Los verdes de Quipu
Caídos del Mapa IX Un novio para Miriam
María Inés Falconi Ilustraciones Vik Arrieta
Federico y Graciela Estación de micros
—¡No puedo creerlo! ¡No puedo creerlo! —¡¡¡Yo tampoco!!!
Beso. Abrazo. Otro beso.
—¡Tenés el pelo más corto!
—¡Y vos tenés el pelo más largo! Risas.
—Te queda re bien…
—Estás linda. Sí, estás muy linda… Más abrazos y más besos.
—¡Pensé que nunca iban a llegar!
—Bueno, nosotros también. ¡No sabés lo que fue
preparar el viaje! Estuvimos por no venir un montón de veces.
—Sí, ya sé. Si no venían, me moría… —Y nosotros nos matábamos… Risas.
—¿Qué onda Miriam?
—Qué se yo… Bien… No jodió mucho, salvo porque
es Miriam, ¿viste?
—Creo que hasta estoy contenta de que haya veni-
do ella. ¡Ya me había olvidado de lo que era soportarla!
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—Bueno, si querés te la dejamos. —No, gracias.
—¡Qué bueno! ¡Qué bueno! ¡Qué bueno es
estar acá!
Más besos y abrazos.
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Capítulo 1
Silencio. El más absoluto, profundo e incómodo
silencio se instaló entre ellos una vez que estuvieron sentados en el living de la casa de Graciela.
Paula, Federico y Fabián acababan de llegar a
España, a Zamora, donde Graciela y su familia vivían
ahora. Paula, Federico y Fabián, no habían llegado solos: Miriam y su mamá los acompañaban. Desde Buenos Aires, todos juntos. En Zamora, todos juntos. En la casa de Graciela, todos juntos. No era difícil sospechar por qué estaban tan callados.
No había sido así cuando bajaron del micro que
los había llevado de Madrid a Zamora. En ese momento, todo eran gritos y risas, abrazos y lágrimas. Hasta Miriam había participado de esa alegría. La mamá no, claro. Era difícil imaginársela saltando y gritando al abrazar a la
mamá de Graciela. Un beso, una sonrisa, qué tal el viaje, y eso había sido todo.
El papá de Graciela había tardado cerca de media
hora en organizar la salida de la estación: había que tomar un taxi, subir las valijas y no olvidarse a ninguno
por el camino. Pero los chicos no tenían ganas de taxis, ni de llegar a la casa y mucho menos de descansar. 11
Hablaban todos juntos, se reían, se abrazaban y se volvían a reír sin escuchar los ruegos del papá para que se organizaran y pudieran irse de una vez por todas.
Lucas, el hermano de Graciela, optó por sentarse a
esperar en el cordón de la vereda. Los conocía bien: hacer
que se callaran iba a llevar horas. El papá gritaba y la mamá de Graciela y la de Miriam se hacían comprensi-
vas e incómodas sonrisas de compromiso. “Estos chicos…” —¡Qué lindo que Miriamcita tenga tantos amigos!
–comentó la mamá de Miriam. Nadie le contestó.
El papá, casi afónico a esa altura, tomó una deci-
sión drástica: se puso los dedos en la boca y chifló. Los
chicos se callaron. La gente que estaba en la estación, también.
—Bueno, a ver –dijo rapidito, antes de que volvie-
ran a hablar–: Graciela, Fabián y Lucas en un taxi con mamá; la señora…
—Marta , por favor…
—Marta, Federico, Paula, Miriam y yo en el auto. —No, que Fede venga conmigo –pidió Graciela.
—Es lo mismo, Graciela… –contestó el papá aga-
rrando una valija.
—No, no es lo mismo.
—Bueno, Fede, andá con Graciela, a ver si te
perdés… Entonces, Fabián, pasá a mi auto. ¿Listo? Listo. Los del taxi se subieron al taxi. —¡Esa es mi valija! –gritó Paula.
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—¿Qué importa? Vamos todos para el mismo lado
–le contestó Fabián.
—¡Es que se la están olvidando en la vereda!
Era cierto. La valija de Paula había quedado sola en
el medio de la calle. La subieron al auto.
