Editores Sofía Mejía Fabiola Panchi Mario Pantoja Gemma Ramírez
Primera edición: mayo 2018 DR
2018, Equipo 4 de Producción Editorial 2018-I Universidad Autónoma de la Ciudad de México Plantel Centro Histórico, Delegación Cuauhtémoc C.P. 06080, Ciudad de México.
ISBN: 978-607-400-431-1 Todos los derechos reservados. Queda prohibida cualquier forma de reproducción pública o transformación total o parcial de esta obra sin el permiso escrito de los titulares de los derechos de explotación. Impreso y hecho en México.
Índice Un bucle eterno Sofía Mejía León
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Naturaleza 17 Fabiola P. M. En cuestión de segundos Gemma Ramírez
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En sus centros la tierra Mario Pantoja
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¿Qué dirían los muertos? Gerardo de la Fuente
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Los pájaros, los árboles y ellos Enrique Lugo
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Un grito de auxilio Claudia Tadeo Ramírez Gómez
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Un día normal Mónica Anguiano
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Me sonrió la muerte Leopoldo del Llano Salazar
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El efecto sacudida Raúl Mendoza Zaragoza
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Reír de los hombres corporativos Erick Ponce
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Removiendo la rutina Alicia Rodríguez
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Sin previo aviso Jonathan Zacarias
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La tierra que nos sepulta Julio Canek Gonce Castillo
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Coincidencias 99 Natalia Pérez Alejo El regreso de los dioses Sandra Beatriz Rangel Ayala
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Un mal sueño 111 Norma Patricia Rodríguez Guerrero
Despiértame cuando tiemble Jazmín Rodríguez
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El temblor que me cambió la vida Gabriela Salgado
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Retorno al 19 135 Jesús Rodrigo Sosa Palma
Un bucle eterno
Sofía Mejía León
La televisión estaba encendida. Yo miraba un programa en conmemoración del temblor del 85. Ese día tomaba una sola clase en la noche. Me levanté tarde. Estaba desayunando mientras una carga de ropa en la lavadora hacía crujir su motor. Mi papá había estado de viaje y recién llegaba. Desde el quinto piso del edificio sentí un movimiento. Bien pudo haber sido un gigante que tomó y dejó caer la construcción completa, o una mutación invertebrada de proporciones descomunales moviéndose por el subsuelo de la Ciudad de México. El edificio dio un pequeño brinco, tal cual lo haría un guijarro rebotando sobre la tierra. Se apagó el televisor y la lavadora dejó de hacer ruido. Las puertas en todo el edificio azotaron. La gente dejaba sus departamentos y bajaba las escaleras rápidamente. Un movimiento frenético dio inicio. Mi perro comenzó
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a ladrar. Parecía que no se callaría nunca. Me agaché detrás del sillón. No había pasado ni una semana del último temblor. Había localidades en Guerrero que aún estaban poniéndose en pie. En diferentes partes del país se organizaban centros de acopio. Circulaba información en programas de radio, televisión, WhatsApp e internet sobre los lugares más seguros dentro de una casa. Se decía que era un mito más que una estadística que los marcos de puertas fueran el lugar más seguro en todas las viviendas, pues dependía del tipo de construcción y de la zona. El primer temblor de septiembre ocurrió por la noche, casi de madrugada. Fue violento y breve, aunque al día siguiente escuché en la voz de amigos y familiares que duró muchísimo. No importa cuánto dure, siempre nos parece una eternidad. Al intentar dormir, durante la madrugada, escuché un tráiler venir a lo lejos. La velocidad del vehículo era tal en la avenida desierta que casi podía oírlo cortar el viento con un wuougn wuougn wuougn. El corazón se agitaba y los intestinos se contraían porque me recordaba la alarma sísmica. Me hacía pensar en la posibilidad de réplicas.
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Temblaba por segunda ocasión en el mes. “El mismo puto año de hace cien putos años”, dijo un estudiante de secundaria en un video casero que a los pocos días se volvió viral. Ese muchacho se refería a la improbabilidad de que temblara el mismo día. Ni él ni yo vivimos el temblor del 85, pero sabemos que fue algo importante para la capital del país. Cada año conmemoramos la fecha con un simulacro en escuelas y oficinas. A diferencia de hace 32 años, el temblor nos agarró despiertos y a la mitad de alguna actividad. No me quedé parada en el marco de la puerta, sino agazapada detrás del sillón de dos plazas de la sala. Mi papá permanecía de pie junto a mí, aparentando calma pero con el rostro desencajado. El perrito ladraba y recorría el pasillo de ida y vuelta como si persiguiera una pelota imaginaria. La alarma no nos advirtió. Nos pusimos en estado de alerta porque el piso comenzó a moverse en círculos. Pensamos que pasaría pronto, igual que el temblor de la semana anterior, pero los muros crujían cada vez más fuerte y escuchábamos la vajilla de la vecina caer al piso y hacerse pedazos. Dejamos de pensar que
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pasaría pronto. Dejamos de pensar que habría una continuidad si es que la tierra cesaba de moverse. Había una mezcla de ruidos. Objetos haciéndose añicos en los departamentos cercanos; nuestros muebles, espejos y cuadros cayendo frente a nosotros; el perro ladrando como reclamo por tenerlo viviendo en un quinto piso del que no puede salir corriendo para hallar un lugar seguro. Simultáneamente, un monólogo interior de incertidumbre y miedo -un discurso que no tenía palabras- también se sumaba al ruido. Papá se agachó cerca de mí. Yo alcancé a tomar una pata del perrito para que dejara de correr. Necesitaba abrazarlo porque me parecía una certeza que el edificio se iba a desmoronar. «Si tardan días en encontrarnos quiero que nos hallen juntos», pensé. Días después leí que una estudiante fue hallada, en posición fetal, protegiendo a su perro. Encontraron con vida solo a la mascota. El suelo se detuvo, pero adentro de mí algo continuó agitado por varias semanas, como anticipando un derrumbe. Tuvimos miedo a las réplicas durante días. En las noticias circulaba información de investigadores de la unam, especialistas que aclaraban lo improbable de una
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réplica debido a que fue un temblor atípico en comparación con los que ha sufrido el país. “Intraplaca”, creo que decían los medios. Y esto lo entiende la mente, pero al cuerpo le lleva tiempo desaprender el estado de alerta constante. Mi hogar no sufrió daños en la estructura. La única pérdida fue un espejo y los siete años de suerte que se llevó consigo. En casa tenemos un estudio. Durante más de tres meses uno de los libreros permaneció atravesado en la habitación, como congelado en una caída eterna. Los libros formaron un montículo mientras iban cayendo. Una postal del temblor. Por supuesto, esa habitación se mantuvo cerrada. Tal vez temíamos que fuera una especie de cápsula del tiempo que se podía activar si entrábamos. Quedaríamos atrapados en el momento específico del temblor, como en una pesadilla. Un bucle eterno. Hace algunas semanas por fin levantamos el mueble y nos deshicimos de casi todos los libros, nuestra pequeña versión de escombro. No puedo evitar pensar en las familias que ahora están incompletas o viviendo en la calle. ¿De qué forma levantarán su mueble, emocionalmente? ¿Cómo se desharán de su escombro?
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Naturaleza
Fabiola P. M.
Desde que entré de nuevo a la universidad, tengo la costumbre de prender la radio en cuanto suena mi despertador. El martes 19 de septiembre mi acostumbrado ritual no podía faltar. Al sintonizar la estación, que de dos años para acá escucho, los conductores hablaron de la conmemoración número 32 del terremoto que había sacudido a la Ciudad de México. Dos de los conductores, que por el año del 85 tenían entre 19 y 22 años, narraron lo que habían vivido durante y después del temblor de aquel entonces. Justo antes de que acabara el programa, los conductores informaron que aquel martes 19 de septiembre se llevaría a cabo el simulacro. Recuerdo que aquel martes tenía clase de 07:00 a 10:00 h de la mañana, fui a la escuela y regresé a mi casa. No participé en el simulacro, pues estaba en el metro. Llegué a mi casa y decidí que me dormiría un rato antes de hacer mi
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tarea, que debía entregar ese mismo día a las 19:00 h de la noche. Eran las 11:05 h de la mañana. Me quité los lentes de contacto, acomodé las almohadas y me recosté. Decidí poner la alarma del reloj a las 13:05 h. Me dormí y a la hora marcada sonó la alarma. Era la hora de despejarme y comenzar mi tarea. Me quedé recostada en la cama mirando el techo. Pasaron los minutos. De pronto sentí una vibración. Primero no le tomé importancia, pues desde que nos mudamos mi mamá y yo al cuarto piso de un edificio de cinco niveles, estamos acostumbradas a que el inmueble vibre un poco cuando pasa un camión o tráiler. No fue extraño aquel movimiento, pero en cuanto vi que se repetía me levanté en chinga, tomé mis lentes, mi celular y mientras lo hacía escuché la alerta sísmica. Todo se empezó a mover más. Corrí hacia la puerta y la abrí. Recordé que hace mucho, cuando iba a la primaria, decían que si empezaba a temblar y uno se encontraba en planta alta lo mejor era no bajar, pues las escaleras son lo primero que se cae. Me puse a lado del muro de carga de mi departamento. Le hablaba al temblor, lo rega-
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ñaba y al mismo tiempo le rogaba que terminara. Fueron los minutos más largos de mi vida. Oí gritos, rezos y cosas que caían. En cuanto terminó, me puse los lentes de contacto, tomé las llaves y mi bolsa. Bajé las escaleras. Vi a varios de mis vecinos. Uno en toalla, otro descalzo, uno más sucio de café y con la taza en mano, y al último con su mascota en brazos. Nos preguntamos si estábamos bien. En la cara teníamos la preocupación y el miedo juntos. En la esquina había una nube de polvo. Caminé hacia ella y vi que el muro de un estacionamiento estaba caído. Le marqué a mi mamá, pero no salían llamadas de mi celular. Decidí ir a buscarla al centro. Ella trabaja en la calle de Uruguay. Vivimos muy cerca del centro, en la colonia Doctores. Caminé hacia el Eje Central, quería saber si mi madre se encontraba bien. Me llegó un mensaje de mi mamá, decía que se encontraba bien. Seguí caminando y cuando levanté la cara, noté que había bastante polvo y a mi lado vi pasar a un vecino con su hija. La niña estaba llena de polvo, como si le hubieran echado toda la harina de la colonia. El padre de la niña
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se detuvo. Quienes venían atrás de mí le preguntaron qué se había derrumbado. Él, con la cara desencajada, respondió que el edificio de al lado se había caído en la escuela a la que asistía la niña. “¿Cuál edificio?”, preguntó una mujer. “El de la tienda de ropa”, contestó él. Al escuchar cuál había sido el edificio, caminé hacia el lugar en la calle de Chimalpopoca, que está a tres cuadras de donde vivo. Una semana antes, como era mi costumbre, fui a curiosear las muestras de ropa que vendían en esa tienda. Llegué a la esquina y al dar vuelta me sorprendí al ver el edificio derrumbado. Aún no cerraban la calle, así que otras personas y yo pudimos entrar. Vi zapatos impares en el piso y monitores de computadoras, como si los hubieran aventado; ganchos, etiquetas de una marca de ropa, juguetes y varios papeles, todos esparcidos entre escombros. Alguien dijo: “hay que ayudar”, y sin pensarlo me formé en una de las cadenas que se hicieron. Empezamos a mover piedras. No sé en qué momento pasó, pero la cadena ya era bastante larga. La gente del edificio de al lado sacó botes, cubetas, lo que tenían a
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mano para sacar más piedras y que todo fuera más dinámico. Había mucha gente. Oficinistas cuyos trajes se iban llenando de polvo. No les importó, siguieron ayudando. La gente se seguía sumando. El calor de aquella tarde era insoportable. Los gerentes de los restaurantes cercanos, Vips y Toks, comenzaron a repartir agua. Pasó como una hora. De la escuela salieron unos chavos a decir que necesitaban gente que les ayudara a hacer una cadena adentro. Diez chicas y yo entramos. Mientras caminábamos por la entrada de la escuela, sentí frío y más tierra. Los árboles estaban atrapados entre el escombro en el patio de la escuela. Miré alrededor, como cuando uno llega por primera vez a un lugar y gira la cara hacia todos lados para verlo bien. Me sorprendió ver los vidrios rotos de los salones de la planta alta y la escuela llena de escombros y de material escolar tirado por doquier. Quien estaba al lado de mí preguntó por los niños y un muchacho dijo: “De esta escuela salen a las 12:00 h”. Me quedé una hora más. El polvo me estaba causando mucha alergia a pesar del cubrebocas que nos dieron.
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Caminé a mi casa, mi mamá ya estaba ahí. Fuimos a comer. Cuando me preguntó cómo estaba, le dije que después de ver Tiburón, hoy había sido el día que más miedo había tenido en mi vida. Mi mamá, mi tía, mi prima, mi primo y yo volvimos a Chimalpopoca por la noche. Llevamos víveres, fuimos a ver en qué podíamos ayudar. Ya no nos dejaron pasar a la zona. Me di cuenta de la cantidad de comida y cosas que llevaba la población civil. Eran vecinos de los alrededores e incluso personas que llegaron desde Ecatepec a dejar herramientas, medicinas y comida. Quien nos entregó las cosas nos dijo que su vecina de toda la vida trabajaba en esa fábrica, en la parte de la tienda, y que salir a comer a la una la salvó. Antes de abandonar el lugar, vimos llegar a los soldados. Nos quedamos un rato más. Una señora nos pidió que lleváramos café, agua y tortas a los militares, quienes las aceptaron y nos pidieron que también repartiéramos en el estacionamiento, pues ahí estaban algunos familiares de las trabajadoras de la fábrica. Sus caras me impactaron, parecían intuir que sus parientes estaban muertas.
