Elogio de la creolidad

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ELOGIO DE LA CREOLIDAD

Jean Bernabé Patrick Chamoiseau Raphaël Confiant

loge de la créolité, el manifiesto escrito por los martiniqueños Jean Bernabé, Patrick Chamoiseau y Raphaël Confiant en 1986, constituye un documento ineludible en la crítica y el pensamiento caribeños hoy en día. En él, evitando las ideas de universalidad sobre las que se apoyan los colonialismos, se enuncian varios puntales para una estética no estática que represente mejor el ser y el decir de estas tierras. Tras revisar los aportes de movimientos predecesores como la Negritud (abanderada por Aimé Césaire) y la Antillanidad (articulada por Édouard Glissant), estos tres intelectuales (un lingüista y dos literatos) ofrecen una contrapartida desde el arte de la palabra a obras también descolonizadoras como la de Frantz Fanon, Eric Williams y C. L. R. James. En español, el Elogio de la creolidad invita a ser leído en contrapunto con obras como La isla que se repite de Antonio Benítez Rojo, Caliban de Roberto Fernández Retamar, y con reflexiones de varios escritores (desde Antonio Cornejo Polar, Nelson Osorio, Raúl Bueno y Carlos Rincón hasta Haroldo de Campos) en el marco del pensamiento crítico y la crítica literaria en Latinoamérica.

ELOGIO DE LA CREOLIDAD

É

Mónica María del Valle Idárraga

MÓNICA MARÍA DEL VALLE IDÁRRAGA - GERTRUDE MARTIN-LAPRADE

Traductoras

AUTORES

Jean Bernabé Patrick Chamoiseau Raphaël Confiant


Elogio de la Creolidad


Para Aimé Césaire Para Édouard Glissant Ba Frankétyèn



© Editions GALLIMARD, Paris 1989

Primera edición en francés: Eloge de la créolité. Paris, 1989.


Contenido

Prรณlogo

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La Creolidad Anexo Autores

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ร ndice onomรกstico-temรกtico

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Es a través de la diferencia y dentro de lo diverso que se exalta la Existencia. Lo Diverso decrece. He ahí el gran peligro. VICTOR SEGALEN

Conminarla por fin libre a que produzca de su intimidad cerrada la suculencia de las frutas. AIMÉ CÉSAIRE

No sean los pordioseros del Universo cuando los tambores determinan el desenlace. ÉDOUARD GLISSANT

Qué tarea colosal, ¡la del inventario de lo real! FRANTZ FANON


Prólogo

Ni Europeos, ni Africanos, ni Asiáticos: nosotros nos proclamamos Creoles. Llamarnos creoles será para nosotros una actitud interior; o más bien: una vigilancia, o mejor aún, una especie de envoltura mental en medio de la cual se construirá nuestro mundo con plena conciencia del mundo. Estas palabras que les transmitimos no provienen de la teoría ni de principios sabihondos. Son afines al testimonio. Son el resultado de una experiencia estéril que vivimos antes de dedicarnos a reactivar nuestro potencial creativo, y poner en marcha la expresión de lo que somos. Estas palabras no están dirigidas solo a los escritores, sino a todos los encargados de ideas nuevas en nuestro espacio territorial (el archipiélago y sus contrafuertes de tierra firme; a saber, las inmensidades continentales), sea cual sea su disciplina, en la búsqueda dolorosa de un pensamiento más fértil, de una expresión más acertada, de una estética más verdadera. Ojalá esta posición les sea útil como lo es para nosotros. Ojalá tome parte en el surgimiento, aquí y allá, de aplomos que se sostengan de la identidad creole, a la vez que la dilucidan, abriéndonos así los senderos del mundo y de la libertad. La literatura antillana no existe todavía. Estamos aún en un estado de preliteratura: el de una producción escrita, sin público local, que desconoce la interacción entre autores y lectores en la que se elabora cualquier literatura. Este estado no es imputable exclusivamente a la dominación política, sino que se explica también por el hecho de que nuestra verdad se encontraba aprisionada, en lo más hondo de nosotros mismos, ajena a nuestra conciencia y a la lectura libremente artística del mundo en que vivimos. Estamos fundamentalmente marcados por lo exterior, por la exterioridad, y es así desde los tiempos de antaño hasta nuestro días. Siempre vimos el mundo a través del filtro de los valores occidentales, y nuestros cimientos se hallaron “exotizados” por la visión francesa que tuvimos que adoptar. Qué

