El Quijochico. El primer Quijote para alumnos de E.L.E. (Costa de Marfil)

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©De esta edición: Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Catálogo general de publicaciones https://publicacioneso iciales.boe.es

tración General del Estado;

NIPO en línea: 109-22-009-6 NIPO en papel: 109-22-008-0 Depósito Legal: M-11046-2022 Impreso en Advantia Comunicación Gráfica Polígono Industrial Los Olivos. C/ Formación, 16 - 28906 Getafe (Madrid) Con el apoyo de la Embajada de España en Abiyán Esta publicación ha sido posible gracias a la Cooperación Española a través de la Agencia de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID). El contenido de la misma no refleja necesariamente la postura de la AECID. Edición no venal

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Director del proyecto: N’DRE Charles Désiré (ndrecharles@edu.uao.ci) Coordinación académica y artística: Embajada de España en Abiyán (Costa de Marfil) Textos revisados a partir de la obra original de Miguel de Cervantes, editada por José Luis Pérez López (1605/2005) Responsables de la adaptación y revisión N’DRE Charles Désiré, Universidad Alassane Ouattara de Bouaké DJANDUÉ Bi Drombé, Universidad Félix Houphouët-Boigny de Abiyán Profesorado colaborador ALLA Kouakou Kouakou, profesor de E.L.E. ASSIÉ Andrée Paule, profesora de E.L.E. ATCHÉ Toto Amah Noelle, profesora de E.L.E. DIARRASSOUBA Tinnan, profesor de E.L.E. DONGO Effossou Eugène, profesor de E.L.E. KOUADIO Yao Victor, profesor de E.L.E. LOUH N’cho Cathérine, profesora de E.L.E. ZAÏ Meo Salomon, profesor de E.L.E. Colegios colaboradores Lycée Moderne d’Affery Institut Supérieur professionnel Notre Dame de la Paix de Treichville Lycée Moderne TSF Bouaké Lycée moderne II Daloa Lycée Municipal Hiré Lycée moderne Yopougon-Andokoi Lycée Moderne d’Agnibilekrou Lycée Moderne Goffry Kouassi Raymond de Sassandra

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Índice

Capítulo primero: Que trata de la condición y actividades del célebre y fuerte Hidalgo don Quijote de La Mancha.................................... 9 Capítulo secundo: Que trata de la primera salida de don Quijote de su tierra.................................................................................................... 17 Capítulo tercero: En que se cuenta de qué manera don Quijote se armó caballero................................................................................... 27 Capítulo cuarto: Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la terrible y extraordinaria aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de recordar.................................................... 37 Capítulo quinto: Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo don Quijote y su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta, que por su mal, pensó que era castillo................................ 49 Capítulo sexto: De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo, y de la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos famosos....................................................... 63 Capítulo séptimo: De la más extraordinaria aventura peligrosamente realizada por un famoso caballero en el mundo, como la que realizó el valeroso don Quijote de la Mancha............................................. 73 Capítulo octavo: Que trata de cómo don Quijote, Sancho Panza y la hermosa Dorotea decidieron irse al imaginario reino de Micomicón............... 91

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Capítulo noveno: Donde se cuenta lo que sucedió a don Quijote, yendo a ver a su señora Dulcinea del Toboso.............................. 107 Capítulo décimo: La aventura del pastor enamorado y otros graciosos sucesos............................................................................................. 117 Capítulo undécimo: La boda de Camacho el rico y la desgracia de Basilio el pobre................................................................................ 131 Capítulo duodécimo: De la extraña aventura que vivió don Quijote con el bravo Caballero de los Espejos.................................................. 145 Capítulo décimo tercero: Donde se manifestó el extremo y último punto que alcanzó o pudo alcanzar la extraordinaria valentía de don Quijote en el afortunado fin de la aventura de los leones........... 157 Capítulo décimo cuarto: Cómo don Quijote y Sancho llegaron a su aldea................................................................................................. 173 Capítulo décimo quinto: Los malos agüeros que tuvo don Quijote al entrar de su aldea, con otros sucesos que embellecen y acreditan esta gran historia............................................................................. 181

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PREFACIO El Capítulo IV de la Primera Parte del Quijote se inicia con esta maravillosa frase: “La del alba sería cuando Don Quijote salió de la venta tan contento, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo”. Así de grande es también mi gozo al presentar esta reedición de “El Quijochico”, proyecto editorial para alumnos de E.L.E. en Costa de Marfil y que ha sido posible gracias al apoyo de la Dirección de Relaciones Culturales y Científicas de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID). Para todos los que llegamos a Costa de Marfil es una de nuestras más gratas sorpresas descubrir el gran interés por el estudio de la lengua española, así como la excelencia de la formación de sus profesores e hispanistas. Año tras año, el Anuario del Instituto Cervantes sobre la situación del español en el mundo sitúa a Costa de Marfil como el país africano con más estudiantes de español (577.000) a los que atienden, sólo en la educación secundaria, cerca de 3.000 profesores. A ellos habría que añadir los dos grandes departamentos de español que en las Universidades Félix Houphouët-Boigny de Abiyán y Alassane Ouattara de Bouaké llevan años promoviendo la enseñanza del español y difundiendo la cultura en español. La edición de “El Quijochico” fue un muy afortunado proyecto dirigido por el profesor N´Dré de la Universidad de Bouaké, y que contó con el apoyo del profesor Djandué de la Universidad de Abiyán, además de José Luis Pérez López, y un amplio equipo de profesores de español en centros educativos repartidos por todo el país. El propósito de esta lectura adaptada fue acercar la inmortal obra de Cervantes a los alumnos marfileños. Esta edición de “el primer Quijote para los estudiantes” contó además con el singular atractivo de incorporar ilustraciones realizadas por los propios alumnos y que constituyen una imagen singular de la evocación que para ellos tienen las aventuras de nuestro caballero. Como suele recordarse, un clásico no es solo un libro que se ha escrito hace cientos de años sino un relato que contempla situaciones, valores y personajes que tienen vocación universal y que siempre nos interrogan y enriquecen. Bajo esa perspectiva, la lectura de “El Quijochico” por los jóvenes marfileños cumple no solo con el propósito de apoyar su aprendizaje de la lengua española, sino que es también una manera de incorporar los dilemas morales de la obra de Cervantes a su formación como personas. La reedición de este libro, ampliamente solicitada por los profesores marfileños de español, permitirá a muchos centros escolares de Costa de Marfil ofrecer esta lectura a sus alumnos. Cabalgan pues Don Quijote y Sancho también por las tierras del cacao y del anarcardo, por las llanuras, sabanas y selvas de Costa de Marfil. Rafael Soriano Ortiz Embajador de España en Costa de Marfil

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Capítulo primero: Que trata de la condición y preparación del famoso hidalgo don Quijote de La Mancha

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En un pequeño pueblo de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía hace poco, un hidalgo1 llamado Alonso Quijano. Como era de moda en aquellos tiempos, Alonso Quijano, nuestro hidalgo, poseía un caballo –aunque de mala raza–, una lanza, un escudo y un perro de caza. Era propietario de una hacienda2. Solía almorzar con carne de vaca y lentejas. En su casa, había un ama de cuarenta años a su servicio y un joven criado que trabajaba su campo y cuidaba de su caballo. Vivía con su sobrina que tenía unos veinte años. Alonso Quijano tenía cincuenta años. Gran madrugador y aficionado de caza, nuestro hidalgo era flaco de cuerpo y de cara. Con todo el tiempo que tenía nuestro héroe, se ponía a leer los libros de caballería, con tanto placer y gusto, que olvidaba la caza e incluso la administración de su hacienda. Su curiosidad y determinación lo llevaron a vender

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Un hidalgo era una persona noble, que había heredado tierras y que vivía sin tener que trabajar. Una hacienda era la propiedad de un hidalgo, un conjunto de bienes, haberes y riquezas.

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Capítulo primero

sus tierras para comprar libros de caballería. Por leer tantos libros de caballería, Alonso Quijano empezaba a perder poco a poco el juicio. Pasaba noches enteras intentando comprender las aventuras de los personajes caballerescos. Muchas veces, tuvo discusiones con el cura del pueblo sobre quien había sido mejor caballero: Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula. Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía nada que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que de solo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Decía mucho bien del famoso personaje Morgante, porque, con ser de aquella generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado. Las fantasías de los libros le llenaron el cerebro de tal manera que se volvió loco. Ya no podía hacer diferencia entre la realidad y los hechos imaginados.

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En efecto, habiendo perdido el juicio, tuvo pensamientos extraños. Creía que era necesario, tanto por su honor como para servir su país, llegar a ser un caballero andante e ir por todas partes en el mundo con sus armas y su caballo en busca de aventuras, hacer todo lo que

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Capítulo primero

había leído que hacían los caballeros andantes, venciendo todo tipo de peligros a fin de obtener reputación y gloria eternas. Alonso Quijano se imaginaba ya coronado y condecorado por su país. Con estos agradables pensamientos y llevado por aquél placer intenso que sentía, se dio prisa por realizar su proyecto. Lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían pertenecido a sus bisabuelos y que estaban olvidadas en un rincón, cubiertas por la herrumbre y el moho. Limpió esas armas y las preparó como pudo.

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Quería comprobar si sus armas eran aptas para tal empresa, pero descubrió que su casco estaba incompleto, y estuvo tratando de arreglarlo. Una vez lo hizo, para comprobar su resistencia, , sacó su espada y le dio dos golpes que destruyeron lo que había preparado en una semana. Le parecía mal la facilidad con la que lo había destruido, y para protegerse de algún peligro, regresó a trabajar, poniendo dentro del casco barras de hierro de modo que quedó satisfecho de su fuerza. Sin someterlo a una nueva prueba, declaró que poseía una armadura de protección perfecta. Luego, se fue a ver a su caballo, y aunque era solo piel y huesos, pensó que era perfecto para su proyecto. Le quedaba nada más que ponerle un nombre a su caballo. Pasó cuatro días en imaginar un nombre noble, sonoro, célebre, que conviniera a su nueva profesión. Y así después de muchos nombres que formó, borró, y eliminó, añadió, deshizo y reconstruyó en su memoria e imaginación, finalmente, lo llamó “Rocinante”, a partir de Rocín, que designa un caballo de calidad mediocre. Luego pensó en un nombre para sí mismo. Después de ocho días, salió de su imaginación el nombre de “Don Quijote”. Pero, acordándose que el valiente Amadís no se había contentado con llamarse solamente “Amadís”, sino que añadió el nombre de su reino y patria para hacerla más célebre, y se llamó “Amadís de Gaula”. Imitando a Amadís de Gaula, Alonso Quijano, quiso, como buen caballero, añadir a su nombre el nombre de su país. Así es como le vino el nombre de “don Quijote de la Mancha”, lo que, a su parecer, describía con precisión su origen y país, y que era un honor tomarlo como apellido. Habiendo limpiado sus armas, cogido su casco, dado nombre a su caballo y a sí mismo, comprendió que le faltaba entonces una dama de quien enamorarse. Pues, un caballero3 andante sin una dama de quien enamorarse era como un árbol sin hojas ni fruto, un cuerpo, sin alma. Se decía a sí mismo: —si yo, a causa de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro allí con un gigante, como les ocurre habitualmente a los caballeros andantes, y le derribo, o le parto en dos, o finalmente, 3

Hay muchas palabras antiguas que pertenecen al lenguaje de la caballería que Miguel de Cervantes crítica y denuncia.

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Capítulo primero

le venzo, sería mejor enviarle como ofrenda para que caiga de rodillas delante de mi dulce señora, y le diga con voz humilde y sometida: “yo, señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la isla Malindrania, vencido en un combate extraordinario por el caballero don Quijote de la Mancha, jamás alabado como se debe, que me mandó presentar delante de usted, para que vuestra alteza me haga lo que quiera”. ¡Oh, nuestro caballero estaba contentísimo cuando hablaba así y más cuando encontró cómo llamar a su dama! Según lo que cree la gente, en un lugar cerca del suyo, vivía una campesina de muy buena apariencia, de quien se enamoró un tiempo, aunque ella nunca se dio cuenta de eso. Se llamaba Aldonza Lorenzo, y le pareció bien, darle un título de señora de su imaginación. Buscándole un nombre que sonara noble y refinado igual que el suyo, decidió llamarla “Dulcinea del Toboso” porque era nativa de la ciudad de Toboso.

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Capítulo segundo: Que trata de la primera salida de don Quijote de su tierra.

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Después de terminar su preparación no quiso esperar más tiempo para realizar su proyecto, pensando él que su retraso haría más daño al mundo. Quería aplicar justicia, luchar contra abusos y satisfacer deudas. Y así, sin informar a nadie y sin que lo viera nadie, un día del mes de junio, antes del amanecer, reunió todas sus armas, montó a Rocinante, puso su casco mal arreglado, cogió su escudo y tomó su lanza. Salió al campo con gran alegría y la satisfacción de ver la fácil realización de su deseo. A penas entró en el campo1, cayó en que no había sido armado caballero, de tal modo que quiso abandonar su plan. Según la ley de caballería, un nuevo caballero no podía ni debía combatir con ningún otro caballero hasta que no fuera él mismo armado caballero. Pero como su locura era más fuerte que su razón, él se propuso serlo con la ayuda del primer caballero que encontrara, como otros muchos lo habían hecho, según lo que había leído en los libros. Con estas ideas se tranquilizó y continuó su camino, dejándose guiar por el caballo, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras. Caminando, nuestro flamante aventurero iba hablando consigo mismo y diciendo: “Todos sabrán, en el futuro, la verdadera historia de mis famosas acciones, cuando el sabio que la escriba, hable de mi primera salida matinal de esta manera”. Mientras caminaba a caballo, imaginaba sus primeras hazañas inmortales en su interior: “Feliz edad y feliz siglo que va a ver mis famosas obras, dignas de ser inmortalizadas en el bronce, esculpidas en el mármol y pintadas en tablas para las futuras generaciones. ¡Oh tú, sabio encantador quienquiera que seas, tú que contarás esta historia extraña! Te suplico, no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno en todos mis caminos y aventuras”.

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Para su primera salida como caballero, Don Quijote la hizo en el campo de Montiel, Comarca de la Mancha, entre Ciudad Real y Albacete.

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Capítulo segundo

Luego, volvió a decir, como si estuviera verdaderamente enamorado: “¡Oh, princesa Dulcinea, señora de este corazón prisionero! ¡Qué pena me da no poder presentarme delante de vuestra belleza! Señora, le ruego que se acuerde de mi corazón, que sufre por su amor”. Con estos, iba imaginando muchas otras cosas estúpidas que había leído, imitando, en cuanto podía, su lenguaje. Terminó este primer día sin aventura digna de ser contada. Empezaba a desesperarse porque quería mostrar su valentía peleando con otro caballero andante. Algunos autores dicen que la primera aventura que le vino fue la de Puerto Lápice, mientras que otros dicen que fue la de los molinos de viento. Pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha es que él anduvo todo aquel día y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre. Mirando a todas partes, para ver si descubría algún

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castillo o alguna majada2 de pastores donde recogerse y donde pudiese remediar su mucha necesidad. Vio, no lejos del camino por donde iba, una venta3, que fue como si viera una estrella que a los portales, si no a los alcázares de su redención, le encaminaba. Se dio prisa y llegó antes del anochecer. Estaban acaso a la puerta dos jovencitas, las cuales iban a Sevilla con unos transportistas. Las jovencitas habían decidido pasar la noche en aquella venta. Don Quijote se imaginó, como había visto en los libros, que era un castillo con sus torres y su chapitel4. Cuando se acercó del supuesto castillo, detuvo a Rocinante, esperando que alguien diera una alerta con trompeta de que llegaba una caballero a atacar el castillo. No se dio ninguna alerta hasta llegar al portal de la venta donde estaban las jovencitas. Pasaba por allí un porquero con su manada 2 3

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Una majada es un lugar donde se recogen el ganado y los pastores por la noche. Una venta era una antigua posada situada en los caminos o en lugares despoblados donde se podía comer y dormir. Un castillo era un edificio rodeado de una muralla, construido en un lugar elevado y estratégicamente situado para la guerra. Los castillo solían construirse con torres sobreelevadas de un chapitel, como las iglesias católicas de la Edad Media.

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Capítulo segundo

de puercos que tocó un cuerno para darles de comer, lo cual pensó don Quijote, que era la alerta del ataque. Se dirigió hacia la venta y las señoritas. El pánico se apoderó de las chicas cuando vieron a don Quijote venir llevando sus armas. Se apretaban a huir cuando éste les dijo con voz suave y amable:

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—¡Doncellas, no huyan ni tengan miedo ninguno por favor! Pues la orden de caballería que proclamo no hace daño a nadie, aún menos a tantas respetables señoritas. Las chicas intentaban descifrar la cara de aquella persona que les estaba hablando porque no se veía bien su rostro a causa del ridículo casco que se había puesto. Se pusieron a reír porque las había llamado doncellas y sus risas molestaron a don Quijote, quien añadió: —¿Por qué se ríen ustedes y se muestran con tanto desprecio? Mi único objetivo es estar al servicio de la justicia y protegerlas.

Seguía el dialogo entre don Quijote y las mujercitas cuando salió el ventero5, quien, viendo aquella cara ridícula con sus armas estuvo a punto de reír, pero se dio cuenta de que le disgustaba a don Quijote las risas de las señoritas. Así le habló el ventero a don Quijote con calma: 5

El ventero era el propietario de una venta

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Capítulo segundo

—Señor caballero, si usted busca un dormitorio para pasar la noche, todos están ocupados.. Viendo don Quijote la humildad del ventero, le respondió así: —Para mí, señor castellano, cualquier cosa basta. El huésped, no entendía por qué don Quijote le llamaba castellano pues era andaluz de la Playa de Sanlúcar. Dijo luego al hospedador que tuviese mucho cuidado de su caballo, porque era la mejor pieza del mundo. Las señoritas que se habían reconciliado con él comenzaron a quitarle sus armas. Sin embargo no consiguieron quitarle el casco que había atado con cuerdas verdes que era necesario cortar porque tenían muchos nudos por todas partes. Finalmente, don Quijote se negó a quitarse su casco y se quedó con él puesto toda la noche. Se parecía a un disfraz que nadie se podía impedir reírse al verlo. Y, al desarmarle, como él se imaginaba que aquellas jovencitas eran algunas principales señoras y damas de aquel castillo, les dijo con muchas alabanzas: Nunca ha sido caballero de damas tan bien servido, como fuera don Quijote cuando de su aldea vino; doncellas cuidaban de él princesas del su rocino, o Rocinante, que es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y don Quijote de la Mancha el mío. Dado que ustedes no han visto las hazañas que yo, don Quijote de Mancha, hubiera hecho en vuestro servicio, les dedico este viejo romancero de Lanzarote. Pero les prometo que el tiempo vendrá en que vuestras señorías me manden, y yo obedezca, y el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de servirles. Las mozas, que no estaban preparadas a entender parecidas palabras poéticas, no dijeron nada. Solo le preguntaron si quería comer algo, a lo cual contestó don Quijote por la afirmativa. Les sirvieron una cena a la

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Capítulo segundo

puerta de la venta. El ventero le trajo una porción de bacalao mal cocido y un pan tan negro y mugriento como sus armas. Como las mujercitas no habían podido quitarle su casco, no podía comer sin que le ayudara alguien. Las mujercitas le daban la comida en la boca. Daba risa verle comer con su disfraz. Tampoco le era posible beber por sí mismo. El ventero le iba echando el vino en la boca a través de una caña. Estando en esto, llegó a la venta un castrador de puercos y, así como llegó, sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces. Don quijote se convenció de que estaba en algún famoso castillo, y que le servían con música. Con eso, pensaba que había tenido razón en continuar con su determinación y proseguir su salida en el campo de Montiel. Pero lo que le molestaba era que le faltaba que le armaran caballero, sin lo cual no podía librar ninguna batalla según la orden de caballería.

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Capítulo tercero: En que se cuenta de qué manera don Quijote se armó caballero*

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Armarse caballero se relacionaba con todo el ritual de investidura, que tuvo gran importancia en la época medieval y está muy presente en los libros de caballerías.

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Así, cansado de estos pensamientos, después de la cena, llamó al ventero y llevándole a la caballeriza1 cuya puerta estaba cerrada, se arrodilló delante de él diciendo “nunca me levantaré de donde estoy, antes de que usted me otorgue un don que quiero pedirle, que le dará gloria y ayudará a la humanidad”. Cuando lo vio a sus pies y oyó tales cosas, el ventero le miró asombrado sin saber qué hacer ni decir, y se esforzó para levantarlo. Pero finalmente no tuvo más remedio que aceptar su petición. “No esperaba menos, Señor, de su gran magnificencia, respondió don Quijote. Así, se lo declaro a usted, este favor que le pido y que me otorga su magnificencia, es que, mañana por la mañana, me arme caballero. Esta noche, en la capilla2 de su castillo, velaré sobre las armas y mañana, así como lo he dicho, se realizará lo que deseo tanto, lo de armarme caballero. Así voy a recorrer por todo el mundo, en busca de aventuras a favor de los necesitados, según la obligación de la caballería y de los caballeros andantes como yo, amantes de tales hazañas”. El ventero que estaba sorprendido y que sospechaba que su huésped estaba un poco loco, terminó por convencerse de que así era al oír tales barbaridades. Por tener que reír aquella noche, el ventero decidió seguirle a don Quijote la corriente, diciéndole que tenía perfectamente razón de tener parecido deseo, que su proyecto era normal y típico de los nobles de alto nivel como parecía serlo, y como lo mostraba su vestido. Para animarle en su insensatez, añadió el ventero que él mismo, en su juventud había intentado parecida honorable empresa: “me fui por muchas partes del mundo, en busca de aventuras en Málaga, Segovia, Valencia, Granada, Sanlúcar, Córdoba, Toledo y otros lugares. He causado muchos daños, galanteando a viudas, deshaciendo señoritas, engañando a huérfanos. Me hice célebre en los tribunales de España. Por fin me he retirado aquí, en este castillo donde vivo de mi fortuna y la de otros, y acojo a todos los caballeros andantes de toda condición o nivel por el gran amor que les tengo, y a condición de que compartan conmigo su dinero a cambio de mis buenas acciones”. 1 2

Lugar donde se guardaba los caballos. Lugar reservado al culto religioso en un hospital, una cárcel, un palacio, una venta, etc.

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Capítulo tercero

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El ventero le dijo también que no había ninguna capilla donde velar las armas, pues la habían derribado para construir una nueva y mejor. Sin embargo, él sabía que en caso de necesidad, se podía velar por doquier3, incluso en el patio del castillo, afín de que, por la mañana, si Dios quiere, hicieran todas las ceremonias para hacerlo caballero, y el mejor posible del mundo. Le preguntó el ventero si llevaba dinero. Don Quijote respondió que no tenía un centavo porque nunca había leído en las historias de caballeros andantes que alguno llevara dinero. El ventero le respondió que se equivocaba porque, aunque las historias no lo mencionaran, los autores no encontraron necesario escribir cosa tan sencilla y natural como llevar dinero y camisas blancas por lo que les pudiera suceder. Asimismo llevaban camisas y una pequeña caja llena de ungüentos para curar

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Por doquier: locución adverbial que significa «por todos lados, por cualquier lugar».

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Capítulo tercero

las heridas que recibían. No todas las veces en los campos y desiertos, donde se combatían y salían heridos, había quien les cuidara. Por eso, los caballeros tenían escuderos que debían prever todo lo necesario. Si sucedía que el caballero no tenía escudero4 el caballero mismo lo llevaban todo en una bolsilla. Con lo cual se aconsejó para el éxito de su empresa, que no saliera sin dinero y sin las provisiones aludidas. Don Quijote le prometió hacer todo lo que le había aconsejado. Inmediatamente preparó un gallinero donde don Quijote iba a velar sus armas a un lado de la venta, no lejos de un pozo. El ventero había contado a toda la gente que estaba en su venta que no hiciera caso a este huésped que velaba sobre sus armas y que en realidad se trataba de un loco. Les habló de la ceremonia que debía hacer para que fuera caballero. Asombrados de tal especie rara de locura, fueron a

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Escudero: criado que acompañaba a un caballero para llevarle el escudo y las armas y para servirle.

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mirarlo desde lejos. Don Quijote ya paseaba a paso lento y medido, ya, apoyado en su lanza, miraba detenidamente sus armas. Anocheció por completo, pero la luna echaba tanta claridad que se podía ver perfectamente todo lo que hacía nuestro futuro caballero andante. En este momento, uno de los muleros5 que estaba en la venta fue a dar de beber a sus mulos6. Para eso tenía que mover las armas que don Quijote había puesto cerca del pozo. Viendo a aquel hombre acercarse de sus armas dijo don Quijote en voz alta: — ¡Señor! ¡Quienquiera que seáis, temerario caballero, que venís a tomar las armas del más valiente caballero andante que haya ceñido espada, tened cuidado con lo que hacéis, y no las toquéis, si queréis dejar la vida a cambio de vuestra audacia! Al mulero, le dieron igual estas palabras, e hizo mal porque le hubiera salvado la salud. Don Quijote, al ver que tocaban sus armas, se enfadó y le propinó al mulero varios golpes con su lanza. Estuvo a punto de matarle cuando salió toda la gente de la venta para socorrer al mulero. Los demás muleros, viendo a su compañero herido, se pusieron a apedrear a don Quijote que se defendía con su escudo como podía. Como no quería abandonar su deseo de velar las armas cerca del pozo donde los muleros tomaban agua para sus mulos, aquella escena provocó un bullicio en la venta. El ventero gritaba que lo dejaran tranquilo, que ya les había dicho que era un loco. Don Quijote gritaba fuerte, llamándolos traidores y canallas. Decía que el Señor del castillo era un caballero felón y maleducado, ya que permitía que trataran de tal manera a un caballero andante. El ventero decidió acabar lo más pronto posible con esta broma, antes de que sucediera una desgracia. Se acercó humildemente de don Quijote, se disculpó por la descortesía que había mostrado esas gentes sin valor, sin que lo supiera, que habían sido castigadas por su audacia. Le repitió que no había ninguna capilla en el castillo, pero que, para lo que quedaba por hacer, no era indispensable 5 6

Un mulero es una persona que se dedica a cuidar los mulos Un mulo es un animal doméstico que se utilizaba en los tiempos antiguos para el transporte y labores agrícolas.