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Me fui a mi casa. Esa noche le pedí a mi mamá dormir con ella. Según yo ya no tenía tanto miedo, pero era mentira. Tenía miedo y tristeza. Jamás imaginé vivir algo así: saber que somos nada ante la naturaleza y que en cualquier momento nos puede desaparecer.
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En cuestión de segundos
Gemma Ramírez
El rítmico sacudir de la tierra desesperezándose. El grito angustioso de la sirena terrenal despierta. En un edificio, un latigazo, una sacudida. En segundos, el estremecimiento mudo de muchas personas que no entienden lo que pasa, en sus rostros reflejan el terror. Salen de donde están. Con la mirada, buscan un lugar seguro para protegerse, pero no saben hacia dónde avanzar. Sus pies presurosos los guían a las escaleras en donde la gente se amontonan con bocas repletas de gritos que explotan o se atoran en sus gargantas. Aferran las manos a otros cuerpos. Otros se quedan en donde están, con las manos sostendiendo la nada; a una pared que se mueve. Todos los sonidos se unen con el crujir de las paredes, de las lámparas, de objetos azotándose. No esperan nada, la mente en blanco, la respiración agitada, las piernas
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temblorosas, piensan que morirán y lo inexplicable recorre su cuerpo. Dejan los objetos, sólo el celular es lo que importa salvar. Las pláticas se detienen, las reglas y recomendaciones no valen. Quieren huir de la naturaleza y de lo que ellos mismos han construido. Imágenes que se quedan grabadas no sólo en la memoria de las personas: también en los celulares. Y la sirena continúa su cantar. Los amantes interrumpen su ansiedad: la ebriedad de estar juntos; el abrazo estremecedor; instinto carnal; los mordisqueos y los besos sedientos; el jaloneo de las manos en el cabello, sobre los hombros, los muslos y las piernas temblorosas se repiten. El momento cumbre lo dejan en la sábana para levantarse despavoridos y salir del cuarto que ahora podría convertirse en su tumba. Recuerdan el pudor y las ropas de las que se habían despojado, y que esperaban silenciosas sobre el suelo, la silla, en una esquina de la cama. La ropa interior, arrancada bruscamente de los cuerpos y que cayó con delicadeza en un rincón, era arrebatada nuevamente de su lugar de reposo.
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La gente que no pudo salir, porque el edificio era de papel, porque estaban completamente encerrados; había quién los vigilara. ¿Tuvieron la oportunidad de reaparecer a los que vemos en fotografías con el título “Le has visto”?, ¿el estremecimiento de la tierra habrá destapado tantas cosas, hasta los cuerpos clavados en ella? En cuestión de segundos, en algún otro lugar, muchas personas caen a la nada y los escombros sobre ellos, el piso abriendo sus fauces. Los semáforos y postes enloqueciendo y los árboles sacudiéndose alegremente el polvo sobre sus hojas. El cuerpo inservible, los edificios muertos y con ellos lo que había en sus entrañas, aunque existe el renacer para los que logran salir. Todo se detiene y la sirena duerme nuevamente sobre la tierra cuando ésta vuelve a descansar. Después los murmullos y las miradas se cruzan, ahora sólo queda ir a casa: toma mucho tiempo. El tráfico enojado, un desesperado abrazo infantil entre los escombros, los gritos de cuerpos que aún no sucumben y el edificio de costura derrumbado hasta sus cimientos que después será removido con todo
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y mujeres. Uno corre por la calle con el celular apretado en su mano y graba con nerviosismo cómo una señora se desangra. Los pueblos de adobe rojo, alejados de la ciudad, solo vieron el estremecimiento de la tierra derrumbarlo todo y lloran porque saben que tienen que empezar desde cero y sin ayuda de nadie, porque habrá gente con armas que estará tapando las carreteras y la ayuda no llegará, ni siquiera las promesas de los que están arriba. Ahora quedan ruinas. Las cámaras por todos lados, fotografías, videos, historias, lágrimas, Fridas. Gente caminando sin rumbo fijo por las calles. El tráfico, los gritos, la gente desesperada por llegar a cualquier lugar, los asaltos, la ansiedad por ayudar, por levantar escombros y recuperar gente, por donar cosas, por demostrar que no necesitamos a nadie de arriba ─efervescencia que dura un par de días─ y los de arriba se ponen la bandera y toman todo lo que pueden. Los cantantes estadounidenses donando millones. Donativos de agua, comida, farmacias amontonadas sobre el suelo y mesas, que tiempo después algunas personas revenderán. Luego, el revuelo y la estupidez, los mismos que se burla-
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ban días antes del sismo ocurrido por la noche y que estaban a salvo en aquel momento, fueron los mismos que con hashtags mandaban fuerzas a México con su fotografía personal incluida. Todo eso ocurre, en cuestión de segundos.
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En sus centros la tierra
Mario Pantoja
Las ciudades ofrecen un espectáculo recurrente. Los rostros inexpresivos son parte del paisaje citadino. Es normal que las personas se preocupen solo por sí mismas sin tener empatía por los demás. La velocidad de la vida hace que los momentos de estrés en el traslado del hogar al trabajo o a la escuela se exterioricen de distintas formas como la violencia o la indiferencia. Sin embargo, existen momentos en los que estos individualismos son superados por las tragedias. Entonces surge la solidaridad de las personas. Así pasó el 19 de septiembre del 2017. Las personas inexpresivas que viajaban en transporte público o en sus autos se hablaron entre sí. Los movimientos de la tierra, de los trenes del metro, de los autobuses, de los autos abrieron un canal de comunicación inexistente. La cercanía del fin de la vida hizo que miraran a su alrededor. No lo sabían, pero quizás esos ros-
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tros serían los últimos que sus ojos iban a ver. El metro de la Ciudad de México que es ineficiente en su funcionamiento, demostró tener puntos a favor, pues no tuvo daños considerables ante los movimientos telúricos. En las calles, las personas dialogaron con los que estaban a su alrededor mientras mantenían el equilibrio. Los autos se detenían y cedían el paso a los peatones; se fijaban en no atropellarlos mientras corrían a un lugar seguro. Sin embargo, muchos edificios se colapsaron. y Las personas que estaban adentro padecieron la corrupción que tanto caracteriza a la Ciudad de México. La muerte fue rondando por varios rincones de la ciudad. Los segundos se alargaban en cada grito, en cada paso, en cada escalón, en cada tren del metro, en cada auto de las avenidas, en cada salón de las escuelas, en cada hospital, en cada edificio. La velocidad de la vida citadina quedó suspendida por algunos segundos que marcaron la normalidad. Bastaron unos cuantos segundos para que la mortalidad de la vida se hiciera visible. Fueron suficientes para que los edificios se convirtieran en polvo. La frase que se escucha en cada saludo de la ciudad: “qué rápido pasa el
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tiempo” fue anulada por algunos segundos que parecieron la eternidad. ¿La relatividad del tiempo estará ligada con los sentimientos que brotan de las tragedias? Después, cuando la tierra dejó de moverse, el tiempo recuperó su velocidad normal. Aunque ahora el sentimiento de urgencia se adueñó de las personas: corrían a las escuelas por sus hijos; intentaban comunicarse con sus familiares por teléfono y/o redes sociales; auxiliaban a las personas accidentadas en sus cercanías. El tiempo, otra vez, no era normal. Era más veloz. La zozobra acelera el tiempo y pasa rápido hasta que se logran comunicar con su familia. Comunicación que quizás, si no fuera por unos movimientos, queda diluida por la indiferencia, la automatización de las actividades: la rutina: alarma del despertador a las cinco de la mañana, baño a las cinco y media, a las seis el desayuno, seis y media hacia el trabajo o la escuela, seis cuarenta y cinco autobús hacia el metro, oficina de nueve a siete, de regreso a casa a las ocho y media, ver tele de nueve a once, lo mismo al día siguiente. La normalidad quedó rota, rasgada por las sirenas, los autos veloces que buscan familiares, las redes sociales empiezan a llenarse de las
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consecuencias: un edificio caído por Polanco; otro a punto de caer en la Obrera: un colegio en Villacoapa; otro edificio colapsado; otro más; más videos; terror en la ciudad. ¿El caos regresaría al orden? Las personas se convirtieron en la fuerza necesaria para rescatar a personas atrapadas entre los escombros. Algunos dicen que los ciudadanos fueron los que reaccionaron mejor que las autoridades y así se salvaron vidas. Otros que aunque había muchas personas queriendo ayudar, en realidad nadie hacía nada hasta que la policía o los militares llegaron a la zona a prestar la ayuda a coordinar los rescates. La realidad quebrada es distinta para cada una de las personas que vivieron el desastre. Desesperación, conocidos, amigos, familiares atrapados. Las historias empezaron a correr en los medios masivos de comunicación y en las redes sociales. Más videos magnificaban el resultado del sismo. La gente se coordinó para prestar la ayuda, todos podían ayudar de una u otra forma. Exactamente pasaron treinta y dos años entre el sismo de 1985 y el del 2017. Muchos que vivieron el sismo del 85 eran niños y ahora recordaron lo que la adultez les hizo olvidar. Los
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cuestionamientos, la ayuda retardada, el aplauso a los ciudadanos eran los temas recurrentes en las redes sociales. Las publicaciones decían cosas positivas de los millennials, de esa generación tan cuestionada como cualquier otra con la única diferencia que se difunde más en las redes virtuales. La reconstrucción de la normalidad tardaría en llegar. Las consecuencias psicológicas en las personas se notarían en la intimidad de cada una. Mientras sobraban manos en algunas zonas de catástrofe en otras estaban ausentes. La ayuda gubernamental fue a cuentagotas. Entonces las víctimas fueron apareciendo. Los muertos empezaron a aumentar las cifras, los daños materiales también. Y retiemble en sus centros la tierra... en sus centros la tierra... y retiemble la tierra... y en el centro, donde existen rascacielos, donde se supone que las medidas de construcción son estrictas fue donde hubo más daños. El área metropolitana también resintió el movimiento de la tierra, la pequeña línea imaginaria que divide la Ciudad de México con el Estado de México fue borrada por el sismo. La diferencia es que en el Estado no hay tanta densidad poblacional. Muchos habitantes de la periferia fueron los que ofrecieron las manos
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para salvar vidas, para intentar reconstruir lo que la corrupción destruyó. Las víctimas aumentaron, no solo por los fallecidos, sino también por los que perdieron su hogar y más aún, por los que aprovecharon las ayudas del Estado sin estar afectados realmente. Si la normalidad y la reconstrucción de los edificios y de la ciudad tardarían un tiempo ilimitado, la codicia humana y la corrupción regresaron instantáneamente. Las razones de la individualidad, de la apatía de las personas regresaron de nuevo. Y es que hay gente que se aprovecha de las tragedias humanas, del interés por el otro. Cuántos casos de extorsión no se han documentado. Personas que se hacen pasar por víctimas de un asalto y piden dinero todos los días en el mismo lugar; que piden ayuda para llegar a algún sitio y son secuestradores esperando a su víctima. La gente no confía en el otro porque muchos se aprovechan para delinquir. El estado que debería proporcionar la ayuda necesaria a las víctimas; que debería distribuir las donaciones a los afectados; que debería garantizar la seguridad de cada ciudadano, al parecer, también se aprovecha de las tragedias
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humanas. Propicia a la individualidad, a que las personas piensen en sí mismas, solo en su familia y en su bienestar personal porque no pueden confiar en las otras personas ni en el Estado porque lucra con su sufrimiento y su desdicha. El sismo del 19 de septiembre del 2017 solo reafirmó que la solidaridad y la ayuda de buena voluntad fue mínima comparada con la corrupción y el lucro de las personas. A casi cinco meses la indiferencia regresó a su cauce normal. La fragilidad de los edificios, de la sociedad, del Estado, de la vida quedó con grietas que en cualquier momento pueden destruir por completo a la ciudad, a la sociedad, a la vida humana.
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¿Qué dirían los muertos? Gerardo de la Fuente
Tanto se ha escrito del temblor: la solidaridad, el dolor y la escasa participación política. Otra vez el gobierno hace lo que quiere. El sismo del 19 de septiembre de 2017 provocó el colapso de los puentes que conectaban dos edificios del Tecnológico de Monterrey, campus Ciudad de México. Dañó estructuras causando la muerte de cinco alumnos y heridas a otros 40. Desde entonces, la institución ha sido foco de polémica; afronta críticas de sus alumnos en redes sociales por la fragilidad de la infraestructura del plantel y de los puentes en el temblor. Ocho puentes que con pequeños letreros, apenas visibles, indicaban a los alumnos “no cruzar en caso de sismo”. El campus Ciudad de México fue construido en diferentes etapas a partir de 1990. En sus primeros diez años de operación, la infraestructura actual ya estaba concluida. Su edificación se hizo bajo un reglamento de construcción re-
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sultado del sismo de 1985. Los requerimientos técnicos de dicho reglamento, en teoría, impedirían el colapso de edificios a raíz de un sismo menor a nueve grados. Conformado por bellas estructuras que dentro de su majestuosidad ocultaban graves fallas estructurales, este plantel presentó diversas fisuras, agrietamientos y desprendimientos luego del 7 de septiembre, sin embargo, las autoridades escolares no suspendieron labores, y por esa razón la comunidad estudiantil fue sorprendida por el sismo del 19 de septiembre. ¿Por qué el inmueble ubicado en la delegación Tlalpan no contaba con las condiciones óptimas, por qué se derrumbaron los puentes, por qué no funcionó ningún sistema de evacuación luego del sismo? ¿Por qué se puso en riesgo la vida de los alumnos? Es incompresible que una institución como el Tecnológico de Monterrey haya construido esas estructuras pasando por alto el grave peligro en el que ponían a sus estudiantes. La seguridad y la vida de los estudiantes quedó en segundo lugar. Los directivos de la escuela tienen que dar: “una solución acorde a la calidad académica que el Tec ofrece”. (Rashid Abella, vicepresidenta de
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la Región Ciudad de México del Tecnológico de Monterrey) Llegó a mis manos un volante impreso en papel firmado por www.laverdaddeltec.org donde se invita a ver un video en dicha dirección electrónica. Con una duración de tres minutos, se denuncia la opacidad de las autoridades de Tecnológico de Monterrey. La tragedia sería producto de la irresponsabilidad tanto de las autoridades del Tec como de los encargados de dar permisos de construcción. Pero el video sólo muestra imágenes de Claudia Scheinbaum, ex delegada de Tlalpan y actual candidata a la Alcaldía de la Ciudad de México del Movimiento de Regeneración Nacional (morena), claramente y de manera reiterada. Se está medrando con la tragedia, para golpear políticamente a un rival, para sesgar presuntas injusticias. ¿Quién está detrás de los volantes y el video? ¿Es la justicia su interés? ¿Qué dirían los muertos?
