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Malos Tiempos
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Las Lágrimas de la Maladeta
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La Isla de los Pelícanos
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Agua Entre los Dedos
Chusé Inazio Nabarro
Marta Iturralde Navarro y Alberto Martínez Embid
Muñecos de Hielo es una novela que habla de supervivencia. Narra la historia de unos niños, tres hermanos, que son arrancados de su cotidiano día a día por la Guerra Civil, sufriendo el terrible asedio a su ciudad, Teruel. En esas circunstancias y viviendo uno de los inviernos más fríos y duros que se recuerdan, la ingenuidad y la capacidad de adaptación son armas muy valiosas para conseguir mantenerse con vida. Crecer y seguir adelante con todo lo vivido, será una tarea en ocasiones tan complicada que sólo un niño podrá llevarla a cabo.
José Luis Galar Gimeno
60 Eva Fortea Báguena
Eva Fortea Báguena
narrativa 60
MUÑECOS DE HIELO As Tres Serols - Las Tres Sorores - Les Tres Sorors P R A M E S
Eva Fortea Báguena (Teruel, 11 de octubre de 1968)
Es fisioterapeuta de profesión, pero siempre ha estado muy vinculada al mundo de la letras. Ha cultivado especialmente el relato corto y esta es su primera incursión en el mundo de la novela. Ha ganado varios premios y menciones especiales en certámenes de relato corto y de guión para cortometraje.
Pilar Laura Mateo
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La historia más bella
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Tampoco esta vez dirían nada
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Voces al Alba
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El diputado Pardo Bigot: la esperanza del Sistema
Carmelo Romero Salvador
José Giménez Corbatón
Los hechos se sucedieron con la descabellada lógica de las guerras, hasta que un grito aunó todas las voces, “la guerra ha terminado”. El día, a diferencia de lo que sucedía en todas mis fabulaciones, no tenía nada de especial, no era más soleado ni más nuboso, más caluroso, ni más frío. Sólo era un día más entre tantos de una vida, pero por fin había llegado.
José Giménez Corbatón
Muñecos de Hielo
IV Premio Novela Ínsula del Ebro, 2009
Carmelo Romero Salvador
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Cuando se rompen los sueños
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Los espirituados
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Los centauros de Onir
Francisco Rubio Sesé, María Buisán Daudén y Mercedes Vaz-Romero Bernad
Carmen de Burgos
Francisco Carrasquer Launed As Tres Serols - Las Tres Sorores - Les Tres Sorors
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Avalancha
José Giménez Corbatón
P R A M E S
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As Tres Serols - Las Tres Sorores - Les Tres Sorors P R A M E S
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Muñecos de hielo
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Diseño de portada: equipo gráfico de prames 1ª Edición, febrero 2015
Este libro ha recibido una ayuda del Departamento de Educación, Universidad, Cultura y Deporte del Gobierno de Aragón
© Eva Fortea Báguena © para esta edición prames, sa Diseño de colección: equipo gráfico de prames prames–Las Tres Sorores Camino de los Molinos, 32 Tel.: 976 106 170 – Fax: 976 106 171 www.prames.com e–mail: publicaciones@prames.com 50007 Zaragoza isbn: 978-84-96793-42-2 Depósito Legal: Z-57-2015 Imprime: INO Reproducciones, sa Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización previa de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
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Muñecos de hielo Eva Fortea Báguena
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a Chema, por creer en mi cada día y cada noche, y a Javier, por enseñarme a mirar y a ver las cosas de una forma diferente.
AGRADECIMIENTOS A mi familia, en especial a Fina, mi madre y Juani, mi tía, por ser capaces de tratar con naturalidad, comprensión y hasta humor, lo más terrible de una guerra. A todos aquellos que han recordado conmigo su niñez y me han contado su historia, por todo lo que me han hecho sentir.
