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Bajo el mantel
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Diseño de portada: equipo gráfico de prames 1ª Edición, marzo 2015
Este libro ha recibido una ayuda del Departamento de Educación, Universidad, Cultura y Deporte del Gobierno de Aragón
© Alicia Estopiñá y Emilio González Bou © para esta edición prames, sa Diseño de colección: equipo gráfico de prames prames–Las Tres Sorores Camino de los Molinos, 32 Tel.: 976 106 170 – Fax: 976 106 171 www.prames.com e–mail: publicaciones@prames.com 50007 Zaragoza isbn: 978-84-96793-43-9 Depósito Legal: Z-Z 308-2015 Imprime: INO Reproducciones, sa Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización previa de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
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Bajo el mantel Alicia Estopiñá
Textos gastronómicos y asesoramiento histórico Emilio González Bou
I Premio Llibreria Serret de Literatura Rural, 2014
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I
Martes, enero 2017 La periodista Yolanda Ramos se dirigía a la cita con tantas reticencias como información acerca del tipo con el que iba a trabajar los próximos tres meses. Bien conocido en círculos distinguidos, donde se le consideraba casi una leyenda, Alberto Montenegro era también un personaje mediático. Proveniente de una privilegiada, rancia y extinta estirpe de terratenientes manchegos, había sabido jugar sus ya de por sí buenas cartas, logrando compaginar con éxito estudios, trabajo y aventura, con lo que a sus cincuenta años, además de un reputado gourmet, era indiscutiblemente un hombre erudito, mundano y refinado. Más atracto que apuesto, nadie dudaba de su capacidad de seducción, lo cual no era óbice para que permaneciera soltero y, en la actualidad, sin relación conocida. Con más curiosidad que entusiasmo apretaba el paso Yolanda preguntándose si estaría a la altura del emblemático personaje, si sería capaz de atajar de entrada la arrogancia y la petulancia con la que presumiblemente éste la trataría, si podría sentar las bases de una relación de trabajo igualitaria, si, en fin, la idea que se había hecho con notable acumulación de datos correspondería en la realidad a la del individuo en cuestión. Alberto Montenegro, al contrario que la esforzada periodista, no tenía la más remota idea de con quién iba a trabajar. Es más, ni siquiera sabía que iba a reunirse con ella dentro de unos minutos, pues estaba convencido de que la cita era el día siguiente. Por pura comodidad y sin prestar demasiada atención, aceptó la ayuda que Joan Tintat, su editor y amigo, le ofreció en el momento en que decidieron confeccionar una guía de los mejores restaurantes de Europa, aquellos en los que la materia prima estaba por encima de todo, en los que el producto era al cien por 7
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cien ecológico y de la mejor calidad. Lugares excepcionales, sin mácula, para clientes exigentes y afortunados, en toda la acepción del adjetivo. De igual manera asumió que el trabajo rutinario lo llevaría a cabo esa persona, alguien del oficio, una especie de “negro” que transcribiría sus impresiones. Anotó en un papel el nombre, el lugar y la hora en que debía encontrarse con su nuevo compañero, compañera en este caso, de correrías gastronómicas y, siguiendo su sana costumbre de dedicar su intelecto a la diversión, se olvidó del tema. Divertida sin duda podría calificarse la noche pasada en compañía de sus dos viejos amigos de Barcelona, en la que hubo de todo menos sensatez, y divertida esperaba que fuera, además de deslumbrante, la “escort” que aquéllos le habían recomendado y con la que había planeado presentarse, por pura diversión también, al tostonazo de la cena anual del Círculo Equino Cultural. “A las nueve en el hotel Mandarín”, le había dicho Joan Tintat, y Yolanda dio por descontado que el caballero estaría esperándola en el bar. Por tanto, después de revisar la clientela masculina del lugar y concluir que el sujeto de marras no estaba entre los allí presentes, su cara dibujó una mueca de sorpresa cuando el recepcionista al que preguntó le dijo que el señor