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auriana, la dinosauria, quería vivir en un cuento y la verdad es que no pensaba en otra cosa. Fuera de eso se parecía a cualquier dinosauria: tomaba su leche de coco, iba a la escuelasaurius, le gustaban los caramelos de menta, escuchaba con los ojos bien abiertos las historias que dan un poquito así de miedo y descubría colores nuevos en las plantas como todos los cachorros de dinosaurio, pero sin dejar de preguntarse dónde habría una historia que la eligiera.
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No era fácil: en los cuentos solo había dinosaurios. Nunca las convocaban a “ellas”. Es cierto que alguna vez había aparecido un poco –tan poquito que apenas se veía detrás de un árbol–, la mamá de un dinosaurio. Pero no mucho más que eso. Sauriana rezongó. Mamá Saurius trató de calmar a su hija: —Sauri, las dinosaurias somos muy lindas y además hacemos tareas MUY importantes. —¿Como qué? —Le tejemos lentejuelas a la luna. —Eso me aburre. —Limpiamos nuestra cueva hasta dejarla reluciente. —No me gusta. Debe haber algo más interesante. —Les enseñamos a volar a nuestros pichones. —No tengo pichones, mamá.
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ederico jugaba en la plaza cuando sucedió algo extraordinario. Por si no lo saben, además de jugar en la plaza, a Federico le gustan los dinosaurios. Se conoce los nombres de un montonazo porque −aunque recién está aprendiendo a leer− los mira todas las noches en un libro de tapas duras. Allí conviven tiranosaurios, velociraptors, brontosaurios, triceratops y muchos más. También en la ropa de Federico −remeras, medias, calzoncillos− suele verse algún dinosaurio.
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Y no solo en la ropa: en su mochila, en el papel que cubre su cuaderno, en la taza donde toma el café con leche y hasta en el cepillo de dientes. Es más: cuando Fede cumplió los años, su tía le regaló una torta con forma de dinosaurio. Era color chocolate, sonrisa de crema y unos ojos confites que parecían de verdad. Pero volvamos al momento en que sucedió lo extraordinario.
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Fue la tarde en que Bronte llegó a la plaza. Bronte, por si tampoco lo saben, es un dinosaurio. Un dinosaurio grandote, verde verdoso, que avanzaba lento con sus patotas gigantes por el centro de la plaza. Daba un paso y hacía temblar las hamacas, otro paso y se movía el sube y baja, otro paso y se balanceaba la calesita. ¡TUM! ¡TUM! ¡TUM!