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EL PEQUEÑO
A Voy caminando monte arriba mientras el paisaje, despiadado y duro, me engulle como cada vez. Las suelas de mis botas resuenan contra las rocas calizas y las minúsculas matas de tomillo asomadas en los resquicios, perfuman el respirar cuando las piso. Es invierno y la mañana es fría pero, cosa extraña, el cielo está cubierto, como aquel día. La niebla me impide ver un sendero más que aprendido por el uso y moja mi rostro; titilantes gotas de moquita me obligan a pasar el dorso del guante por la nariz dejando en él un rastro de agua y hielo. Jadeo mientras dura el ascenso hasta la vieja cumbre, redondeada y expuesta. Desde allí domino con una mirada toda la vertiente sur, hasta el viento parece más cálido, pero es sólo una ilusión, también de allí llegan tormentas que se agarran a los picos y asolan de blanco las tierras y los riscos. Había oído hablar de este lugar, “subes el camino de la fuente de la Hortaleza, tiras a lo alto de la peña y allí mismo los verás, los nidos de ametralladora, las trincheras y el búnker”. Mis pasos se dejan llevar en cada incursión por nuevos derroteros, pero antes de desandar el camino que baja al sosiego que me da el presente, siempre me tomo un respiro sentado en uno de los montones de piedras, bélicas esculturas anónimas, que antaño dieron apoyo a brazos y armas. Las acaricio con mi mano desnuda y percibo lo gélido de su tacto. El miedo asciende desde los dedos, me estremece y se rompe en un escalofrío que me obliga a retirar 7
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la mano. En el suelo, inmenso cajón de sastre de cualquier guerra, parcialmente enterradas se entremezclan dispares, pero unidas por el nudo de la supervivencia, los restos de la malgastada munición y las latas de sardinas, ovales y oxidadas, que con su inútil llave aún enrollada, me ofrecen con generosidad el que fue un pobre festín de hambre. Una lanza de aire cortante y cruel que rompe en jirones el gris de mediodía, rebela el fiel mechón blanco que aún se aferra a mi cabeza y me obliga a pestañear con fuerza para librarme de las traicioneras lágrimas que acechan acuciantes al girar cada esquina del olvido. Justo entonces lo veo, el botón de una guerrera, terroso y vano. Lo cojo e intento limpiar el velo del tiempo que ahora lo cubre y apretado en mi puño se torna caliente y aguerrido, cobrando vida con el pulso de mi memoria.
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B No recuerdo como empezó todo aquello. No se si por lo niño que era, porque la vida se ha encargado de envolverlo en una niebla esponjosa y densa donde penetrar da miedo y cuesta esfuerzo, o por simple instinto de supervivencia. Mi vida comenzó en una mañana de bruma y frío húmedo, de esos que te calan los huesos y empapan el alma desdibujando paisajes, hechos y gentes. He de imaginar que todo lo anterior existió alguna vez y si algún retazo conservé en el recuerdo fue a fuerza de oírlo contar y no porque su huella impresionara mi memoria. Mi párvulo universo de vocales, números y borrones de tinta, los estribillos y retahílas de escuela que flotaban en un aire impregnado con aromas de mandarina y jabón, murieron aquel día. El ruido de explosiones que no cesaban me acurrucó en un rincón, y a mi lado, como presagio de lo que después vendría, Vicente, Mariano y Joaquín, ahogado ya en un mar de lágrimas. Los escombros crecían ante nosotros construyendo arquitecturas imposibles de tierra y aljezones y alcanzamos a saber entonces, que los cascotes y las ruinas arroparían, de ahí en adelante, nuestras tardes de juegos. Pasaron horas hasta que don Antonio, el maestro, nos sacó de la escuela; salimos a trompicones, mirando todo con ojos como platos. El paso ligero impuesto por los gritos de los adultos que nos acompañaban, apenas nos daba tiempo para observar el nuevo aspecto que ofrecían las calles, así que girábamos nuestras cabezas, incrédulos, a uno y otro lado sin cesar. En algún momento debí pararme, la fila se rompió abriendo un abismo entre los que me precedían y los que, más o menos convencidos, me rodearon continuando adelante. —Vamos Tomás hijo, sigue caminando. –La prisa y el miedo mudaban la voz siempre amable de don Antonio. Cogiéndome con firmeza por los hombros, me obligó a retirar los ojos del só9