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condición terrible la de percibir su arquitectura interior, su mundo, los instantes de sus días, sus valores propios, con la mirada del Otro. Sobredeterminados en todo, en historia, en pensamiento, en vida cotidiana, en ideales (aun progresistas) en una trampa de dependencia cultural, de dependencia política, de dependencia económica, fuimos desterrados de nosotros mismos en cada parte de nuestra historia escritural. Eso determinó una escritura para el Otro, una escritura prestada, anclada en los valores franceses, o en cualquier caso fuera de este suelo y que, a pesar de algunos aspectos positivos, no hizo sino mantener en nuestras mentes la dominación de un afuera… De un afuera perfectamente noble, sin duda, mineral ideal hacia el cual tender, a nombre del cual romper la ganga que envolvía lo que éramos. Sin embargo, contra una apreciación polémica, partidista, anacrónica de la Historia, queremos volver a examinar los términos de esta acusación y sacar a la luz hombres y hechos de nuestro continuo escritural, una comprensión verdadera. Ni complaciente ni cómplice, sino solidaria.

Hacia la visión interior y la aceptación de sí En los primeros tiempos de nuestra escritura, esta exterioridad provocó una expresión mimética, tanto en lengua francesa como en lengua creole. Indudablemente, tuvimos nuestros relojeros del soneto y el alejandrino. Tuvimos nuestros fabulistas, nuestros románticos, nuestros parnasianos, nuestros neoparnasianos, para no hablar de los simbolistas. Nuestros poetas se embriagaban de la deriva bucólica, encantados con las musas griegas, refinando las lágrimas de tinta de un amor no correspondido por las Venus del Olimpo. Allí, aullaban no sin razón los censores, había más que un cambalache cultural: se trataba de la adquisición casi total de una identidad otra. Esos zombis fueron eliminados por aquellos que querían inscribirse en su biotopo materno. Aquellos que clavaban los ojos sobre sí mismos y nuestro medio, pero también en ese caso desde una fuerte exterioridad, con los ojos del Otro. Vieron de su ser, lo que Francia veía de él, por medio

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de sus sacerdotes-viajeros, sus cronistas, sus pintores o sus poetas de paso, o por medio de sus grandes turistas. Entre el cielo azul y los cocoteros, floreció una escritura paradisíaca, al principio candorosa y luego crítica, como en el caso de los indigenistas del país de Haití. Se cantó la coloración cultural del aquí en una escritura que renunciaba a la totalidad, a las verdades entonces desvalorizadas de lo que éramos. A ojos de los comentarios militantes posteriores fue, desesperadamente, una escritura regional, llamada duduísta, por tanto sin espesor: otra manera de ser exterior. Sin embargo, si se la mira de cerca, como lo hizo Jack Corzani en su Histoire de la Littérature des Antilles-Guyane *, esta escritura (desde René Bonneville hasta Daniel Thaly, desde Victor Duquesnay hasta Salavina, desde Gilbert de Chambertrand hasta Jean Galmot, desde Léon Belmont hasta Xavier Eyma, desde Emmanuel Flavia-Léopold hasta André Thomarel, desde Auguste Joyau hasta Paul Baudot, desde Clément Richer hasta Raphaël Tardon, desde Mayotte Capécia hasta Marie-Magdeleine Carbet…) preservó una cantidad de mechas susceptibles de provocar destellos en nuestras oscuridades. La mejor prueba es la que nos da el escritor martiniqueño Gilbert Gratiant, con su monumental obra creole: Fab Compè Zicaque **. Visionario de nuestra autenticidad, situó de entrada su expresión escritural en los polos de las dos lenguas y de las dos culturas, francesa, créole, que imantaban cada cual por su lado las brújulas de nuestra conciencia. Y si fue víctima, en muchos aspectos, de la inevitable exterioridad, no por eso Fab Compè Zicaque deja de ser una extraordinaria investigación sobre el léxico, los giros, los proverbios, la mentalidad, la sensibilidad, en una palabra, sobre la inteligencia de esta entidad cultural en la que hoy intentamos hacer una inmersión saludable. A Gilbert Gratiant y a muchos otros escritores de esta época los declaramos conservadores valiosos (a menudo pese a ellos mismos) de las piedras, de 1

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* **

Éditions Désormeaux, 1978. Éditions Horizons Caraïbes, 1958.

