1. Aterrizaje
El parapente planeaba como un pájaro. Volar era la experiencia más alucinante que Valentín jamás había tenido en su vida. ¡Libre! Así se sentía mientras manipulaba esas alas de tela al ritmo del viento. La ciudad de donde había salido era lo único que había conocido en sus catorce años. Una ciudad perfecta que se había revelado como una cárcel de la que no se podía salir. Sobrevoló la montaña dos veces. Víctor le había dicho que tratara de encontrar rápido un lugar que fuera seguro para aterrizar. Por suerte, Oracio todavía lo guiaba con el juego simulador que había programado para cubrir la huida. El avatar pájaro, en la pantalla de su DCF1, le indicaba una zona llana al pie de la montaña. Valentín repasó mentalmente los videos del museo virtual sobre aterrizajes con parapentes, y también lo que había practicado con el simulador de Oracio. Sin embargo, esto era real y más inquietante. Le palpitaba fuerte el corazón. El despegue-fuga de la ciudad había sido perfecto. Fue fácil dejarse llevar por la sensación de flotar y nadar en el viento. ¡Era extraordinario! Ahora tenía que bajar. Oracio indicaba que el viento no estaba alineado con su trayectoria. Ya los mensajes eran intermitentes, se alejaba de la influencia de la red de comunicación. El viento lateral te obliga a curvarte a la derecha, apuntá a la playa 1 DFC: Dispositivo de Comunicación Familiar.
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a tu izquierda. Los mensajes que le llegaban a través de los avatares del juego, lo hacían zigzaguear. Timonear a babor y estribor decía el manual que habían encontrado en la red. Comprobó que, cargando su cuerpo hacia derecha o izquierda, lograba ubicarse y maniobrar con sus manos para descender. Pudo dominar esas alas. Detrás de unos árboles vio la playa suficientemente despejada para correr y detenerse. Las indicaciones de Oracio eran precisas, habían conseguido esas fotos del exterior antes de la desertización, posiblemente el paisaje fuera muy distinto, de todas maneras había que intentar ese vuelo hacia lo desconocido. Valentín descendía en velocidad moderada, ensayó la bajada dos veces, sobre todo porque nunca había hecho algo tan audaz. A pesar de las intermitencias de la red, Oracio seguía mandando símbolos de preocupación y mensajes rectificando las coordenadas. Peligro, te vas a estrellar contra la roca. Así mejor. Si se perdía la red quedaría solo. Pensó en su papá que estaría mirando sus vaivenes en la pantalla del juego. Eso le dio coraje. —Concentrate, Valentín, así no vas a bajar nunca –se dijo. Viró para un lado y para el otro hasta que pudo direccionar el parapente. El vértigo le subía a la garganta mientras descendía más y más. La playa se acercaba, solitaria y llena de piedras. El viento resoplaba en sus oídos. Inclinó el cuerpo, tiró de las cuerdas, a derecha e izquierda, estiró sus piernas. Trataba de seguir paso a paso las indicaciones del manual y de lo que había practicado con el simulador. Por fin, sus pies tocaron el piso, correteó un tramo acompañando el envión, mientras tiraba de los anillos de 10
las cuerdas. Con un esfuerzo que le hizo doler las piernas paró su corrida y dominó el aparato que lo había sacado de la ciudad escondida. —¡Lo hice, lo hice, papá! –gritaba Valentín–. Lo hice, amigos –repetía sentado en la arena mientras recuperaba el aliento. La ciudad donde había nacido y crecido, que había sido su hogar hasta hace pocas horas antes, pocas horas antes, se ocultaba en una montaña. Un descubrimiento reciente que habían hecho con Oracio y Luciana. Una aventura que emprendieron a partir de unos signos que su abuelo, supuso Valentín, le había dejado escritos en una guía turística. Cuando llegaron a la parte más alta de la ciudad, conocieron a Dédalo, quien les confirmó esa historia increíble: los regentes ocultaban la posibilidad de que en el exterior la situación no fuera tan trágica como decían los programas de actualidad. Tal vez había sobrevivientes y con eso se abría la esperanza de encontrar a las personas que habían huido de la ciudad años antes. Valentín quería encontrar a su abuelo. Y si tenía razón con los mensajes que había dejado en la guía turística, posiblemente su abuelo aún estaría con vida. No tenía ni idea de dónde podría buscarlo, y tampoco sabía con lo que se iba a encontrar afuera de la ciudad, necesitaba correr ese riesgo. Sus amigos lo apoyaron desde el principio y había convencido a su papá de emprender esta aventura. —No te voy a fallar, papá, voy a encontrar al abuelo y voy a volver a buscarte –pensó en voz alta. Valentín recuperó la respiración normal. Miró a un lado y a otro. No le llegaron más mensajes de Oracio. La pantalla de su dispositivo estaba negra. No habían pasado 11
ni dos horas desde el despegue y tuvo que admitir que estaba solo. La playa solitaria, parecida a las imágenes de la guía turística, no mostraba signos de desertización, estaba al lado de un lago o ¿sería el mar? Se encaminó hacia unas colinas para alejarse del lugar tan abierto que le dio un poco de temor. Nunca había estado en el exterior de la ciudad, donde la vista se perdía en montañas, agua y playa. Levantó el parapente, lo dobló para esconderlo detrás de unos troncos. Miró por última vez la pantalla de su DCF, sin señal. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Dudó por un momento si haber salido de la ciudad había sido buena idea. Después de todo, no vivían mal. Tenían una vida cómoda y segura. ¿Por qué tantas veces sentía que se ahogaba? Algo en su vida estaba mal, necesitaba un cambio. La esperanza de encontrar a su abuelo lo animó desde el primer momento. —Vamos, Valentín, hay que seguir –se dijo. Miró hacia la cima de la montaña, se cargó su mochila y comenzó a caminar. Sin que él lo supiera, unos hombres, ocultos detrás de unas rocas, lo miraban.
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2. El videojuego
Oracio no se despegaba de la pantalla de su dispositivo, veía el pájaro de Valentín ondular de un lado a otro. Con precisión, le dio indicaciones de coordenadas para que pudiera salir de la influencia de la montaña y llegar a la playa. Valentín le respondía con piruetas que Oracio interpretaba y reconducía. La comunicación entre los dispositivos se perdía por momentos, hasta que se cortó definitivamente. Valentín ya tendría que haber aterrizado. Víctor, en silencio desde que había bajado del faro, miraba la pantalla. Se había quedado clavado en las columnas del techo parabólico viendo a su hijo volar hasta que lo perdió de vista. El llanto y la desesperación se le notaban en la mirada. No podía perder tiempo en lamentarse por haber permitido que su hijo lo convenciera de llevar adelante este plan. Valentín era tan parecido a su abuelo que si una idea se instalaba en su cabeza, no había manera de persuadirlo de lo contrario. Él también hubiera querido tener sus agallas. Hubo oportunidades en que pensó en salir a buscar a su papá y lo único que lo detenía era Valentín, del que nunca se quiso separar. El miedo a no volver a verlo más le apretaba el pecho. Se habían prometido volver a encontrarse. Y para eso tenía que ponerse a trabajar. —Va a estar bien –la voz de Marga y su mano en el hombro lo sacaron de sus pensamientos. 13