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lido portón de madera que se entreabría a nuestra izquierda y a fijarlos en los suyos– no mires nada, sólo tus botas. El cuerpo inerte de un hombre caído en el suelo, amortiguaba el insistente vaivén de la puerta impidiendo que se cerrara. —Está muerto, lo han matado –las palabras del maestro temblaron mientras contemplaba el rastro de sangre que los dedos del hombre habían dejado en la pared encalada, en un infructuoso último intento de buscar cobijo bajo algún techo conocido. Don Antonio me acarició con dulzura el pelo al tiempo que giraba mi cabeza y me conducía de vuelta a la fila. Pude ver de reojo, casi sin levantar la vista del suelo, que estaba llorando. Las lágrimas del maestro me sacudieron de tal manera que el recuerdo de su vista me acompañó en silencio durante aquella caminata. Dejamos atrás la iglesia de la Merced y el barrio de “La Rabal”, donde yo imagine intactos mi casa y mi familia y seguimos andando, bajo los Arcos, hasta llegar al convento de los Franciscanos, límite permitido de mis correrías. Más allá se extendían las huertas y la carretera a Zaragoza, terreno vetado para mí. Allí, con aire de majestuoso desamparo se levantaba el Hogar de Beneficencia, “La Beni”. El enorme edificio, sobrio y gris, con hileras interminables de ventanas por las que se adivinaba un interior negro y frío, nos fue engullendo uno a uno al tiempo que atravesábamos sus puertas. Tuve la sensación al cruzar aquel umbral de que algo, no sé muy bien qué, no tendría marcha atrás. A ese lugar habíamos ido a parar en riadas de desolación, tantos chavales como mi vista alcanzaba a distinguir. Nacía del gentío un murmullo creciente de cuchicheos y risas nerviosas que entibiaba aquel quince de diciembre. Un cura, severo y oscuro, organizaba con autoridad el batiburrillo, repentino pero no inesperado, de chicos desconcertados. Deduje, seguro de no equivocarme, que era él quien mandaba. No estoy seguro de cuantos días transcurrieron, pero sí de que fueron varias las noches que pasamos allí, consiguiendo dormir sólo cuando los más pequeños, agotados, dejaban de llorar y se rendían al sueño en un suspiro. 10
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Nuestro sueño se despertaba sobresaltado al tiempo de cada ataque y contrataque, estábamos atrapados entre bombardeos de unos enemigos tan desconocidos como inesperados. Bebíamos agua insaciables, con fe ciega, porque, según nos habían dicho, aplacaba el hambre que nos acalambraba el estómago. El peor parado por las consecuencias era Joaquín, que más de una mañana amaneció empapado de orina y temblando; se quedaba entonces arrinconado, muy quieto, confiando avergonzado en que el tiempo y el tibio calor de su cuerpo secaran la ropa. —¡Os echo una carrera! –dijo Mariano retándonos. Todos sabíamos que él sería el ganador, porque aunque los pocos meses que nos llevaba no lo justificaran, era más alto, más fuerte y más rápido que ninguno de nosotros. A veces lo sentíamos como el hermano mayor que él estaba acostumbrado a ser. No era infrecuente verlo estirando con delicadeza de la mano de Pepito, su hermano menor, eternamente rezagado y gimoteante, sólo las pacientes chirigotas de Mariano conseguían robarle unas risotadas que contagiaban a todos cuantos le contemplábamos. Nos sentíamos en cierto modo así protegidos, por eso, aún no había acabado la frase, cuando ya estábamos los cuatro dispuestos para salir disparados. Ahora pienso que Mariano ya lo sabía, a lo mejor porque en su casa pasaban estrecheces, como escuchaba siempre decir a mi madre sin entenderla, pero nosotros lo aprendimos entonces: corriendo se entra en calor, un calor que da vida y entona las penas. —¿Cuánto tiempo creéis que nos quedaremos aquí? –preguntó Joaquín aún sofocado. El esfuerzo le había dado arrestos para pronunciar en voz alta lo que los demás nos repetíamos en silencio, hasta la obsesión. —Hasta que venga mi padre y nos saque –era Mariano otra vez, aplastando miedos con aquella seguridad suya– irá a buscarme a la escuela y cuando vea lo que ha pasado, se enfadará mucho y revolverá Roma con Santiago hasta que averigüe dónde estoy y entonces entrará por esa puerta –enfatizaba señalando con el dedo 11