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las estatuas rotas, de la alfarería despedazada, de los dibujos extraviados, de las siluetas deformadas: de esta ciudad en ruinas que es nuestro cimiento. Sin todos esos escritores, habríamos tenido que efectuar este retorno “al país natal” sin señalización, ni apoyos, sin siquiera algunos de esos cocuyos dispersos que en las noches azuladas guían la árida esperanza de los viajeros perdidos. Y sospechamos que todos, y más que nadie Gilbert Gratiant, captaron suficiente de nuestra realidad para crear las condiciones de aparición de un fenómeno multidimensional que (luego, por completo, de manera injusta, apremiante pero necesaria, y durante varias generaciones) iba a eclipsarlos: la Negritud. A un mundo totalmente racista, automutilado por sus cirugías coloniales, Aimé Césaire le devolvió el África madre, el África matriz, la civilización negra. En el país, denunció las dominaciones, y con su escritura, comprometida, y que cogía impulsos al modo guerrero, dio duros golpes a las rémoras postesclavistas. La Negritud césairiana engendró la adecuación de la sociedad creole a una conciencia más justa de sí misma. Al restaurarle su dimensión africana, la Negritud puso fin a la amputación que generaba, en alguna medida, la superficialidad de la escritura que ella misma había bautizado como duduísta. En este momento nos sentimos obligados a liberar a Césaire de la acusación –de mal sabor edípico– de hostilidad hacia la lengua creole. Nuestro compromiso es entender por qué, pese al predicado retorno “a la fealdad abandonada de nuestras heridas”, Césaire no ligó estrechamente el creole a una práctica de escritura forjada sobre los yunques de la lengua francesa. De nada sirve atizar esta pregunta crucial y citar, como contrapunto, la trayectoria de Gilbert Gratiant, quien se dedicó a tomar posesión de ambas lenguas de nuestro ecosistema. Importa que nuestra reflexión, haciéndose fenomenológica, se centre en las raíces mismas del hecho césairiano: hombre a la vez de “iniciación” y de “conclusión”, Aimé Césaire tuvo, entre todos, el temible privilegio de reabrir simbólicamente y volver a cerrar con la Negritud el anillo que encierra dos monstruos tutelares: la europeidad y la

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africanidad, ambas exterioridades totales que proceden de dos lógicas adversas. La una que acapara nuestras mentes sumisas a su tortura, la otra que habita nuestras carnes llenas de sus estigmas; ambas a su manera inscriben en nosotros sus claves, sus códigos y sus cifras. ¡Definitivamente no! Estas dos exterioridades no podrían medirse por el mismo rasero. La Asimilación, a través de sus pompas y sus obras de Europa, se encarnizaba en pintar nuestra vivencia con colores del afuera. La Negritud se imponía entonces como voluntad testaruda de resistencia dedicada sin ambages a dar domicilio a nuestra identidad en una cultura negada, denegada y renegada. Césaire, ¿un anticreole? De ninguna manera; más bien un ante-creole, si, al menos, se puede arriesgar tal paradoja. Fue la Negritud césairiana la que nos abrió el camino hacia el aquí de una Antillanidad desde entonces concebible y ella misma en marcha hacia otro grado de autenticidad que quedaba por nombrar. La Negritud césairiana es un bautismo, el acto primero de nuestra dignidad restituida. Somos, para siempre, hijos de Aimé Césaire. Habíamos adoptado el Parnaso. Con Césaire y la Negritud pusimos pie en el surrealismo.1 Sería ciertamente injusto considerar el manejo por parte de Césaire de las “Armas milagrosas” del surrealismo como un resurgimiento del bovarismo literario. En efecto, el surrealismo hizo explotar los capullos etnocentristas, y constituyó en sus cimientos mismos una de las primeras revaluaciones del África realizadas por la conciencia occidental. Pero, el hecho de que la

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“El surrealismo aparecía ‘positivamente’ como algo que aportaba: una protesta a la sociedad occidental, una liberación verbal, una potencia de escándalo (…) ‘negativamente’ como factor de pasividad (André Breton como maestro), lugar de referencias borrosas (la vida, el fuego, el poeta), ausencia de pensamiento crítico en lo social, creencia en el hombre elegido. Se subrayó la relación entre las potencias de lo imaginario, de lo irracional, de la locura, y las potencias negras de lo ‘elemental’ (Tropiques). Pero se sostuvo la opinión de que el surrealismo tiende a reducir las ‘particularidades’ y la especificidad, que tiende a tachar por la simple negación el problema racial, que mantendría entonces paradójicamente (y por una generalización generosa pero fuera de lugar) una tendencia al eurocentrismo” Édouard Glissant, Le Discours antillais, Éditions du Seuil, 1981.