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Los pájaros, los árboles y ellos
Enrique Lugo
Se despertó y le siguió doliendo la cabeza. Más que el día anterior. Se sentó en el comedor, apoyó los codos sobre la mesa, formó un nido con sus manos y guardó su cara. Seguía llorando. Se puso una sudadera y unos tenis. Salió a caminar por la ciudad. 20 de septiembre de 2017 Un día hermoso de sol y frío. Salimos a caminar y el aire entraba en nuestros cuerpos; nos sentíamos profundamente afortunados. Estamos vivos de nuevo. Llegamos a una colonia cerca de nuestra casa en Lindavista. Observamos el esfuerzo de las flores por sobrevivir, la lucha de los árboles, la resignación de una rama cuando se parte, una rama que estaba por romperse. Los árboles suspendieron sus funciones de esta época del año, pero su actividad interna es más intensa que nunca:
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respiran por los troncos mientras pierden partes de ellos, guardan silencio y esperan. Seguimos caminando y observando. La mayoría de los árboles conservan sus hojas. Los pájaros están en las copas, a excepción de uno. Intentamos ayudarlo, pero no tuvimos éxito. Él seguía con dolor de cabeza y llorando. Dijo “ese pájaro podría ser yo”. Nos detuvimos en la rama del desasosiego. El dolor de cabeza había desaparecido por completo, nuestros corazones estaban abiertos. Mientras veamos el cielo no estaremos solos. No se malinterpreten los cuerpos pequeños de los pájaros, con su pico pueden hacer un nido resistente a toda tormenta y granizo. En eso estamos. Unos días antes la lluvia convirtió en ríos las calles y avenidas principales de la Ciudad de México. Los baches se convirtieron en socavones y el 7 de septiembre un sismo de 8.2 grados Richter fue una advertencia de lo que estaba por suceder. Sin embargo, no hubo daños mayores en la ciudad. Ahora parecía un mareo, justo 32 años después el mismo día del terremoto de 1985. Siendo las 13:14 h del 19 de septiembre, pero de 2017, el segundo sismo volvió a sacudir a la Ciudad. Uno con magnitud de 6.8 y otro de 7.1 grados.
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En la colonia Lindavista al norte de la ciudad se registró el derrumbe de un edificio habitacional de siete pisos y daños estructurales. Los pedazos de concreto se venían abajo y la sociedad mexicana también. Su espíritu surgió de los escombros. Antes de que la información fluyera, los vecinos de la ciudad acudieron a las zonas afectadas. Fueron los primeros en informar por redes sociales. Fueron los protagonistas que reaccionaron en minutos por todos lados: ayudaron a mover escombros, a ofrecer techo y comida a los damnificados, a montar mesas para recolectar víveres, buscaron a los sobrevivientes entre los escombros, batallaron contra el miedo de la población civil. El mejor aliado de estos héroes fue el internet junto con las redes sociales para difundir los lugares de emergencia, y dar cuenta de las necesidades que se presentaban. Gracias a ellos se supo dónde era necesaria la ayuda, los medicamentos, los cascos, las botas y las palas. Cada mensaje, foto y video compartido ayudó a levantar la imponente Ciudad de México. Este fenómeno natural no discriminó edad, sexo, género, color de piel. Ayudó a disol-
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ver las diferencias que pudieron existir. Todos los habitantes se unieron por una sola causa: ayudar. Algunos pusieron a disposición sus habilidades y conocimientos profesionales, mientras que otros se dedicaron a confirmar la información con veracidad. Hubo quien verificó los inmuebles, y hasta quien se dedicó a conseguir hogar para los damnificados que perdieron su patrimonio. Fue un gran sistema abierto que recibía información de todos lados. Un reflejo de la unión y de amor al prójimo. La tragedia fue una enseñanza, un momento histórico que ha marcado la vida de miles de personas. Todos son héroes anónimos. Y aquí estamos.
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Un grito de auxilio
Claudia Tadeo Ramírez Gómez
El reloj ha marcado las 13:14 h. Al parecer un relámpago ha caído en la tierra, formando fuertes ondas que harían cimbrar el planeta. A causa de esto, un silencio recorría las calles de la Ciudad de México. Pareció eterno. Lo primero que se pudo escuchar fueron voces que pedían ayuda “¡Se acaba de derrumbar un edificio! ¡Mi padre está atrapado entre los escombros!” Este caos se debía al terremoto de 7.1 grados en la escala de Richter que afectó a la Ciudad de México el pasado 19 de septiembre del 2017. Después de 32 años del terremoto de 1985, ¿quién imaginaría que la historia se volvería a repetir? Ningún mexicano olvidaría esta tragedia, pues el temor, la desesperación y un recurrente pensamiento de morir ante la catástrofe, no sería fácil de borrar. Por un momento la ciudad se detuvo. No había medios de transporte. El sistema de
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luz estaba afectado y era imposible comunicarse con algún familiar. Si te detenías a mirar alrededor podías percibir los rostros desesperados en cada lugar que fijabas la mirada. Quienes se encontraban inmersos en el caos tenían miedo de no saber si sus familiares se encontraban a salvo. La gente gritaba sobre derrumbes de escuelas, edificios, hospitales. Era abrumador ver la angustia de las personas. La tragedia tuvo diversos escenarios. Podías haber estado en tu casa, la escuela, el trabajo o conduciendo hacía algún destino. Sin importar en qué lugar se encontrara la gente, millones de mexicanos se unieron para rescatar a quienes fueron sepultados entre los escombros. Algunos se dispusieron a buscar herramientas para ayudar a remover escombros, otros a organizar cuadrillas, brigadas, y a realizar la distribución de víveres en las zonas más afectadas. Cada uno poniendo su granito de arena para contrarrestar esta tragedia. Esta fecha ha quedado marcada en los mexicanos, como un acontecimiento de experiencias en donde los jóvenes mostraron una solidaridad al salir a las calles para quitar los escombros
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en zonas afectadas. Por un momento no hubo diferencia entre raza, género, condición social. Todos se encontraban unidos por una misma causa: salvar vidas. Sin embargo, la buena voluntad no estuvo presente en todos, específicamente en los medios de comunicación, que presentaron información inoportuna, saturaron espacios repitiendo los sucesos una y otra vez, e incluso transmitiendo información sin veracidad. Se difundió, por ejemplo, el caso de la escuela Enrique Rébsamen, que había colapsado y algunos profesores y alumnos quedaron atrapados entre los escombros. Frida Sofía fue una supuesta estudiante del colegio, sepultada por los escombros. Se tenían grandes expectativas de su rescate, pero fue una mentira fabricada para reanimar la esperanza de quienes veían la tragedia a través de sus televisiones. Había quienes publicaban fotos en las redes sociales de sucesos que ni siquiera sucedieron aquí en México. Esto provocó más miedo e incertidumbre entre las personas que de buena voluntad salían de sus casas para ayudar. La solidaridad es una cualidad que no todos tienen. Este fenómeno natural debe enseñarnos a
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combatir a quienes manipula la información, y a salir más de nuestras comodidades para ver qué es lo que pasa afuera.
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Un día normal Mónica Anguiano
Como cualquier otro martes, después de terminar mis clases en la universidad, me dirigí a las oficinas centrales de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (uacm) a realizar trámites administrativos. Salí del metro Niños Héroes y decidí tomar un taxi pues no sabía con exactitud dónde quedaba, ya que era la primera vez que iba. Sin tener éxito de encontrar el lugar, decidí regresar. De camino al metro sentí un ligero mareo. Supuse que era porque no había desayunado nada y seguí caminando. Al llegar a la esquina de una farmacia vi cómo las trabajadoras salían corriendo y en ese preciso momento la alerta sísmica ya sonaba muy fuerte por toda la colonia. Me detuve en un poste para no caer. Todos los camiones, coches particulares y taxis se detenían; los mecánicos, carpinteros, las señoras de los puestos de periódicos salían de sus
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locales y se hincaban a rezar. Yo me sostuve del brazo de un mecánico. El movimiento fue tan fuerte que escuché el sonido de una barda que cayó y los gritos de varios estudiantes de una universidad de la zona. Al escuchar el sonido de las ambulancias supuse que algo muy fuerte acababa de pasar. Saqué mi celular y no tenía red. Estaba angustiada por mi mamá, mi hermano, mi novio y mi papá. Me acerqué a una tienda donde tenían el radio encendido y escuché la magnitud del sismo, así que caminé rápidamente al metro. Había que esperar algunos minutos para ingresar. Guardé mi celular y me quedé sentada afuera del metro muy asustada, esperando que mi mamá me contactara. Un muchacho me preguntó para dónde iba y le comenté que iba a la colonia Roma. Él también iba muy cerca y me sugirió que nos fuéramos juntos. No me dio confianza irme con un extraño y le dije que no, que me esperaba a que funcionara el metro, y decidió irse. Una policía me dijo que corriera al metro ya que iban a dar el último viaje así que compré un boleto y me subí. Me bajé en la estación Centro Médico y transbordé a Chilpancingo
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para ir a ver a mi mamá a su trabajo. Al llegar al metro fui al hospital Dalinde por ella, corrí a abrazarla. Me dijo que estaba con los doctores sacando a todos los enfermos porque había muchos daños en el hospital. No supe qué hacer. Estaba triste, nerviosa y preocupada. Los teléfonos empezaron a funcionar alrededor de las 15:00 h, yo llamaba a mi familia pero sus teléfonos no funcionaban. Me senté en la banqueta junto con otros doctores hasta que se acercó uno y me pidió ayuda para detenerle la pierna a un señor que en el momento del temblor estaba en cirugía y no pudieron continuar. Le estaban volviendo a colocar el suero y todo el medicamento que el señor debía tener. Estuve ahí dos horas y no veía a mi mamá ni me podía comunicar con ella. Volví a llamar, mi papá logró contestar y me dijo que estaba bien, que no me preocupara. Mi hermano estaba en casa de la abuela. Decidí llamarle a un tío que trabaja con mi mamá y me dijo que estaba con ella. Quedé de verlos en un lugar específico pero se volvió a cortar la red y no los localizaba. Era mucha la gente caminando en las calles. El olor a gas en la colonia Roma era bastante fuerte, la gente estaba afuera de sus
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casas por los daños, los niños lloraban y toda la gente veía las noticias, deseaban contactar a su familia hasta por los teléfonos públicos. Mis amigos me llamaron muy preocupados por mí. En el momento del temblor estaban en la universidad. Los tranquilicé. Mi novio fue el primero en localizarme ya que lo dejaron salir inmediatamente de su trabajo, puesto que el aeropuerto también había sufrido daños. Decidí ir a buscar a mi mamá y, al no encontrarla, intenté tomar camiones y taxis a mi casa, pero ninguno se detenía. Caminé. En Etiopía una camioneta grande se detuvo. Ofrecieron acercarnos al oriente de la ciudad y me subí. Iba con muchos desconocidos. Me bajé en CCH Oriente y caminé a mi casa que está muy cerca. Llegué a mi casa, abrí la puerta y abracé a mi perrita. Prendí la televisión llamé a mi mamá y me dijo que ya iba para su casa. Sentí una tranquilidad inmensa cuando escuché su voz. Me comí un bolillo y tomé un baño para tranquilizarme. No me gustaría volver a vivirlo y menos lejos de casa. El amor y la preocupación que surgen en ese momento por tu familia y seres queridos no se pueden comparar con nada.
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La gente que menos esperas es la que te da su mano.
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Me sonrió la muerte
Leopoldo del Llano Salazar
Parecía un día cualquiera, la misma rutina, el mismo camino de todos los días. Me levanté temprano para llevar a mis hijos a la escuela y dirigirme a mi centro de trabajo. No recordaba la fecha, pero un compañero se acercó y me preguntó: —¿Ya listo para el simulacro?— mi pensamiento tardó en carburar. —¡Ah sí, no lo recordaba es a las 10:00 h! Mi compañero dijo que el simulacro sería a las 11:00 h. Estaba checando algo de la tarea de la universidad, casi no había trabajo. Compañeros brigadistas se alistaban para participar en el simulacro. Dieron las 11:00 h y se activaron las bocinas de la alerta sísmica. Me dirigí hacia la puerta para salir con todos mis compañeros, los brigadistas nos pedían salir rápido y en orden. Nadie hizo caso, la mayoría salimos caminando.
