La serie negra de Quipu
El tambor africano JosĂŠ Montero Ilustraciones: Juan Pez
El tambor africano
Era un “niño problema”. Evidenció desórdenes de conducta desde los cuatro años, cuando entró al jardín. Se integraba a los compañeros y participaba de las actividades, pero de vez en cuando se desconectaba del mundo y agarraba una regla, una cuchara, un lápiz, cualquier cosa que pudiera usar como “palito” (decía él) y golpeaba de manera frenética la mesa, el armario, el pizarrón, las puertas. Este comportamiento, sumado al hecho de que era alto y flaco, hizo que todos olvidaran su nombre. Comenzaron a llamarlo, simplemente, Palito. Durante sus ataques, alteraba al grupo. Si bien los golpes que daba no poseían un ritmo definido, los demás chicos sacudían el cuerpo y se movían como si, de pronto, los asaltara la necesidad de ejecutar una danza extraña. Al principio, la maestra intentó resolver el problema sola. Pero, al ver que no podía, consultó a la directora del jardín. La mamá de Palito fue llamada a una reunión y estuvo de acuerdo en que su hijo fuera analizado por la psicopedagoga. No obstante, se enojó cuando la especialista presentó sus conclusiones y recomendó derivarlo a un psiquiatra infantil. 5
Como los problemas de conducta persistían y la madre no demostraba interés en someter al chico a un tratamiento, la escuela optó por no inscribir a Palito para el año siguiente, y así empezó su peregrinación por distintas instituciones. A lo largo de la primaria, Palito se convirtió en Palo y lo cambiaron de colegio diez veces. En cada oportunidad fue por un hecho más grave que el anterior. De los arranques que lo llevaban a golpear muebles y objetos, pasó a los insultos, a pegar y a morder a sus compañeros, a romper cosas, a escupir a un maestro y a robar dinero de la profesora de inglés, entre otros actos de vandalismo. Curiosamente, nadie calificaba a Palo como un chico malo. Tenía momentos de ternura, de diálogo y de amistad, pero dos minutos después agredía a los mismos compañeros o docentes con los que había estado riendo. Era como si una doble personalidad anidara en su interior. Los constantes cambios de escuela y el comportamiento antisocial de Palo conspiraban contra la posibilidad de que formara un grupo estable de amigos. Él sufría por el aislamiento y se esforzaba por caer bien al llegar a cada nuevo colegio. De hecho, tenía habilidad para tender lazos y sumarse a grupos ya establecidos. Pero los amigos le duraban poco, hasta que estallaba en una de sus crisis y mostraba su lado oscuro. 6
Cuando llegó el momento de inscribirlo para el secundario, muchos colegios rechazaron a Palo a raíz de sus malos antecedentes. El único que lo aceptó puso como condición una entrevista psiquiátrica previa. Recién entonces, obligada por las circunstancias, la madre accedió. Al salir del consultorio, la psiquiatra le dijo: —¿Su hijo alguna vez tomó clases de música o de algún instrumento? —No. —¿Nunca? —En absoluto. —Yo voy a dar mi aprobación al ingreso, pero Palo, a la vez que curse el secundario, tendrá que asistir a un taller de percusión. —¿Percusión? –preguntó la madre, sorprendida. —Sí, eso lo va a tranquilizar. *** En efecto, tomar clases de percusión le permitió a Palo controlar su energía y su agresividad, pero al mismo tiempo lo volvió más solitario. Perdió interés en hacer amigos en el secundario. Se refugió en los tambores. Cuando todo parecía marchar bien, discutió con el profesor porque, en un ensayo, se distrajo y rompió el parche de un instrumento. Resultado: el docente lo echó de la clase. 7
Sabiendo que la percusión lo mantenía sosegado, y además porque había descubierto que los ritmos de candombe eran su pasión, Palo se puso a buscar él mismo un nuevo maestro. Preguntó en casas de instrumentos musicales y se enteró de que Ciro, famoso percusionista que tocaba en bandas de rock y de jazz, vivía en el barrio. Consiguió el teléfono y lo llamó, pero la conversación duró nada. —No doy clases a principiantes –dijo Ciro, y cortó. Entonces, Palo rastreó la dirección del músico y fue a tocarle timbre una tarde después del colegio. En cuanto la puerta se abrió, le dijo: —Yo no soy un principiante. —¿Eh? –respondió Ciro, sin comprender. —Te llamé el otro día y me cortaste. Quiero que me enseñes. Yo ya toco –explicó Palo. Ciro lo miró fijo a los ojos y Palo sintió, por un momento, que lo iba a sacar corriendo. Pero eso no pasó. Al contrario, Ciro dijo: —Veamos cómo tocás –y lo invitó a entrar. De pronto, Palo se encontró en un hermoso patio lleno de plantas y de adornos africanos. En esa casa reinaba un silencio absoluto que se interrumpió cuando Ciro abrió una puerta y, de adentro de la sala de ensayo, salió el sonido de unas tumbadoras.
