

primera

océano,

un mar

blancas, que

vez

que

de fiel-

lo cruzaban

de punta a punta. Entonces tenía miedo no sólo de la cama, sino de todo el orfanato, sentía desconfianza de la aparente sonrisa cálida del Sr. Papis. Pero, con los

años, había ido dominando ese mar. Al acostarme notaba que crecía y que muy pronto mis pies abarcarían toda la cama y entonces algo tendría que hacer.

Quería decirle eso a Agustín cuando la puerta del dormitorio se abrió y entró Mateo, acalorado, pero

luego aparentó tranquilidad y se encaminó hasta nosotros.

-Es don Ulises, vay se pasea alrededor de la enfermería. El Sr. Papis aún no ha salido. -2Qué pasa con don Ulises? -Se ve medio raro. Me dijiste que le prestara más atención a él. Me ardían los ojos a causa del polvo y la hume dad que imperaban en los dormitorios. Las paredes con aquel papel tapiz viejo me daban la sensación de comer esa avena pastosa de siempre. A veces oía a las

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REPTILES BAJO MI CAMA

ratas que pasaban por la orilla de la habitación, corriendo apresuradamente mientras huían quién sabe de qué. -EY la camioneta? -La camioneta no ha aparecido. Mateo volvió a su puesto de vigíay Agustín al comedor. Sentí que tenía que moverme pronto. No podía olvidar a don Ulises, acercándose a Felipe la noche anterior y susurrando aquel cumplido, aquella frase cariñosa. Por qué la había dicho? Por momentos sus ojos se habían llenado de una ternura que nunca le había visto. Pero sólo de pensar en es0 me recorría un escalofrío. Me era imposible imaginar que alguien tan ruin, o con apariencia tan ruin, pudiera tener un amigo o una familia que amara.

Al mediodía volvimos al comedor para la hora de la comida. El caldero inmenso olía a crema de papas. No había pasado nada interesante durante la mañana. Don Ulises había dejado de rondar la enfermería y el Sr. Papis no había salido de ahí. Nos metimos a la fila, como lo hacíamos siempre, y nos encaminamos a la

cocina.

81


ANTONIO RAMOS REVILLAS

Caminamos sin hablar, a diferencia de otras veces, cuando, a pesar del silencio, había alboroto, sonrisas y chistes en la fila. Cuando nos acercamos a la Sra. Eduviges, ella vertía la comida caliente y olorosa al aceite (cocinaba con demasiada grasa, era como si pusiera un huevo a flotar en sebo, o un pollo a cocerse dentro de una cacerola retacada de manteca). Ahora las filas avanzaban en silencio y apenas se escuchaba un pequeño siseo oscuro, tímido, nervioso, que se contagiaba de plato en plato de peltre. Les vesa los rostros al resto de los niños del orfanato y era como si fi-

nalmente el Sr. Papis les hubiera quitado esa felicidad que daba simplemente ser niños. Cuando tocó mi turno de pararme frente a la Sra. Eduviges quise ver si le pasaba algo anormal. Quería comprobar el nerviosismo del que me había hablado

Mateo; cuando extendió el cucharón con unas papas cocidas en un caldo con un trozo de carne que más parecía un trozo de cuero, se me quedó viendo con curiosidad, me hizo una mueca de fastidio y dejó caer la papas sobre mi plato. No retiré el plato y miré con tristeza la poca comida; debo aclarar que no soy un

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REPTILES BAJO MI CAMA

glotón, pero quersa sacarla de sus casillas, ver si algo le iba malo

qué.

Debo hacer

un

breve

paréntesis.

gHan soñado con tener otro apellido, en cómo se habrían apellidado si sus padres hubieran sido otros: tal

vez

González, Arvizu, Martínez, o Rosas?

Pues yo

soñaba con algo parecido. En el orfanato sólo éramos eso, un nombre, una palabra. La familia venía siempre con el apellido, pero nosotros éramos nada más

nombres, por eso siempre soñé con cuá habría sido mi

apellido verdadero o

uno

parecido).

Entonces lo dijo: -No estorbes, Daniel Zarza --y fue como si en ese momento hubiera querido tragarse de nuevo las

palabras. Se puso pálida; luego, los colores se le volvieron al rostro. Las manos le temblaron, oí que res-

piró profundamente, ligeramente nerviosa. Los ojos se le hicieron chiquitos, la boca también, como si se la aspiraran por dentro mientras pelaba los ojos con miedo y enojo. Después me sirvió otra porción de car ne y agregÓ: No, no, Daniel, sí, Daniel a secas. Anda, avanza, que debo servirle a los demás.

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ANTONO RAMOS REVILLAS

Me quedé helado. Caminé hasta mi lugar en la mesa y me senté. Me latía el corazón con mucha pri-

sa, como si mis oídos hubieran captado algo que les

resultaba familiar de tiempo atrás y golpearan eléctricamente mis nervios, hasta los más chiquitos, en la punta de los dedos. Volví hasta el comedor, a la mesa. Esperé a que

liegaran Mateo, Agustín y Julián. Mi corazón quería estallar de alegría y luego de tristeza y después de ansiedad y un poco de hambre, pero sobre todo, de alegría, que poco a poco fue transformándose en

miedo. Yo tenía un apellido. Yo era Daniel Zarza y allá afuera, lejos de este orfanato, habría algún otro padre mío que tal vez se llamaría Daniel Zarza, como yo, o Iván Zarza o Antonio Zarza o Alejandro Zarza 0. Pensé en los niños del orfanato, pero sobre todo en Julio que ya nunca sabría cuál fue su verdadero apellido, porque los tipos de la camioneta negra se lo habían llevado. Teníamos que rescatarlo, o saber dónde se encontraba. Después recordé a Felipe. Aún teníamos a Felipe en la enfermería. Debíamos ir por

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REPTLES BAJO MI CAMA

él; pero también por nuestros apellidos, que con seguridad el Sr. Papis tendría en sus archivos, bien es condidos. El resto de los niños empezó a comer. Agustín, Mateo y Julián se sentaron junto a mí. De reojo, la Sra. Eduviges me lanzaba miradas de angustia. Nosotros aún no tomábamos la cuchara ni el pan cuando el Sr. Papis apareció en medio del grupo. Estaba serio. Nunca lo había visto de esa manera. -Como ustedes saben-empezó el discurso con la cabeza altiva, parecía una pequeña lagartija de agua

que inflaba la papada--ha habido un par de incidentes dentro del orfanato. No es nada que no podamos

manejar. -Qué mentira-susurró Julián. -Estos dos niños cayeron en una especie de sueño profundo, pero ya los estamos cuidando muy bien y nada les va a pasar. Las medidas de seguridad están listas y serán ejecutadas; no va a pasar nada en este

orfanato, nada de consideración. iA poco piensa que le creemos? --dijo ahora Agustin en voz muy bajita, pero filosa.

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

-En este orfanato todo está bien. No ha habido

ninguna alteración al orden institucional. Las clases, las comidas y horas de trabajo serán restable-

cidas. Hay muchas bolsas que deben terminar, por lo que una vez que acaben de comer, se pueden di-

rigir al taller, hoy no habrá clases. La Sra. Eduviges les entregará las cosas de siempre para que ustedes se

pongan

a

trabajar

con

la

disciplina

de

siempre.

Este orfanato está seguro y seguirá adelante con las adopciones y demás. -Qué mentira-dijo ahora Mateo. -Sólo una cosa más. Está prohibido hacer preguntas sobre todo esto. Al menos uno de sus compañeros se reunirá con ustedes, espero que pronto. El otro ya fue adoptado. No permitiré más retardos y ni que anden paseando por donde se les antoje. Por lo pronto, eso es todo. Ya pueden empezar a comer. El Sr. Papis se sentó. Miréa mis tres amigos y ahora sí nos llevamos la sopa a la boca. Adoptado? Por quién? Eran los tipos de la camioneta negra unos padres? No, por supuesto que no. Ahora, más que antes, era necesario buscar la información.

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REPTILES BAJO MI CAMA

Con

seguridad,

chiveros. Había

que

el Sr.

Papis la tendría en sus arhacer dos planes de rescate: uno

para extraer nuestras

vidas; el otro, el

más

importan-

te, para salvar a Felipe de las garras de los hombres de la camioneta negra.

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8

El

plan

de rescate

noche. Comimos

nábamos

quedó fijado

para

esa

misma

rápidamente y mientras nos encami-

las salas de

trabajo intentamos ponernos de acuerdo con las medidas a seguir, pero fue imposible porque había muchos niños y la Sra. Eduviges iba casi en medio de nosotros, vigiláándonos como a

una madre celosa. Cruzamos el patio hasta los talleres. Don Ulises ya nos esperaba con las llaves. Era él

quien casi siempre vigilaba las horas de trabajo y se

alternaba con la Sra. Eduviges. A mí me daba miedo saber que

en

cualquier momento,

ante nuestra poca

vigilancia, regresarían los hombres de la camioneta

negra y "adoptarían" también a Felipe. Claro, si los descubríamos no podríamos hacer nada, pero al menos teníamos que estar ahí.