Montenegro estaba en su habitación, la 107, primera planta. Sin dilación tras su breve llamada abrió la puerta el gastrónomo, descalzo y en mangas de camisa, justificando lo evidente mientras le tendía la mano con un “Pasa, estaba vistiéndome…” Se sentó en la cama y empezó a calzarse unos impecables zapatos mientras la mujer permanecía de pie repasando la habitación en la que flotaban los efluvios de un baño reciente y el humo de los prohibidos cigarrillos cuyos restos descubrió en un cenicero. Agachado, había terminado de atar los cordones del pie derecho cuando pareció advertir algo chocante. Desde su incómoda posición echó una ojeada de abajo arriba a la mujer y achinó los 8
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ojos como si quisiera aclarar la visión. También enarcó levemente las cejas. Yolanda se miró los pies y se sintió avergonzada de sus mocasines Lottusse de medio tacón que hasta el momento le habían parecido de lo más elegante. Tampoco la gabardina Bourberry ni el bolso de Lamarte le parecían ahora adecuados. No podía explicarse el motivo, pero se sentía mal, insegura, decepcionada, afectada por la imperceptible desaprobación… ¿Desaprobación o sorpresa? Una mezcla de ambas había en la mirada de Montenegro cuando se levantó y le pidió que se quitara la gabardina. Alegó ella torpemente que no era necesario, mientras se despojaba obedientemente de la prenda, y ahora sí que el tipo la miraba descaradamente y chasqueaba la lengua. —¿No te dijeron que íbamos a una cena de gala? —Pues… no. No sabía nada –Respondió sorprendida y aliviada Yolanda, ya que la cena justificaba el insolente escrutinio al que había sido sometida. Al mismo tiempo maldecía interiormente a Tintat por no haberla puesto al corriente del inminente inicio de su trabajo–. A mí sólo me dijeron que… —Pues yo lo dejé bien claro. Me aseguraron que tenías experiencia en este tipo de eventos. Que eras la persona adecuada, que sabías comportarte, que… —¿Experiencia? ¿En cenas de gala? –Interrumpió Yolanda un poco mosqueada–. ¿Y qué quieres decir con eso de comportarme? —No te enfades, chica. Sí, ya veo que estás bien, pero es que con esta ropa... No, vamos, ¡que vas bien vestida, eh! –se apresuró a aclarar al ver la expresión de la reportera–. Discretita, sencilla…, pero bien. Si das el pego, pareces… no sé, una profesora o una… Lo que pasa es que es no puedes presentarte así a una cena de este tipo. ¿Vives cerca? ¿Tienes en tu casa ropa adecuada? —No sé si mi ropa será adecuada. Y no vivo cerca. ¿Es imprescindible que vayamos a esa cena? —Imprescindible no hay nada ni nadie, guapa, pero a los dos nos pagan por estas cosas. —Será la primera vez que me pagan por comer. –Yolanda esbozó su primera sonrisa de la noche, animada con la idea de que 9
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en realidad la suya podía ser una muy agradable manera de ganarse el jornal. Una tournée por los mejores restaurantes europeos, degustando los manjares más exquisitos, sin que saliera un euro de su bolsillo y, encima, cobrando. Además, Montenegro no parecía un mal tipo. ¡Cuántas mujeres envidiarían su suerte! Miró el gastrónomo a la periodista con una expresión inescrutable y luego su reloj. Suspiró y frunció los labios. —Bueno, ha habido un malentendido. –Alberto Montenegro ofreció maquinalmente el paquete de tabaco, que fue gestualmente rechazado, y encendió un cigarrillo–. No es culpa tuya, se supone que eres una buena profesional y no tienes porqué perder la noche, así que exceptuando la cena, a la que evidentemente no puedes ir con estas pintas, seguiremos con el plan inicial. –Iba a requerir aclaración al respecto Yolanda pero el tipo entró en el baño y siguió hablando mientras se peinaba y se anudaba la corbata–. Iré yo solo. Tú me esperas. Puedes tomar algo en el restaurante del hotel. Di que lo carguen en mi habitación. O puedes ir a dar una vuelta. ¡En fin!, lo que mejor te parezca. No me entretendré. En cuanto traigan los cafés, daré una excusa y me largaré. –Se puso la chaqueta y abrió la puerta. Yolanda, un tanto desconcertada, le siguió la corriente, se puso su gabardina, pasó por delante del hombre, salió al pasillo y empezó a