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directamente hacia la entrada– nos cogerá y nos llevará a casa de una vez. Resultaba fácil creerle, así que cuando fue el padre de Joaquín, cenceño y moreno, el que llegó preguntando por su hijo y por Mariano, no nos extrañó demasiado, sólo tuvimos que adaptar ligeramente la versión que habíamos imaginado. Se le veía nervioso, mirando inquieto por los rincones, vigilante y temeroso. Vino acompañado por el mosén de negra sotana, con su aura de frío y dureza, abrazó con prisas a Joaquín que se colgó de su cuello llorando y pasó una mano por encima del hombro de Mariano que aguantaba el tipo sin atreverse a preguntar por su padre. Joaquín y Mariano vivían puerta con puerta y sus padres eran inseparables desde niños, casi como familia, todo el mundo lo sabía. Se marcharon juntos, sin tiempo para despedidas, avergonzados de dejarnos allí y contentos de volver a casa, o al menos eso creían ellos. —¿Y nosotros? –me preguntó Vicente. —Ya vendrán a recogernos –le contesté aparentando un convencimiento que perdía por momentos. —¿Y si no vienen? –insistió. —¿Por qué no van a venir? –repliqué enfadado por hacerme pensar en esa posibilidad. Las horas del hambre pasaban vacías en el reloj inanimado de la pared, el agua no engañaba ya a nadie y las tripas se encogían sabiendo que gruñir no serviría de nada. El ruido de la guerra llamaba a la puerta y se le estaba acabando la paciencia. Los cañonazos desde la Muela eran casi un recuerdo, ahora las bombas nos empujaban y el cerco se cerraba.
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C —¡Despierta, hay que salir de aquí! –alguien me zarandeaba en mitad de la noche. Repetía la frase como una letanía, yendo de colchón en colchón, sacudía con suavidad y premura a cada chaval y los ojos se nos abrían a una pesadilla anunciada y real. No había bártulos que recoger y con el miedo por todo equipaje, aquella noche fuimos más pequeños que nunca. Como insectos frenéticos, temerosos de una tormenta de verano que anunciara un otoño temprano, corrimos casi a oscuras subiendo empinadas cuestas para guarecernos en el Seminario. No sospechábamos que el que se nos antojaba como refugio inexpugnable, se convertiría en una madriguera sin salida para todos los que allí entramos. El mosén, iba y venía hablando con unos y con otros. Volvió para indicarnos donde nos íbamos a instalar y aunque no sabíamos por cuanto tiempo, era seguro que en cuestión de horas, saldríamos de allí. Tras la noche ausente de sueño llego la mañana y pudimos contemplar con más detalle las estancias que nos habían cobijado. El improvisado dormitorio era una nave amplia, con los techos altos y colchones amontonados en un extremo. La luz entraba, oscura, por los huecos que dejaban libres los sacos de tierra apilados en las ventanas y el polvo se veía flotar a contraluz, suspendido en algún rayo de sol que, breve y equivocado, disparaba realidad en aquellos primeros compases del amanecer. Allí estábamos Vicente y yo, de pie, mirándolo todo, con las manos húmedas por el sudor pero sin atrevernos a soltarlas. Atrás quedaba la vergüenza que hacía tan poco tiempo nos daba ir cogidos de la mano, ahora nos aferrábamos al otro sin dudarlo. —¿Qué, mozos, queréis desayunar? –una mujer apareció debajo de una manta que le cubría casi por entero. Con un gesto de quehacer cotidiano la espolsó y la dobló, dejándola plegada sobre unas maletas que esperaban en un rincón. 13
