escritora
ilustradora
Beatriz Actis nació en Sunchales (provincia de Santa Fe) en 1961 y, actualmente, vive en Rosario. Es autora, entre otros, de los libros para niños “Para alegrar al cartero”, “Historias de fantasmas, bichos y aventureros” (cuentos, Destacado de ALIJA), “Alrededor de las fogatas” (novela, Premio La Movida - Colihue), “La oveja imaginaria” (poesías), “Criaturas de los mundos perdidos” (recreaciones de la tradición oral) y de versiones para niños de varias novelas de Julio Verne. También ha publicado literatura para adultos (entre otros, las novelas “Los años fugitivos” y “Los poetas nocturnos”, Premio Fondo Nacional de las Artes) y libros de Educación (entre otros, “Lecturas, familias y escuela” y “Las aulas de literatura”, Premio Isay Klasse de Fundación El Libro). Es profesora en Letras, egresada de la Universidad Nacional del Litoral.
Nacida en julio de 1958, Nerina obtuvo su título de profesora de Dibujo y Pintura en la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón. También estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires. Durante diecisiete años vivió en Europa (tres en Udine y Conegliano, Italia, y catorce en Barcelona, España), durante los cuales se dedicó, en colaboración con el arquitecto y pintor Jorge Bellini, a la realización de pintura decorativa y murales "trampantojo". Estos trabajos se realizan, generalmente, sobre paredes o madera, y buscan engañar la vista del espectador utilizando la perspectiva. En 2006, retornó a la Argentina y, recientemente, ha enfocado su trabajo en la ilustración y el diseño gráfico, así como en escribir cuentos para niños que ella misma ilustra.
Beatriz Actis
Nerina Canzi
Los verdes de Quipu
Extra単o viaje hacia Frontera La Vieja Beatriz Actis Ilustraciones Nerina Canzi
1. El extraño viaje hacia “Frontera la Vieja”
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2. En busca de la gente de color azul
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3. Mosquito que contó, voló
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4. El Gato Más Curioso del Mundo
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5. El regreso
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1. El extraño viaje hacia “Frontera la Vieja”
Empiezo por el principio y les cuento quién soy. Vivo en “Frontera la Vieja” desde hace unos pocos meses. O muchos. Son tres. Ustedes decidirán. “Frontera la Vieja” es un pueblito ubicado a unos cien kilómetros de Frontera, que es la capital de la Provincia Litoral. Tiene ese nombre porque a Frontera la fundaron dos veces. Después de la primera fundación, sus habitantes se mudaron. Fue por las inundaciones, dicen. ¡Yo digo que fue por los mosquitos! Ejércitos de mosquitos grandes como helicópteros que atacan, obsesivos y en escuadrón, desde la costa. Los primeros habitantes se mudaron unos cien kilómetros más allá, que es el lugar en donde la ciudad de Frontera se encuentra ahora. Por eso, muchos llaman a la actual Frontera “Frontera la Nueva”. Y a la otra población que se formó años después cerca de las ruinas de la primera, se la conoce como “Frontera la Vieja”. 7
Esto quiere decir que ahora vivo en una ciudad construida sobre las ruinas de la ciudad en la que vivía antes, pero cuando fue fundada por primera vez. Qué lío. Igual, cuando llegué desde la capital de la provincia a “Frontera la Vieja”, no me gustó para nada. Y no solo por los mosquitos.
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Nací y viví hasta los diez años en “Frontera la Nueva”. Justo al día siguiente de mi cumpleaños, la familia entera –mi mamá, mi papá, mi hermano, mi abuelo y yo– nos mudamos a “Frontera la Vieja” porque mi papá consiguió trabajo como director del Museo. A “Frontera la Vieja” vienen muchos turistas de visita porque es un monumento histórico. Aquí se conservan las ruinas de una de las primeras ciudades de América. Los españoles, hace más de cuatrocientos años, desembarcaron en un brazo del río Paraná y fundaron una ciudad para mejorar las comunicaciones entre el Paraguay (que queda más al norte) y el océano Atlántico (que queda más al sur). Antes de construirla se pusieron a planificarla, es decir, a pensar cómo sería la ciudad. 8
Señalaban para todos lados con la espada (y de paso, ¡espantaban a los mosquitos!) y decían, con acento español:
> Aquí “eztará” la plaza, aquí la “iglezia”, > aquí el terreno de tal “vezino”, > aquí el “zolar” de tal otro, > “aliá aquelia” chacra, “aliá aquelia estanzia”, > “etzétera”. > ¡Iros de aquí, zancudos! ¡Ahora “ézta zerá”
nuestra “ziudad”!
(Los zancudos se reían, hablando entre ellos en lengua indígena).
