Caídos del Mapa VII Un triste adiós
María Inés Falconi Ilustraciones Vik Arrieta
Capítulo 1
Necesito verte. Urgente.
El mensaje de Graciela apareció en el celular de
Paula, en medio de la clase de Historia. Paula lo leyó sos-
teniéndolo debajo del banco e, inmediatamente, miró
a su alrededor para detectar dos peligros: que Miriam,
sentada a su lado, lo hubiera leído y que la profesora, parada en el frente, la hubiera visto. La profesora estaba
escribiendo en el pizarrón, perfecto; pero Miriam, aunque estaba copiando a toda velocidad, con el rabillo del ojo, la había visto leyendo el mensaje. Imposible que algo así se le escapara.
—¿De quién es? –preguntó por lo bajo. ¿Qué le importaba?
—De mi mamá –mintió Paula.
Miriam frunció la boca. Difícil que la mamá de
Paula mandara un mensaje a media mañana, sabiendo
que tenían prohibido el uso de los celulares en la escuela. —¿Pasó algo? –insistió.
—No. Quiere que le compre una cosa cuando vaya
para casa.
Miriam volvió a fruncir la boca.
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Paula estaba tratando de mandar un mensajito
a toda velocidad, ganándole al tiempo, antes de que la profesora se diera vuelta.
—Te va a ver –dijo Miriam, más preocupada por
saber lo que Paula contestaba, que por protegerla. Estaba
segura de que ese no era un mensaje para su mamá. ¿Desde cuándo tanta urgencia por contestar un mensaje
materno? ¿Desde cuándo arriesgarse a que le confiscaran el celular por un encargo de su mamá?
Pero Paula no le hizo caso y siguió escribiendo a
toda velocidad.
A las 2 en mi casa.
El bip de la respuesta no tardó en hacerse escu-
char. Paula tosió como para disimular el sonido, pero
igual, toda la clase se dio vuelta para mirarla. Por suerte, la profesora o estaba muy entretenida o era sorda. Paula les sonrió a sus compañeros y volvió a leer debajo del banco.
Antes.
—¿Antes de qué? –preguntó Miriam que esta vez
sí, había alcanzado a leer la pantalla, aunque, por suerte, no había visto el nombre.
—Antes de ir a casa, nena. No molestes. —¡Ay, bueno...! –dijo Miriam ofendida.
Y no volvió a hablarle por un rato, aunque no sacó
la vista del celular.
No llego, contestó Paula.
Nuevo bip. Esta vez la profesora recuperó la
audición.
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—¡¿De quién es ese celular?! –preguntó, y no fue
por curiosidad, sino preparándose para atacar. La campaña en la escuela contra los celulares era implacable.
Silencio. Nadie contestó y Paula, por supuesto,
tampoco. Con disimulo, escondió el celular debajo de
la pierna. Imposible saber qué había dicho Graciela, y mucho más imposible, contestarle. Tal vez cuando tocara el timbre…
Por suerte, la profesora no siguió indagando. Se
conformó con el sermón de siempre acerca de los celulares, la atención, la escuela, el hábito y la enfermedad
y después siguió hablando de la Revolución Francesa,
época en la que no había celulares pero había guillotinas, que eran, evidentemente, mucho más peligrosas.
La que sí siguió indagando, fue Miriam. Apenas
sonó el timbre, ya estaba preguntando.
—¿Qué es lo que necesita tu vieja tan urgente, que
te manda tres mensajes? –decía esto tratando de mirar por arriba del hombro de Paula, que estaba leyendo el último mensaje de Graciela: Tá bien.
—¿Eh? –preguntó Paula distraída. —Que qué necesita tu mamá.
—Ah… Un… una… Pan. Quiere que le compre el pan
de camino a casa.
—¿Y para eso te manda un mensajito?
—Las madres son así. ¡Con tal de molestar!
Paula guardó el celular y empezó a poner sus cosas
en la mochila. Sabía que Miriam no se había quedado 9
contenta con la respuesta y que no iba a parar hasta descubrir la verdad. Tranquilamente podría haberle dicho que el mensaje era de Graciela, pero el “necesito verte
urgente” le decía que algo raro estaba pasando y que, fuera lo que fuera, era mejor mantener a Miriam al margen del asunto.
Se despidieron en la puerta de la escuela.
—Acordate que después de almorzar voy a tu casa
a hacer los ejercicios de Matemáticas –dijo Miriam.
—Ah… sí… No… Me había olvidado… Es que… No
puedo.
—¿Cómo que no podés? Ya habíamos quedado y
hay que entregarlos mañana.
—Sí, ya sé… ¿No podemos juntarnos más tarde? —Tengo inglés.
—Cierto –reconoció Paula–. ¿Después de inglés...?
–preguntó haciéndose la inocente.
—¡Tengo dentista, nena! ¿Qué te pasa...? Todo esto
lo hablamos ayer y decidimos que el único horario posible era después de almorzar.
—Sí, claro, cierto. Pero… pero me olvidé de que yo
también tengo dentista –mintió Paula.
—¿Dentista...? Pero si fuiste ayer…
Tonta, tonta, tonta. ¡Qué difícil era para ella decir
algo coherente cuando Miriam la apuraba!
—Sí, claro, fui ayer, pero la caries era enor-
me y me hizo la mitad y hoy me hace la otra mitad. ¡No sabés cómo me duele! –y se llevó la mano a la cara para parecer más convincente. 10
—¿Estuviste toda la mañana con dolor de muelas?
–a Miriam la cosa le parecía cada vez más increíble. —Casi. Por eso no puedo perder el turno. —¿Y no podés ir más tarde?
—No. ¿No te digo que me lo dio de urgencia? Mirá,
¿por qué no hacemos los ejercicios cada una en su casa, y después nos consultamos los resultados por teléfono?
—Porque a mí no me van a salir. Ya lo sabés
–Miriam se estaba mufando.
—Bueno, entonces, yo los hago y te los paso ¿qué
te parece?
—Me parece que así no voy a aprender nada.
—¡Ay, Miriam! ¡No rompas! ¿Desde cuándo querés
aprender matemáticas?
—Desde siempre. Lo que pasa es que me cuesta
–eso era la pura verdad.
Paula pensó que la mejor manera de sacarse a
Miriam de encima, era encontrar un momento para que fuera a su casa, como habían quedado. ¿Cuán urgente podía ser lo de Graciela? ¿Cuánto tiempo necesitarían...?
—Está bien –dijo al final, salomónica–. Vení des-
pués de almorzar, pero a las tres. Yo le voy a decir a la dentista que se apure. ¿Está bien?
—Perfecto –dijo Miriam y le estampó un beso rui-
doso en la cara, como despedida.
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