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—Sí, gracias –fue la respuesta al unísono. —Pero si es Tomasito, el chico de Josefa y Pablo, el de la ollería –dijo otra mujer que emergía de un colchón cercano y me miraba con cara de incredulidad mientras se acercaba. Estaba despeinada y sus ropas lucían arrugadas y retorcidas. Me cogió la cabeza entre sus manos, me besó y me abrazó; yo me dejaba hacer sin decir nada y tuve la sensación de que aquellos ojos extraviados no me estaban viendo. —¿Y tú de quien eres? –le preguntó a Vicente obligándose a abandonar la dulce ensoñación que la mecía unos momentos antes. —De María y de Juan –respondió rápido Vicente, rogando para ser reconocido y hacerse merecedor de besos y caricias. —¡Claro, si eres igual que tu padre!, pero, ¿cómo habéis llegado vosotros aquí?, ¡válgame Dios, pobres criaturas! –decía todo esto atolondrada, evitando mirarnos a los ojos y atusándose el pelo, colocándose las horquillas del moño y estirándose la blusa, la falda y el delantal por debajo del inevitable abrigo. Nuestro interés volaba de los parentescos hacia los chuscos de pan con tocino que la otra mujer, que luego supimos se llamaba Rosa, alineaba sobre una caja con manchas de grasa que hacía las veces de mesa. No supe cuánto hambre tenía hasta que no me llevé a la boca un pedazo de aquel manjar, lo engullí casi sin masticar y lo noté bajar arañando mi garganta, cayendo en mi estómago como una bendición. Un trago de agua fresca que la señora Rosa me alargaba en una taza fue la culminación gloriosa de aquel banquete. —Tu hermana Fina andaba ayer por aquí –dijo la mujer del moño y la mirada perdida. El corazón me dio un vuelco, pero antes de creerla la observé cuidadosamente, intentando asegurarme de que no desvariaba, de que era algo más que un cuerpo lleno de ausencias y tristeza. Sólo cuando estuve seguro le pregunté –¿Por dónde vio a mi hermana?
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D —¡Pero que dices, hombre!, si Teruel no le interesa a nadie, ¿acaso estamos en una posición estratégica?, no; ¿tenemos industrias que interese destruir?, no; ¡pues entonces! Hasta el frente está lejos, todo este jaleo no son más que unos cuantos descontrolados que se han liado a tiros por aquí y en cuanto agoten la munición, ¡ya está!, a vivir como antes –un hombre con un cabestrillo del que colgaba un brazo vendado, fumaba ávidamente apoyado en la pared mientras hablaba en un tono socarrón, ese tono que yo mismo había oído utilizar en el Café Salduba mientras paseaba por la Plaza del Torico los domingos a la hora del aperitivo. —Mira Manuel –contestó un señor tan mayor como mi abuelo, que reposaba su pierna, hinchada como un globo de piel a punto de explotar, sobre unos ladrillos– tú dirás lo que quieras pero desde el día quince, aquí no ha parado nadie. El frente no está lejos, lo tenemos en la puerta de casa y si no, ¿qué hacemos escondidos en esta ratonera? Hemos visto más aviones estos días que en el año y medio que llevamos en guerra, han llegado soldados a miles, en trenes y camiones. El que no ha perdido la vida, ha perdido a alguien de la familia. ¿Y tú sigues diciendo que esto no es nada?, ¿qué sólo son escaramuzas de unos locos descontrolados?, tú eres el que está loco. No hay más que mirar alrededor para ver lo que está pasando. Ya sé que resultan incomprensibles estos ataques sin descanso, más aún cuando todo este tiempo atrás la ciudad ha estado tranquila. Desde que se llevaron al alcalde a Zaragoza en julio del año pasado, la Guardia Civil y la Guardia de Asalto han sido casi los únicos uniformes que hemos visto por aquí. —Es una operación estratégica –dijo una voz demasiado seria para ser de aquel chaval sin edad de luchar por nada ni por nadie. —¡Tú que sabrás! –le espetó el tal Manuel. —Lo que oigo andando por ahí, no como tú, que te pasas el día fumando y apurando las botellas que consigues trapicheando tú sabrás con qué. Triste excusa esa herida del brazo para no salir a defender a los tuyos –el chico estaba acostumbrado a sacarse las 15