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Mi papá estudió la carrera de Museología. Trabajó primero en el Museo Histórico de Frontera (la Nueva) hasta que lo trasladaron al Museo de las Ruinas de Frontera (la Vieja). En este museo no hay restos de dinosaurios, como en otros. Hay “huesos de cristianos”; a eso lo repite mi abuelo con insistencia y, a veces, a mí me da un poco de miedo porque pienso en fantasmas. También en el Museo están los restos de algunas casas y de una iglesia, porque a otras se las llevó el río. Hay pedazos de vasijas, de platos, de adornos y de armas, de tejas y de ladrillos. 9
También, las primeras marcas de ganado, algunas muelas de molino, petacas de cuero y ruedas de carreta. Pero no solo hay cosas de los españoles. A mí me gusta mucho una canoa tallada a mano en un tronco por los mocovíes que habitaban aquí cuando llegaron los barcos. En fin, en el museo están las huellas de lo que era la vida en una ciudad de aquella época. Y aquí estamos: viviendo desde hace tres meses en una casa pegada al Museo de “Frontera la Vieja”. ¿Es mucho o es poco tiempo? Si comparo con el tiempo que pasó desde que los mocovíes tallaron la canoa en el tronco o lo españoles hicieron las marcas de ganado, tres meses no es nada. Si pienso en todo lo que cambió en mi vida en estos tres meses, el tiempo que pasó es verdaderamente un montón.
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Mi familia está compuesta por:
> mi madre, llamada Cristina, aunque todos le dicen Tina, > mi padre, llamado Valentín, > mi abuelo Fermín, que vive con nosotros desde
que yo era un bebé, que fue la época en que murió mi abuela Etelvina, 10
> mi hermano Joaquín o El Mayor, > y yo, Agustina o La Menor o “Esa caprichosa”,
como dice mi hermano, y también la más simpática y la más decidida y la más “compradora” (a eso lo digo yo, porque si no lo digo yo... ¿quién lo va a decir? Sí, ya sé: ¡mi abuelo Fermín, que –según Joaquín– es el que me malcría!)
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En definitiva, hace tres meses, un claro día del comienzo de la primavera, llegamos a “Frontera la Vieja”: yo, la benjamina; mi mamá Tina –nada de: “El burro siempre adelante”, sino más bien: “las damas primero”–; mi papá Valentín; el abuelo Fermín y mi hermano Joaquín. Ah, me olvidaba. Y mi perro. Ya deben haberse dado cuenta de que el perro, en esta familia tan musical y sonora, debería llamarse por lo menos: “Rintintín”. Aunque no. ¡Se llama Rasputín! Sin embargo, mi mayor preocupación no tenía que ver en ese entonces con los sonidos, sino con los colores. Pronto lo van a comprender.
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Nunca había estado en “Frontera la Vieja”. 11
Sinceramente, no tenía muchas ganas de mudarme –aunque se tratara solo de una distancia de cien kilómetros– porque mudarme significaba unos cuantos dolores: dejar la escuela, los amigos del barrio, el club, mi casa en “Frontera la Nueva” donde había vivido durante diez inolvidables años… Pero papá nos explicó que su trabajo para él era muy importante, que dirigir aquel museo iba a ser bueno para su carrera. Y, en especial, que a él no solo le gustaba, sino que le apasionaba su profesión y siempre había soñado con dirigir el Museo de las Ruinas de “Frontera la Vieja”. También iba a ser importante para Tina, dijo, y ahí siguió hablando mi mamá: —Voy a hacer un trabajo de lo más interesante: volver a pintar los dibujos de las vasijas antiguas que los arqueólogos encontraron en las Ruinas, pero en piezas nuevas. Todo sea por la supervivencia de las técnicas artesanales prehispánicas (cuando mi mamá empieza una frase con las palabras “Todo sea...” la voz se le aflauta y yo pienso: “Sonamos” porque al rato seguro que se le ocurre darnos alguna clase magistral, pero esta vez no, por suerte). “Voy a moldear y a cocer las piezas en el horno de cerámica. Va a ser emocionante, va a ser divertido. Va a ser como revivir el pasado. ¡Va a ser extraordinario!” (Mamá siempre ha sido un poco exagerada). 12
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Y, finalmente, casi a coro, mis padres dijeron: —Esta va a ser, además, una buena vida para los más chicos –y nos miraron a Joaquín y a mí, y de paso, Rasputín aprovechó y asomó su cabeza entre nosotros– y para el más grande –y lo miraron al abuelo Fermín, que asintió con una leve sonrisa–. Un pueblo tranquilo, con la naturaleza ahí nomás: el río, las islas; con posibilidades de conocer gente nueva y cambiar hábitos de vida. ¡Si hasta hemos sabido de un club del que podemos hacernos socios y que se llama: Centro Social Unión y Alegría “Frontera la Vieja”! Por primera vez mi hermano Joaquín y yo coincidimos en algo: nunca habíamos conocido un club que se nombrara a sí mismo con la palabra “Alegría”. Me convencieron. Aunque no sería por demasiado tiempo. Pronto comprendí que no podría seguir viviendo ni un minuto más en un lugar en que la gente no fuera de color azul.
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