La sala de trabajos estaba gris. Por las ventanas altas

colaba la luz

blanquecina

de la tarde que ya empezaba a arrancarle sombras a las cosas. Espiaba a se

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

don Ulises, pero éste continuaba con el ceño fruncido

y ese aire desalmado que siempre tenía. Quise imagi narlo como a alguien bueno, pero no pude. Al instante pensé en mi abuelo Zarza. Qué tipo de hombre sería? O más bien, qué tipo de hombre era? Me senté y tomé las agujas, el hilo, y el resto de los componentes para las bolsas y empezamos. La aguja se me caía a cada rato por los nervios. Resbalaba

entre mis dedos demasiado gordos o chatos. Agustín y los demás parecían leerme la mente, estaban distraídos. Un par de veces pasó don Ulises y les pegó en

el cuello, su castigo preferido. Aquellos eran golpes secos y precisos.

Ni me di cuenta de cómo empezó a caer la tarde,

pero ya me dolía la espalda por la posición que adoptaba al coser. Don Ulises se había ido y su lugar lo ocu-

paba la Sra. Eduviges, quien ahora estaba alerta, como si aquel pedazo de tarde en que no nos había visto la hubiera devuelto a su condición normal. Las sombras se hicieron más profundas en el taller. Pensé en los reptiles que había visto en mi vida. No eran

muchos, además de aquellos dos que, presuponía, habían

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REPTILES BAKO MI CAMA

mordido a mis amigos durante la noche. Pero por alguna razón, dejé de tenerles miedo. Ellos no eran los malos, tampoco nosotros. Mientras la Sra. Eduviges seguíaalerta e inmóvil, vigilantee indefensa como el maniquí con el que a veces medíamos la ropa que cosíamos; pensé que, incluso, aunque ellos fueran los

malos, tampoco había porqué tenerles miedo. Eso me ayudó. Me ayudó mucho más el Zarza que

seguía pegado a mi nombre y me daba una incierta esperanza. Cuando la tarde se hizo noche, la Sra. Eduviges empezó a recorrer el áárea de trabajo para ver qué tanto habíamos adelantado. Cuando llegó conmigo bajó un poco la mirada y no me vio a los ojos, sino de lado. -No terminaste tus encargos-quería regañarme, pero no dijo nada más.

-Es que no hubo tiempo. Hizo una mueca. Sus labios parecían dos pedazos de piedras apretadas a la fuerza, y cuando abrió la boca su aliento me llegó como si fuera el de un animal. Te vas a quedar hasta que termines -y volvió a ver a mis amigos--y ustedes, buenos para nada, no

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

quiero que anden por aquí. Seguiré dándoles sus vuel tas hasta que acabern. Se me van a cenar y luego a la

cama. Los voy a estar vigilando seriamente. El ritmo de trabajo fue disminuyendo, y finalmente la Sra. Eduviges dio la orden de parar. -Hoy ha sido un día complicado, pero las cosas se van a poner bien. El sábado que viene habrá más adopciones, así que vayan arreglando sus ropas y a us-

tedes mismos, que hasta dan lástima. Luego volvió a verme a míy me sentenciócon un

rígido: -Por supuesto, tú no podrás ir a la fila para ser

escogido. Tú estás castigado.

-iPor qué estoy castigado? -Tú lo sabrás. -Pero no lo sé.

-Pues por eso también estás castigado.

-Por no saber o

por saber?

Fue como si hubiera dicho la palabra clave, porque al momento la Sra. Eduviges volvió a tener ese

brillo nervioso en las pupilas. -Mocoso...

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REPTILES BAJO MI CAMA

Me quedé callado. Sentía que de un momento a otro me iba a pegar, pero no fue eso lo que me hizo

guardar silencio. De pronto recordé que no debía tenerle miedo y que yo sabía. Temí ser adoptado por esos hombres y mujeres en sus coches negros. Yo sabía lo

que pasaba. Ellos no podrían hacerme nada. Así que al

final le dije: -Sí, voy a terminar. La Sra. Eduviges sonrió. -Vamos, a sus camas y después a cenar. El taller se fue vaciando. Sólo un par de luces quedaron encendidas en el lugar. Las sombras se habían vuelto gordas y ocultaban las mesas, los bancos, unos armarios donde se guardaban agujas e hilos. Sólo estábamos yo y aquella mesa gigante. Imaginé reptiles del pantano, miles, cientos, unos sobre otros, formando una pared de ojos, patas, crestas, lenguas y más; un río de reptiles que salía del sembradío de cebollas y nos liberaba. Me sentía tenso, tenía muchas cosas que hacer y muy poco tiempo. Sentí que, de alguna manera, ya no era un chamaco como el que había iniciado esta historia

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

que ahora te cuento. Algo me había cambiado. Muchas cosas, tal vez. A veces sucede, no lo crees? Piensas que las cosas serán siempre igual, pero luego algo Ocurre y todo cambia. No sabes nunca por qué cambió

tanto cuando tú, muchas veces, sigues siendo el mismo o tal vez no el mismo, sino un poco diferente, pero en esencia, el mismo.

No obstante, descubrí ahí, en ese momento, que incluso los cambios no son ni buenos ni malos, sólo distintos, que nos enseñan a actuar de manera dife-

rente ante la vida y enojarse o hacer berrinche es en realidad una pérdida de tiempo. Por lo mismo seguí cosiendo lentamente, cuando oí que algo se movía al fondo del taller. Dejé las cosas sobre la mesa y puse mi

atención a una esquina de ella. Al rato apareció una cabeza, después otra, y otra más. Eran mis amigos.

Corrí hasta ellos. Me dio mucho gusto verlos. -Cómo se escaparon?

-Shhssss. -Nadie está vigilando a Felipe. Sigue dormido en la enfermería- dijo Agustín. -Qué hacemos, Darniel?-preguntó Mateo.

94



ANTONO RAMOs REVILLAS

-Hay que rescatar a Felipe. Eso es lo único que sé, pero antes hay que buscar algo en la oficina del Sr.

Papis. Mis

amigos estaban atentos a

lo que yo les decía.

-No puedo explicarles ahorita, porque antes tieque ir

nen

la oficina del Sr.

Papis. Es urgente. -iPero, qué quieres que busquemos? a

-Nuestros papeles. Lo que somos nosotros. Cuando llegamos a este orfanato los teníamos. Así sabremos a

dónde

se

han ido los otros niños adoptados y..

Agustín quiso llorar. Sus ojos parecían los de un animal asustado.

-Todo va a estar bien, pero tenemos que hacer esto.

Fue

un

breve momento

en

el que no nos

no

le pase nada

dijim0s

nada. -¥o

quiero vigilar

que

a

Felipe

dijo al fin Agustín, totalmente repuesto. -No, tú eres el más pequeño. Puedes entrar con

facilidad a la oficina del Sr. Papis. Siempre deja la ventana abierta. Cree que nos tiene bien domados y eso nos va a

ayudar.

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REPTILES BAJO MI CAMA

Terminamos por ponernos de acuerdo. Mateo, Ju-

lián y yo iríamos por Felipe y lo guardaríamos en el cuarto de los tiliches; Agustín recogería los papeles. Saldríamos por las tablas del baño y meteríamos a Fe

lipe a mi cuarto por los tablones desvencijados, por donde yo entraba. Al final, nosotros saltaríamos por la ventana alta.

Era un buen plan. Luego escuchamos ruidos en otra parte del taller. Mis amigos salieron corriendo por la puerta y yo corrí

hasta la mesa de trabajo. Me temblaban las manos por la excitación de la aventura. No me sorprendí cuando aquella cosa subió a la mesa.

Era un reptil pequeño, rojo. Llevaba algo para mí.

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9 Recuerdo una noche de hace muchos años. EI frío avanzaba por las paredes del orfanato y arañaba las camas y los pasillos helados. Era tanto el frío que las

paredes crujían. En mi mesita de al lado tenía un vaso de peltre con agua y esa agua casi se me congeló en la boca cuando la bebí. Todos los niños del dormitorio eran como capullos de carne bajo las sábanas, for-

mando casas o cuevas bajo las colchas y cobertores. AI menos es lo que yo hacía cuando eso pasaba. Me encerraba bajo todo y en la oscuridad imaginaba camas más cálidas, abrazos de padres que no conocía. O bien, cuevas donde había tesoros. Las luces se habían apagado y la pálida luz de la luna entraba débilmente por las cortinas junto con el aullido del aire y sus babas heladas. Afuera ululaban

los búhosy casi podía sentir que no sólo había búhos allá afuera, sino cosas peores en el pantano donde nos decían, ya se habían perdido niños que habían

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

intentado escapar. El Sr. Papis nos lo habia prohibido,

contándonos historias de suspenso y de fantasmas de niños que se habían ahogado en las aguas cenagosas y de no poco improbables plantas carnívoras. El pantano estaba

prohibido. No sólo por el señor Papis. Recuerdo esto porque aquella noche quise escapar del Caridad.