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mirada de Europa finalmente tuvo que servir de intermediaria para la reaparición a la superficie del continente africano sepultado, es lo que podía hacer temer el riesgo de una alienación redoblada, a la cual habría pocas posibilidades de escapar, salvo si se tratara de un ser tocado por un milagro: Césaire, debido precisamente a su genio inmenso, templado al fuego de un lenguaje volcánico, nunca rindió tributo al surrealismo. Por el contrario, de ese movimiento de la Negritud, llegó a ser una de las figuras más incandescentes, una de esas que sería incomprensible fuera de toda referencia al sustrato africano resucitado por la potencia hacedora del verbo. Pero el tropismo africano no impidió en absoluto a Césaire inscribirse muy profundamente en la ecología y en el campo referencial antillanos. Y si su canto no se desplegó en creole, no por eso su lengua, bajo la luz de una nueva lectura, en particular en Et les chiens se taissaient,2 se revela menos impermeable de lo que se cree generalmente a las emanaciones creoles de esas profundidades maternas. La Negritud, fuera del resplandor profético de la palabra, no expresó ninguna pedagogía de lo bello, y, de hecho, nunca tuvo este proyecto. En verdad, la fuerza prodigiosa que emanaba de la Negritud no necesitaba un arte poético. El resplandor que poseía, señalizando con signos enceguecedores el espacio de nuestros parpadeos, desarmó cualquier repetición taumatúrgica, en gran perjuicio de los epígonos. De suerte que, aunque galvanizaba nuestras energías con fervores inéditos, la Negritud no aportó ningún remedio a nuestro desconcierto estético. Incluso puede que durante algún tiempo haya agravado la inestabilidad de nuestra identidad, señalándonos el síndrome más evidente de nuestros males: el destierro interior, el mimetismo, lo natural más cercano vencido por la fascinación de lo lejano, etcétera, figuras todas de la alienación. Terapia violenta y paradójica, la Negritud hizo suceder a la ilusión de Europa la ilusión

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Sobre lo vernáculo en Et les chiens se taisaient de Aimé Césaire, Cfr. los trabajos en curso de Annie Dyck. Tesis doctoral en la Université des Antilles et Guyana.

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de África. Originalmente llena del deseo de darnos domicilio en el aquí de nuestro ser, durante las primeras olas de su despliegue, la Negritud estuvo marcada por un modo de la exterioridad: exterioridad de las aspiraciones (el África madre, el África mítica, el África imposible), exterioridad de la expresión de la relación (el Negro con mayúscula, todos los oprimidos de la tierra), exterioridad de la afirmación de sí (somos africanos).3 Inevitable momento dialéctico. Trayecto indispensable. Terrible desafío el de poder salir de ahí para por fin construir una nueva síntesis, provisional ella misma, en el recorrido abierto de la Historia, de nuestra historia. Epígonos de Césaire, desplegamos una escritura comprometida, comprometida4 con el combate anticolonialista, pero en consecuencia comprometida también fuera de toda verdad interior, fuera de la menor de las estéticas literarias. Con gritos. Con odios. Con denuncias. Con grandes profecías y conceptos eruditos. En esa época, aullar fue bueno. Ser oscuro era signo de profundidad. Cosa curiosa: esto fue necesario y nos hizo bien. Mamábamos ahí como de una ubre de tafia. Eso nos liberaba por un lado, y nos encadenaba por otro, agravando nuestro proceso de afrancesamiento. Porque si, en esta rebelión negrista, protestábamos contra la coloni-

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Lo que equivalía, de hecho, a ponerse en el exterior de la dimensión negra de nuestro ser creole. ¡Pero qué fortuna, en la época, descubrir un alma más conforme con las dominantes de nuestra tipología!… Es la época en que muchos de nuestros creadores, de nuestros escritores, se escaparon a África creyendo partir al encuentro de ellos mismos…

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Compromiso que, en definitiva, era una de las manifestaciones de la exterioridad: “La mayoría de las personas interrogadas a propósito de la literatura en Haití esperan del autor haitiano un compromiso; pocas entre ellas han leído efectivamente siquiera una sola obra de esta literatura. Y pese a los esfuerzos de los escritores, pocas cosas han cambiado en Haití gracias a ellos. La comunicación se rompe de continuo por falta de lectores: ¿por qué en esas condiciones el escritor no modifica el contenido de su texto, o no abandona simplemente ese medio? Una sola respuesta se impone: el escritor ha cedido a la demanda del mundo literario exterior al adoptar formas de expresión reconocidas. Igualmente ha cedido a las exigencias de un público que le pide ocuparse de sus problemas. Pero fracasa por los dos lados, pues no es ni reconocido ni escuchado por sus compatriotas…” U. Fleishmann, Écrivain et société en Haïti. Centre de recherches Caraïbes, 1976.