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Capítulo tercero

la capilla. El ventero trajo un libro y con una pequeña vela que llevaba un muchacho, acompañado por las dos jovencitas, ordenó a don Quijote que se pusiera de rodillas. Leyó en su libro como si estuviera recitando alguna oración piadosa. Levantó la mano y le dio dos golpes, uno en la nuca y otro en el hombro. Don Quijote se fiaba de todo lo que le decía el ventero sobre la ceremonia de armarse caballero. Mandó a una de aquellas jovencitas que le ciñera a don Quijote la espada, y a la otra que le calzara la espuela. Luego, con su propia espada, le dio otro golpe en el hombro, siempre murmurando entre los dientes como si dijera un padrenuestro. Hecho esto, mandó a una de sus damas que le ciñera la espada, lo que hizo con mucha gracia y discreción porque estaba a punto de reír a cada etapa de la ceremonia. Pero con el espectáculo de que han sido testigos aquella noche, no se atrevían a reír. Ciñéndole la espada la señora le dijo:

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—Que Dios le bendiga señor caballero andante y que dé buena suerte en los combates. Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, para que supiera la persona que le hacía ese honor y dedicarla sus venideras victorias. Ella respondió con mucha humildad que se llamaba Tolosa, que era hija de un remendón7 de Toledo y que por dondequiera que estuviera ella, lo serviría con prisa y lo consideraría. Don Quijote la suplicó que añadiera a su nombre “Doña” y se llamara doña Tolosa, lo que ella prometió hacer. La segunda jovencita que asistió a la ceremonia tuvo con don Quijote el mismo dialogo. Cuando le preguntó por su nombre, ella respondió que se llamaba molinera y que era hija de un honesto molinero8 de Antequera. A ella también Don Quijote pidió que se llamara Doña molinera, proponiéndola sus servicios y favores. Nunca una ceremonia de armarse caballero se había hecho con tanta prisa. Don Quijote montó sobre Rocinante, y abrazó a su huésped, listo ya para las aventuras de un buen caballero. Le estuvo muy agradecido por el favor de haberle armado caballero. El ventero tenía prisa por despedirse de él, y no le pidió que pagara la factura de su estancia en la venta.

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Un remendón es una persona cuyo oficio es reparar cosas usadas, en especial zapatos o prendas de vestir. Un molinero es una persona que tiene a su carga un molino o trabaja en él.

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Capítulo cuarto: Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la terrible y extraordinaria aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de recordar

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E

En esto descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento en el campo; y, cuando don Quijote los vio, dijo a su escudero: —La providencia va guiando nuestras cosas mejor de lo que pudiéramos desear; porque ¿ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, o poco más terribles gigantes con quien pienso hacer batalla, y matarlos todos, y con cuyos restos comenzaremos a enriquecernos? Que esta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala hierba de la faz de la tierra. —¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza. —Aquellos que están allí —respondió su amo— de los brazos largos; que los tienen algunos de casi diez metros —Mire usted —respondió Sancho— aquellos que ve allí no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las palas, que, movidas por el viento, hacen andar la piedra del molino. —Bien parece —respondió don Quijote— que poca experiencia tienes en esto de las aventuras: ellos son gigantes, y, si tienes miedo, quítate de ahí y ponte en oración mientras entro yo con ellos en tremenda y desigual batalla. Y, diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin prestar atención a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda alguna eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a atacar. Pero él iba tan convencido de que eran gigantes que ni oía las voces de su escudero ni se daba cuenta, aunque estaba ya bien cerca, de lo que eran. Más bien iba diciendo a voces: —¡No huyáis, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os ataca! Se levantó en esto un poco de viento, y las grandes palas comenzaron a moverse; y cuando lo vio don Quijote, dijo: —Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo debéis pagar.

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Capítulo cuarto

Y, diciendo esto y confiándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal situación viniera a su socorro, bien cubierto de su escudo, con la lanza en la mano, se precipitó a todo galope con Rocinante, y se lanzó contra el primer molino que estaba delante y, dándole una lanzada en la pala la volvió el viento con tanta furia que quebró la lanza en pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle a todo el correr de su asno y, al llegar, notó que no podía moverse, debido a la violencia del golpe que dio con él Rocinante. —¡Dios mío! —dijo Sancho—; ¿no le dije yo a usted que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no los podía ignorar sino quien llevase también molinos de viento en la cabeza? —Calla, amigo Sancho —respondió don Quijote—, que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continuo cambio; cuanto más que yo pienso, y así es de verdad, aquel sabio Frestón, que me robó los libros en la habitación, ha transformado estos gigantes en molinos para quitarme la gloria de la victoria: tal es la enemistad que me tiene; pero, al fin y al cabo, han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada. —Como quiera Dios —respondió Sancho Panza. Y, ayudándole a levantarse, volvió a subir sobre Rocinante, que estaba muy mal de la espalda; y, hablando de la pasada aventura, siguieron el camino hacia el puerto Lápice. Decía don Quijote que allí era posible encontrar muchas y diversas aventuras, por ser un lugar con mucha gente, pero que le dolía mucho haber perdido la lanza y, dirigiéndose a su escudero, le dijo: —Yo me acuerdo haber leído que un caballero español, llamado Diego Pérez de Vargas, quien había roto su espada en una batalla, cogió un pesado ramo o tronco de un árbol, y con él hizo tales cosas aquel día, machacando a tantos moros, que le quedó por sobrenombre Machuca. Y así, él, como sus descendientes,

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se llamaron desde aquel día Vargas y Machuca. Te he dicho esto, porque de la primera encina o roble1 que vea, pienso tomar también otro tronco tal y como aquel, con el que pienso hacer tantas hazañas como Diego Pérez de Vargas. Que tú te tengas por bien afortunado de haber merecido venir a ver tales hazañas, y a ser testigo de cosas que apenas podrán ser creídas. —A la mano de Dios —dijo Sancho— yo lo creo todo así como usted lo dice; pero intente usted enderezarse un poco, parece que va de medio lado, sin duda por el impacto de la caída. —Tienes razón —respondió don Quijote— y si no me quejo del dolor, es porque no es dado a los caballeros andantes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las tripas por ella. —Si eso es así, no tengo yo que replicar —respondió Sancho—; pero sabe Dios que no es porque me divirtiera que usted se quejara cuando alguna cosa le causara pena. De mí sé decir, que me he de quejar del más pequeño dolor que tenga, si nada ni nadie les impone también a los escuderos de los caballeros andantes eso del no quejarse. 1

Una especie de árbol

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Capítulo cuarto

No dejó de reírse don Quijote de la simplicidad de su escudero, y así, le declaró que podía muy bien quejarse, como y cuando quisiera, sin gana o con ella, que hasta entonces no había leído cosa en contrario en la orden de caballería. Sancho le hizo saber que era hora de comer. Su amo le contestó que por entonces no le era necesario; que comiese él si le diese la gana. Oyendo esta licencia Sancho se sentó lo mejor que pudo sobre su jumento, y sacando de las alforjas2 lo que en ellas había puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy despacio. Y, en tanto que él iba de aquella manera comiendo, no se acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo sino mucho descanso y andar buscando las aventuras por muy peligrosas que fuesen. Al final, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y de uno de ellos tomó don Quijote un ramo seco, que casi le podía servir de lanza, y en él puso el hierro de su lanza quebrada. Toda aquella noche no durmió don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, para conformarse a lo que había leído en los libros de caballería, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las selvas y despoblados, entretenidos en las memorias de sus señoras. No la pasó así Sancho Panza; que, como tenía el estómago lleno, y no de agua, durmió toda la noche, y si su amo no le hubiera llamado, no habrían despertado ni los rayos del sol que le daban en el rostro, ni el canto de los numerosos pájaros que saludaban muy regocijadamente la venida del nuevo día. Al levantarse tocó la bota, y la encontró más flaca que la noche antes. Eso le afligió el corazón por parecerle que no podía remediar tan pronto su falta. No quiso desayunarse don Quijote, porque, como está dicho, se había sustentado de sabrosas memorias. Volvieron a tomar el camino del puerto Lápice, donde llagaron a las tres de la tarde. —Aquí —dijo don Quijote— podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras. 2

Las alforjas son dos formas de bolsas en tela u otro material que servían a los caballeros transportar cosas.

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Pero, te advierto que, aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no debes sacar tu espada para defenderme. Si ves que los que me ofenden son canalla y gente baja, en tal caso sí puedes ayudarme; pero si fueran caballeros, en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes, hasta que seas armado caballero. —Por cierto, señor —respondió Sancho—, que usted será muy bien obedecido en esto, pues, yo soy naturalmente pacífico y enemigo de meterme en riñas; aunque es verdad que cuando se trate de defender mi persona, no tendré mucha cuenta con esas leyes, porque las leyes divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quiera ofenderle. —No digo yo menos —respondió don Quijote—, pero en esto de ayudarme contra caballeros, debes dominar tus naturales ímpetus.

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Capítulo cuarto

—Digo que sí lo haré —respondió Sancho— y que guardaré ese precepto tan bien como honrar el día del domingo para un cristiano. En eso, aparecieron por el camino dos frailes de la orden de San Benito. Venían sobre dos mulas enormes. Traían sus anteojos de camino y sus quitasoles. Detrás de ellos, venía un coche con cuatro o cinco personas a caballo que les acompañaban, y dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora vizcaína que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a las Indias con muy honroso cargo. No venían los frailes con ella, aunque iban por el mismo camino; pero, apenas los vio don Quijote, dijo a su escudero: —O yo me engaño o esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos bultos negros que allí parecen deben ser, y sin duda lo son, algunos encantadores que llevan robada alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer esta ofensa con todo mi poder. —Peor será esto que los molinos de viento —dijo Sancho—. Mire, señor, que aquellos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera. Mire, digo que mire bien lo que hace, que no le engañe el diablo. —Ya te he dicho, Sancho —respondió don Quijote— que sabes poco de los asuntos de aventuras; lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás. Y, diciendo esto, avanzó y se puso en la mitad del camino por donde los frailes venían, y llegando tan cerca que a él le pareció que le podían oír, en alta voz dijo: —¡Gente endiablada y descomunal, dejad enseguida las altas princesas que lleváis forzadas en ese coche; si no, disponeos a morir de inmediato por justo castigo de vuestras malas obras! Los frailes se detuvieron y quedaron admirados, tanto de la figura de don Quijote como de sus argumentos, a los cuales respondieron:

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—Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito, que vamos a nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen o no ningunas forzadas princesas. —Conmigo no hay palabras falsas, que ya yo os conozco, canalla —dijo don Quijote. Y, sin esperar más respuesta, picó a Rocinante y, la lanza baja, atacó el primer fraile con tanta furia que, si el fraile no se dejara caer de la mula, él le hiciera venir al suelo mal de su grado, muy herido o aun muerto. El segundo religioso, que vio del modo que trataban a su compañero, bajó de su buena mula, y comenzó a correr por aquella campaña más ligero que el mismo viento. Sancho Panza que vio en el suelo al fraile, bajándose rápidamente de su asno, se precipitó hacia él y comenzó a quitarle los hábitos. Al mismo momento llegaron los mozos de los frailes y le preguntaron por qué le desnudaba. Les respondió Sancho que aquello le tocaba a él legítimamente, como restos de la batalla que su señor don Quijote había ganado. Los mozos, que no sabían de burla, ni entendían aquello de restos ni batallas, viendo que ya don Quijote estaba desviado de allí, hablando con las que se encontraban en el coche, atacaron a Sancho y dieron con él en el suelo, y, sin dejarle pelo en las barbas, le molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo sin aliento ni sentido. Sin pararse un minuto, volvió el fraile a subir a caballo, todo temeroso y acobardado y sin color en el rostro, y, cuando se vio a caballo picó tras su compañero, que un buen espacio de allí le estaba esperando y, sin querer esperar el fin de todo aquel suceso, siguieron su camino haciéndose más cruces que si llevaran el diablo a las espaldas. Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche, diciéndole: —Vuestra hermosura, señora mía, puede hacer ahora lo que desee, porque la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo derribada por mi fuerte brazo; y, porque no os molestéis por saber el nombre de

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Capítulo cuarto

vuestro libertador, sabed que yo me llamo don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par3 y hermosa doña Dulcinea del Toboso. Y, en pago del beneficio que de mí habéis recibido, no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso y que de mi parte os presentéis ante esta señora, y le digáis lo que por vuestra libertad he hecho. Todo esto que don Quijote decía, escuchaba un escudero de los que acompañaban el coche. El escudero, que era vizcaíno, viendo que no quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso, se acercó a don Quijote, y, asiéndole de la lanza, le dijo, en mala lengua castellana y peor vizcaína, esto: —Anda, caballero, que mal andes; por el Dios que me creó, que, si no dejas pasar el coche, hombre muerto eres. Le entendió muy bien don Quijote, y con mucha calma le respondió: —Si fueras caballero, como no lo eres, yo ya hubiera castigado tu atrevimiento, criatura endemoniada. A lo cual replicó el vizcaíno: —¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes como cristiano. ¡Si lanza arrojas y espada sacas, cuán presto verás que el gato al agua llevo! Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo, y mientes si otra cosa dices. —¡Ahora lo verás, dijo Agrajes — respondió don Quijote—. Y arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada, asió su escudo y atacó al vizcaíno con la intención de quitarle la vida. Cuando el vizcaíno le vio venir así, aunque quisiera bajar de la mula, que, por ser de las malas de alquiler, no había que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada. Por suerte se encontraba cerca del coche, de donde pudo tomar una almohada que le sirvió de escudo, y luego fueron el uno para el otro, como dos mortales enemigos. Los demás quisieron ponerlos en paz; pero no pudieron, porque decía el 3 Sin par: que no tiene igual o parecido en nada, generalmente por sus excelentes cualidades.

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vizcaíno en sus mal trabadas razones, que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar a su ama y a toda la gente que se lo impidiese. La señora del coche, admirada y temerosa de lo que veía, pidió al cochero que se apartase un poco, y desde lejos se puso a mirar el tremendo enfrentamiento. El vizcaíno dio a don Quijote con la espada en un hombro por encima del escudo, que si no fuera por éste, le hubiera cortado hasta la cintura. Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel terrible golpe, gritó, diciendo: —¡Oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de la hermosura, socorred a este caballero vuestro, que, por satisfacer a vuestra mucha bondad, en esta tremenda situación se encuentra! El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien con su escudo, y el atacar al vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando determinación de acabarlo todo en un solo golpe. El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió su coraje y determinó hacer lo mismo que don Quijote; y así, le aguardó bien cubierto de su almohada, sin poder rodear la mula a una ni a otra parte, que ya, muy cansada y no hecha para semejantes niñerías, no podía dar un paso. Venía entonces don Quijote contra el cauto vizcaíno con la espada en alto, con determinación de abrirle por el vientre, y el vizcaíno4 le esperaba asimismo, levantada la espada y protegido con su almohada. Todos los presentes estaban temerosos y colgados de lo que había de suceder de aquellos grandes golpes con que se amenazaban; y la señora del coche y las demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción de España, para que Dios librase a su escudero y a ellas de aquel tan gran peligro en que se encontraban. Pero está el daño de todo esto que, en este punto y término, deja pendiente el autor de la historia esta batalla, disculpándose que no encontró más escrito sobre estas hazañas de don Quijote. Bien es verdad que el segundo autor de esta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada al olvido, ni que hubiesen sido 4

De la provincia española de Vizcaya.

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Capítulo cuarto

tan poco curiosos los ingenios de la Mancha que no tuviesen en sus archivos algunos papeles que de este famoso caballero tratasen, y así, con esta imaginación, no se desesperó de encontrar el fin de esta apacible historia, el cual siéndole el cielo favorable, encontró del modo que se contará en otras famosas aventuras.

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Capítulo quinto: Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo don Quijote y su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta, que por su mal, pensó que era castillo

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Y

Ya había vuelto en este tiempo de sus sueños don Quijote, y con el mismo tono de voz que el día antes había llamado a su escudero, le comenzó a llamar, diciendo: —Sancho amigo, ¿duermes? ¿Duermes, amigo Sancho? —¡Qué tengo que dormir, cansado estoy! —respondió Sancho, lleno de pesadumbre y de disgusto—; me siento como si todos los diablos hubieran andado conmigo esta noche. —Puedes pensar así, sin duda —respondió don Quijote—; porque, o yo sé poco, o este castillo es encantado. Porque lo que debes saber...; pero lo que te quiero decir ahora, júrame que lo tendrás secreto hasta después de mi muerte. —Sí juro, respondió Sancho. —Lo digo —replicó don Quijote—, porque soy enemigo de que se quite la honra a nadie. —Digo que sí juro —volvió a decir Sancho—; que lo callaré hasta después de los días de usted, y haga Dios que lo pueda descubrir mañana. —¿Tan malas obras te hago, Sancho —respondió don Quijote—, que me quieras ver muerto con tanta brevedad? —No es por eso —respondió Sancho—, sino que soy enemigo de guardar mucho las cosas, y no me gustaría que se me pudriesen de tanto guardarlas. —Sea lo que sea —dijo don Quijote—, que más fío de tu amor y de tu cortesía; y así, debes saber que esta noche me ha sucedido una de las más extrañas aventuras que no te puedes imaginar. Por contártela en breve, fíjate que vino a verme la hija del señor de este castillo, que es la más apuesta y hermosa señorita que se puede encontrar en el planeta. ¿Qué te podría decir del adorno de su persona? ¿Qué de su inteligencia? ¿Qué de otras cosas ocultas, que, por guardar la fe que debo a mi señora Dulcinea del Toboso, no te puedo confesar? Solo te quiero decir, que agradezco el cielo

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Capítulo quinto

por tanta felicidad. A no ser, y quizá esto sea lo más cierto, que, como te tengo dicho, sea esto un castillo encantado. Pues, cuando yo estaba con ella en dulcísimas y amorosísimas conversaciones, sin verla ni saber de dónde salía, vino una mano pegada a algún brazo de algún descomunal gigante, y me asentó un puñetazo en la mandíbula , tal que las tengo todas bañadas en sangre, y después me golpeó de tal forma que estoy peor que ayer cuando los gallegos, que, por culpa de Rocinante, nos hicieron la ofensa que sabes. Deduzco, pues, que el tesoro de la hermosura de esta señorita le debe de guardar algún encantado moro, y no debe de ser para mí. —Ni para mí tampoco —respondió Sancho—, porque más de cuatrocientos moros me han golpeado a mí. Pero dígame, señor, ¿cómo llama a esta buena y rara aventura, habiendo quedado de ella cual quedamos? Menos mal, pues que usted tuvo en sus manos aquella incomparable hermosura que ha dicho. Pero yo, ¿qué tuve sino los mayores golpes que pienso recibir en toda mi vida? ¡Pobre de mí y de la madre que me parió, que no soy caballero andante, ni lo pienso ser jamás, y de todas las desgracias me cabe la mayor parte! —Luego ¿también estás tú golpeado?—respondió don Quijote. —¿No le he dicho que sí, pese a mi linaje? —dijo Sancho. —No tengas pena, amigo —dijo don Quijote—; que yo haré ahora el bálsamo1 precioso, con que sanaremos rápidamente. Acabó en esto de encender el candil2 un cuadrillero3, y entró a ver el que pensaba que era muerto, y, así como le vio entrar Sancho, viéndole venir en camisa y con su paño a la cabeza y candil en la mano y con una muy mala cara, preguntó a su amo:

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Liquido hecho de sustancias medicinales que se aplica sobre la piel para curar heridas. Los bálsamos eran medicamentos tópicos muy usados durante el Renacimiento. El candil era un recipiente lleno de aceite con una mecha sumergida en él que servía para alumbrar habitaciones. Miembro de la Santa Hermandad, suerte de policía de la época.

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—Señor, ¿si será este el moro encantado que nos vuelve a castigar? —No puede ser el moro —respondió don Quijote—, porque los encantados no se dejan ver de nadie. —Si no se dejan ver, se dejan sentir —dijo Sancho. —Pero no es bastante indicio para creer que este que se ve sea el encantado moro —respondió don Quijote. Llegó el cuadrillero, y como los encontró hablando con tanta calma quedó desconcertado. La verdad es que don Quijote estaba boca arriba sin poder moverse, porque le dolía todo el cuerpo. Se acercó el cuadrillero y le dijo: —Pues ¿cómo va buen hombre? —Si yo fuera usted —respondió don Quijote— hablaría como hombre bien educado. ¿Así se habla en esta tierra a los caballeros andantes, tonto?

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Capítulo quinto

El cuadrillero ofendido por un hombre de tan mal aspecto no lo pudo sufrir y, alzando el candil con todo su aceite, dio a don Quijote con él en la cabeza de tal forma que le dejó muy descalabrado; y, como todo quedó a oscuras, salió después y Sancho Panza dijo: —Sin duda, señor, que este es el moro encantado, y debe de guardar el tesoro para otros, y para nosotros solo guarda los puñetazos y los candilazos4. Así es, respondió don Quijote, y no hay que hacer caso de estas cosas de encantamientos, ni para qué enfadarse con ellas. De hecho, son invisibles y fantásticos, no tendremos de quién vengarnos, aunque más lo busquemos. Levántate, Sancho, si puedes, y llama al gobernador de este castillo , y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romero para hacer el bálsamo, que de verdad lo necesito ahora, porque se me va mucha sangre de la herida que esta fantasma me ha hecho. 4

Golpe que se da con un candil

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Se levantó Sancho con mucho dolor de sus huesos, y fue a oscuras donde estaba el ventero, y encontrándose con el cuadrillero, que estaba escuchando qué hacía su enemigo, le dijo: —Señor, quien quiera que seáis, tened compasión, ayudadnos con un poco de romero, aceite, sal y vino, que es menester para curar uno de los mejores caballeros andantes que hay en la tierra, el cual yace en aquella cama mal herido por las manos del encantado moro que está en esta venta. Cuando el cuadrillero oyó esto, le tuvo por hombre loco. Y, porque ya comenzaba a amanecer, abrió la puerta de la venta, y, llamando al ventero, le dijo lo que aquel buen hombre quería. El ventero le proveyó de cuanto quiso, y Sancho se lo llevó a Don Quijote, que estaba con las manos en la cabeza quejándose del dolor del candilazo, que no le había hecho más mal que levantarle dos chichones algo crecidos, y lo que él pensaba que era sangre, no era sino sudor que sudaba con la congoja de la pasada tormenta. Finalmente, tomó los ingredientes, con los cuales hizo un compuesto, mezclándolos todos y cociéndolos un buen momento, hasta que le pareció que estaban en su punto. Pidió luego un frasco para echarlo, y, como no la vio en la venta, se resolvió de ponerlo en una aceitera de hoja de lata, que el ventero le dio gratis. Y luego dijo sobre la aceitera más de ochenta padrenuestros y otras tantas Ave Marías, Salves y Credos, y a cada palabra acompañaba una cruz a modo de bendición. Todo eso en presencia de Sancho, el ventero y cuadrillero. Hecho esto, quiso él mismo hacer luego la experiencia de la virtud de aquel precioso bálsamo que él se imaginaba. Y así, se bebió, de lo que no pudo caber en la aceitera, y quedaba en la olla donde se había cocido, casi un litro; y, apenas lo acabó de beber, cuando comenzó a vomitar de manera que no le quedó cosa en el estómago. Con las ansias y agitación del vómito le dio un sudor abundante, por lo cual mandó que lo arropasen y le dejasen solo. Lo hicieron así, y se quedó dormido más de tres horas, al cabo de las cuales despertó. Se sintió tan aliviado del cuerpo que pensaba que

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Capítulo quinto

se había sanado, y verdaderamente creyó que había acertado con el bálsamo de Fierabrás5, y que con aquel remedio podía atacar y combatir desde allí adelante sin temor alguno cualesquiera riñas, batallas y pendencias, por peligrosas que fuesen. Sancho Panza, que también tuvo a milagro la mejoría de su amo, le rogó que le diese a él lo que quedaba en la olla, que no era poca cantidad. Se lo concedió don Quijote, y él tomándola a dos manos con buena fe y mejor talante, dio in buen trago y bebió poco menos que su amo. Ocurrió que el estómago del pobre Sancho no debía de ser tan delicado como el de su amo, así que primero empezó a vomitar, le dieron tantas náuseas con tantos sudores y desmayos, que él pensó verdaderamente que iba a morir. Viéndose tan afligido y acongojado, maldecía el bálsamo y el ladrón que se lo había dado. Entonces don Quijote le dijo: —Yo creo, Sancho, que todo este mal te viene de no ser armado caballero; porque tengo para mí que este licor no debe de aprovechar a los que no lo son. —Si eso sabía usted —replicó Sancho—, ¿por qué me dejó beberlo? En esto hizo su operación el brebaje y comenzó el pobre escudero a desaguarse por ambos canales, la boca y el ano, con tanta prisa que la estera de enea sobre el cual se había vuelto a echar, ni la manta de angeo con que se cubría le fueron útiles. Sudaba tan abundantemente que no solamente él, sino todos pensaban que iba a morir. Le duró esta borrasca y mala andanza casi dos horas, al cabo de las cuales no quedó como su amo, sino tan molido y quebrantado, que no se podía poner de pie. Pero don Quijote, que, como se ha dicho, se sintió aliviado y sano, quiso ir luego a buscar aventuras, pareciéndole que todo el tiempo 5

El bálsamo de Fierabrás pertenece al conjunto de remedios mágicos de la literatura caballeresca medieval.

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que allí se tardaba era quitársele al mundo y a los necesitados su favor y su protección. Con la seguridad y confianza que llevaba en su bálsamo, y así forzado de este deseo, él mismo preparó a Rocinante y al jumento de su escudero, a quien también ayudó a vestir y subir en el asno. Se Puso luego a caballo y, llegando a un rincón de la venta tomó un lanzón que allí estaba para que le sirviese de lanza. Le miraban todos los que estaban en la venta, más de veinte personas; Le miraba también la hija del ventero; y él tampoco quitaba los ojos de ella. De vez en cuando arrojaba un suspiro, que parecía que le arrancaba de lo profundo de sus entrañas y todos pensaban que debía de ser del dolor que sentía en las costillas; a lo menos aquellos que la noche antes le habían visto golpear. Cuando estuvieron los dos a caballo, fueron a la puerta de la venta, llamó al ventero, y con voz muy reposada y grave le dijo:

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Capítulo quinto

—Muchas y muy grandes son las mercedes, señor gobernador, que en vuestro castillo he recibido, y quedo obligadísimo a agradecéroslas todos los días de mi vida. Si os las puedo pagar vengándoos de algún soberbio que os haya hecho alguna ofensa, sabed que mi oficio no es otro sino valer a los que poco pueden y vengar a los que reciben ofensas, y castigar traiciones. Recorred vuestra memoria, y, si os acordáis de alguna cosa de este tipo que confiarme, solo hay que decírmelo, que yo os prometo, por la orden de caballería que recibí, de haceros satisfecho y pagado a toda vuestra voluntad. El ventero le respondió con la misma calma: —Señor caballero, yo no tengo necesidad de que usted me vengue ninguna ofensa, porque yo sé tomar la venganza que me parece, cuando se me hacen. Solo necesito que usted me pague el gasto que esta noche ha hecho en la venta, así de la paja y cebada de sus dos bestias, como de la cena y camas. —A ver ¿venta es esta?—replicó don Quijote. —Y muy honrada —respondió el ventero. —Engañado he vivido hasta aquí —respondió don Quijote—; que en verdad que pensé que era castillo, y no malo; pero, pues es así que no es castillo, sino venta, lo que se podrá hacer por ahora es que perdonéis por la paga; que yo no puedo actuar en contra de la orden de los caballeros andantes, de los cuales sé cierto, sin que hasta ahora haya leído cosa en contrario, que jamás pagaron posada ni otra cosa en venta donde estuviesen, porque se les debe de fuero y de derecho cualquier buen acogimiento que se les haga, en pago del insufrible trabajo que padecen buscando las aventuras de noche y de día, en invierno y en verano, a pie y a caballo, con sed y con hambre, con calor y con frío, sujetos a todas las inclemencias del cielo y a todos los incómodos de la tierra. —Poco tengo yo que ver con eso —respondió el ventero—; págueme lo que me debe, y dejémonos de cuentos ni de caballerías; que yo no tengo cuenta con otra cosa que con cobrar mi hacienda.

