Capítulo I
Era una fría mañana de otoño, de esas en que el invierno se anuncia, al igual que tu madre que, golpeando la puerta por décima quinta vez, te pide a vos y a todos los santos del cielo que te levantes para poder llegar a horario a la escuela. Pero no, intento hundirme bajo la almohada y aguantar la respiración para ver cómo los segundos se convierten en minutos y así progresivamente. Pero… —Luis –se oyó una voz potente que estalla en lo más profundo de mi corazón y quebranta cualquier oportunidad de retomar mi sueño. “Mi sueño”, repito. Uno de los tantos que mamá logra que se escapen de mi memoria cada vez que su tono de voz se acelera y retumba por toda la escalera. Hace dos años que vivo en esta rutina de despertar temprano para llegar antes que todos a la escuela. Digo “rutina” porque por más que lo intente ni los fines de semana me salvo; el cuerpo, la mente o no sé qué hacen que despierte. Hace los mismos dos años que mamá decidió inscribirme en su escuela. ¡Bah…! No es su escuela, pero algún día le van a poner su nombre. Ella tiene que llegar puntual para recibir a todos sus chiquitos y yo, la 7
sangre de su sangre, tengo que sacrificarme por sus voluntades. Ser el hijo de la maestra tiene sus beneficios, pero también sus torturas.
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Capítulo II
Pero comencemos por el principio: mi familia. Papá es un granjero frustrado. Digo frustrado porque nació en el campo, pero como dice su corazón, fue flechado por una bella pueblerina, se casó y se vino a dormir a la ciudad. Y esto es literal. Duerme en la ciudad y pasa los días en el campo. Ama trabajar cuidando sus adorados animales junto a mis abuelos. Todos los días se levanta a horas inhumanas, toma su taza de mate cocido y junto a Betún, nuestro perro, parte en su camioneta y no regresa hasta el atardecer (“cuando le da hambre”, según mamá). Bueno… tengo que reconocer que gracias a esos sacrificios mañaneros podemos vivir cómodamente. A mamá un poco ya se las presenté. Es una máquina con muy buena memoria, con mil brazos capaces de buscar cualquier cosa como abrazarte cuando lo necesitas y cargar al hombro, además de su adorado trabajo, una casa con tres hijos. Ella busca la forma de estar en todo y no perderse de nada, acaparando los huecos vacíos que deja papá. Su profesión la hereda de su abuela, una educadora milenaria, que le enseñaba los números y las letras todos los fines de semana.
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A mamá le gusta mucho lo que hace y busca reflejar su ejemplo en sus hijos. De más está decir que en casa no escasean los libros, tal vez no hay lugar para algún juego, pero sí para una biblioteca. Sueña con poner una tienda de canje voluntario de libros, donde se presten libros; pero la verdad es que no mucha gente se toma en serio la lectura. En cambio, a mí sí me gusta leer, si hay algo que le debo a mamá es la capacidad de imaginar a través de la lectura. —¡Mamá no encuentro las llaves! Llego tarde al teatro. ¿Qué será de Hamlet sin mí? —Están donde las dejaste, querida… —¡Tiradas! –aclaré yo–, en el sillón junto al espejo. Les presento a mi hermana mayor, Ana. Una bohemia al borde del precipicio. Actualmente, cursa el último año de la escuela secundaria y todavía no se decide por ninguna carrera. ¿Su pasión?, el teatro. Ama a Lope de Vega, Shakespeare, Sófocles y al chico de la esquina, aunque él no se dé por aludido. A ver, analicemos la cuestión. El chico de la esquina, Exequiel, es un estudiante de teatro que participa en un grupo ambulante que realiza presentaciones en distintos lugares de la ciudad. Digamos que la pasión de Ana por el teatro no es voluntaria sino movida por la intención de hacerse más visible a los ojos de Exequiel. Conclusión: en este momento transita por una irresponsabilidad controlada donde lo único que le importa es el presente y no el futuro que implica la elección de una carrera. Un pequeño dolor de cabeza 10
para mi madre, al cual mi padre responde con una simple solución “me la llevo a trabajar al campo”. Si a alguien le va bien en esta casa con respecto a los asusntos del corazón es a mi hermano Juan. Él tiene la modesta edad de 16 años, por lo tanto, para el futuro falta mucho, el pasado ya es historia y el presente lo tiene como el galán de la escuela, con una fila interminable de chicas que se mueren por salir con él. Mantiene una vida despreocupada donde la facha y las palabras adecuadas en forma de cumplidos lo salvan de cualquier percance. Y quedo yo. Un chico de 12 años cuyo problema principal es madrugar, ser hijo de la maestra de séptimo grado y tratar de pasar lo más inadvertido posible en la escuela. El protagonismo no es lo mío, aunque a veces siento que me sigue.
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Capítulo III
Uno de los beneficios que tuvo haberme cambiado de escuela, fue conocer a Marito. Mi mejor amigo. Un cable a tierra desde que los sueños invadieron mi vida para dejarme cada día más en evidencia. Según mamá, es un Sancho que intenta tender una mano a este Quijote desprevenido que vaga sin su Rocinante por mundos imaginarios. Ja, ja ¡¡¡Qué horror!!! Pero ella busca darle una mirada poética a la locura que me atormenta. El papá de Mario es médico y su mamá trabaja en una rotisería del barrio. ¡Cómo me gustaría que mamá cocinara tan rico como ella! Igualmente, Mario no disfruta mucho de sus especialidades porque a los padres los une una pasión a la cual le dedican mucho tiempo. Ambos son bomberos voluntarios, viven apasionadamente su profesión dentro del cuartel. Cuando Marito era más chico le dedicaban más atención, pero desde que se maneja solo, la verdad es que no los ve nunca. Yo sé que a él le duele eso. Siente la ausencia por más que siempre tenga un chiste, una sonrisa u otro tema para salir del aprieto. Marito y yo somos dinamita. Él tiene la simpatía, la conversación, una forma sutil y simple de ver la realidad. Yo soy producto de las lecturas, los sueños, el arte y un corazón precoz para los amores. 13