andar. Se sentía estudiada, valorada, radiografiada y, sobre todo, perpleja. —Oye… Perdona, pero… –Montenegro andaba muy rápido, con grandes zancadas y evidente prisa por salir a la calle. Estaba claro que para él el tema de la cena y el consiguiente aplazamiento de su reunión habían quedado zanjados–. ¿Tardarás mucho? Es que… –“Podríamos dejarlo para mañana”, iba a decir. —¿Qué? –Estaban ya en la puerta–. ¡Taxi, por favor! –le dijo al portero y le dedicó a ella otra de esas extrañas miradas antes de subir al coche, mientras añadía: –¡Nos vemos!Yolanda dio unos pasos por la acera, cavilosa. ¿Por qué no la habían advertido de la famosa cena? ¿Formaba ya parte el ágape de la serie que debían valorar? ¿O acaso sencillamente a Montenegro se le había ocurrido que ésta era una buena forma de empezar su andadura gastronómica? Sacó el móvil pensando en llamar al editor y 10
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preguntar, pero desistió al momento. Las diez de un sábado noche y además, nada se podía ya hacer. Casi sin darse cuenta traspasó la puerta que el portero gentilmente le abrió, llegó hasta la cafetería, se sentó a una mesa y abrió la carta, pero sus ojos recorrieron sin ver las viandas ofertadas. ¿Por qué la miraba de esa forma el tipo? No podía dejar de pensar en ello. A sus cuarenta y un años se consideraba una buena profesional y también una persona atractiva. Con molestos e inoportunos vestigios de la timidez infantil que tanto había luchado por dominar, pero con suficiente desparpajo para enfrentarse a situaciones difíciles. No esperaba, desde luego, un encuentro distendido porque el personaje Montenegro despertaba en ella de antemano todo tipo de suspicacias, aunque confiaba en salir airosa tras haber sentado las bases de una colaboración igualitaria. Pidió un sándwich y una coca–cola. ¡Un sándwich! Pan embadurnado de mantequilla, con queso y jamón. Un montón de calorías y grasas. ¿En qué estaría pensando?... ¡En la mirada! ¡En las indescifrables y soslayadas miradas! No había en ellas admiración, desde luego, pero tampoco desagrado. ¿Qué? ¿Sorpresa? Sí, quizás sorpresa, aunque no excesiva. Algo así como ¿estará esta chica a la altura de mis expectativas? Pero ¿qué expectativas? ¡Si no hemos tenido tiempo de hablar de nada! Y en cuanto al físico… Quizás no había visto ninguna foto mía, igual es de los que viven de espaldas a las maravillas audiovisuales y me imaginaba más joven, más guapa, más… Yolanda atacó la comida con hambre atrasada. Atrasada desde que tenía uso de razón, pues se había pasado la vida pendiente de la báscula. Mordió el pan con saña, resentida con las injusticias de la vida. ¡Tantos sacrificios dietéticos, tantas horas de ejercicios agotadores y tediosos, tanto dinero gastado en centros de estética! Seguramente Alberto Montenegro esperaba que le hubieran adjudicado una compañera de correrías treinteañera, entusiasta, con la admiración perennemente dibujada en su rostro, capaz de resultar con cuatro trapos y de comer con apetito sin engordar. Al igual que la periodista no se atrevió a importunar al editor para aclarar el malentendido de la cena, el gastrónomo tampoco 11
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quiso llamar a quienes le habían recomendado tan encarecidamente la extraña acompañante que, de momento, no le acompañaba y le provocaba incómodos pensamientos. Él había manifestado que quería para la ocasión una hembra que, pudiendo pasar por esposa, dejara indicios suficientes de que no lo era. Alguien a quien nadie imaginara leyendo en la cama a tu lado o levantándose para llevar los niños al colegio. Y ése precisamente era el perfil de la señorita que había dejado en el hotel. Y luego estaba la edad. Era evidente que en el presente caso se había alargado considerablemente la edad de jubilación, que como es bien sabido, suele ser relativamente temprana. Por primera vez cayó en la cuenta de que podía ser visto por otros como eso que llaman “un señor maduro”. Y a un “señor maduro” le corresponde “una señora madura”, independientemente de que ambos estén aún de buen ver. Sus amigos eran más o menos de su misma edad y no habían escatimado elogios sobre la