06 - PRÓLOGO. 10 - LA PRIMERA BRUJA. Basado en un mito celta. 18 - PARA SIEMPRE. Basado en tradiciones celtas. 24 - LA AVENTURA DE NERA. Basado en una leyenda celta. 32 - JACK, EL DE LA LINTERNA. Basado en un relato popular irlandés. 38 - EL MEJOR DE LOS DISFRACES. Basado en creencias del noroeste de España y del norte de Portugal. 44 - LOS FANTASMAS TAMBIÉN TIENEN HAMBRE. Basado en un mito indio y una leyenda china. 5O - LA VIDA DE LA MUERTE. Basado en una tradición mexicana y un mito urbano de la ciudad de Zacatecas. 58 - DOS LECCIONES PARA IKU. Basado en mitos y leyendas yorubas. 64 - CABEZA DE CALABAZA. Basado en un mito urbano estadounidense.
Hace 100 millones de años, a 400 años luz de nuestro sistema solar, brilló por primera vez un grupo de estrellas muy particulares: las Pléyades. Y aunque parezca mentira, este remoto acontecimiento fue muy importante para la existencia de esa noche tan especial que hoy conocemos como Halloween o Noche de Brujas. Veamos cómo sucedió. ¿Se animan? En aquel entonces, los dinosaurios reinaban en el planeta Tierra. Pero luego se extinguieron, los mamíferos se multiplicaron, el mundo se congeló y se descongeló según las eras glaciares, aparecieron los primeros seres humanos... y allí seguían las Pléyades, que consisten en seis, siete o hasta diez estrellas brillando en el cielo nocturno, dependiendo de la agudeza visual del observador y las condiciones del firmamento. Y ocurrió que, por alguna mágica razón, nos hechizaron
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para siempre. Fue conocerlas y no dejar de contar historias referentes a ellas. Por eso, los mitos y leyendas sobre las Pléyades son tantos que se hace prácticamente imposible encontrar alguna comunidad antigua que no haya sido inspirada por su luz. Para los antiguos griegos, las Pléyades eran las siete hijas de Atlas y Pléyone. Como Atlas fue condenado a sostener el mundo eternamente sobre sus hombros, se le complicaba ser un buen padre. Desamparadas, las muchachas fueron perseguidas por el cazador Orión, hasta que Zeus, el dios griego más importante, se apiadó de ellas convirtiéndolas en palomas, y más tarde en estrellas. Pero Orión, luego, también fue puesto en el firmamento donde las continúa persiguiendo. Por eso, en el cielo nocturno, vemos pasar a las Pléyades, e inmediatamente tras ellas, a la constelación de Orión.
Para el pueblo mixe, en el estado mexicano de Oaxaca, las Pléyades son las sandalias que dejó atrás el Sol. La Luna, su hermana, fue a buscarlas, pero este no la esperó y siguió su camino por el firmamento. Por eso quedaron separados para siempre: el Sol en el día y la Luna, junto a las Pléyades, en la noche. Los tewa, del estado norteamericano de Nuevo México, aseguran que las Pléyades constituyen el adorno que llevaba en su cabeza Long Sash, un sabio guerrero que era capaz de caminar sobre el Camino-Sin-Fin (la Vía Láctea). En Sudamérica, los guaycurúes y los shipibo aseguraban que las Pléyades eran siete hermanos. Los primeros cuentan que una cigüeña castigó a un niño dejándolo solo en el cielo, y que sus hermanos subieron por un algarrobo gigante para hacerle compañía, por lo que el dios Qarta'a los convirtió en estrellas. Para los segundos, los siete astros se trataban de los hijos del Sol y de la Luna que habían regresado al cielo subiendo por una escalera de flechas.