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—Es usted un mal ventero —respondió don Quijote—. Y, poniendo piernas al Rocinante y terciando su lanzón, se salió de la venta sin que nadie le detuviese, y, sin mirar si le seguía su escudero, se alejó un buen trecho. El ventero que le vio ir sin pagar, acudió a cobrar de Sancho Panza, el cual dijo que, como su señor no había querido pagar, tampoco él pagaría, porque, siendo él escudero de caballero andante, la misma regla y razón corría por él como por su amo en no pagar cosa alguna en los mesones y ventas. No le gustó nada esto al ventero quien le amenazó que, si no le pagaba, que lo cobraría a la fuerza. A lo cual Sancho respondió que, por la ley de caballería que su amo había recibido, no pagaría un solo duro aunque le costase la vida, porque no había de perder por él la buena y antigua costumbre de los caballeros andantes ni se habían de quejar de él los escuderos de los tales que estaban por venir al mundo, reprochándole el quebrantamiento de tan justo fuero. Quiso la mala suerte del desdichado Sancho que entre la gente que estaba en la venta se encontraran cuatro tejedores de Segovia, tres fabricantes de agujas del Potro de Córdoba y dos vecinos de la Feria de Sevilla, gente alegre, bien intencionada, maleante y juguetona; los cuales, casi como instigados y movidos de un mismo espíritu, se llegaron a Sancho. Le hicieron bajar del asno, uno de ellos entró por la manta de la cama del huésped, y, echándole en ella, alzaron los ojos y vieron que el techo era algo más bajo de lo que necesitaban para su obra, y determinaron salirse al corral, que tenía por límite el cielo. Y allí, puesto Sancho en mitad de la manta, comenzaron a levantarla en alto y a holgarse con él, como un perro de carnaval. Las voces que daban el miserable manteado fueron tantas, que llegaron a los oídos de su amo. Este último se detuvo para escuchar atentamente, y creyó que alguna nueva aventura le venía, hasta que claramente conoció que el que gritaba era su escudero; y, volviendo las riendas, con un dificultoso galope llegó a la venta. Al encontrarla cerrada, la rodeó por ver si había por donde entrar. Pero no hubo entrado a las paredes del corral, que no eran muy altas, cuando vio el mal juego que se le hacía a su escudero. Le vio bajar y subir por el

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Capítulo quinto

aire, con tanta gracia y presteza que, si la cólera le dejara, tengo para mí que hubiera reído. Intentó subir desde el caballo a las bardas; pero estaba tan molido y quebrantado, que aún bajarse no pudo. Así que, desde encima del caballo, comenzó a decir tantos insultos a los que a Sancho manteaban, que no es posible escribirlos. Pero no por esto cesaban ellos de su risa y de su obra, ni el volador Sancho dejaba sus quejas, mezcladas ya con amenazas, ya con ruegos; mas todo eso de poco sirvió, hasta que de puro cansados le dejaron. Hicieron venir su asno, y le subieron encima, le arroparon con su gabán6. Y a la compasiva de Maritornes, viéndole tan fatigado, le pareció ser bien socorrerle con un jarro de agua. Y así, se le trajo del pozo por ser más frío; lo tomó Sancho y, llevándolo a la boca, se paró a las voces que su amo le daba, diciendo: —¡Hijo Sancho, no bebas agua! ¡Hijo, no la bebas, que te matará! ¿Ves? Aquí tengo el santísimo bálsamo —y le enseñaba la botella del brebaje—, que con dos gotas de esto sanarás sin duda. A estas voces volvió Sancho los ojos como de través, y dijo con otras mayores: —Por casualidad ¿usted habrá olvidado que yo no soy caballero, o quiere que acabe de vomitar las entrañas que me quedaron de anoche? ¡Guárdese su licor con todos los diablos, y déjeme a mí! En cuanto acabó de decir esto, comenzó a beber; pero como al primer trago vio que era agua, no quiso beber más, y rogó a Maritornes que se le trajera de vino, y así lo hizo ella de muy buena voluntad, y lo pagó de su mismo dinero, porque, en efecto, se dice de ella que, aunque estaba en aquel trato, tenía unas sombras y lejos de cristiana. Así como bebió Sancho, arreó a su asno, y abriéndole la puerta de la venta de par en par, se salió de allí, muy contento de no haber pagado nada y de haber salido con su intención, aunque había sido a costa de sus acostumbrados fiadores, que eran sus espaldas.

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Vestido masculino largo que cubre el cuerpo hasta debajo de las rodillas que sirve para protegerse del frio.

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Verdad es que el ventero se quedó con sus alforjas en pago de lo que se le debía; pero Sancho no las echó de menos, según salió turbado. Quiso el ventero atrancar bien la puerta así como le vio fuera; pero no lo consintieron los manteadores, que era gente que, aunque don Quijote fuera verdaderamente de los caballeros andantes de la Tabla Redonda, no le estimaran de ninguna manera.

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Capítulo sexto: De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo, y de la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, con otros acontecimientos famosos

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—Señor mío —dijo Sancho—, pienso que esta sucesión de desgracias que vivimos es la consecuencia del pecado que cometió contra las reglas de la orden de caballería. Usted no ha respetado su juramento de comer con sobriedad y no retozar. Además, no ha cumplido otras promesas entre las cuales la de separarse del pesado y ridículo casco que solían llevar los antiguos caballeros. —Es cierto Sancho —dijo don Quijote—. Pero, para decirte verdad, ya no me acordaba de este juramento. Tú eres también responsable porque no me lo has recordado a tiempo. Voy a corregir mi error que todo puede arreglarse en la orden de la caballería. —Pues, señor mío, yo no hice ningún juramento. —No importa que no hayas jurado —dijo don Quijote—. Basta con que tengas tratos con quien lo hiciera, y sea como fuere lo mejor es buscar un remedio.

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Capítulo sexto

—Pues si es así —dijo Sancho—, haga todo lo posible para no olvidar lo del juramento. En efecto, es posible que los fantasmas vuelvan otra vez a divertirse conmigo, y con usted también si sigue en este pecado. Seguían conversando cuando anocheció en medio del camino, sin saber dónde estaban. Además se encontraban sin comida. Y para confirmar esta serie de desventuras, vivieron otro acontecimiento parecido. A pesar de una oscuridad total, continuaban caminando esperando que, a unos metros de distancia, se pudiera encontrar una carretera principal. El amo y su escudero, hambrientos, notaron que avanzaba hacia ellos una gran multitud de lumbres como estrellas que se desplazaban. Frente a este espectáculo, Sancho y don Quijote se detuvieron para saber lo que eran exactamente esas lumbres. Muy inquieto, Sancho se puso a temblar mientras que a don Quijote le erizaron los cabellos de la cabeza. Para animarse le dijo a su escudero: —¡Mira Sancho! Es una aventura grandísima y peligrosísima. Creo que es una oportunidad para mostrar mi valentía. —¡Desdichado de mí! —respondió Sancho—. ¿Por si acaso fuera otra vez la aventura de los fantasmas, qué podría hacer yo? —Yo no permitiré que cualquier fantasma se acerque a ti — dijo don Quijote—. Si la vez pasada los fantasmas se burlaron de ti, fue porque no pude saltar las paredes del corral. Hoy no hay obstáculo, de tal manera que podré utilizar mi espada sin dificultad. —Pues no veo ninguna diferencia entre las circunstancias de la vez pasada y hoy —dijo Sancho. —A pesar de todo —replicó don Quijote—, te ruego, Sancho, que tengas buen ánimo. La experiencia te ayudará a tener ánimo como yo. —Tendré ánimo si Dios quiere —respondió Sancho—.

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Y apartándose los dos a un lado del camino, miraban atentamente esas lumbres que se desplazaban para saber lo que eran exactamente. Vieron hombres vestidos con camisas blancas, lo que desanimó a Sancho que comenzó a temblar. El miedo se volvió más grande cuando notó que había hasta veinte hombres, todos a caballos con grandes velas encendidas en la mano. Detrás de ellos, venía una litera seguida de seis hombres enlutados1 montando mulos2 Los hombres sobre sus mulos murmuraban entre ellos. Esta visión nocturna en un lugar deshabitado, era suficiente para aumentar el miedo del escudero. En cuanto a su amo, empezó a imaginar que era una aventura parecida a las que había leído en sus libros. Para él se trataba de vengar a la persona que se encontraba en la litera, que según él era un caballero herido o muerto. Se puso en el camino por donde debía pasar la comitiva y dijo en voz alta: 1

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Enlutado viene del verbo enlutar que significa vestir de luto en señal de dolor por la muerte de un familiar. Un mulo es un animal doméstico de carga que servía antiguamente de transporte de personas y mercancías.

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Capítulo sexto

—Deteneos, caballeros. ¿Quiénes sois? ¿De dónde venís? ¿Adónde vais? ¿Qué hay en esta litera? Tengo que saber lo que habéis hecho y así sabré si debo castigaros o vengaros. —Tenemos prisa —respondió uno de los hombres de los mulos—, y la próxima aldea está lejos, por eso no podemos explicarle lo que quiere saber. El hombre avanzó con su mulo pero don Quijote se opuso y tomó de nuevo la palabra: —Deteneos y no sed insolentes. Contestad a mis preguntas, o en caso contrario os voy a librar batalla. Asustado por el gesto de don Quijote, el mulo del encamisado levantó los pies de tal manera que su dueño se cayó al suelo. Un joven, viendo al hombre caerse, empezó a insultar a don Quijote que se puso nervioso. En su ira, atacó a uno de los enlutados que se cayó con

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una herida grave. Luego, se dirigió hacia los demás para combatirles también. Todos los encamisados, asustados y sin armas abandonaron muy pronto el combate. Los enlutados en sus faldas y sus sotanas no podían moverse, lo que permitió a don Quijote darles una paliza. Para estos hombres, don Quijote no era un hombre sino el diablo que vino del infierno para apropiarse del cuerpo muerto que transportaban. Sancho veía el espectáculo producido por su amo y le admiraba. Se decían a sí mismo: —De verdad, mi amo es valiente y tiene fuerza como él mismo lo dice. El primer encamisado que se cayó con su mulo tenía su vela encendida cerca de él. Tomándola, don Quijote le iluminó la cara, le amenazó con su lanza y exigió que se rindiera o si no lo mataría. El hombre le dijo: —Me rindo ya que no puedo moverme a causa de mi pierna que está rota. Señor, si usted es cristiano, le suplico que no me mate porque cometería usted un sacrilegio. En efecto soy un sacerdote. —Si usted es hombre de Iglesia, ¿qué diablo le condujo por aquí? —¿Quién señor? —replicó el hombre caído—: mi desventura. —Pues si usted no contesta a mis preguntas, otra desventura peor le va a suceder —amenazó don Quijote. —¡Calma señor! —contestó el sacerdote. Me llamo Alonso López y soy sacerdote. Soy de Alcobendas. Venimos de la ciudad de Baeza con otros once sacerdotes que son los que huyeron con sus velas. Vamos a Segovia que es la ciudad natal del muerto que acompañamos. El hombre se murió en Baeza y vamos a Segovia para su entierro3. —Y ¿quién lo mató? —preguntó don Quijote—. 3 Un entierro es la acción de enterrar a un cadáver.

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Capítulo sexto

—Murió de enfermedad, respondió el sacerdote. —En este caso ya no es una obligación para mí vengar su muerte —dijo don Quijote—. Yo soy, vuestra reverencia, un caballero de La Mancha llamado don Quijote. Mi trabajo consiste en andar por el mundo para reparar los daños y deshacer las ofensas. —Dudo de lo que usted repare los daños —dijo el sacerdote— ya que por su causa tengo la pierna dañada para el resto de mi vida. En cuanto a lo de deshacer las ofensas, usted me ha ofendido de tal manera que lo estaré para siempre, y mi desgracia fue la de encontrarle a usted que está en búsqueda de aventuras. —Todo lo que pasa no pasa de la misma manera. Si usted y sus compañeros no hubiesen venido de noche vestidos así y con velas encendidas como si vinieran de otro mundo, no me hubiera sentido obligado de atacaros. —Si es mi destino —dijo el sacerdote—, le suplico señor caballero andante (que tan mala andanza me ha dado), me ayude a salir de debajo de este mulo que mantiene mi pierna entre el estribo y la silla. —Pero ¿cuándo pensaba usted hablarme de su sufrimiento? — dijo don Quijote—.

Llamó a Sancho que tardaba en venir porque buscaba comida en lo que abandonaron los sacerdotes. Cuando llegó, ayudó a su amo a sacar al sacerdote de la opresión del mulo. Una vez sentado en su mulo, don Quijote le dio la vela y le invitó a unirse con sus compañeros y pedirles perdón de su parte. Sancho añadió esto: —Si vuestros compañeros quieren saber quién es el hombre valeroso que les combatió, dígales que es el célebre don Quijote de La Mancha también conocido como el Caballero de la Triste Figura.

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Así se fue el sacerdote y don Quijote le preguntó a Sancho por qué lo ha llamado así. —Lo que motivó este nombre —dijo Sancho—, fue cuando observé su figura a través de la luz de la vela de aquel cojo: era la figura más triste que nunca he visto, y creo que la causa de esta cara es el cansancio de su combate o la falta de muelas. —No es eso —respondió don Quijote—, sino que al sabio que contará la historia de heroísmo le habrá parecido bien que tenga un nombre apelativo, como fue el caso de los caballeros pasados: el Caballero de la Ardiente Espada o del Unicornio o de las Doncellas o del Ave Fénix o el Caballero del Grifo o el de la Muerte. Todos aquellos nombres eran conocidos en todo el mundo. Por eso digo que es este sabio que te inspiró este nombre de Caballero de la Triste Figura, y para que me corresponda tal nombre, es necesario pintarme con una figura muy triste.

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Capítulo sexto

—Pintarle es gastar tiempo y dinero —dijo Sancho—. Basta con mostrar esta figura triste a todas las personas que le miran de tal manera que ellas mismas le llamen el de la Triste Figura. Y su figura triste a causa del hambre y la falta de muelas, hará que el hecho de no tener retrato se comprenderá. La respuesta de Sancho hizo reír a don Quijote que mantuvo su idea de pintarse la cara para justificar este nombre de Caballero de la Triste Figura. Don Quijote deseaba ir a ver si el cuerpo que llevaban los sacerdotes era verdaderamente un muerto pero Sancho se opuso a tal idea diciéndole: —Señor, usted ha acabado esta peligrosa aventura con honor y valentía. Es normal que sus adversarios vencidos por sólo un hombre y llenos de vergüenza vengan de nuevo para juzgarle. Lo mejor es retirarnos ya que tenemos hambre, y como dice el refrán, que se vaya el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza4. Y avanzando con su asno, invitó a su amo a seguirle, lo que éste hizo sin hablar. Y caminando entre dos montañuelas descubrieron un espacioso y discreto valle. En este valle, Sancho y su amo, tendidos sobre la hierba verde, comieron la comida abandonada por los sacerdotes en su huida. Pero se presentó otro infortunio a ellos: si tenían comida, en cambio no tenían vino ni agua que beber. Veremos la continuación de este infortunio en otras aventuras del valeroso caballero don Quijote de la Mancha.

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«El muerto al hoyo y el vivo al bollo» es la forma actual de este refrán.

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Capítulo séptimo: De la más extraordinaria aventura peligrosamente realizada por un famoso caballero en el mundo, como la que realizó el valeroso don Quijote de la Mancha

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—No es posible, señor mío, estas hierbas indican que cerca de aquí debe de haber una fuente o un arroyo que las humedece. Así que vendría bien ir un poco adelante a ver si encontramos donde aliviar esta terrible sed que nos fatiga, y que de verdad nos causa más pena que el hambre.

El consejo le pareció bien a don Quijote y tomó de la rienda a Rocinante su caballo. Por su parte, Sancho tomó el cabestro a su asno y lo cargó con el resto de la cena. Comenzaron a subir difícilmente por el prado, pues la oscuridad de la noche no les permitía ver nada. Pero apenas hubieron hecho doscientos pasos, oyeron un gran ruido de agua parecido al de unas grandes cascadas. Los alegró mucho el ruido. Al pararse a escuchar de dónde procedía, oyeron otro gran ruido que les quitó la alegría del agua, especialmente a Sancho que tenía naturalmente mucho miedo y era poco valiente. Oyeron que daban unos golpes al unísono, mezclados con cierto crujir de hierros y cadenas, que, acompañados del ruido terrible del agua dieron miedo a todos, excepto a don Quijote. Era la noche oscura, como se ha dicho, y ellos lograron entrar entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas por un suave viento, hacían un temeroso y apacible ruido, de manera que la soledad, el sitio, la oscuridad, el ruido del agua y el susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto; y sobre todo al ver que ni los golpes cesaban, ni el viento se calmaba, ni la mañana llegaba, añadido a todo esto el hecho de no saber exactamente dónde estaban. Pero don Quijote, con su intrépido corazón, saltó sobre Rocinante y asiendo su escudo, sacó su lanza grande y dijo: —Sancho amigo, debes saber que yo nací por la voluntad del cielo en esta edad de hierro para resucitar en ella la edad de oro, o la dorada, como suele llamarse. A mí y para mí están reservados los peligros, las grandes acciones, los valerosos hechos. Yo soy, lo repito, el que debe resucitar los caballeros de la Tabla Redonda, los Doce de Francia y los Nueve de la Fama. Yo soy el que debe hacer que la humanidad se olvide de los Platires, los Tablantes, los Olivantes y Tirantes, los Febos y Belianises, con toda la banda

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Capítulo séptimo

armada de los famosos caballeros andantes del pasado, haciendo en el presente tales grandezas, extrañezas y hechos de armas, que hagan olvidar todo lo que ellos hicieron. Escúchame bien, fiel y leal escudero mío, las tinieblas de esta noche, su extraño silencio, el sordo y confuso ruido de estos árboles, el temeroso ruido de aquella agua que hemos venido a buscar y parece caer desde los altos montes de la luna, y aquellos incesantes golpes que nos hieren y dañan los oídos; todas estas cosas, y cada una por sí, son suficientes para provocar miedo, temor y espanto hasta en el corazón de Marte, cuanto más en una persona no acostumbrada a semejantes acontecimientos y aventuras. Pues todo esto que te describo son estímulos y despertadores de mi ánimo, que ya hace que el corazón me late en el pecho con el deseo de enfrentar esta aventura, a pesar de la gran dificultad. Así que prepara bien a Rocinante y, con Dios, espérame aquí durante solo tres días. Si no vuelvo a los tres días, puedes regresar a nuestra aldea, y desde allí, para hacerme un gran favor, irás al Toboso a decir a mi incomparable señora Dulcinea que su caballero murió cumpliendo cosas que le hiciesen digno de poder llamarse su caballero. Cuando Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó a llorar con la mayor ternura del mundo y a decirle: —Señor, yo no sé por qué quiere usted emprender tan temerosa aventura; ahora es de noche, aquí no nos ve nadie, podemos simplemente desviar el camino y evitar el peligro, aunque no bebamos durante tres días. Ya que no hay quien nos vea, nadie nos tratará de cobardes. Por lo que yo he oído muchas veces predicar al cura de nuestro pueblo, que usted conoce muy bien, quien busca el peligro, en él se muere; así que no está bien tentar a Dios iniciando tan terrible aventura, de la que no se puede escapar sino por milagro […]. Y si todo esto no mueve ni ablanda su duro corazón, piense usted apenas se haya alejado de aquí yo, de miedo, caigo muerto. Yo salí de mi tierra y dejé hijos y mujer para servirle, creyendo ganar más; pero como la codicia rompe el saco, a mí me está quitando las esperanzas, porque cuando más

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a punto estaba de alcanzar aquella negra y desafortunada ínsula que tantas veces usted me ha prometido, veo que, a cambio de ella, me quiere abandonar ahora en un sitio tan apartado de la presencia humana. ¡Por Dios, señor mío, no me haga tal injusticia! Y si a pesar de todo usted no quiere renunciar a esta aventura, por lo menos déjela hasta mañana. Según lo que a mí me muestra la ciencia que aprendí cuando era pastor1, quedan menos de tres horas para amanecer. —Falte lo que falte —respondió don Quijote—, que jamás se diga un día de mí, que lágrimas y ruegos me impidieron hacer lo que debía como caballero. Entonces te ruego, Sancho, callarte, que Dios que me ha puesto en corazón de cumplir ahora esta inédita y bellísima aventura, se encargará de velar por mi salud, y de consolar tu tristeza. Lo único que debes hacer es preparar

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Sancho era pastor antes de empezar a acompañar a don Quijote en sus aventuras como escudero.

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Capítulo séptimo

bien a Rocinante y quedarte aquí. Vivo o muerto, yo daré una vuelta rápida. Sancho, al ver la firme resolución de su amo, y lo poco que valían con él sus lágrimas, consejos y ruegos, decidió aprovechar su tarea para, en la medida de sus posibilidades, hacerle esperar hasta el día. Así, cuando apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y sin que se notara, ató con el cabestro de su asno ambos pies a Rocinante, de manera que, cuando don Quijote se quiso ir, no pudo, porque el caballo no podía moverse sino a saltos. Viendo Sancho Panza el éxito de su estrategia, dijo: —Mire, señor, conmovido de mis lágrimas y plegarias, el cielo ha ordenado que no se pueda mover Rocinante y; si quiere usted obstinarse, va a enojar a la suerte. Se desesperaba don Quijote con esto y, por más que ponía las piernas al caballo, menos le podía mover; y, sin darse cuenta de la ligadura, tuvo que calmarse y esperar, o a que amaneciese, o a que Rocinante se moviese, creyendo, sin duda, que aquello venía de otra parte que de la obra de Sancho. Y así le dijo: —Pues así es, Sancho, que Rocinante no puede moverse. Estoy contento de esperar a que amanezca, aunque sienta que tarde tanto. —No hay que llorar —respondió Sancho—, yo le entretendré a usted contando cuentos hasta el amanecer, si no quiere bajar del caballo y dormir un poco sobre la hierba verde destinada a los caballeros andantes, para estar más descansado cuando llegue el día y listo para cumplir la descomunal aventura que le espera. —¿A qué viene que llames bajar del caballo o a dormir? —dijo don Quijote—. ¿Soy yo de aquellos caballeros que descansan en los peligros? Duerme tú, que naciste para dormir, o haz lo que quieras, yo haré lo que más conviene a mi pretensión. —No se enoje usted, señor mío —respondió Sancho—, que no lo dije por enojarle2. 2

Enojarse : enfadarse.

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Y, llegando a él, puso una mano en el arzón delantero y la otra en el otro, de modo que quedó pegado al muslo izquierdo de su amo, sin atreverse a apartarse de él un dedo: tal era el miedo que tenía a los golpes que todavía sonaban alternativamente. Le dijo don Quijote que contase algún cuento para entretenerle, como se lo había prometido, a lo que Sancho respondió que lo haría en cuanto le dejara el temor de los ruidos que oía. —Pero a pesar de todo eso, yo me esforzaré en contar una historia que, si consigo contarla y no me lo impiden, es la mejor de las historias. Así que esté atento, por favor, que ya comienzo: “Erase que se era, el bien para todos, el mal para quien fuera a buscarlo…”. Y sepa, señor mío, que el principio que los ancianos dieron a sus cuentos no era fortuito, era una sentencia de Catón Zonzorino, romano, que dice: “Y el mal para quien fuera a buscarlo”. Viene aquí como anillo al dedo, para que usted se quede tranquilo y no se vaya a buscar el mal a ninguna parte, sino que nos volvamos por otro camino, pues nadie nos fuerza a que sigamos este, donde tantos miedos nos sobresaltan. —Sigue tu cuento, Sancho —dijo don Quijote—, y del camino que hemos de seguir déjalo a mi cuidado. —Digo, pues —prosiguió Sancho—, que en un lugar de Extremadura había un pastor cabrerizo, quiero decir que guardaba cabras, el cual pastor o cabrerizo, como digo, de mi cuento, se llamaba Lope Ruiz, y este Lope Ruiz estaba enamorado de una pastora que se llamaba Torralba, la cual pastora llamada Torralba era hija de un ganadero rico, y este ganadero rico… —Si de esa manera cuentas tu cuento, Sancho —dijo don Quijote—, repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos días; dilo seguidamente y cuéntalo como hombre sensato y, si no, no digas nada. —De la misma manera que yo le cuento —respondió Sancho—, se cuentan en mi tierra todos los cuentos y yo no sé contarlo de

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Capítulo séptimo

otra manera, tampoco está bien que usted me pida que lo haga de una manera nueva. —Cuéntalo como quieras —respondió don Quijote—; ya que la suerte no quiere que deje de escucharte, sigue. —Así que señor mío de mi alma —prosiguió Sancho—, como ya he dicho, este pastor estaba enamorado de Torralba la pastora, que era una chica rolliza, arisca y parecía algo a un hombre, porque tenía unos pocos bigotes, que parece que ahora la veo. —¿La conociste tú luego? —dijo don Quijote. —Yo no la conocí —respondió Sancho—, pero el que me contó este cuento me dijo que era tan cierto y verdadero, que yo podía bien, cuando lo contara a otro, afirmar y jurar que lo había visto todo. Así que, pasando los días, el diablo que no duerme y que todo lo enreda, hizo de manera que el amor que el pastor tenía a la pastora se volviera odio y mala voluntad. La causa fue, según malas lenguas, los celos inaguantables que ella le dio al pastor. De allí el pastor la aborreció tanto que para no volver a verla, decidió alejarse de esa tierra e irse a donde sus ojos jamás la verían. La Torralba que se vio desdeñada de Lope, luego le quiso bien, más que nunca le había querido. —Esa es natural condición de mujeres —dijo don Quijote—: desdeñar a quien las quiere y amar a quien las aborrece; sigue el cuento, Sancho. —Sucedió —dijo Sancho— que el pastor puso su decisión en ejecución y, dirigiendo a sus cabras, caminó por los campos de Extremadura para marcharse a los reinos de Portugal. La Torralba, al saberlo, se fue tras él, y le seguía a pie y descalza desde lejos, con un cayado en la mano y con unas alforjas al cuello, donde llevaba, según se hace habitualmente, un trozo de espejo y un trozo de peine, y no sé qué cosméticos para la cara; pero llevase lo que llevase, que no quiero meterme ahora en averiguarlo, solo diré que dicen que el pastor llegó con su ganado a pasar el río Guadiana, que en aquel momento había crecido y desbordado.