Si, claro. Todo niño huérfano sabe que escapar puede ser tan padre como una adopción; pero una adopción

que uno se hace a sí mismo. Escaparse del orfanato es decidir que uno va a ser su madre y su padre y su

familia y su abuelo y su tío y su hermano, y que uno mismo puede con todo. Escaparse es tener valor para enfrentar los miedos contra los otros niños o lo que sea. Afrontarlos. Yo necesitaba ese escape, no una huida cobarde. Volví a sacar un poco la cabeza de bajo las sábanas y vi el techo alto, las vigas, las camas de los otros niños, las mesitas silenciosas. Corrí las sábanas y bajé los pies. El piso estaba demasiado frío; mis calcetines,

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REPTILES BAJO MI CAMA

demasiado delgados; y en lo que buscaba mis zapatos aquel frío se metió por mis pies. Luego, el aire helado

que corría libremente por las vigas descendió y me mordió por todas partes y no tuve más opción que volver a la cama, castañeando los dientes, y con los ojos llorosos. Mientras intentaba calentarme pensé en el pantano. Nadie sabía cómo salir de ahí. Era un camino peligroso, pero supuse que si había coches que podían llegar hasta el orfanato, con seguridad habría un camino hacia la ciudad o el pueblo más cercano. Esa noche pensé en un plan de escape. Pero a la mañana siguiente, mientras bebíamos un rico té de canela blanqueada con un poquito de leche y la Sra. Eduviges nos dejaba escoger los panes más calientitos de mi vida, me di cuenta de que tenía que esperar un poco. Había tantas cosas en el pantano que era muy

probable perderse. Decidí posponer todo. Pero la idea nunca se me olvidó. Ya no estaba sorprendido por aquella lagartija de

piel roja y patas alargadas, con uñas también alargadas que me había llevado. El pantano, el orfanato, los

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

niños dormidos, mis amigos, todo me parecía ahora un tanto irreal. La lagartija, en cuanto dejó la carta

sobre la mesa, volvió a escabullirse, corriendo velozmente hasta la otra orilla y bajando hasta perderse. La cartita estaba ahí. La desdoblé y leí el breve

mensaje: "Ve al pantano." Por un momento pensé que podría ser una broma. Nadie debía salir del pantano sin permiso. Menos

por la noche. Cualquier intento de salir era visto como un intento de escape. Guardé la tarjeta en la bolsa del

pantalón, en el momento que se abrió la puerta y entró la Sra. Eduviges.

-/Ya terminaste? -Me falta un poco, Sra. Eduviges. Se quedó viéndome con recelo; se inclinó un poco hacia mí. Apretó los labios y sólo hasta ese momento me di cuenta de lo pequeños que eran. Los tenía frun-

cidos. -Debo hablar contigo-murmuró al fin. Me puse tenso, porque pensé que había descubierto todo. -Lo que usted diga, Sra. Eduviges.

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REPTILES BAJO MI CAMA

-Ya, ya, no te portes como si te fuera a pegar. -No lo va a hacer? Hizo un gesto de fastidio y se chupó los dientes. -Tienes que decirme

algo.

-Dígame. Después se enderezó, como si no quisiera crear ningún tipo de complicidad entre nosotros, pero yo ya sabía que la tenía en mis manos.

-:Qué fue lo que gritó Julio en la enfermería? Me

quedé

en

silencio y

no

pude

más que pensar

en el venenoso Sr. Papis, en el delgado, oscuro, medio

calvo, y canoso Sr. Papis, con sus ojos negros, brillantes, como un par de canicas. -

No

gritó nada, Sra. Eduviges.

-jClaro que gritó algo! ¡Yo oí algo, juro por mi madre que oí algo! -Pero no gritó nada, no dijo ninguna palabra en

especial, Sra. Eduviges. -iCómo de que no! ¡Yo lo oí! /El te dijo! Verdad? Te ordenó que no me dijeras nada! ¡Maldito desgraciado, no me quiere dejar nada, nada! ¡El se quiere

llevar todo!

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

La Sra. Eduviges se notaba más cansada. Era mala la Sra. Eduviges? Siempre pensé que sí. -Yo fui una mujer joven, Daniel, una mujer

joven y bella. Los mejores hombres me querían, me llevaban flores, me ofrecían castillos, no como este miserable lugar. Ahora no sé en qué momento terminé aquí, en el Caridad, en este sucio y apestoso sitio.

Crees que yo no quise... que yo no quisiera hacer y secundar todo lo que...? Y mi madre. Mi madre, túú no la conociste, tú no conociste ni a la tuya, pero mi

madre era muy delgada, no tan alta, bonita. Mi padre era todo un señor, joh!, sí, todo un señor. Salíamos en un coche los fines de semana y nos íbamos a la feria. Y cuando crecí, íbamos de vacaciones a la playa, tú no conoces la playa pero, cuando crezcaso cuando te

adopten o cuando te vayas o...y entonces se quedó callada, pero yo ya imaginaba las palabras que iba a decir, claro: "en cuanto me fuera y viera entonces el mar ya no me vería nunca más en mi cama de colchas

verdes del orfanato, porque ya sería libre". Pero la Sra. Eduviges no terminó la charla. Se puso seria.

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REPTILES BAO MI CAMA

-Mañana por la mañana vendrán los doctores por Felipe. Hasta mañana no puedes salir del dormitorio. Ni tú, ni nadie. Ya no te dejamos cenar, así que vete a tu cama. Y mucho cuidado con hablar de esto con cualquiera de tus amigos zarrapastrosos.

-Sra. Eduviges... -iQué? -Ni al Sr. Papis. No me reí cuando volvió a ponerse blanca del miedo, pero después retomó el control de siempre y su rostro se tornó rígido y cruel. Se había convertido de nuevo en la vieja Sra. Eduviges. Me jaló de la camisa y me acercó hasta ella. Su boca olía a cebollas y pan.

-Ni una palabra, Daniel, ni una palabra. Entendido? O te juro que todas tus noches estarás limpiando los surcos. Salimos del salón de trabajo y nos encaminamos por el patio hasta el edificio principal del orfanato. A lo lejos se veía una pálida luz en la enfermería y don Ulises estaba sentado afuera, en una mecedora. Entramos al edificio y de inmediato la Sra. Eduviges me llevó

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

hasta el dormitorio. Me dolían las tripas por el hambre cuando finalmente me encerró con los demás niños. Algunos se me acercaron para preguntarme dónde andaba, pero la mayoría estaban sentados sobre sus camas y platicaban entre ellos. A lo lejos encontré a mis amigos. Me dejé caer sobre mi colchón en el momento en

que una tripa se quejó más fuerte que antes. El dolor me subió desde el estómago, por la gargarnta, hasta la boca. Siempre es feo quedarse sin cenar. No importa cómo nos castiguen, pero dejarnos sin cenar no está

bien. Qué ganan ellos y qué ganamos nosotros? Por un momento quise llorar. Por qué estaba en ese orfanato, por qué los Zarza me habían dejado ahí? Y a los otros niños? Mis amigos me sonreían. Esta

noche íbamos a rescatar a Felipe, a entrar en los archivos del Sr. Papis, y yo iría al pantano. Y a pesar de todo eso, ellos me sonreían. -No le ves, Mateo, cara de que quiere llorar? -se burló Julián. -Sí, sí, mira, si parece niño chiquito. -Yo soy el niño chiquito y no por eso lloro-sonrió Agustín.

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REPTILES BAJO MI CAMA

-Tan grandote y tan chillón-rió Mateo. Les contesté lo más tonto que se me vino a la cabeza. -Es que tengo hambre. Los tres se quedaron mirando entre sí. Mateo extrajo un pedazo de pan de la bolsa de su pantalón. Agustín sacó otro pedazo. Julián negó con la cabeza. -Yo no te traje nada-pero luego sonrió y sacó otro

pedazo de pan. -Agua hay en los baños, puedes tomar de los

lavabos. Comí rápidamente y sólo entonces les enseñé la cartita con la otra orden. Me dijeron que podía ser peligroso, pero entendieron que todo se complicaba ahora más y por lo mismo, era un secreto más feo el que teníamos entrente.

Amigo lector: espero que, por esto que lees ahorita, no te sientas defraudado. Yo sé que es una historia romántica y tierna la que lees en este momento y no una historia de suspenso. Tú compraste una novela de suspenso y yo te dije que te iba a contar mi historia, una historia de misterio y suspenso. Yo necesito

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

contarte esto, llenarme de buenas vibras y de buena

energía. /Ya sabes por qué? Sí, lo adivinas. Desde este punto en la novela, míralo bien, desde esta página 108 hay cosas que es mejor no saber si quieres seguir siendo un niño tranquilo y sin preocupaciones.