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Afuera de las instalaciones de la empresa, el personal de protección civil nos formó y nos dieron algunas indicaciones. No les tomé importancia, estaba más interesado en mi celular que en lo que hablaban. Nos indicaron que ya podíamos ingresar al edificio. Me dirigí hacia la entrada, pero escuché a mi jefe: —Estamos cabrones ¿verdad? Me mostró un cronómetro. Fueron más de tres minutos los que tardamos en salir del edificio, sin contar a los del último piso que tardaron como 7 minutos. "¡De verdad nos vale madre! Si fuera una situación real ya nos hubiera cargado la fregada". —¡Sí! esas chavas todo el tiempo se la pasaron chismeando y bromeando, la verdad no tenemos una buena cultura de prevención. Mi jefe me pidió que lo acompañara a fumar y seguimos platicando sobre lo ocurrido. Regresamos a nuestro lugar, seguí con mi tarea. Iban a dar las 12:00 h. En la bandeja de entrada tenía algunos correos por parte del área administrativa, me pedían algunos documentos para actualizar mis datos. Me dirigí con mi jefe pidiéndole permiso para llevar los documentos al área correspondiente.
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—Aguántame y de paso te llevas los míos, también me los pidieron. Como a las 13:00 h fui al área administrativa en el séptimo piso. Me atendió una joven, revisó los documentos y dijo que estaban bien. Caminé hacia el elevador para regresar a la oficina y exactamente en el tercer piso empecé a sentir que se movía el elevador. Escuché la alerta sísmica, me asusté bastante. El elevador se detuvo. Escuché que algo tronaba y sentí un movimiento muy fuerte. Se fue la luz. Por mi mente pasaban mis hijos, mi familia. No entré en pánico, solo quería saber de mi familia. Mi celular no tenía recepción y después de unos minutos atrapado en el elevador, lo único que quedaba por hacer era gritar, pero nadie me oía. Se empezaron a escuchar ruidos y grité nuevamente. Mi celular ya tenía señal pero no salían llamadas. Me empezaron a llegar mensajes por WhatsApp e inmediatamente le escribí a mi esposa, a mis padres y a mis hermanos para preguntar cómo estaban. La primera en responder fue mi esposa. Estaba bien, iba llegando a la escuela de los niños. Eso me calmó mucho. Ellos eran mi mayor preocupación; a esa hora se encontraban en clases.
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Le mandé un mensaje a mis compañeros de trabajo para ver si alguien podía avisar que estaba atrapado en el elevador. Nicanor me contestó. Él avisaría. La señal de mi celular se volvió a ir, pero escuché que la planta eléctrica empezaba a trabajar. Se prendieron las luces del elevador y escuché una voz preguntando si había alguien. —¡Sí! —¡No te desesperes, ahorita te sacamos! Sólo fueron por una llave especial para botar el seguro de las puertas. Esperé. Nicanor me escribió para confirmar que pronto me sacarían. Mientras leía su mensaje escuché un ruido y en seguida se abrieron las puertas. Por fin salí. —¿Estás bien? ¿No quieres que te revisen? —¡No, estoy bien, gracias! Estaba agradecido con Dios por permitirme salir con bien del elevador. En ese momento mi preocupación eran mis padres y mis hermanos, ya que no lograba contactarlos. No sabía la magnitud de la tragedia, hasta que escuché a algunos compañeros decir que las zonas más afectadas eran la colonia Roma y Condesa. Al parecer se cayeron varios edificios.
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Mi angustia y nerviosismo volvió. Mi mamá iba a ir al doctor en la calle de Durango en la Condesa. Insistí por teléfono y nada. No había señal para comunicarme. Fueron momentos de incertidumbre y miedo. Yo pensaba lo peor. Después de unos minutos mi mamá me contestó: “Estoy bien hijo, pero muy asustada, se cayó un edificio a una cuadra de aquí y huele mucho a gas”; le dije que se alejara de ahí, que se fuera a una zona segura. Mientras redactaba el mensaje recibí una llamada. Era mi madre, se escuchaba muy nerviosa. Me preguntó por mi papá y mis hermanos; le contesté que no sabía nada. Después de un tiempo logré contactar a mis hermanos, todos se encontraban bien. De quien no sabíamos nada era de mi papá. Me acerqué adonde estaban reunidos mis compañeros de oficina. A lo lejos se escuchaban sirenas de ambulancias y patrullas. No sabíamos qué tan graves habían sido las afectaciones tras el temblor. Un amigo de la universidad, Sergio, me escribió y dijo que un edificio, cercano a la escuela, se había derrumbado. A un lado había una escuela y al parecer había niños lesionados. El edificio se encontraba en la calle Bolívar. Tiempo después
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se dio a conocer como el edificio de las costureras. Dejé un momento el celular para buscar a mi jefe. Lo encontré hablando por el celular, me hizo señas de que me fuera. No lo pensé dos veces. En mi mente no había otra cosa más que llegar a casa y abrazar a mi esposa e hijos. Después de más de una hora pude llegar a mi casa y estar con los míos. Esta fue la experiencia más fuerte que he tenido a lo largo de mi vida.
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El efecto sacudida
Raúl Mendoza Zaragoza
Todo iba bien. Un día normal como otros. Tomé mi mochila al salir de casa, puse un poco de música en mis audífonos para acompañar la lectura en mi trayecto. Llegué luego de empujones en el metro, la porción de violencia gráfica en los periódicos camino a la plaza, el semblante de desprecio de algunos locatarios y la dotación habitual de rutina. En el interior del local 18 de la Plaza Chabacano, una de las muchas plazas que se ubican en la Zona Gráfica de la colonia Algarín, está mi santuario de trabajo. Me encontraba al fondo de la plaza, entre anaqueles, tintas, cajas, herramientas y máquinas de impresión. Hacía una impresión en tampografía, que es un sistema de impresión basado en la transferencia de tinta desde una superficie plana, a otra. Estaba apresurado, trabajando mientras escuchaba la radio.
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El locutor hablaba del temblor del 85, de cómo se llevó a cabo el mega simulacro en los distintos puntos de la ciudad a salud de dicho evento. La gente atendió las órdenes de los brigadistas y siguió al pie la letra los protocolos de seguridad. Seguí trabajando mientras recordaba las historias de mis familiares y amigos cercanos. Llegó a mí mente una que me acompañará por el resto de mis días. Mauricio, un entrañable amigo que en aquel tiempo tenía apenas 12 años de edad, se trasladó a una zona cercana al centro histórico un mes antes del temblor. Llegó con su mamá a consecuencia de la separación de sus padres. El día del sismo, el edificio frente al suyo se derrumbó por completo y los escombros llegaron hasta la puerta de su departamento. Fue testigo de cómo muchos de sus amigos y vecinos quedaron bajo el edificio, entre bloques de cemento, varillas, vigas, muebles y pertenencias. Escuchó los gritos de dolor de la gente que aún estaba con vida. Se sentía impotente. Salió del lugar para ver la misma escena en diferentes puntos de la colonia. La peor parte sucedía por las noches al tener que regresar al departamento.
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No había energía eléctrica y escuchaba los lamentos de la gente bajo los escombros durante la noche. En una inocente inspección en la zona vio partes de cuerpos desmembrados. Yo seguía escuchando la radio. Era un día flojo en la plaza. Reflexionaba sobre lo terrible y complicado de atravesar por un evento de tal magnitud. ¿Qué hubiera hecho yo? Mi mente divagó un sinfín de escenarios y posibilidades. En el radio sonó la alarma sísmica, acompañada de movimientos fuertes que hacían parecer al lugar endeble, como si estuviera hecho de cartón y de goma en vez de concreto y acero. Mis instintos se activaron. Pensé en buscar a mi hermano y mi papá, local por local, gritando sus nombres, pero los fuertes movimientos del suelo me impedían correr. La diferencia entre un simulacro y un temblor es abismal. Salimos de la plaza. Algunos, muy alterados y nerviosos. Entre la confusión se podían escuchar claramente oraciones, implorando que los movimientos se terminaran pronto. Vi gente hincándose, uniendo las palmas de sus manos e inclinado sus cabezas en señal de súplica en plena calle 5 de febrero. Una atmosfera de confusión, miedo e incertidumbre prevaleció.
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Resguardado y alerta con mi hermano y mi papá bajo la marquesina de la plaza, miraba los edificios, árboles, postes y cables de electricidad se agitaban con tal facilidad que pensé en el poder de la naturaleza y en la fragilidad que nos constituye al estar frente a un terremoto. También pensé en mi madre. Se encontraba sola en casa en ese momento. Una vez que terminó todo, volvimos a casa. Una atmosfera de pánico y sobresalto por la agitación colectiva se instaló en el ambiente. Varios negocios a la altura de la estación Chabacano, en la avenida Tlalpan, bajaban sus cortinas. Muchas personas regresaban a sus casas a pie. El servicio del metro se detuvo. Tampoco circulaban camiones. Mi madre Teresa nos esperaba en casa para recibirnos con un abrazo de esos que solo ella sabe dar. El día siguiente, un poco más tranquilo, recostado en mí cama, reflexionaba sobre lo sucedido. Me sentí gradecido por estar bien, con vida. Ese día no fue más que un recordatorio de lo afortunados que somos al estar vivos. Aún no es tiempo de agregar el punto final a esta crónica. Este impacto nos invita a contemplar un panorama diferente de nuestra
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realidad, sacudiéndonos más allá del plano físico, provocando un cambio en nuestra manera de pensar. Un momento de tensión y de amenaza nos impulsa a reaccionar para descubrir de qué estamos hechos o hasta dónde somos capaces de llegar. Este evento nos expulsó de un letargo en el que vivíamos hacia un despertar que nos obliga a buscar un cambio en nuestras vidas. La vida se puede terminar en un instante. Somos seres efímeros, pero en gran medida excepcionales.
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Reír de los hombres corporativos
Erick Ponce
En 1985 el terremoto que devastó el entonces Distrito Federal, fue un parteaguas en la historia de esta caótica capital y la de sus habitantes. El 19 de septiembre dejó de ser un día cualquiera hace 32 años. El día en que la sociedad civil se organizó y superó al Estado en cuanto a respuesta inmediata y ayuda para remover escombros, rescate de sobrevivientes y solidaridad para los damnificados que surgirían posteriormente. Justo el mismo día, pero de 2017, volvió a suceder. Un terremoto sacudió la cdmx. El simulacro conmemorativo se realiza año tras año a regañadientes y con cada vez menos interés por parte de los capitalinos, famosos por su capacidad para olvidar pronto cualquier atrocidad, ya sea natural o humana. Yo me encontraba trabajando en el piso número 12 del edificio corporativo de Ford Company en Santa Fe cuando sonó la alarma
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para el simulacro. Recuerdo haber entrado en una sala de juntas pequeña, con paredes de cristal y con una impresionante vista de la ciudad. Ahí se encontraban los hombres encargados de la distribución de autos nuevos y usados en todo el territorio nacional, listos para dar inicio a su junta mensual de consejo. Entré y dije: “Está la alarma del simulacro. Mi gente y yo vamos a bajar”. Respondieron que no era necesario perder tiempo. Bajé la mirada, cerré la puerta, y pensé que me encantaría verlos correr despavoridos y gritando para intentar salvar sus miserables vidas. Seguí el protocolo. Terminó el simulacro y nos reincorporamos a las actividades después de media hora aproximadamente. Para cuando estaba por terminar mi turno laboral, pasaban las 13:00 h. Yo me quitaba el saco y la corbata cuando el edificio se empezó a mover de menos a más, hasta llegar al grado de una sacudida. Fue imposible estar de pie sin sujetarse de algo firme o anclado al piso o a la pared. El piso se sacudía como gelatina. Fue lo más inestable que he sentido en mi vida. Logramos llegar a las escaleras de emergencia tambaleándonos, chocando contra paredes y pilares. Sentí que
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moriría aplastado pero guardé la calma. Me dio gusto ver a los tipos que habían hecho caso omiso del simulacro entre la estampida de oficinistas que corrían despavoridos para bajar los 15 pisos de escaleras de emergencia. Sin ganas de salvar a nadie más que a ellos mismos. Me revisé el bolsillo, no tenía mi teléfono, lo había puesto a cargar y por el caos lo olvidé. Imprudentemente regresé dos pisos arriba entre codazos y empujones. Quería saber de mi familia y seres queridos; avisarles que estaba bien. No me importó nada más que eso. Al tenerlo en mis manos emprendí la carrera hacia las escaleras de emergencia. Una grieta enorme me perseguía mientras bajaba corriendo lo más rápido que pude. El edificio seguía moviéndose, pero logré salir. Santa Fe suele ser un caos vial. Con el terremoto lo fue al doble. Tomé un taxi que compartí con otros cinco. Solo llegamos al metro Tacubaya; lo abordamos y nos bajaron en la estación Juanacatlán. Desde ahí caminé rumbo al plantel Centro Histórico para encontrarme con mis compañeros de la universidad. Estaban ayudando en los escombros de una fábrica y de una primaria de la zona.
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Durante mi trayecto me di cuenta de la magnitud real del terremoto. A pesar de tanta destrucción, me emocionó ver la disposición de la gente sin conocerse. Solo ayudando por ayudar. Algo que no se ve muy seguido en nuestra guadalupana sociedad mexicana. Llegué al centro de la ciudad después de transitar por Constituyentes, Reforma, Insurgentes y Zona Rosa hasta Avenida Juárez. De ahí a Eje Central hasta Fray Servando 99. Todo mundo ayudaba: recogiendo escombros, llevando gente; agua y comida, donando material, informando, recuperando mascotas, sirviendo como enlace. Y las autoridades no reaccionaban. Fue una experiencia abrumadora y solemne a la vez. Vi cuerpos ir de mano en mano hasta llegar a una camilla de ambulancia o del semefo. El instinto de la gente al sentirse unida por la tragedia, esa unión entre personas desconocidad es un fenómeno maravilloso. Continúe ayudando en los escombros de Tlalpan y del centro durante los tres días siguientes. Me decepcioné de la humanidad al ver que había quien se robaba los picos y las palas; pero también vi jóvenes ayudando, mujeres cargando cubetas de escombro junto a mí,
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amas de casa ofreciendo comida y bebida, cientos de casas ofreciendo su baño, agua, energía eléctrica. Es lamentable que solo ante la desgracia podamos unirnos. Al fin y al cabo, cometer errores nos hace humanos, pero el instinto de seguir vivo es algo que llevamos todos. Al cabo de tres semanas todo volvió a la normalidad. La indiferencia y el despotismo político volvieron para recordarnos que estamos lejos de ser civilizados y tolerantes. Cuando añoras los desastres naturales dicen que eres negativo, pero la madre naturaleza no se equivoca.