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Ciro entró en la sala, habló dos palabras con alguien y regresó con un gran tambor de candombe pintado con colores vivos. Cerró la puerta y de nuevo todo fue quietud en el patio. Palo no podía quitar los ojos de ese tambor. Se sentía atraído por su belleza. Ciro lo ayudó a colgárselo del hombro y le ajustó la correa. Luego le ofreció una baqueta (un palillo de madera para batir el parche) y le dijo: —Te escucho. De pronto, Palo tenía que dar un examen. La situación era tan sorpresiva que empezó a temblar. —Tranquilo –le dijo Ciro. Palo respiró hondo, cerró los ojos –como hacía siempre que tocaba– y se dejó llevar. Recordó un ritmo de murga e improvisó sobre ese tema. —Okey, basta –dijo Ciro cuando hubo transcurrido un minuto de interpretación. —Dame otra oportunidad –pidió Palo. —Ya está –agregó Ciro quitándole el tambor. —Por favor –rogó Palo. Ciro lo cortó en seco con una pregunta: —¿Cuándo querés empezar? *** Definitivamente, Ciro era un personaje extraño. Hablaba poco, interrumpía con malos modales y era incapaz de demostrar emociones en una charla, a menos que el tema fueran los tambores y la percusión. 9
A Palo le costó entender la forma de comunicarse que tenía su nuevo maestro, quien –por ejemplo– en ocasiones emitía gestos de desaprobación cuando, en realidad, lo que hacía el alumno le gustaba mucho. Una vez que sintonizó la onda, todo fue más fácil. Las clases eran individuales y tenían un costo que Palo no podía pagar. El dinero, de todos modos, no resultó problema. Ciro accedió a cobrarle lo mismo que el anterior docente. Para cubrir la diferencia, Palo se quedaba trabajando una hora después de las clases. Barría el patio, aspiraba la sala de ensayo y limpiaba los tambores y demás instrumentos que había en la casa o, al menos, los que estaban a la vista. Es que, sin que Ciro hubiese establecido una prohibición expresa, Palo sabía que solo debía moverse dentro de un sector de la vivienda. Podía llegar, como máximo, hasta la cocina y el comedor diario. Todo lo demás eran áreas privadas y a Palo ni se le ocurría traspasar el límite. Por eso, el día que Ciro le pidió que fuera al living (más allá de la frontera imaginaria) a buscar un bongó, Palo sintió que el maestro le estaba dando una demostración de confianza. A la vez, acceder al living le permitió descubrir que la casa era mucho más grande de lo que imaginaba. Había un segundo patio, y después habitaciones, y allá, en el fondo, otro patio más y un galpón donde, 10
por una puerta entreabierta, se adivinaban dos tambores completamente distintos de los que él conocía. Parecían tambores africanos. *** Ciro solo se explayaba cuando tenía ganas de hablar sobre los orígenes del tambor. —Es el instrumento más antiguo de la humanidad –decía con aire místico–. Cuando suena un tambor, algo en el inconsciente nos lleva a tiempos remotos, al África negra. En cada hombre y en cada mujer hay un tambor, que es nuestro corazón. Esos latidos nos hermanan en una comunidad milenaria. También hablaba de la piel, que era el primer lugar del cuerpo donde, decía, resonaba la percusión, porque –antes incluso de la invención del tambor– las formas originarias de música consistían en batir las palmas o golpear con ellas el pecho o los muslos. Justamente por eso, cuando Palo tenía dificultades para ejecutar un ritmo con la “mano boba” (en su caso, la izquierda, porque era diestro), Ciro le hacía tocar primero dando palmadas en el cuerpo, y recién después pasar al tambor. De este modo, Palo podía incorporar el ritmo más rápido. Así que algo de cierto tenía que haber en la importancia que Ciro le asignaba a la piel.