recomendada. Que si cuerpo perfecto, estilo impecable, clase, maneras seductoras, don de gentes, demás calificativos halagüeños y, por descontado, inmejorable destreza sexual. “¡Perfecta! ¡Está hecha para ti!”, le habían dicho. Pues bueno, si esto es lo que me corresponde, pensó encogiéndose de hombros, habrá que confiar en que lo último compense con creces todo lo demás. Con este ánimo se apeó del taxi, entró en el lujoso palacete donde tenía lugar la recepción y empezó a estrechar manos, besar mejillas y abrazar torsos. Al mismo tiempo, a una señorita realmente despampanante la sonrisa se le transformaba en un rictus de perplejidad cuando el recepcionista del hotel Mandarín le informaba de que el señor Montenegro, que debía esperarla en su habitación, había salido sin dejar ningún recado e ignoraba cuando regresaría. “¡Qué grato es beber con gente inteligente!” dijo el gastrónomo finalizada la cena, en ese estado beatífico en el que, según Oscar Wilde, podían perdonarse hasta los parientes. Y la gente de la que se despedía Alberto, como inteligente que era, colegía que la frase tenía un amplio alcance que abarcaba no sólo beber, sino 12
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también comer, charlar, fumar y, por supuesto, reír. El taxista que lo llevó de vuelta al hotel era hombre locuaz, de sabiduría popular aderezada con la angostura amarga de experiencia, de los que saben sojuzgar el resentimiento del currante con la ironía del pensador y hacer un chiste de las miserias cotidianas. Total, que llegaba feliz el hombre, colmado pero no ahíto, esperando el colofón del postre: una tarta con sorpresa. Halló a la sorpresa un tanto mustia. Achispada también, porque la espera se le hizo larga y ante la amable insistencia del personal de la cafetería que quería cerrar, pasó a un lugar extraño en semipenumbra con sofás y sillones bajísimos e incomodísimos, en los que no había forma de mantener una pose digna. La carta ofrecía unos combinados rarísimos, de los que ella eligió uno al azar, que sabía a medicina y que como tal se tomó, casi sin respirar y en un par de tragos. Se sintió estúpida cuando no supo interpretar la atención de la camarera que parecía salida de una película de ciencia ficción y aparentemente, con un gesto irrelevante, pidió una segunda copa del mismo brebaje que, curiosamente, le supo mucho mejor, pero no llegó a acallar al mala conciencia por la impresionante cantidad de calorías ingeridas en el tiempo que llevaba en el hotel. Estaba a punto de claudicar y ponerse cómoda, es decir, echarse cuan larga era en esa especie de cama absurda a la que no había forma de cogerle el tranquillo, cuando Alberto Montenegro se materializó a su lado, copa de balón en mano. Sonreía y la miraba desde lo alto mientras ella trataba sin gran éxito de recomponer su postura. Luego, como una divinidad condescendiente, se puso a su nivel sentándose con desenvoltura en el silloncito que, hay que ver, a ella no se le había ocurrido utilizar y que, saltaba a la vista, era mucho más adecuado que el catre postmoderno de las narices. —Espero no haber tardado mucho. Como te prometí, me he escapado en cuanto he podido –Dijo Alberto dejando su bebida en la mesa y mirando con curiosidad la copa con restos de un líquido inescrutable– ¿Qué bebes? 13
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—No lo sé –fue la sincera respuesta de Yolanda. —¿Quieres algo más? —¡Uf, no! Lo que quiero es irme a la cama cuanto antes – contestó en su misma línea de sinceridad, sin apercibirse de la reacción que sus palabras provocaron en su acompañante–. Es donde suelo estar a estas horas. Te acostumbras a una rutina y luego… —Ya… Bueno, pero espera que me acabe la copa, si no te importa. —Sí, sí, termina. Yo no bebo más porque si no, luego, no me enteraré de nada y quiero estar a la altura –La timidez inicial de Yolanda había desaparecido. Ahora estaba desinhibida y con esa inoportuna tendencia a la sinceridad que da el alcohol–. Porque supongo que te habrán dado buenas referencias mías. —Buenísimas –Alberto dio un sorbo y miró a través del cristal de su copa. “Sí que es sorprendente, sí. Nunca me había topado con una tía tan