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10

Un pesado sueño se apoderó del dormitorio. Sen-

tía las piernas y los brazos pesados. Incluso me costaba respirar. Pensé en mis papás, en mis amigos y en

el pobre de Felipe, sin sábanas que le dieran un poco de calor. Me volví hacia la cama donde dormía Agustín y encontré sus ojos en la noche. Estaba tapado hasta las orejas. Lentamente se destapó y me sonrió. Eso

me dio muchos ánimos. Me moví en la cama hacia el otro lado y me encontré con Mateo y Julián, cada uno sentado en su cama. Hacía frío cuando nos pusimos en pie. Las maderas crujieron. Alguna rata cruzó velozmente sobre las vigas del techo. -Qué es lo que debo buscar en la oficina del Sr.

Papis?-me interrogó primero Agustín. -Papeles, todos los papeles que encuentres. Ac-

tas de nacimiento, de adopción, pagos, lo que creas nos pueda servir.

109


ANTONIO RAMOS REVILLAS

-Y si están bajo llave? -Entonces rompe lo que tengas que romper. La sonrisa le

desapareció,

y

en su

lugar

se

deli

neó una mueca de seriedad, la de un niño listo para

la batalla. -/Ya saben qué harán ustedes?-les pregunté a Mateo y Julián. -Entrar a la enfermería, agarrar a Felipe, llevarlo hasta el cuarto de los tiliches y esconderlo donde nadie lo vea. Asentí. Mateo y Julián podrían cargar a Felipe y

llevarlo hasta allá. -Entonces, manos a la obra.

-Y tú?-me preguntó Agustín. Suspiré. La sensación de piernas duras había ido

desapareciendo; pero tampoco me sentía muy ágil. Tenía miedo. Una corriente helada me subía por la espalda y se me enredaba en el cuello, engarrotándomelo. Me sudaban las manos a pesar del frío y me miré los dedos, las uñas. Unas estaban mal comidas. Sonreí para mí al verlas, aún con la calidez de la panza llena gracias a mis amigos.

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REPTILES BAJO MI CAMA

-Iré al portón, veré si está abierto y si no, me voy a brincar. Afuera, no sé, no sé qué vaya a encon-

trar allá afuera. Tomé aire sintiéndome un poco mayor. Un niño mayor que tal vez no sabe por qué hace las cosas, pero una

certeza furiosa lo

impulsa.

-Tenemos que ser rápidos, tenemos que dominar nuestro miedo. Nos veremos, antes de que amanezca, en el cuarto de los tiliches. Si alguno falta, tendremos

que callarnos, averiguar y, si es posible, rescatarlo; pero si no, lo más importante es rescatar a Felipe.

Nos tin. Era

despedimos uno a uno. Primero se fue Agusmuy delgadito, el pelo negro le brillaba gra-

cias a la poca luz de la luna que se colaba hasta los

dormitorios. No pasaron ni cinco minutos cuando Mateo y Julián emprendieron el camino. Avanzaron con tranquilidad hasta la puerta de los sanitarios y ahí se quedaron unos momentos. Mateo volvió el rostro, me

sonrió,

e

hizo

un

ademán de despedida. Nos

de

cíamos adiós, pero quién sabe qué tipo de adiós nos

decíamos. Volveríamos a vernos? Estaríamos juntos, horas después, en el cuarto de los tiliches?

111


ANTONO RAMOS REVULLAS

El corazón

me

latía

prisa cuando

los vi alejarse. Me recosté un poco en la cama y ésta chirrió. Tuve miedo de

ver

con

algún reptil,

pero

algo

me

decía

que esa noche no habría ninguno en el dormitorio

y que los verdaderos reptiles descansaban en otras camas.

-Mejor ni lo pienses, Daniel Zarza --me repetí y la dureza de mi apellido me alentó. Una vez en la puerta no volví la vista atrás, aun-

que imaginé que algunos de los niños del dormitorio me veían. Habían estado espiando nuestra partida con

el silencio y el miedo o el apoyo fundidos en uno solo. Quién sabe de qué tipo de miedo está hecho el corazón de los muchachos? Finalmente me puse en pie y me encaminé a los sanitarios. Las maderas del piso chirriaban a cada

paso. Cuando llegué me fui hasta el último de los excusados. Las maderas estaban un poco más levantadas de lo normal. Me arrastré, el piso estaba húmedo y no quise ni pensar por qué. Apenas asomé la cabeza por

las tablas del sanitario, encontré el atrás de él los árboles. entre

112

muro

gris

y


REPTILES BAO MI CAMA

-Concéntrate, Daniel Zarza -me dije cuando el frío me apretó los dedos. La tierra estaba dura y fría cuando finalmente me vi afuera. El hueco por las paredes de los baños era

algo pequeño y me sorprendí de haber cabido por ahí,

aunque siempre lograba pasar. Quien fuera a pensar que los baños era la mejor manera de huir. Acerqué unas

piedras

que

siempre tenía

cerca

y

tapé

el

aguje-

ro. Nadie se daría cuenta. Afuera el frío reinaba con más fuerza, casi no había luz de luna. Alguna lechuza ululó y no pude más que imaginar a los animales que morirían esa noche en las garras de los depredadores. La noche olía a cebollas y a humedad, pero de la nada encontré una corriente cálida, un mechón de aire más limpio que otro, más tibio. Venía del pantano y me sorprendió que fuera así, tibio, que me mostrara un camino, una

débil corriente de aire tibio que me llevó hasta la parte delantera de la casa y ahí se acabó. Intenté correr, pero no quise hacer ruido con mis pisadas o mis prisas. No quería cometer ningún descuido. En esa parte del terreno había fierros y muebles en desuso.

113


ANTONIO RAMOS REVILLAS

La luna se había escondido, así que nada alertaría a nadie. Caminé a paso rápido, pegado a la pared. Crucé velozmente frente a la puerta de entrada del orfanato

y vi el interior del edificio. Llegué hasta el sembradío de cebollas y volteé hacia la ventana de la habitación

del Sr. Papis. No quería que me descubriera corriendo bajo la luna, sobre los sembradíos. Desde ahí se podía ver muy bien la enfermería, la casa de don Ulises y, finalmente, el portón. No logré ver a mis amigos; así que, con seguridad hacían muy bien su trabajo. Decidí arrastrarme. Me puse codo a codo con el suelo y avancé. La tierra se me pegaba a la ropa y me dije

que luego batallaría para poder limpiarla. A veces hundía las manos en la tierra y alcanzaba a sentir las cebollas allá abajo, tiernas y calientes. Cuando crucé el campo ya estaba cerca de la casa de don Ulises, me pegué a la pared, seguí hasta la puerta grande. Los árboles se veían tétricos. Pero estaba tranquilo. La carta decía que me esperaban afuera, en el pantano, y tenía que darme prisa. Intenté encontrar el candado, pero no había nada. La puerta estaba abierta. Quien me esperaba había dejado todo listo.

114



ANTONTO RAMOS REVILLAS

Di el primer paso fuera del orfanato. Finalmente lo había hecho. Este era el primer paso hacia mi libertad; iba solo, con miedo, pero al mismo tiempo con cierta valentía. Sentía que me encontraba ante algo muy importante en mi vida. Di unos pasos afuera y se apoderó de mí un miedo extraño. Han caminado alguna vez en un pantano, a la medianoche? El musgo hacía resbaladizo el andar. Los arbustos medianos estaban fríos a causa del aire. Avancé despacio por un lado del sendero. No sabfía para dónde debía ir. Me quedé inmóvil un momento y procuré mirar

hacia el cielo, pero había muchas nubes que antes no estaban. Durante todo el rato había pensado que, tal vez, aquello era una trampa. El Sr. Papis podría estar

allá afuera, esperándome. Justo cuando sentí que el miedo volvía a apoderarse de mí, descubrí una pequeña luz a lo lejos,

dentro del pantano. Se balanceaba muy despacio en tre los árboles. Caminé hacia ella, era lo más lógico. Iba despacio, oí las ranas, cosas que avanzaban y retrocedían a mis pies. Los arbustos se habían vuelto tupidos y el suelo se movía. Y la luz, siempre la luz

116


REPTILES BAJ0 MI CAMA

allá adelante, entre los árboles, desplazándose en la

oscuridad. Pisé un charco y no grité. Un insecto llegó volan-

do, chocó contra mi rostro y no grité. Algo, como si fuera un reptil, me rozó las pantorrillas y no grité. Iba

así, caminado, caminando, siempre tras la luz hasta que

la luz

se

detuvo. No grité. Recuérdenlo. No grité.

No era el momento.

Después, la luz se apagó. Me quedé solo, rodeado por la oscuridad. Me temblaban las manos y tenía la

boca reseca. En eso las nubes se movieron y la luna nos iluminó en el claro. Allá adelante estaba una silueta. Era la de un hombre. Dio unos pasos hacia mí

y retrocedí un poco. La sombra avanzó de nuevo y retrocedí un poco más.