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castañas del fuego y a aguantarse las ganas de coger un fusil e ir al frente, aunque sólo fuera por respeto a su madre viuda, que le imploraba continuar a su lado. —Di chaval, ¿qué has oído? –le alentó el anciano. —Dos sargentos comentaban que la plaza de Teruel es un saliente del ejercito nacional en la línea de frentes republicanos –lo explicaba apasionado, mientras dibujaba con el dedo el contorno de un mapa en un estante cubierto de polvo– si consiguen tomar la ciudad, establecerán unas líneas más regulares además de desbaratar el golpe que los nacionales preparan sobre Madrid. Por lo que se ve, deberían haber atacado el día doce pero la niebla y el frío retrasaron la llegada de trenes y aviones. —Tienes buen oído chico –le elogió el anciano– ¿cómo te llamas? —Julián Novella, ¿y usted? —Pedro, Pedro Martín. —Ellos hablan y yo escucho, callado sin molestar, creo que a veces ni me ven. –Respondió paladeando el interés que suscitaba la información que les estaba dando. —Sé que el día veintiuno las tropas republicanas llegaron al Ensanche, la Plaza de Toros y la Estación y el día veintidós, ya estaban en el centro. Así, escuchando una conversación ajena, comenzó la primera incursión por aquel nuestro refugio; palabras desconocidas nacieron a mis oídos, estrategia, asedio, republicanos y nacionales, sonaron graves y amenazadoras, pero a mí, incapaz aún de imaginar el dolor, me dejaron impasible. —¿Dónde vamos? –preguntó Vicente. —Tengo que encontrar a mi hermana –le repuse con una determinación que no admitía deserciones. —Pero, ¿por dónde buscamos? —Pues por todos los sitios –le contesté lacónicamente mientras intentaba trazar una especie de plan. —Vale –asintió sin demasiadas ganas. —Empezaremos por aquí abajo, primero miraremos en todas las habitaciones y los pasillos, después en las escaleras y los pisos 16
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de arriba y lo último, el sótano; –no era tan difícil si imaginaba que estábamos en casa jugando al escondite– así recorreremos el edificio entero y seguro que encontramos a alguien conocido, a lo mejor de tu familia o de la mía. —Vale –ahora mostraba algo más de entusiasmo, dejando aparcada la desesperanza por el momento. Saber que mi hermana Fina estaba cerca me permitió coger aire y suspirar. Aunque yo, a mis seis años, a quien quería encontrar era a mis padres y ella era sólo dos años mayor que yo, pero en aquel momento se me apareció como el único cable de amarre a un suelo firme, no sabía que aquel anclaje, tenso como el sedal que ha cobrado una pieza, era tan vulnerable que podía romperse en cualquier momento ante un tirón inesperado de los acontecimientos. Nos lanzamos a la búsqueda desenmarañando aquel laberinto de naves, pasillos y gentes. Caminábamos observando atentos, sin perder detalle. El desconsuelo de las madres, la responsabilidad de los soldados y la oculta angustia de los niños nos iba empapando sin querer. —¡Corre Vicente! –le ordené. Y corrimos. Corrimos sorteando cuerpos y bultos, jadeantes y sudorosos hasta topar con una pernera verde caqui que nos sirvió de freno y devolvió la cordura a aquella huida desbocada. Sin saberlo nos estábamos negando como protagonistas de aquel tormento, el embrión de la supervivencia ya pulsaba en nosotros y correr se nos antojo la mejor manera de seguir adelante. —Por aquí no se puede pasar –el militar al que habíamos embestido nos hablaba y a pesar de que apenas nos dedico un par de miradas, supe que no era el cuello alto y rígido de su guerrera, que intentaba ensanchar en un gesto repetido y casi mecánico, lo que le ahogaba. Aunque me dio miedo, tanto que no pude articular palabra y sólo asentí con la cabeza, adiviné la preocupación hundiéndole los hombros y oscureciendo sus ojeras. Me recordó a mi padre en aquellos días en que la abuela, enferma hacía años, empeoraba y sufría dolores que yo imaginaba horribles cuando la oía quejarse. Entonces mi padre apenas hablaba, sonreía muy poco, 17