—¿Tienen todo? –preguntó el papá de Graciela, por
las dudas.
Mala pregunta. Se volvieron a bajar para ver si todo
el equipaje estaba guardado. Estaba.
—Bueno, vamos –suspiró el papá de Graciela.
Quince días… ¿No será demasiado?
Cuando llegaron a la casa, Graciela quiso enseñarle
a cada uno su cuarto y mostrarles todo al mismo tiempo. Los cinco iban en bandada, de una habitación a la
otra, chocándose por los pasillos, perdiéndose, riéndose, encontrándose y volviéndose a perder.
La mamá de Graciela se llevó a la mamá de Miriam
al living. El papá se encerró en la cocina y Lucas, directa-
mente, se quedó en la calle. ¡Ojalá tuviera adónde irse durante estas dos semanas!
Graciela le mostró a cada uno dónde iba a dormir:
los varones con su hermano, Paula con ella, y Miriam, en la habitación de huéspedes.
Había estado discutiendo durante un mes
con su familia que le decía que esa distribución era
una tontería; que por qué, si había una habitación de huéspedes, iban a dormir todos amontonados; que
por qué, y esto lo decía principalmente su hermano, 13
los varones no iban a dormir a la habitación de huéspe-
des y las chicas se amontonaban en su cuarto. Graciela puso un montón de excusas hasta que al final confesó la verdad: nadie iba a querer dormir con Miriam. Miriam
podía arruinar cualquier cosa que intentaran hacer. Necesitaban “intimidad”. Necesitaban algún momento del día en que pudieran estar solos. Necesitaban dejar de
ver a Miriam por un rato, para que la tortura de tenerla ahí, fuera más fácil de llevar. Convenció a su papá y a
su mamá. No convenció a Lucas, a quien las relacio-
nes de su hermana con Miriam lo tenían sin cuidado. Terminó negociando: si dejaba que los chicos durmieran
en su cuarto, ella renunciaba a que le compraran una bici
nueva para que se la compraran a él. Negociación fácil, sobre todo, de bajo costo. Tener una bici no le interesaba ni ahí.
—Te elegí una habitación para vos sola para que
puedas estar más cómoda –mintió Graciela cuando abrió
la puerta para que Miriam viera su cuarto–. Si no, ibas a tener que dormir en el suelo… ¿Qué te parece?
Miriam no dijo ni que sí ni que no, solo hizo una
mueca. No era tonta y sabía que una vez que estuviera encerrada en la habitación, se iba a perder todos los chismes. Ya buscaría la manera de salir.
A los chicos todo les daba lo mismo… mientras
no los pusieran a dormir con Miriam, claro. Y Paula, que había participado por mail en la organización de los
cuartos, le echó una mirada de aprobación a Graciela. Había salido como ellas querían. 14
Cada uno llevó sus valijas. Cada uno fue al baño.
Cada uno probó su cama… o su colchón y fueron a reunirse al living.
Fue ahí donde se hizo el silencio.
¿De qué se podía hablar, con Miriam y su mamá ahí
sentadas?
Del viaje, por ejemplo.
—¿Qué tal el viaje? –preguntó la mamá de Graciela. —Bueno. —Largo.
—El avión ni se movió.
—La tonta de mi mamá se llevó la valija de otra
persona –se rió Miriam. —¡Miriam...!
Nuevo silencio.
—¿Y qué piensan hacer en estos días? –ahora le
tocó el turno a la mamá de Miriam. —No sé.
—Nada en especial.
—Todavía no lo pensamos.
—Yo sí. ¿Quieren que traiga los folletos...? –pregun-
tó Miriam.
—¡No!
Nuevo silencio.
—¿Así que vas unos días a Segovia a la casa de
unos parientes? –pregunta para la mamá de Miriam. —Sí, una tía, prima de mi mamá…
—Si quieren, un día podemos ir. No es lejos –dice
Miriam.
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—Eh…. No, no creo. Nuevo silencio.
—¿Y qué tal las cosas por acá? ¿Se vive bien, no?
–otra vez la mamá de Miriam.
