HOY COMO AYER
Sí, los años pasaron. Todos crecieron o,
mejor dicho, se hicieron definitivamente grandes, adultos, como pasa siempre.
Paula y Fabián, era de esperarse, se casaron
y tuvieron dos hijos. Mellizos. Eso sí que no lo espe-
raba nadie. Agustina y Felipe ya tienen 13. Graciela
y Federico, después de tantas peleas y reconcilia-
ciones, encuentros y desencuentros, odios y amores, también se casaron y tuvieron dos hijos, pero
estos no son mellizos. Julieta tiene 12 y Francisco, que es el más chico de todos, tiene 9.
Miriam no se casó, no tiene hijos aún, pero
tiene una pareja.
Los cuatro, mejor dicho los cinco, siguen
siendo amigos y sus hijos, como no podía ser de otra manera, también. Casi una familia.
Y esta es su historia, o una de sus historias.
Los chicos grandes, los chicos chicos y el mundo que va cambiando.
MARÍA INÉS FALCONI
ASÍ SON NUESTRAS FAMILIAS
GR
A CIEL A
FE
D E R IC O
PA U L A
FA B I Á N
"los melli"
J U L I E TA 12 A Ñ O S
FR
AG
A N CIS CO 9 A Ñ OS
M IR
U STIN A 13 A Ñ O S
LO R E N A
IA M
9
FELIP E 13 A Ñ O S
CAPÍTULO 1
—¡Qué los cumplan feliz! ¡Qué los cumplan feliz!
¡Qué los cumplan los melli, que los cumplan feliz!
Aplausos, gritos, más aplausos, besos lejanos en la
pantalla de Zoom. Paula y Fabián besan las cabezas de sus
hijos. Los melli chocan puños. Todos hablan al mismo tiempo y no se entiende nada.
Paula comienza a cortar la torta y reparte.
—¡Yo quiero! –grita Fran extendiendo su mano hacia
la cámara de la compu.
—¡No toques la pantalla que la llenás de dedos! –le
dice Fede apartándole la mano.
—Mmm… Está espectacular… Mirá este dulce de le-
che… –Felipe exagera su placer por la torta chupando el dulce que chorrea–. ¡Lo que se están perdiendo!
La torta se ve verdaderamente apetitosa a través de
la pantalla.
—¿La hiciste vos? –le pregunta Graciela a Paula.
lado.
—¿Y si no cómo hacemos? Si no se puede ir a ningún —“Rappi”, tía… –Fran aconseja un servicio de men-
sajería rápida, con lo que más que un consejo suena a un “¿Cómo no te diste cuenta?”
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—¡Ay, Fran! ¿Cómo voy a mandar un Rappi a la pa-
nadería que queda a una cuadra? Además, así de paso me entretengo. El día es chicle.
—¿Viste? –comenta Graciela–. Yo ya no sé qué
inventar.
—Para empezar podrías dejar de molestarnos a no-
sotros –comenta Fran otra vez, como al pasar.
Agustina arma una conversación paralela con Julieta. —Hablemos a la noche –le dice.
—No puedo. Mi mamá tiene clase de yoga. —¿Y eso qué tiene que ver?
—La tiene virtual, Agus. ¿O te pensás que va a ir al
gimnasio?
—Cierto. Bueno, hablemos por whatsapp, aunque
sea. Tengo algo que contarte.
La conversación desconversada sigue una media
hora más. En el medio se corta la conexión en la casa de los Levin y los cuatro se congelan.
—En casa de herrero, cuchillo de palo –comenta Fede
y abandona la pantalla.
—¡Ahí están! ¡Ahí están! –grita Graciela para que
Fede vuelva.
—Enano, ¿no podés poner una buena conexión de
Internet en tu casa?
—Ahora la voy a tener que poner sí o sí. No puedo
trabajar con esta conexión.
—Ayer se cortó a la noche. Justo estábamos viendo
“La casa de Papel” y se cortó en el último capítulo –comenta Paula.
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—¡Qué garrón!
—Si querés, te cuento como termina –amenaza Fede. —¡Pará, Fede! Ni lo sueñes. —Resulta que…
—¡Le vas a spoilear la serie, pa! —¿Le voy a qué?
—Spoilear. Arruinar. Contarle el final. No podés ser
tan bruto.
—Así que ahora soy bruto porque no uso una palabra
inventada que se usa para decir lo que ya decía otra palabra mucha más lógica como “arruinar”. —Cortala, Fede.
—Lástima que Miriam no pudo venir –comenta Pau-
la para cambiar de tema.
—¡Uf! Se perdió una joda… –dice Fran.
—Hablemos con propiedad –insiste Fede–. Miriam
no iba a “venir” a ningún lado porque, como todos nosotros, no puede salir de su casa. Lo que no pudo hacer Miriam es “co-nec-tarse”.