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zación francesa, siempre fue a nombre de generalidades universales pensadas al modo occidental y sin ningún apoyo en nuestra realidad cultural.5 Y sin embargo, la Negritud césairiana permitió la aparición de aquellos que iban a dar nombre a la envoltura de nuestra mente antillana: abandonados en un callejón sin salida, algunos tuvieron que saltar por encima de la barrera (como lo hizo el escritor martiniqueño Édouard Glissant), o quedarse en el mismo lugar (como lo hicieron muchos) dando vueltas alrededor de la palabra Negro, soñando con un mundo negro extraño, alimentándose con denuncias (de la colonización o de la Negritud misma) que desembocaron luego en la nada, a través de una escritura verdaderamente en suspensión,6 sin suelo, sin población, sin lectores, sin autenticidad, salvo incidental, parcial o accesoriamente. Con Édouard Glissant nos negamos a encerrarnos en la Negritud, deletreando la Antillanidad7 que nacía más

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Esta rebelión se alineaba tal vez con la argumentación del siguiente tipo de los colonialistas: antes de nuestra llegada no había sino una isla y algunos salvajes. Somos nosotros quienes los trajimos a ustedes a esta isla. No había ningún pueblo, ninguna cultura, ninguna civilización establecida que hubiéramos colonizado. Ustedes no existen sino gracias a la colonización, y siendo así, ¿de qué colonización hablan?

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“Generalmente, la literatura de una sociedad vehicula modelos según los cuales se percibe y se juzga una sociedad. En principio, al menos, estos modelos sostienen la acción de los individuos y de los grupos y la impulsan a conformarse a las imágenes que trazan. Pero se necesita para esto que exista una coherencia entre los modelos ideales y la realidad; es decir, que aquellos tiene que poder actualizarse al menos parcialmente en el tiempo y en el espacio accesibles. La aparición de una literatura comprometida está en relación con el rechazo de la realidad presente de una sociedad: a petición del público, el escritor expresa modelos que deben guiarlo en la aprehensión de una realidad nueva. El escritor haitiano, por su parte, (…) da forma a su ideal sobre la base de la antigua metrópoli, o sobre la de otra sociedad, al punto de identificarse totalmente con ella. Para que la realidad haitiana sea accesible para él, sería necesario que se transforme hasta parecerse a esta otra realidad. Ese divorcio entre lo cotidiano y lo ideal soñado impide entonces que los modelos tengan un impacto sobre la realidad”. U. Fleishmann, op. cit.

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“Fue en una conferencia de Daniel Guérin, explica Édouard Glissant, pronunciada ante los estudiantes de la Asociación General de Estudiantes Martiniqueños, en 1957 o 1958. Daniel Guérin que acababa de convocar a una Federación de las Antillas, en su obra Les Antilles decolonisées,

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de la visión que del concepto. El proyecto no era solamente el de abandonar las hipnosis de Europa y de África. También había que mantener despierta la clara conciencia de los aportes de una y de otra: en sus especificidades, sus dosis, sus equilibrios, sin borrar ni olvidar las otras fuentes a ellas mezcladas. Clavar, entonces, la mirada en el caos de esta humanidad nueva que somos. Comprender lo que es lo antillano. Percibir lo que significa esta civilización caribeña aún balbuciente e inmóvil. Con [René] Depestre, abrazar esta dimensión americana, nuestro espacio en el mundo. Siguiendo a Frantz Fanon, explorar nuestra realidad en una perspectiva catártica. Descomponer lo que somos sin dejar de purificarlo exponiendo al pleno sol de la conciencia los mecanismos ocultos de nuestra alienación. Sumergirnos en nuestra singularidad, posesionarnos de ella proyectivamente, alcanzar a fondo lo que somos… son las palabras de Édouard Glissant. El objetivo estaba a la vista; para aprehender esta civilización antillana en su espacio americano, precisábamos salir de los gritos, de los símbolos, de las amenazas estrepitosas, de las profecías declamatorias, darle la espalda a la inscripción fetichista en una universalidad regida por los valores occidentales, a fin de entrar en la minuciosa exploración de nosotros mismos, hecha de paciencias, de acumulaciones, de repeticiones, de insistencias, de obstinaciones, donde se movilizarían todos los géneros literarios