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Removiendo la rutina
Alicia Rodríguez
Como cada mañana, mi rutina comienza al salir el sol. Me levanté aún ciscada por el sismo de hace tres noches. Eran aproximadamente las 00:00 h. Me encontraba en la habitación que rento como estudiante en un primer piso, ubicada al norte de la ciudad. Sucedió mientras leía sobre interculturalidad. No escuché la alarma porque tenía música a volumen alto y creí que era la grabación de los tamales oaxaqueños, típico en la Ciudad de México. Pero el agua en el vaso se agitaba fuertemente. Sonó el timbre de mensaje en mi teléfono. Un amigo me escribió: “¡Está temblando! ¡Ponte a salvo!”. Bajé las escaleras, abrí la puerta y salí. Afuera no había mucha gente. Los movimientos bruscos continuaban. A lo lejos se veían rayos de luz que iban de la tierra al cielo. Algún transformador eléctrico tronó y dejó sin luz a la colonia vecina.
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Estaba asustada. Olvidé por completo las medidas de seguridad que debía de tomar. Afortunadamente, mi amiga Nayeli Arteaga estaba fuera de su casa. Fui corriendo hasta donde estaba ella. Minutos después de platicar para tranquilizarnos regresé a mi cuarto para tratar de dormir. No conseguí descansar. El 19 de septiembre estaba agotada por el trabajo en la oficina de mensajería de las nuevas tecnologías, en el área de redes sociales, haciendo llamadas y mandando correos. Es un trabajo acelerado y de mucha presión. El edificio se encuentra en la colonia Roma Norte. No es un edificio grande ni ostentoso, ya que la empresa no tiene mucho tiempo en el mercado. Más que un edificio parece una casa transformada en oficina. En el escritorio de la entrada, estaba yo, tomando notas de algunas actividades y pendientes. Era mediodía. Sonó la alerta sísmica. Cuando escuché el chillido de la alarma y la voz mecánica anunciando “¡Alerta sísmica! ¡Alerta sísmica!”, di aviso. Mi jefe y los demás me dijeron que era normal aquel aviso en conmemoración del 19 septiembre de 1985. Parecía que todos lo sabían. Desde que salimos supe que algo no estaba
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bien e incluso me atreví a mencionarle a algunos compañeros: “¡Va a temblar!, ¡debemos ser precavidos!, no sabemos si va a pasar”. Por el susto, tal vez todo me parecía anormal. Como si al salir, el viento, los árboles y mí alrededor me lo dijera. Ni yo me explico cómo fue. Tal vez con el sismo anterior quedé asustada y en estado de alerta. Eran las 13:16 h, y el ruido mecánico de la ciudad cambió por completo. A partir de esos minutos la tierra se movió de tal forma que muchos no pudieron resistir esa lucha. Las puertas de mi edificio se movían, las ventanas y los candelabros también. Solo grité: “¡salgan está temblando!” De pronto ¡PUM!, un estallido, luego todo gris. El suelo se abrió y olía a gas. Atónita, no sabía qué hacer. Vi la vida pasar en segundos. La tierra seguía agitándose. En menos de cinco o diez minutos, después del derrumbe que provocó ese ¡PUM!, el edificio de la vuelta que se convirtió en ruinas. Pude tomar mis cosas. El caos se hacía presente por todas partes. Había personas recibiendo atención médica en la calle. Un hospital con todos los pacientes saliendo. Un parque con palmeras y arboles viejos y grandes derrumba-
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dos. Una madre llorando, suplicando a los automovilistas que la dejaran subir para rescatar a su hija. Algunos medios de transporte saturados y otros sin servicio. No había energía eléctrica. Edificios caídos. Caminé y caminé. No pude llegar a mi casa hasta el otro día. Afortunadamente un amigo abrió su casa para mí y para otros en la misma situación. Yo seguía en shock, no pude conciliar el sueño. Al otro día cuando llegué a casa, mi madre estaba en la puerta. La abracé. Ya me esperaban mi prima y mi tía con cajas llenas de tortas, agua, medicamentos y más cosas para llevar a quienes seguían atrapados en los escombros. Subimos al auto y llegamos a San Gregorio. Dejamos las cosas, hicimos cadena humana. No llegamos hasta los barrios afectados pues el ejército y la Marina no lo permitieron. Ayudamos en la medida que pudimos y nos fuimos al anochecer. Dos días después, fui por mis cosas al trabajo y pedí vacaciones emergentes. Me encaminé al plantel Centro Histórico de mi universidad, la UACM. Varios compañeros ya se encontraban buscando la forma de llegar a otras partes de México, como Guerrero, Puebla, Oaxaca, o
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Chiapas. Muchas entidades fueron afectadas por el temblor. Estuve dos días en guardia en el campamento que se formó. Buscaban personas atrapadas, pero salían tristes y llorando. “¡Estamos perdidos, la humanidad no existe!”, dijo un compañero, pues querían recuperar las empresas. Muchas cosas chuecas no podían salir a la luz, por lo tanto, sobrevivientes tampoco. Hasta ahora no supe qué pasó en la calle de Chimalpopoca con las mujeres costureras que nunca hicieron públicas. Las listas de personas y hospitales a los que fueron enviados los sobrevivientes. Los acopios fueron decomisados y se pidió que la ayuda se diera por terminada. Hasta la fecha siguen las afectaciones en el país porque miles de familias perdieron sus casas y comercios. Sin embargo mucho se dijo en los medios que se había vuelto a la normalidad.
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Sin previo aviso Jonathan Zacarias
La maestra no asistió a clases. Sin previo aviso, no tuve una de las clases que más me gustan. Soy estudiante de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México del Plantel Centro Histórico. Aquel día fue una fortuna no tener sesión de Estudios Culturales, de lo contrario no hubiera salido del quinto piso del edificio. Como cada mañana, mi rutina de estudiante comenzó temprano. Me preparé para estar puntual con mis compañeros de Comunicación Política con quienes desarrollaba un proyecto del curso. Ese trabajo tenía que estar listo para el día siguiente y aún teníamos mucho por hacer. Llegué a las 11:00 h a la universidad. Unos minutos después del simulacro que se realiza en conmemoración del temblor del 19 de septiembre de 1985 que devastó a la Ciudad de México. El simulacro se realiza con la finalidad de estar preparados ante una situación de tal índole.
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Mis compañeros me esperaban. Estábamos listos para trabajar en nuestros pendientes. A las 11:30 h nos dirigimos al aula 505 del quinto piso donde presenciaríamos la clase. Pasaron 30 minutos, la maestra no llegaba, seguimos esperando y mientras tanto nos pusimos a trabajar en el proyecto pendiente. Se escuchaba un tumulto de voces. Los demás compañeros de clase platicaban; otros hacían tarea; unos más estaban perdidos en sus celulares, desesperados al ver que no llegaba la maestra. Otros amigos y yo esperamos hasta las 13:00 h. Ya había pasado una hora y media de clase, la maestra no iba a llegar. Salimos del aula. Nos fuimos a la biblioteca. Nos instalamos en una mesa, sacamos nuestras laptops, celulares y cuadernos. Recuerdo que una compañera llevaba una extensión eléctrica para conectar nuestros cargadores, no nos dimos cuenta de que la extensión atravesaba una puerta de salida de emergencia, hasta que alguien de protección civil nos hizo la observación y la quitamos inmediatamente. Ya instalados, tres o cinco minutos después de haber movido la extensión, sentí un fuerte movimiento en mis pies. Creo haber dicho
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“¡está temblando!” Mis compañeros y yo tomamos nuestros celulares y salimos corriendo del lugar. Crucé la calle sin precaución, la biblioteca da a una avenida principal: Fray Servando de Mier. Cruzamos la avenida. Fue complicado, los vehículos no dejaban de circular, la gente que conducía no se percató, pues las alertas sísmicas de la ciudad tardaron en activarse hasta segundos después de que ya se sentía el temblor. Llegar al camellón fue una hazaña entre el movimiento del suelo y los vehículos. Ese camellón era el único lugar que nos mantendría a salvo. Ese centro de encuentro parecía un pantano, el suelo se movía intensamente, no podíamos mantener el equilibrio. Las miradas de las personas estaban fijas en el intenso movimiento que se veía reflejado en los edificios tambaleándose. Creo que todos pensamos lo peor. Parecía una broma del destino que nuevamente un 19 de septiembre, 32 años después, la tierra nos diera una sacudida tan intensa como la del 85. El panorama no era nada agradable: el edificio del Tribunal Superior de Justicia, que se ubica a espaldas del edificio de la universidad, se movía intensamente. Parecía que chocarían y
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que se derrumbarían en cualquier momento. Se desprendía el concreto de los edificios; se oían caer los cristales de los ventanales y el polvo se asemejaba a la neblina entre los edificios. Hubo compañeros que intentaban salir por la escalera de emergencias pero no podían dar un paso por el movimiento telúrico. La empatía entre las personas se dejó ver mientras todo esto pasaba. Una maestra me abrazó ya que los dos estábamos espantados. La gente que estaba cerca de mí también se veía mal. Las palabras de aliento se escuchaban temblorosas pero confiadas en que todo iba a estar bien. Pasados unos minutos del temblor todos tratamos de ponernos en contacto con nuestras familias. La preocupación inundaba la mente. Las redes telefónicas fallaban y tras varios intentos poco a poco logramos reportarnos con nuestras familias. Las redes sociales fueron el principal medio de contacto. Ya estando un poco más tranquilos, al saber que no estábamos solos, esperamos unas horas a que se desahogara el caos, sin embargo, esto apenas comenzaba. Varios edificios cayeron y mucha gente quedó atrapada entre los escombros. Cerca de la
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universidad, en la calle Chimalpopoca, cayรณ un edificio. Como estudiantes sentimos la obligaciรณn y convicciรณn de ayudar a nuestra ciudad. Nos organizamos. La comunidad tuvo una gran participaciรณn. Ayudar y colaborar en obras de rescate fue la nueva clase que llevamos a la prรกctica.
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La tierra que nos sepulta
Julio Canek Gonce Castillo
El pasado 19 de septiembre del 2017 nuestro país experimentó una fuerte sacudida que emergió desde la tierra. Un fuerte movimiento telúrico se hizo presente aquel día, uno de los peores días en la historia mexicana en cuanto a desastres naturales se refiere. Nuevamente otro terremoto intenso magnitud se presenta casualmente un 19 de septiembre con magnitud de 7.1 grados Richter, menor que el del 85, pero que de igual forma causó muerte y destrucción. Al igual que muchos habitantes y vecinos, nunca imaginé que un terremoto pudiera coincidir con la fecha exacta del acontecido a hace 32 años. La única variante fue que en esta ocasión sucedió por la tarde, eran las 13:14 h. Las intensidades registradas de ambos temblores, los epicentros localizados, los daños y afectaciones estructurales cobraron muchas vidas, dejando
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una ciudad temerosa, con la incertidumbre de lo que pasaría con sus hogares. A la par, la ciudadanía brindó el apoyo necesario, llevando víveres a los rescatistas y dando ánimos a la gente que se encontraba bajo los escombros. El simulacro de la mañana pasó inadvertido, como si no se quisiera alterar a la población. La alerta se escuchaba con muy poquito volumen. Cerca de mi casa casi no se escuchó, muy poca gente se dio cuenta. Algunos otros salieron con temor, otros con risas y mencionando "eso sólo era un simulacro". Ni mis hermanas ni yo nos imaginamos que después del medio día los gritos de mi madre nos llamarían con miedo: "Vengan, se está moviendo mucho el edificio. ¡Está temblando!" De inmediato la tierra se estremeció; el departamento del segundo piso donde vivimos comenzó a tronar, las paredes se movían y crujían. Mi hermana menor gritaba y lloraba. Mi hermana mayor abrazó a su bebé. Mi madre se colocó en la puerta de entrada, mientras yo agarraba a mis hermanas y sujetaba a mi perico de su jaula. Mis gatos corrieron asustados a esconderse. Nos quedamos sin energía eléctrica.