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Además, por la parte por donde llegó no había barca ni barco, ni quien lo pasara a él ni a su ganado a la otra orilla, lo cual le entristeció mucho, pues veía que Torralba se acercaba cada vez más y no quería que le trastornara con sus ruegos y lágrimas. Pero de tanto andar buscando, acabó por ver un pescador que tenía consigo un barco tan pequeño, que solamente podían caber en él una persona y una cabra y, a pesar de todo, le habló y se pusieron de acuerdo para que le pasara a él y a las trescientas cabras que llevaba. Entró el pescador en el barco y pasó una cabra; volvió y pasó otra; tornó a volver, y tornó a pasar otra. Cuente usted las cabras que va pasando el pescador, porque, si se pierde una de la memoria, se acabará el cuento y no será posible contar más palabra de él. Sigo, pues, y digo que el desembarcadero de la otra parte estaba resbaloso y lleno de cieno, y el pescador tardaba mucho tiempo en ir y volver. Con todo eso volvió por otra cabra, luego por otra, y otra… —Di de una vez que las pasó todas —dijo don Quijote—; no andes yendo y viniendo de esa manera, que no acabarás de pasarlas en un año. —¿Cuántas han pasado hasta ahora? —preguntó Sancho —¡Yo qué sé! —respondió don Quijote —He ahí lo que yo dije, que usted contara bien. Pues, por Dios, se acabó el cuento, no hay que seguir. —¿Cómo puede ser? —respondió don Quijote— ¿La esencia de la historia sería saber las cabras que han cruzado, de modo que si no sé cuántas pasaron no puedes seguir la historia? —No, señor, en ninguna manera —respondió Sancho— pero como le pregunté a usted que me dijera cuántas cabras habían pasado y que me respondió que no sabía, de inmediato se me fue de la memoria el resto del cuento. —¿De modo que— dijo don Quijote- la historia es acabada? —Tan acabada como mi madre— dijo Sancho.

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Capítulo séptimo

—Te digo la verdad —respondió don Quijote— que tú has contado una de las más nuevas historias, que nadie pudo pensar en el mundo, y que tal manera de contarla y dejarla, jamás se podría ver ni habrá visto en toda la vida, aunque yo no esperaba otra cosa de tu buen discurso. Pero no me sorprende, pues quizá estos golpes, que no cesan, deben haberte turbado el entendimiento. —Es posible —respondió Sancho—, pero de mi cuento, yo sé que no queda nada que decir, que se acaba allí donde comienza el error de la cuenta del pasaje de las cabras. —Está bien, que acabe donde quieras —dijo don Quijote—, veamos ahora si se puede mover Rocinante. Le volvió a mover las piernas, pero Rocinante volvió a dar saltos y volverse inmóvil por estar bien atado.

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En esto parece que, o por el frío de la mañana que venía, o porque Sancho hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o porque fuera ello algo natural, lo que parece más creíble, tuvo la voluntad y el deseo de hacer lo que otro no podía hacer por él. Pero tenía tanto miedo que no se atrevía a apartarse ni un minuto de su amo. A la vez, le era imposible no hacer lo que tenía en gana; así que lo que hizo fue soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón trasero, de modo que, discretamente y sin ruido alguno, se soltó la lazada corrediza con que los calzones se sostenían, sin ayuda de otra alguna, quitándosela, cayeron hasta sus tobillos. Luego alzó la camisa lo mejor que pudo y echó al aire unas materias fecales que no eran muy pequeñas. Hecho esto, que él pensaba ser lo más difícil para salir de aquel terrible aprieto y angustia, le sobrevino otra mayor, que le pareció que no podía mudarse sin hacer un gran ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en sí todo el aliento que podía. Pero, con todas estas diligencias, fue tan desdichado que acabó por hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que tanto miedo le daba a él. Lo oyó don Quijote, y dijo: —¿Qué ruido es ese, Sancho? —No sé, señor —respondió él— alguna cosa nueva debe ser, pues las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco. Volvió a intentar otra vez, y le salió tan bien que, sin ningún ruido esta vez, se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le daba. Pero, como don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan cerca y pegado a él, que casi los vapores subieron todo recto a sus narices; y apenas subieron, don Quijote se apretó las narices entre los dos dedos y, con un tono algo gangoso, dijo: —Me parece, Sancho, que tienes miedo. —Sí tengo miedo —respondió Sancho—; pero ¿en qué lo nota usted ahora más que antes? —En que hueles ahora más que antes, y no a gloria —respondió don Quijote.

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Capítulo séptimo

—Es posible —dijo Sancho—; pero yo no tengo la culpa, sino usted, que me trae a deshoras y por estos no acostumbrados pasos. —Apártate de unos tres o cuatro metros allá, amigo —dijo don Quijote sin quitarse los dedos de las narices—; y en adelante ten más en cuenta lo que eres y el respeto que me debes, porque de tanto hablar contigo me estás menospreciando. —Apuesto —replicó Sancho— que piensa usted que me estoy considerando igual a mi amo. —Más vale que no sea el caso, amigo Sancho —respondió don Quijote. En esta conversación y otras semejantes pasaron la noche amo y mozo. Pero, al ver Sancho que enseguida venía la mañana, muy discretamente desligó a Rocinante y se ató los calzones. Como Rocinante se vio libre, aunque de él no era nada sorprendente, parece que se resintió y comenzó a dar manotadas, porque corvetas, con perdón suyo, no las sabía hacer. Don Quijote, viendo entonces que ya Rocinante se movía, lo consideró como una buena señal, y creyó que era el momento para cumplir aquella terrible aventura. En esto amaneció y las cosas aparecieron claramente, y vio don Quijote que estaba entre unos árboles altos, que eran castaños, que hacen la sombra muy oscura. También sintió que no cesaban los golpes, pero no vio quién los provocaba. Y así, sin tardar, subió a Rocinante y, despidiéndose de Sancho, le mandó esperar tres días, como ya se lo había dicho antes, y que, si al cabo de esos tres días no hubiese vuelto, considerara que Dios había puesto fin a su vida en aquella peligrosa aventura. Volvió a hablarle del recado y del mensaje que tenía que llevar de su parte a su señora Dulcinea y que, en lo que tocaba a la paga de sus servicios, no se preocupara, porque él ya había dejado hecho su testamento antes de salir de su pueblo, con el salario que le tocaba, proporcional al tiempo de su servicio; pero que si Dios le sacaba de aquel peligro sano y salvo, seguramente podría obtener la prometida ínsula.

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Otra vez volvió Sancho a llorar al oír de nuevo las lastimeras razones de su buen señor, y determinó no dejarle hasta el último trance y fin de aquel negocio. De estas lágrimas y determinación tan honrada de Sancho Panza, deduce el autor de esta historia que debía de ser bien nacido y, por lo menos, un cristiano viejo, cuyo sentimiento enterneció algo a su amo, pero no tanto para que mostrara la menor debilidad. Más bien, disimulando lo mejor que pudo, comenzó a caminar hacia la parte por donde pensaba que venían los ruidos del agua y de los golpes. Le seguía Sancho a pie, llevando, como de costumbre, del cabestro a su jumento, fiel compañero de sus buenas y malas fortunas. Y, después de haber andado un buen momento entre aquellos castaños y árboles sombríos, llegaron a un prado pequeño que estaba al pie de unas altas montañas, de las cuales se precipitaba un grandísimo golpe de agua. Al pie de las montañas, también estaban unas casas mal construidas, que más parecían ruinas de edificios que casas, de entre las cuales advirtieron que salía el ruido y estruendo de aquel golpear que aún no cesaba. Se alborotó Rocinante con el estruendo del agua y de los golpes y, calmándolo don Quijote, se fue llegando poco a poco a las casas, confiándose de todo corazón a su señora, suplicándola que le favoreciera en aquella temerosa jornada y empresa, y, de camino, se confiaba también a Dios, que no le olvidara. Sancho no se alejaba de él, y alargaba cuanto podía el cuello y la vista por entre las piernas de Rocinante, para ver si vería ya lo que tanto miedo y suspenso le daba. Anduvo otros cien pasos cuando, al doblar una esquina, descubrió a las claras la real causa de aquel horrible sonido y espantoso ruido que les había asustado toda la noche. Y eran – si no lo has visto, oh lector, por pesadumbre y enojo- seis mazos o batanes, cuyos golpes alternativos producían aquel estruendo. Cuando don Quijote vio lo que era, se quedó mudo y se enfrió de arriba abajo. Le miró Sancho y vio que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, con muestras de estar confundido. Don Quijote miró

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Capítulo séptimo

también a Sancho y vio que tenía los carrillos hinchados como a punto de reírse, con evidentes señales de querer soltar la risa. Y no pudo su gran melancolía impedir que, a la vista de Sancho, se pusiera a reír él mismo. Como vio Sancho que su amo había comenzado, soltó la risa, de manera que tuvo necesidad de apretarse el vientre con los puños por no reventar riendo. Cuatro veces se calmó, y, otras tantas veces, volvió a su risa con el mismo ímpetu; de lo cual ya se daba al diablo don Quijote, y más cuando le oyó decir como por modo de burla: —«Has de saber, ¡oh, Sancho amigo!, que yo no nací, por la voluntad del cielo, en esta edad del hierro para resucitar en ella la edad del oro. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los valerosos hechos». Y así fue repitiendo todas las palabras y frases que don Quijote dijo cuando oyeron por primera vez los temerosos golpes. Entonces, viendo don Quijote que Sancho se burlaba de él, se enojó tanto que alzó el lanzón y le asentó dos palos, tales que, si en vez de recibirlos en las espaldas los recibiera en la cabeza, quedaría libre de pagarle el salario, si no fuera a sus herederos. Viendo Sancho que sacaba tan malas recompensas de sus burlas, por temor a que su amo volviera a golpearlo, con mucha humildad le dijo: —Cálmese usted, por favor, que por Dios solo me burlo. —Pues porque te burlas, no me burlo yo —respondió don Quijote—. Ven aquí, señor alegre: ¿qué te parece si estos mazos de batán hubieran sido otra cosa peligrosa y no hubiera yo mostrado el ánimo que convenía para acabar con ella? ¿Estoy obligado yo, siendo, como soy, caballero, a conocer y distinguir los sonidos y saber cuáles son los de los mazos o no? Y más, que podría ser, como es verdad, que no los he visto en mi vida, como tú los habrás visto, al ser un pobre campesino, criado y nacido entre ellos. Si no, transforma estos seis mazos en seis gigantes y échamelos a las barbas uno a uno, o todos juntos, y si no los pongo todos patas arriba, haz de mí la burla que quieras.

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—Disculpe, señor mío —replicó Sancho—, que yo confieso que he andado algo risueño en demasía. Pero dígame usted, ahora que estamos en paz (así Dios le saque de todas las aventuras tan sano y salvo como le ha sacado de esta), ¿no ha sido cosa de reír, y lo es de contar, el gran miedo que hemos tenido?; a lo menos el que yo tuve, que de usted ya yo sé que no lo conoce, ni sabe que es temor ni espanto. —No niego yo —respondió don Quijote— que lo que nos ha ocurrido sea cosa digna de risa; pero no es digna de contarse, pues no son todas las personas tan discretas para saber poner las cosas en su punto. —A lo menos —respondió Sancho— supo usted poner en su punto el lanzón, apuntándome a la cabeza y dándome en las espaldas, gracias a Dios y a la diligencia que puse en apartarme. Pero vaya, que todo saldrá bien; que yo he oído decir: «ese te quiere bien, que te hace llorar»; y más, que suelen los principales señores, tras una mala palabra que dicen a un criado, darle luego

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Capítulo séptimo

las calzas, aunque no sé lo que suelen dar tras haberle dado de palos, si ya no es que los caballeros andantes dan, tras palos, ínsulas o reinos en tierra firme. —Lo mismo podría ocurrir —dijo don Quijote—, todo lo que dices es verdad; y perdona lo pasado, pues eres discreto y sabes que no controlan los hombres sus primeros movimientos; y en adelante queda advertido que evites hablar demasiado conmigo. En todos los libros de caballerías que he leído, que son infinitos, jamás he visto que ningún escudero hable tanto con su señor como tú lo haces conmigo. Y en verdad la culpa es a la vez tuya y mía: tuya, en que me estimas en poco; mía, en que no me dejo estimar en más. Sí, que Gandalín, escudero de Amadís de Gaula, fue conde de la ínsula Firme. Y se lee de él que siempre hablaba a su señor con el sombrero en la mano, inclinada la cabeza y doblado el cuerpo. ¿Qué diremos de Gasabal, escudero de don Galaor, que fue tan callado, que para declararnos la excelencia de su maravilloso silencio, solo una vez se menciona su nombre en toda aquella tan grande y maravillosa historia? De todo lo que he dicho debes deducir, Sancho, que es necesario hacer la diferencia entre amo y mozo, entre señor y criado, entre caballero y escudero. Así que, desde hoy en adelante, nos hemos de tratar con más respeto. Las mercedes y beneficios que yo te he prometido llegarán a su tiempo; y, aunque no lleguen, el salario por lo menos no vas a perder, como ya te he dicho. —Está bien todo lo que usted dice —dijo Sancho—, pero me gustaría saber, por si acaso no llegase el tiempo de los beneficios y fuese necesario acudir al de los salarios, cuánto ganaba un escudero de un caballero andante en aquellos tiempos, y si se pagaba por meses, o por días, como para los peones de albañil. —No creo yo —respondió don Quijote— que jamás los escuderos ganaron un salario, sino más bien propiedades. Y, si yo ahora te he señalado a ti en el testamento cerrado que dejé en mi casa, es por lo que podía ocurrir; que aún no sé cómo acabarán estos tan calamitosos tiempos nuestros de la caballería, y no me

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gustaría que por pocas cosas sufriera mi alma en el otro mundo. Porque quiero que sepas, Sancho, que en él no hay estado más peligroso que el de los aventureros. —Así es verdad —–dijo Sancho—, pues solo el ruido de los mazos pudo alborotar y turbar el corazón de un tan valeroso andante aventurero como es usted. Más bien puede estar seguro que, de aquí adelante, no abra yo la boca para hablar de sus cosas, si no es para honrarle como a mi amo y señor natural. —De esta manera —replicó don Quijote—, vivirás sobre la faz de la tierra, porque, después de a los padres, a los amos se ha de respetar como si fueran tus padres también.

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Capítulo octavo: Que trata de cómo don Quijote, Sancho Panza y la hermosa Dorotea decidieron irse al imaginario reino de Micomicón

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H

He aquí como empieza la desgracia de la hermosa Dorotea. Los padres de Dorotea eran vasallos1 de un famoso duque de Andalucía. Dorotea vivía una vida feliz porque sus padres eran labradores y ricos, aunque fueran vasallos de un duque. Tenían ganado, colmenas, producían aceite y vino. Trabajan para el padre de Dorotea capataces, jornaleros y mayorales. Dorotea se dedicaba a leer libros y a tocar instrumentos de música. Don Fernando era el hijo menor del duque, de quien los padres de Dorotea eran vasallos. Don Fernando se enamoró de Dorotea y le hizo declaraciones y promesas de amor. Pero los padres de Dorotea no estaban a favor del casamiento entre don Fernando y su hija por ser muy grande la diferencia de clase social. A pesar de todo, don Fernando y la hermosa Dorotea hicieron desposorio2 en casa de sus padres delante de testigos. He aquí lo que dijo Dorotea: “Con palabras eficacísimas y juramentos extraordinarios me dio la palabra de ser mi marido, puesto que, antes de que se acaba de decirlas, le dije que mirara bien lo que hacía, y que se considera el enojo que su padre había de recibir de verle casado con una chica de clase social inferior. Le dije que no le cegara mi hermosura tal cual era pues nunca los tan desiguales casamientos se gozan, ni duran mucho en aquel gusto con que se comienzan.” A pesar de todas las advertencias que dio Dorotea, don Fernando no quería abandonar su proyecto de casamiento con ella: “Llamé a mi criada para que fuera uno de los testigos de 1

2

En la España de Cervantes, un vasallo es una persona que estaba al servicio de un gran propietario de tierras, llamado un señor feudal, el cual le daba protección a cambio de unos determinados servicios. Un desposorio es una promesa mutua de un futuro casamiento que se hacen dos personas.

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Capítulo octavo

las declaraciones de don Fernando. Don Fernando se volvió a reiterar y confirmar sus juramentos. Se echó mil futuras maldiciones ante los testigos si no cumpliera sus promesas. Se humedecieron sus ojos de lágrimas y me apretó más en sus brazos, de los cuales jamás me habría dejado”. Unas semanas más tarde, hubo rumores que decían que don Fernando se había casado con una hermosísima doncella en una ciudad vecina de donde vivían Dorotea y sus padres. Se dijo que la doncella se llamaba Luscinda, de muy principales padres, aunque no tan rica que por la dote pudiera aspirar a tan noble casamiento. Cuando llegó esta triste noticia a los oídos de Dorotea, quiso salir por las calles publicando la alevosía y traición que le había hecho don Fernando. Llamó a un empleado de su padre para que le acompañara a aquella ciudad donde estaba su enemiga Luscinda. “Acompañada de mi criado, me puse en camino de la ciudad a pie para preguntar a Fernando porque me había traicionado. Llegué en dos días y medio y, entrando por la ciudad, pregunté por la casa de los padres de Luscinda. Al primero a quien hice la pregunta me respondió más de lo que quisiera oír. Me dijo todo lo que había sucedido en el desposorio de Luscinda. La noche que don Fernando se desposó con Luscinda, después de haber dado el sí de ser su esposa, le había dado un fuerte desmayo, porque descubrió un papel escrito de la misma letra de Luscinda, en que decía y declaraba que ella no podía ser la esposa de don Fernando porque lo era de Cardenio, un caballero muy principal de la misma ciudad, y que si había dado el sí a don Fernando, fue por no salir de la desobediencia de sus padres.

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Luscinda quería matarse con un puñal después de haber dado el sí a don Fernando. En esta carta, quería dar las razones de su suicidio. Don Fernando se enfureció porque decía que Luscinda se había burlado y escarnecido de él y la quería a su vez matar pero se opusieron los padres de Luscinda y todos los testigos que estaban en la casa donde tenía lugar el desposorio. Cardenio estaba presente el día del desposorio. Desesperado, salió Cardenio de la ciudad dejando una carta a Luscinda donde expresaba el daño que le hizo Luscinda y donde decía que se iba a un lugar desconocido para esconder su vergüenza. Toda esta historia es muy bien conocida de la gente de aquella ciudad. Dorotea no pudo encontrar a don Fernando. Decidió volver a su casa con su criado. En el camino de vuelta, este criado quiso abusar de ella, pero Dorotea se escapó a las montañas. Desde hace unos meses que salió de la casa de sus padres, éstos la están buscando porque piensan que se enamoró del criado de su padre y que huyeron para vivir en otra ciudad. En su huida y su escondite, encuentra a unos hombres con quienes comparte su historia. Entre aquellos hombres, estaba el famoso Cardenio, un licenciado, un cura y un barbero. —Esta es, señores, la verdadera historia de mi tragedia. Me escondo para no ser hallada de los que me buscan. Sólo os ruego, lo que con facilidad podréis y debéis hacer, que me aconsejéis dónde podré pasar la vida. Sé que mis padres me quieren mucho y que están dispuestos a recibirme en su casa, pero tengo vergüenza de lo que piensan que sucedió entre el criado y yo. Después de contarles su desgracia, su cara mostraba los sentimientos de tristeza que se apoderó de su alma. El cura y Cardenio la escuchaban con mucha compasión y simpatía. Fue Cardenio el primero en tomar la palabra.

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Capítulo octavo

—En fin, señora, que tú eres la hermosa Dorotea, la hija única del rico Clenardo. Dorotea se asombró cuando oyó el nombre de su padre y de ver de qué condición social era Cardenio en realidad. Y así le dijo: —Y ¿quién es usted, señor, que así sabe el nombre de mi padre? Porque yo, hasta ahora, si mal no me acuerdo, en todo el discurso del cuento de mi desdicha no le he nombrado. —Soy el desdichado Cardenio. Esta traición me destrozó la vida y me dejó sin dignidad ninguna. Lo peor de todo es que falto de juicio. Soy la persona que estuvo en casa de don Fernando. Soy el que no tuvo ánimo para ver en qué paraba su desmayo, ni lo que resultaba de la carta que había escrito. Y así, dejé la casa

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y una carta que dejé a un huésped mío, a quien rogué que en manos de Luscinda la pusiera, y me vine a estas soledades con la intención de poner fin a mi vida que desde aquel punto detesté, como mortal enemiga mía. La suerte no ha querido quitarme la vida, solo me quitó el juicio, quizá para que me llegara un día la felicidad de encontrarlo. Pues si es verdad lo que usted ha contado, y creo que lo es, es un señal que el cielo nos ha guardado mejor suceso en nuestros desastres que pensamos. Si se supone que Luscinda no puede casarse con don Fernando, por ser mía, ni don Fernando con ella, por ser suya, y haberlo ella tan manifiestamente declarado, bien podemos esperar que el cielo nos restituya lo que es nuestro. Pues le suplico, señora, que tome otra resolución. Voy, en lo que me concierne a hacer igual, acomodándose a esperar mejor fortuna. Le hago la promesa, por ser caballero y cristiano, de no abandonarla hasta verla en manos de don Fernando. Si don Fernando no quiere reconocer lo que se le debe a usted, podré usar el poder que me concede el ser caballero para enfrentarme con él, sin recordarme de mis prejuicios, cuya venganza dejaré a Dios. Dorotea admiró las palabras de Cardenio y se adhirió totalmente a su propuesta. Para manifestar su aprobación con la idea, quiso besarle los pies a Cardenio, pero éste no aceptó. El licenciado respondió a ambos y aprobó el buen discurso de Cardenio. Les rogó, aconsejó y persuadió que se fueran con él a su aldea, donde se podrían tomar unas cosas que les faltaban, y que allí se darían el objetivo de encontrar donde estaba don Fernando, llevar a Dorotea a sus padres, o hacer lo que más les conviniera. Cardenio y Dorotea se lo agradecieron y aceptaron el favor que se les ofrecía. El barbero3 y el cura que estaban con ellos querían también ayudar a Cardenio y Dorotea en su búsqueda de reparaciones y justicia. El licenciado les contó luego la razón que le había traído en aquel lugar, la extrañeza de la locura de don Quijote, y cómo esperaban a su escu3

Un barbero era una persona cuyo oficio es afeitar, cortar y arreglar el bigote y el pelo de los hombres. Hoy se hablaría de peluquero.

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Capítulo octavo

dero que había ido a buscarle. Se le vino a la memoria a Cardenio, como por sueños, la pelea que don Quijote había tenido, y la contó a los demás sin saber decir exactamente la causa de la pelea. En esto, reconocieron la voz de Sancho Panza, que, por no haberlos hallado en el lugar donde los dejó, los llamaba a gritos. Se fueron a su encuentro, y le preguntaron por don Quijote. Sancho les contó cómo había encontrado a su amo desnudo, en camisa, flaco, y muerto de hambre, suspirando por su señora Dulcinea. Se fue al Toboso donde se quedaba esperando a Dulcinea. Prometió que estaba determinado de no aparecer ante la hermosa Dulcinea sin haber realizado hazañas que le hicieron merecer su aprobación. Y que, si aquello pasaba adelante, corría peligro de no venir a ser emperador, como estaba obligado, ni aun arzobispo, que era lo menos que podía ser: por eso, que se pensara en lo que se había de hacer para sacarle de allí. El licenciado le respondió que no se preocupara, y que ellos sacarían a don Quijote de allí. Contó luego a Cardenio y a Dorotea cual era el plan para resolver el problema de don Quijote, a lo menos para llevarle a su casa. Añadió Dorotea que había leído muchos libros de caballería y sabía bien el estilo que tenían las doncellas cuidadas cuando pedían sus favores a los andantes caballeros. Sacó luego Dorotea de su almohada una falda, una tela verde, un collar y otras joyas con que se adornó de modo que parecía a una rica y gran señora. Les dijo que había traído todo aquello para hacer regalos y que hasta ahora no había tenido ocasión de ofrecer. Sancho quedó admirado y le preguntó al cura con gran admiración quién era

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aquella tan hermosa señora, y qué era lo que buscaba por aquellos lugares lejanos y de difíciles accesos. —Esta hermosa señora —respondió el cura—, hermano Sancho, es la heredera del gran reino de Micomicón. Está en busca de su amo, don Quijote, para pedirle un favor. Quiere que don Quijote le repare un daño que un gigante le hizo. Y como don Quijote tiene una gran fama de buen caballero, esta princesa vino de Guinea a buscar a su amo. —¡Dichosa búsqueda y dichoso hallazgo! —dijo Sancho Panza. Sí, mi amo es tan afortunado. Va a reparar los daños matando a ese gigante de que usted habla. Si lo encuentra y no es fantasma, claro que lo matará. Sin embargo, si es un fantasma, mi señor no podrá nada. Pero le quiero pedir un favor, señor licenciado: que para que a mi amo no le entren ganas de ser arzobispo4, le podría aconsejar luego que se casara con la princesa. Así, quedaría imposibilitado de recibir órdenes arzobispales. De esta manera, se irá fácilmente a su imperio y yo cumpliría mis deseos. No está bien que mi amo sea arzobispo porque yo soy inútil para la Iglesia, pues soy casado con hijos. Así que, señor, todo el plan consiste en que mi amo se case luego con esta señora cuyo nombre desconozco. —Se llama princesa Micomicona, pues lleva el nombre de su reino que es Micomicón —respondió el cura. —No hay duda en eso —respondió Sancho. He visto a muchos tomar el apellido y alcurnia5 del lugar donde nacieron como por ejemplo Pedro de Alcalá, Juan de Úbeda o Diego 4 5

Un arzobispo es un obispo establecido sobre otros obispos. Alcurnia es noble o aristócrata.