se asombró, sin embargo, de ese neologismo que suponía más que un acuerdo político entre países antillanos” en Le Discours antillais, op. cit. “Lo real es innegable: las culturas nacidas del sistema de las plantaciones; civilización insular (donde el mar Caribe difracta, en el mismo sentido en que, por ejemplo, se aceptará que un mar también civilizador, el Mediterráneo, tenía en principio una potencia de atracción y de concentración); doblamiento piramidal con un origen africano o hindú en la base, europeo en la cúspide; lenguas hechas de acuerdos; fenómeno cultural general de creolización; vocación por el encuentro y la síntesis; persistencia del hecho africano; cultura de la caña, del maíz, del ají; lugar de combinación de los ritmos; pueblos de la oralidad. Eso real es virtual. Le falta a la Antillanidad: pasar de lo vivido común a la conciencia expresada; sobrepasar la postulación intelectual tomada en cuenta por las élites del saber y anclarse en la afirmación colectiva apoyada sobre la acción de los pueblos”. Édouard Glissant, op. cit.

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(por separado o negando sus fronteras) y el manejo transversal (pero no necesariamente erudito) de todas las ciencias humanas. Un poco como en las excavaciones arqueológicas: una vez acordonado el espacio, avanzar a pequeños toques de brocha para no alterar ni perder nada de ese nosotrosmismos enterrado por el afrancesamiento. Pero como las vías de penetración en la Antillanidad no estaban señalizadas, la cosa fue más fácil de decir que de hacer. Durante mucho tiempo anduvimos dando vueltas, con el desespero de los perros embarcados en una yola. El mismo Glissant no nos ayudaba mucho, ocupado como estaba en su propio trabajo, alejado por su ritmo, persuadido de escribir para los lectores futuros. Nos quedábamos frente a sus textos como frente a jeroglíficos, percibiendo confusamente el estremecimiento de una vía, el oxígeno de una perspectiva. De golpe, sin embargo, con su novela Malemort (por la alquimia del lenguaje, la estructura, el humor, la temática, la elección de los personajes, el rechazo a las complacencias) efectuó el singular desvelo de lo real antillano. Por su parte, aprovechando los primeros brotes de una creolística centrada sobre sus profundidades nativas, el escritor haitiano Frankétienne se convirtió, con su obra Dézafi, en el forjador y el alquimista a la vez del nervio central de nuestra autenticidad: el creole recreado por y para la escritura. De manera que fueron Malemort8 y Dézafi9 –asombrosamente aparecidas en el mismo año de 1975– las que, en su interacción ardiente, desbloquearon para las nuevas generaciones la primera herramienta en esta marcha hacia el conocerse: la visión interior. Crear las condiciones para una expresión auténtica implicaba exorcizar la vieja fatalidad de la exterioridad. No tener bajo los párpados sino las pupilas del Otro invalidaba las maneras de hacer, las actuaciones y los procedimientos más atinados. Abrir los ojos sobre sí mismo al modo de los

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Malemort. Édouard Glissant, Seuil, 1975.

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Dézafi. Frankétienne, Ed. Fardin. Puerto Príncipe, 1975.

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regionalistas no bastaba. Posar la mirada sobre esa cultura “fondal-natal” para no privar nuestra creatividad de su esencia, como hicieron los indigenistas haitianos, no era suficiente. Teníamos que lavarnos los ojos: volver al revés la visión que teníamos de nuestra realidad para cogerla por sorpresa. Una mirada nueva que sacaría lo natural nuestro de lo secundario o de lo periférico para volver a colocarlo en el centro de nosotros mismos. Un poco de esa mirada de la infancia, que cuestiona sobre todo, que todavía no tiene sus postulados y que interroga hasta las evidencias. Esa mirada libre se las arregla sin explicaciones y sin comentarios. No tiene espectadores de fuera. Surge de una proyección de la intimidad y trata cada pedazo de nuestra realidad como un acontecimiento en la perspectiva de romperle a este último la visión tradicional, que es visión exterior y sometida a los hechizos de la alienación… Es en ese aspecto donde la visión interior es reveladora y, por tanto, revolucionaria.10 Reaprender a visualizar nuestras profundidades. Reaprender a mirar positivamente lo que palpita a nuestro alrededor. La visión interior deshace, para empezar, la vieja imaginería francesa que nos empapela, y nos hace volver a nosotros mismos en un mosaico renovado por la autonomía de sus elementos, por su imprevisibilidad, por sus resonancias que se hicieron misteriosas. Es un trastorno interior y sagrado, al modo de Joyce. Es decir: una libertad. Pero intentando en vano ejercerla, nos dimos cuenta de que no podía haber visión interior sin una previa aceptación de sí. Hasta se podría decir que la visión interior es la resultante de ésta. El afrancesamiento nos obligó a denigrar de nosotros mismos: destino común de los colonizados. A menudo nos resulta difícil distinguir lo que, en nosotros, podría ser