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Una vez que el movimiento detuvo su furia, respiramos profundo. Salí a verificar si había daños en el edificio. Afortunadamente no pasó a mayores; no hubo daños en nuestro hogar, sólo algunas pequeñas grietas y objetos personales que cayeron al interior del departamento. Buscamos noticias en nuestros teléfonos para informarnos de lo que había acontecido. Los medios daban cuenta de escuelas caídas, edificios desplomados, mucha gente atrapada y cifras de muertos que se incrementaban al pasar de las horas. No asimilábamos lo que había sucedido. Sacudidos internamente por los daños que a su paso ocasionó el terremoto, estábamos incomunicados. No había red telefónica, no sabíamos qué era de nuestros seres queridos. Comimos quesadillas, mientras hablábamos y exponíamos nuestras impresiones para generar un ambiente de paz y armonía. Le pedí a un vecino que me prestara su bicicleta para ir con mi novia, que vive en un tercer piso. Estaba preocupado por ella. La encontré en el patio junto a sus familiares resguardándose; la abracé y me quedé a platicar
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un rato con ella. Dijo que me marcó, pero no tuvo éxito. La red telefónica estaba fallando, además mi teléfono se había descargado por completo. Una hora después fui adonde viven unos familiares; no estaban, habían salido. Regresé a casa, mi hermana recibió una llamada de un primo que se encontraba en la biblioteca Vasconcelos y cuando escuchó de los derrumbes salió a ver en qué ayudaba. Aproximadamente a las 23:00 h, mi primo llegó a casa y nos contó que la Marina y los policías no lo dejaron apoyar. En la Roma–Condesa el panorama era triste, pero había muchos estudiantes y jóvenes ayudando. Decidimos salir al otro día a ofrecernos como rescatistas. Preparé mi mochila. Guardé cuerda, lentes, guantes, lámparas, alcohol, navaja y casco para ir a los edificios afectados en la colonia Lindavista. No había luz; usábamos velas y lámparas. Alrededor de las 02:30 h llegó la luz y pudimos restablecer contacto con amistades. Nos acostamos para tratar de descansar. A las 08:30 h llegué a la ex textilera de la colonia Obrera, mientras mi primo y su novia iban a Taxqueña. En la Obrera había muchos policías y soldados que limitaban el apoyo de la población,
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pero me las ingenié para poder entrar a la zona acordonada y picar o mover piedras. Teníamos la convicción de que encontraríamos más gente con vida. Pero a su vez miraba una desorganización por parte de las autoridades. La lucha de egos limitaba la acción de rescatar a gente que se encontraba bajo los escombros. Ahí en la Obrera se habla de rescatados, otros que jamás vimos ningún cuerpo, sólo un panorama devastador evidenciando la ineficiencia de las autoridades del gobierno. Mi labor en la Obrera terminó cuando las maquinarias y los policías negligentemente nos impidieron ayudar. Decidí ir a otros lugares a sumarme a una resistencia social, de la que pocas veces se ha visto. Nos tocó vivir un martes negro, de mucho dolor y sufrimiento. Las huellas del pasado 85 no habían cerrado por completo y ahora, 32 años después, se abrieron. ¿Qué haremos por nuestra gente, por nuestros muertos y los damnificados?
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Coincidencias
Natalia Pérez Alejo
Ese día recordé la recomendación de un documental que nos hizo la profesora de Estudios Culturales: No les pedimos un viaje a la luna. Lo busqué. Trataba sobre las costureras que habían quedado bajo los escombros de las fábricas en el terremoto que destrozó a la Ciudad de México el 19 de septiembre de 1985, y justamente sentí la tierra moverse. Me asusté, estaba temblando bastante fuerte. Salí a la calle. Los autos estacionados se movían de un lado a otro; a la par otros vecinos asustados como yo salieron y esperamos. El tiempo se nos hizo eterno hasta que todo terminó. Pensé en la coincidencia del temblor de ese día con el temblor de 1985. Mismo día y mismo mes de hace 32 años. Era increíble. Estaba muy preocupada y necesitaba saber de mi padre, él se encontraba en el centro de la ciudad trabajando. Comunicarse era prácticamente imposible. Los teléfonos celula-
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res no respondían a nuestras necesidades, así que la radio fue la única opción. La encendí. Corría la información de la catástrofe, describían los daños en edificios, escuelas, casas y apartamentos. La movilidad era un caos, había personas bajo los escombros, se requería ayuda. Las ondas radiofónicas no lograron plasmar la magnitud de este desafortunado evento. Seguí intentado establecer comunicación con mi padre. Por fin recibí su mensaje, él estaba bien. Enseguida más mensajes con buenas noticias de mis allegados. ¡Qué alivio! Tomé mi celular, el internet funcionaba y en redes sociales la gente se reportaba avisando que se encontraban bien o que necesitaban ayuda. Había, hasta ese momento, pocas fotos de lugares en donde hubo derrumbes. Todo pintaba terrible. Caí en cuenta de la magnitud de las afectaciones al ver un video en Facebook. Desde lo alto de un edificio parecía que la ciudad se caía a pedazos dejando grandes nubes de polvo que ascendían y pequeñas explosiones que se veían a lo lejos. El sonido de mi acelerado pulso empataba con la voz del sujeto que, aterrado, narraba el acontecimiento. Yo no viví el terremoto del 1985. Me sentí muy impactada,
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me parecía aterradora la situación y la coincidencia de estos eventos naturales. Conforme pasaba el tiempo, surgían nuevas noticias de lo sucedido: más lugares afectados, gente herida, reportes de gente perdida, vialidades saturadas, videos y videos del momento exacto del sismo. Era desconcertarte. Todo era igual que en el documental que estaba viendo minutos atrás. Más tarde recibí un mensaje de una amiga para decirme que una fábrica cerca de la universidad, en la calle de Chimalpopoca, se había derrumbado. Me quedé quieta por un momento. Esa fábrica abrió la herida de las irregularidades e injusticias laborales que vivieron aquellas mujeres costureras en el 85. Al siguiente día, mi amigo y yo recaudamos un poco de dinero con los vecinos de la colonia. Lo que juntamos lo destinamos para comprar material de curación, juntamos ropa y llevamos todo a un centro de acopio. Aparentemente la ayuda era mucha. En algún momento se llegó a pensar que era excesiva en los centros de acopio, pero a seis meses del incidente no se piensa lo mismo. La sociedad civil estaba presente, pero ahora con una nueva generación al frente: los millennials encabezando las noticias y las mues-
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tras de solidaridad. Y así como estas buenas acciones se repetían, también se repetían las cosas malas y desagradables. Por un lado la ayuda para los damnificados, la organización de los mexicanos para ayudar a otros que lo habían perdido todo, el uso de las redes sociales fueron un buen canal de información para saber de lugares donde se requería apoyo, ubicaciones de centros de acopio y hasta el monitoreo a las autoridades para que cumplieran su deber. Por otro lado, el espectáculo de los medios de comunicación y la incompetencia de las autoridades. La ciudad no sólo tiene que recuperarse de los daños estructurales, sino también de una sociedad que volvió de entre los escombros al amargo 19 de septiembre de 1985, pero ahora con este terremoto que hizo eco en Morelos, Puebla, Estado de México y Guerrero. Así se presentaron las siguientes dos semanas con el mismo panorama y a pesar de que la sociedad se mantuvo en el cometido de ayudar y unirse a la causa es evidente que el tiempo hace de las suyas en la memoria de todos nosotros. Sería bueno preguntarse: ¿qué pasa hoy con todas las víctimas de éste terremoto y las donaciones? ¿Qué hay de las irregularidades en las construc-
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ciones? ÂżQuĂŠ es de las personas que se quedaron sin hogar? Es un hecho que todos olvidamos y esa es otra coincidencia.
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El regreso de los dioses
Sandra Beatriz Rangel Ayala
La cotidianidad se vuelve parte de nuestra vida: comer, dormir, ir al colegio, trabajar. ¿Perdemos el sentido al vivir?, ¿tenemos que esperar a que se nos mueva el mundo para despertar del sueño? Sí, sueño. Porque estamos vivos, pero soñando o: ¿también hemos dejado de soñar? Usted, lector, ¿hasta dónde llega su conformismo? Le contaré un poco sobre un hecho real que podría parecer ficticio por la manera en que será plasmado. Hace algunos años los dioses visitaron a la humanidad. Pisaron con tal brutalidad, que lo que los humanos creían duro como roca y firme como roble se desgajó en un parpadeo. Sus pisadas eran torpes como las de un niño. Las calles pavimentadas se abrían como una pantera, de esas que solo podrían habitar en la África negra, pero que ahora estaban tierra abajo, dispuestas a salir.
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Fecha recordada por los ahora viejos: 19 de septiembre de 1985. Algunos apenas pueden pronunciarla sin derramar algunas lágrimas. Caminé rumbo al vagón del metro con dirección Pantitlán. Recordé la visita de los dioses hace 32 años. Miraba a través de la ventana los simulacros en la calle. Es verdad, me parecía aburrido. Hasta ese día no me daban temor los sismos. Llegué demorada a mi destino. Me alisté para tomar clase y escoger un lugar donde no me abrazara tanto el calor. Pasó el tiempo. Sin duda alguna la maestra no llegaría. Los compañeros tomaron sus pertenencias y se dispusieron a salir. Bajé los escalones y pensé en la distancia que había recorrido. Llegar tarde, todo eso fue en vano. La presencia de mi novio ahuyentó aquellos pensamientos. Lo acompañé al banco. Caminamos en las calles del centro, intercambiando una que otra mirada, palabras y risas. Entre el ir y venir de los carros nos quedamos mirando el semáforo. El sol dibujaba la fachada de la Plaza Tlaxcoaque, donde pensábamos sentarnos para pasar el tiempo. Se escuchó una pisada firme y caótica en el pavimento. Creí que estaba mareada, pensé en preguntarle a mi novio si estaba temblando.
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Mis pupilas se dilataron, mi corazón se aceleró. Sentí que se abría paso a través de mi pecho. Olvidé cómo respirar. ¡Eran los dioses! ¡Han vuelto! Tenían de nuevo los poderes sobrehumanos. La historia se repetía. Cotidianamente nos sentimos a salvo en nuestras casas, con nuestros padres y hermanos, incluso con un policía, pero ahora solo tenía una mano enraizándose en la mía. Y eso es lo único que me brindó esperanza en aquel momento. Entonces mi cuerpo accedió a enraizarse a la mano. Los dioses nos habían elegido de nuevo después de 32 años. El ojo humano los buscaba, pero no hay sentido que los pueda detectar. Su aliento movía hasta los edificios más fuertes. Las calles se abrían y los dragones vertían fuego en los edificios, las torres antiguas pasaban a ser polvo. Los humanos, devorados por llamas de miedo, se recostaban como fetos en las calles queriendo que la Madre Tierra los abrazara como lo hizo antes de los tiempos, en un principio. Pero era ella quien se dejaba en los brazos de los dioses, queriendo vengar su olvido y maltrato de estos seres. Y justo entre ellos estaba yo, pensando que los dioses son reales, que los minutos y los segundos podían también mutar en horas. Solo quería
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que pasara rápido. Pensé en la muerte. En la cima los dioses apostaron sobre el conformismo y ensimismamiento del humano: en esta apuesta ganaron. Ahora venían a destruir y a tomar lo que nos habían construido, sin importar que ello implicara sacrificio humano, el despojo de lo que creemos sagrado. El precio de la enajenación tenía que ser pagado. Cuando todo parecía perdido mi respiración se normalizó. ¿Acaso había terminado? ¿Cómo podría ser normal todo después de la visita de los dioses? Asustada, me encontré con un abrazo de mi novio, teníamos el tesoro más valioso que los dioses nos otorgaban: la vida.
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Un mal sueño
Norma Patricia Rodríguez Guerrero
Mis labios jamás habían tenido esa sensación de frío, el cual estremeció mi cuerpo hasta la última célula. ¡Quería más! Así que pedí uno doble para llevar. Todos mis sentidos estaban centrados en él, en ese helado que el viejito del parque había preparado de forma artesanal, tal y como se lo había enseñado el papá del papá de su tatarabuelo… Algo así había comentado mientras tomaba el cono con su mano derecha, con la otra deslizaba la cuchara sobre la superficie del helado de chocolate. Mis ojos no quitaban ni un instante la vista de él: ese movimiento lento, cadencioso que aquel anciano estaba haciendo. Estaba tan ensimismada que nunca me percaté cuando tomó la servilleta y de un momento a otro, estiró su brazo desprotegido del sol, que ya había hecho mella en su piel. Nunca olvidaré el olor, el color, y esos pequeños tropiezos de chocolate que se derretían en mi boca mientras se deslizaban por mi lengua hasta caer en el vacío de mi garganta;
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ese delicioso helado de chocolate era el más grande y cremoso que jamás había visto. Me lo acabé todo, tooodo ¡Tooooooodo! Solo faltaba el crujiente barquillo color caramelo que había sostenido mi helado. Cuando estaba a punto de darle una gran mordida, el ladrido de Quesito, mi perro, y tres lengüetazos me hicieron despertar. En eso escuché un fuerte grito de mi madre: “¡Patriciaaaaa! Levántate que se te hará tarde para ir a trabajar.” No me quedó de otra, estiré mis brazos, mis pies, di el último bostezo y pegué un gran brinco para bajar de mi cama. Tardé menos de tres minutos en cambiarme. Me peiné. Agarré mi mochila. Le di un gran beso a mi mamá y me fui corriendo para alcanzar el camión. El sonido estruendoso de la chicharra me decía que ya había acabado la jornada de trabajo. Me despedí de todos. A la salida del zaguán se encontraba Doña Naty con esa voz que caracteriza a una señora de su edad. Me dijo: “Adiós preciosa, cuídese y váyase con cuidado”. Llegando a la estación del Mexibús recordé mi manzana. “¡Ni modos!, comeré hasta llegar a la universidad”. Al parecer había tardado en pasar el camión que va hacia el metro
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Rosario. La gente se aglomeró cuando llegó. El siguiente era metro Politécnico. Si esperaba otro se me haría tarde para llegar a la escuela. Decidí abordarlo aunque tuviera que viajar de pie. Había mucha gente. Era tarde. Estaba tan agobiada que solo escuchaba voces a mí alrededor sin prestar atención a lo que decían. La gente comenzó a acercarse cada vez más hacia la orilla. El camión abrió sus puertas y ¡zum! Todos se aventaron para entrar. Yo creo que también se les había hecho tarde. Todo ocurría con normalidad; gente platicando, unos escuchando música y otros tantos dormidos. En cambio yo estaba agarrándome del tubo que se encuentra cerca de la puerta. Se sintió un tremendo jalón. Pensé que el camión se iba a caer. Todos nos miramos unos a otros, como pudimos nos agarramos. El silencio fúnebre que prevaleció durante unos momentos fue roto por el grito de una mujer: “¡¿qué, piensas que traes vacas?!” A pesar del susto, se dibujó una pequeña sonrisa en mi cara, mientras pensaba “¡Santo Dios! Existe alguien que maneja peor que yo”, pero bueno, estábamos a unos cuantos metros de llegar a la estación.