rara”, pensó. —Pues espero que nos entendamos, porque para mí es muy importante quedar bien. Llevo diez años en este oficio y he hecho de todo, así que creo que podré adaptarme sin problemas. No sé si sabes lo que cuesta crearse una reputación. Ahora mi nombre empieza a sonar y este trabajo contigo, si sale bien, puede ayudarme mucho. —Hombre, si lo que necesitas es que te recomiende… —No, lo que espero, sobre todo, es la repercusión mediática… —¡Coño! —Ya sé que no te gusta según qué publicidad, pero esto es algo serio, ¿no crees? Es un tema que interesa a todo el mundo. Difundiendo lo que nosotros hagamos daremos ejemplo… —No sé yo… —Por cierto, ¿te han dicho algo de un anticipo? —Pues… no. –Alberto, perplejo e intrigado, sin apenas darse cuenta de lo que hacía, hizo una seña a la camarera para que le trajera la cuenta. 14
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—Ya. Es que a mí me vendría bien… Alberto echó mano a su cartera y sacó dos billetes de cincuenta euros que dejó delicadamente en la mesa pero fue la camarera quien se dio por aludida y se llevó dinero. —¡Jo, qué caro! –Dijo Yolanda mirando la nota–. ¡Si yo cobrara lo mismo...! Incapaz de ponerse en pie por sí sola, extendió el brazo buscando la ayuda masculina. Alberto le tendió la mano mecánicamente y tiró de ella como si la sacara de un charco. Recogió el cambio, aún desconcertado y con un encogimiento de hombros se dijo que ya arreglaría más tarde el tema económico con la sorprendente dama que se dirigía a la salida con paso no muy firme. No intercambiaron palabras hasta llegar a la habitación. La periodista dejó caer el bolso y la gabardina en un sillón y se sentó en el contiguo como si llevase toda la noche andando. Miró a su anfitrión como esperando algo de él. —Bueno… –dijo éste sonriendo y aflojándose la corbata. Se sentó en la cama y se descalzó. —Bueno… –Yolanda le devolvió la sonrisa, pero la suya era un tanto desmayada–. ¿Qué vamos a hacer? ¿Cuándo empezamos? —Cuando quieras. –Alberto, que empezaba a desabotonarse la camisa, se detuvo–. Toma tú la iniciativa. —¿Yo? El experto eres tú. Creía que tenías ya algo pensado, que habías hecho una lista o algo parecido… —¿Una lista? ¿Una lista de qué? —Pues… de lo que vamos a hacer, de los lugares a los que vamos a ir, por ejemplo. —¿Una lista de lo que vamos a hacer, dices? ¿Acaso tienes un catálogo o un listado de precios? Y ¿dónde quieres que vayamos? Teníamos que ir juntos a la cena, ya te lo he dicho, pero ahora yo no tengo intención de ir a ningún lado. ¡Anda, ven de una vez! – Dio unos significativos golpecitos en la cama–. Déjate de listas y de monsergas y enséñame lo que sabes hacer. 15
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La periodista vio con ojos desorbitados como el hombre se quitaba la camisa, el cinturón, los calcetines. Antes de que llegase a bajarse los pantalones, le interrumpió. —¿Qué haces? –gritó poniéndose en pie asombrada y escandalizada a la vez. —Es obvio –respondió él con voz templada, pero también extrañado–. Desnudarme. ¿Y tú? —Yo… yo… –Yolanda se rascó la parte posterior de la cabeza. Un tic recurrente cuando estaba nerviosa o se sentía intimidada–. Pero… ¿pretendes que duerma aquí contigo? —No pensaba en dormir, precisamente. —¡Bueno! ¡Es increíble! –“El tío ni siquiera se ha molestado en cortejarme, en convencerme. Ha dado por descontado que iba a acostarme con él, como si fuera lo más natural del mundo. Debe ser a lo que está acostumbrado”–. ¿Por qué supones que voy a acostarme contigo? Él también se rascó pensativo la cabeza. Algo que no encajaba desde el principio. —Pues… Es lo normal… Lo convenido, ¿no? —¡No! ¿Cómo que lo convenido? Lo convenido es que tú y yo escribamos el gran libro sobre los grandes templos de la comida natural y ecológica. Que tú aportes tus conocimientos de gastrónomo y yo los míos de comunicadora. —¿Escribir? ¡Coño! ¡El libro de la cocina natural! Pero eso no era para hoy… ¿O sí? Entonces tú no eres una… ¿Tú, quién eres? —Yolanda Ramos, periodista –aclaró con un matiz de orgullo por su profesión, pero le salió un tono de mojigatería un tanto cursi, de damisela defendiendo una virtud que nadie amenaza. —¡Menuda confusión! –Rió Alberto divertido–. ¿No habíamos quedado mañana por la mañana? —Esta noche, me dijo Joan Tintat. —Podría ser, podría ser… ¡Pues lo siento, chica! Me he liado. Había quedado con otra persona y… Te pido disculpas. –Y sí que parecía sentirlo. Y no lo disimulaba mientras pensaba dónde demonios se habría metido la fulana que tan fervientemente le 16