—Completamente distinto. ¡Es tan tranquilo…! —Y más seguro, también. —Sobre todo eso. Nuevo silencio.
Los chicos se miraban. ¿Hasta cuándo se tenían que
quedar ahí sentados? ¿A qué hora se iba a ir la mamá de Miriam? ¡Ojalá se llevara a Miriam con ella! Pero sabían que eso no iba a suceder.
De pronto se abrió la puerta y entró Lucas.
—Afuera hay un señor que dice que es tu primo –le
dijo a la mamá de Miriam.
—Bueno, ¡por fin! –festejó ella, levantándose–. ¿No
es un amor? Venirse hasta acá a buscarme…
Los chicos también se pararon con alegría. También
por fin.
—Decile que pase, que le sirvo un cafecito. —No, mucha molestia…
—Pero si no me cuesta nada…
Los chicos se miraron. ¡Otra vez no!
—Le digo, pero no sé… ¡Yo ni lo conozco! –se rió la
mamá de Miriam.
Salió a la calle. Todos quedaron expectantes. Volvió
a entrar, seguida por un señor bajito, pelado y regordete. Desastre, se venía otro café.
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—No, que ya nos vamos, mujer. Que no vamos a
andar molestando por nada. Que Pilar nos está esperando con la cena…
O a lo mejor, zafaban del café.
—Les presento a mi primo: Paco.
El señor extendió la mano para saludar a los papás
de Graciela.
—Paco Soler, para lo que pueda servirles. Encantado. —¿En serio no quiere tomar algo antes de volver? —Que no, que no. Que es un viajecito de nada.
Los chicos se miraban la punta de las zapatillas.
Escuchar el acento del primo les resultaba muy gracioso. Pero el señor se dio vuelta y los miró.
—¡Qué va, chavales! ¡Qué viajecito os habéis echa-
do, ¿eh?!
Y ahí no más encaró, zampándole a cada uno dos
ruidosos besos, uno de cada lado.
—¿Y cuál es la Miriam de todas estas flores?
—El repollo –le dijo Fede a Fabián por lo bajo. Fabián se tentó, obviamente.
—Ella –contestó la mamá agarrándola de la mano
y parándola adelante del primo–. Es igualita a mamá. ¿Te acordás de mamá?
—No mucho. ¡Pero qué chula la niña, vamos!
Eso ya fue demasiado. Sonaron varias risitas y la
mamá de Graciela los fulminó con la mirada.
—Que tienen que venir a visitarnos un día de estos.
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Que la casa es grande y a mi madre le va a dar mucho gusto recibirlos. Y a la Pilar, mi mujer, también. Que les va
a preparar unas chuletitas a la manchega para chuparse los dedos, ¿eh?
Y así siguió y siguió. No se tomó el café, pero explicó
tres recetas distintas de las chuletas que preparaba Pilar. Al final lograron meterlos en el auto y despedirlos
desde la puerta.
¡Al fin solos!, pensaron los chicos. Bueno, solos no:
Miriam estaba con ellos.
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Capítulo 2
—Esto es una tortura –decía Paula, tirada de panza
sobre la cama, sacudiendo los pies en el aire.
—Me niego a poder hablar tranquilo solo cinco
minutos por día –dijo Fede–. No puede ser que la única
forma que tengamos de deshacernos de la Gorda es mandarla a bañar.
—Literalmente –acotó Fabián.
Era cierto, en cuanto Miriam había dicho que se iba
a bañar, todos habían corrido a reunirse en el cuarto de las chicas para aprovechar los cinco minutos de libertad.
—¿Alguien sabe cuánto puede tardar en bañarse?
–preguntó Fede.
—Aunque se lave la cabeza cincuenta veces, nunca
va a ser suficiente –dijo Graciela–. Fede tiene razón, tenemos que encontrar la manera de poder estar solos. Sin Miriam, quiero decir.
—Chicos, las cosas ya son así. Lo sabíamos. Tratemos
de pasarla lo mejor posible aunque esté ella. No queda otra.
—¿Y si la ponemos en un micro para que vaya a
visitar a la tía Pilar? –dijo Fabián. —Olvidate, Fabi.
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