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Pero había otras pieles a tener en cuenta, y eran las que se utilizaban para fabricar las membranas de los tambores. —En África –sostuvo un día Ciro– se usa mucha piel de antílope, pero también de gacela, de búfalo, de elefante, hasta de serpiente y de lagarto. Aún hoy, en algunas tribus, es normal que sobre la madera del tambor, en el lado interno, se derrame sangre del animal que va a usarse para el parche. Es una forma de “alimentar” el tambor. Casi instintivamente, Palo dio vuelta el instrumento que tenía a mano y miró en su interior. —No –dijo Ciro y largó una mueca, lo más parecido a una sonrisa que podía permitirse–. Muchos de los tambores que ves acá los fabriqué yo con cuero de vaca que compré en una curtiembre. Al animal no lo vi ni en fotos. Otros tienen piel sintética. —Pero hay algunos que te regalaron o que trajiste de viajes. —Quedate tranquilo, no encontré sangre en ninguno de ellos. —¿Estuviste en África? –preguntó Palo. Ciro hizo un movimiento raro con los ojos antes de contestar. —Ojalá. No. Nunca. —¿Y tenés algún tambor africano? —Son difíciles de conseguir. Muy caros –dijo Ciro negando con la cabeza y mostrando fastidio; ya era demasiada conversación para él. 12
Palo sabía que estaba caminando sobre la cuerda floja. Se exponía a un reto si seguía haciendo preguntas. Igual se jugó y dijo: —Me gustaría leer sobre tambores africanos. ¿Tenés algo que puedas prestarme? Ciro no respondió. Dio media vuelta y se fue hacia el fondo de la casa. Al cabo de un rato, volvió con un libro y se lo extendió. —Cuidalo –le dijo. *** El libro se llamaba, sencillamente, El tambor africano, y Palo empezó a leerlo con entusiasmo, convencido de que accedería a algunos secretos acerca del instrumento que tanto le gustaba. Sin embargo, pronto se decepcionó. El libro era aburridísimo. Un auténtico bodrio. Básicamente, recopilaba textos de viajeros europeos que recorrieron el África negra a lo largo de los siglos. Tenía descripciones técnicas y dibujos en blanco y negro de cientos de tambores. A decir verdad, había apenas un puñado de modelos básicos, pero el libro se detenía en explicar los pequeños detalles (a veces insignificantes) que diferenciaban el instrumento de una comarca a la otra. Entre tantas ilustraciones, a Palo le llamó la atención un tipo de tambor al que llamaban jembé, que se destacaba por su forma de copa o de reloj de arena y estaba presente en numerosas tribus. 13
Por un momento le pareció que los tambores que había visto en el galpón, al fondo de la casa de Ciro, pertenecían a la categoría del jembé, pero no podía asegurarlo porque los había divisado de lejos. El descubrimiento de esta coincidencia no sirvió para mejorar la lectura. El libro seguía siendo tedioso y Palo tuvo que hacer un gran esfuerzo para terminar las doscientas páginas. Estaba tan determinado a obtener algún dato útil que revisó hasta la última hoja, y así encontró un