-Espera-la voz salió oscura, espinosa, tibia, a diferencia del frío que había a mi alrededor. Era una voz pausada, como la de un padre hablando con su

hijo o de un abuelo pidiéndole un poco de tiempo a su nieto. Espera

un

poco.

Me detuve. Me ardían los ojos y el miedo me aca-

lambraba los dedos de las manos.

117


ANTOND RAMOS REVILLAS

Entonces la luz de la luna terminó por iluminar a

aquel hombre. Era un viejo, un par de lagartijas se posaban sobre sus hombros y en los brazos llevaba una más. Quise gritar pero no lo hice. No, no lo hice. Me callé el grito cuando vi que aquel viejo no era otro

más que don Ulises.

118


11

Me quedé inmóvil. Todo había terminado. Don Ulises, al fin, había dado conmigo. Bajé los brazos, sintiéndome inútil, después quise correr; pero yo no conocía el pantano. Esperen, yo no conocía nada de

las cosas que había allá afuera. Sabía algo por lo que

otros ninos contaban de sus breves descubrimientos, sabía algo por aquellos inmensos coches negros que

esperaban afuera del orfanato; había leído acerca de dioses y gigantes, algunas historias sobre un país que había ido a la guerra contra otroy cómo funcionaban los carros por dentro; y cada vez que veía uno de los coches negros imaginaba el motor, bujías, bandas y bombas; pero nunca las había visto en realidad. Las lagartijas en los hombros de don Ulises reptaron por los brazos hasta los codos y ahí se quedaron, con la cabeza alzada como si quisieran saltar encima de mí; pero no lo hicieron.

-Ven, acompáñame.

119


ANTONIO RAMOS REVILLAS

La luna se había escondido un poco entre las nubes, aun así su luz marcaba débilmente el camino. No tenía más a dónde ir, así que seguí a don Ulises. Tenía cosas que preguntarle. Por qué les había hecho eso a los niños? Qué me haría a mí? Qué tipo de veneno había encontrado en el pantano que ahora les daba a los niños? Intenté mantenerme tranquilo, pero sólo pensaba en que iba hacia mi muerte.

-No intentes escapar. Yo conozco muy bien este lugar, no hagas algo tonto, Daniel Zarza. Apreté los dientes por el miedo, pero también porque don Ulises me había llamado igual que la Sra. Eduviges. Intenté recordar si él estaba ahí cuando ella me había dicho así, pero no. Algo malo estaba pasando. (Claro, algo malo pasaba desde que aparecieron los reptiles, pero, ahora, estaba frente a algo mucho

peor.) -Por qué... -Shssss.. sólo sígueme. Avanzamos unos metros más adelantey los árbo0-

les se fueron apretando entre sí, formando una pared de cortezas con musgo, ramas alicaídas y mojadas. Al

120



ANTONTO RAMOSs REVILLAS

pasar me arañaban la espalda y los brazos. Una lagar tija, la que me había llevado el papel, iba en el hombro de don Ulises. Me miraba: no sé si a mí o al camino. Don Ulises avanzaba a paso lento porque el suelo era resbaladizo. A veces oía algún animal o el revoloteo de alguna ave. Un par de búhos ululó y cuando giré la cabeza encontré no muy lejos a uno de alas blancas que se tendía hacia el suelo y luego revoloteaba con

algo en las garras. Dejamos atrás los árboles y apareció tras ellos una pequeña casa. No era grande, ni bien cuidada, más parecía una casucha que estaba por venirse abajo. De las

paredes le colgaban enredaderas y telarañas. La puerta de entrada eran unos tablones de madera que se parecían mucho a los del orfanato. Don Ulises avanzó primero, abrió la puerta y me ordenó entrar. :Qué podía hacer? Entrar? No entrar? Miré hacia atrás, al pantano que parecía sumido en un silen cio casi de muerte. Ya no se escuchaba nada. Sólo el viento movía un poco las ramas que, pasado el aire, se quedaban inmóviles.

122


REPTILES BAD M CAMA

-Pasa, Daniel.

-Pero... -No te va a suceder nada. Tragué saliva. En qué parte del plan estarían ahora mis amigos? Agustín habría encontrado algo en la oficina del Sr. Papis? Cómo habrían podido entrar a la enfermería? Don Ulises pareció leerme el pensamiento, por

que dijo: -Vi cuando tus amigos metían a Felipe a la bo-

dega vieja.

-Pero... -Anda, entra. Don Ulises intentó sonreírme, pero su mueca me pareció más bien triste. Adentro, la casa olía a lo mismo que el pantano: a humedad. Había un par de mesas con frascos como de laboratorioy otra más pequeña donde quedaban unos restos de comida. También había un sillón con brazos

grandes y mullidos. El piso era de tierra y ahí estaba seco, pero en las partes cercanas a la pared estaba mo-

jado, no sé si por la Iluvia que a veces barría la zona.

123


ANTONIO RAMOS REVILLAS

Revisé todo con cuidado. En una esquina había jaulas con reptiles de varios tamaños, con tazones donde ha-

bía trozos de fruta. Otros estaban en cajas de cristal.

-:Quieres algo de tomar? Me puse alerta. No debía aceptar nada de don Uli ses.

-Estoy bien. -Eres un muchacho desconfiado, viviendo lo que has vivido, está bien; pero tienes que aprender a

confiar al menos en tus padres y familia. -Yo no tengo padres ni familia. Don Ulises hizo una mueca de burla. Se chupó los labios y luego se rascó las orejas. -Todavía recuerdo cuando te vi por primera vez,

cuando me presentaron con ustedes. Eras un chamaco miedoso; pero tenías un brillo distinto en la mirada, tal vez te viene de herencia, no lo sé. Fuiste el único que me miró a los ojos cuando el resto no pasó

de mirarme los zapatos. Ahí me di cuenta de que había mucho trabajo por hacer. Me sentía incómodo. De qué herencia me hablaba? Por qué se burlaba de mí? Qué, no sabe que

124


REPTILES BAJO MI CAMA

si hay algo que queremos los huérfanos es tener esa herencia, esas cosas que luego hacemos sin saber y que, presumimos, son manías o formas de ser de una

familia que no conocemos? -Hace rato me llamó Daniel Zarza y sólo una persona me había dicho así. -No creo que haya sido el Sr. Papis. Ese es muy controlado.

Unos retortijones en el vientre me apretaron la VOZ.

-iPor qué me trajo aquí? Qué les pone a los niños?

2Cómo amaestra los reptiles?-solté en cuan-

to pude, nervioso, rápido, las palabras se me trababan entre sí, casi querían decir otra cosa de lo rápido que las dije. Vamos primero por pasos. Por qué te traje aquí? Es lo único que te voy a decir. Me mostró una pared con dibujos de niños, hojas

viejas, hojas amarillentas, pegadas a una pared, niños perdidos por quienes pedían rescate. Me sentía impaciente. Me sentía burlado por don

Ulises, pero aquel muro me doblegó, me golpeó en el

125


ANTONIO RAMOS REVILLAS

pecho, sentí que la sangre se me adelgazaba y un tor-

bellino de fuego

me

lamía la

garganta.

-Ven-pero más bien me jalótras él. Seguí a don Ulises hasta la otra puerta. En el camino pasamos cerca de los reptiles. Pasé saliva con

tanto miedo que sentía que uno de esos reptiles trepaba dentro de mi garganta y me arañaba. Afuera apareció un pequefño campo. -Lo llamo el cementerio de botellas-dijo don Ulises al tiempo que me mostraba un pequeño sem-

bradío sin arbustos, sólo tierra, pero del que emergían los cuellos de botellas de vidrio que lanzaron un breve destello cuando la luna las iluminó de golpe, para des-

pués sumirse

en

la oscuridad.

No supe qué decir. Me temblaban las piernas. Pensé en mis padres que veía en los espejos de mi

cuarto de tiliches donde, con seguridad, a esa hora ya estarían mis amigos y Felipe, en su sueño ininte-

rrumpido. -La respuesta a lo que eres está ahí--don Ulises

me tocó el hombro y de golpe una corriente de miedo bajó desde ahí hasta mi corazón, otra vez los reptiles,

126


REPTILES BAJO MI CAMA

otra vez el miedo-, pero debes ser valiente. Eres un

muchacho valiente? Asentí sin saber porqué.

-Por qué le dijo eso a Felipe, la otra noche? Un rayo de tristeza invadió ca

finalmente

se

hizo

un

a

don Ulises. Su

poco dulce y las

mue-

lagartijas en

hombros corrieron velozmente al cuello, imaginé que tratando de consolarlo. sus

-Te recomiendo buscar en la tercera fila, en la botella. Si quieres seguir adelante, te espero adentro. Si quieres huir, hay un camino que sale de novena

aquí, es un sendero muy pequeño, pero seguro. Te

llevará hasta la ciudad y ya tú sabrás qué hacer. Si decides irte, antes, tómate esto -y me extendió un pequeño frasco-, te servirá para recordar. Don Ulises

me

dio la espalda y entró a

su

pequeña

cabaña. Quise saber qué hora de la madrugada era. Calculé que no serían más de la una o dos de la mañana.