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Capítulo octavo

de Valladolid. Así en Guinea, debería de ser igual: toman las reinas los nombres de sus reinos. —Así es —dijo el cura. En cuanto a lo de casarse con vuestro amo, yo haré todo lo que esté en mis poderes. Con eso, Sancho quedó muy satisfecho. El cura se dio cuenta de cómo Sancho y su amo se parecían en el modo de pensar y de reflexionar. Creía en el hecho de que don Quijote llegaría a ser emperador. Entre tanto, Dorotea se subió al mulo del cura, y el barbero se arregló la barba, y dijeron a Sancho que les acompañara a adonde estaba don Quijote. Le aconsejaron a Sancho que si quería que funcionara el plan, debería fingir no conocer al licenciado. Ni el cura ni Cardenio quisieron ir con ellos porque no era menester por entonces su presencia. Y así, los dejaron ir delante, y ellos lo fueron siguiendo a pie poco a poco. No dejó de avisar el cura lo que había de hacer Dorotea, a lo que ella contestó que todo se haría sin faltar un punto, como lo pedían y pintaban los libros de caballería. Después de andar unos kilómetros, encontraron a don Quijote entre unas intrincadas peñas, ya vestido, aunque no armado. Como Dorotea le vio y fue informada por Sancho que aquel era don Quijote, dio el golpe a su caballo, siguiéndole el bien barbado barbero. Y, al llegar junto a él, el escudero se arrojó del mulo y fue a tomar en los brazos a Dorotea. Dorotea bajó del mulo con gran desenvoltura, y se arrodilló ante don Quijote, y, aunque él pugnaba por levantarla, ella, sin levantarse, le habló diciendo: —De aquí no me levantaré, ¡oh valeroso y honrado caballero!, hasta que haga usted un favor a la más desconsolada y ofendida joven princesa que soy. Y si es verdad que su valentía corresponde a la fama inmortal que nos llegó hasta nuestras tierras lejanas, sería una obligación para usted vengarme. —No le diré nada, hermosa señora, hasta que se levante de tierra —respondió don Quijote. —No me levantaré, señor —respondió la afligida doncella—, si, primero, no acepta usted hacerme el favor que pido.

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—Se le otorgo y concedo —respondió don Quijote— siempre que no se haya de cumplir en daño o mengua de mi rey, de mi patria y de aquella que tiene la llave de mi corazón y libertad. —No será en daño ni en mengua de los que decís, mi buen señor —replicó la dolorosa doncella. Y, estando en esto, llegó Sancho Panza al oído de su señor, y muy despacito le dijo: —Bien puede, señor, concederle el favor que pide. Solo quiere que mate un gigante. Esta doncella es la alta princesa Micomicona, reina del gran reino Micomicón de Etiopía. —Sea quien fuera, haría lo que me ordena mi conciencia conforme a la misión de caballero andante que he profesado – respondió don Quijote. Y, volviéndose a la doncella, le dijo: —Que se levante usted de tierra por favor. Yo acepto y otorgo el favor que le gustaría pedirme. —Pues pido a vuestra magnánima persona que venga conmigo donde le llevaré y me prometa que no va a comprometerse en otra aventura hasta que satisfaga mi venganza de un traidor, que contra todo derecho divino y humano, ha usurpado mi reino. —No se preocupe señora —respondió don Quijote. Le prometo hacer todo lo posible para desechar la melancolía que le causaron y permitir que tenga de nuevo esperanza en la vida. Usted verá pronto su

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reino restituido y así será con la ayuda de Dios y de mi valentía de caballero andante. La doncella intentó besarle la mano, pero Quijote era caballero cortés y no lo aceptó. La hizo levantar del suelo y la abrazó con mucha cortesía y comedimiento. Mandó a Sancho que trajese a Rocinante y que preparase la armadura. Sancho descolgó las armas, trajo a Rocinante, armó a Quijote, el cual, viéndose armado, dijo: —Vamos de aquí, en nombre de Dios, para hacer justicia a esta gran señora. El barbero estaba aún de rodillas, muriendo de ganas de reír, pero temía que no se le cayera la barba. Don Quijote no debía darse cuenta de la farsa. Viendo que ya el favor había sido concedido, y la diligencia con que don Quijote se alistaba para ir a cumplirla, se levantó y tomó de la mano a su señora, y entre los dos la subieron en un mulo. Luego subió don Quijote sobre Rocinante y el barbero se acomodó en su cabalgadura, quedándose Sancho a pie, acordándose de la pérdida de su asno, con la falta que entonces le hacía. Todo le llevaba con gusto a Sancho, por parecerle que ya su señor estaba puesto en camino y muy cerca de ser emperador. Pensaba que don Quijote se casaría con aquella princesa y sería, por lo menos, rey de Micomicón. Cardenio y el cura miraban esta escena desde su escondite. No sabían cómo juntarse con ellos. El cura imaginó como harían para conseguir lo que

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deseaban. Sacó de una bolsita que traía unas tijeras con que quitó la barba a Cardenio y le puso un capotillo pardo, le dio una capote negra, y él se quedó en calzas y en jubón. Y quedó Cardenio tan distinto de como estaba antes que ni él mismo se hubiera reconocido. Hecho esto, se pusieron en el llano a la salida de la sierra y, así cuando salió de ella don Quijote y sus camaradas, el cura se le puso a mirar muy despacio, dando señales de que le iba reconociendo. Finalmente, después de mirar durante un rato, se fue a él los brazos abiertos y diciendo a voces con alabanzas a don Quijote: —¡Oh caballero andante mío, don Quijote de la Mancha, mi compatriota, la flor y la nata de la gentileza, el amparo y justiciero por excelencia de la humanidad, la quintaesencia de los caballeros andantes! Y, diciendo esto, tenía abrazada por la rodilla de la pierna izquierda a don Quijote, el cual, espantado de lo que veía y oía decir y hacer aquel hombre, se le puso a mirar con atención. Por fin le reconoció, y se quedó como asustado de verle. Hizo un gran esfuerzo para bajar de su caballo. El cura intentó oponerse a que bajara don Quijote, por lo cual dijo: —Déjeme señor licenciado. No es normal que yo esté a caballo, y una tan reverenda persona como usted esté a pie. —No lo aceptaré de ningún modo, que usted, valeroso caballero, reparando los daños que hacen personas malvadas a la humanidad, baje de su caballo para caminar a pie —le replicó irónicamente el cura. Soy un indigno sacerdote y me conviene perfectamente ir sobre un mulo. —Tiene razón, no había pensado en eso, mi señor licenciado —respondió don Quijote. Sé que mi señora la princesa, por mi amor, obtendrá una solución. Que su escudero deje su silla de montar para que se siente usted en ella y el escudero se acomodará en las ancas del mulo. El barbero le cedió al cura su silla sin hacerse rogar, pero el mulo alzó las patas traseras y se cayó el barbero al suelo. Su barba, que era

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Capítulo octavo

un disfraz, también se cayó. Inmediatamente, para que don Quijote no se diera cuenta, se cubrió el rostro con sus dos manos, fingiendo un gran dolor de las muelas. Don Quijote, como vio las barbas al suelo lejos del escudero caído, dijo: —¡Dios mío, que es gran milagro este!¡Las barbas se han caído del rostro, como si las quitara aposta6! Cuando el cura vio el peligro de que el barbero fuera descubierto, acudió a las barbas, las cogió del suelo, se acercó del barbero y murmuró algunas palabras como si fueran ensalmos7 apropiadas para pegar las barbas. Cuando las tuvo puestas, se apartó y quedó el escudero bien barbado y tan sano como antes. Eso provocó una gran admiración en don Quijote, quien le rogó al cura que le enseñara aquellos ensalmos que todo lo curaban. —Así es— dijo el cura, y prometió de enseñársele en la primera ocasión. Por fin llegaron a la venta que estaba a unos kilómetros de allí. Don Quijote dijo a la doncella: —Por favor, señora mía, que nos guíe usted por donde más gusto le diera. Y antes que ella respondiera, dijo el licenciado: —¿Hacia qué reino quiere guiarnos, altísima señora? ¿Nos dirigimos hacia el reino de Micomicón? . —Sí, señor, por allí nos vamos —respondió la doncella. —Si es así —dijo el cura—, propongo que pasemos primero por mi pueblo, y de allí tomaremos la carretera de Cartagena. Si todo sale bien y si tenemos buena suerte, llegaremos en menos de nueve años cerca del gran rio llamado Meona, ubicado a la frontera del reino de Micomicón.

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Aposta: Con la intención de causar algún efecto esperado. Se puede utilizar la palabra «adrede». Ensalmo: conjunto de oraciones y prácticas curativas que los curanderos pronuncian para sanar los enfermos.

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—Vuestra merced se confunde —dijo ella—, porque hace casi dos años que me fui de mi reino. Me puse a buscar al señor don Quijote cuya fama de buen caballero llegó hasta Micomicón. Finalmente después de unos meses de viaje, llegué en España donde encontré, por la misericordia de Dios, al señor don Quijote de la Mancha quien me hará justicia gracias a su agilidad de caballero andante y su gran valentía. —¡No más alabanzas señora mía! —dijo don Quijote—, porque soy enemigo de todo género de adulación. Lo que le puedo asegurar, es que estaré a su servicio hasta arriesgar mi vida. Ahora ruego al señor licenciado que me diga la razón por la cual la princesa ha llegado aquí ella sola, sin criados, y sin equipaje de viaje. Me da mucho espanto ver a una princesa que viaja sin esas cosas. —A eso yo contestaré con brevedad —respondió el cura. El barbero y yo, nos íbamos a Sevilla, a cobrar dinero que un familiar mío me había enviado de las Indias. El importe de este dinero era algo como sesenta mil pesos. Andando ayer por estos lugares, nos salieron al encuentro cuatro bandidos que nos robaron todo, hasta las mismas barbas. Así es como el barbero se puso las barbas postizas que ha visto caer al suelo. A nuestro compañero que está aquí cerca, le pusieron también de vuelta y media—señalando a Cardenio. En efecto, es conocido que por estas tierras rondan unos bandidos que fueron liberados por un hombre tan valiente, que a pesar del comisario y de las guardias, los soltó a todos. Ese hombre debía de estar fuera de juicio o no tener alma ni conciencia, porque quiso soltar al lobo entre las ovejas, a la raposa entre las gallinas, a la mosca entre la miel. Quiso defraudar la justicia, ir contra su rey y señor natural, pues fue contra sus justos mandamientos. Quiso, finalmente, hacer un hecho por donde se pierda su alma y no se gane su cuerpo. Sancho les había contado al cura y al barbero la aventura de los bandidos, que acabó su amo con tanta gloria suya y por eso insistía tanto el cura en ella, para ver si qué hacía o decía don Quijote, al cual

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Capítulo octavo

le cambiaba el color de la cara a cada palabra, y no se atrevía a decir que él había sido el libertador de aquella buena gente. —Estos, pues —dijo el cura—, fueron los que nos robaron. ¡Que Dios por su misericordia se lo perdone a quien impidió que fueran llevados a cumplir su condena!

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Capítulo noveno: Donde se cuenta lo que sucedió a don Quijote, yendo a ver a su señora Dulcinea del Toboso

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“¡Bendito sea el poderoso Alá!”, dice Hamete Benengeli al comienzo de esta historia. “Bendito sea Alá”, repite tres veces. Estas bendiciones anuncian a los lectores que es el comienzo de las aventuras heroicas de don Quijote y de su escudero. Los persuade para que se olviden de las pasadas caballerías del ingenioso hidalgo y pongan los ojos en las que están por venir. La primera aventura es la que comienza ahora, en el camino del Toboso, como las otras comenzaron en los campos de Montiel. … Así continúa el narrador diciendo: Solo estaban don Quijote y Sancho, de los que se separó Sansón. Rocinante comenzó a relinchar y el asno se puso también a suspirar y rebuznar. Estos suspiros y rebuznos decidieron de la suerte de Sancho que sobrepasaba la de su señor. Don Quijote andaba muy cerca del camino, cuando le dijo a Sancho: —Amigo Sancho, dentro de poco va a anochecer. Aprovechamos este momento para ir de prisa y llegar al Toboso donde me esperan por cierto otras aventuras. Y allí recibiré la bendición y aprobación de la sin par Dulcinea. Con esta aprobación, estoy seguro de que mis aventuras van a ser más felices. En efecto, lo que hace a los caballeros andantes valientes es el favor de sus damas. —Estoy de acuerdo con usted, pero temo que hablar y ver a su dama resulte difícil. Será más difícil obtener su bendición a menos que lo haga desde la valla del corral por donde yo la vi por primera vez cuando le llevé la carta en la que le contaba las tonterías y locuras que usted estuvo haciendo en el corazón de Sierra Morena. —Es tu imaginación lo de la valla del corral —dijo don Quijote—. Debían de ser galerías de ricos palacios reales. —Todo pudo ser —respondió Sancho—, pero a mí me parecieron tapias, si no es que sufro de amnesia. —Con todo eso, vamos allá —replicó don Quijote—, que sea por vallas, ventanas o resquicios, eso no importa. Lo que es más importante para mí es ver un rayo de sol de su belleza iluminar

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Capítulo noveno

mi entendimiento y fortalecer mi corazón, así me sentiré importante y valiente. —Me parece señor —respondió Sancho—, que el rayo de sol que vi yo de la señora Dulcinea del Toboso, no era tan claro. Era el polvo que se dispersaba como nube ante su rostro del trigo que tamizaba. —¿Sigues en tus razonamientos pensando que era mi señora Dulcinea que tamizaba el trigo? ¡No seas envidioso!¡No te olvides de todo lo que te enseñé, Sancho! Como lo haces ahora, temo que el que escriba mi historia la deforme. ¡Oh envidia! Todos los vicios, Sancho, dan una sensación de satisfacción, pero el de la envidia trae sino disgustos, rencores y rabias. —Todo lo que contó el bachiller1 Carrasco sobre nosotros debe poner de relieve mi honor. Nunca hablé mal de nadie. Además, no tengo tantos bienes para suscitar envidia. Reconozco que soy malicioso y a veces pícaro, pero siempre he sido natural, sin ningún artificio. Imploro la misericordia de los historiadores a propósito de mi personaje: que ellos me traten bien, que ellos no digan lo que quisieran de mí. —Sancho —dijo don Quijote—, eso me recuerda lo que sucedió a un célebre poeta de estos tiempos que publicó una sátira contra todas las damas de las cortes excepto una. Esta dama sufrió gran frustración. Hay también la historia de un pastor que puso fuego al célebre templo de Diana que formaba parte de las siete maravillas del mundo. Este pastor deseaba ser célebre durante muchísimos siglos por haber destruido este templo. Hay lo que sucedió al gran emperador Carlos Quinto con un caballero en Roma. El emperador quería ver el célebre templo de la Rotunda que se llamaba el templo de todos los dioses y que ahora tiene el nombre de todos los santos. Este edificio que es el más importante que construyeron los romanos tiene una ventana redonda 1

Un bachiller, en época de cervantes, era una persona que había aprobado el primer grado de los estudios universitarios.

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que está en su cima. El emperador admiraba el edificio desde esta ventana y a su lado, estaba un caballero romano. Y cuando se fueron lejos de la ventana, el caballero dijo: «Mil veces, Su Majestad, sentí el deseo de abrazarle y lanzarme luego de esta ventana redonda para ser célebre por el mundo para siempre». “Yo le doy las gracias – respondió el emperador – por su prueba de lealtad, y así le pido que nunca me hable, ni esté donde yo estuviera”. Y tras estas palabras, le hizo este favor. Lo que quiero que comprendas, Sancho, al contarte estas historias, es que la voluntad de ser célebre es muy activa. ¿Quién piensas tú que lanzó a Horacio desde un puente armado de todas sus armas, en la profundidad del Tíber ? ¿Quién abrasó el brazo y la mano a Mucio? ¿Quién incitó a Curcio a lanzarse en el profundo abismo ardiente que apareció en la mitad de Roma? ¿Quién hizo pasar el Rubicón a César? Y, con ejemplos modernos, ¿quién favoreció la llegada de los valerosos españoles conducidos por el cortesísimo Cortés al Nuevo Mundo? Todas estas acciones heroicas son,

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Capítulo noveno

fueron y serán obras de la fama, que los mortales desean como premios y parte de la inmortalidad. Pero para los cristianos, esta gloria que es terrestre no es importante ya que este mundo tiene su fin señalado. Así ¡oh Sancho!, que nuestras obras no salgan del límite que nos fija la religión cristiana que profesamos. Tenemos que combatir la arrogancia, la envidia, la glotonería, la lujuria, la pereza. —Yo he comprendido lo que usted acaba de decir señor —dijo Sancho— pero tengo una duda y necesito aclaración. —Dime Sancho —dijo don Quijote—. Te contestaré a partir de lo que sé. —Dígame señor —prosiguió Sancho—: esos Julio o Augusto, y todos esos caballeros heroicos que ya han muerto, ¿dónde están ahora?

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—Los paganos están sin duda en el infierno —dijo don Quijote. Los cristianos, si fueron buenos cristianos, están en el purgatorio o en el cielo. —Está bien —dijo Sancho—, pero las sepulturas de esos paganos, ¿están embellecidas? A lo que respondió don Quijote: —Los sepulcros de los paganos fueron generalmente lujosos templos: las cenizas del cuerpo de Julio César estuvieron en una pirámide de piedra gigantesca que se llama ahora La aguja de San Pedro, en Roma. El emperador Adriano fue enterrado en un castillo inmenso como un pueblo y que llamaron Moles Hadriani y que ahora es el castillo Santo Ángel en Roma. La reina Artemisa enterró a su marido Mausoleo en un sepulcro que contaba entre las siete maravillas del mundo. Pero ninguno de estos sepulcros tenían ofrendas o señales que indicaran la santidad de estas personas.

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Capítulo noveno

—¡Bueno! Y dígame ahora: ¿qué es mejor? ¿Resucitar a un muerto o matar a un gigante? —La respuesta, Sancho, es resucitar a un muerto. —Yo comprendo —dijo Sancho—: el que resucita a los muertos, da la vista a los ciegos, pone derecho a los cojos y da salud a los enfermos. Y cuando éste se muere, muchísimas personas llenas

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de devoción vienen a adorar sus reliquias2 de tal manera que su fama es eterna. —Confirmo lo que acabas de decir Sancho. —Pues los cuerpos y las reliquias de los que son declarados santos por nuestra madre Iglesia, tienen lámparas, velas, mortajas, muletas, pinturas, cabelleras, ojos, piernas3 que contribuyen a aumentar la devoción de los cristianos y engrandecer su celebridad. Hasta los reyes tienen gran devoción por los cuerpos de los santos de tal modo que adornan sus oratorios4 con sus reliquias que besan. —¿Qué debo deducir de tal reflexión, Sancho? —dijo don Quijote—. —Quiero decir —dijo Sancho— que podemos ser más rápidamente famosos si somos santos. Ya sabe que fueron canonizados y beatificados5 dos frailecitos con los pies desnudos, rodeados de hierro que los hizo mucho sufrir. Hoy, este hierro es objeto de una veneración superior a la de la espada de Roldán en la armería del rey, nuestro señor, que Dios guarde. Entonces, pienso que es mejor ser un frailecito humilde que ser caballero andante. —Yo te comprendo Sancho pero todo el mundo no puede ser fraile y hay muchos caminos para ir a Dios: religión es la caballería y hay caballeros santos que están en la Gloria. —Sí —respondió Sancho—, pero yo he oído decir que hay más frailes en el cielo que caballeros andantes. —Por cierto, —respondió don Quijote— porque los religiosos son más numerosos que los caballeros.

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Una reliquia en la fe católica romana de la Edad Media era parte del cuerpo o vestido de un santo que se veneraba como objeto de culto. Ejemplos de reliquias: lámparas, velas, mortajas, muletas, pinturas, cabelleras, ojos, piernas, etc. Un oratorio es parte de una casa o edificio público que dispone de un altar para orar y celebrar la misa. Beatificar y canonizar: La iglesia católica beatifica y canoniza a una persona que ha llevado una vida cristiana ejemplar, digna de ser inmortalizada.

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Capítulo noveno

—Muchos son los andantes —dijo Sancho—. —Muchos —respondió don Quijote—, pero son pocos los que merecen nombre de caballeros. Pasaron toda la noche dialogando. Pasó el día, vino otra noche. En fin, otro día y al anochecer, descubrieron la gran ciudad del Toboso. Cuando vieron la ciudad, una gran alegría llenó el corazón de don Quijote mientras que su escudero se puso triste. La realidad era que ni don Quijote ni Sancho sabían dónde localizar la casa de Dulcinea. Sancho nunca la había visto en su vida. Finalmente se decidieron entrar en el Toboso donde les sucedieron muchas otras aventuras.

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Capítulo décimo: La aventura del pastor enamorado y otros graciosos sucesos

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Don Quijote se había alejado un poco del lugar de don Diego, cuando encontró a dos curas o estudiantes y dos campesinos que venían montados s sobre cuatro burros. Uno de los estudiantes, al parecer, llevaba unos tejidos de lana en su equipaje. El otro solo traía dos espadas nuevas en sus estuches1. Los campesinos traían otras cosas que dejaban pensar que venían de una gran ciudad donde las habían comprado y las llevaban a su pueblo. Tanto los estudiantes como los campesinos cayeron en la misma admiración en que caía todo el mundo al ver por primera vez a don Quijote, y se morían por saber quién era este hombre poco común.

Don Quijote les saludó, y, después de saber que el camino que llevaban era el mismo que el suyo, les ofreció su compañía. Les pidió ralentizar, porque sus bestias caminaban más que su caballo. Para agradecérselo, les dijo rápidamente quién era, su oficio y profesión, 1

Un estuche es una funda o una envoltura que sirve para proteger un objeto determinado.

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Capítulo décimo

que era de caballero andante que iba a buscar las aventuras por todas partes del mundo. Les dijo también que se llamaba de nombre propio don Quijote de la Mancha, y por nombre apelativo, el Caballero de los Leones. Todo esto era para los campesinos un lenguaje imposible de comprender, pero no para los estudiantes, que inmediatamente vieron la flaqueza del cerebro de don Quijote; pero, con todo eso, le miraban con admiración y con respeto, y uno de ellos le dijo: —Si usted, señor caballero, no lleva un camino determinado, como no le suelen llevar los que buscan las aventuras, venga con nosotros; verá uno de los mejores matrimonios y más ricos que hasta hoy se habrán celebrado en la Mancha y en otras muchas regiones cercanas. Don Quijote le preguntó si eran de algún príncipe, que así los imaginaba. —No —respondió el estudiante— sino de un campesino y una campesina. El campesino es el más rico de toda esta tierra, y la campesina la más hermosa que han visto los hombres. El modo de celebración es extraordinario y nuevo, porque deben celebrarse en un prado que está cerca del pueblo de la novia, a quien por excelencia llaman Quiteria la hermosa, y el novio se llama Camacho el rico. Ella tiene dieciocho años y él veintidós. Algunos curiosos que saben de memoria los linajes de todo el mundo dicen que el linaje de la hermosa Quiteria se aventaja al de Camacho, pero ya no se mira en esto; las riquezas son poderosas para arreglar muchas cosas. En efecto, Camacho es liberal y ha querido cubrir todo el prado de ramas, de manera que el sol debe trabajar mucho si quiere visitar las hierbas verdes que cubren el suelo. Tiene preparadas danzas de espadas y de cascabel, que hay en su pueblo gente que los repique y sacuda por extremo. De zapateadores no digo nada, que tiene contratados a una multitud. Pero ninguna de las cosas referidas ni otras muchas que no he mencionado van a hacer más memorables estos matrimonios que las que imagino que hará en ellos el frustrado Basilio. Es este Basilio un joven vecino del pueblo de Quiteria, el cual, teniendo su casa muy cerca de la de los padres de Quiteria, se había enamorado tempranamente

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de ella. Basilio se enamoró de Quiteria desde sus tiernos y primeros años, y ella correspondía a su deseo con mil honestos favores. Tanto que en el pueblo, se contaban los amores de los dos niños Basilio y Quiteria. Cuando fueron mayores, el padre de Quiteria prohibió a Basilio la entrada en su casa; y, por quitarse de andar receloso y lleno de sospechas, ordenó casar a su hija con el rico Camacho, porque no le parecía bien casarla con Basilio que no tenía tantos bienes de fortuna como de naturaleza; pues si se debe decir las verdades sin envidia, Basilio es el joven más ágil que conocemos: gran tirador de barra, luchador experto y gran jugador de pelota; corre como un gamo, salta más que una cabra y juega a los bolos como por encantamiento; canta como una calandria, y toca una guitarra, que la hace hablar, y, sobre todo, maneja la espada como el más pintado. —Por todas estas razones —dijo en este momento don Quijote—, merecía Basilio, no solo casarse con la hermosa Quiteria,

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Capítulo décimo

sino con la misma reina Ginebra, si fuera hoy viva, a pesar de Lanzarote y de todos aquellos que quisieran impedirlo. —¡A mi mujer con eso! —dijo Sancho Panza, que hasta entonces había ido callando y escuchando—, la cual no quiere sino que cada uno se case con su igual, ateniéndose al refrán que dice “cada oveja con su pareja”. Lo que yo quisiera es que ese buen Basilio, que ya me va gustando, se casara con esa señora Quiteria; que buen siglo y malditos sean los que impiden que se casen a los que bien se quieren. —Si todos los que se quieren debieran casarse —dijo don Quijote—, se quitaría a los padres la posibilidad de casar sus hijos con quien y cuando deben; y si las hijas tuvieran la libertad de elegir los maridos, una podría escoger al criado de su padre, y otra al que vio pasar por la calle, a su parecer valiente, aunque

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fuera un cobarde2. Porque el amor y la afición con facilidad ciegan los ojos del entendimiento, tan necesarios para escoger a la persona adecuada, y el matrimonio corre mucho riesgo de muy peligroso, pues aquí es donde más tiento y particular favor del cielo se necesita para no equivocarse. Quien quiere hacer un viaje largo, si es prudente, antes de ponerse en camino busca alguna compañía segura y apacible con quien acompañarse. Pues ¿por qué no hará lo mismo el que camina toda la vida, hasta la muerte, y más si la compañía le acompaña en la cama, en la mesa y en todas partes como es la mujer con su marido? La propia mujer no es mercancía que una vez comprada se vuelve, o se cambia, porque es accidente inseparable, que dura toda la 2

La palabra cobarde se usa como un insulto. Se dice de una persona que siente miedo ante situaciones difíciles o que muestra falta de valor para emprender acciones arriesgadas. Es el contrario de valiente.

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Capítulo décimo

vida: es un lazo que si una vez se echa al cuello, se vuelve en el nudo gordiano, y si no lo corta la muerte, nadie puede desatarlo. Muchas más cosas podría decir en esta materia, pero quiero saber si le queda más que decir al señor licenciado acerca de la historia de Basilio.