Y esto no es todo: ahora las historias comienzan a ponerse un poquito más tenebrosas... Según la mitología de los haida, pueblo indígena asentado en regiones de Canadá y Alaska, las Pléyades también representaban a siete hermanos, pero en este caso eran pescadores. Cierto día fueron arrastrados por un monstruo marino hasta un remolino en las aguas. La furiosa tromba hundió en el océano al monstruo, al mismo tiempo que elevó a los hombres, dejándolos en el cielo convertidos en estrellas. Los escritos mayas cuentan cómo 400 muchachos, luego de ver al demonio llamado Zipacná cargar sin ayuda un árbol gigantesco, pensaron que no estaba nada bien que
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una sola criatura tuviera tanta fuerza, y decidieron matarlo. Pero el demonio los engañó y fue él quien los mató a todos. Y se cuenta que sus almas entraron en el grupo de estrellas que por ellos se llama Motz. Motz significa “montón”, y se refiere a las Pléyades. En la Biblia se nombra varias veces a las Pléyades, aunque la mención más oscura, parece provenir de los escritos que dejó el bisabuelo del famoso Noé. Su nombre era Enoc, y en uno de sus libros dice: "Vi siete estrellas parecidas a grandes montañas que ardían, y cuando pregunté sobre esto, el ángel me dijo: este sitio es el final del Cielo y de la Tierra; ha llegado a ser la prisión de las estrellas”. Es difícil no imaginarse a las Pléyades como una especie de cárcel estelar, sobre todo cuando un par de párrafos más adelante Sariel, el ángel que le habla a Enoc, le asegura que allí permanecen encadenados ciertos ángeles que desobedecieron a Dios.
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En el antiguo Egipto, Hathor era el nombre de una diosa que tomaba la forma de una vaca para proteger y alimentar a los muertos en su viaje al Más Allá. Sus hijas, las siete Hathors, identificadas con las Pléyades, tenían otra misión: presentarse ante los padres de un recién nacido y comunicarles cómo sería la vida de ese nuevo ser, confiarles su destino. Sus profecías se cumplían siempre, como si se tratara de siete brujas implacables. ¿Vieron? Al final aparecieron monstruos, demonios, y hasta brujas... pero ahora debo presentarles a otro pueblo, uno que proclamó que todas esas entidades del Más Allá y muchas otras podían visitarnos, pero no en cualquier momento, sino en una noche específica, una noche que
era más mágica que ninguna otra, y que hoy corresponde a la del 31 de octubre, la noche de Halloween, que ellos llamaron Samhain. Ese pueblo, tan maravilloso como misterioso, fue el celta.
¿Y de dónde provenían todos esos seres sobrenaturales para ellos? ¿No lo adivinan? Pues provenían de un portal que se abría en lo más alto del firmamento nocturno, conformado por las Pléyades.
Nadie sabe cuál es su verdadero origen, aunque muchos historiadores coinciden en ubicar a las primeras tribus célticas en la Europa central de hace aproximadamente tres mil años. Y, por lo visto, se trataba de personas muy inquietas, ya que no tardaron en explorar buena parte del continente europeo, incluyendo Italia y Grecia, y hasta algunas regiones de Asia. Sin embargo, donde dejaron su marca más profunda, más mítica, fue en esos lugares en los que el mundo terminaba... o al menos donde se creía que terminaba en aquella época: el noroeste de Francia, el norte de España y Portugal, y las islas británicas.
Siguiendo primero a los celtas, entonces, y luego a otros pueblos que continuaron con la tradición de Halloween hasta el presente, es momento de sumergirnos, antorchas en mano, en esa noche que empezó a tejerse durante otra noche, la noche eterna del espacio, a 400 años luz de distancia, hace 100 millones de años. Esa noche perfecta. Esa noche de noches. Esa Noche de Brujas. Guillermo Barrantes
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l sol se hundía donde terminaba el mundo. El abrazo de las sombras extinguía poco a poco las últimas luces del día. Pero esa noche que estaba comenzando no era una noche más. Era la más especial de todas las noches. Era Samhain, el año nuevo del pueblo celta. Pronto se apagarían las fogatas, para luego volver a prenderlas. Y todo sería celebración, danzas y comida alrededor de las llamas. Y Fintan lo sabía. ¡Vaya si lo sabía! Sin embargo, aquella fue la primera vez en sus doce años de vida que decidió no hacer lo que todos hacían. Esa noche él trataría de cambiar las cosas. Samhain anunciaba el final de los días cálidos y coloridos. Y Fintan amaba el calor y los colores. Samhain era el inicio de la mitad más fría y gris del año. Y Fintan odiaba lo gélido y lo ceniciento. Por eso nunca entendió por qué su comunidad festejaba siempre aquella fecha. Era verdad que durante esa noche los seres queridos que habían muerto regresaban, pero también era cierto que con ellos venían otros espíritus no tan deseables. A él también le parecía maravilloso que las