El frasco era

Lo

guardé

en

pequeño y tenía

la bolsa de mi

menterio de botellas.

127

una

pantalón

sustancia azul. y entré al ce-


12

No se veía nada. De golpe, la luna se había es-

condido. Miré hacia el cielo y no había nubes. El tetenía pequeños desniveles y a veces tenía que pisar con más cuidado. Mis pies se perdían en aquella rreno

zona

cenagosa. Encontré arbustos pequeños

y

moja-

dos a causa de la neblina. Fui acostumbrándome a la oscuridad y pude distinguir las siluetas de los árboles lejanos. A mis espaldas se veía la casucha de don Ulises, pero el viejo no estaba. Pateé algo que sonó a cristal hueco. Era el pico de una botella de cristal. La desenterré y pedazos de tierra se vinieron junto con ella. Debería de tener muchos años enterrada. Se los quité con cuidado y vi al interior gracias a que la botella era transparente. Había papeles enrollados. Qué tenía que

ver

todo

eso

conmigo?

Comencé a contar desde esa botella, la primera y no tardé en ubicar cada hilera y cada fila. Había por lo menos diez hileras y más o menos el mismo número

129


ANTONIO RAMOS REVILLAS

de filas, pero era imposible saberlo con exactitud. Me

ubiqué en aquel campo de picos de botellas y caminé hasta donde

me

había indicado don Ulises. Me tem

blaba el corazón, como si mi sangre se hubiera vuelto fría. Con la poca luz que el pantano dejaba logré arrodillarme. Me picaron algunos cardos y me sorprendí de que los hubiera ahí. La botella estaba metida ligeramente inclinada y cuando la jalé salió fácilmente, como si abandonara un campo de budín. Amarrado al cuello tenía un papel en el que alcancé a leer mi nombre, casi borrada la tinta. También era transparente y el corcho, aunque

mojado y seco mil veces a causa de los temporales, se veía relativamente bien, salvo por algunas grietas. Intenté zafarlo pero se me resbalaba de las manos; se me cayó. Mordí el corcho pero sólo me quedó el sabor de

la tierra en la lengua. Intenté romper la botella azo tándola pero aquella tierra era tan blanda que se abría para recibir la botella y la escupía intacta. Ya me empezaba desesperar cuando encontré una piedra. Era del tamaño de mi mano y tenía un lado en

forma de punta, afilada. Cuando la botella se rompió

130


REPTILES BAO MI CAMA

no hizo mucho ruido pero dejó al descubierto los papeles. No quise levantarlos. Qué vería? Qué leería?

Han estado ustedes frente a su vida en una hoja de papel y la han tomado?

A esa hora, mis amigos seguían buscando sus respuestas. "Para ya no tener miedo", había dicho uno de ellos cuando fijamos los planes de rescate. Imaginé la soledad del orfanato, los rostros de los niños, los coches negros, la sonrisa fría y larga del Sr. Papis, el descontrol de la Sra. Eduviges en el taller, y finalmente los reptiles bajo mi cama que ahora me tenían ahí, en un pantano, con esos papeles a mis pies. En ese momento la luna apareció en el horizonte. Han visto alguna luna blanca, gorda, que parece un gran pedazo de pan que flota en el firmamento? /Han visto una luna que parece llenar todo el cielo? Pues ese tipo de luna fue la me guió aquella noche. Tomé los papeles. Los extendí lentamente porque, a causa de los años enrollados, ya se habían entercado a su posición. El corazón me latía con ansiedad. Sentía que me hormigueaba el pecho, miles de insectos metiendo sus patitas en las venas, sus antenas en mi corazón.

131


ANTONIO RAMOS REVILLAS

-Dios mío- fue lo

primero que dije.

-No puede ser --repetí después mientras sentía que la boca se me caía al suelo y las fuerzas se mne

alejaban. -iQué es esto?-y la noche del reptil se me hizo una realidad. Ahí estaba yo, con mis padres, en una foto. O lo

que eran mis padres. El era alto y delgado, con unas

débiles entradas. Ella era casi de su estatura y su vestido era pálido y atrás se veía una feria, una inmensa carpa de la que sólo podía leer las letras "ALES". Un

niño estaba en medio de los dos, calculé que a mis siete años de edad. Luego había una carta, con letra muy pequeña y poco entendible. La firmaba una tal Luz Segovia y estaba dirigida a un tal David. El papel también estaba viejo y en el otro lado había un dibujo

y el nombre de David deletreado con crayones. En la botella había una última hoja. Aunque sé que has leído hasta aquí, si no quieres saber de ese otro mundo que está allá fuera, es mejor que dejes de leer la novela, pero si decides seguir

leyendo, tienes que saber que hay muchas cosas allá

132



ANTONIO RAMOS REVILLAS

afuera que

lobo,

son

tan reales

brujas

como

vampiros y hombres

sedientos asesinos, pero que ellos, la mayoría de las veces, tienen su origen en como

y

hombres que de niños no leyeron libros ni testimonios como éste. La

siguiente hoja

era

de la

policía,

como

la que

estaba en la pared de la casucha, una hoja arrancada de

algún archivo.

A un

costado,

en

la parte

superior,

había una fotografía del niño y decían cosas como que daban un rescate por encontrarlo, y resumían una pe-

queña historia de dónde había sido secuestrado y más cosas de esas, tristes, solitarias, pero verdaderas; una

historia de niños perdidos. Para entonces tenía la boca seca. Lentamente em-

pezaba a comprender, a entender. Miré hacia el campo y el camino por donde don Ulises me había dicho que podría huir hacia la ciudad. No escapar, sino huir. La sangre había dejado de hormiguearme, pero ahora los latidos eran pesados, huecos. No me fue muy dificil

tomar la decisión. Corrí hasta la cabaña de don Ulises sin importarme el suelo resbaladizo. Atrás, el cementerio de botellas

134


REPTILES BAJD MI CAMA

desapareció de mi vista, pero ardían dentro de mí aquellas botellas, aquellas historias escondidas que la gente no sabía, que era necesario que supieran. Toqué con fuerza a la puerta de don Ulises y

cuando éste finalmente me abrió, me recibió con lá-

grimas. -Yo soy... verdad?.. este niño.. Entramos a la casa; me ordenó que tomara asien

to. Cerca estaban las jaulas con las iguanas, un cama-

león, lagartijas rojas, y otros reptiles. -iPor qué no recuerdo nada?

Don Ulises no me respondió, trabajaba pacientemente en su mesa de laboratorio. Cuando regresó

conmigo llevaba un gotero. -Abre la boca. No te va a pasar nada malo, yo soy de los buenos. Me temblaban las manos de coraje, de furia, de dolor y de ansiedad por mis amigos en el orfanato. -Volverás a tener a tu familia, te lo prometo -me

dijo al fin y cerré los ojos.

Abrí la boca y don Ulises dejó caer un par de gotas azules. El sabor era muy, muy amargo.

135


ANTONIO RAMOS REVILLAS

Y sí. Era cierto. Vi a mi familia, a papá, a mamá, a mi perro Tiny,

del que no me acordaba. Mi abuelo, Gregorio Zarza, apareció junto con mi verdadero nombre. Encontré de golpe a mi familia. Recordé el momento cuando me alejaron de

ellos.

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13

Don Ulises era el abuelo de uno de los niños. Eso me

dijo camino al orfanato, cuando la noche empeza-

ba a evaporarse del cielo. Tenía una foto de él y cuando me la entregó descubrí al niño de inmediato: era

Agustín. Cuando desapareció, él había empleado todo su dinero y sus contactos como detective biólogo retirado de la policía para indagar. Me habló de noches y tardes de búsqueda, de pistas y de silencio, del corazón silencioso de los hombres cuando deciden es-

conder sus fechorías, pero también de cómo todo sale siempre a la luz. Fue el cadáver de un joven, encontrado muy cerca del pantano lo que le dio la primera pista. No tardó en dar con el orfanato. Se asomó a sus puertas una noche y alcanzó a ver las luces. Le llamó la atención que dos niños limpiaran el patio a esa hora. Decidió que debía entrar a cualquier costa; pero no podía entrar así, de golpe, porque intuía que, de actuar de esa

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ANTONO RAMOS REVILLAS

manera, sólo le arrancaría unas "cuantas flores al

campo". Necesitaba entrar, ganarse la confianza, tener la información.

Cuando finalmente sar como un

infiltró, haciéndose papordiosero, tuvo un golpe de alegría se

y tristeza cuando descubrió a Agustín, y de incer-

tidumbre cuando éste no lo reconoció. Lentamente se

enteró de los métodos, las formas, los motivos,

en fin, de cómo se actuaba en el Orfanato Caridad.

Aparentó complicidad e incluso los golpes los daba como debían ser. Además, no había podido acercárseles más a los niños porque el Sr. Papis era demasiado celoso de que otros, que no fueran él y la Sra.