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habían recomendado sus amigotes–. Pero de trabajo mejor hablamos mañana, ¿no te parece? No muy temprano, que es tarde. –Mientras decía esto miraba el reloj que marcaba la una, “¡qué va a ser tarde!”, calibrando la posibilidad de reencauzar la noche localizando a la extraviada escort o encontrando a una buena sustituta. Se puso de nuevo la camisa y levantándose, con un gesto caballeroso pero perentorio, dirigió a Yolanda hacia la salida–. ¿Te pido un taxi? ¿Dónde quedamos mañana? ¿Te va bien aquí mismo? En el bar, digamos que… ¿a las doce? “¡Qué noche más estúpida y que estúpida me siento!”, pensaba Yolanda en el interior del taxi camino hacia su casa. “Me tomó por una puta y tratándome como tal me sentí cómoda, pero, en cambio, cuando lo hizo como periodista…” Pero el malestar de Yolanda, aunque ella no quisiera reconocerlo, nada tenía que ver con el orgullo profesional. El hombre buscaba sexo y tenía delante una buena hembra, en la que debería haber reparado aunque ésta fuera su futura colega. La autoestima femenina requería en este caso un mínimo galanteo, pero a pesar de la innegable cortesía y la corrección de formas, una vez descubierto el error, se dio demasiada prisa el gastrónomo seductor en deshacerse de ella. Y es que si el proyecto editorial que compartía con Montenegro había supuesto un golpe de fortuna en su ascendente carrera periodística, también suponía para ella un desafío personal en su descendente vida sentimental. Divorciada de un botarate que le había dado un hijo y la lata durante diecisiete largos años, llevaba dos de supuesta libertad, que en su caso se traducían en soledad y aburrimiento. Siguiendo los consejos de otras amigas en idéntica situación, se había volcado en el trabajo y en tratar de minimizar los efectos del paso del tiempo en su cuerpo y en su alma. Esforzada, aplicada y abnegada como era, Yolanda había trabajado duro y las ambiciones profesionales se materializaban en el presente proyecto al que accedía con un cuerpo firme y una mente disciplinada.
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Con todo esto, la mejor y más estudiada combinación de prendas de su amplio ropero, un laborioso maquillaje y una cierta dosis de recelo, se presentó la periodista a su segunda cita en el conocido hotel con el no menos conocido sujeto que esta vez la recibió puntual en la cafetería. Desde la mesa en la que desayunaba le hizo señas para que reparase en él, se levantó con la mano extendida que tras estrechar brevemente la suya se posó en su hombro para guiarla hacia el asiento que amablemente apartó y colocó bajo su trasero. Parecía haber dormido bien y estar de buen humor. Rememoró con gracia y soltura el malentendido de la noche anterior mientras remataba unos huevos revueltos. —¿Qué tal, Yolanda? –Antes de bajar al comedor había tenido la delicadeza de repasar sus notas y memorizar el nombre de la periodista. Se lleva mucho desgastar el nombre de pila. Da calidez, intimidad, dicen– ¿Has desayunado ya? ¿Qué quieres tomar? —Nada, gracias. Ya he desayunado. Son las doce —¿Habíamos quedado a esta hora, no? –preguntó con una falsa alarma que pretendía dar a entender lo deplorable que resultaría una segunda metedura de pata. Para él las doce era una hora perfecta para desayunar, como pueden serlo la una, las dos o las tres. —Sí, sí… —Pues, bien, Yolanda. Estoy a tú disposición… –El gesto de las manos mostrando las palmas sugería la veracidad de la afirmación, mientras la boca que se quebrándose en una risa mal contenida delataba el pensamiento de un bromista contumaz que no podía ni quería olvidar el enredo de la noche anterior. La seriedad de la mujer espoleaba el humor del varón que empezó a reírse abiertamente–. Es que siempre procuro estar dispuesto… –Se interrumpió con una carcajada, incapaz de alejar de su pensamiento escenas de vodevil de lo más graciosas–. Perdona, perdona… –Se enjugó una lágrima con la punta de la servilleta–. 18