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casi lo justo para darnos un abrazo y el beso de buenas noches, se le veía encogido y cabizbajo y todos estábamos tristes. Aquel hombre de uniforme me dio pena. Su aspecto era imponente. A diferencia de los soldados y milicianos que estábamos acostumbrados a ver, su uniforme lucía impecable, el briche limpio y las botas altas tan lustrosas que parecía cosa de magia caminando como lo hacía entre escombros y materiales de derribo; las tres estrellas de ocho puntas que daban grado a su bocamanga, refulgían a la altura de nuestros ojos. No hizo falta que dijera más, retrocedimos sin poder apartar la mirada de su gorra de plato. —¿Has visto que uniforme?, seguro que es un general –sentenció Vicente. —Seguro, porque llevaba muchas estrellas en los puños y en la gorra. Debe de ser el jefe y en cuanto él gane, nosotros saldremos de aquí –erramos en el grado, era un Coronel, pero no en la esencia. Se encontraba casualmente en la plaza y había sido mandado para organizar la defensa de aquella zona, con puestos avanzados en la puerta de la Andaquilla, la calle de los Amantes, la calle Temprado, el Ayuntamiento y el edificio de Correos. Su nombre lo harían público los avatares de la historia tiempo después. De nuevo nos adentramos por vericuetos interminables, jugando a adivinar rasgos familiares en cada rostro, peleando después con la decepción que unas fisonomías desconocidas, con expresión de buscar en nuestras propias facciones algo suyo, nos creaban. —Pues se parecía mucho –dije excusándome ante una nueva identificación errada. —Sí, eran casi iguales –me consoló Vicente. —Tiene que estar por aquí, es lo único que nos queda por mirar. Hemos buscado por todos los sitios, y los pisos de arriba están destruidos por las bombas, allí seguro que no hay nadie, nadie que este vivo –en tan pocos días la muerte se había hecho real y tan tangible que nos daba la mano y pululaba a nuestro lado, sin atreverse a decirnos que su presencia permanecería inmutable, de ahí en adelante, acompañándonos toda la vida. 18
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E Nuestros pies se dejaban caer en cada peldaño mientras la escalera descendía y nosotros con ella. Al llegar abajo encontramos un espacio, algo más que un hueco, recogido y a resguardo del trasiego; aunque casi en penumbra, resultaba acogedor y allí nos guarecimos. La solera de los escalones proporcionaba un techo a nuestra medida, ningún adulto habría cabido allí con comodidad. Nos sentamos arrastrando la espalda por la pared hasta que nuestro culo dio en el suelo y allí estuvimos respirando en silencio, sólo cuando la vista se acomodó a la semioscuridad lo distinguimos. Alguien dormía profundamente en un rincón, hecho un cuatro y arrebujado en una manta. Era seguro que muchas personas dormían así, pero yo la había visto a ella todas las noches de mi vida. El hallazgo merecía el esfuerzo, me levanté y me acerqué sigilosamente retirando la ropa con delicadeza para comprobarlo. Vicente, que seguía atento todos mis movimientos sin levantarse pero con el cuello tan estirado que su cabeza parecía ir a separarse del cuerpo, saltó como un resorte al tiempo de mi grito. —¡Fina! –me abalancé sobre ella sin poder parar de llorar y abrazarla. —¿Tomás? –despertó desconcertada, pero cuando sus enormes ojos negros se recompusieron, se le anegaron rebosando unas lágrimas calladas que trató de esconder en mi hombro y sobre mi pelo, mientras me abrazaba tan fuerte que temí no poder volver a coger aire. —¿Dónde has estado? –Fina se acercó a Vicente que observaba como el apuntador, protagonista desplazado de la escena, y le abrazó, y también lloraron. Mi hermana, a sus ocho años, se había hecho mayor en una semana. —Por ahí, con Vicente y con Mariano y Joaquín. Don Antonio nos saco de la escuela y nos llevo a la Beni, y de allí nos trajeron los curas hasta aquí porque la bombas caían ya muy cerca –resumí. 19