Eduviges, tuvieran contacto con los huérfanos. Dijo la

palabra "huérfanos"

como

quien

dice

una

gran

mentira. También a él le llamaron la atención las camionetas negras que cada cierto tiempo se llevaban

cosas

del

orfanato,

pero

en

las que

llegaban

algunos niños. Los coches negros no hicieron más que aumentar su sorpresa. Mientras oía

daban las

sus

mejillas.

palabras

No tenía

138

las

lágrimas

palabras.

me

escal-

No sabía cómo


REPTILES BAJO MI CAMA

reaccionar ante aquellas palabras que reñían cálidos recuerdos de mi familia.

con

los

-Se lo llevaron hace dos años-me dijo al tiempo que me mostraba unas pócimas-, cuando los tie-

nen, les ponen estas gotas que borran su memoria a corto

plazo.

Más tarde los venden

o

los ponen

a

tra-

bajar. me

Tenía tantas preguntas, pero sólo hice las que llamaban más la atención desde un par de noches

atrás. -Y los reptiles? Qué les hacen? Cómo los tiene

amaestrados? Nos ponen las gotas? Don Ulises me sonrió. -Te sorprendería saber lo que pueden hacer

y, claro, lo que les ponía eran unas cápsulas con las gotas que te di. Al principio sumían al niño en un largo sueño, como a Felipe ya Julio, pero luego

arreglé la pócima. Por eso se llevaron a Julio, por eso no lo devolvieron al orfanato, porque él ya recordaba. Me contó más cosas sobre el Sr. Papis y los autos negros, pero eran de un mundo que me parecía oscuro,

139


ANTONIO RAMOS REVILLAS

difícil de imaginar, con hombres y mujeres que vivían con tanto dinero y con intereses extraños pero, al mis-

mo tiempo, ansiosos de tener hijos. Me habló de esos años en los que estuvo investigando a cada niño del

orfanato, de la tristeza que le dieron los que habían sido adoptados por familias que no consideraba ni buenas, ni decentes. -Tenemos que liberarlos y también a los que adoptaron. Es necesario que me ayudes a recoger los papeles de la oficina. Yo soy muy grande, muy torpe, hay cosas que sólo los niños pueden hacer. Decidí confiar en don Ulises y le conté mi plan para encontrar esos papeles y rescatar a Felipe. Sus

ojos se iluminaron con cada una de mis palabras. Emprendimos el camino de regreso y yo me sentía feliz, ligero. Nos acercamos hasta el portón del orfanato. La imagen de mi mamá era cálida, lo mismo que la de mi

abuelo y mis libros. Mi casa, mi cuarto, mis amigos, la escuela, ahora eran cosas que me daban valentía, aunque recordé que en un tiempo no me gustaban. Antes de entrar le pregunté lo que quería preguntarle

desde hacía rato.

140


REPTILES BAJO MI CAMA

-Por qué no se llevó a Agustín a casa en cuanto lo descubrió aquí? Por qué no llamó a la policía? Ya tenía la pócima, todo. Se vesa agitado. Su semblante estaba pálido y

batallaba para respirar. Lo dijo. Sus palabras, aún con el paso de los años, siguen endulzando mis oí-

dos, siguen llevándome a aquella mañana fría, al joven que fui, al joven que eres túahora que lees. Recuerdo con claridad la luna casi transparente a causa

de la luz del sol que

no

tardaría

en

salir y

algunos mosquitos y los muros grises y viejos del Orfanato Caridad. -Todos tenemos el derecho de volver a casa. Aquellas palabras me animaron. Pensé en mis amigos y en sus familias, yo, que ya recordaba perfectamente a la mía. -2Qué va a pasar con el Sr. Papis y la Sra. Edu-

viges? -Eso lo terminaré yo. Necesito que me des cuanto antes los papeles que haya recogido mi nieto, tenemos que saber a dónde se fueron los niños ven-

didos.

141


ANTONIO RAMOS REVILLAS

-Si

hay algo,

te lo

dejo

con

Felipe,

en

el cuar

to.

Cuando entré al orfanato aún había silencio. No fui directamente al dormitorio, sino que me encaminé hasta el cuarto de los tiliches. Ahí encontré a mis amigos. Cuando vi a Agustín lo abracé como nunca antes y éste se retiró todo enojado. Mateo y

Julián sonreían. Felipe dormía bajo unos colchones. No les dije nada de mis descubrimientos de esa no-

che tétrica.

-Encontraste algo?-le pregunté ansiosamente a Agustín, pero éste negó con la cabeza. -No había ningún papel de adopción, sólo encontré éstos-y me entregó unos fólderes amarillos,

viejos, arrugados. Eran cuentas bancarias y fotos de niños adoptados y los nombres y las direcciones de las familias que los habían adoptado. Me aferré a ellos con todo el gusto que podía tener.

-iBatallaste para encontrarlos? -Es muy confiado el Sr. Papis-fue lo único que me dijo.

Cuando

volvimos

al

dormitorio

temíamos

que alguien nos fuera a delatar. Ahora comprendía

142


REPTILES BAJO MI CAMA

que estábamos ahí no sólo por nosotros, sino también por los muchachos y niños del orfanato, de la cárcel, del encierro.

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14

La mañana llegó con felicidad para mí, y al mismo tiempo, con ansiedad y miedo. Había vuelto a ver a mi familia en casa y ya nada malo podría ocurrirme.

Esperaba la irrupción de un terremoto dentro del orfanato y no tardó en ocurrir, porque antes de la hora de levantarnos apareció la Sra. Eduviges, muy asustada.

-Dónde? /Dónde está Felipe Cruz? Dónde está? Chamacos del demonio, quién lo tiene? Pasó rápidamente frente a mí, pero incliné la mi-

rada. La Sra. Eduviges se detuvo ante Agustín, lo levantó de la cama, lo zarandeó al

tiempo

que

gritaba

por Felipe, para que se lo devolviéramos. -jEs por mí, no quiero morir! Volví a mirar a Mateo y a Julián quienes sólo sonresan por lo se

bajo, pero al escuchar aquella palabra pusieron pálidos. Agustín no dijo nada. Creo que

sabía, al igual que nosotros, que finalmente la Sra.

145


ANTONIO RAMOS REVILLAS

Eduviges, por una cosa o la otra, se había convertido en una

madre, igual

que nuestras madres, aunque

ellos aún no sabían nada de su verdadera condición.

-Ellos van a volver... ellos.. los de la.. El Sr. Papis aparecióen la entrada. Aun en su rostro gélidoe indiferente alcancé a verle el miedo.

-Todos al patio-rugió. Avanzamos a pas0 lento sin comprender bien a bien qué ocurría. Estuvimos bajo el sol mientras el Sr. Papis y la Sra.

Eduviges

revisaban la casa, pero

no encontraron nada. Tuve miedo cuando abrieron la

puerta de los tiliches, pero para mi sorpresa no encontraron a Felipe ahí. A lo lejos vi a don Ulises quien me sonrió, seguro él lo había escondido. El Sr.

Papis se veía muy nervioso. Daba pequeños

rodeos, meditando qué hacer y constantemente revisaba su reloj. Ahora ya

no

parecía aquel hombre rudo,

difícil, de carácter hosco, sino uno más humano, más triste, como si le hubieran robado a un hijo de la escuela, del supermercado, de donde fuera. -Todos al

dormitorio-gruñó

de

inmediato y

algunos empezaron a caminar, pero yo no. Hacerlo

146


REPTILES BAJO MI CAMA

era seguir siendo ese niño secuestrado, ese niño ro-

bado. Mis amigos no sabían qué hacer pero, cuando vieron que no me movía, también permanecieron en su

lugar. Los otros niños y muchachos nos miraban con

curiosidad, aunque en un momento también se detuvieron. EI Sr. Papis se

no

daba crédito y la Sra.

Eduviges

quedó paralizada por la sorpresa.

-Les dije que se fueran a su cuarto. Creen que no los puedo azotar? Creen que no los tengo en mis manos? Creen que se van a salvar de mí con su ridí cula rebeldía?

Todos temblaban, pero yo no. El cariño de mi madre, de mi papá, de mi abuelo, brillaba en mi pecho como

nunca

antes: mi

familia,

yo venía de

ellos,

ellos eran para mí: los Zarza. Recordaba un diploma de mi padre, una sonrisa de mi abuelo cuando grité a cuello: -jNo nos vamos a mover! Ya venía el Sr. Papis contra mí, con la mano

alzada, cuando apareció don Ulises atrás de mí y

gritó:

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

-iYa vienen, ya vienen, Sr. Papis! Echó a correr hasta el portón. Lo abrió lentamente pero chirrió como nunca antes, dolorido, enojado.

Eran los hombres de la camioneta negra.