A lo que respondió el estudiante bachiller o licenciado, como le llamó don Quijote, que: —Solo me queda decir que desde el día en que supo Basilio que la hermosa Quiteria se casaba con Camacho el rico, nunca más le han visto reír ni hablar razonablemente, y siempre anda pensativo y triste, hablando solo, y dando claras señales de que no está bien de la cabeza: come poco y duerme poco, y lo que come son frutas, y en lo que duerme, si duerme, es en el campo, sobre la tierra dura, como animal bruto. Mira de vez en cuando al cielo, y otras veces clava los ojos en la tierra, con tal encantamiento que no parece sino estatua vestida que el aire le mueve la ropa. En fin, da tantas muestras de tener el corazón apasionado, que

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tememos todos los que le conocemos que el matrimonio de la hermosa Quiteria sea la sentencia de su muerte. —Dios lo hará mejor —dijo Sancho—; porque Dios, que da la llaga, da la medicina. Nadie sabe el porvenir: de aquí a mañana hay muchas horas, y en una, y aun en un momento, se cae la casa; yo vi llover y hacer sol, todo a un mismo punto; tal se acuesta sano la noche, que no se puede mover otro día. Y díganme, ¿por suerte habrá quien se alabe que tiene echado un clavo a la rueda de la Fortuna? No, por cierto; y entre el sí y el no de la mujer yo no me atrevería a poner una punta de alfiler, porque no cabría. Denme a mí que Quiteria de buen corazón y de buena voluntad quiera a Basilio, y yo le daré a él un saco de buena suerte. Porque, según yo he oído decir, el amor mira con unos anteojos3 que hacen parecer oro al cobre, a la pobreza, riqueza y a las, lagañas, perlas. —¿Adónde vas a parar, Sancho, que seas maldito? —dijo don Quijote—; cuando comienzas a recitar refranes y cuentos, no te puede parar sino el mismo Judas, que te lleve. Dime, animal ¿qué sabes tú de clavos, ni de ruedas, ni de ninguna otra cosa? —¡Oh! Pues si no me entienden —respondió Sancho—, no es maravilla que mis sentencias sean consideradas disparates. Pero no importa: yo me entiendo a mí, y sé que no hay muchas tonterías en lo que he dicho; sino que usted, señor mío, siempre es friscal de mis dichos y aun de mis hechos. —Fiscal4 debes decir —dijo don Quijote—, y no friscal, destructor del buen lenguaje, que Dios te confunda. —No se enfade conmigo —respondió Sancho—, pues sabe que no me he criado en la Corte, ni he estudiado en Salamanca5, para saber si añado o quito alguna letra a mis vocablos. Sí, ¡válgame Dios!, no hay para qué obligar al rústico que hable como de 3

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Un anteojo es un instrumento óptico que sirve para ver a distancia, constituido de lentes que amplifican las imágenes. Un fiscal es un funcionario del aparato judicial que sostiene la acusación en los tribunales. Se alude a la universidad de Salamanca, fundad en 1218 y que es considerada como la más antigua de las universidades hispanas.

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Capítulo décimo

ciudad, y ciudad puede haber no muy duchos en esto del hablar pulido. —Así es —dijo el licenciado—, porque no pueden hablar tan bien los que se crían en los barrios pobres como los que se pasean todo el día por el claustro de la Iglesia Mayor. El lenguaje puro, el propio, el elegante y claro, está en los discretos cortesanos, aunque hayan nacido en un pueblo: dije discretos porque hay muchos que no lo son, y la discreción es la gramática del buen lenguaje, que se acompaña con el uso. Yo, señores, por mis pecados, he estudiado Cánones en Salamanca, y me pica algún tanto de decir mi razón con palabras claras, llanas y significantes.

—Si no sabéis manejar las espadas que lleváis —dijo el otro estudiante—, no aprobareis los exámenes finales del curso académico. —Mirad, bachiller —respondió el licenciado—: vosotros estáis en la más equivocada opinión del mundo acerca de la destreza de la espada, teniéndola por vana.

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—Para mí no es opinión, sino verdad confirmada —replicó Corchuelo—; y si queréis que os lo muestre con la experiencia, traéis espadas, hay comodidad, yo tengo pulsos y fuerzas que, acompañadas de mi ánimo, que no es poco, os harán confesar que yo no me equivoco. Apeaos, y usad vuestro compás de pies, de vuestros círculos y vuestros ángulos y ciencia; yo espero haceros ver estrellas a mediodía con mi destreza moderna, en quien espero, después de Dios, que está por nacer hombre que me haga volver las espadas, y que no hay en el mundo a quien yo no le haga retroceder. —No me meto en eso de volver o no las espadas —replicó el diestro—; aunque podría ser que en la parte donde la primera vez clavó el pie, allí os abriesen la sepultura: quiero decir que allí quedaseis muerto por la despreciada destreza. —Ahora se verá —respondió Corchuelo. Y, apeándose con gran rapidez de su jumento, tiró con furia de una de las espadas que llevaba el licenciado en el suyo. —No debe ser así —dijo don Quijote a este momento—, yo quiero ser el árbitro de esta esgrima, y el juez de esta cuestión muchas veces no averiguada. Y, apeándose de Rocinante y asiendo de su lanza, se puso en la mitad del camino, mientras el licenciado, ya con gentil donaire de cuerpo y compás de pies, se iba contra Corchuelo, que contra él se vino, lanzando, como suele decirse, fuego por los ojos. Los otros dos campesinos del acompañamiento, sin apearse de sus pollinas, sirvieron de espectadores en la mortal tragedia. Las cuchilladas, estocadas, altibajos, reveses y mandobles que Corchuelo tiraba eran sin número, más espesas que hígado y más seguidas que granizo. Atacaba como un león irritado, pero le salía al encuentro una parada con la punta de la espada del licenciado que, en mitad de su furia le detenía, y se la hacía besar como si fuera reliquia, aunque no con tanta devoción como las reliquias deben y suelen besarse.

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Capítulo décimo

Finalmente, el licenciado le contó a estocadas todos los botones de una media sotanilla que traía vestida, haciéndole tiras los faldamentos, como colas de pulpo; le derribó el sombrero dos veces, y le cansó de manera que de despecho, cólera y rabia asió la espada por la empuñadura, y la arrojó por el aire con tanta fuerza, que uno de los campesinos asistentes, que era escribano, que fue por ella, dio después por testimonio y que la alejó de sí casi tres cuartos de legua. Este testimonio sirve y ha servido para que se conozca y vea verdaderamente cómo la fuerza es vencida del arte. Se sentó Corchuelo cansado, y acercándose a él Sancho, le dijo: —Mía fe, señor bachiller, si usted considera mi consejo, en el porvenir no hay que desafiar a nadie a esgrimir, sino a luchar o a tirar la barra, pues tiene edad y fuerzas para ello. Estos a quien llaman diestros, he oído decir que meten la punta de una espada por el ojo de una aguja. —Yo me contento —respondió Corchuelo— de haber caído de mi burra y de que me haya mostrado la experiencia de la verdad, de la que yo tan lejos estaba. Y, levantándose, Corchuelo abrazó al licenciado, y quedaron más amigos que antes, y no queriendo esperar al escribano, que había ido por la espada, por parecerle que tardaría mucho; y así; decidieron seguir para llegar temprano a la aldea de Quiteria, de donde todos eran. En lo que faltaba del camino, les fue el licenciado contando las excelencias de la espada, con tantas razones demostrativas y con tantas figuras y demostraciones matemáticas, que todos quedaron enterados de la bondad de la ciencia, y Corchuelo convencido de su error. Era la noche, pero antes de que llegaran les pareció a todos que estaba delante del pueblo un cielo lleno de innumerables y resplandecidas estrellas. Oyeron confusos y suaves sonidos de diversos instrumentos, como de flautas, tamborinos, salterios, albogues, panderos y sonajas. Cuando se acercaron vieron que los árboles de una enramada, que a mano habían puesto a la entrada del pueblo, estaban todos

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llenos de luminarias, a quien no ofendía el viento, que entonces no soplaba sino tan manso que no tenía fuerza para mover las hojas de los árboles. Los músicos eran los regocijadores de la boda, que andaban en diversas cuadrillas por aquel agradable sitio. Unos bailando, y otros cantando, y otros tocando la diversidad de los instrumentos mencionados. En efecto, parecía que por todo aquel prado solo andaba corriendo la alegría y saltando el contento. Otros muchos andaban ocupados en levantar andamios, de donde con comodidad se pudiera ver al otro día las representaciones y danzas previstas en aquel lugar dedicado para solemnizar los matrimonios del rico Camacho y las exequias de Basilio. Don Quijote no quiso entrar en el lugar, aunque se lo pidieron el campesino y el bachiller. Dio por disculpa, muy suficientes a su parecer, ser costumbre de los caballeros andantes dormir por los campos y florestas antes que en los poblados, aunque fuera debajo de dorados techos; y con esto, se desvió un poco del camino, bien contra la voluntad de Sancho, viniéndosele a la memoria el buen alojamiento que había tenido en el castillo de don Diego.

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Capítulo undécimo: La boda de Camacho el rico y la desgracia de Basilio el pobre

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Apenas la blanca aurora había dado lugar al luciente sol, con el ardor de sus calientes rayos y las líquidas perlas de sus cabellos de oro, don Quijote, sacudiendo la pereza de sus miembros, se puso en pie y llamó a su escudero Sancho que aún todavía dormía roncando. Don Quijote, antes de despertarlo, le dijo:

—¡Oh tú, bienaventurado entre todos los que viven sobre la faz de la tierra, sin tener envidia ni ser envidiado, duermes tranquilamente, ni te persiguen encantadores, ni afrontas encantamientos! Duerme, digo otra vez, y lo diré cien veces más, sin que los celos de tu dama te tengan en continua vigilia, ni te desvelen pensamientos de pagar tus deudas, ni de lo que debes hacer para comer otro día tú y tu pequeña y angustiada familia. Ni te inquieta la ambición, ni la pompa vana del mundo te fatiga, pues los límites de tus deseos no se extienden más que a pensar en tu jumento; porque el pensamiento de tu persona sobre mis hombros lo tienes puesto: contrapeso y carga que pusieron la naturaleza y la costumbre a los señores. Duerme el criado, y está velando el señor, pensando en cómo debe sustentar, mejorar y estar en buenas disposiciones. La angustia de ver que el cielo

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se hace de bronce sin acudir a la tierra con el necesario rocío no aflige al criado, sino al señor, que debe alimentar en los tiempos difíciles al criado que le sirvió en los tiempos de abundancia. Sancho no respondió a todo esto, porque dormía, y no despertaría tan rápidamente si don Quijote no le hiciera volver en sí con la punta de la lanza. En fin, despertó, soñoliento y perezoso, y, volviendo el rostro por todas partes, dijo: —De entre estos árboles, si no me equivoco, sale un fuerte olor de torreznos asados1 más que de juncos y tomillos2. Las bodas que comienzan por tales olores, por mi fe, deben ser abundantes y generosas. —Basta, glotón —dijo don Quijote—; ven, iremos a ver estos matrimonios, para saber lo que hace el pobre Basilio. —Que haga lo que quiera —respondió Sancho—: si no fuera pobre se casaría él con Quiteria. ¿No hay más sino no tener un cuarto y querer casarse por las nubes? De verdad, señor, yo pienso que el pobre debe contentarse con lo que pueda tener y no pedir lo imposible. Yo apostaré un brazo que Camacho puede envolver en reales a Basilio. Si esto es así, como debe de ser, Quiteria sería tonta en desechar las galas y las joyas que le debe de haber dado, y le puede dar Camacho, para escoger el tirar de la barra y el jugar de la negra de Basilio. Por un buen tiro de barra o una gentil treta de espada no dan un cuartillo de vino en la taberna. Las habilidades y las gracias no son cosas que pueden venderse; pero, cuando tales gracias caen sobre quien tiene buen dinero, dos veces mejor. Sobre un buen cimiento se puede levantar un buen edificio, y el mejor cimiento del mundo es el dinero. —Por Dios, Sancho —dijo don Quijote en este momento— concluye tu discurso, estoy seguro de que si te dejaran seguir en los discursos que a cada paso comienzas, no te quedaría tiempo ni para comer ni para dormir, todo lo gastarías en hablar. 1 2

Receta de carne. Especies de árboles.

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—Si usted tuviera buena memoria —replicó Sancho—, debería acordarse de los capítulos de nuestra conversación antes de esta última salida de casa: uno de los capítulos fue que debía dejarme hablar todo lo que quisiera, con la única condición de que no fuera contra el prójimo ni contra la autoridad de usted; y hasta ahora me parece que no he violado este acuerdo. —Yo no me acuerdo de tal capítulo, Sancho —respondió don Quijote—, y aunque sea así, quiero que calles y vengas, porque los instrumentos que oímos anoche vuelven a alegrar los valles, y sin duda se celebrará el matrimonio en el frescor de la mañana, y no en el calor de la tarde. Sancho hizo lo que su señor le mandaba, y, poniendo la silla a Rocinante y la albarda al rucio, subieron los dos, y paso ante paso se fueron entrando entre los árboles. Lo primero que vio Sancho fue un novillo entero en un asador. Y en el fuego donde se debía asar ardía una gran cantidad de leña, y seis ollas enormes que estaban alrededor de la hoguera, tan enormes que en cada una cabía un montón de carne: así embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin hacerse notar, como si fueran palominos; las liebres sin pellejo y las gallinas sin pluma que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían número. Los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de los árboles para que el aire los enfriase. Sancho contó más de sesenta zaques de más de dos arrobas cada uno, y todos llenos, según después pareció, de generosos vinos. También había rimeros de pan muy blanco, como suele haberlos de montones de trigo en las eras; los quesos, puestos como ladrillos enrejados, formaban una muralla, y dos calderas de aceite, mayores que las de un tinte, servían para freír cosas de masa, que con dos grandes palas las sacaban fritas y las metían en otra caldera de miel preparada que estaba al lado. Los cocineros y cocineras eran más de cincuenta: todos limpios, diligentes y contentos. En el vasto vientre del novillo había doce tiernos y

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pequeños lechones que cosidos por encima, servían para darle sabor y enternecerlo. Las especias de diversos tipos había también en gran cantidad, y todas estaban visibles en una gran arca. Finalmente, el aparato de la boda era rústico, pero tan abundante que podía alimentar un ejército. Sancho Panza lo miraba y lo contemplaba todo, y se aficionaba de todo. Primero el deseo de las ollas le cautivó y le rindió. Le hubiera gustado tomar un mediano puchero. Luego los zaques le aficionaron la voluntad; y, por fin, las frutas de sartén, si es que se podían llamar sartenes las tan hondas calderas. Así, sin poderlo sufrir más ni ser en su mano hacer otra cosa, se acercó a uno de los solícitos cocineros, y, con corteses y hambrientas razones, le rogó que le dejara mojar un pedazo de pan en una de aquellas ollas. A lo que el cocinero respondió: —Hermano, este día no es de aquellos en que manda el hambre, gracias al rico Camacho. Bajaos y mirad si hay por ahí un cucharón, y espumad una gallina o dos, y buen provecho. —No veo ninguno -respondió Sancho. —Esperad —dijo el cocinero—. ¡Pecador de mí, y qué melindroso y para poco debéis de ser! Y diciendo esto, asió de un caldero, y, encajándolo en una de las medias tinajas, sacó tres gallinas y dos gansos, y dijo a Sancho: —Comed, amigo, y desayunad con este caldo, en tanto que se llega la hora del almuerzo. —No tengo en qué echarla -respondió Sancho. —Pues llevaos -dijo el cocinero- la cuchara y todo, que la riqueza y la alegría de Camacho todo lo compensa. Mientras hacía Sancho todo esto, don Quijote estaba mirando cómo, por una parte de los árboles, entraban hasta doce campesinos sobre doce yeguas muy hermosas, con ricos y vistosos jaeces de campo y con muchos cascabeles en los petrales. Todos estaban vestidos de regocijo y fiestas; los cuales en concertado tropel, corrieron no una, sino muchas carreras por el prado, con regocijada algazara y grita, diciendo;

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—¡Vivan Camacho y Quiteria: él tan rico como ella tan hermosa, la más hermosa del mundo! Al oír lo cual don Quijote dijo para sí: —Bien parece que estos no han visto a mi Dulcinea del Toboso, porque si la hubieran visto, no alabarían tanto a esta Quiteria. Poco tiempo después comenzaron a entrar por diversas partes muchas y diferentes danzas, entre las cuales venía una danza de espadas, de hasta veinticuatro jóvenes magníficos, todos vestidos de delgado y muy blanco lienzo, con sus paños de tocar, hechos de varios colores de seda fina. Al que los guiaba, que era un joven delgado, uno de los de las yeguas preguntó si se había herido alguno de los danzantes. —De momento, bendito sea Dios, no se ha herido nadie: todos estamos sanos. Y luego comenzó a enredarse con los demás compañeros, con tantas vueltas y con tanta destreza que, aunque don Quijote estaba acostumbrado a ver semejantes danzas, ninguna le había parecido tan bien como aquella. También le pareció bien otra danza de muy hermosas señoritas, jóvenes de entre catorce y dieciocho años. Todas estaban vestidas de palmilla verde, una parte de los cabellos trenzada y la otra parte suelta, pero todos tan rubios, que con los cabellos del sol podían tener competencia, y sobre los cuales traían flores de diferentes especies y colo-

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res. Las guiaban un respetable viejo y una anciana matrona, más ligeros y sueltos que sus años dejaban ver. Una gaita zamorana les tocaba la música, y ellas, llevando en los rostros y en los ojos la honestidad y en los pies la ligereza, se mostraban las mejores bailadoras del mundo. Tras esta entró otra danza de artificio de las que llaman habladas. Era de ocho jóvenes hermosas, repartidas en dos líneas: el dios cupido guiaba una línea, y la otra la guiaba el dios Interés. Aquel, adornado de alas, arco, aljaba y saetas; y este, vestido de ricos y diversos colores de oro y seda. Las jóvenes que seguían al Amor traían en las espaldas sus nombres escritos en pergamino blanco y grandes letras: el título de la primera era poesía, el de la segunda discreción, el de la tercera buen linaje, y el de la cuarta valentía. Del mismo modo venían señaladas las que seguían al dios Interés. El nombre de la primera era liberalidad, el de la segunda dádiva, el de la tercera tesoro y el de la cuarta posesión pacífica. Delante de todos venía un castillo de madera del que tiraban cuatro salvajes, todos vestidos de hiedra y de cáñamo teñido de verde, tan natural que por poco espantaran a Sancho. En la fachada del castillo y en sus cuatro murallas, había escrito: castillo del buen recato. Cuatro diestros tañedores de tamboril y flauta les tocaba la música.

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Cupido comenzaba la danza, y, habiendo hecho dos movimientos, alzaba los ojos y flechaba el arco contra una joven hermosa que se ponía entre las almenas del castillo, a la cual dijo: Yo soy el dios poderoso en el aire, en la tierra y en el ancho mar undoso, y en cuanto el abismo encierra en el báratro espantoso. Nunca conocí qué es miedo, todo cuanto quiero puedo, aunque quiera lo imposible, y en todo lo que es posible mando, quito, pongo y vedo. Acabó la copla, disparó una flecha por lo alto del castillo y se retiró a su puesto. Luego salió el dios Interés, e hizo otros dos movimientos. Los tamborinos callaron, y él dijo: Soy quien puede más que Amor, y es Amor el que me guía. Soy de la estirpe mejor que el cielo en la tierra cría, más conocida y mayor. Soy el Interés, en quien pocos suelen obrar bien; y obrar sin mí es un gran milagro, y cual soy te me consagro, por siempre, jamás, amén. El Interés se retiró y vino la Poesía; la cual, después de haber hecho sus movimientos como los demás, puso los ojos en la señorita del castillo y dijo: En dulcísimos conceptos, la dulcísima Poesía, altos, graves y discretos, señora, el alma te envía

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envuelta entre mil sonetos. Si acaso no te importuna mi porfía, tu fortuna, de otras muchas envidiada, será por mi levantada sobre el cerco de la luna. La Poesía se desvió, y de la parte del Interés salió la Liberalidad. Después de hacer sus pasos de baile, dijo: —Llaman Liberalidad al dar que el extremo huye de la prodigalidad, y del contrario, que arguye tibia y floja voluntad. Más yo, por te engrandecer, de hoy más pródiga he de ser, que, aunque es vicio, es vicio honrado y de pecho enamorado, que en el dar echa de ver. De este modo salieron y se retiraron todas las dos figuras de las dos escuadras. Cada uno hizo su prestación y dijo sus versos, algunos elegantes y otros ridículos, y solo tomó de memoria don Quijote estos versos. Luego, todos se mezclaron haciendo y deshaciendo lazos con gran habilidad y desenvoltura. Cuando el Amor pasaba por delante del castillo, disparaba por alto sus flechas, pero el Interés quebraba en él alcancías3 doradas. Finalmente, después de haber bailado un buen momento, el Interés sacó un bolsón que le formaba el pellejo de un gran gato romano. El bolsón parecía estar lleno de dinero, y, arrojándolo al castillo, con el golpe se desencajaron las tablas y se cayeron, dejando a la muchacha descubierta y sin ninguna defensa. El Interés llegó con los actores de su bando, y, echándola una gran cadena de oro al cuello, mostraron prenderla, rendirla y cautivarla. Al ver eso, el Amor y sus valedores hicieron ademán de quitársela; y todas las demostraciones que hacían eran al sonido de los tamborinos, bailando concertadamente. Los salvajes los pusieron en paz, los cuales con mucha presteza volvieron a armar y a encajar las tablas del castillo. 3

Alcancía: Bola hueca de barro que los jinetes se lanzaban unos a otros en un juego.

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La muchacha se encerró en él de nuevo, y con esto se acabó la danza con gran alegría por parte de los que la miraban. Don Quijote preguntó a una de las jóvenes quien había compuesto y ordenado la danza. Ella le respondió que era un beneficiado de aquel pueblo, que tenía buena capacidad para semejantes invenciones. —Yo apostaré — dijo don Quijote— que el tal bachiller o beneficiado debe de ser más amigo de Camacho que de Basilio, y que debe de tener más de sátiras que de salmos: ¡bien ha representado en la danza las habilidades de Basilio y las riquezas de Camacho! Sancho Panza, que lo escuchaba todo, dijo: —Apuesto por el poderoso: a Camacho me atengo. —En fin —don Quijote dijo—, bien se parece, Sancho, que eres de aquellos que dicen: “¡Viva quien vence!” —No sé de los que soy —respondió Sancho—, pero bien sé que nunca sacaré de las ollas de Basilio tan elegante caldo como esta que he sacado de las de Camacho. Y le enseñó el caldero lleno de gansos y de gallinas, y, tomando una parte, comenzó a comer con mucho placer, y dijo: —¡A cuenta de las habilidades de Basilio!, uno vale lo que tiene, y tiene lo que vale. Hay en el mundo solo dos linajes, como decía una abuela mía, y son el tener y el no tener, aunque ella al del tener se atenía; y el día de hoy, mi señor don Quijote, antes se toma el pulso al haber que al saber: un asno cubierto de oro parece mejor que un caballo bien preparado. Así que vuelvo a

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decir que a Camacho me atengo, porque en sus ollas son abundantes de gansos y gallinas, liebres y conejos; y en las de Basilio, si acaso, agua sucia. —¿Has acabado tu discurso, Sancho? —dijo don Quijote. —Lo habré acabado —respondió Sancho—, porque veo que usted recibe pesadumbre con él; que si esto no se pusiera de por medio, habría para tres días. —Ojalá, Sancho -replicó don Quijote-, que yo te vea mudo antes de que me muera. —Al paso que llevamos —respondió Sancho—, antes que usted se muera yo estaré comiendo barro4, y entonces podrá ser que esté tan mudo que no hable hasta el fin del mundo, o, por lo menos, hasta el día del Juicio. —Aunque eso suceda, ¡oh Sancho! —respondió don Quijote—, nunca tu silencio llegará a donde ha llegado lo que has hablado, hablas y tienes de hablar en tu vida; y más, que está muy puesto en razón natural que llegue primero el día de mi muerte que el de la tuya. Así, jamás yo pienso verte mudo, ni aun cuando estés bebiendo o durmiendo, que es lo que puedo encarecer. —De verdad, señor —respondió Sancho—, que no hay que fiar en la muerte, que tanto come cordero como carnero; y a nuestro cura he oído decir que con igual pie pisaba las altas torres de los reyes como las humildes cabañas de los pobres. Esta señora tiene más poder que melindre: no hace ascos a nada, de todo come y a todo se acomoda, y de todo tipo de gentes, edades y autoridades llena sus bolsas. No es segador que duerme la siesta, sino que a todas horas siega, y corta así la seca como la verde hierba; y no parece que mastica, sino que traga todo lo que se le pone delante, porque tiene hambre canina, que nunca se harta5; y aunque no tiene barriga, da a entender que está sedienta de 4 5

Tierra mojada por el agua. Llena.

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beber sola las vidas de todos los que viven, como quien se bebe un jarro de agua fría. —No más, Sancho —dijo don Quijote a este punto—. Tente en buenas, y no te dejes caer, que en verdad lo que has dicho de la muerte por tus rústicos términos es lo que pudiera decir un buen predicador. Te digo, Sancho, que si como tienes buen natural y discreción, pudieras tomar un púlpito en la mano e irte por ese mundo predicando lindezas. —Bien predica quien bien vive —respondió Sancho—, y yo no sé otras teologías. —Ni las necesitas —dijo don Quijote—; pero yo no acabo de entender ni alcanzar cómo, siendo el principio de la sabiduría el temor de Dios, tú, que temes más a un lagarto que a Él, sabes tanto. —Hable usted, señor, de sus caballerías —respondió Sancho—, y no se meta en juzgar los temores o valentías ajenas. Tan gentil y temeroso soy yo de Dios como cada hijo de vecino; déjeme usted disfrutar de este caldo, y que lo demás son palabras ociosas, de que se nos debe pedir cuenta en la otra vida. Y, diciendo esto, Sancho empezó de nuevo a dar asalto a su caldero, con tan buenos alientos que despertó los de don Quijote, y sin duda le ayudara, si no lo impidiera lo que se va a contar.

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Capítulo duodécimo: De la extraña aventura que vivió don Quijote con el bravo Caballero de los Espejos

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L

La noche después del día de su encuentro con la Muerte, don Quijote y su escudero durmieron debajo de unos altos y umbrosos árboles. Gracias a la persuasión de Sancho, don Quijote comió las provisiones que el asno transportaba. Durante la cena, Sancho le dijo: —Señor, ¡podría calificarme de tonto si hubiera aceptado como regalo el botín de su primera aventura en lugar de las crías de las tres yeguas! En efecto, es mejor tener un pájaro en mano que esperar un buitre volando. —Pero, tú Sancho, —respondió don Quijote—, si me hubieras dejado atacar como quería, yo te habría ofrecido al menos la corona de oro de la Emperatriz y las pintadas alas de Cupido que le hubiera quitado.