aviso del editor que anticipaba la próxima salida del tomo dos de la obra, con un temario que incluía “rituales con tambores”, “tambores que se alimentan de sangre”, “tambores de piel humana” y “tambores fabricados con calaveras”. Palo abrió grandes los ojos y su aburrimiento se transformó en desesperación por leer la continuación del libro. *** Lo primero que hizo Palo, cuando llegó a la siguiente clase con Ciro, fue devolverle el libro y preguntarle si podía prestarle el segundo tomo. Ante este pedido, Ciro mantuvo silencio e hizo una seña para que Palo lo siguiera. El alumno obedeció y se encontró, de pronto, adentrándose más y más en los sectores restringidos de la casa, hasta llegar al último patio, donde había una fogata. 14
Cuando pudo sacar los ojos del fuego –que lo atraía con su magia–, Palo miró hacia el galpón donde, intuía, estaban los tambores africanos que Ciro negaba poseer. La puerta del galpón estaba cerrada con un candado antiguo, negro, y la única ventana tenía una cortina, de modo que no podía verse nada del interior. —Siempre te hablo de cómo templar los tambores –dijo de repente el maestro–, pero nunca lo hacemos por falta de tiempo. Hoy vamos a templarlos. Ciro fue acercando la boca de algunos tambores a la fogata, para que el calor penetrara en su interior. Palo lo imitó e hizo lo propio con otros instrumentos. Minutos después, Ciro invirtió los tambores y colocó los parches más cerca del fuego. Palo comprendió que el calor secaba la madera y hacía que los cueros se tensaran más. Luego, a medida que las llamas se fueron extinguiendo, maestro y alumno tocaron los diferentes tambores y comprobaron cómo los sonidos habían cambiado sutilmente a raíz del templado. Se concentraron tanto en la música que se quedaron tocando después de hora. Ciro le dijo a Palo que ya era tarde, que por esta vez no hacía falta que se quedara a limpiar.
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El poder del fuego y el retumbar de los tambores, sumados a la alegría de no tener que trabajar, hicieron que Palo casi se olvidara de lo que, para él, era lo más importante. Pero al final, ya en la puerta de calle, se acordó. —El tomo dos del libro, ¿me lo prestás? –preguntó. —No lo tengo. Nunca pude conseguirlo –fue la respuesta de Ciro. *** Mientras tanto, Palo se adaptaba, de a poco, al mundo del colegio secundario. Como no se integraba al curso ni formaba parte de ningún grupo, para muchos comenzó a ser “el raro”. Y ya sabemos lo que a veces pasa con “el raro” en la escuela. Es víctima de burlas, de insultos, incluso de agresiones físicas. Palo frenó a tiempo esta situación de acoso durante una discusión muy firme que mantuvo con Facu, el líder del sector más importante y popular de su división. Facu quedó tan descolocado con la reacción de Palo, tan desautorizado frente a ese “Don Nadie”, que canalizó su impotencia tirándole una piña. Para sorpresa de todos, “el raro” lo eludió y desvió el golpe.