10 “[A ustedes, los] Primeros levantados que harán resbalar de su boca la mordaza de una inquisición insensata –con apariencia de conocimiento– y de una sensibilidad extenuada, signo de nuestros tiempos, a ustedes que ocuparán todo el espacio en provecho de la única verdad poética, verdad poética en constante lucha contra la impostura, e indefinidamente revolucionaria, [a ustedes me dirijo]” René Char, Recherche de la base et du sommet. Bandeau des matinaux, Gallimard, 1950.

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objeto de una búsqueda estética. Lo que aceptamos como bello en nosotros mismos es lo poco que el otro ha declarado bello. Lo noble está, generalmente, fuera. También lo Universal. Y siempre fue allende los mares donde nuestra expresión artística fue a sacar fuerzas. Y siempre lo que traía de vuelta era lo que retenía, aceptaba, estudiaba, pues nuestra idea de lo estético estuvo afuera. ¿De qué vale la creación de un artista que rechaza en bloque su ser inexplorado? ¿Que no sabe lo que es? ¿O que a duras penas lo acepta? ¿Y qué valor tiene la visión del crítico que se encuentra retenido en las mismas condiciones? Nuestra situación ha sido la de posar una mirada exterior sobre la realidad de nosotros mismos, negada de modo más o menos consciente. En literatura, pero también en las otras formas de la expresión artística, nuestras formas de reír, de cantar, de caminar, de vivir la muerte, de juzgar la vida, de pensar la mala suerte, de amar y de hablar de amor, quedaron mal examinadas. Nuestro imaginario fue olvidado. Y se volvió este gran desierto donde la malvada hada Carabosse secó a Manman Dlo. Nuestra riqueza bilingüe rechazada se mantuvo como dolor diglósico. Algunas de nuestras tradiciones desaparecieron sin que nadie las indagara11 con miras a enriquecerse y, fuéramos nacionalistas, progresistas, independentistas, todos intentamos mendigar lo Universal de la manera más incolora e inodora posible; es decir, rechazando los cimientos de nuestro ser, cimientos que hoy, con toda la solemnidad posible, declaramos como el vector estético mayor del conocimiento de nosotros mismos y del mundo: la Creolidad.

11 La acción folclórica es, desde el punto de vista de la simple conservación de los elementos del patrimonio, absolutamente necesaria. Por eso, hombres como Loulou Boislaville y otros fueron determinantes.

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Autores

J EAN B ERNABÉ nació en Lorrain, Martinica, en 1942. Es lingüista, se especializa en lengua creole, y desde 1984 hasta hace poco cuando se jubiló se desempeñó como profesor de lenguas, literaturas y cultura caribeñas en la Universidad Antilles-Guyane, de cuya Escuela de Letras y Ciencias Humanas fue asimismo decano. También fundó y dirigió el GEREC-F (Grupo de estudios y de investigaciones en espacios creolófonos y francófonos), importante grupo adscrito a la misma Universidad. Entre sus escritos literarios se encuentran: Le Bailleur d’étincelle (Archipel, 2002), Partage des ancêtres (Écriture, 2004), La malgeste des mornes (2006) y Litanie pour le Nègre fundamental (Mémoire d’encrier, 2008), todos ellos en francés. También ha escrito ensayos sobre creole: La fable créole (Ibis rouge, 2001) y una gramática: Grammaire créole (L’harmattan, 200) y editó, entre otros, un libro de homenaje al historiador antillano Lucien Abénon, titulado Sur les Chemins de l’histoire Antillaise (Ibis rouge, 2006). Salvo por el presente libro, ninguna de sus obras ha sido traducida aún al español.