—Ya me entendiste –dijo Paula.
Pero la aclaración de Fede era cierta. Se acababa de
declarar la cuarentena obligatoria y todos se habían ence-
rrado en sus casas sin poder asomar la nariz a la calle más que para comprar comida… por ahora. Ni los pobres perros
estaban autorizados a hacer sus necesidades en la vereda. Nadie. La ciudad abandonada. El virus del COVID-19, llama-
do en confianza coronavirus, había llegado al país y se había
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desatado un pánico tan generalizado como justificado. Las
noticias que llegaban de Europa eran escalofriantes. Las de China, ni qué decir, con murciélagos infectados sobrevolan-
do las cabezas de la gente. Acá, parece que una señora que había viajado al exterior se juntó con los parientes para
mostrarles las fotos y chau, todos infectados: la señora, los parientes y los parientes de los parientes. El presidente de
la Nación, los ministros, los gobernadores, todos salían por la tele para tratar de explicar cómo había que detenerlo, o
al menos esquivarlo o en tal caso, detectarlo y salir corrien-
do si uno podía. No había ni medicamentos que lo curaran, ni vacunas que lo evitaran y médicos y científicos se devanaban los sesos tratando de saber cómo era el virus, que
efectos causaba y cómo se lo podía detener antes de que siguieran muriendo más personas.
Era una verdadera guerra, pero no contra un ejército
sino contra un virus que ni siquiera se veía. Y lo peor es que, por muy insignificante que fuera, venía ganando.
A pesar de esto, algo bueno había con la cuarentena
para los más chicos: por dos semanas se habían suspendido las clases. ¡Ahhh! ¡Bienvenidas esas vacaciones inespe-
radas a un mes de haber comenzado la escuela! Aunque algo malo también había, más allá de la enfermedad en sí
misma: nadie podía verse con sus amigos y, como si todo
fuera poco, padres, madres, hijos, abuelos y mascotas debe-
rían permanecer juntos y encerrados por la misma cantidad de días. Difícil de soportar.
—¿Cómo que no podemos salir a la calle? –se había
indignado Fran.
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—No podemos, Fran –había tratado de explicarle Gra-
ciela–. Es por un tiempo, para evitar que la gente se contagie. —¿Por un tiempo?, ¿cuánto tiempo?
—Dicen que quince días. Se pasa rápido.
—¿¡Y qué voy a hacer encerrado quince días!?
—Lo mismo que otros millones de chicos encerrados
quince días. No sé, Fran.
Si bien la respuesta era insatisfactoria, Graciela decía
la verdad. No sabía, no tenía la menor idea, como casi todos los que vivían en la ciudad, en el país, en el mundo, incluidos los médicos y los científicos.
Por eso hoy estaban festejando el cumpleaños de los
melli por Zoom, recurso invalorable para verse las caras, aunque no sirviera para abrazarse y besarse: manifestaciones de amor, absolutamente prohibidas.
Todo había empezado tres días atrás, cuando se
había decretado el famoso ASPO que no era el nombre de un oso panda que trepaba alegremente por tallos de
bambú en busca de hojas tiernas, como podía sonar, sino el “Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio”. El ASPO
era quedarse encerrados. Había además otras medidas de prevención: el uso de barbijos para cubrirse la nariz y la
boca, máscaras plásticas en algunos casos, alcohol en gel para desinfectarse las manos al tocar personas o cosas, y la
extraña costumbre de chocar codos para saludarse. Adiós
besos y abrazos, apretones de manos o saludos rituales. Adiós al mate compartido, a pasarse la botella o al “te doy a probar con mi cuchara”. Todos encerrados en sus casas y manteniendo distancia. Cuanto más lejos, mejor. El mundo
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había cambiado de un día para el otro y todos estaban
tratando de adaptarse. Como decía Felipe, todos marcianos a los que no se les entendía lo que decían, no se les veía la cara y hasta te saludaban con gestos raros.
Tanto Graciela como Paula habían tenido la precau-
ción de comprar una docena de barbijos, alcohol y lavan-
dina en cantidades. Todo eso los protegía de respirar, tocar
y propagar el virus. Armaduras caseras contra el enemigo. Paula y Graciela, listas para la batalla. La tele, la radio, las redes… nadie hablaba de otra cosa. Se contaban los infecta-
dos por día y los muertos también. Se contaban la cantidad de camas ocupadas en los hospitales, la cantidad de camas libres, la cantidad de gente testeada y hasta la cantidad de
gente curada. Los cuadritos de estadísticas estaban a la orden del día: hoy más que ayer, acá más que allá, ciudad por ciudad, país por país, provincia por provincia. Faltaba que
hicieran estadísticas de la gente que se asomaba al balcón que, por cierto, era bastante.