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El Mexibús abrió sus puertas, la mayoría bajó tan rápido que sentí cómo el camión se ladeó y pensé que me iba a caer de boca. El grito despavorido de una señora regordeta que se encontraba en la estación nos alertó: “¡está temblando!”. Bajé tan rápido como pude, todo se movía, las piernas no me respondían. Me asusté más al ver los rostros y escuchar los gritos de la gente. Caminé lo más rápido posible. En realidad no pude avanzar mucho ni tan rápido como hubiera querido. Llegué al barandal que se encuentra cerca de un gran vidrio. Enfrente los cables se bamboleaban de un lado a otro; la gente estaba afuera de sus casas; sus rostros reflejaban angustia y desconcierto; un chico se dirigía hacia uno de los postes de luz. Los postes que parecían bailar al ritmo del viento. Pensé que se le iban a caer encima. Fue eterno lo que duró el temblor. Cuando iba disminuyendo su intensidad, la gente comenzó a desplazarse. Me dirigí hacia la parada del camión que me deja en Cuautepec. No sabía si continuar con mis actividades cotidianas o regresarme a mi casa. Estaba muy asustada, era el temblor más intenso que había sentido. Intenté llamar a mi hermano desde el celular, pero nada, no había línea. La gente a mi alrededor hacía lo mismo.
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El camión iba más lleno que de costumbre, todos hablaban del temblor. Una joven cerca de mí consultaba en su celular y comentaba que el sismo había sido de tantos grados y se reportaban edificios colapsados. No podía creerlo, fue intenso, pero no era para tanto. Llegando a la universidad el susto fue peor. Todos los alumnos se encontraban invadiendo las banquetas y la avenida; la puerta de la escuela estaba cerrada. Intenté comunicarme con mi gente, pero no podía, la angustia e incertidumbre crecían cada vez más. Pensaba en lo peor, mis hermanos estaban trabajando y no sabía si les había ocurrido algo. En esos momentos entró un mensaje de mi primo Agustín para preguntarme si estaba bien: “Yo sí, pero los demás no sé”, contesté. Me dijo que me tranquilizara y que él se encargaría de localizar a los demás. Faby y los niños se acercaron hacia mí y nos dimos un gran abrazo, por el gusto de saber que estábamos vivos. Arturo comentó que todos los profesores estaban adentro. Mi corazón latió tanto que sentí un estremecimiento que inundaba todo mi cuerpo. Cómo estaría él, estaba igual de asustado que yo. Mi
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cabeza se llenó de preguntas, sólo quería saber si él estaba, pero… ¿Cómo podría saberlo? Recordé que Rafa también debía estar ahí. Envié un mensaje preguntándole si estaba bien: “¿Y los profes?” Sólo respondió que la biblioteca se había agrietado, pero que estaban revisando el plantel. Los camiones que pasaban iban vomitando gente. Los niños fueron a comer al puesto de tacos que se encuentran en la calle de arriba. Yo no tenía ganas de nada. Agustín me llamó diciendo que mi mami y mis hermanos estaban bien, al único que no localizaban era a Paquito, mi hermano pequeño. Pensé: “es importante tener un plan en caso de catástrofes, eso de andar angustiado y no saber qué hacer es preocupante”. Me fui a Indios Verdes. Gente por doquier, todos querían llegar pronto a su hogar. La autopista estaba al máximo, los camiones eran insuficientes. Estaba muy preocupada por Paco, se rumoraba que cerca de su trabajo se cayeron unos edificios. Llegué a casa como a las 21:00 h. Al abrir la puerta sonó el teléfono. Corrí, levanté el auricular. Era mi hermana. Ella y las niñas estaban
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bien, ya habían localizado a Paquito, todo quedó en un gran susto. Me puse mi pijama y me recosté en mi cama deseando que ya sabes quién y su gente estuvieran bien. Quería pensar que todo había sido un mal sueño, pero en las noticias seguían dando información de las desgracias que ocurrieron ese 19 de septiembre de 2017.
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Despiértame cuando tiemble
Jazmín Rodríguez
19S, las siglas para el despertar mexicano del siglo XXI —hasta ahora—, muchos analistas, críticos y periodistas hicieron mucha mención al apoyo, interés y movimiento de los jóvenes millenials. Eran las 13:14 h., un día normal para todos mis compañeros de trabajo, los burócratas chiquitos de una delegación en la que nada pasó, en la que sólo unos cuantos pararon su vida para detenerse a observar y darse cuenta que México entero se estaba desmoronando estado por estado, si no por el movimiento telúrico, sí por el sentimiento de repudio. El pánico para aquellos que vivieron el 19s de 1985 fue inmediato. Las señoras lloraban y corrían por sus hijos. Otros sólo le rogaban a Dios o a la deidad en la que cualquier desastre te obliga a recurrir porque no te queda nada más que la fe de que todos tus seres queridos se encuentren bien. Los diferentes medios de comunicación estaban colapsadas. Al mismo tiempo el Wifi
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calmaba a los corazones que se daban cuenta que las plataformas en la web eran la única manera de comunicarse. En ese momento todos los que no utilizan esos medios digitales se daban de topes en la cabeza. Otros tomaron sus bicicletas y pedalearon a través de una ciudad en pánico. Algunos otros se intentaban informar de lo sucedido por medios de comunicación convencionales como la radio o la televisión, sin embargo, la red era la que llevaba la batuta de la información sobre lo que sucedía. Los jóvenes dueños de esta red compartían noticias e información cada segundo saturando la vía de información logrando un shock infotóxico. Solicitaban ayuda y solidaridad. México se sorprendió de la reacción de los acallados. Lo que México no entiende es como lo que dice la canción Cuando pase el temblor. Estoy sentado en un cráter desierto Sigo aguardando el temblor, en mi cuerpo Nadie me vio partir, lo sé Nadie me espera Hay una grieta en mi corazón Un planeta con desilusión.
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Los jóvenes estaban esperando por algo que tuviera una causa que los hiciera levantar la mirada y ayudar. Las ganas de ayudar o hacer algo por la sociedad en la que viven es tarea del día a día. Han crecido en una sociedad en la que el objetivo principal es “ser o hacer algo” o dejar algún aporte que trascienda. Sin embargo, viven en una época gris donde todos aguardan a morir lo mejor que puedan. En donde los millenials durante su adolescencia intentaron de todo para hacer un cambio ligero dentro de la sociedad y fueron ignorados, relegados, o tomados por chairos, como todo ser dentro de la otredad. Ahora la mayoría camina como seres colonizados, alineados y alienados por el sistema social actual. En donde si eres una parte del engranaje eres funcional, sino, estás fuera de juego. Por otra parte, forman un amplio porcentaje de la población mexicana y por supuesto se hacen notar, más en la ciudad. De tal maner que se convirtió en una ayuda desmedida. En las primeras horas fue vital, después se convirtió en un caos la ayuda focalizada en el centro de la ciudad. Sin duda fue una de las zonas más afectadas, y al mismo tiempo una de las mayores
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observadas. Y ni con tantos ojos pen dientes sobre lo que pasaba se detuvo la acción totalitaria del gobierno, introduciendo maquinaria pesada después de unos cuantos días y, no hablemos de día, en las horas siguientes los edificios que podrían contener, algún tipo de información fraudulenta fueron absorbidos por las fuerzas militares. Por lo tanto, ya no había poder social unido que pudiera ayudar más allá de repartir agua y acomodar víveres en esa zona. Al día siguiente, la ciudad estaba rota, no solo por el temblor, sino por la ruptura moral de todos los mexicanos. Todos lloraban al desaparecido, a los niños que no alcanzaron a salir de sus aulas, por la gente que no tenía dónde dormir. Incluso por aquellos pueblos mágicos que perdieron la magia y se convirtieron en tragedia. La desesperación por querer hacer algo era tanta que las crisis nerviosas no se hicieron esperar. Universidades como nuestra casa de estudios la uacm, organizaron brigadas de recolección de víveres. La ayuda era tanta que las vialidades colapsaron hacia Xochimilco, las palas, guantes, cascos y cubre bocas sobraban entre las tortas y comida repartidas en toda
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la ciudad. Aquellos que buscaban los medios tenían la posibilidad de acudir a otro estado a repartir lo recolectado, te subías a carros y camiones con gente que en tu vida pensaste conocer, en la que jamás hubieras confiado en un día normal porque en esta ciudad con tantos desaparecidos —y no por un desastre natural— no es tan fácil confiar. Los movimientos de artistas no sé hicieron esperar. Las donaciones del extranjero, actualmente desaparecidas igual que los 43, llegaron de todo el mundo. Las toneladas de alimentos no perecederos se juntaban e intentaban repartirlos. Ahora sí, México era el ombligo del mundo. Hoy, a casi seis meses de lo ocurrido, la normalidad ha vuelto a reinar. Claro que para todos aquellos que siguen sin casa y esperando el apoyo de tres mil pesos al mes que además les fue retenido o esperan por un flamante préstamo para reconstruir toda una vida de esfuerzo, no pueden estar ni un poco cerca de lo que solía ser normal. Sin embargo, la institucionalización del ser humano que lo obliga a ser funcional lo presiona a tal grado que no puede tomar la decisión de tener tiempo para detenerse a observar, a renacer o a volverse a construir.
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Todos los mexicanos tenemos una huella después de aquel 19 de septiembre de 2017. Tal vez ahora estemos esperando a que vuelva a pasar el temblor para reconstruir este planeta lleno de desilusión y cerrar las grietas que ha dejado en nuestro corazón.
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El temblor que me cambió la vida
Gabriela Salgado
Una semana antes del sismo, hubo un temblor por la noche, desde ahí quedé muy asustado. En la mañana del 19 de septiembre del 2017, mi mamá me dijo que no me fuera a espantar, ya que se había programado un simulacro a las 11:00h, en conmemoración del sismo de 1985. Bajé a la sala, prendí la televisión y le cambié a las caricaturas. Me puse a hacer la tarea porque no la había acabado. A las 11:00 h, sonó la alerta sísmica, me asusté un poco, pero no salí corriendo; sabía que no era real. Tenía flojera de hacer la tarea. ¿Para que la hacía? Finalmente mi maestra no la revisa. La hice, no vaya a ser que esta vez sí la revise. Mi papá y mi hermano se despiertan desde las 6:00 h para poder llegar a tiempo. Mi hermano va a la escuela cerca de Xochimilco y mi papá trabaja hasta Insurgentes. Yo no conozco dónde queda, pero sé que es algo lejos.
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Mi mamá estaba calentando lo que habíamos comido un día anterior: pollo con mole y arroz. Preferí comer caldo de pollo con arroz. Mi mamá llevaba rato gritándole a mi hermana para que bajara a desayunar, ya estaba todo servido. Yo solo estaba guardando mis cosas para irme a la escuela. De repente sentí como si brincara el piso, como si pasara un tráiler, pero para ser un tráiler era demasiado fuerte. La televisión y el espejo que estaba colgado arriba del sillón comenzaron a mecerse; empezó a crujir la casa, como cuando desmoronas un montón de galletas. Parecía que la casa se fuera a levantar. Los vidrios tronaban y en la cocina se podían escuchar las puertas de la alacena: se abrían y cerraban, como si quisieran zafarse. La vajilla chocaba entre sí. Mi mamá nos llamó a mi hermana y a mí: "¡Está temblando! ¡Está temblando!" Estaba tan espantado que no sabía qué hacer. A cada paso que daba sentía como si el temblor me fuera a tirar. Caminé hasta la puerta. No sé cómo mi hermana bajó las escaleras tan rápido, si yo ni siquiera podía caminar. Hasta olvidó ponerse los zapatos. No podía creer que no hubiera sonado la alerta sísmica. Mi mamá y mi
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hermana decían que sonó después de tiempo, que no había dado tiempo de salir o prepararse. Parecía que las cosas pasaban muy lento. No podía moverme. Mi mamá me jalaba del brazo mientras mi hermana trataba de abrir la puerta para salir al patio, era difícil mantenerse de pie en un solo lugar, ya que el mismo movimiento te jalaba. Se cayó la jaula de mi cotorro y fui a recogerla. El pobre movía sus alas desesperado, es una lástima que no pueda volar. Mi hermana abrió la puerta y trató de agarrar a la gata, pero salió corriendo. Estúpida gata, pensó que estaban jugando con ella. Todos nos arrinconamos en el patio recargados en el coche, lejos de las bardas. El coche se tambaleaba hacia adelante y atrás, se escuchaba el agua de la cisterna chocar con las paredes y se salía a pesar de que la cisterna tenía tapa. Las plantas se mecían igual que los árboles de la calle. A lo lejos se escuchaban los gritos de los vecinos y cosas de vidrio rompiéndose. No entiendo cómo me pedían que me calmara si mi mamá y mi hermana estaban igual de espantadas que yo. Mi hermana trataba de no llorar y mi mamá de no gritar. No podía creer que durara tanto. Siento que es un poco
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contradictorio cómo no nos podíamos mover pero nos movían y no podíamos ni caminar. Poco a poco todo se calmó. Esperamos un rato en el patio. Mi hermana traía el celular en la mano porque estaba hablando con su novio cuando empezó a temblar, trató de hablarle a mi papá pero no obtuvo respuesta. Entramos a la casa para ver los daños. Platos y tazas estaban a punto de caer, las puertas de la alacena estaban abiertas de par en par, los muebles se habían movido de lugar. Una silla del comedor se cayó. En mi cuarto mi colección de alcancías estaba en el suelo y mis figuras de madera de dinosaurios estaban acostadas. Las cosas de mi hermana estaban en el piso: cremas, cepillos y unos collares. En el baño, los azulejos se cuartearon, estaban sobrepuestos. No había luz, mucho menos televisión, teléfono ni internet. Mi hermana prendió el radio del coche y escuchamos las noticias. En ninguna estación había música; todos hablaban del sismo: edificios caídos, zonas con daños, personas desaparecidas, otras pidiendo ayuda para que fueran a sacar a los que quedaron bajo los escombros. Mi mamá trataba de ser fuerte, mi hermana también estaba muy espantada, pero no lloró.