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P ATRICK C HAMOISEAU nació en la capital de Martinica, Fortde-France, en 1953. Estudió derecho y economía social y se desempeñó como trabajador social en Francia y luego en Martinica. Desde la publicación de su primera novela: Chronique des sept misères (Gallimard, 1986), un estudio rico de los djobeurs del mercado en Martinica, hasta Texaco (Gallimard, 1992), crónica de tres generaciones martiniqueñas, pasando por Solibo magnifique (Gallimard, 1988), donde la figura del cuentero es centro del relato, la literatura de Chamoiseau lo ha consagrado como una de las principales figuras de las letras francófonas. Texaco (1992), la única de sus novelas traducida al español hasta el momento, ganó el premio Goncourt en 1992, con lo cual Chamoiseau adquirió un temprano reconocimiento como representante de los creolistas. Chamoiseau logra entreverar en sus obras temas y búsquedas narrativas netas con las disputas poscoloniales más duras, empezando por la que tiene que ver con la lengua: ninguna de sus obras está escrita en creole, pero éste subyace al francés en que están los textos, y lo subvierte. Esta preocupación ocupa también las líneas de un texto suyo como Écrire en pays dominé (Gallimard, 1997). Su última novela es Biblique des derniers gestes (Gallimard, 2002), que obtuvo un premio especial del jurado en el RFO. Chamoiseau trabajó a cuatro manos con Confiant en el ensayo Lettres créoles (que trata sobre la literatura antillana de 1635 a 1975), y en los últimos tiempos colaboró en pequeños ensayos con el recientemente fallecido y también martiniqueño Édouard Glissant.

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R APHAËL C ONFIANT nació en Martinica en 1951. Sus obras han recibido numerosas distinciones, entre ellas: Premio Antigone, 1988 (Le nègre et l’Amiral); Premio Novembre, 1991 (Eau de Café); Premio Casa de las Américas, 1993 (Barrancos del alba); Premio Carbet de la Caraïbe, 1994 (L’Allée des soupirs); Premio japonés Shibusawa-Claudel por la traducción japonesa de L’Allée des soupirs; Premio RFO 1997 (Le meurtre du Samedi-Gloria); Premio des Amériques Insulaires et de la Guyane 2004 (La panse du chacal); Premio de l’AFD 2010 (L’Hôtel du bon plaisir). Además del presente texto, sólo ha sido traducido al español Barrancos del alba. Tan importante como su trabajo literario es su trabajo de activista ambiental. En este renglón, fundó la asociación para la protección del medio ambiente en Martinica (Assaupamar), tema sobre el que a menudo hace debate. Mantiene un blog: Montray Kreyol (www.montraykreyol.org), y participa en otros importantes sitios electrónicos de y sobre el Caribe. Así mismo, es cofundador de foros de confluencia intelectual como las revistas Grif an Tè (revista creolófona), Antilla, Karibel, y La Tribune des Antilles. Confiant se formó en estudios políticos, inglés, estudios literarios y lingüística. Tiene un doctorado en lenguas y culturas regionales y actualmente es profesor en la Université Antilles-Guyana. Entre sus investigaciones se encuentra una en torno a el papel del demonio en la literatura antillana y no cuentan menos en todas sus labores sus diccionarios de creole martiniqueño que son referentes ineludibles en el campo.

Autores 57


ELOGIO DE LA CREOLIDAD

Jean Bernabé Patrick Chamoiseau Raphaël Confiant

loge de la créolité, el manifiesto escrito por los martiniqueños Jean Bernabé, Patrick Chamoiseau y Raphaël Confiant en 1986, constituye un documento ineludible en la crítica y el pensamiento caribeños hoy en día. En él, evitando las ideas de universalidad sobre las que se apoyan los colonialismos, se enuncian varios puntales para una estética no estática que represente mejor el ser y el decir de estas tierras. Tras revisar los aportes de movimientos predecesores como la Negritud (abanderada por Aimé Césaire) y la Antillanidad (articulada por Édouard Glissant), estos tres intelectuales (un lingüista y dos literatos) ofrecen una contrapartida desde el arte de la palabra a obras también descolonizadoras como la de Frantz Fanon, Eric Williams y C. L. R. James. En español, el Elogio de la creolidad invita a ser leído en contrapunto con obras como La isla que se repite de Antonio Benítez Rojo, Caliban de Roberto Fernández Retamar, y con reflexiones de varios escritores (desde Antonio Cornejo Polar, Nelson Osorio, Raúl Bueno y Carlos Rincón hasta Haroldo de Campos) en el marco del pensamiento crítico y la crítica literaria en Latinoamérica.

ELOGIO DE LA CREOLIDAD

É

Mónica María del Valle Idárraga

MÓNICA MARÍA DEL VALLE IDÁRRAGA - GERTRUDE MARTIN-LAPRADE

Traductoras

AUTORES

Jean Bernabé Patrick Chamoiseau Raphaël Confiant


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