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—Pues por aquí no están mucho mejor las cosas, las granadas no dejan de estallar y dicen que están poniendo minas en los cimientos. Hay muchos heridos y algunos muy graves. De momento hay comida y agua, pero no queda demasiada, como no salgamos pronto no sé que vamos a comer –hablaba dando un parte de guerra práctico, fruto de sus reflexiones de supervivencia, pero cuando vio nuestra cara de preocupación cambió su talante haciéndonos más llevadero lo inevitable–. Claro que siempre podemos coger nieve y derretirla, así que agua no nos va a faltar y si racionan bien la comida, sin malgastarla, habrá para muchos días, suponiendo que no nos vayamos antes. Supe que había llegado el momento de preguntarle. Me resistía porque en el fondo debía intuir la respuesta, pero la necesidad de saber era más fuerte. Afrontaría lo que fuera, no quedaba más remedio. —¿Y mamá y papá? –susurré mirando al suelo. Fina titubeo y continuó deslizando los mechones de su pelo ondulado y oscuro entre unos dedos infantiles en un intento por desenredarlo mientras fingía no haberme oído. —Fina, ¿mamá y papá, donde están? –insistí, esta vez la miré de frente y elevé el tono de voz sin darle ningún margen para ignorarme. —A padre se lo han llevado unos soldados, pero no sé adonde, el padre de Mariano iba con él y mamá ya no está. La bomba cayó y derrumbó la casa y las tuberías se rompieron. Quedamos atrapadas y ella dejó de respirar y yo la abracé pero no se despertó. Cuando me sacaron, me dijeron que estaba muerta –parecía mirar hacia dentro sin ver nada más que aquellas terribles imágenes grabadas para siempre en su cerebro. De pronto volvió –pero ahora estamos juntos y seguro que Teresa también nos está buscando para reunirse con nosotros. Quedaba pues la esperanza de encontrar a Teresa, mi hermana mayor, y de que mi padre no estuviese muerto, pero albergar ilusiones asustaba demasiado y lo peor es que éramos conscientes de ello. 20
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Muñecos de Hielo es una novela que habla de supervivencia. Narra la historia de unos niños, tres hermanos, que son arrancados de su cotidiano día a día por la Guerra Civil, sufriendo el terrible asedio a su ciudad, Teruel. En esas circunstancias y viviendo uno de los inviernos más fríos y duros que se recuerdan, la ingenuidad y la capacidad de adaptación son armas muy valiosas para conseguir mantenerse con vida. Crecer y seguir adelante con todo lo vivido, será una tarea en ocasiones tan complicada que sólo un niño podrá llevarla a cabo.
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MUÑECOS DE HIELO As Tres Serols - Las Tres Sorores - Les Tres Sorors P R A M E S
Eva Fortea Báguena (Teruel, 11 de octubre de 1968)
Es fisioterapeuta de profesión, pero siempre ha estado muy vinculada al mundo de la letras. Ha cultivado especialmente el relato corto y esta es su primera incursión en el mundo de la novela. Ha ganado varios premios y menciones especiales en certámenes de relato corto y de guión para cortometraje.
Pilar Laura Mateo
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La historia más bella
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Tampoco esta vez dirían nada
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Voces al Alba
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El diputado Pardo Bigot: la esperanza del Sistema
Carmelo Romero Salvador
José Giménez Corbatón
Los hechos se sucedieron con la descabellada lógica de las guerras, hasta que un grito aunó todas las voces, “la guerra ha terminado”. El día, a diferencia de lo que sucedía en todas mis fabulaciones, no tenía nada de especial, no era más soleado ni más nuboso, más caluroso, ni más frío. Sólo era un día más entre tantos de una vida, pero por fin había llegado.
José Giménez Corbatón
Muñecos de Hielo
IV Premio Novela Ínsula del Ebro, 2009
Carmelo Romero Salvador
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Cuando se rompen los sueños
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Los espirituados
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Los centauros de Onir
Francisco Rubio Sesé, María Buisán Daudén y Mercedes Vaz-Romero Bernad
Carmen de Burgos
Francisco Carrasquer Launed As Tres Serols - Las Tres Sorores - Les Tres Sorors
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Avalancha
José Giménez Corbatón
P R A M E S
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