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Resultado: Facu estrelló su puño contra la pared y terminó en la enfermería del colegio, con la mano vendada. Por un buen tiempo, Palo temió que Facu y sus seguidores tramaran una venganza. Pero ese “grupito del fondo” pronto quedó al borde de la expulsión por tirar una bombita de olor en el aula. A partir de ese momento, Facu y sus amigos tendrían que portarse muy bien. Si les ponían una amonestación más, les darían el pase a otra institución. Dentro de la escuela, a Palo no podrían hacerle nada. *** La relación de Palo con Ciro se afianzó. Un día, el maestro lo invitó a presenciar un ensayo con el grupo de rock que integraba. Y así, de manera natural, Palo aprendió las canciones y empezó a tocar percusión en algunos de los temas. Al principio lo hacía con timidez, pero el estímulo de Ciro y los guiños del resto del grupo le dieron la pauta de que lo estaba haciendo muy bien. Estaba claro que esta participación era solo para divertirse. De cualquier modo, fue inevitable que Palo fantaseara con la posibilidad de sumarse a la banda. Por eso, cuando Ciro le anunció que muy pronto saldrían de gira, Palo se imaginó a sí mismo 17
arriba de un escenario. La mente es así. Se dispara más allá de toda lógica. En este caso, Palo se olvidaba de un pequeño detalle: aún no tenía 14 años y su madre no lo dejaría, bajo ningún concepto, ser parte de esa aventura. Sin embargo, no hizo falta consultar a la madre para bajar a la realidad, porque Ciro aclaró: —Yo me voy por diez días, pero quiero que vos sigas ensayando acá, sin que nadie te moleste. Te dejo la llave. *** Aunque seguía siendo “el raro”, Palo se volvió repentinamente popular entre los compañeros de curso que no obedecían a Facu. La razón era muy sencilla. Nadie, hasta entonces, le había puesto un freno a Facu. Palo fue el primero y, por eso, muchos lo vieron casi como un héroe. Sin embargo, a Palo no le interesaba asumir protagonismo. Agradeció a quienes le ofrecieron, de manera directa o indirecta, ocupar un rol de liderazgo y retomó el lugar donde se sentía más cómodo, ese espacio dentro de la división en el que pasaba inadvertido. De cualquier manera, la imagen de Facu ya había quedado seriamente dañada. Como estaba al borde de la expulsión y no podía reaccionar, ahora eran más los que se animaban a enfrentarlo y a cuestionar su autoridad. 18
Encima, Facu sufrió un acto de humillación pública cuando Juana, su novia, lo dejó a los gritos en medio del recreo. Después de esta ruptura, Juana comenzó a acercarse a Palo. Lo saludaba al llegar al colegio, le sonreía, buscaba conversación con él. Palo la ignoraba porque, por un lado, sentía que no tenía conexión con Juana y, por el otro, porque le resultaba evidente que ella intentaba el acercamiento para darle celos a Facu. La cosa cambió cuando Juana hizo la pregunta indicada: —¿Así que hacés percusión? —Sí –respondió Palo y su mirada se encendió por la mención del tema que realmente lo apasionaba. Las charlas empezaron a girar, de manera exclusiva, en torno a los tambores y a los ritmos que a cada uno le gustaban. Muy pronto, Palo y Juana se hicieron cómplices. “Tocaban” golpeando carpetas y pupitres y reían todo el tiempo. Un día, a la salida, Juana le dijo: —En casa tengo un tambor. ¿Querés venir?
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*** En ausencia del maestro, Palo fue a la casa de Ciro tan contento como un chico que entra solo, durante la noche, a una juguetería, y hace lo que se le antoja con la mercadería exhibida. La sala de ensayo, para él, era eso. Un lugar lleno de juguetes que, esta vez, no tenía que compartir con nadie. Tocó durante una hora y así y todo no alcanzó a ejecutar todos los instrumentos. Tantos eran los que había en la sala. Agotado, transpirado, Palo se tomó un descanso y fue a la cocina en busca de agua. Sobre la mesada, bien a la vista, encontró una nota de Ciro que decía: “En la heladera tenés gaseosa”. Abrió la puerta de la heladera y tomó una botella de su bebida preferida. Buscó en los cajones y rápidamente encontró un destapador. Era un destapador raro, con forma de llave antigua. Se sirvió un vaso y lo tomó de un trago. Se sirvió otro y lo bebió más tranquilo, disfrutando el sabor. Recién cuando llenó el vaso por tercera vez, Palo se dio cuenta de que el destapador no parecía una llave. Era una llave. Una llave antigua, de gran tamaño y de color negro. En una fracción de segundo, su mente conectó la llave con el candado que aseguraba la puerta del galpón, en el fondo de la casa.