148


15

Esa misma mañana los hombres de la camioneta negra se llevaron al Sr. Papis. Nosotros no nos mo-

vimos de nuestros sitios. La Sra. Eduviges esperaba junto a nosotros, bajo el sol. Cuando finalmente salieron de la el Sr.

enfermería, donde

Papis se veía ya en

habían encerrado, otro mundo. No se despidió,

sino que entró directamente los hombres llamó

a

la Sra.

a

se

la camioneta. Uno de

Eduviges

y le

dijo algo.

Cuando regresó venía desconsolada. Don Ulises abrió de

nuevo

el

portóny la camioneta arrancó suavemen-

te, como si no existiera.

Sólo yo supe el porqué del miedo de la Sra. Eduviges. Es ahora o nunca, pensé. Al momento en que nos quedamos solos, don Ulises corrió entre las filas y abrazó

a

Agustín.

Todos se quedaron sorprendidos y el mismo Agustín intentó quitarse ese abrazo. Creo que terminó de convencerlo cuando don Ulises sacó una

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

fotografía de las bolsas de su pantalón y se la mostro: ambos sonreían mientras Agustín partía un pastel, atentos a las velas; era la foto que don Ulises me había mostrado horas antes. Aquello degeneró en un alboroto y un caos. La

Sra. Eduviges gritó: -iQué se trae, viejo...! Se abalanzó contra don Ulises al tiempo que él se enderezaba con su vieja placa de oficial en alto. -Lo sé todo, lo sabemos, tenemos las pruebas. Esto se terminó. Usted decide, ya, ahorita. Entonces sacó un arma (que después vi, tenía

unas lagartijas grabadas en las cachas). La Sra. Eduviges se desmoronó en llanto y sólo alcanzó a decir:

-Ellos van a volver. Don Ulises se le acercó mientras el desconcierto

se apoderaba de todos en el patio. -Pero no nos van a encontrar a nosotros, sino

a la policía. Ante el caos, me puse en el escalón más alto y les

llamé la atención. Les dije a los muchachos del Orfana to Caridad lo que sabía, lo que había visto, mi nombre

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REPTILES BAJO MI CAMA

y mi

apellido: sí, David Zarza,

mi verdadero

nombre

David Zarza. Les mostré las fotos de mis padres y la mía, mi dibujo, la solicitud de rescate que pasaron

ávidamente de mano en mano creando murmullos,

dudas, algunos lloriqueos y, sobre todo, miedo en el aire de que nada de eso fuera cierto. Les conté del cementerio de botellas donde seguramente estábamos

todos, parte de la investigación que un hombre había hecho para rescatar a su nieto y que se encontraban

ahí, enterrados nuestros papeles, igual que nosotros en el Caridad. Al

principio

un rumor se

levantó entre el gru-

po, una ola de confusión, miedo. Algunos me veían como si no supieran qué pasaba, otros más son-

reían con esperanza. Fue Felipe quien me ayudó en ese momento de duda. Corrió desde el cuarto de don Ulises gritando que él se llamaba Luis, que vivía en la Cerrada No. 4, que su mamá se llamaba Luisa y su papá, Alonso. Lo decía con mucha

libertad y emoción y terminó por animar al resto. Don Ulises ya se acercaba con un gotero y la primera gota se la puso a Agustín. Después les empezó

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ANTONIO RAMOS REVILLAs

a poner a los más osados. En el patio comenzaron a

oírse las historias. -Yo me llamo Juan Silvestre. -Mi mamá se llama Laura.

-Tengo dos hermanas. -Me gustan mucho los coches de carreras. -Vivo en General Zapata No. 16.

-Mi abuelo siempre me cuenta historias. -A mí me robaron en un centro comercial. -A mí, afuera de mi casa. -Lo último que recuerdo es que había mucha

gente

en

el mercado.

-Yo me perdí y ellos me encontraron.

-Mi mamá hace unos excelentes pasteles. Bajo aquel sol matutino terminamos por recor darnos, a nosotros, los niños perdidos, mientras la

Sra. Eduviges se encerraba en la casa, en el dormitorio. Nadie volvió a entrar al orfanato. Todos dejamos nuestras cosas cuando el primer niño se encaminó hacia el portón. Lentamente emprendimos el camino fuera del orfanato. Don Ulises me dijo que lo

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

siguiera: aún faltaban papeles. Encontramos la oficina del Sr. Papis desierta. Había un archivero con llave. Don Ulises lo abrió con un hacha y salieron muchos papeles, cuentas de banco, recibos de telé-

fono, solicitudes de adopción y direcciones de otros orfanatos. -Recuperaremos a todos; hay que darnos prisa.

No me pregunté qué le habían hecho al Sr. Papis. A la fecha tengo mis ideas, mis conclusiones, porque, incluso, cuando todo esto que les cuento salió a la

luz, él nunca apareció entre los responsables, aunque sí vi después a uno de los hombres de la camioneta negra.

Salimos con el sol del mediodía. Ibamos en una larga fila camino a casa. Cada niño sacó su propia historia del cementerio de botellas. Algunas se quedaron enterradas, pero pronto los íbamos a rescatar a todos.

No los entretendré con el largo camino a través del pantano, que no careció de aventuras. Sólo les diré que no me separé de mis amigos, de Luis.

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REPILES BA) MI CAMA

Alberto y Toño, como se llamaban en realidad mnis

amigos Mateo, Julián y Agustín. Nunca entendí porqué nos cambiaban el nombre, pero ahora supongo que querían borrar todo rastro, incluso en nuestras memorias infantiles.

Don Ulises

pasó

reptiles

la casucha y se llevó otros más, además de papeles y otras cosas. por sus

a

La Sra. Eduviges iba desconsolada, muy cerca de él.

Nos

pedía perdón, pero después simplemente se que

dó en silencio. Yo tenía miedo de que volvieran los

hombres en la camioneta, pero no aparecieron. Imagínense un grupo de niños que de pronto han recor-

dado quiénes son. AI llegar a las orillas de la ciudad éramos una aparición ante la gente. De dónde habían salido estos niños? Todo el grupo se acercó a una tienda y don Ulises compró una tarjeta para hablar por teléfono, marcó un número y eso fue el fin de una historia y el inicio de otra. Nos llevaron a otro orfanato, pero no pasamos muchos días ahí. Nuestros verdaderos padres llegaban por nosotros en coche, a pie o en bicicleta,

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

como había sido el sueño de Agustín. Yo me despedí de ellos en cuanto supe que los niños adoptados eran rescatados. Festejé mi cumpleaños número once en

casa, con mis padres. Seguí creyendo en gigantes y

ejércitos de insectos que intentabanllegara casa, y luego en otras historias fantásticas. También debo decir les una cosa más: en la cama de mi casa mis pies sí alcanzaban la otra orilla de la cabecera y nunca me

hundí en aquellas sábanas. Hasta aquí mi historia.

Ahora imagino aquellas puertas abiertas, aque llos amigos del orfanato al llegar a sus casas. Aquellas puertas abiertas a las que tocan los niños. Pero pensé también en los reptiles, los otros. Por eso escribo esto ahora que han pasado mu-

chos años. Lo escribo porque todo niño, al final,

puede

convertirse

en un

reptil bajo la

cama.

Lo

es-

cribo para que no lo dejes aparecer. Para que siempre recuerdes a los niños que tocan a la puerta, una hermosa mañana de veran0 y las puertas se abren y ellos entran en familia. Y ríen. Y son felices con sus

padres, hermanos,

hermanas

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o

tíos.


REPTILES BAJO MI CAMA

Al final no olvido las palabras de don Ulises, las que me han hecho feliz y dado fuerza, su respuesta

en aquella madrugada helada y neblinosa: todos tenemos el derecho de volver a nuestras casas.

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EP*LOGO Este epílogo es corto. Cuando la noticia apareció en los periódicos fuimos un poco héroes, pero más

lo fue don Ulises. Otros niños fueron recuperados en otras casas y otros, en las casas donde habían sido

"adoptados". Con el tiempo, don Ulises volvió a ser el gran detective que había sido, además de amaestrador de reptiles. Mis papás y abuelos se emocionaron como no tienen idea cuando me vieron en aquel otro orfanato.

Me vieron por una ventana y luego, ya en el patio. A la semana me castigaron porque sólo quería mimos,

pero sabía que su cariño no había cambiado en nada para mí.

Algunos años después, algunos de est0s niños y

yo, ya un tanto mayores, nos reunimos y formamos una asociación que busca a niños perdidos o robados. Nos pusimos Fundación Ulises, ya saben en honor de quién. Pero además, descubrimos que existió, hace

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ANTONIO RAMOS REVILLAS

mucho tiempo, un marinero griego que se llamó así,

Ulises, y que tardó mucho tiempo en volver a casa, después de una larga guerra; sin embargo, al final volvió. Ni los dioses, ni los vientos, ni las tormentas, ni las ninfas, ni los monstruos marinos, impidieron que regresara a casa, con su familia, con los suyos. Además nuestra asociación tiene un escudo. Sí.

Lo imaginarás. Es un reptil. Un bello reptil rojo que busca en el horizonte.

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