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Pero es que viéndolo así… ¡No me digas que no tuvo su gracia! –El semblante de la periodista indicaba que no, que no tuvo la más mínima gracia–. Tú hablándome de anticipos, de tu buen oficio y yo… –Otra vez la risa–. ¡Uf! –Bebió un sorbo de agua y recuperó la seriedad–. Perdona, perdona… Ya veo que no compartes mi sentido del humor. –“Como tantas otras”, pensó, “¡Qué difícil es hacer reír a una mujer!”–. Como te decía, supongo que tienes algún plan. Algo te habrán dicho en la editorial. Efectivamente, Yolanda no sólo tenía un plan, estudiado, analizado, confrontado. También tenía una ruta principal, varias alternativas; un listado extensísimo de variantes a tener en cuenta para cuantificar y calificar; baremos; índices de puntuación, analogías; estudios comparativos; mapas de producción, de abastecimiento y… Y todo lo que tú quieras, bonita. Más o menos en la tercera frase su interlocutor desconectó y se la imaginaba sin esas ropas tan primorosamente elegidas, con su lencería recatada y seguramente no conjuntada, con sus mocasines de medio tacón, deambulando por su suite y presentándole, tal y como hacía ahora, un inverosímil menú de servicios erótico–caseros. Sí a todo. Nada podía objetar quien nada había preparado. Investigación aparte, Montenegro tenía planeado, ante todo, pasárselo lo mejor posible. Naturalmente, los detalles técnicos no eran cosa suya. Por tanto, con sincera admiración, o quizás curiosidad, ante el abnegado espíritu de trabajo de su nueva compañera, manifestó estar plenamente de acuerdo con el esquema propuesto. Es más, incluso se lanzó y dijo que ésa precisamente era la línea que él tenía pensada. *** ¡Una experiencia sin igual! ¡Un lugar portentoso! ¡Una cocina sin parangón! Su primera parada sería el famoso restaurante Los Buitres. Escondido entre los pinares que rodean el pantano de Pena, en la comarca del Matarraña (Teruel), llevaba dos años consecutivos siendo uno de los principales referentes de la gastronomía natural y ecológica de élite, confeccionada con productos de 19
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cercanía y esmerada preparación al momento. Y cosechando tres de los máximos galardones otorgados a la mejor y más auténtica de las cocinas: las alcachofas áureas. A pesar de su recóndita ubicación o quizás precisamente a causa de ella y de la singular belleza del paraje, su fama había trascendido y era habitualmente visitado por la clientela más selecta del planeta. Se alojarían en La Cueva del Agua, un pequeño y original hotel de reciente apertura. Una masía completamente reformada e integrada en el paisaje, adosada a la pared rocosa de la montaña, aprovechando la oquedad que desde el Neardental había cobijado generaciones de cazadores y pastores. Un edificio sostenible, construido con materiales ecológicos y energías renovables, respetuoso con el entorno y el medio ambiente. Divergencia de opiniones al respecto, regateo de hora más, hora menos, finalmente convinieron en las once. Ella llevaría su coche y pasaría por el hotel a recogerle.
Montenegro se encontró con la periodista a la hora convenida. Con un porte impecable y el equipaje consistente en una única bolsa, de piel marrón pero sin marca ostensible, que dejó en el maletero ocupado en su mayor parte por las cosas que Yolanda había elegido tras muchas cavilaciones y combinaciones. Se acomodó en el asiento del copiloto, saludó, formal pero escuetamente, sin besuqueos, y se pusieron en marcha. Unos doscientos y pico kilómetros los separaban de su destino. Advirtió el hombre de su tendencia al mutismo en los viajes, que no debía interpretarse como descortesía sino como muestra de confianza. Le gustaba pensar mientras veía desfilar el paisaje, leer si el trazado de la ruta lo permitía o echar una cabezada de vez en cuando. También fumar algún cigarrillo, pero teniendo en cuenta los vientos represivos que corrían, dio por perdido de antemano el privilegio y ni siquiera se lo mencionó a la conductora. 20