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Pensó que estaba mal acceder a un lugar adonde Ciro no lo había autorizado ni invitado a entrar. Pero, al mismo tiempo, se dijo que el maestro le había dado un acceso sin restricciones a toda la vivienda desde el momento en que le había dejado una copia de la llave principal. Se debatía internamente. Por un lado, no se decidía a entrar en el galpón. Por el otro, ni siquiera era seguro que la llave antigua abriera el candado. Así que resolvió que solamente haría la prueba para ver si ambas piezas coincidían. El asunto fue que la llave entró en la cerradura y, con facilidad, en un solo movimiento, abrió el candado. Llegado a este punto, Palo no pudo reprimirse y abrió la puerta. De pronto se encontró dentro de un verdadero museo de escudos, lanzas, vasijas y esculturas, todo de África. Eran decenas, quizás cientos de objetos, pero la atención se Palo se centró, exclusivamente, en los tambores. Antes que nada, en los dos jembés que había visto. Puso su mano sobre el primero con extremo cuidado. Acarició la madera y luego sus dedos sintieron la suavidad única del parche de cuero. Llevó el tambor al patio, donde tenía mejor luz, y lo inspeccionó en todos sus detalles. Quedó maravillado por las pinturas que cubrían el instrumento. Finalmente, con un sentimiento casi religioso,
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comenzó a tocarlo y su mente se llenó de verde, y de cielo, y de animales, y de cantos en un idioma que no comprendía, pero que lo emocionaba hasta las lágrimas. Fue una sensación tan fuerte, tan poderosa, que tuvo que dejar de tocar. Se descolgó el tambor y lo hizo a un lado. Cuando recuperó el aliento, tomó nuevamente el tambor para ir a depositarlo en el lugar de donde lo había sacado. Era demasiado para él. No estaba preparado para controlar tanta energía. En el último movimiento, cuando ya estaba dejando el jembé en el estante, el interior del tambor se ofreció parcialmente ante sus ojos. Había algo extraño ahí. Una mancha oscura, de forma irregular. Palo miró mejor. Era una mancha de sangre. *** Tocó el timbre y esperó. Cuando estaba por apretar el botón por segunda vez, a través del portero eléctrico le llegó la voz de Juana. —Ya voy –dijo ella, dando por sentado que no podía ser otro más que Palo. Juana demoró largos segundos, casi un minuto, en abrir la puerta. Después del saludo,
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ya adentro del edificio, Palo comprendió el motivo de la tardanza. Su compañera vivía en un complejo de departamentos tipo casa, arriba de un viejo mercado abandonado, y el trayecto desde su vivienda hasta la calle era grande. Lo primero que veía el visitante, al ingresar, era la escalera más larga del mundo, recta y de escalones de mármol (algunos rotos y otros muy gastados). Tenía tres descansos y desembocaba en un pasillo infinito, todo a cielo abierto. A un lado y al otro del corredor, estaban los departamentos. En total, más de veinte. Por fin llegaron a la casa de Juana. Palo se sorprendió al ver, en el patio de la entrada, un tambor enorme, celeste, de plástico. No era un instrumento, sino un recipiente de 200 litros para el transporte de mercaderías. Un barril vacío, de esos que usan, en las fiestas, para llenar de hielo y enfriar las bebidas. —¿Y esto? –preguntó Palo con una sonrisa. —El tambor del que te hablé. —Bueno, pero… –comenzó a decir Palo. —Suena bien. Yo lo probé. Dale, tocá para mí. Enseñame –pidió Juana. —Es que… —Si no tocás, no te dejo ir –sostuvo Juana poniéndose muy seria, tras lo cual cerró la puerta del departamento con llave. —¿Qué pasa, Juana? No entiendo. [...]
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