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Estábamos en shock, no nos mirábamos, no podíamos creer el caos que había pasado. Nos metimos en la casa y seguimos escuchando las noticias en un radio que me trajeron los Reyes Magos. Mi mamá nos dio un limón a cada uno en cuanto entramos a la cocina, nos sentamos en la mesa para desayunar. Yo sentía el estómago raro. Al poco tiempo llegó mi abuelita con uno de mis tíos. Le pidió a mi mamá que sacara el tequila para bajar el susto. Mi mamá, aunque estaba espantada, se puso hacer la limpieza y la comida cuando se fueron. Se podían escuchar las medidas de precaución por los altavoces. Me acosté en la sala, no quería subir, ¿qué tal si volvía a temblar y me agarraba en la parte de arriba? Me puse a jugar con el Gameboy en lo que llegaba la luz. Mi hermano llegó más tarde que de costumbre, no había transporte. En su escuela había paredes cuarteadas y el piso del patio se levantó. Cuando llegó mi papá nos dijo que él no pudo bajar durante el sismo y tuvo que estar dentro del edificio, hasta que parara. Justo antes de anochecer llegó la luz, pero no había señal de televisión. Mi hermano y mi papá bajaron una antena, así
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pudimos ver las noticias. Cuando lo escuchas en la radio sientes feo, saber lo que pasó; pero al ver las imágenes y los vídeos por televisión era peor, todos hablaban sobre el sismo y los vídeos de internet. En el noticiero dijeron que no habría clases hasta nuevo aviso. Mientras jugaba con los audífonos puestos, alcancé a escuchar a mi papá decirle a mi mamá que en una maleta metiera dinero, documentos de todos, agua y medicamentos. En caso de que volviera a temblar estaríamos un poco preparados. Nunca hicieron la maleta. Esa noche no pude dormir; cualquier ruido me despertaba. Si pasaban los tráilers y movían el piso pensaba que estaba temblando de nuevo y empezaba a imaginar cosas feas: ¿y si tiembla y se cae la casa? ¿Y si no escucho la alerta sísmica? Al día siguiente se sentía el día muy raro, como cuando estás triste, sólo que no lo estaba, pero así se sentía. El cielo estaba gris, con un poco de lluvia. Acompañé a mis papás al tianguis, mi hermana no quiso ir. Yo la vi muy triste y en el tianguis le compré una nieve de cereza, porque le gusta ese sabor. Cuando se la di me dio un abrazo. Me di cuenta de que no
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era el único que no podía dormir; todos tenían miedo. Una noche mi hermana fue al cuarto de mi mamá y comenzó a llorar. Me paré a consolarla junto con mi mamá y nos quedamos a dormir los tres en la misma cama, estábamos apretados, pero no me molestaba, me hacía sentir bien. Al día siguiente lloré y me sentí un poco mejor. En la escuela hicimos simulacros, no sabía que algunas escuelas se habían caído, hasta que un día llegaron los de otra escuela a la nuestra. Tomamos clases juntos y nos turnamos para los deportes y honores a la bandera. Un día repararon su escuela y se fueron. Aún me siguen dando miedo los temblores, pero trato de no asustarme tanto. –Arturo, 11 años.
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Retorno al 19
Jesús Rodrigo Sosa Palma
Escuchas la alerta sísmica, te preparas, avisas a los familiares y esperas a que la magnitud del fenómeno natural se revele ante tu creciente miedo. 7 de septiembre 23:00 h Inició como casi todos los temblores anteriores, pero en unos segundos se transformó. Los increíbles movimientos indicaban que este vals al que nos había llevado el manto terrestre no era algo habitual. Luces en el cielo, sonidos en las construcciones tambaleantes, hasta las mascotas entraban en pánico. Imágenes y videos lo corroboraban: 8.2 grados en la escala Richter, presumiblemente el terremoto más fuerte registrado en la capital al menos en los últimos 100 años. El internet hervía con memes y burlas, noticias, comunicados e infografías. La ciudad había resistido el embate de la tierra.
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19 de septiembre del año 1985 07:19 h Inicia uno de los desastres naturales más significativos en la historia del país. Un terremoto de magnitud 8.1 en la escala Richter con epicentro en el Océano Pacifico convulsiona el suelo mexicano. El nivel de destrucción, terror y dolor que deja a su paso no se compara con nada. Grabaciones históricas y relatos familiares nos recuerdan el increíble poder de la fuerza de la naturaleza. 19 de septiembre del año 2017 Despertarse, alistarse para ir a trabajar. En redes sociales y la radio uno podía recordar la fecha: 32 años habían pasado desde el terremoto del 85. El camión avanza, la gente camina, el ritmo sigue, movimiento por donde sea, un martes por la mañana. Llegamos al local mi mamá y yo. La cortina rechinante anuncia el inicio del día. Preparamos los tamales en la vaporera. El café en la olla de barro aromatiza el ambiente. Cuando se escucha el silbido de la vaporera es hora de quitarla de la lumbre y poner a cocer el caldillo de tomate para los chilaquiles. Luego preparamos el atole. Los sándwiches se hacen rápido, casi todo está listo. Se cuelgan los letreros: esperamos a los comensales.
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Poco después escuchamos la alerta sísmica, mi mamá no recordaba bien que iba a haber un simulacro y empezó a preocuparse un poco, pero se lo recordé y se tranquilizó. Vimos un desfile de gente dirigida por miembros de protección civil, desde los de la escuela de enfrente hasta los de las oficinas que pululan por todos lados. Unos minutos más tarde todo regresaba a la normalidad. “Aquí se rompió una taza y cada quien para su casa”, dice el dicho. Los clientes pasan, compran cosas, las palabras fluyen, alguien se sienta en un banco, suena la carne en la parrilla, se asa la cebolla, el pan dorado cruje, un sorbo al refresco de frutas frío hace eco, el vapor de los chilaquiles calientes con bistec. Hace calor, son las 13:00 h. Me inclino sobre un banco para sentarme. Me siento raro, no lo sabía pero el tiempo se estaba deteniendo, se vuelve extraño, parece que transcurren horas pero en realidad todo sucedió en segundos, aunque mi vivencia y mi raciocinio sigan debatiéndolo. Al sentarme en el banco pensé que me había mareado, pero al levantar la mirada y ver las caras de mi mamá y su prima, noté que ellas
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sintieron lo mismo. Mis ojos buscaron algo para cerciorarme, ¡lo encontré! El cartel de los tamales oaxaqueños se agitaba confirmando la situación: estaba temblando, mi mamá lo dijo como si los dos lo hubiéramos pensado al mismo tiempo. Nos levantamos rápido, tomé mi celular, me paré atrás de ellas mientras trataba de guiarnos a la salida del negocio. Podría decir que iba planeando todas mis acciones, pero sinceramente creo que fue algo más instintivo. En la entrada del negocio el movimiento que antes había confundido con mareo ahora se había transformado en un maremoto. Pensé que era una especie de película absurda. La alerta sísmica chilló un bramido ahogado por el movimiento de la tierra. Los carros se movían, se oían golpes. En ese momento de contemplación atónita recordé algo de suma importancia: ¡EL GAS, MALDITA SEA! Me dirigí al interior del local sujetándome de cosas que en mi euforia consideraba que podían sostenerme todo el trayecto hasta la llave de gas. Iba maldiciendo, ya no sé si en voz alta o en mi mente. Al conseguir mi objetivo, como salido del más irónico juego de video, me detuve a pensar que podía ser más peligroso. Una vez
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ahí no quería dejar sin atender nada que pudiera complicar la situación. Pensé: ¿La luz?, ¿el agua?, solo que explote la tubería. Me di cuenta que me estaba tardando mucho en pensar. Caminé hacia la salida. En la calle los sonidos eran una mezcla extraña de gritos y movimiento. El estruendo de algo muy pesado al caer, la gente corría o se sujetaba sin mucho éxito de lo que podían encontrar a su paso. Unas señoras salieron de sus casas gritando y jalando a sus hijos pequeños. Como no se callaban, hice “¡SHHH!” Una de ellas me contestó con una expresión de completo terror en su rostro. Ojalá terminara pronto la mala broma. ¿El mismo día? Esto no es normal, ni los mejores ingenieros y sus predicciones de un periodo de retorno pudieron haber adivinado lo que estaba pasando. Una ola de preguntas me incomodó: ¿cómo estaban mi familia, mi papá, mis hermanas, mi novia? Hasta llegué a pensar en Laika, mi mascota. El movimiento se fue desvaneciendo y el tiempo seguía siendo increíblemente lento. La prima de mi mamá se despidió, quería ver a su familia. Empezó una procesión: las ambulancias aullaban lúgubres a la distancia; la gente
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trataba de llamar por teléfono; algunos corrían por llegar a sus hogares o a la escuela a recoger a sus niños; el local de pronto se llenó de gente, en su mayoría adultos mayores, buscando asiento donde poder descansar: un limón o un bolillo, algún remedio que les quitara la mala impresión. Saqué mi celular del bolsillo. Escribí a mis seres queridos. La primera que pudo hablar conmigo fue mi novia, el sismo le había tocado en clases, no hubo mayor incidente, solo gente en pánico. Después pude comunicarme con una de mis hermanas que había ido al centro, ahí también se había desatado un caos, pero se encontraba bien y de camino a su casa. En mi casa estaba mi papá, mi hermana mayor y mis dos sobrinos. No podía comunicarme con ellos. Era hora de irnos de ahí. Recogimos las cosas. No sabía cómo tranquilizar a mi mamá, ella se comunicaba con el resto de mi familia, mi abuela, mis tíos, mis primos. La gente que habíamos alojado nos agradecía y se retiraba. En internet las primeras imágenes no eran las de siempre, ahora no había risas y burla. La pantalla del dispositivo se llenaba de humo, llanto, confusión y enojo. Un viejo ami-
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go de la preparatoria llegó. Estaba espantado, iba camino a su trabajo, se encontraba muy lejos de su casa, no encontró otro lugar donde buscar alivio. Decidimos irnos los tres juntos. Cuando cerramos la cortina del negocio, las personas seguían en la calle esperando alguna respuesta de sus familias. Había mucha confusión y el reloj no parecía avanzar en esa soleada tarde. Empezamos a caminar. A través de Twitter obtenía información de los medios de transporte. No había servicio en muchas partes, pero gracias a esta aplicación pudimos trazar una ruta. Caminamos desde Insurgentes (a la altura del Monumento a la Madre) hasta Metro Obrera. En el trayecto vimos personas llorando; ayudando, vidrios rotos, pedazos de concreto, cemento pulverizado, calles sin sentido, tráfico interminable. Cuando llegamos al metro pudimos movernos un poco más rápido. La ansiedad por ver a mi familia se incrementaba. Nos bajamos en la estación Coyuya de la línea 8. Reiniciamos nuestra caminata entre todo el ruido. Nos deteníamos de vez en cuando, las calles parecían desiertos. No había nada que indicara que ahí habitaba gente, el silencio era desconsolador.
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Hablábamos solo para saber qué camino tomaríamos, si alguien se había cansado, si necesitaban algo. Únicamente nos detuvimos a comprar agua. Llegamos a Churubusco, una avenida grande y siempre transitada. En medio de los remolinos de autos y gente trasladándose había una peculiar escena: dos autos pequeños molidos uno contra el otro, el aceite estaba regado en el piso. Ambos vehículos yacían en completo abandono. Nadie parecía ver aquella inquietante postal. Mi amigo tomó el metrobús para llegar a casa con sus padres. Pasó un microbús vacío cuya ruta nos dejaría a unas calles de mi casa. Mi madre y yo lo abordamos. El camino fue lento. El sol creaba un contraste de luz dorada con las sombras completamente negras de los pasajeros. No había movimiento, reinaba un silencio increíble. Cuando vi mi casa intacta descansé un poco. Mi casa no tenía daños, solo se había ido el agua y la luz, pero ambas regresaron justo a tiempo para pasar la noche. Mi familia se encontraba a salvo. Nos abrazamos y platicamos sobre la magnitud del acontecimiento y las labores que se estaban llevando a cabo. Nadie
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podía dimensionar la situación. Al día siguiente la ciudad seguía paralizada. A cada minuto aparecía más información, la gente se prevenía, casi todos sentían que podía pasar algo peor. ¿Qué pasó después? Realmente no lo sé, todo parecía detenido, roto, distante y a la vez muy presente. El tiempo seguía avanzando y la gente ayudando. La ineficiencia y corrupción de las autoridades siempre encuentra un camino para hacerse mostrar pero esta vez era lamentable ver tanta negligencia. ¿En qué se podía ayudar?, ¿que se podía hacer?, ¿a dónde ir? A meses de distancia de lo ocurrido, escribiendo esto, la tristeza, el dolor, el miedo y el silencio siguen aquí, no se apartan de nosotros tan fácilmente.
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Este libro se terminĂł de imprimir en mayo del 2018 en la Ciudad de MĂŠxico.
A menos de un año del acontecimiento del 19 de septiembre de 2017 que marcó, principalmente, a la Ciudad de México, Oaxaca, Puebla y Morelos, el evento se siente lejano y por ello este libro surge como un recuento en el que se rescatan algunas de las voces que sobrevivieron al escombro, y a pesar del caos que genera cada narración en el lector, siempre hay una esperanza al final del túnel: la unión de la población civil para ayudarse.
9 786074 004311