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—Nunca los cetros y las coronas de las personas que representan a los emperadores en las comedias fueron realmente de oro puro sino de oropel u hoja de lata, —respondió Sancho Panza. —Eso es verdad —replicó don Quijote—, porque no sería lógico que los ornamentos de los comediantes fueran de materia pura. Sus ornamentos deben ser fingidos y aparentes a la imagen de la comedia. Referente a esta comedia, yo quiero, Sancho, que tú te la aprecies, y por consiguiente, a los comediantes y a las personas que la realizan, porque todos participan fuertemente en la edificación de la República. Ellos ponen delante de nosotros, a cada paso, un espejo a través del cual se exponen las acciones de la vida humana. Ninguna comparación podría representar mejor lo que nosotros somos y lo que debemos ser que la comedia y los comediantes. Si no, dime Sancho: ¿no has mirado tú alguna comedia en la que se introducen reyes, emperadores y pontífices, caballeros, damas y otros diversos personajes? Uno hace el rufián, otro el embustero, este el mercader, aquel el soldado, otro el simple discreto, otro el enamorado simple. Pero cuando se termina la comedia y ellos se quitan los vestidos, todos estos comediantes vuelven a ser iguales. —Sí, lo he visto —respondió Sancho.

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—Pues, —dijo don Quijote—, pasa en la comedia lo mismo que en este mundo en que unos hacen los emperadores y otros los pontífices. Al fin todas estas figuras que se pueden introducir en una comedia, cuando se termina su vida, la muerte les quita los vestidos que los diferenciaban unos de otros y vuelven a ser iguales en la tumba. —¡Excelente comparación! —exclamó Sancho—, aunque no es la primera vez que yo la he oído. Es similar a la comparación del juego de ajedrez en el que mientras dura el juego, cada pieza tiene una función particular. Pero cuando se termina el juego se mezclan todas las piezas, se juntan y barajan para finalmente echarlas en una bolsa. Esto es como si se pasaran las piezas de la vida a la muerte. —Te vas haciendo cada día menos inocente y más sabio, Sancho,afirmó don Quijote. —Sí, claro que he aprendido algo de la sabiduría de usted —respondió Sancho—, las tierras que naturalmente no son fértiles acaban por dar buenos frutos cuando se abonan con fertilizantes y se cultivan. Quiero decir que conversar con usted ha sido el abono que ha enriquecido mi espíritu árido y su cultivo dura desde el tiempo que yo sirvo a usted y ando a su lado. Con esto espero tener frutos que sean frutos de bendición. Es decir frutos que no se alejen del camino de la buena educación que usted me ha dado. Don Quijote se puso a reír de las explicaciones gratificantes de Sancho. Pero le pareció ser la verdad lo que decía en cuanto a su progreso. En efecto, de vez en cuando, Sancho le impresionaba cuando hablaba, aunque casi cada vez que quería expresarse bien como un cortesano, su inocencia y su ignorancia hacían que se precipitara y arruinara el discurso. La cosa en la que más elegancia y memoria mostraba era cuando citaba, con razón o no, proverbios como lo vimos y lo veremos en el desarrollo de esta historia. Esta conversación y otras entre Sancho y don Quijote ocuparon gran parte de la noche. Finalmente, Sancho tuvo la gana de dejar caer las

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compuertas de los ojos, como él decía cuando quería dormir. Entonces, desató el asno y lo dejó comer libremente las hierbas. En cuanto a Rocinante, no le quitó la silla conforme a la orden expresa de su señor, quien no quería que durante todo el tiempo en que estuvieran en campaña o no durmiesen bajo techo se quitara la silla de Rocinante. Este antiguo uso establecido fue guardado por los caballeros andantes. Se podía quitar el freno y colgarlo del arzón de la silla, pero quitar la silla al caballo, ¡ni hablar! Así, lo hizo Sancho, y le dio la misma libertad que al asno. La amistad de este asno con Rocinante fue tan única y tan íntima que tuvo mucha fama y fue conservada por tradición de padres a hijos. El autor de esta historia real dedicó primero capítulos significativos a esta amistad, y luego, para guardar la decencia y la dignidad que convienen a una historia tan heroica, los suprimió. Sin embargo, algunas veces, se libera de esta resolución, y escribe por ejemplo que, desde que las dos bestias tenían la oportunidad de juntarse, se apresuraban a rascarse el uno al otro, y cuando estaban cansados y satisfechos, Rocinante colocaba su cuello como una cruz sobre el cuello del asno. Los dos, mirando atentamente al suelo tenían la costumbre de estar en esta posición tres días, o a lo menos durante todo el tiempo que les dejaban o que no les obligaba el hambre a buscar comida. Según lo que se contó, el autor había comparado la amistad entre Rocinante y el asno a la amistad de Niso y Euríalo, y a la de Pílades y Orestes. Con esto se podía notar, para la admiración general, cómo debió ser de sólida la amistad entre estos dos animales pacíficos contrariamente a la confusión de los hombres, quienes no logran conservar sus amistades. No se ha de pensar de ninguna manera que el autor se hubiera equivocado de camino cuando hizo la comparación entre la amistad de estos animales y la de los hombres, porque los hombres han recibido de los animales muchas advertencias y han aprendido otras muchas cosas importantes. Por ejemplo, han aprendido de los perros, las purgas y la gratitud, de las grullas, la vigilancia, de las hormigas, la providencia, de las cigüeñas, las lavativas, de los elefantes, la honestidad, y del caballo, la lealtad.

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Finalmente, Sancho se puso a dormir al pie de un alcornoque1, y don Quijote dormitaba debajo de una robusta encina2. Hacía poco tiempo que dormitaba cuando sintió un ruido detrás. Se levantó con sobresalto y se puso a mirar y a escuchar de dónde venía el ruido. Vio dos hombres a caballo, uno de ellos, bajándose de la silla, dijo al otro: —Pon los pies al suelo, amigo, y quita los frenos a los caballos; este lugar, a mi parecer abunda tanto en hierbas para ellos como en silencio y soledad necesarios para mis amorosos pensamientos. Mientras decía esto, se tendía al mismo momento en el suelo; y cuando se acostaba, las armas que tenía hicieron ruido. Gracias a esta manifiesta señal, don Quijote supo que probablemente era un caballero andante. Se acercó a Sancho que dormía, le sacudió del brazo y con voz baja le dijo: —Hermano sancho, tenemos una aventura. —¡Ojalá nos la dé buena Dios! —respondió Sancho—, ¿Pero dónde está, señor mío, esa buena señora aventura? —¿Dónde, Sancho? —replicó don Quijote—, vuelve los ojos y 1 2

Una especie de árbol. Una especie de árbol.

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mira por allí, verás tendido en el suelo un caballero andante. A mi parecer, no debe de estar muy alegre, porque le vi bajar del caballo y tenderse en el suelo con algunos signos de tristeza. También, cuando cayó, oí el ruido de sus armas. —Pero, ¿qué le hace pensar, señor, que sea esta una aventura? —preguntó Sancho. —Yo no quiero decir —respondió don Quijote— que sea una aventura completa sino que será el comienzo de una aventura puesto que así es como comienzan las aventuras. Pero escucha, me parece que está acordando un laúd o algo por el estilo, y su manera de escupir y limpiarse el pecho muestra que debe de prepararse para cantar algo. —A buena fe, así es —respondió Sancho—, y debe de ser un caballero enamorado. —No existe caballero andante que no lo sea -dijo don Quijote-. Pero escuchémoslo, si canta, por el hilo de su voz captaremos la finalidad de sus pensamientos porque de la abundancia del corazón habla la lengua.

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Quería replicar Sancho a su amo, pero la voz del Caballero del Bosque, que no era muy mala ni muy buena, lo impidió. Sorprendidos, todos los dos oyeron que lo que cantó fue este soneto: - Deme señora, una línea que seguir, trazada según su voluntad; la mía se conformará a ella con la máxima fidelidad. Si usted quiere que, callando mi pena, me muera, cuénteme ya por muerto: si usted quiere que yo se la cuente de un modo inhabitual, haré que el mismo amor hable por mí. De pruebas y adversidades estoy hecho, de blanda cera y de diamante duro, y mi alma sabe conformarse con las leyes del amor. Blando o duro, poco importa, yo le ofrezco mi corazón: grabe o imprima lo que le dé gusto, que juro guardarlo eternamente. Con un ¡ay! arrancado, al parecer, del fondo de su corazón, el Caballero del Bosque terminó su canto. Luego, después de un corto momento, con una voz de dolor y queja, dijo: —¡Oh la más bella y la más ingrata de las mujeres del universo! ¿Cómo es posible, serenísima Casildea de Vandalia, que aceptes que se consuma y se muera en continuas peregrinaciones, en rudos y duros trabajos, este caballero que has cautivado? ¿No es suficiente el que yo haya permitido que todos los caballeros de

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Navarra, de León, de Tartesia, de Castilla y finalmente de la Mancha te reconozcan como la más bella del mundo? —Eso no —replicó don Quijote a esta exageración—, yo soy de la Mancha, pero jamás he reconocido tal cosa. No podría confesar una cosa tan perjudicial a la belleza de mi señora. Ves, Sancho, este caballero dice cosas incoherentes, pero escuchemos, es posible que nos dé más informaciones sobre su persona. —Claro que lo hará —replicó Sancho— porque está a punto de quejarse durante un mes entero. Pero no fue el caso, porque el Caballero del Bosque, al oír que unas personas hablaban cerca de él, interrumpió su lamentación, se levantó y dijo con voz sonora y respetuosa: —¿Quién va allá? ¿Hay gente? ¿Será gente del número de los contentos, o gente del número de los afligidos? —De los afligidos -respondió don Quijote. —Pues, venga —replicó el Caballero del Bosque—, y se dará cuenta de que se acerca a la misma tristeza y aflicción.

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Don Quijote, que vio que le respondía con tanta sensibilidad y respeto, se acercó a él, y Sancho también. El caballero que se lamentaba tomó el brazo de don Quijote y le dijo: —Siéntese aquí, señor caballero. Para adivinar que usted es caballero y forma parte de los que se dedican a la caballería andante, me ha bastado encontrarle en este lugar, donde la soledad y la naturaleza que le hacen compañía constituyen lechos naturales y viviendas ordinarias de los caballeros andantes. A eso, respondió don Quijote: —Soy caballero, y de la profesión que usted dice; y aunque las tristezas, las desgracias y las desventuras han llenado mi alma, no han podido hacer huir de ella la compasión que yo tengo para con las desgracias de las demás personas. De lo que usted contaba hace poco tiempo, yo he notado que sus penas son amorosas. Quiero decir que nacieron del amor que usted tiene por esta bella ingrata que usted nombró en sus lamentaciones.

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Capítulo duodècimo

Cuando hablaban los dos caballeros, estaban sentados uno al lado del otro sobre la tierra dura, tranquila e inteligentemente como si al amanecer no se hubieran de romper las cabezas. —Por casualidad, señor caballero —preguntó el Caballero del Bosque a don Quijote—, ¿es usted enamorado? —Por desgracia lo soy —respondió don Quijote—; aunque los sufrimientos que nacen de un amor profundo deben ser considerados ante todo como gracias y no desgracias. —Eso es verdad —replicó el Caballero del Bosque—, a condición de que los desdenes no afecten nuestra razón y juicio, porque cuando son muchos pueden conducir a acciones semejantes a la venganza. —Nunca fui desdeñado de mi señora —respondió don Quijote. —No, evidentemente —dijo Sancho, que estaba cerca de don Quijote—, porque nuestra señora es mansa como un cordero y es más blanda que una manteca. —¿Es su escudero este? -preguntó el Caballero del Bosque. —Sí —respondió don Quijote. —Nunca yo he visto escudero —replicó el Caballero del Bosque— que se atreva a hablar donde habla su amo; ahí está el escudero mío, que es tan grande como su padre, y no se probará que haya abierto la boca donde yo hablo. —Pues claro está —dijo Sancho—, que he hablado yo, y también puedo hablar delante de cualquier otro caballero... El escudero del Caballero del Bosque cogió del brazo a Sancho y le dijo: —Vámonos a un lugar donde podamos hablar tranquilamente entre escuderos de todo lo que queramos. Dejemos a estos señores, nuestros amos, que se cuenten las historias de sus amores, estoy seguro de que amanecerá sin que ellos hayan terminado. —Con gusto —dijo Sancho—; y yo aprovecharé para decirle quién soy, para que vea si pueden contarme entre los más hablantes escuderos. Con esto se apartaron los dos escuderos, y pasó entre ellos una tan graciosa conversación como fue grave la que pasó entre sus dos señores.

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Capítulo décimo tercero: Donde se manifestó el extremo y último punto que alcanzó o pudo alcanzar la extraordinaria valentía de don Quijote en el afortunado fin de la aventura de los leones

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E

En la historia se cuenta que don Quijote llamaba a Sancho para que trajera su casco. Este estaba comprando unos ricos quesos blancos con los pastores. Pero con la gran presión de su amo quien gritaba, no supo qué hacer de los quesos blancos, ni en qué recipiente traerlos. Finalmente, para no perderlos porque ya los había pagado, decidió ponerlos en el fondo del casco de su amo. Luego, después de este buen paseo, regresó para saber lo que le quería don Quijote, quien le dijo: —Dame, amigo mío, el casco porque ya sé poco en materia de aventuras o la que descubro por allí va a obligarme a tomar mis armas. El hombre vestido de Gabán Verde que oyó estas palabras, miró por todas partes y solo descubrió un carro que venía hacia ellos con dos o tres pequeñas banderas. Él concluyó que el carro transportaba el dinero del rey y dio esta información a don Quijote pero este no lo creyó porque estaba convencido de que todo lo que le ocurría debía ser aventuras y siempre aventuras. Así que respondió al hidalgo: —Hombre apercibido, medio combatido: yo no pierdo nada en prepararme porque sé por experiencia que tengo enemigos visibles e invisibles, y no sé cuándo, ni adónde, ni en qué tiempo, ni en qué figuras me han de atacar. Entonces, al volverse hacia Sancho, le pidió su casco. Como este no había tenido el tiempo de retirar los quesos blancos, fue obligado a dárselo tal como era. Don Quijote, sin darse cuenta de lo que estaba en el interior del casco, lo puso rápidamente sobre la cabeza. Pero, como

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Capítulo décimo tercero

los quesos se hacían líquidos a causa de la presión y del calor, la leche que contenían comenzó a correr por todo el rostro y las barbas de don Quijote. Tuvo tanto miedo que preguntó a Sancho: —¿Qué es esto, Sancho, que parece que los cascos son más blandos, o se me vuelve liquido el cerebro, o que sudo de los pies a la cabeza? Y si es que sudo, de verdad que no es de miedo; sin duda creo que es terrible la aventura que ahora voy a tener. Dame algo para limpiarme, si tienes, porque el abundante sudor me ciega los ojos. Sancho no dijo nada, le dio un paño y agradeció a Dios de que su amo no se hubiese dado cuenta. Don Quijote se limpió el rostro y se quitó el casco para ver qué cosa era la que le enfriaba la cabeza. Cuando descubrió aquellas sustancias blancas en el interior del casco, las acercó a sus narices, y al olerlas dijo: —Por la vida de mi señora Dulcinea del Toboso, que son quesos que tú me has puesto dentro del casco, un traidor, canalla y escudero mal educado. A esto, Sancho respondió con gran calma y disimulación. —Si son quesos, démelos señor, y me los comeré… Pero que los coma el diablo, que es quien probablemente los puso ahí. ¿Piensa

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usted, señor, que yo me atrevería a ensuciar su casco? ¡Usted tiene encontrado el perfecto culpable! De verdad, señor, Dios me hace comprender que es posible que haya encantadores que me persiguen porque soy criatura y miembro de usted. Probablemente, ellos han puesto en su casco esa inmundicia para convertir en cólera su paciencia, y hacerme castigar, como suele ocurrir. Pero, de verdad, esta vez ellos se han fatigado por nada, porque yo tengo confianza en el espíritu de discernimiento de mi señor, que habrá notado que yo ni tengo quesos, ni leche, ni otra cosa semejante, y que si la tuviera, la pondría más bien en mi estómago que en su casco. —Todo es posible —dijo don Quijote. El hidalgo miraba toda la escena y quedó sorprendido especialmente cuando don Quijote, después de limpiar su cabeza, su rostro, su barba y el casco, lo puso sobre la cabeza, se sentó bien en los estribos, reclamó su espada, tomó la lanza y dijo: —Ahora, pase lo que pase, estoy listo para afrontar al mismo Satanás en persona. En este mismo momento, llegó el carro de las banderas. En el interior, solo estaba el carretero montado en las mulas y un hombre sentado en la delantera. Don Quijote les cortó el camino y dijo:

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Capítulo décimo tercero

—¿Adónde vais, hermanos? ¿Qué carro es este? ¿Qué lleváis en él y qué banderas son estas? A estas preguntas el carretero respondió: El carro es mío; lo que va dentro son dos bravos leones en jaulas que el general de Orán envía a la corte para ofrecerlos a su Majestad. En cuanto a las banderas, son de nuestro señor, es decir el rey, para señalar que lo que va en este carro es cosa suya. —Y ¿son grandes los leones? -preguntó don Quijote. —Tan grandes que nunca han venido mayores ni tan grandes de África a España —respondió el hombre que iba a la puerta del carro. Yo soy el leonero, y ya he venido con otros, pero ninguno como estos. Son hembra y macho, el macho está en la jaula de delante y la hembra en la de atrás. Actualmente tienen hambre porque no han comido hoy. Hace falta pues que usted nos deje pasar, porque es necesario que lleguemos rápidamente donde podamos darles de comer. Ante estas palabras, don Quijote, sonriéndose un poco, dijo: —¿Leoncitos a mí? ¿Leones pequeños, y a tales horas? Pues, por Dios, esos señores que os envían aquí van a ver si soy un hombre que tiene miedo a leones. Baje del carro, buen hombre, ya que usted es el leonero, ábrame esas jaulas y écheme esas bestias fuera. En medio de esta campaña, les daré a conocer quién es don Quijote de la Mancha, a pesar y en presencia de los encantadores que me los envían. —¡Ta, ta! —dijo en este momento a sí mismo el hidalgo— nuestro buen caballero demuestra ahora quién es él. Los quesos blancos, sin duda, le han ablandado el casco y madurado el cerebro. En este momento llegó Sancho y le dijo: —Señor, en nombre de Dios, haga usted de manera que mi señor don Quijote no ataque estos leones; si los ataca, nos harán pedazos a todos.

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—Pues; ¿su amo es tan loco —respondió el hidalgo—, que teme y cree que va a atacar a estos fieros animales? —No es loco —respondió Sancho—, sino atrevido. —Yo haré que no lo sea —replicó el hidalgo. Y, acercándose a don Quijote, que estaba obligando al leonero a abrir las jaulas, le dijo: —Señor caballero, los caballeros andantes deben intentar las aventuras que presentan posibilidades de realización y no aquellas que quitan toda esperanza. El valor que va hasta la temeridad es más cerca de la locura que de la valentía. Además, estos leones no vienen contra usted, ni lo sueñan. Son regalos para su Majestad, y no estará bien detenerlos e impedir su viaje. —Vaya, señor hidalgo —respondió don Quijote—, a ocuparse de su perdigón manso y su hurón atrevido, y deje a cada uno hacer su trabajo. Este es el mío, y yo sé si vienen a mí, o no, estos señores leones. Luego, volviéndose al leonero, amenazó: —¡Juro a Dios, don bellaco, que si no abre enseguida estas jaulas, con esta lanza le voy a coser con el carro! El carretero que vio la determinación de aquella armada , le dijo: —Señor mío, le pido perdón, por caridad, déjeme desatar las mulas y encontrar con ellas un lugar seguro antes que los leones se escapen. Porque si los leones me las matan, estaré perdido por completo, pues no tengo otra fortuna que este carro y estas mulas. —¡Oh hombre de poca fe! —respondió don Quijote—, baja, desata tus mulas, y haz lo que quieras, ahora mismo verás que

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Capítulo décimo tercero

habrás trabajado inútilmente y que podías haberte ahorrado este esfuerzo. El carretero bajó y desató rápidamente sus mulas, y el leonero dijo a grandes voces: —Yo les tomo a todos por testigos que contra mi voluntad y forzado abro las jaulas y libero los leones. E informo a este señor que todo el mal y prejuicio que causen estas bestias correrá por su cuenta, incluso mis salarios y derechos. Señores, váyanse a encontrar un lugar seguro para ustedes antes de que abra las jaulas, estoy seguro de que no me harán daño. El hidalgo intentó otra vez convencer a don Quijote para que no hiciera parecida locura porque era tentar a Dios hacer tal tontería. Don Quijote le respondió que él sabía lo que hacía. El hidalgo le respondió que lo pensara bien, porque a su parecer se equivocaba. —Ahora, señor —dijo don Quijote—, si usted no quiere ser espectador de lo que a su parecer será una tragedia, tome la yegua gris y póngase en un lugar seguro. Cuando Sancho oyó esto, con lágrimas en los ojos le suplicó que abandonara tal aventura más peligrosa que todas aquellas que habían visto y vivido antes: la aventura de los molinos de viento, la temerosa aventura de los batanes, y todas las hazañas realizadas en el curso de su vida. —Mire, señor, —decía Sancho—, que aquí no hay encanto ni cosa que lo parezca. Solo yo he visto a través de las verjas y resquicios de la jaula una uña de león verdadero y de ello he concluido que un león con semejante uña es más grande que una montaña. —Veamos, el miedo —respondió don Quijote—, te hará fácilmente pensar que este león es más grande que la mitad del mundo. Retírate, Sancho, y déjame; y si muero aquí, ya sabes nuestro antiguo acuerdo: irás a ver a Dulcinea, y no necesito decirte más.

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Añadió a estas otras razones, con las cuales quitó a todos la esperanza de abandonar su absurda resolución. El hombre del Gabán Verde hubiera querida oponerse, pero sus armas eran desiguales y no le pareció prudente luchar contra un loco como don Quijote. Este, dirigiéndose de nuevo al leonero, reiteró sus amenazas y dejó al hidalgo marcharse con la yegua, Sancho con el asno y el carretero con sus mulas, intentando todos alejarse lo más posible del carro, antes de que los leones salieran de sus jaulas. Sancho lloraba la muerte de su señor, pensando que esta vez terminaría en las garras de los leones; maldecía su estrella y lamentaba la hora en que le vino al pensamiento volver a servir a don Quijote. Pero, mientras lloraba y se lamentaba, seguía dando golpes al asno para que se alejase del carro. Cuando el leonero vio que los que huían estaban bastante lejos, volvió a requerir y a intimar a don Quijote lo que ya le había requerido e intimado, el cual respondió que lo oía, y que bastaba de intimidaciones y reprimendas, porque todo eso no valía la pena, y que más bien liberara rápidamente los leones. Mientras el leonero se esforzaba por abrir la primera jaula, don Quijote estuvo pensando si sería mejor hacer la batalla a pie o a caballo. Finalmente, decidió hacerla a pie, de miedo a que Rocinante su caballo se asustara con la vista de los leones. Por esta razón saltó del caballo, arrojó la lanza,

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Capítulo décimo tercero

asió el escudo, y, con la espada en la otra mano, paso ante paso, con maravillosa valentía y bravura, se fue a poner delante del carro, pidiendo de todo corazón la protección de Dios, y luego la de su señora Dulcinea. Es necesario saber que al llegar a esta parte de su relato, el autor de esta verdadera historia, exclama y dice: “¡Oh valiente y, por encima de toda expresión, valeroso don Quijote de la Mancha, espejo en que todos los valientes del mundo pueden mirarse, segundo y nuevo don Manuel de León, que fue la gloria y el honor de los caballeros españoles! ¿Con qué palabras contaré esta hazaña tan espantosa, o con qué razones la haré creíble a las futuras generaciones, o qué elogios podrían convenirle, aunque fueran hipérboles sobre hipérboles? Tú a pie, tú solo, tú intrépido, tú magnánimo, con solo una espada en la mano, que no era una de estas espadas cortantes, con un escudo que no era de acero limpio y muy luciente, estás esperando firmemente los dos leones más fieros que jamás criaron las selvas africanas. Valeroso don Quijote de la Mancha, que tus mismos hechos hagan tus elogios, yo los dejo aquí porque me faltan palabras para hacerlo”. Aquí, tomó fin la exclamación del autor y retomó la historia donde la había dejado. Dijo que, cuando el leonero vio que don Quijote estaba en posición y estaba él obligado a abrir la jaula al león macho, para evitar sufrir el furor del indignado y atrevido caballero, abrió grandemente la primera jaula en que se encontraba, como se ha dicho, el león macho. El animal pareció extraordinariamente grande con un aspecto espantable y feo. La primera cosa que hizo el león fue volver y revolverse en la jaula donde se acostaba, tender la garra y estirarse de todo el cuerpo. Luego, abrió la boca, bostezó lentamente, y, sacando fuera casi dos palmos de lengua, se frotó los ojos y se lavó el rostro. Después de hacer esto, sacó la cabeza fuera de la jaula y

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miró a todas partes con ojos ardientes como brasas, mirada y gestos para espantar a la misma temeridad. Don Quijote lo miraba atentamente, deseando que saltara del carro y viniera a luchar con él, dispuesto a hacerlo pedazos. Hasta aquí llegó el extremo de su gran locura. Pero el generoso león, más tranquilo que arrogante, ignoró las niñerías y provocaciones de don Quijote. Cuando terminó de mirar a todas partes, volvió las espaldas, enseñó su trasero a don Quijote, y con una sangre fría notable, volvió a entrar en la jaula. Viendo esto, don Quijote ordenó al leonero que le diera de palos al león para irritarlo y hacerlo salir. —Yo no haré eso —respondió el leonero—, porque si yo le irrito, el primero a quien hará pedazos será a mí mismo. Que usted, señor caballero, se contente con lo que acaba de hacer, porque es imposible hacer más en términos de valentía; no busque tentar la suerte una segunda vez. El león tiene su puerta abierta, la decisión de salir o no depende de él; pero si no ha salido hasta ahora, eso significa que no saldrá durante todo este día. Sin embargo, está muy claro que usted ha manifestado su grandeza de espíritu. Ningún bravo, según sepa yo, está obligado a hacer más que a desafiar a su enemigo y esperarle en campaña. Si el enemigo no viene, sobre él cae el deshonor mientras el combatiente presente gana la corona de la victoria.