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hadas abrieran senderos y grutas prohibidas para que los mortales pudieran apreciar su belleza, pero pocos hablaban de lo peligroso que podía resultar perderse por esos caminos extraños. Fintan conocía personas que, por seguir a las hadas en Samhain, no habían vuelto a ser vistas. Jamás. Incluso su abuelo, uno de los druidas más importantes de la región, le había mostrado que en Samhain uno podía contemplar el futuro en la superficie de las pócimas que hervían en los calderos... como si aquella experiencia no hubiera vuelto loco a varios integrantes del poblado. Por eso, como en cada nuevo año, Fintan observó en el cielo nocturno filamentos brillantes y coloridos que se retorcían entre las estrellas, dibujando, por momentos, los contornos de un hombre gigantesco empuñando una lanza de fuego, y esos filamentos a veces arremetían y otras
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veces escapaban de una especie de remolino más oscuro que las tinieblas del ocaso. Se trataba de la lucha entre Lugh, el dios del sol y de la luz, y Tanist, el dios de las sombras y del caos, lucha que se producía siempre instantes antes de Samhain. Como todos los años, Fintan tuvo esperanzas de que ganara Lugh, que su lanza de fuego venciera a Tanist. Pero eso nunca pasaba. Y esa noche no fue la excepción. Lugh, derrotado, se llevó su luz y su calor hasta un punto definido del firmamento, ahí donde brillaban las siete estrellas que eran el portal al Más Allá. Y cuando el dios de la luz abrió aquel pórtico celestial para marcharse hasta la próxima primavera, miles de entidades que aguardaban del otro lado aprovecharon para atravesar el umbral e invadir el mundo terrenal. Eso era Samhain: la unión de ambos reinos, el de los vivos y el de los muertos, el ordinario y el extraordinario, el cotidiano y el mágico. Sucedió que Fintan, como siempre, bailó junto a la nueva fogata, se pintó el rostro con cenizas y se lo cubrió con una máscara hecha de piel de animal. Y entonces, cuando nadie lo veía, con su sombra confundida entre tantas otras y sus pasos eclipsados por el crepitar de las llamas... se alejó de su tribu. Anduvo y anduvo por uno de los senderos del bosque que más conocía. Durante esa noche se cruzó con varias entidades del Más Allá, algunas volaban a gran velocidad entre las copas de los árboles, otras flotaban lentamente sobre el camino. Y si bien muchas de ellas eran malvadas, gracias a la ceniza y a la máscara que llevaba puesta, lo confundieron con un espíritu más que vagaba libre en Samhain, y no lo molestaron. Alimentándose con fruta seca y bebiendo agua de los arroyos, Fintan continuó internándose en lo más profundo del bosque durante varias jornadas. Finalmente, al décimo primer día, la vio. Era ella, sin duda.
CAMUFLAJE SOBRENATURAL Pintarse la cara con ceniza o ponerse máscaras confeccionadas con la piel de algún animal, era una de las costumbres de los celtas en Samhain. De esa manera, creían que podían confundir a los malos espíritus que vagaban libres durante esa noche, y así pasar por uno de ellos.
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Fintan, temblando como una hoja, se escondió en el hueco de un tronco y desde allí observó. Una anciana de piel azul avanzaba arrastrando una larga capa gris. A su paso marchitaba flores, árboles y arbustos con un simple toque de su varita mágica, mientras miraba hacia ambos lados del sendero con su único y aterrador ojo. Era Cailleach Bheur, la diosa-hechicera que gobernaba junto a Tanist. Ella era la encargada de llevar el otoño y el invierno a todas las cosas, ella congelaba lagunas enteras y hacía nevar en los bosques, ella teñía el mundo de grises y más grises. El extraño chapoteo que acompañaba el andar de Cailleach Bheur se acercaba más y más. Y Fintan sabía que ese sonido no se correspondía con los pasos de la bruja, pues ella no caminaba: se deslizaba lentamente, levitando sobre la superficie. Aquel asqueroso ¡chap! ¡chap! lo provocaba el húmedo y pegajoso pestañeo de su ojo. ¿Y si la bruja lo descubría? ¿Lo convertiría en sapo? ¿Lo marchitaría como si fuera un arbusto más? ¿O lo haría desaparecer como si nunca hubiera existido? Tenía que tranquilizarse. Aún llevaba puesta la máscara de Samhain. Tal vez con eso bastara para confundir a la hechicera. Se obligó a pensar en algo lindo. Entonces pensó en Brigit. Así como Cailleach Bheur ayudaba a Tanist a esparcir el invierno por el mundo, cuando era el dios Lugh el que reinaba, la encargada de llevar el calor y la alegría del verano aquí y allá era Brigit, la bruja más hermosa de todas. Fintan la había visto una vez coloreando las alas de un grupo de mariposas, y aquello le había alcanzado para quedar fascinado por su belleza, por su sonrisa... ¡Ay, su sonrisa!