En fin, así las cosas, cada uno en su casa y a ver qué
pasa. En verso, sí, pero con poca gracia. Todos preparados para una batalla que no sabían cuánto podía durar.
—¡Papá está tocando el portero como loco! ¿No escu-
chan? –Julieta se había asomado a la cocina, donde Gracie-
la, su mamá, estaba tratando de hacer lugar para la compra del súper que traía Federico. —Y abrile…
—Ya le abrí, pero dice que bajemos porque tiene el
auto lleno de cosas y no puede subirlas solo. —¿Qué cosas? –quiso saber Fran.
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—Fue al súper, Fran. Como no se va a poder salir, tuvo
que comprar cosas para unos cuantos días. Dale, vamos a ayudarlo.
Se pusieron los barbijos, se armaron con el
vaporizador de alcohol al 70% (ni más ni menos), bajaron
en el ascensor y, al abrir la puerta en la planta baja, se
encontraron con una montaña de bolsas, botellas y cajas que tapaban la entrada. Detrás, Fede discutía con la vecina del quinto.
—¡El ascensor es para todos y no es un montacargas,
es para personas! –decía la señora con la voz apagada detrás de su barbijo.
—Ya sé que no es un montacargas. Tampoco es una
jaula y bien que usted lleva a su perro.
—¿Y qué quiere? ¿Qué lo baje por la escalera?
—Así que usted puede subir con su perro pulgoso y
yo no puedo subir con una compra de supermercado.
— Puede, en el horario de entregas que es por la ma-
ñana. Y mi perro no tiene pulgas.
—Señora… ¿por qué no sube a su departamento y se
encierra como todo el mundo? –sugirió Fede — Fede… –trató de calmarlo Graciela.
— ¿Fede, qué? La estoy dejando subir.
—Sí, mejor me voy. Con usted no se puede hablar.
Hace lo que se le da la gana. Permiso.
La señora se subió al ascensor, pasando por arriba de
los rollos de papel higiénico y apretó el botón para cerrar la puerta con furia.
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—Ella empezó –trató de justificarse Fede ante la mi-
rada acusatoria de Graciela.
—No tenías por qué pelearte. La trataste horrible.
—Puede ser, pero siempre está buscando el pelo al
huevo. Siempre tiene algo para decirnos.
—Ahí vuelve el ascensor –anunció Julieta tratando
de frenar una discusión parental.
¿Cómo iban a ser estos quince días encerrada en casa
con toda la familia? Un infierno, se lo podía imaginar.
El ascensor llegó. Tuvieron que hacer cinco viajes
para subir todo. Federico había ido a un supermercado al
por mayor y había comprado bolsones de papel higiénico, de yerba, de café, de leche, de arroz, de fideos, latas y latas, miles de botellas de agua y doscientos litros de alcohol, entre muchos otros productos.
Imaginen esto: el piso de la cocina lleno de cosas y
ellos, los cuatro, parados en la puerta sin poder avanzar. —¿Y ahora? –preguntó Fran.
—Ahora hay que desinfectar todo.
—¡¿Qué?! –eso no estaba en los planes de Julieta.
—Ustedes tendrían que estar un poquito más infor-
mados –les dijo Graciela–. El virus puede quedar en la superficie de los paquetes.
—¿Cómo va a estar en los paquetes, ma? Te contaron
cualquiera –protestó Julieta.
—No, porque, suponete: alguien enfermo estornuda,
¿a dónde va el virus? A la boca, a los labios. Después se pasa la mano por la boca, ¿a dónde va el virus? A la mano. Des-
pués agarra el paquete para mirar el precio, ¿a dónde va el virus...?
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—¡A la billetera! –trató de bromear Fran.
—No, al paquete. Por eso hay que limpiar uno por
uno con lavandina o alcohol. Las frutas incluidas. —¿Las frutas? —Las frutas.
—Ni pienso –se aventuró Fran. —Sí, pensás –dijo Graciela.
—Bueno, vamos de una vez –intentó Fede, avanzando. —¡Parááá! –gritó Graciela desesperada. Fede se paró de golpe. —¿Qué hice ahora?
—Andá a desinfectarte. Cambiate la ropa y tirala al
lavarropas, sacate los zapatos y lavate las manos. Cinco minutos, mínimo.
Fede, para sorpresa de sus hijos, no dijo ni mu y des-
apareció por el pasillo hacia el baño, no sin antes sacarse los zapatos.
Graciela le dio un trapo a cada uno de sus hijos y con
un rociador empezó a echar lavandina sobre cada una de las cosas compradas.
—Esto va a ser una tortura –le comentó Julieta a Fran. —Y te quedás corta –Fran señaló con la cabeza a su
mamá que estaba frotando con ímpetu los picaportes de la puerta.
Terminaron a la hora de cenar y ya nadie tenía ham-
bre, aunque la heladera estaba que reventaba de comida.
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