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Capítulo décimo tercero

—Esto es la verdad —respondió don Quijote—, cierra la puerta, amigo mío y dame un testimonio en la mejor forma posible para atestar lo que tú me has visto hacer aquí. Es decir que tú abriste la jaula del león, yo esperé al león, pero no salió, y otra vez le esperé, no salió, sino que volvió a acostarse. No puedo hacer más, y afuera los encantos, y que Dios ayude a la razón y a la verdad, y a la verdadera caballería. Cierra la puerta, como he dicho, mientras llamo a los ausentes que estaban huyendo, para que escuchen de tu boca mi hazaña. El leonero lo hizo, y don Quijote puso en la extremidad de su lanza el pañuelo con el que había limpiado la lluvia de queso blanco en su rostro, y comenzó a llamar a los que continuaban huyendo y volviendo la cabeza a cado paso, todos agrupados en torno al hidalgo. Fue Sancho quien logró ver la señal del pañuelo blanco y dijo: —Que me maten si mi señor no ha vencido a las fieras bestias, porque nos llama. Todos los tres se pararon, y reconocieron que la persona que hacía los signos era realmente don Quijote. Dejando un poco de lado su miedo, se acercaron poco a poco hasta donde claramente oyeron las voces

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de don Quijote, que los llamaba. Finalmente, volvieron al carro, y, cuando llegaron, don Quijote dijo al carretero: —Hermano, vuelva a atar sus mulas y continuar su viaje. Tú, Sancho, dale dos escudos de oro, para él y para el leonero, en compensación del tiempo perdido por mi culpa. Yo les daré con mucho placer -respondió Sancho-; pero, ¿qué pasó con los leones? ¿Están muertos o vivos? Entonces el leonero contó lenta y detalladamente el fin de la batalla, exagerando lo mejor posible la valentía de don Quijote. Contó que a la vista de don Quijote, el león asustado ni se atrevió a salir de la jaula, puesto que había tenido abierta la puerta un buen momento. También añadió que él dijo al caballero que el hecho de querer irritar al león para que saliera por fuerza era una manera de tentar a Dios. Don Quijote quería que se irritara, a pesar suyo y contra toda su voluntad aceptó que se cerrara la puerta. —¿Qué te parece esto, Sancho? —dijo don Quijote—. ¿Hay encantos que triunfen contra la verdadera valentía? Los encantadores bien podrán quitarme la buena suerte pero nunca el esfuerzo y el valor. Sancho dio los dos escudos de oro, el carretero ató sus bestias y el leonero besó las manos de don Quijote por el regalo recibido, prometiéndole contar su valerosa hazaña al mismo rey cuando en la corte se viera. —Pues, si Su Majestad preguntara quién lo hizo, dígale que fue el Caballero de los Leones, porque a partir de ahora yo quiero que este nombre reemplace el que he tenido hasta aquí, es decir el nombre de Caballero de la Triste Figura. De este modo, me conformo a la antigua costumbre de los caballeros andantes que cambiaban sus nombres cuando querían o cuando les parecía conveniente. El carro siguió su camino, y don Quijote, Sancho y el hombre del Gabán Verde prosiguieron el suyo. Durante todo este tiempo, don Diego de Miranda no había dicho nada, bien atento a mirar y a notar los hechos y palabras de don Quijote,

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Capítulo décimo tercero

que le parecía ser un hombre loco, pero un loco dotado de espíritu de discernimiento. Él no estaba informado de la primera parte de la historia de don Quijote; porque si la hubiera leído, cesaría la admiración en que lo ponían sus hechos y palabras, pues ya sabría el género de su locura. Pero como no conocía esta parte de la historia, unas veces consideraba a don Quijote como un hombre sensato y otras veces como un loco, porque lo que hablaba era razonable, elegante y bien dicho, y lo que hacía era extravagante, temerario y absurdo. El hidalgo se decía a sí mismo: —¿Qué locura más grande puede existir que la de ponerse sobre la cabeza un casco lleno de quesos y luego imaginarse que los encantadores le ablandaban el cráneo? Y ¿qué temeridad y tontería más grande puede existir que la de querer luchar con leones? Don Quijote puso fin a las imaginaciones y al monólogo de don Diego de Miranda diciéndole: —¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que usted no me vea como hombre insensato y un loco? Y eso no me sorprendería porque mis acciones no pueden atestar otra cosa. Sin embargo, yo quiero que usted sepa que no soy tan loco ni tan tonto como debo de haberle parecido. Bien parece un valeroso caballero, delante de su rey, y en medio de una gran plaza, dar con éxito un golpe de lanza a un bravo toro; bien parece un caballero, armado de resplandecientes armas, pasar en la arena delante de las señoras durante alegres combates, y bien parecen todos aquellos caballeros que en fingidos ejercicios militares, entretienen y alegran, y, si se puede decir, honran las cortes de sus príncipes. Pero encima de todos estos caballeros, parece mejor un caballero andante, que anda por los desiertos, las soledades, las encrucijadas, las selvas y los montes en busca de peligrosas aventuras, con la intención de darles un buen fin, solo por obtener una fama gloriosa y duradera. Yo afirmo que un caballero andante socorriendo a una viuda en alguna región desértica parece mejor que un caballero cortesano seduciendo a una joven señorita en las ciudades. Todos los caballeros tienen sus particulares ejercicios:

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el caballero cortesano sirve a las señoras, realza la corte de su rey, alimenta los caballeros pobres con el espléndido plato de su mesa, proyecta combates, mantiene torneos y se muestra grande, liberal, magnífico, y sobre todo buen cristiano. Así cumple con sus obligaciones que son precisas, contrariamente al caballero andante quien busca los rincones del mundo, anda por los cominos más complicados en que encuentra dificultades para orientarse. A cada paso, enfrenta lo imposible, resiste en medio de desiertos los ardientes rayos del sol durante el verano y la inclemencia de los vientos, y los hielos durante el invierno, no tiene miedo a los leones, ni le asustan vampiros y endriagos, porque buscar estos, afrontar aquellos y vencerlos a todos son sus principales y verdaderos ejercicios. Pues, yo, ya que el destino ha querido que sea miembro de la caballería andante, no puedo dejar de hacer todo lo que creo que me corresponde. Así, me tocaba atacar estos leones, puesto que conocí ser temeridad muy fuerte, porque realmente yo sé lo que es valentía. Se trata de una virtud que se encuentra entre dos extremos viciosos, como son la cobardía y

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Capítulo décimo tercero

la temeridad. Pero menos mal será que el hombre valiente suba hasta el punto de ser temerario en vez de bajar hasta el punto de ser cobarde. Así igual que es más fácil al hombre pródigo ser liberal que al avaro, es más fácil al temerario que al cobarde subir a la verdadera valentía. Tocante a lo de enfrentar aventuras, créame señor don Diego, se pierde más reculando que avanzando porque mejor suena en las orejas de la gente cuando se dice que ‘’este caballero es temerario y atrevido’’ que ‘’ este caballero es tímido y cobarde’’. —Yo le digo, señor don Quijote —respondió don Diego—, que todo lo que usted ha dicho y hecho es conforme a la razón y estoy convencido de que si las leyes y los reglamentos de la caballería andante debieran de perderse, se conservarían intacto en su corazón como en su depósito natural y en sus archivos. Ahora se hace tarde, démonos prisa para que lleguemos a mi pueblo y a mi casa donde usted podrá descansar del trabajo realizado. Si este trabajo no ha sido del cuerpo, ha sido del espíritu, lo que suele provocar el cansancio del cuerpo. —Considero su invitación como un gran honor, gracias, señor don Diego —respondió don Quijote. Pues, acelerando más con sus caballos, sobre las dos de la tarde llegaron al pueblo y a la casa de don Diego, al que don Quijote llamaba el caballero del Gabán Verde.

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Capítulo décimo cuarto: Cómo don Quijote y Sancho llegaron a su aldea

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Durante todo aquel día, esperando la noche, don Quijote y Sancho estuvieron en aquel lugar y mesón: uno, para acabar en la campaña rasa la serie de su disciplina, y el otro, para ver el fin de esa disciplina, en el cual consistía el de su deseo. Llegó al mesón un caminante a caballo, con tres o cuatro criados, uno de los cuales dijo al que parecía su señor: —Aquí puede usted, señor don Álvaro Tarfe, pasar hoy la siesta: el mesón está limpio y fresco.

Oyendo esto don Quijote, le dijo a Sancho: —Mira, Sancho, cuando yo leí aquel libro de la segunda parte de mi historia, me parece que encontré allí este nombre don Álvaro Tarfe. —Bien podrá ser -respondió Sancho-. Vamos a dejarle bajar, después se lo preguntamos. El caballero bajó, y el posadero le dio una habitación sala baja y bien decorada frente a la de don Quijote. Se vistió el recién venido

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Capítulo décimo cuarto

caballero con trajes de verano, y, salió al vestíbulo del mesón, que era espacioso y fresco. Por allí se paseaba don Quijote. Le preguntó: —¿Adónde va usted, señor gentilhombre? Y don Quijote le respondió: —A una aldea que está aquí cerca, de donde soy natural. Y usted, ¿Adónde va? —Yo, señor —respondió el caballero—, voy a Granada, que es mi patria. —¡Y buena patria! —replicó don Quijote—. Pero, dígame señor, por cortesía, su nombre, porque me parece importante saberlo. —Mi nombre es don Álvaro Tarfe —respondió el huésped. A lo que replicó don Quijote: —Sin duda alguna pienso que debe de ser usted aquel don Álvaro Tarfe que anda impreso en la Segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha, recién impresa y dada a la luz del mundo por un autor moderno.

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—Soy yo —respondió el caballero—, y el tal don Quijote, sujeto principal de la tal historia, fue grandísimo amigo mío, y yo fui el que le sacó de su tierra, o, a lo menos, le incitó a venir a unos combates que se hacían en Zaragoza, adonde yo iba. De verdad le di muchas muestras de amistad. —Y, dígame usted, señor don Álvaro, ¿parezco yo a ese don Quijote del que usted habla? —No, por cierto —respondió el huésped- en ninguna manera. —Y ese don Quijote, el vuestro, ¿iba con un escudero llamado Sancho Panza? —Sí —respondió don Álvaro—; y, aunque tenía fama de ser muy gracioso, nunca le oí decir gracia que la tuviera. —Eso creo yo muy bien —dijo a propósito Sancho—, porque el decir gracias no es para todos, y ese Sancho que dice usted, señor gentilhombre, debe de ser algún grandísimo ladrón. Soy el verdadero Sancho Panza, tengo más gracias que si llovieran; y si no, haga señor la experiencia, andando conmigo, por los menos un año, y verá que se me caen a cada paso, y tales y tantas que, sin saber yo las más veces lo que me digo, hago reír a cuantos me escuchan; y el verdadero don Quijote de la Mancha, el famoso, el valiente y el discreto, el enamorado, el defensor de los ofendidos, el tutor de pupilos y huérfanos, el amparo de las viudas, el matador de las señoritas, el que tiene por única señora, a la que no tiene par, Dulcinea del Toboso, es este señor que está presente, que es mi amo; cualquier otro don Quijote y cualquier otro Sancho Panza es burlería y cosa de sueño. —¡Por Dios que lo creo —respondió don Álvaro—, porque más gracias habéis dicho, amigo, en cuatro razones que habéis hablado, que el otro Sancho Panza en cuantas yo le oí hablar, que fueron muchas! Más tenía de comilón que de bien hablado, y más de tonto que de gracioso. Estoy seguro de que los encantadores que persiguen a don Quijote el bueno han querido perseguirme

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Capítulo décimo cuarto

a mí con don Quijote el malo. Pero no sé qué me diga; que osaré yo jurar que le dejé metido en el manicomio, en Toledo, para que le curen, y ahora aparece inesperadamente aquí otro don Quijote, aunque bien diferente del mío. —Yo —dijo don Quijote— no sé si soy el bueno, pero puedo decir que no soy el malo; para prueba de eso, quiero que sepa usted, mi señor don Álvaro Tarfe, que en todos los días de mi vida no he estado en Zaragoza; antes, por haberme dicho que ese don Quijote fantástico se había hallado en los combates de esta ciudad, no quise yo entrar en ella, por sacar a las barbas del mundo su mentira; y así, me fui directamente a Barcelona, archivo de la cortesía, casa de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia agradable de amistades sólidas, y, en sitio y en belleza, única. Finalmente, señor don Álvaro Tarfe, yo soy don Quijote de la Mancha, el mismo que dice la fama, y no ese desventurado que ha querido usurpar mi nombre y hacerse honor con mis pensamientos. Le suplico a usted, por lo que debe a ser caballero, sea servido de hacer una declaración ante el alcalde de este lugar, de que usted no me ha visto en todos los días de su vida hasta ahora, y de que yo no soy el don Quijote impreso en la segunda parte, ni este Sancho Panza mi escudero es aquél que conoció usted. —Eso haré yo de muy buena gana —respondió don Álvaro—-, puesto que causa admiración ver dos don Quijotes y dos Sanchos a un mismo tiempo, tan conformes en los nombres como diferentes en las acciones; y vuelvo a decir y me afirmo que no he visto lo que he visto, ni ha pasado por mí lo que ha pasado. A la hora de comer; comieron juntos don Quijote y don Álvaro. Entró el alcalde del pueblo en el mesón, con un escribano, y don Quijote pidió dictar una acta. En este acta , don Álvaro Tarfe, aquel caballero que allí estaba presente, debía declarar que no conocía a don Quijote de la Mancha, que asimismo estaba allí presente, y que no era aquél que andaba impreso en una historia titulada: Segunda parte de don

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Quijote de la Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas. Finalmente, el alcalde proveyó jurídicamente y la declaración se hizo en las condiciones adecuadas. Don Quijote y Sancho quedaron muy alegres, como si les importara mucho semejante declaración y no dejara clara la diferencia entre los dos don Quijotes y la de los dos Sanchos sus obras y sus palabras. Hubo muchas cortesías y ofrecimientos entre don Álvaro y don Quijote. El hombre de la Mancha mostró mucha discreción, de modo que desengañó a don Álvaro Tarfe del error en que estaba; don Álvaro Tarfe pensaba que debía de estar encantado, ya que tocaba con la mano a los dos don Quijotes tan distintos. Llegó la tarde, se marcharon de aquel lugar, y a poca distancia se separaban dos caminos diferentes, el uno que guiaba a la aldea de don Quijote, y el otro el que había de llevar a don Álvaro. En este poco espacio don Quijote le contó la desgracia de su vencimiento y el encanto y el remedio de Dulcinea, que todo puso en nueva admiración a don Álvaro, el cual, abrazando a don Quijote y a Sancho, siguió su camino, y don Quijote el suyo. Aquella noche la pasó don Quijote entre

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Capítulo décimo cuarto

otros árboles, por dar lugar a Sancho de cumplir su penitencia, que la cumplió del mismo modo que la pasada noche, a costa de las cortezas de las hayas, más que de sus espaldas, que las cuidó tanto, que no pudieran quitar los azotes una mosca, aunque la tuviera encima. No perdió el engañado don Quijote un solo golpe de la cuenta, y descubrió que con los de la noche pasada era tres mil veintinueve. Parece que había madrugado el sol a ver el sacrificio, con cuya luz volvieron a continuar su camino, hablando del engaño de don Álvaro y de lo bien acordado que había sido tomar su declaración ante la justicia, y tan auténticamente. Aquel día y aquella noche caminaron sin evento mayor, si no fue que en ella terminó Sancho su tarea, de lo que quedó don Quijote muy contento, y esperaba el día, para ver si en el camino encontraba ya desencantada a Dulcinea su señora; y, siguiendo su camino, no encontraba a ninguna mujer que no iba a reconocer si era Dulcinea del Toboso, teniendo por infalible no poder mentir las promesas de Merlín. Con estos pensamientos y deseos subieron una cuesta arriba, desde la cual descubrieron su aldea, la cual, vista de Sancho, se puso de rodillas y dijo: —Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza, tu hijo, si no muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos y recibe también tu hijo don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo; que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que puede desear. Dineros llevo, porque si buenos azotes me daban, bien caballero me iba. —Déjate de esas tonterías —dijo don Quijote—, y vamos con pie derecho a entrar en nuestro lugar, donde podremos pensar de manera libre, y llevaremos la pastoral vida pensamos ejercitar. Con esto, bajaron de la cuesta y se fueron a su pueblo.

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Capítulo décimo quinto: Los malos augurios que tuvo don Quijote al entrar de su aldea, con otros sucesos que embellecen y acreditan esta gran historia

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A la entrada del pueblo, don Quijote vio a dos jóvenes que discutían. Uno dijo al otro: —No te canses Periquillo, no la verás en todos los días de tu vida

Lo oyó don Quijote, y le dijo a Sancho: —¿No entiendes, amigo, lo que aquel joven ha dicho: ‘’no la verás en todos los días de tu vida’’? —Pues bien, ¿qué importancia —respondió Sancho— que haya dicho eso el muchacho? —¿Qué? —replicó don Quijote—. ¿No ves tú que, aplicando aquella palabra a mi intención, quiere significar que ya no veré a Dulcinea?

Sancho quería responderle, cuando vio que venía por aquella campaña una liebre huyendo, seguida de muchos perros y cazadores. La liebre, temerosa, se vino a esconderse debajo de los pies del caballo. La cogió Sancho y la presentó a don Quijote, que estaba diciendo: —¡Seguro que algo mal nos va pasar, Sancho! La liebre es un animal de mal agüero. —Le veo muy raro, señor mío —dijo Sancho a su amo. Supongamos que esta liebre es Dulcinea del Toboso y estos perros que la persiguen son los malandrines encantadores que la transformaron en labradora: ella huye, yo la cojo y la pongo a su disposición, que la tiene en sus brazos y la regala: ¿qué mal agüero puede ser? Los dos muchachos de la disputa se acercaron a ver la liebre. Sancho preguntó a uno de ellos por qué discutían. Le respondió el muchacho que había dicho ‘’no la verás más en toda tu vida’’, que él había tomado al otro muchacho una jaula de grillos1, y que no pensaba dársela de nuevo en toda su vida. Sacó Sancho cuatro cuartos del bolsillo y se los dio al muchacho por la jaula, y la puso en las manos a don Quijote, diciendo: 1

Una jaula de grillos es un lugar donde hay mucho ruido y resulta difícil entenderse y poner orden.

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Capítulo décimo quinto

—Señor mío, los agüeros no tienen nada que ver con nuestros sucesos. Y si mal no recuerdo, he oído decir al cura de nuestro pueblo que no está bien considerar estas niñerías, lo que usted mismo me dijo muchas veces los días pasados. Me dijo usted que eran tontos los cristianos que se fiaban en los agüeros. No es necesario fiarse en esto. Pasemos a otra cosa y entremos en nuestra aldea. Llegaron los cazadores que pedían su liebre. Don Quijote les dio la liebre. Pasaron adelante, y, a la entrada del pueblo, encontraron a un cura y un bachiller rezando. Y hay que saber que Sancho Panza había echado sobre el asno una tela para proteger las armas de don Quijote. Le puso también una capucha en la cabeza, que fue la más nueva transformación y adorno con que se vio jamás un asno en el mundo. Les reconocieron luego el cura y el bachiller, que vinieron a ellos los brazos abiertos. Bajó don Quijote y les abrazó estrechamente. Los muchachos, muy inteligentes, descubrieron la capucha que llevaba el asno y acudieron a verle. Se decían unos a otros: —Venid, muchachos, y veréis el asno de Sancho Panza más galán que nunca, y el caballo de don Quijote más flaco hoy que el primer día. Finalmente, rodeados de los muchachos y acompañados del cura y del bachiller, entraron en el pueblo, y se fueron a casa de don Quijote. Encontraron a la puerta al ama y a su sobrina que ya sabían que llegaban. Se había dado la noticia a Teresa Panza, la mujer de Sancho. Ésta, mal peinada y medio desnuda, trayendo de la mano a Sanchica, su hija, acudió a ver a su marido. Al verle no tan bien arreglado como ella se pensaba que había de estar un gobernador, le dijo: —¿Cómo vienes así, marido mío? ¿Me parece que vienes a pie y que andas con dificultad, y además traes más semejanza de desgobernado que de gobernador? —Cállate, Teresa —respondió Sancho—, no te fíes de mi apariencia. Vámonos a nuestra casa, allá oirás maravillas. He traído

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mucho dinero, es lo más importante, lo he ganado de manera honesta. —Trae el dinero, mi buen marido —dijo Teresa—, y cualquiera que sea la manera como lo has ganado, no habrá sido cosa nueva en el mundo. Abrazó Sanchica a su padre, y le preguntó si traía algo, que le estaba esperando desde el día que salió de la casa. Cogiéndole de un lado en la cintura, y su mujer de la mano, tirando su hija al asno, se fueron a su casa. Dejó a don Quijote en la suya, en las manos de su sobrina y de su ama, en compañía del cura y del bachiller. Don Quijote, sin perder tiempo, en aquel mismo punto se apartó a solas con el bachiller y el cura, y en breves palabras les contó su vencimiento y la obligación en que había quedado de no salir de su aldea en un año. Quería de hacerse aquel año pastor y entretenerse en la soledad de los campos, ejercitándose en el pastoral y virtuoso ejercicio.

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Capítulo décimo quinto

Les suplicaba al cura y al bachiller que si no tenían mucho que hacer y no estaban impedidos en negocios más importantes, que aceptaran ser sus compañeros y que él compraría ovejas y ganado suficiente que les diera nombre de pastores. Les hacía saber que lo más principal de aquel negocio estaba hecho, porque les tenía puestos los nombres, que les iban como un guante . Se dio a sí mismo el nombre de pastor Quijotiz, al bachiller, el pastor Carrascón, al cura, el pastor Curiambro y Sancho Panza, el pastor Pancino. Todos fueron sorprendidos de ver la nueva locura de don Quijote. Como no se fue del pueblo a sus caballerías, esperaban que en aquel año pudiera ser curado. Aceptaron su nueva intención y aprobaron discretamente su locura. Aceptaron ser sus compañeros en su nuevo proyecto. El bachiller añadió: —Como ya todo el mundo sabe, yo soy un poeta muy célebre y a cada paso compondré versos pastoriles, o cortesanos, o lo que me pasará por la memoria, para no perder el tiempo por esos lugares donde debemos pasar. Es necesario, señores míos, que cada uno tome el nombre de la pastora que piensa celebrar en sus versos. No debemos desanimarnos cualquiera que sea la dificultad. Tendremos que dejar buenas impresiones: grabar su nombre en la mente de la gente como es de costumbre entre los enamorados pastores. —Está bien —respondió don Quijote—, puesto que yo estoy libre de buscar y tomar el nombre de la pastora que me gusta, pues pienso en Dulcinea del Toboso, gloria de estas tierras, belleza de estos prados, belleza indiscutible, la elegancia encarnada, y, finalmente, sujeto sobre quien puede corresponder perfectamente toda alabanza, por hipérbole que sea. —Así es verdad —dijo el cura—, pero nosotros buscaremos por ahí pastoras dóciles que nos sirvan bien. El bachiller añadió a este propósito: —Y cuando faltaran, les daremos los nombres famosas que conocemos: Fílidas, Amarilis, Dianas, Fléridas, Galateas y Belisardas.

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Si mi dama, o mejor dicho, mi pastora, por casualidad se llamare Ana, la celebraré debajo del nombre de Anarda; y si es Francisca, la llamaré yo Francenia; y Lucía, Lucinda. Sancho Panza, si quiere entrar en esta asociación, podrá celebrar a su mujer Teresa Panza con nombre de Teresaina. Se río don Quijote de la aplicación del nombre, y el cura le alabó infinito su honesta y honrada resolución, y se ofreció de nuevo a hacerle compañía todo el tiempo necesario. Con esto, se despidieron de él, y le rogaron y aconsejaron ocuparse de su salud, comiendo bien. Esperó que su sobrina y el ama oyeran lo que dijeron los tres; y, así como se fueron, se entraron los dos con don Quijote, y la sobrina le dijo: —¿Qué es esto, señor tío? ¿Ahora que pensábamos que volvía usted a su casa, y pasar en ella una vida quieta y honrada, se quiere meter en nuevos problemas, haciéndose “pastorcillo”?

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Capítulo primero

El ama añadió a lo que dijo la sobrina: Y ¿podrá, señor mío, pasar en el campo las siestas del verano, los serenos del invierno, el aullido de los lobos? No, por cierto, que éste es ejercicio y oficio de hombres robustos, experimentados y formados para tal ejercicio casi desde la infancia. Señor mío, mejor es ser caballero andante que pastor. Mire, señor, tome mi consejo en serio, que es muy útil y sobre todo teniendo en cuenta los cincuenta años que tengo de edad. Que usted se quede en su casa, ocupándose de su hacienda, y ayudando a los desfavorecidos. —Callaos, hijas —les respondió don Quijote—, yo sé bien lo que tengo que hacer. Llevadme al lecho, que me parece que no estoy muy bueno. ¡Tened muy claro esto! Que sea cabalero andante o pastor por andar, no dejaré de acudir a los que necesitan mi ayuda como lo veréis muy pronto.

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Y las buenas hijas —que lo eran sin duda ama y sobrina— le llevaron a la cama, donde le dieron de comer y regalaron lo posible.

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Ilustradores (alumnos colaboradores) — Lycée Moderne TSF de Bouaké KONE Any KONE Kandana Edith KONAN Elisée KOUADIO Armand KOUAKOU Sangan Emmanuel Frejus KOUAME Adjoua Epiphanie KOUAME Konan José Arthur KOUASSI Kouassi Pacome KOUE Bi Djeli Antelme KRA Yao Silvain M’BAYA Ahou Hortance N’GUESSAN Koffi Rafael NIKIEMA Mamadou SANGARE Fanta TRA LOU Tra Marie Honora YOBOUE Eric YAO Kouakou Désiré YAO Kouakou Jean Privat YAO Yenin Genevieve — Lycée Municipal Hiré BERTHE Niéré DIAMALA Kouamé Aubin ENY Gnekpé KOUAME Konan Jean Phares SAKPE Ahou Rose SIA Ange Emmanuel WADJA Sarah — Institut Supérieur Professionnel Notre Dame de la Paix de Treichville BAMBA Hamed BEKE Namé Jeanne

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GNONA Tété Kokoé Martine KABLAN Oumar Christ KOUAKOU Assamala Emmanuela SISSOKO Aminata TOH Kouamé Jean Emmanuel TRAORE Awa Samira YODA Zeinabou — Lycée Moderne Yopougon-Andokoi ACHI Chia Dorcas DOUMBIA Fatim EHOUMAN Bernadette KONAN Gnamien Loïc KONAN Guy Franck SANGARA Abdoul Nassir TOGOLA Assita Noura WOGNIN Obrou Franck YACHE Hannetou YAO Akissi Huberlande — Lycée Moderne Goffry Kouassi Raymond de Sassandra ALLA Affoué Paule Manuela DAH Nahaba Blandine DESSANHON Axel DIGBEU Gbodjourou Debora DJENE Djessa André SASSOU Klagnon André YEMBONE Fatimata ZONGO Marcel — Lycée Moderne II Daloa ZOKOU André-Marie Régis YEBO Yves Emmanuel OUATTARA Zié Abdel Kader VODJI Arnolde SONHON Kui Achille

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