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El sonido del monstruoso párpado de Cailleach Bheur se alejaba. Fintan se asomó. La bruja había dejado el sendero y se había desviado hacia la parte más frondosa del bosque. Tenía que tomar la gran decisión. Había llegado hasta ahí para cambiar las cosas definitivamente. Debía seguir a la hechicera, no podía perderla de vista. Tarde o temprano ella se descuidaría y... ¡ZAS! Él la atacaría, acabando para siempre con el invierno. Y sucedió que el valiente Fintan, de tan solo doce años, fue tras la bruja. La siguió día y noche durante muchas, muchas jornadas, viendo cómo aquella arpía dejaba tras de sí una estela cada vez más ancha de frío y tristeza. La vio congelar montes enteros con tan solo acariciar la hierba. La vio lavar su manto en el mar, y así desatar tempestades y tormentas de nieve. Fintan soportó todo esto y más. Incluso festejó solo su cumpleaños número trece bajo las ramas vacías y heladas de un gran roble. Y a punto de darse por vencido tuvo su oportunidad. A pesar del cansancio y del frío que sentía, Fintan reconoció aquel lugar. Era la isla de Avalón, un lugar al que pocos habían llegado. Y ahí estaba la bruja maldita. Parecía tan cansada como él. Pudo verla acercarse a un manzano, y luego estirarse y arrancar una manzana roja y brillante. Pudo verla comer la mitad del fruto y sentarse, rendida, junto al tronco de aquel árbol, para quedarse dormida. Era el momento que tanto había esperado. El muchacho utilizó sus últimas fuerzas para cargar una gran piedra hasta el manzano donde dormía la hechicera. Tras el enorme párpado cerrado, el diabólico ojo se movía, como si la anciana estuviera soñando. Fintan, entonces, alzó con las dos manos la roca sobre su cabeza y...
LA ISLA DE LA JUVENTUD ETERNA Avalón, para los celtas, era una isla donde nada envejecía, donde las frutas deliciosas nunca se acababan, y donde el enojo no existía. Aquel archipiélago mágico estaba gobernado por nueve hadas cuya líder era Morgana. Según la leyenda, el mítico Rey Arturo, dado por muerto, fue llevado a Avalón, y allí sus heridas fueron curadas por Morgana, bajo la promesa de quedarse para siempre en la isla. Son muchos los que hoy en día buscan Avalón. La mayoría asegura que solo puede llegarse a ella a través de un portal ubicado en alguna parte del poblado inglés de Glastonbury.
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Algo sucedía con la bruja. Sus arrugas... sí, sus arrugas parecían alisarse. Toda su piel, además, parecía iluminarse. Incluso cambiaba de color: el azul se apagaba y era reemplazado por un ¿naranja? ¿rosa? Su cabellera también se transformaba... de aquel gris de ultratumba pasaba a ¡un rojo alucinante! ¿Sería todo una ilusión, una imagen falsa creada por su propio cansancio? No... no... lo que veía era real... ¡si hasta el monstruoso globo ocular de la hechicera se había dividido para convertirse en dos pequeños ojos de párpados rosados! Fintan dejó la piedra a un costado. Le costaba creer lo que observaba, pero no podía negarlo. Solo atinó a arrodillarse y llorar ante semejante revelación. Es que la que ahora dormía bajo el manzano era la diosa de la primavera y el verano que él tanto amaba... ¡Cailleach Bheur y Brigit eran la misma hechicera! El muchacho había perdido la noción del tiempo transcurrido desde que abandonara a su comunidad en Samhain. Los días más fríos ya habían pasado. Por eso Brigit abrió los ojos, acarició la cabeza de Fintan para que dejara de llorar y, luciendo su radiante sonrisa, le dijo con una voz que era un canto: —Son pocos los que saben la verdad; por eso debes cuidarla como se cuida a una flor. Lo que has visto te hará amar tanto al calor como al frío, tanto lo vivo como lo marchito, pues una cosa no puede existir sin la otra. Es así como se renueva todo para que el ciclo comience una vez más, para volver a sembrar, cosechar y estar preparado para el próximo invierno. La vida y la muerte, mi amigo, van de la mano. Y luego se alejó, dejando, a su paso, un mundo más colorido. La primavera daba comienzo.
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